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San Petersburgo, muchos años después


El día tocaba a su fin y en pocos minutos el Museo del Hermitage cerraría sus puertas. Los visitantes que se encontraban en la Sala Vladimir Radskin se dirigían hacia la salida. Una guarda le hizo una discreta seña a su colega y los dos hombres uniformados se acercaron discretamente a una joven pareja que abandonaba la estancia. Cuando consideraron que la situación se lo permitía, rodearon al hombre y a la mujer y les rogaron que les acompañaran y que no se inquietaran. Ante la educada insistencia de los agentes de seguridad, los dos turistas, que no entendían lo que se les estaba pidiendo, aceptaron seguirles. Bien escoltados, atravesaron un largo pasillo y entraron por una puerta oculta. Después de subir por una escalera de servicio, no sin experimentar cierta inquietud a medida que se adentraban en las profundidades del edificio, les hicieron entrar en un gran despacho y les invitaron a tomar asiento alrededor de la mesa de juntas. Alguien vendría a verles enseguida. Un hombre de unos cincuenta años, con un traje muy formal, entró y se sentó frente a ellos, dejó una carpeta delante de él y la consultó varias veces mientras observaba a la joven pareja.

—Debo admitir que es asombroso —dijo en un inglés con un ligero acento.

—¿Se puede saber qué quiere de nosotros? —preguntó el joven.

—Es la tercera vez esta semana que vienen a admirar los cuadros de Vladimir Radskin, ¿no es así?

—Nos encanta este pintor —respondió la mujer.

Youri Egorov se presentó. Era el conservador general del Hermitage y se sentía orgulloso de acogerles a los dos en su museo.

—La tela que tan largamente han admirado esta tarde se llama La joven del vestido rojo. Fue devuelta a su estado original gracias a un arduo trabajo de restauración que fue llevado a cabo por un comisario tasador americano. Fue él quien hizo donación a este museo de los cinco cuadros de Radskin que se exponen aquí. Esta colección tiene un valor incalculable y seguramente jamás la podríamos haber adquirido en su totalidad, pero, gracias a tan generoso donante, este gran pintor ruso regresó a su país natal después de muchos años. A cambio del regalo que le hizo a nuestro país, el museo del Hermitage se comprometió con su benefactor a cumplir una promesa algo peculiar. Mi predecesor se jubiló hace unos años, así que desde entonces yo soy el responsable de cumplir esa misión.

—¿Qué misión? —preguntó la pareja a coro.

El conservador carraspeó en la palma de su mano antes de proseguir.

—El señor Peter Gwel nos hizo prometer que, si algún día se presentaba delante de la tela una mujer cuyo rostro se pareciera de forma perturbadora al de La joven del vestido rojo, tendríamos el deber de remitirle al hombre que la acompañara una carta escrita de su puño y letra. La hemos estado observando atentamente, señora, y creo que ha llegado el momento de cumplir nuestra promesa.

El conservador abrió la carpeta y le tendió el pliego a la pareja; el joven abrió el sobre. Mientras leía la carta que contenía, se levantó y se paseó por la habitación.

Cuando terminó de leerla, volvió a doblar la hoja y la guardó en silencio en el bolsillo de su chaqueta.


Luego cruzó las manos en la espalda, entornó los ojos y sonrió…, y desde aquel día, ya nunca más dejó de sonreír.