CAPÍTULO 4

En la casa de los Coles, la anciana Nana, la bisabuela materna de Shelby, contemplaba el Óvalo desde una ventana del piso superior y observaba a aquel hombre negro y sus tres hijas rubias, mientras murmuraba con fastidio por todo lo que había tenido que presenciar durante sus noventa y ocho años de padecimiento en esta tierra.

Hubo un tiempo en que todos los vecinos habían sido blancos, tan blancos como la propia Nana, tan blancos como el linaje de esta lo había sido desde los primeros tiempos del sur y hasta que su hija Josephine decidió contaminar esa sangre blanca, esa sangre azul, con sangre negra y le rompió el corazón.

Josephine había muerto hacía ya mucho tiempo y todo el mundo había olvidado su traición menos Nana. Y ahí seguía ella: atrapada en los tiempos previos a la guerra, incapaz de aceptar aún el desenlace de la contienda a pesar de que a nadie en el Óvalo le importaba ya y muy poca gente sabía siquiera que su padre había sido el coronel Lance Shelby, dueño de una plantación enorme que ocupaba medio condado, propietario de una mansión que debía de tener cincuenta habitaciones y esclavos suficientes para formar un pequeño ejército, todos los cuales estaba dispuestos a dar la vida por su amo y terminaron aceptando la libertad solo porque los obligaron.

Y Nana, la aristócrata de cuna, se veía ahora obligada a vivir entre descendientes de esclavos, sin otra compañía en la que morir que la suya, sin otra sepultura más que la que quisieran darle y nada que distinguiese sus huesos de los de ellos en el día del juicio final, cuando el cielo se partiese en dos y recibiese a quienes habían sido elegidos para asistir al banquete celestial como invitados o como sirvientes.

El único sueño de Nana era encontrar reposo eterno junto a sus antepasados en el cementerio para blancos donde estaban enterrados sus ancestros, tan lejos como fuera posible de ese norte despiadado y de su tierra obstinada, que nunca se abría en invierno y rechazaba la carne indignada de los cadáveres a la espera de que llegase un día más propicio; que convertía la muerte en un trance si cabe más humillante y obligaba a posponer la cita que todos los hombres tenemos con el polvo del que venimos y al que tenemos derecho a regresar.

No era mucho lo que Nana pedía a la vida, tan solo que la dejaran volver a casa para morir. Y era muy poco lo que la vida le ofrecía a esas alturas salvo más sufrimiento. Lo único que había logrado conservar de los muchos dones que se le concedieron al nacer era la sangre del coronel Shelby, y esa sangre se había transformado en un hilillo que fluía lentamente por sus venas y apenas ofrecía ya consuelo a su corazón exhausto.

Llevaba despierta desde el amanecer. El viento que silbaba a través de las ventanas traía un olor a muerte que había perturbado su sueño. Era un olor que no se parecía a ningún otro, tan suave que solo quienes lo conocían eran capaces de percibirlo, tan característico que resultaba imposible confundirlo. No había forma humana de describirlo. Solo ciertas imágenes lograban otorgarle algún sentido: era como un aroma a claveles blancos arrancados de cuajo para que un abrazo fatal los marchitase y los secase.

Nana se había levantado y se había puesto de rodillas al lado de la cama para rezar. Hacía años que no se arrodillaba: agacharse y volverse a poner en pie constituían para ella un esfuerzo demasiado arduo y peligroso. Pero deseaba postrarse ante el Señor para mostrarle que la fe era capaz de mover montañas.

—Padre nuestro que estás en los cielos —dijo con las manos entrelazadas—. La muerte sobrevuela el Óvalo. Cuando el ángel extienda sus alas, el cielo se ensombrecerá y arrojará una sombra sobre la casa señalada. Solo tú sabes quién es el elegido para entrar en la gloria de tu reino, pero te ruego que no me lleves a mí. No estoy preparada. Cuando lo estuve, no consideraste oportuno llamarme a tu lado. Me enviaste a una tierra extranjera, entre bárbaros y desconocidos, y he llevado esa carga sin rechistar.

»Mi alma no soporta ya el peso de tener que vivir rodeada de negros y te ruego que me libres de él. Sírvete de mi bisnieta para hacer cumplir tu voluntad. Va a casarse con un hombre blanco de verdad. Tiene una mente despierta y estoy segura de que te escuchará si la convences de que viva como le corresponde a un blanco. Su corazón generoso te atenderá si le pides que me lleve a casa para morir en paz. Tiene toda la vida por delante y será incapaz de negarle eso a su desdichada bisabuela, que ya ha dejado atrás sus mejores días.

»Señor, no es mi intención interferir en tus designios, pero dicen que Addie Bannister está al borde de la muerte. Llévatela a ella si así lo deseas, su casa está un poco más abajo. Sé perfectamente que solo a ti te corresponde tomar esa decisión, pero quería que me escuchases antes de tomarla. Alabado sea nuestro Señor misericordioso. Amén.

Nana trató de incorporarse, pero le hicieron falta varios intentos: con una mano cogió su bastón y con la otra se agarró a un poste de la cama, pero cuando ya estaba casi en pie, la mano le falló. Probó de nuevo y se resbaló; volvió a probar y el bastón se le metió en un pliegue del camisón. No comprendía muy bien qué le impedía levantarse hasta que oyó cómo algo se rasgaba. Hizo un último intento con las pocas fuerzas que le quedaban y esta vez por fin lo consiguió. Tenía el corazón desbocado, la cabeza le temblaba ligeramente, alrededor de los ojos se había formado un cerco oscuro y en los lamentos y suspiros que soltaba había dolor, pero también rabia por tener un cuerpo viejo para el que cualquier esfuerzo representaba un mundo.

Una vez en pie, fue tambaleándose hasta la silla que se encontraba al lado de la ventana para descansar. El camino hasta allí estaba perfectamente señalizado con objetos a los que podía agarrarse. Todo en el cuarto de Nana estaba anclado al suelo con firmeza: las patas de la mesa y de la silla tenían unos topes de goma para que resistieran cualquier empujón y las alfombras estaban sujetas con cinta de aluminio para que no se deslizasen si se tropezaba.

Habría dado lo que fuese por tener todavía su vieja mecedora. Le encantaba mecerse en ella una y otra vez, hasta que el sueño se apoderaba de ella y acortaba la infinita espera en que se habían convertido sus días. Pero se la habían quitado por miedo a que se cayese con el vaivén o a que se tropezase con el arco de las patas. En verdad era un auténtico suplicio tener el cuerpo de una muñeca de trapo y una cabeza aún lúcida pero incapaz de gobernarlo.

El canto matutino de los pájaros dio comienzo. Ya no resultaba tan regular, intenso o conmovedor como en primavera, pero seguía siendo un madrigal veraniego de trinos y gorjeos en el que tomaban parte una enorme variedad de intérpretes —el toquí, el carbonero, el camachuelo púrpura, el charlatán, el petirrojo, el arrendajo azul—, cuyas notas aflautadas en honor del amanecer contrastaban de manera muy llamativa con los chillidos discordantes que soltaban cuando algún peligro se cernía sobre el parque. Las palomas se lamentaban con pesar en las ramas de los robles más altos, y Nana se quedó traspuesta con su arrullo monótono y melancólico.

Las carcajadas de las niñas de Lute la sobresaltaron. Parpadeó y vio a Jezebel acercándose muy decidida a la casa. Sabía a qué venía y también que recibiría un plato rebosante de carne, una ración generosa, de las que tal vez habrían servido para insuflar algo de energía a Josephine cuando comer bien era todo lo que habría hecho falta para que no claudicase.

Aquella hija desconsolada había heredado la debilidad de carácter y la amargura que, mucho más que la neumonía, habían acabado llevándose por delante a su padre: si él fue incapaz de enfrentarse a esa nueva sociedad de advenedizos blancos en la que los de su clase ya no tenían cabida, Josephine no pudo superar esa hambre voraz que se encontraba demasiado alejada de los tiempos y el espíritu de Xanadu, la gran plantación, para saciarse con los recuerdos que mantenían en pie a Nana.

La nobleza venida a menos era una trampa angustiosa de la que, como Josephine bien sabía, solo podría escapar encontrando marido. No parecía haber, sin embargo, ningún candidato disponible. Los pocos hombres que conocía, aun en el caso de que estuviesen interesados en el matrimonio, no podrían ofrecerle otra cosa que sus apellidos y, como medio para procurarse sustento, valían tan poco como el de ella. Los únicos varones con dinero eran los advenedizos blancos que habían despojado a la aristocracia sureña de su soberanía, y Josephine prefería mil veces casarse con un hombre de color que sabía de dónde venía.

La disyuntiva entre esos dos males no era, desde luego, más que una forma de hablar. A Josephine no le cabía la menor duda de que llegaría a vieja convertida en una solterona chupada y consumida. Y su profecía se cumplió de forma prematura. Estuvo a punto de morir cuando tenía diecisiete años a causa de esa hambre acumulada que ardía en su interior igual que una llama y, a falta de otra cosa con la que alimentarlos, nublaba todos sus sentidos.

Melisse, una chica negra que había nacido en Xanadu y había compartido nodriza con Nana, se enteró de que la señorita Josephine, la hija de la señorita Caroline, estaba en cama y con fiebre. De niña, había sido compañera de juegos de Nana y, hasta que aprendió a pronunciar su nombre, solía llamarla «Ca’line», «señorita Ca’line», apelativo que esta soportó sin quejas ni malas caras y aceptó, igual que el de Nana, como si formase parte de los designios del Señor.

Si no siguieron viéndose después de casadas, se debió en buena medida a que Melisse no quería inmiscuirse en los problemas económicos de Nana, que no eran mayores que los suyos, pero sí más acuciantes porque carecían de solución.

Melisse trabajó durante mucho tiempo como cocinera para los nuevos ricos blancos, y al cabo de un tiempo pudo montar su propio negocio de restauración. Empezó a ganar dinero y ahorró lo bastante para que su hijo pudiese estudiar en el norte en cuanto se hiciera mayor. Lo quería fuera de ese sur hundido donde los negros honrados tenían que servir a la escoria blanca que ahora llevaba la voz cantante: los mismos paletos blancos a los que antes de la guerra echaban a patadas de Xanadu siempre que se atrevían a poner un pie en la plantación y de los que Melisse y la señorita Caroline solían reírse a carcajadas desde la casita del árbol cuando los veían emprender el camino de regreso a las montañas dando grandes zancadas con sus enormes pies planos.

Cada vez que se fijaba en lo sano, fuerte y bien alimentado que estaba su hijo, Melisse se decía que ojalá fuera posible cortar un poco de la grasa que a él le sobraba para ponérsela a la hija enclenque de la señorita Caroline, aunque sabía que a ella le disgustaría ver esa capa de carne negra sobre un cuerpo blanco.

El hijo se llamaba Hannibal y había cumplido ya los diecinueve años cuando Melisse lo mandó a casa de la señorita Caroline con una enorme bandeja de plata cubierta por una servilleta de un blanco inmaculado que la mantelería de Nana jamás podría tener y llena de una comida suculenta y fragrante que Nana llevaba sin probar desde los tiempos de Xanadu y Josephine no había probado en su vida.

Melisse había puesto en los labios de Hannibal las palabras respetuosas que tenía que pronunciar y lo había adiestrado para que adoptase una actitud humilde: «Me llamo Hannibal, señorita Caroline. Soy el hijo de Melisse. Mi madre se ha enterado de que la señorita Josephine no se encuentra bien y le manda esta bandeja con comida a ver si así se le abre un poco el apetito. Me ha pedido que le diga que está todo riquísimo, mucho más que las tartas de chocolate que comían en los buenos tiempos. Para ella es un honor ayudarla un poco para que no tenga que pasarse mucho tiempo en la cocina y pueda atender a su hija».

El muchacho no llegó a ver a la señorita Josephine aquel día, y nunca se paró a pensar en qué aspecto tendría. No había duda de que era una persona distinguida y, si a su madre se le antojaba darle de comer por esa razón, él no tenía derecho a cuestionar su amabilidad ni demasiado interés en averiguar sus motivaciones.

Cuando la señorita Josephine reunió fuerzas suficientes para salir, Melisse le dio a Hannibal un abrigo y un sombrero de cochero, lo sentó en el pescante de un carruaje alquilado con una cesta de pícnic al lado y le dio instrucciones para que llevase a la señorita Caroline y a su hija a dar un paseo por el campo.

Su primer destino fue Xanadu. Y, como el único lugar al que Nana estaba dispuesta a viajar era el pasado, hasta allí solían desplazarse un par de veces por semana. En el coche, Hannibal iba siempre de espaldas a las damas y apenas tenía ocasión de mirar a Josephine a la cara, no digamos ya a los ojos. Solo podía contemplarla cuando la ayudaba a subir y a bajar del carruaje o cuando, como si fuese un camarero, sacaba la comida para el pícnic de la cesta y se la entregaba. Pero, a pesar de que jamás se sentaba con ellas y nunca comía hasta que habían acabado, Hannibal no pudo evitar enamorarse.

Lo que cautivó su corazón fue el pasado. Él, a quien jamás habrían permitido desempeñar el menor papel romántico en aquellos días, terminó cayendo bajo el hechizo de las historias grandilocuentes que Nana contaba sobre Xanadu y que en su mayor parte estaban hechas de exageraciones, ya que los yanquis habían arrasado la plantación cuando ella solo tenía siete años.

Hannibal la escuchaba ensimismado, pero Josephine se negaba a prestar la menor atención a aquellas fábulas. Se imaginaba al chaval de camino al norte y, fruto de la envidia, se apoderaban de ella unas ganas irrefrenables de salir también de allí, daba igual adónde: lo más lejos posible de esas ensoñaciones que ningún relato conseguiría revivir.

A Nana debería haberle extrañado que Hannibal no fuese capaz de pronunciar una sola palabra coherente en presencia de la señorita Josephine. Pero los balbuceos del muchacho solo la convencieron de que Melisse era una auténtica ilusa si de verdad creía que su hijo mejoraría con una educación más esmerada. Aquel hatajo de embaucadores yanquis cogería el dinero del chaval sin pestañear y lo lanzaría al mundo con un montón de lecturas a medio digerir en la cabeza, pero sin haber aprendido ningún tipo de habilidad práctica.

Ya no quedaba nadie capaz de enseñar a los chicos como Hannibal el oficio que les correspondía. Los que podrían haberlos ayudado a convertirse en aquello para lo que habían nacido carecían de medios para mantenerlos. ¿Qué sería de ellos en ese mundo convulso? Ya no quedaban buenos amos dispuestos a tomarlos bajo su protección toda la vida como si fueran niños.

Mientras se desplazaba en el carruaje que les había proporcionado Melisse, Nana experimentaba cierta preocupación por el futuro del muchacho. Nunca se le pasó por la cabeza que el porvenir de Hannibal pudiese estar unido al de ella; tendría que haber estado fuera de sus cabales para que una idea así se le ocurriese.

Y también tuvieron que pasar bastantes años hasta que por fin se le ocurrió a Hannibal, una serie de años en los que perdió todo contacto con la señorita Josephine y con su madre y durante los cuales estas siguieron consumiéndose. Nana, que era rica de nacimiento y estaba llamada a heredar la fortuna de su familia, al menos pudo aferrarse a su grandioso pasado; pero a la señorita Josephine, que había nacido en la indigencia y carecía de esperanzas, solo le quedaba esa hambre que la estaba corroyendo.

Lo único que le permitía conservar la cordura eran las cartas que Hannibal enviaba a su madre. Melisse iba a verlas una vez por semana para que se las leyeran y siempre las obsequiaba con algún dulce, una tarta de nueces pecanas o un pastel de tres pisos. Carecía de pretextos para prepararles platos más nutritivos, como por ejemplo un cuenco de estofado, pero cuando veía lo escuchimizadas que estaban casi se sentía hundida bajo el peso de su propia grasa. Y, pese a que solía llevar un fajo de billetes envuelto en el pañuelo, tampoco encontraba nunca la manera de ofrecer ayuda económica a la señorita Caroline.

Así pues, Melisse guardaba el dinero para su hijo dentro de un pañuelo, se lo ponía sobre el regazo y lo alisaba mientras Nana, que no veía con buenos ojos aquel derroche innecesario, escribía la carta en la que más tarde guardarían los billetes. Ella era quien leía a Melisse las cartas de Hannibal y Josephine la escuchaba, aunque fingía no prestar atención. Se moría de envidia por los viajes que hacía el muchacho y no podía parar de pensar en él. Y, como no tenía otra cosa con la que distraerse, cada vez se iba obsesionando más.

Cuando la obesidad terminó por aplastar el corazón de Melisse y la mató, ellas se encargaron de mandar a Hannibal el dinero que su madre guardaba bajo el colchón. Y, a pesar de que el envío costó mucho más de lo que solía gastarse en sellos en todo un año, a Nana no se le ocurrió coger un solo penique para pagarlo.

Después de mandarles una carta de agradecimiento, Hannibal consideró que ya no había motivo para seguir en contacto con ellas. Nunca llegó a preguntar por la señorita Josephine porque no sabía si era apropiado, y tampoco escribió nunca nada que le permitiera albergar la menor esperanza a esta. Todo parecía indicar que el fallecimiento de Melisse era el final de esa relación.

La señorita Josephine se derrumbó y empezó a pasar más tiempo en la cama que fuera de ella. Nadie sabía a ciencia cierta qué le ocurría. La pequeña renta que cada año percibía Nana gracias a la única inversión que su padre había realizado fuera del sur se fue en pagar unos medicamentos que no sirvieron de nada. Y esa enfermedad exasperante acabó tragándose los doscientos dólares de un cheque que nunca les daba para mucho, pero que aun así estaban obligadas a estirar durante doce meses.

La profecía resurgió y la existencia de la señorita Josephine quedó reducida a un solo objetivo: morir a causa del hambre y del cáncer que carcomía su alma.