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Soy yo, salgo de Stapledon. Estaré en tu casa en me- dia hora, ¿me esperas abajo? ¡Maldito contestador! Ahora voy.

Peter colgó y, nervioso, revolvió sus bolsillos en busca de las llaves, hasta que recordó que se las había entregado al guardacoches el día anterior. Consultó el reloj, el avión a Miami despegaría del aeropuerto Logan a última hora de la tarde, pero en esos tiempos difíciles las nuevas medidas de seguridad exigían que uno se presentara en el aeropuerto al menos dos horas antes de la salida. Cerró la puerta del pequeño y elegante apartamento que alquilaba cada año en un edificio del distrito financiero y avanzó por el pasillo de moqueta gruesa. Pulsó tres veces el botón para llamar al ascensor, un gesto de impaciencia que nunca había logrado acelerar su llegada. Dieciocho pisos más abajo, pasó a ritmo apresurado por delante del señor Jenkins, el portero del inmueble, y le informó de que regresaría al día siguiente. En la entrada había dejado una bolsa con ropa interior para que la mandasen a la lavandería de la esquina. El señor Jenkins guardó en un cajón el suplemento «Arte y cultura» del Boston Globe que estaba leyendo, apuntó la demanda de Peter en el registro de servicios y abandonó el mostrador para alcanzarlo y abrirle la puerta.

Ya en la escalera, desplegó un gran paraguas y protegió a Peter de la fina lluvia que caía sobre la ciudad.

—He pedido que vayan a buscar su coche —declaró, observando el horizonte encapotado.

—Es muy amable —respondió Peter con sequedad.

—La señora Beth, su vecina de rellano, se encuentra ausente ahora mismo, así que, cuando he visto que el ascensor subía hasta su piso, he deducido…

—¡Ya sé quién es la señora Beth, Jenkins!

El portero miró el manto de nubes grises y blancas que se extendían por encima de sus cabezas.

—Un tiempo horrible, ¿no es cierto? —repuso.

Peter no respondió. Detestaba algunas de las ventajas que ofrecía el hecho de vivir en una residencia de lujo. Cada vez que pasaba por delante del señor Jenkins, sentía violada una parte de su intimidad. Detrás de su mostrador, de cara a la gran puerta giratoria, el hombre del registro controlaba hasta las menores idas y venidas de los habitantes del inmueble. Peter estaba convencido de que su portero acabaría conociendo sus costumbres mejor que la mayor parte de sus amigos. Un día en que estaba de mal humor se escabulló por la puerta de servicio hasta el aparcamiento, para salir del edificio por la puerta del garaje. Al volver, pasó con aire altivo por delante de Jenkins y éste le tendió cortésmente una llave de cabeza redonda. Cuando Peter le miró desconcertado, Jenkins dijo en un tono neutro:

—Si le interesa hacer el trayecto inverso, la llave le resultará útil. Las puertas de entrada a cada piso están cerradas desde el interior de la escalera; de este modo podrá remediar tan desafortunado inconveniente.

Dentro del ascensor, Peter se prometió a sí mismo no dejar traslucir ni la más mínima emoción, seguro de que Jenkins no se perdería ninguno de sus gestos, grabados por la cámara de vigilancia. En otra ocasión, seis meses después, cuando mantuvo una relación efímera con una tal Thaly, una joven actriz muy de moda, se sorprendió pasando la noche en un hotel, pues prefería el anonimato de aquel lugar al rostro fascinado de su portero, cuyo inalterable buen humor matutino le irritaba en gran manera.

—Me parece que oigo el motor de su coche. La espera no se demorará mucho, señor.

—¿También reconoce los coches por el ruido que hacen, Jenkins? —dijo Peter en un tono deliberadamente impertinente.

—Oh, no todos, señor, pero a su viejo coche inglés, debe admitirlo, le chasquean ligeramente las bielas, con una especie de ruidillo que evoca el delicioso acento de nuestros parientes transoceánicos.

Peter alzó las cejas, fulminándolo. Jenkins era uno de esos hombres que sueñan toda su vida con haber nacido súbditos de su majestad, distinción de una cierta elegancia en aquella ciudad de tradiciones anglosajonas. Los grandes faros redondos del Jaguar XK 140 Coupé surgieron de la boca del garaje. El guardacoches detuvo el vehículo en la línea blanca dibujada a la altura de la mitad de las escaleras.

—¡Elemental, mi querido Jenkins! —exclamó Peter mientras avanzaba hacia la puerta que el guardacoches mantenía abierta en atención a él.

Con el ceño fruncido, Peter tomó asiento detrás del volante, hizo rugir el motor de su viejo coche inglés y arrancó, al tiempo que le hacía a Jenkins un pequeño gesto con la mano.

Comprobó por el retrovisor que éste, según su costumbre, esperaba a que él diese la vuelta a la esquina antes de permitirse entrar otra vez en el inmueble.

—¡Viejo carcamal! ¡Naciste en Chicago, toda tu familia nació en Chicago! —masculló.

Encajó su teléfono móvil en un receptáculo y pulsó la tecla donde estaba memorizado el número de casa de Jona- than. Se acercó al micrófono que estaba sujeto al parasol y gritó:

—¡Sé que estás en casa! No tienes ni idea de cuánto llega a irritarme que no cojas el teléfono. Estés haciendo lo que estés haciendo, te quedan nueve minutos. ¡En fin, más te vale estar ahí!

Se inclinó para cambiar la frecuencia de la emisora de la radio instalada en la guantera. Al incorporarse descubrió, a una distancia todavía razonable de su guardabarros, a una mujer mayor que atravesaba lentamente la calzada. Los neumáticos dejaron varias franjas de goma negra sobre el asfalto. Cuando el coche se detuvo, Peter volvió a levantar los párpados. La mujer proseguía su camino con toda tranquilidad. Con las manos aún crispadas sobre el volante, inspiró, se desabrochó el cinturón y salió fuera del Coupé. Se apresuró a deshacerse en excusas, cogió a la anciana del brazo y la ayudó a recorrer los pocos metros que había hasta la acera.

Le mostró su tarjeta y le pidió disculpas. Echando mano de todo su encanto, juró que la sensación de culpabilidad por haberle infligido tal espanto lo corroería durante una semana larga. La anciana, que parecía muy sorprendida, lo tranquilizó agitando su bastón blanco. Sus problemas de audición explicaban el sobresalto que no había podido reprimir en el momento en que él, tan caballerosamente, la había cogido por el codo para ayudarla a cruzar. Peter retiró con la yema de los dedos un cabello abandonado sobre la gabardina de la mujer y la devolvió a su jornada, retomando a su vez el curso de la suya. Recobró el temple con el olor familiar del viejo cuero que invadía el vehículo. Prosiguió su camino hacia el domicilio de Jonathan a una velocidad moderada. Al tercer semáforo, ya estaba silbando.


Jonathan subía los escalones de la impresionante casa que ocupaba en el barrio del puerto viejo. En el último piso, la puerta de la escalera se abrió al estudio con techo de cristal donde pintaba su compañera. Anna Valton y él se habían conocido la noche de una inauguración. Una fundación que pertenecía a una rica y discreta coleccionista de la ciudad presentaba el trabajo de Anna. Al examinar los cuadros expuestos en la galería, le había parecido que la elegancia de la autora estaba omnipresente en toda su obra. Su estilo pertenecía a una época a la que él había consagrado su carrera de especialista. Eligió las palabras adecuadas para describirle a Anna sus paisajes infinitos. La opinión de un profesional de fama tan prestigiosa fue directa al corazón de la joven, que exponía sus telas por primera vez.

Desde entonces, prácticamente no se habían separado y, la siguiente primavera, se habían mudado a esa casa que Anna había elegido cerca del puerto viejo. La habitación en la que ella pasaba la mayor parte del día, y más de una noche, disfrutaba de una amplia cristalera en el techo. A primera hora de la mañana la luz inundaba el lugar, impregnándolo de una atmósfera teñida de magia. El inmenso parqué rubio de láminas largas descendía de la pared de baldosas blancas hasta los grandes ventanales. Cuando abandonaba el pincel, a Anna le gustaba ir a fumarse un cigarrillo sentada en uno de los salientes de madera desde donde la vista alcanzaba toda la bahía. Hiciera el tiempo que hiciera, levantaba las persianas enrollándolas fácilmente mediante unos cordones de cáñamo y olía la suave mezcla del tabaco y de los efluvios que transportaba el mar.

El Jaguar de Peter se situó junto a la acera.

—Creo que ha llegado tu amigo —dijo ella al oír a Jona- than detrás de sí.

Él se acercó y la tomó entre sus brazos, hundiendo la cabeza en la penumbra de su cuello para besarlo. Anna se estremeció.

—¡Vas a hacer esperar a Peter!

Jonathan acarició el cuello del vestido de algodón y luego la deslizó sobre los pechos de Anna. Los bocinazos se redoblaron y ella lo apartó alegremente.

—Tu padrino es un poquito pesado. Anda, vete a la conferencia. Cuanto antes te marches antes volverás.

Jonathan la besó de nuevo y se alejó de espaldas. Cuando la puerta de la entrada se cerró, Anna encendió otro cigarrillo. A sus pies, la mano de Peter apareció un instante fuera del vehículo para saludarla mientras el coche se alejaba. Anna suspiró y posó su mirada en el puerto viejo, lugar al que tantos inmigrantes habían arribado en otros tiempos.

—¿Por qué nunca llegas a la hora? —preguntó Peter.

—¿A tu hora?

—No, a la hora en que despegan los aviones, en que la gente se ha citado para comer o cenar, a la hora que marcan los relojes. ¡Pero claro, tú no llevas reloj!

—Tú eres esclavo del tiempo y yo me resisto a ello.

—¿Sabes una cosa? Cuando le dices una de esas frases a tu psicólogo, luego ya no escucha ni una sola palabra de lo que le cuentas. Se pregunta si, gracias a ti, podrá comprarse el coche de sus sueños en versión Coupé o Cabriolet.

—¡Yo no voy al psicólogo!

—Pues harías bien en reconsiderarlo, ¿no crees?

—¿Y tú? ¿Por qué estás de tan buen humor?

—¿Has leído el suplemento «Arte y cultura» del Boston Globe?

—No —respondió Jonathan mientras miraba por la ventana.

—¡Hasta Jenkins lo ha leído! ¡La prensa me está haciendo pedazos!

—¿De veras?

—¡Lo has leído!

—Un poquito de nada —contestó Jonathan.

—En la universidad te pregunté un día si te habías acostado con Kathy Miller, de la que yo estaba enamorado, y respondiste: «un poquito de nada». ¿Podrías concretar lo que significa para ti ese poquito de nada? Hace veinte años que me lo pregunto…

Peter golpeó el volante.

—En fin, seguro que has visto ese titular tan sugerente: «Las últimas ventas del comisario tasador Peter Gwel son decepcionantes». ¿Quién batió un récord histórico inigualado desde hace diez años por un Seurat? ¿Quién hizo la mejor venta de un Renoir de la última década? ¿Y la colección de Bowen con su Jongkind, su Monet, su Mary Cassatt y demás? ¿Y quién fue uno de los primeros en defender a Vuillard? ¡Ya ves lo que cuenta eso ahora!

—Peter, te atormentas por nada; el trabajo del crítico es criticar, nada más.

—Ya me he encontrado catorce mensajes en el contestador: mis socios de Christie’s están histéricos. ¡Eso es lo que me atormenta!

Se detuvo ante el semáforo en rojo y continuó quejándose. Jonathan esperó unos minutos y giró el botón de la radio. La voz de Louis Armstrong se elevó en el interior del ve- hículo. Jonathan vio que había una caja en el asiento trasero.

—¿Qué es eso?

—¡Nada! —gruñó Peter.

Jonathan se volvió y, riéndose, describió el contenido.

—Una maquinilla de afeitar eléctrica, tres camisas rajadas, dos perneras de pijama, separadas la una de la otra, un par de zapatos sin cordones, cuatro cartas rotas, y todo ello rociado con ketchup. ¿Es que has roto?

Peter se contorsionó para poder bajar el cartón al suelo.

—¿Nunca has tenido una mala semana? —replicó Peter subiendo el volumen de la radio.

Jonathan empezaba a estar inquieto.

—No tienes ningún motivo para estar nervioso: eres invencible.

—Ésa es precisamente la clase de consideración estúpida que puede hacer que te estrelles.

—Me he pegado uno de esos sustos que se tienen al volante —dijo Peter.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo, al salir de mi casa.

El Jaguar volvió a arrancar y Jonathan vio desfilar a través de la ventana los edificios antiguos del puerto viejo. Tomaron el camino más rápido que conducía al aeropuerto Logan International.

—¿Qué tal nuestro querido Jenkins? —preguntó Jonathan.

Peter aparcó el coche en el espacio que quedaba justo enfrente de la cabina del vigilante y deslizó discretamente un billete en la palma de su mano mientras Jonathan recuperaba su vieja bolsa del maletero. Volvieron a cruzar todo el aparcamiento mientras sus pasos resonaban en el suelo. Como le ocurría siempre que cogía un avión, Peter perdió la paciencia cuando le pidieron que se quitara el cinturón y los zapatos después de hacer sonar tres veces el mecanismo del control de seguridad. Murmuró algunas palabras poco amables y el agente de turno registró su equipaje hasta el menor detalle. Jonathan le indicó con la mano que él esperaría, como de costumbre, junto al quiosco. Cuando Peter se reunió con él, estaba inmerso en las páginas de un libro de Milton Mezz Mezrow, una antología de jazz. Jonathan compró el libro. El embarque se desarrolló sin problemas y el vuelo salió a su hora. Jonathan rechazó la bandeja de comida que le ofrecieron, bajó la pequeña persiana de la ventanilla y se sumergió en las notas de la conferencia que se disponía a dar al cabo de unas horas. Peter hojeó la revista de la compañía aérea, luego el aviso de seguridad y por fin el catálogo de las compras a bordo, que ya se sabía de memoria. Se balanceó en su asiento.

—¿Te aburres? —preguntó Jonathan sin levantar la vista del documento que consultaba.

—Estoy pensando.

—Lo que yo decía: te aburres.

—¿Tú no?

—Estoy repasando mi conferencia.

—Estás poseído por ese tío —replicó Peter volviendo al aviso de seguridad del 737.

—¡Apasionado!

—Llegados a tal nivel de obsesión, amigo mío, me permito insistir en la naturaleza posesiva de la relación que mantienes con ese pintor ruso.

—Vladimir Radskin murió a finales del siglo XIX; no mantengo ninguna relación con él, sino con su obra.

Jonathan volvió a sumirse en la lectura durante el tiempo que duró un breve silencio.

—Acabo de tener un déjà vu —dijo Peter con el tono más burlón del que fue capaz—. Pero tal vez sea porque es la enésima vez que tenemos esta conversación.

—¿Y qué haces tú en este avión si no tienes el mismo virus que yo, eh?

—Primero, te acompaño; segundo, huyo de las llamadas de mis colegas traumatizados por el artículo de un cretino en TheBoston Globe, y tercero, me aburro.

Peter se sacó un rotulador del bolsillo e hizo una crucecita en el papel cuadriculado en el que Jonathan redactaba sus últimas notas. Sin perder de vista las ilustraciones que estaba estudiando, Jonathan dibujó un círculo al lado de la cruz trazada por Peter. Éste lo rodeó enseguida con otra cruz y Jonathan trazó el círculo siguiente en la diagonal…

El vuelo aterrizó diez minutos antes de la hora prevista. No habían facturado ninguna maleta y un taxi los condujo hasta su hotel. Peter consultó su reloj y anunció que dispo- nían de una hora entera antes de la conferencia. Después de registrarse en la recepción, Jonathan subió a cambiarse. La puerta de su habitación se cerró detrás de él sin hacer ruido. Dejó la bolsa sobre el pequeño escritorio de caoba que había junto a la ventana y cogió el teléfono. Cuando Anna descolgó, cerró los ojos y se dejó llevar por su voz, como si estuviera junto a ella, en el estudio. Todas las luces estaban apagadas. Anna se había apoyado en el alféizar de la ventana. Por encima de ella, a lo largo de la cristalera, algunas estrellas brillantes que resistían el halo de las luces de la ciudad se dispersaban, como bordados delicados sobre una estola pálida. El rocío del mar castigaba a los viejos cristales, unidos por junturas de plomo. En los últimos tiempos Anna se había alejado de Jonathan, como si los engranajes de una frágil maquinaria se hubieran obstruido desde que habían decidido casarse. Las primeras semanas, Jonathan había interpretado la distancia que ella interponía entre los dos como el miedo ante el compromiso para toda una vida. Sin embargo, sobre todo era ella la que había deseado esa boda. Su ciudad era tan conservadora como el círculo artístico en el que se movían. Después de estar dos años juntos, era de mal gusto no hacer oficial su unión. Los rostros de la sociedad de Boston lo sugerían un poco más en cada nuevo cóctel, en cada inauguración y después de toda gran venta que se hiciera en las subastas.

Los dos habían cedido a la presión de la alta sociedad. Guardar las apariencias de su vida en pareja era la garantía del éxito profesional de Jonathan. Al otro extremo de la línea telefónica, Anna estaba callada; él escuchaba su respiración y adivinaba sus gestos. Los largos dedos de la mano de Anna se perdían en su densa cabellera. Cerrando los ojos, casi podía sentir su piel. Al terminar el día su perfume se mezclaba con la fragancia de la madera, impregnando cada rincón del estudio. Su conversación acabó en un silencio que hizo que Jonathan colgara el teléfono y volviera a abrir los ojos. Bajo las ventanas, un flujo continuo de vehículos se extendía formando una larga franja roja. Le invadió una sensación de soledad, como le ocurría siempre que se alejaba de su casa. Suspiró y se preguntó por qué había aceptado dar aquella conferencia. Se acercaba la hora, deshizo su equipaje de mano y eligió una camisa blanca.


Jonathan cogió aire antes de salir al estrado. Después de recibirle con aplausos, el público desapareció en una semioscuridad. Tomó asiento detrás de un pupitre, provisto de una pequeña lámpara de cuero que velaría por su texto como un apuntador. Jonathan dominaba el tema de su exposición y se sabía el discurso de memoria. El primer cuadro de Vladimir Radskin que presentaba aquella noche fue proyectado a sus espaldas sobre una pantalla inmensa. Había optado por mostrar las obras del pintor ruso en orden cronológico inverso. Una primera serie de escenas inglesas de campo ilustraban el trabajo que Radskin había llevado a cabo al final de su vida, truncada por la enfermedad.

Radskin había pintado sus últimas telas en una habitación que no podía abandonar a causa de su salud. En ella murió a la edad de sesenta y dos años. Dos retratos muy importantes de Sir Edward Langton, uno de pie y el otro sentado tras un bufete de caoba, representaban al famoso coleccionista y marchante que tomó a Vladimir Radskin bajo su protección. Había diez cuadros dedicados a exponer con una sensibilidad infinita la vida de los más pobres en los barrios del Londres de finales del siglo XIX. Otros dieciséis lienzos completaron la presentación de Jonathan. Aunque ignoraba el período exacto en que habían sido realizados, sus temas remitían a la juventud del pintor en Rusia. Seis de sus primeras obras, todas ellas encargadas por el propio zar, mostraban a ciertas personalidades de la corte; otras diez, a iniciativa tan sólo del joven artista, ilustraban la miseria de la población. Esas escenas callejeras fueron el origen del exilio forzado de Radskin, que tuvo que abandonar su tierra natal precipitadamente y para siempre. Cuando el zar le consagró una exposición en su galería personal del palacio del Hermitage en San Petersburgo, algunas de las pinturas que presentó Vladimir provocaron un sonado escándalo. El emperador le manifestó un odio tan feroz como repentino por haber retratado con mayor fidelidad el sufrimiento del pueblo que la excelencia de su reino. La historia contaba que, cuando el consejero cultural de la corte le interrogó sobre los motivos de tal comportamiento, Vladimir respondió que si el hombre, en su búsqueda del poder, se alimentaba de la mentira, su pintura se sometía a la regla contraria.

Lo peor que podía hacer el arte en aquellos momentos de debilidad era embellecer el mundo. ¿Era menos digna de ser representada la desnudez del pueblo ruso que la figura del zar? El consejero, que apreciaba al pintor, lo despidió con un gesto amargo. Abrió una puerta oculta en la gran biblioteca, repleta de preciosos manuscritos, e invitó al joven a huir a toda prisa antes de que la policía secreta fuese en su busca. Después ya no podría hacer nada más por él. Tras tomar una sinuosa escalera, Vladimir recorrió un pasillo largo y sombrío, semejante a un sendero que condujera al infierno. Guiándose en la oscuridad tan sólo con sus manos, que se hirió con las paredes rugosas, se dirigió hacia el ala oeste del palacio, pasando por sótanos en los que debía ir agachado, por entre bodegas de piedras húmedas. Viejas ratas eslavas que vagaban en sentido contrario le rozaban el rostro y a veces se interesaban desde demasiado cerca por ese intruso, al que seguían y mordían en los tobillos.

Cuando por fin cayó la noche, Vladimir regresó a la superficie y halló refugio en la parte de atrás de un carro, escondido en una bala de paja vieja destinada a los caballos del emperador. Allí pasó desapercibido a la espera de que se hiciera de día para poder huir del palacio, favorecido por la agitación matutina.

Todos los cuadros de Vladimir fueron confiscados aquella misma tarde. Ardieron, pasto del fuego, en la chimenea monumental de un gran banquete que ofreció el consejero del zar. La fiesta duró cuatro horas.

A medianoche, los comensales se asomaron a las ventanas para disfrutar del espectáculo que se les ofrecía en el recinto del palacio. Agazapado en la penumbra, Vladimir fue testigo de un asesinato. Su mujer, Clara, arrestada aquella misma noche, fue conducida por dos guardias hasta el lugar de su suplicio. Desde el momento en que apareció en el patio, no apartó los ojos de las estrellas. Se levantaron doce fusiles. Vladimir rogó al cielo que ella volviese la mirada y la cruzara una última vez con la suya. Pero ella no hizo nada; inspiró profundamente y sonaron doce disparos. Sus piernas cedieron y su cuerpo destrozado se derrumbó sobre la nieve espesa y manchada. El eco de su amor se elevó por encima de las paredes del recinto y reinó el silencio. A la luz del dolor que lo oprimía, Vladimir descubrió que la vida era más poderosa que su arte. Ni la combinación perfecta de todos los colores del mundo habría podido retratar su pena. Aquella noche, el vino que fluía a raudales en las mesas iba a mezclarse para él con la sangre perdida del cuerpo de Clara, abandonada a la muerte. Regueros de un rojo carmín fundieron el mantón blanco y dibujaron epígrafes sobre los adoquines desnudos, que asomaban su cabeza sombría como tantos otros fulgores negros en el corazón del pintor. Vladimir se llevó grabada en la memoria una de sus más bellas obras, que realizaría en Londres diez años después. En el transcurso de sus años de exilio, rehizo las de su período ruso que habían sido destruidas, aunque las modificó, pues Vladimir nunca volvió a pintar un cuerpo o un rostro de mujer, ni nunca apareció el menor atisbo de rojo en su pintura.

La última diapositiva se borró de la pantalla. Jonathan dio las gracias a los asistentes, que celebraron la conferencia con numerosas ovaciones. Los aplausos parecían pesar sobre sus hombros como fardos que atormentaran su discreción. Se inclinó y acarició la cubierta de su carpeta, dibujando con el dedo el contorno de las letras que formaban el nombre de Vladimir Radskin. «Es a ti a quien aplauden, viejo amigo», murmuró. Con las mejillas encarnadas, recogió su bolsa y saludó por última vez a la concurrencia con un gesto torpe. En la sala, un hombre se levantó y lo interpeló. Jonathan apretó su bolsa contra el pecho y se volvió hacia el público de nuevo. El hombre se presentó con voz alta y clara.

—Franz Jarvitch, de la revista Art and News. Señor Gardner, ¿considera normal que no haya ningún cuadro de Vladimir Radskin expuesto en un gran museo? ¿Piensa que los conservadores le ignoran?

Jonathan se acercó al micrófono para responder a su interlocutor.

—He consagrado una gran parte de mi actividad como especialista a dar a conocer y a reconocer su trabajo. Radskin es un grandísimo pintor ignorado, como muchos otros, por su tiempo. Nunca pretendió gustar, la sinceridad es el centro de su obra. Vladimir se esforzó para pintar la esperanza, porque le interesaba lo que hay de auténtico en el hombre. Eso no le atrajo los favores de la crítica.

Jonathan levantó otra vez la cabeza. De repente, su mirada parecía ausente, sumida en otra época y en otro lugar. Se liberó de los nervios y las palabras se desataron como si, en él, el viejo pintor se pusiera manos a la obra con su propio corazón como caballete.

—Observen los rostros que pintaba, las luces que componía, la generosidad y la humildad de sus personajes… Ni una sola mano cerrada, ni una mirada engañosa.

La sala permaneció en silencio y una mujer se puso en pie.

—Sylvie Leroy, del Tekné del Museo del Louvre. Cuenta la leyenda que nadie vio jamás el último cuadro de Vladimir Radskin, una pintura que no ha sido localizada. ¿Qué opina usted?

—No se trata de una leyenda, señora. Entre la correspondencia que mantenía con Alexis Savrassov, Radskin escribió que había comenzado, a pesar de la enfermedad que lo debilitaba día a día, la que él afirma que era su obra más bella. Cuando Savrassov, interesándose por su estado de salud, le preguntó cómo iba la obra, Vladimir respondió: «terminar este cuadro es mi único remedio contra el terrible sufrimiento que desagarra mis entrañas». Vladimir Radskin falleció tras acabar esa última pintura. El cuadro desapareció misteriosamente en el transcurso de una prestigiosa venta organizada en Londres en 1868, un año después de la muerte del pintor.

Jonathan explicó que aquella tela, probablemente su obra más importante, había sido retirada en el último momento y, por razones que él ignoraba, ninguna de las pinturas de Vladimir Radskin había encontrado comprador aquel día. El pintor cayó en el olvido durante largo tiempo. Se trataba de una injusticia que afligía tanto a Jonathan como a todos aquellos que veían en Radskin a uno de los pintores más importantes de su siglo.

—Un corazón generoso despierta a menudo los celos o el desprecio de sus contemporáneos —continuó Jonathan—. Algunos hombres sólo ven la belleza en lo que está muerto. Sin embargo, en la actualidad, el tiempo ya no puede hacer mella en Vladimir Radskin. El arte nace del sentimiento, y por eso es inmortal y eterno. Aun así, la mayor parte de su trabajo está expuesto en museos pequeños o forma parte de grandes colecciones privadas.

—Dicen que, en ese último cuadro, Radskin habría quebrantado la decisión que se había impuesto, y que habría inventado un rojo excepcional —afirmó otra persona.

Toda la sala parecía esperar la respuesta de Jonathan. Éste cruzó las manos en la espalda, entornó los ojos y levantó la cabeza.

—Como acabo de decirles, el cuadro en cuestión desapareció de forma repentina, antes incluso de ser mostrado al público. Y hasta el día de hoy, ningún otro testimonio lo ha citado. Yo mismo sigo su rastro desde que tengo este oficio. Lo único que demuestra su existencia son las cartas que Vladimir Radskin le enviaba a su amigo Savrassov y algunos artículos de la prensa de la época. Lo más prudente es responder que cualquier otra afirmación sobre el tema que representa o sobre su composición pertenece al ámbito de la leyenda. Muchas gracias.

Jonathan recogió una nueva serie de aplausos y se dirigió con paso apresurado al extremo del escenario, que abandonó entre bastidores. Peter, que le esperaba, lo cogió por los hombros y lo felicitó.


A última hora de la tarde, las salas de conferencias del centro de convenciones de Miami se vaciaron de los cuatro mil seiscientos congresistas a los que acogían simultáneamente. La marea humana se disolvió en corrientes que ocuparon los múltiples bares y restaurantes del complejo. Además de sus más de dos mil setecientos metros cuadrados, el James L. Knight Center estaba unido por un paseo descubierto al hotel Hyatt Regency, que contaba con más de seiscientas habitaciones.

Había transcurrido una hora desde el final de la conferencia. Peter no se había apartado de su teléfono móvil y Jonathan estaba sentado en el taburete de una barra. Pidió un bloody mary y se desabrochó el botón del cuello de la ca- misa. Al fondo de la sala de lámparas metálicas, un viejo pianista desgranaba en la atmósfera una pieza de Charlie Haden. Jonathan observó al bajista que le acompañaba: abrazaba el instrumento contra su cuerpo, mientras le murmuraba cada una de las notas que le hacía emitir. Prácticamente nadie les hacía caso. Sin embargo, su interpretación era casi celestial. Viéndoles a los dos, uno imaginaba fácilmente que habrían recorrido un largo camino juntos. Jona- than se levantó para deslizar un billete de diez dólares bajo el vaso de tubo que había sobre el Steinway. En señal de agradecimiento, el contrabajo hizo sonar una de sus cuerdas con un seco pellizco. Cuando Jonathan regresó a la barra, el billete había desaparecido del vaso sin que se hubiera echado en falta ni una sola nota de la partitura que ejecutaba el dúo. Una mujer había tomado asiento en el taburete más próximo al suyo. Se saludaron educadamente. Su cabello plateado le hizo pensar enseguida en su madre. Hay cierta edad en la que se detiene la memoria visual que conservamos de nuestros padres, como si el amor nos impidiera recordar que los hemos visto envejecer.

Ella miró la insignia en el dorso de la chaqueta de Jona- than, que éste había olvidado quitarse. Así averiguó su nombre y que era experto en pintura.

—¿Qué época? —preguntó a modo de saludo.

—Siglo XIX —respondió Jonathan, alzando su copa.

—Un período maravilloso —afirmó la mujer, que luego tomó un largo trago del bourbon que el camarero le acababa de servir—. Le he dedicado gran parte de mis estudios.

Intrigado, Jonathan se inclinó para examinar a su vez la insignia que ella llevaba colgada alrededor del cuello, en la que se podía leer el tema del simposio sobre ciencias ocultas en el que participaba. Jonathan reveló su sorpresa sacudiendo ligeramente la cabeza.

—No es usted de ésos que leen su horóscopo, ¿verdad? —preguntó su acompañante. Luego bebió un nuevo sorbo y añadió— ¡Le aseguro que yo tampoco!

Giró sobre su taburete y le tendió la mano, en cuyo dedo anular brillaba un curioso diamante.

—Es una talla antigua —afirmó—, impresiona mucho más de lo que pesa realmente en quilates. Pero pertenece a mi familia y le tengo especial cariño. Soy profesora, dirijo un laboratorio de investigación en la Universidad de Yale.

—¿Cuál es el objeto de sus trabajos?

—Un síndrome.

—¿Una nueva enfermedad?

Ella lo tranquilizó con ojos maliciosos.

—¡El síndrome del déjà vu!

El tema siempre había intrigado a Jonathan. Esa impresión de haber vivido ya lo que le estaba ocurriendo no le resultaba extraña.

—He oído decir que es nuestro cerebro el que anticipa el acontecimiento futuro.

—Al contrario, es una manifestación de la memoria.

—Pero si aún no hemos vivido una cosa, ¿cómo podemos recordarla?

—¿Quién dice que no la ha vivido?

Comenzó a hablarle de vidas anteriores y Jonathan adoptó un tono casi burlón. La mujer se alejó un poco para verle bien.

—Tiene una mirada muy bonita. ¿Fuma?

—No.

—Lo suponía, ¿le molesta el olor? —preguntó mientras se sacaba del bolsillo un paquete de cigarrillos.

—Tampoco —respondió Jonathan.

Cogió una caja de cerillas que había sobre la barra, raspó una y extendió el brazo hacia ella. El tabaco crepitó y la llama se apagó enseguida.

—¿Da usted conferencias? —continuó él.

—Todavía lleno algunos anfiteatros. Y usted, que no cree en las vidas anteriores, ¿por qué pasa la suya en el siglo XIX?

Eso tocó a Jonathan en lo más hondo; reflexionó unos instantes y se inclinó hacia ella.

—Mantengo una relación casi pasional con un pintor que vivió en esa época.

Ella hizo estallar entre sus dientes el hielo que lamía y volvió la mirada hacia los estantes repletos de botellas.

—¿Cómo llega uno a interesarse por las vidas anteriores? —continuó Jonathan.

—Mirando el reloj y quedándose insatisfecho con lo que ve escrito en él.

—¡Ése es el punto de vista que intento hacerle comprender desesperadamente a mi mejor amigo! Por otra parte, yo nunca llevo reloj.

La mujer le miró fijamente y Jonathan se sintió algo incómodo.

—Le ruego que me perdone —dijo—, no pretendía burlarme de usted.

—Es poco frecuente que un hombre pida excusas. ¿Qué hace usted exactamente en el mundo de la pintura?

La ceniza del cigarrillo se doblaba peligrosamente sobre la barra. Jonathan deslizó el cenicero bajo el índice amarillento de su interlocutora.

—Soy especialista.

—Entonces, su trabajo le hará viajar.

—Demasiado.

La mujer del cabello plateado acarició con el dedo el cristal de su reloj.

—También el tiempo viaja. Cambia de un sitio a otro. Incluso en nuestro país tenemos cuatro horarios diferentes.

—Yo ya estoy harto de esos desajustes, y mi estómago más aún. Hay semanas en que desayuno a la hora de cenar.

—La percepción que tenemos del tiempo es errónea. El tiempo es una dimensión repleta de partículas de energía. Cada especie, cada individuo y cada átomo atraviesan esta dimensión de una manera diferente. Puede que algún día demuestre que es el tiempo el que contiene al universo, y no al revés.

Hacía tanto tiempo que Jonathan no se había cruzado en el camino de alguien apasionado que se dejó llevar por la conversación con mucho gusto. La mujer prosiguió con sus observaciones.

—También creíamos que la tierra era plana y que el sol giraba a nuestro alrededor. La mayor parte de los hombres se conforman con creer lo que ven. Algún día comprenderemos que el tiempo está en movimiento, que gira igual que la tierra y que no cesa de expandirse.

Jonathan se quedó perplejo. Para parecer sereno, registró los bolsillos de su chaqueta. La mujer del cabello blanco acercó su rostro.

—Cuando estemos dispuestos a poner en tela de juicio las teorías que hemos inventado, comprenderemos muchas más cosas sobre la duración relativa y real de una vida.

—¿Es eso lo que usted enseña? —preguntó Jonathan, echándose ligeramente hacia atrás.

—¡Observe su mente! Imagínese las de mis estudiantes si les mostrara hoy el fruto de mi trabajo. Todavía tenemos demasiado miedo, aún no estamos preparados. Y, con la misma ignorancia de nuestros antepasados, calificamos de paranormal o de esotérico todo lo que se nos escapa, todo lo que inquieta nuestro saber. Nuestra especie es una apasionada de la investigación, pero tiene miedo de descubrir. Respondemos a nuestros miedos con nuestras creencias, un poco como los antiguos marinos que rechazaban la idea del viaje convencidos de que, si se alejaban de sus certidumbres, el mundo se acabaría en un abismo sin fin.

—Mi trabajo también tiene algo de científico. El tiempo altera la pintura y vuelve bastantes cosas invisibles al ojo humano. No tiene ni idea de las maravillas que descubrimos cuando restauramos una tela.

La mujer, de repente, le cogió el brazo. Lo miró con gravedad. Sus pupilas azules parecieron brillar.

—Señor Gardner, no comprende usted todo el alcance de mi teoría. Pero no quiero abrumarle con palabras. Cuando se trata de este tema no me canso de hablar y de hablar.

Jonathan le hizo una seña al camarero para que le sirviera otra copa a la mujer. A la sombra de sus pesados párpados, la mirada de su vecina de taburete acompañaba los gestos del empleado, siguiendo el movimiento del líquido ambarino que bajaba ondulante por las paredes de cristal. Agitó los hielos, que entrechocaron en el vaso, y lo engulló de una sola vez. Dado que Jonathan parecía invitarla a ello, prosiguió:

—Todavía estamos esperando a nuestros nuevos exploradores, los viajeros del tiempo. Bastará con un puñado de nuevos Magallanes, Copérnicos y Galileos. Les trataremos de herejes y nos reiremos de ellos, pero son los que abrirán los caminos del universo, los que volverán visibles nuestras almas.

—Es una teoría original para una científica; ciencia y espiritualidad no suelen hacer buenas migas.

—¡Libérese de esos lugares comunes! La creencia es una cuestión religiosa, pero la espiritualidad nace de nuestra conciencia, no importa quiénes seamos o quiénes creamos ser.

—¿Piensa realmente que nuestras almas nos sobreviven después de la muerte?

—¡Lo que es invisible a los ojos no deja de existir necesariamente!

Ella había mencionado las almas, y Jonathan pensó en la de un viejo pintor ruso que vivía en su interior desde un domingo lluvioso en que su padre lo había llevado al museo. En una gran sala con un inmenso techo, una pintura de Vladimir Radskin le sobrecogió. La emoción experimentada había abierto de par en par las puertas de su adolescencia y marcaría para siempre el curso de su vida.

La mujer lo miró fijamente y el azul de sus ojos se transformó en negro. Jonathan sintió que lo juzgaba. Ella volvió la mirada hacia su vaso.

—Lo que no puede reflejar la luz es transparente —dijo ella con voz rasgada—, pero existe también; y nosotros ya no podemos ver la vida cuando abandona nuestro cuerpo.

—Debo confesarle que a menudo soy incapaz de verla ni siquiera en el interior de algunos de nosotros.

Ella esbozó una sonrisa y calló.

—Pero todo muere tarde o temprano —afirmó Jonathan, un poco inquieto.

—Cada uno de nosotros hace y deshace su existencia a su propio ritmo. No envejecemos a causa del paso del tiempo, sino en función de la energía que consumimos y renovamos parcialmente.

—¿Supone que nos movemos mediante una especie de batería que utilizamos y recargamos?

—Sí, más o menos.

Si la insignia que llevaba no hubiera dado fe de su condición de científica, sin duda Jonathan habría concluido que estaba con uno de esos tristes personajes marginales que frecuentan los bares en busca de alguien que escuche sus locuras. Perplejo, hizo de nuevo una seña para invitarla a otra copa. Ella declinó la oferta con un movimiento de cabeza y el camarero dejó la botella de bourbon en la barra.

—¿Cree que un alma vive varias veces? —continuó Jonathan mientras acercaba su taburete.

—Algunas, sí.

—Cuando era niño, mi abuela me contaba que las estrellas eran las almas de los que iban al cielo.

—La luz de una estrella no tarda un tiempo determinado en llegarnos; es el tiempo quien la encamina hacia nosotros. Comprender qué es realmente el tiempo es hacerse con los medios para un viaje en su dimensión. Nuestros cuerpos están limitados por las fuerzas físicas que se oponen a ellos, pero nuestras almas están libres de ellas.

—Sería maravilloso creer que no mueren jamás. Conozco la de un pintor…

—No sea demasiado optimista, la mayor parte de las almas acaban por extinguirse. Nosotros envejecemos, y ellas cambian de talla a medida que memorizan.

—¿Qué es lo que memorizan?

—¡El viaje que realizan por el universo! ¡La luz que absorben! ¡El genoma de la vida! Éste es el mensaje que transmiten, desde lo infinitamente pequeño hasta lo infinitamente grande que todas sueñan con alcanzar. Vivimos en un planeta al que muy pocos de nosotros habrán dado la vuelta en el transcurso de sus vidas, y muy pocas almas lograrán alcanzar el final de su viaje: recorrer el círculo completo de la creación. Las almas son ondas eléctricas. Están compuestas por millares de partículas, como todo lo que forma parte de nuestro universo. Como la estrella de su abuela, el alma teme su propia dispersión, para ella todo es una cuestión de energía. Por ese motivo necesita un cuerpo terrestre, que ella ocupa para recuperarse y proseguir su trayecto en la dimensión del tiempo. Cuando el cuerpo ya no contiene suficiente energía, lo abandona y busca una nueva fuente de vida que la acoja para continuar su periplo.

—¿Y durante cuánto tiempo busca?

—Un día, un siglo…, eso depende de su fuerza, de los recursos energéticos que haya recuperado en el transcurso de una vida.

—¿Y si no tiene?

—¡Se extingue!

—Pero ¿qué es esta energía de la que habla?

—El origen de la vida: ¡el amor!

Peter sobresaltó a Jonathan al ponerle una mano en el hombro.

—Siento interrumpirte, amigo mío, pero no nos van a guardar la reserva. Será un verdadero calvario encontrar otra mesa, este sitio está a rebosar de paletos hambrientos.

Jonathan le prometió que se reuniría con él en el restaurante dentro de un momento. Peter saludó a la mujer y salió del bar levantando los ojos hacia el cielo.

—Señor Gardner —siguió la mujer—, yo no creo en absoluto en el azar.

—¿Qué tiene que ver el azar con esto?

—Es lamentable el exceso de importancia que le otorgamos. Recuerde una sola cosa de todo lo que le acabo de contar: a veces, dos almas se encuentran para formar una sola. Entonces dependen para siempre la una de la otra. Son indisociables y se irán reencontrando de vida en vida. Si, en el transcurso de una de esas existencias terrestres, una mitad se separa de la otra y rompe la promesa que las une, las dos almas se extinguirán enseguida. Una no puede continuar su viaje sin la otra.

El rostro de la mujer cambió brutalmente, sus rasgos se endurecieron y sus ojos adquirieron un profundo color azul. Se levantó y cogió a Jonathan por el puño de la camisa. Lo abrazó con todas sus fuerzas. Su voz se volvió aún más grave.

—Señor Gardner, en este instante, algo en su interior adivina que no soy una vieja que ha perdido la razón. Preste mucha atención a lo que voy a decirle: ¡no abandone! Ella ha vuelto, está ahí. En algún lugar sobre la tierra, le espera y le busca. Desde ahora, el tiempo cuenta para los dos. Si renuncian el uno al otro será mucho peor que malgastar sus vidas, será la extinción de sus almas. El fin de sus dos viajes sería una terrible desgracia, pues están ustedes muy cerca del final. Cuando se reconozcan, no pasen de largo el uno frente al otro.

Peter, que había vuelto sobre sus pasos, agarró a Jona- than del brazo y le obligó a dar media vuelta.

—No quieren darme la mesa mientras no estemos los dos. Acabo de negociar tres minutos de tregua con el maître del hotel antes de que vuelva a ponernos en la lista de espera. ¡Date prisa, hay un jugoso entrecot que ya no puede soltar más jugo!

Jonathan se desembarazó bruscamente del abrazo de su amigo, pero cuando se volvió, la mujer de los cabellos blancos había desaparecido. El corazón le latió deprisa y se precipitó hacia el pasillo. Sin embargo, la multitud había borrado cualquier esperanza de encontrar a la anciana.