5

Peter pisoteaba el suelo paseándose de un lado a otro de la sala de espera. Si el vuelo para Boston salía según lo previsto, Jonathan estaría en su casa esa misma tarde.

—¿Qué parte no has entendido? —preguntó éste.

—Hace veinte años que me llevas a tus congresos, que nos recorremos los pasillos de las bibliotecas para desempolvar toneladas de archivos en busca del menor indicio que te permita aclarar el misterio de tu pintor. Hace veinte años que hablamos de él casi a diario. ¿Y ahora renuncias a saber si ese cuadro existe?

—Lo más probable es que no haya un quinto cuadro, Peter.

—¿Y cómo lo sabes, si no has llegado a entrar en ese castillo? Lo necesito, Jonathan, me hace falta si quiero evitar que mis socios me echen. Tengo la impresión de estar encerrado en un acuario cuyas paredes se encogen con el agua.

Peter se había arriesgado enormemente en Londres. Había logrado convencer al consejo para que aplazaran la impresión del catálogo de la prestigiosa firma, lo que equivalía a mandar un claro mensaje al mundo del arte; era como anunciar que se preparaba un golpe de efecto. Aquellas publicaciones periódicas eran un punto de referencia y su contenido comprometía la reputación de la célebre institución para la que trabajaba.

—Dime una cosa, ¿no te habrás precipitado, al menos?

—Después de tu llamada de esta mañana, en la que me has contado tu conversación y tu salida precipitada al campo, he contactado con el presidente de nuestro despacho de Londres.

—No hablarás en serio… —aventuró Jonathan, sinceramente inquieto.

—¡Estamos a sábado, y le he llamado a su casa! —gimoteó Peter mientras hundía la cara entre sus manos.

—¿Qué le has dicho?

—Que me responsabilizaba personalmente y que, si confiaba en mí, ésta sería una de las mayores ventas de la década.

Peter no se equivocaba. Si él y Jonathan hubieran descubierto la última obra de Vladimir Radskin, los compradores de los museos más importantes habrían acudido para adelantarse a su venta a pesar de las ofertas de los grandes coleccionistas. Jonathan le habría proporcionado a su viejo pintor la fama con la que siempre había soñado para él, y Peter habría vuelto a ser uno de los comisarios tasadores más valiosos del momento.

—¡Pues a tu idílico cuadro le falta un pequeño pero importante detalle! ¿Tuviste en cuenta alguna alternativa?

—Sí, me enviarás giros postales a la isla desierta en la que permaneceré exiliado bajo la promesa de no suicidarme tras convertirme en el hazmerreír de toda la profesión.


Las costas americanas estaban a la vista y la conversación entre los dos colegas no había cesado en todo el vuelo, para desgracia de los pasajeros que los rodeaban y que no habían podido pegar ojo mientras duró el viaje. Cuando la azafata les había traído las bandejas con comida, Peter había levantado inocentemente la pequeña persiana de su ventanilla y había vuelto la cabeza hacia las nubes para evitar la mirada de Jonathan. Volvió a girarse a la velocidad del rayo, cogió el pastelito de chocolate del plato de Jonathan y lo devoró.

—Tienes que admitir que esta comida es verdaderamente asquerosa.

—Estamos a miles de metros por encima del océano, podemos pasar de un continente a otro en ocho horas y sin tener que marearnos, ¿y te quejas porque el pavo no está a tu gusto?

—¡Si sólo hubiera pavo en este sándwich!

—¡Haz como si así fuese!

Peter miró detenidamente a Jonathan, hasta que éste se dio cuenta.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Jonathan.

—Cuando he ido a buscar tus cosas a la habitación he encontrado el acuse de recibo del mensaje que le enviaste a Anna. No tendría que haberlo leído, pero estaba delante de mis narices, así que…

—¿Qué? —interrumpió Jonathan con sequedad.

—¡Pues que escribiste Clara en lugar de Anna! Prefería avisarte antes de que te lo dijera tu prometida.

Los dos amigos se miraron con complicidad y Peter estalló de risa.

—¡La verdad, no lo entiendo! —dijo, recuperando el aliento.

—¿Qué es lo que no entiendes?

—¡Qué diablos haces conmigo en este avión!

—¡Estoy volviendo a mi casa!

—Voy a reformular mi pregunta, y verás que ni tú mismo lo comprendes. Me pregunto de qué has tenido miedo.

Jonathan reflexionó largo rato antes de responder.

—¡De mí mismo! He tenido miedo de mí mismo.

Peter sacudió la cabeza y miró por la ventana la península de Manhattan, que se adivinaba a lo lejos.

—También a mí me das miedo muchas veces, compañero, y eso no me impide ser tu mejor amigo. Frecuéntate algo más a menudo, te acostumbrarás a todos tus caprichos y te acabarás apasionando tanto como yo por un viejo pintor ruso del que te hablarás durante todo el día. Te verás preparando tu boda con una cara más larga que un día sin pan. De veras, te lo aseguro: ¡si llegas a convertirte en amigo de ti mismo, verás hasta qué punto la vida está llena de giros imprevistos!

Jonathan no le respondió, y cogió la revista de la compañía aérea del bolsillo del asiento de enfrente. A veces, el azar puede ser muy provocador: al despegar, cuando hojeaba la publicación, se había detenido en un pequeño artículo sobre una galerista muy de moda en Londres. Una fotografía de Clara ilustraba la crónica; la habían realizado delante de su finca. Jonathan se inclinó y volvió a guardar la revista en su sitio, mientras Peter lo observaba por el rabillo del ojo.

—Si me lo permites —continuó Peter—, cuando me exilie en la isla desierta, es absolutamente necesario que vaya solo.

—Ah, ¿sí? ¿Y por qué?

—¡Porque si te hicieran venir conmigo, ya no sería desierta!

—¿Y por qué tendrían que hacerme venir?

—¡Por haberte equivocado completamente de vida en Boston y por haberte dado cuenta demasiado tarde!

—¿A qué te refieres, Peter? —preguntó Jonathan con voz fatigada.

—¡A nada! —respondió Peter, burlón; luego cogió con negligencia su ejemplar de la revista de a bordo.

Después de pasar por la aduana, Peter y Jonathan se dirigieron al aparcamiento y, cuando avanzaban por el puente que dominaba las vías de acceso a la terminal, Peter se asomó a la barandilla.

—¡Ya has visto la cola de los taxis! ¿A quién hay que agradecer la genial idea de coger su propio coche?

En la larga fila de pasajeros que se formaba en la acera, Jonathan no vio a la mujer de cabello blanco que se subía al vehículo que estaba en primer lugar.


En la periferia de la ciudad había un gran atasco, y a Peter le llevó más de una hora acompañar a su amigo hasta su casa. Jonathan dejó su maleta y colgó el impermeable en un perchero. La luz de la cocina estaba apagada. Llamó a Anna en la escalera, pero no obtuvo ninguna respuesta. En su dormitorio reinaba la oscuridad y la cama no estaba deshecha. Oyó un crujido por encima de su cabeza y subió corriendo al piso de arriba. Empujó suavemente la puerta entornada del taller. La habitación estaba vacía. Una nueva tela de Anna descansaba en su caballete; Jonathan se aproximó y la estudió con detalle. El cuadro representaba la vista de la que se había disfrutado desde el taller en el siglo anterior. Reconoció en la tela los pocos edificios que habían resistido a los embates del tiempo y todavía se alzaban bajo las ventanas de su casa. En el centro del cuadro, un bergantín, un gran velero de dos mástiles, se acercaba al puerto viejo. Algunos pasajeros se afanaban sobre el puente, y una familia atravesaba la pasarela que conducía hasta el muelle. Si Jonathan se hubiera acercado un poco más, habría podido admirar la precisión del trazo del pincel de Anna. La textura de la madera se distinguía sutilmente de la del casco del navío. Un hombre de gran envergadura llevaba cogida de la mano a su hija, cuyo rostro estaba cubierto por una capucha de un bello gris perla. En la mano de su mujer, que iba cogida de la barandilla de cuerda, se adivinaba una sortija imponente.

Jonathan pensó en su mejor amigo, que estaba solo en su casa. Aunque Peter había querido engañarle, le conocía demasiado bien como para ignorar la angustia que lo consumía, y se sentía culpable. Se dirigió al escritorio de Anna y descolgó el teléfono. Peter estaba al otro lado de la línea. Jonathan contempló la estancia, bañada por los últimos rayos de sol que se filtraban por la cristalera. El color del que se teñían los listones era tan dorado como el parqué claro de una vieja finca inglesa. Su corazón comenzó a latir al ritmo de un deseo que lo colmaba de felicidad. Colgó, salió del taller y bajó los escalones a toda prisa. Volvió a coger su maleta de la silla de la entrada y cerró la puerta detrás de él. Se subió a un taxi y le indicó al conductor cuál era su destino.

—¡Aeropuerto Logan, lo más rápido posible, por favor!

El chófer observó a su pasajero a través del retrovisor y los neumáticos del viejo Ford rechinaron sobre el asfalto.


Cuando el vehículo giraba en la esquina, la mano de Anna dejó caer las lamas de la persiana de madera. Tras la ventana de su taller, sonreía. Anna bajó las escaleras, encendió el contestador en la cocina y cogió las llaves de una bandeja. En la entrada vio el impermeable que Jonathan se había olvidado en el perchero. Se encogió de hombros, salió de la casa y se alejó caminando. Un poco más lejos, entró en su coche y puso rumbo al norte. Cruzó el puente de Harvard, que unía los dos márgenes del río Charles, y prosiguió su camino hasta Cambridge. El tráfico era denso. Se metió por Mass Avenue, rodeó el campus universitario y giró por Garden Street.

Anna acababa de aparcar no muy lejos del número 27. Subió los tres peldaños de la escalera y llamó al interfono. Se oyó un ruido eléctrico y la puerta se abrió. Cogió el ascensor hasta el último piso. La puerta del final del pasillo estaba entornada.

—Está abierto —dijo una voz femenina en el interior.

El apartamento era elegante. En el salón, el mobiliario de época perfectamente encerado se complementaba con algunas piezas de plata. Los visillos colgados sobre los ventanales metálicos se ondulaban ligeramente.

—Estoy en el cuarto de baño, enseguida salgo —continuó la voz.

Anna se instaló en un sillón de terciopelo marrón. Desde allí disfrutaba de una extraordinaria vista de Danehy Park.

La mujer a la que había ido a visitar entró en la habitación y dejó la toalla con la que se secaba las manos sobre el respaldo de una silla.

—Estos viajes me agotan —le dijo a Anna mientras la abrazaba.

Luego recuperó, de una bandeja finamente labrada, una sortija provista de un magnífico diamante de talla antigua, y se la puso en el dedo.


Jonathan había recuperado fuerzas durante el vuelo. Había cerrado los ojos al despegar el avión y los había vuelto a abrir en el momento en que el tren de aterrizaje emergía del vientre del aparato de la British Airways. Alquiló un coche y abandonó Heathrow para meterse en la autopista. Cuando vio la pequeña taberna ante él, pisó el acelerador. Poco después, la imponente verja negra de la finca se perfiló ante su parabrisas; estaba abierta de par en par. Penetró en la propiedad, aminoró la marcha y se detuvo ante la explanada.

El sol acariciaba la fachada. Rosales silvestres trepaban a lo largo de los muros de guirnaldas de colores pastel. En mitad de un círculo de césped, un gran álamo ondeaba al viento, rozando el tejado con sus altas ramas. Clara apareció en la explanada y bajó los escalones.

—Mediodía en punto —dijo ella mientras iba a su encuentro—; ¡con un día de diferencia, pero llegas a la hora!

—Lo siento muchísimo, es una larga historia —respondió él, incómodo.

Ella dio media vuelta y volvió hacia la vivienda. Jonathan se quedó desamparado unos instantes antes de seguirla. En aquella casa de campo, todas las cosas parecían puestas al azar y, sin embargo, todas tenían su sitio. Algunos lugares proporcionan, sin que sepamos por qué, una inmediata sensación de bienestar; la casa donde Clara pasaba gran parte de su vida era uno de esos lugares. Era un sitio acogedor, como si, en el transcurso de los años, allí se hubieran condensado buenas vibraciones.

—Sígueme —dijo.

Entraron en una amplia cocina con el suelo cubierto de baldosas de color pardo. Parecía que el tiempo se hubiera detenido. Algunas brasas rojizas terminaban de consumirse en el hogar de una chimenea. Clara se inclinó sobre un cesto de mimbre y cogió un leño, que colocó sobre las cenizas. Las llamas se reavivaron de inmediato.

—Las paredes son tan gruesas que siempre hay que calentar esta habitación, ya sea verano o invierno. Si entraras aquí por la mañana, te sorprenderías del frío que hace.

Puso unos platos sobre una gran mesa.

—¿Quieres una taza de té?

Jonathan se apoyó en la pared y la contempló. Clara era elegante incluso en sus gestos más sencillos.

—¿Así que no respetaste ninguna de las voluntades de tu abuela? —dijo Jonathan.

—Al contrario.

—¿Es que no estamos en su finca?

—Era muy inteligente. La mejor garantía para que yo me diera cuenta de lo que ella deseaba realmente era hacerme prometer lo contrario.

El agua silbó en la tetera. Clara sirvió el té y Jonathan se sentó a la gran mesa de madera.

—Antes de devolverme al internado, me preguntó si se me había ocurrido cruzar los dedos al hacer mis promesas.

—Supongo que es una manera de ver las cosas.

Clara se sentó delante de él.

—¿Conoces la historia de Vladimir y de su galerista, Sir Edward? —preguntó Clara—. Con el tiempo se volvieron inseparables y su relación era como la de dos hermanos. Dicen que Vladimir habría muerto en sus brazos.

Su voz estaba henchida de una alegre esperanza. Jona- than se sentía bien y Clara comenzó su relato.

Tras huir de Rusia hacia 1860, Radskin llegó a Inglaterra. Londres era el refugio temporal de todos los exiliados, donde se daban cita turcos, griegos, suecos, franceses y españoles, e incluso viajeros procedentes de China. La vieja ciudad era tan cosmopolita, que el alcohol más popular recibía el nombre de «la bebida de todas las naciones»; aunque Vladimir, sin un céntimo, no bebía. Pasaba las noches en un sórdido cuartito en el terrible barrio de Lambeth. Radskin era un hombre orgulloso, valiente y, a pesar de su pobreza, prefería morir de hambre a pedir limosna. De día, con pedazos de carbón que recortaba como si fueran lápices, se presentaba en el mercado de Covent Garden y allí, en papeles viejos que a duras penas conseguía reunir, esbozaba los rostros de los transeúntes.

Los días más afortunados, vendía sus dibujos por algunas monedas y encontraba cierto alivio a tanta miseria, así es como conoció a Sir Edward. El destino puso todas sus cartas sobre la mesa aquella mañana de otoño, en los paseos a cielo abierto de Covent Garden.

Sir Edward era un acaudalado marchante de arte con una gran reputación. Nunca debería haber acudido a aquella plaza, pero una enfermedad acababa de llevarse a una de sus sirvientas, y su esposa quería que le buscara una sustituta sobre el terreno.

Cuando Vladimir Radskin blandió ante las narices de Sir Edward el retrato que acababa de hacerle al detenerse ante un tenderete de verduras, el galerista vislumbró de inmediato el talento de aquel hombre, de tan lastimoso aspecto. Compró el boceto y se pasó la noche estudiándolo. Al día siguiente volvió en una calesa acompañado de su hija, y le pidió al hombre que la retratara. Vladimir se negó. No pintaba rostros de mujeres. Su escueto inglés no le permitió hacerse entender y Sir Edward se enfureció. El primer encuentro de aquellos dos hombres que ya nunca se separa- rían estuvo a punto de terminar a golpes. Pero Vladimir le presentó con toda tranquilidad otro dibujo a Sir Edward: un retrato de él, esta vez de cuerpo entero, que había realizado completamente de memoria después de su partida. La expresión era sorprendentemente real.

—¿Es el retrato de Sir Edward que está expuesto en San Francisco?

—Sí, el esbozo de ese cuadro partió de aquel dibujo…

Clara frunció las cejas.

—Pero tú ya conoces estas historias, estoy haciendo el ridículo. Eres el mayor especialista del mundo sobre este pintor y yo vengo a explicarte anécdotas que se encuentran en cualquier libro que hable de él.

La mano de Jonathan estaba muy cerca de la de Clara. Sintió deseos de cogerla, pero reprimió el gesto.

—En primer lugar, existen muy pocos libros dedicados a Radskin, y te aseguro que desconocía esta anécdota.

—¿Me tomas el pelo?

—No, pero tendrás que decirme cómo te has enterado de todo esto, lo publicaré en mi próxima biografía.

Clara dudó un poco antes de retomar el curso de su relato.

—Bueno, te creo —dijo, sirviéndole té—. Puesto que era muy desconfiado, Sir Edward le pidió a Radskin que improvisara un retrato de su cochero.

—¿Es el croquis del que luego saldría el cuadro que desembalamos el miércoles? —preguntó Jonathan entusiasmado.

—Exactamente, Vladimir y él eran amigos y les unía una misma pasión. Si te estás burlando de mí y ya sabes todo esto, te prometo que…

—No prometas nada, continúa.

Vladimir había sido muy buen jinete en su juventud. Muchos años después, cuando el caballo favorito del cochero se desplomó en plena calle, Vladimir consoló a su apenado amigo retratándolo delante de las caballerizas, junto a su montura. El cochero había envejecido y Vladimir pintó su rostro a partir del dibujo que había realizado, a mano alzada, una mañana de otoño en la acre humedad del mercado descubierto de Covent Garden.

Jonathan no se resistió al deseo de decirle a Clara que aquella historia incrementaría considerablemente el valor de la tela que se iba a poner a la venta. Clara no hizo ningún comentario. Su naturaleza de especialista se imponía e intentó averiguar varias veces de dónde sacaba la información, procurando dilucidar entre las palabras de Clara la parte de leyenda y la parte de realidad. A lo largo de toda aquella tarde, ella prosiguió con la historia de Vladimir y de Sir Edward.

El galerista visitaba a Vladimir casi todos los días y lo colmaba de atenciones. Al cabo de unas semanas, le ofreció una habitación debidamente acondicionada en la buhardilla de una de las residencias que poseía no muy lejos del mercado. De este modo, Radskin ya no tendría que pasearse por las inmundas y peligrosas calles de Londres bajo la palidez del alba y las sombras del crepúsculo.

El pintor se negó a vivir en aquel lugar sin pagar nada a cambio, y ofreció varios de sus dibujos a cambio del hospedaje. En cuanto se instaló, Sir Edward le hizo traer óleos y pigmentos de primera calidad que importaba de Florencia. Vladimir realizó él mismo sus mezclas de colores y cuando recibió las primeras telas que Sir Edward le había enviado, enseguida abandonó el carboncillo y volvió a la pintura. Fue el principio de su época inglesa, que abarcaría los ocho años que le quedaban por vivir. Instalado en su cuarto cerca de Covent Garden, el pintor llevaba a cabo los encargos del galerista. Sir Edward acudía en persona a proporcionarle el material, y poco a poco se quedaba algo más de tiempo en compañía del artista. Así, con el transcurso de las semanas, el galerista amansó el orgullo del pintor al que quería convertir en su protegido. En un año, aquél al que llamaba su «amigo ruso» pintó seis grandes telas. Clara las enumeró; Jonathan las conocía todas y le indicó en qué rincón del mundo se encontraba cada una.

Pero su éxodo y sus precarias condiciones de vida en el barrio de Lambeth habían debilitado el estado físico de Vladimir. A menudo lo sacudían espantosos ataques de tos y sus articulaciones le causaban progresivamente más sufrimiento. Una mañana, cuando fue a visitarlo, Sir Edward lo encontró tumbado en el suelo del modesto estudio en que le había instalado. Imposibilitado a causa del reumatismo, no había podido levantarse de la cama sin ayuda y se había caído.

Vladimir fue trasladado de inmediato a la casa que el galerista tenía en la ciudad, y éste lo veló día tras día. Cuando su médico personal tranquilizó a Sir Edward sobre la feliz recuperación de su protegido, le hizo llevar a su casa en el campo para que su convalecencia fuese más confortable. Allí, Vladimir recuperó una salud de hierro. Gracias a Sir Edward, viajó varias veces a Florencia en solitario para ir a procurarse él mismo polvos y pigmentos, con los que elaboraba los colores más profundos. Sir Edward lo trató como a un hermano. A lo largo de los años, su amistad siempre fue ejemplar. Cuando no viajaba, Vladimir pintaba. Sir Edward exponía sus cuadros en su galería de Londres y, cuando un cuadro no hallaba comprador, el galerista lo colgaba en las paredes de una de sus residencias y le daba su parte al pintor, como si la obra se hubiera vendido. Ocho años después, Vladimir volvió a caer enfermo y esta vez su estado se deterioró rápidamente.

—Murió a principios de un mes de junio, sentado plácidamente en un sillón, a la sombra de un gran árbol al que Sir Edward le había llevado.

La voz de Clara se había teñido de tristeza al terminar su historia. Se levantó para despejar la mesa y Jonathan la ayudó enseguida sin preguntarle si le parecía bien. Clara cogió las tazas y Jonathan la tetera y se las llevaron a los dos fregaderos de cerámica decorada, de los que sobresalía una impresionante grifería de cobre. El agua surgió como un largo hilo. Jonathan le confesó a Clara que lo ignoraba casi todo de la estancia en el campo de Vladimir y aportó algunos fragmentos más de la historia del viejo pintor al que había consagrado su vida.

La tarde tocaba a su fin cuando Clara y Jonathan habían recorrido juntos las brumas del viejo Londres, cuando ha- bían descrito la casa donde Vladimir había vivido, cerca de Covent Garden, y una vez habían visitado el jardín de rosas por el que al maestro ruso le gustaba pasear cuando estaba en el campo. A fuerza de evocar al pintor, casi habrían podido oír sus pasos al pisar la paja de los establos cuando iba a visitar a su amigo cochero. Jonathan estaba enjuagando los platos y Clara los secaba a su lado. Quedó subyugado por la sensualidad que emanó de ella cuando se puso de puntillas para guardar la vajilla en un escurridero de madera colgado en la pared, por encima de su cabeza. Cien veces deseó tomarla entre sus brazos y cien veces se contuvo. Clara giró el grifo y luego se secó las manos en el reverso de un delantal que desdobló y que abandonó junto a la antigua cocina de leña. Se dirigió a él, rebosante de vida.

—Vamos, sígueme —dijo.

Lo condujo a través de la puerta de la cocina, que daba a la parte de atrás de la casa. Atravesaron el patio y se detuvieron ante un inmenso cobertizo. Cuando ella giró la llave, Jonathan sintió el latir de su corazón. Clara empujó enérgicamente las dos grandes puertas. En el interior de la construcción, vio brillar el cromo de un Morgan deportivo. Clara se sentó detrás del antiguo volante de madera y el motor empezó a crujir.

—¡No pongas esa cara, ven aquí! Tengo que hacer unas compras en el pueblo. Ya descubrirás a la vuelta lo que te ha traído aquí. Después de todo, ¿quién ha llegado con veinticuatro horas de retraso? —dijo ella con una mirada llena de picardía.

Jonathan se instaló a su lado y Clara arrancó haciendo derrapar el coche.


El descapotable atravesó el campo como un rayo. Se detuvieron frente a una pequeña tienda, donde Clara compró la cena. Jonathan salió de allí cargando en sus brazos una caja que dejó en el minúsculo asiento de atrás. A la vuelta, Clara le dejó conducir. Nervioso, puso la primera y el motor se caló.

—¡Si no se está acostumbrado, el pedal del embrague va un poco duro! —dijo ella.

Jonathan se tragó el orgullo y procuró ocultar su impaciencia. Al llegar frente a la casa, se acabó relajando. Tras dejar las bolsas de la compra en la cocina, Clara lo condujo al interior de la vivienda. Le hizo recorrer un largo pasillo que daba a la enorme biblioteca. Los alféizares de las paredes, cuyos revestimientos estaban deteriorados a causa del tiempo, se veían realzados por tapizados antiguos. Encima de la chimenea, un gran reloj se había parado a las seis sin que nadie supiera si se trataba de la mañana o de la tarde. Varios libros de encuadernaciones desgastadas cubrían una mesa de caoba que dominaba el centro de la pieza. Por las ventanas de cristales cuadrados, se podía ver cómo el sol se diluía tras las cimas de las colinas. Jonathan descubrió, en un hueco, la puertecita a la que se dirigía Clara. Cuando ella se metió en la recámara, Jonathan quiso retroceder para cederle el paso y, al poner la mano en el picaporte, sus cuerpos se rozaron y el extraño vértigo volvió a empezar.

Nubes pesadas ensombrecieron el cielo a una velocidad fulgurante. El día cesó y la lluvia de la noche comenzó a caer. Una ventana de la biblioteca cedió ante la tormenta. Jonathan atravesó la estancia e intentó cerrarla de nuevo, pero su brazo se negaba a obedecerle. Todos sus músculos estaban entumecidos. Quiso llamar a Clara, pero ningún sonido salió de su boca. En el exterior, todo cambiaba. Los espléndidos rosales que se adherían a las paredes del edificio lo cubrían ahora de un modo salvaje. Los postigos desconchados cru- jían en el piso de arriba, bajo los embates del viento. Algunas tejas se desprendieron de la techumbre para ir a estallar en el suelo. Jonathan, torturado por sus pulmones, sintió que le faltaba el aire. El aguacero le azotó las mejillas. Delante de la casa, había un carruaje aparejado en un estado lamentable. Los cascos que golpeaban el suelo indicaban la inquietud del caballo, al que un cochero con chistera intentaba contener tirando cuanto podía de las riendas. En el interior del carromato, una silueta joven se arropaba con una capa gris, mientras que una capucha cubría su cabeza. Una pareja de mediana edad salió apresurada de la vivienda. El hombre, de constitución imponente, hizo subir a la mujer, a la que protegía con el brazo. Cerró la portezuela, asomó la cabeza por la ventana y gritó: «¡Ya están aquí, rápido, al bosque!».

El cochero fustigó el caballo y el coche rodeó el gran árbol. Al álamo que dominaba el parque ya no le quedaba follaje. El verano, apenas incipiente, parecía acercarse ya a su fin. La voz desconocida le llegó de nuevo: «¡Vamos, vamos, dese prisa!», murmuraba mezclándose con las ráfagas de viento.

Jonathan volvió la mirada con gran dificultad al interior de la biblioteca. La decoración había cambiado. En el extremo de la estancia, la puerta que daba al pasillo se abrió de repente. Jonathan vio dos siluetas que huían al piso de arriba; una de ellas llevaba bajo el brazo un bulto grande envuelto en una manta. Jonathan supo que en pocos segundos le faltaría el aire. Inspiró profundamente y procuró con todas sus fuerzas luchar contra el embotamiento; retrocedió un paso y el vértigo cesó de inmediato. Clara continuaba delante de él. Volvía a encontrarse dentro de la recámara.

—Te ha vuelto a ocurrir, ¿verdad? —preguntó ella.

—Sí —respondió Jonathan, recuperando el aliento.

—A mí también me sucede, también tengo extrañas visiones —murmuró—. Se producen cuando nos tocamos.

Cuando se explica en voz alta aquello que resulta muy extraño, su efecto se multiplica. Ella lo miró fijamente y sin decir nada más entró en el pequeño despacho.

El caballete estaba instalado en el centro del cuarto. Cuando Clara alzó la manta que protegía el cuadro, le ofreció a Jonathan ese momento único con el que siempre había soñado. Cuando contempló la tela, no dio crédito a lo que veía.