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Se despertó en el silencio de una cálida puesta de sol, el sol cegador golpeó la mirada nublada y el mar cantó bajo el borde del precipicio que llegaba lentamente. Un exuberante valle se deslizaba hacia la costa, muriendo entre las piedras de una playa árida, bañada por las olas que se ondulaban con la luz. Las sombras inquietas de las gaviotas que gritaban mientras volaban sobre el paisaje contra sí mismas, con las montañas no muy lejos dominando todo, como una amenaza arcana. Se volvió hacia los frondosos árboles que eran tocados por el viento de otra época que parecía un saludo, con el incesante canto de los pájaros en busca de refugio para la noche. Miró a su alrededor confundida, dándose cuenta entonces que estaba descalza. A toda prisa, se puso los zapatos y dio unos pasos cautelosos en un lugar que no conocía ni recordaba.
Volvió a escuchar ese silencio, roto por las manifestaciones de una naturaleza benevolente, e inhaló profundamente. Hacerlo le causó un dolor punzante en el pecho, lo que la obligó a doblarse para vencer, apenas, un ligero mareo. Con sus ojos buscó un camino que no la obligara a entrar en lo que parecía ser un bosque, pero no había otra manera, excepto eso, para tratar de entender lo que estaba sucediendo. Encontró el coraje y comenzó a caminar, entrando en la fría sombra del alto e imponente follaje.
Lo que había considerado un simple bosque, empezó a mostrarse como un parque, cuidando los detalles, perfumado, acogedor. Se detuvo varias veces, también por el aliento que a veces le faltaba, como si el aire no fuera el mismo al cual estaba acostumbrada. La soledad empezó de pronto a ser preocupante, con la rápida llegada de la noche precedida por el crepúsculo. El corazón empezó a latir rápidamente, quitándole ese poco aliento que lograba mantener con paso lento. La oscuridad se extendió alrededor de ella sin que pudiera encontrar un refugio en donde esperar el nuevo día. Se apoyó a un tronco, buscando un punto de apoyo. Los pájaros habían dejado de cantar, la brisa cálida ya no penetraba en los senderos y el silencio pronto se hizo total. Zaira se dio cuenta de lo que significaba estar ciegos y se asustó por eso, deslizándose para sentarse y doblando las rodillas contra su pecho. Lloró en silencio, sin lamentarse, sin hablar, vencida por un sueño que se estaba convirtiendo en una pesadilla. Solo la certeza de despertarse y mirar por la ventana de su habitación hacía que no perdiera el control de sí misma. Por supuesto, esto tenía que ser un sueño, feo y absurdo, pero siempre una visión onírica que se disolvería.
Un ruido la sobresaltó, las uñas clavadas en la piel de las piernas le hacían daño, el temblor que tenía poco antes se amplificó por la sensación de no estar sola en la oscuridad de una noche desconocida. Corrió hacia las tinieblas que la habian engullido y dejó de respirar, con la convicción de ser menos detectada. Quien quiera que estuviese con ella, la veía, mientras ella seguía estando ciega. De esto estaba segura. Un brillo la petrificó, algo parecido al fuego, un destello fijo que iluminaba una silueta inmóvil. Se apoyó más contra el tronco, trató de rodearlo para huir, pero sabía que detrás de ella había más oscuridad. Apretó los dientes, fastidiada ahora por la luz. Vio a un joven, con aire austero y poco amistoso, que la observaba sin emoción. Una mirada oscura y profunda. Vestía de manera inusual, con una túnica blanca ribeteada en oro, así como la faja que le rodeaba su rubia cabeza. Espilleras doradas brillaban con la suave luz que lo envolvía y en sus manos sostenía lo que Zaira reconoció como el caduceo. No se movió, solo su dificultosa respiración la hacían ver viva. El joven levantó el caduceo con solemnidad y ella se hizo todavía más pequeña, hundiéndose en los hombros.
—A ti está dirigido mi mensaje —dijo el desconocido con voz suave pero distante. Zaira lo miró con prudencia, percatándose solo en ese momento que llevaba zapatos alados y esas alas se movían independientemente. Dio un salto y tuvo terror. ¿Qué le estaba sucediendo y quien era ese joven con gestos fríos y solemnes?
—Yo soy Hermes, mensajero de todos los dioses —respondió a sus pensamientos. Zaira entrecerró los ojos, buscando la determinación para enfrentar ese encuentro absurdo que no podía ser real— Ha llegado a tus oídos la comprensión de mis palabras. Soy Hermes, hijo del poderoso Zeus y de la divina Maya; vi la luz en Arcadia, sobre el monte Cilene, y fui inmortal —agregó el presunto dios, como si pudiera leerla por dentro y estuviera ahí para satisfacer toda curiosidad. Sin embargo, la extranjera no habló y él, la miró con más decisión— ¿No quieres conocer mi mensaje, mortal?
—Eres muy convincente —susurró para complacerlo. Si estaba loco, podría también ser peligroso.
—Tu hogar en el futuro está gobernado por un solo dios. El Destino te ha traído entre los devotos al divino Zeus —decidió hablar el hijo de Zeus, secretamente fastidiado por la desconfianza de la mujer que asintió ante esa revelación, dispuesta a aceptar cualquier palabra con tal de poner fin a ese encuentro.
»Este es el tiempo de los héroes y de los dioses, en donde solo el valor permite vivir y tú no ignorar la verdad —continuó el dios fríamente.
—¿Y qué año sería este? —finalmente dijo ella arriesgándose.
—Te encuentras en el 1200 antes del nacimiento de Cristo, mortal. Digo esto, para que tú puedas comprender, ya que para nosotros Cristo no tiene ningún significado, si bien es quien nos borrará de la memoria de los hombres —continuó Hermes asumiendo un aire solemne. Zaira percibió por dentro un golpe que la sobresaltó y posó los ojos sobre esas alas en movimiento que más que todo habían llamado su atención. Torció la nariz en un desafío débil.
—Serán los eventos en convencerte —sentenció el inmortal, reservándole una mirada de divertida piedad. Se acercó a ella para que extendiera las piernas y tratara de levantarse. Quiso huir, pero no lo logró y sufrió, sin darse cuenta, de un poder divino que la indujo a un sueño profundo, que le permitió dormir, a pesar de la situación, a la espera del nuevo día y de los eventos que la convencerían, de la verdad de las palabras del veloz Hermes.
––––––––
Después de salir del bosque, luego se haberse despertado, con las primeras luces del alba, y ponerse en camino, Zaira se encontró en los confines del mismo. Una inmensa pradera floreada se presentó a sus ojos y se quedó sin aliento por el fuerte perfume que puso nuevamente en dificultad su ya precaria respiración. Se apoyó a un árbol y escrutó el horizonte. No quiso pensar en Hermes, o al presunto, y a sus palabras sin sentido. Se negó en romperse el cerebro buscando una explicación, solo en busca de una vía de escape. El día había borrado en ella los temores y las incertezas, que en cambio la noche había hecho emerger prepotentemente. Sin embargo, el eco incesante del mensaje recibido a veces era ensordecedor. Sacudió la cabeza para librarse del último aliento y se sumergió en esa extensión coloreada, en dirección a lo que, distante, parecía ser un edificio, tal vez unas ruinas, pero de todas formas signo de presencia humana. Tal vez encontraría turistas o los encargados del sitio arqueológico. Se encontró bajos los muros de unas ruinas bien conservadas y se quedó un poco desilusionada, porque había esperado algo más moderno y fácil. Un grito constante llamó su atención y la felicidad de poder hablar con alguien la indujo a acelerar los movimientos, bordeando las paredes y llegando a la entrada principal. Una gran puerta de madera maciza, coronado por dos lobos de piedra, simétricos y ululantes, la bloqueó por un momento. Se puso a pensar y se preguntó qué lugar sería ese; en Roma, en donde vivía, no recordaba un monumento como ese. Quiso ser optimista, pero otro destello de miedo la hizo retroceder, encontrándose ante dos soldados arcaicos, con túnicas grises y mantos negros, con yelmos de bronce y crestas oscuras. Pero lo que la asustó fueron las largas lanzas que sujetaban amenazadoramente. Uno era más corpulento que el otro, pero ambos eran altos, mucho más que ella. Asomó una vaga y forzada sonrisa que no aplacó su evidente enemistad.
—¿Quién eres? —preguntó secamente el más robusto.
—Zaira D’Este —respondió rápidamente, no quería irritarlos. Buscó la racionalidad para encontrar el lado cómico de esa situación. ¿Qué estaban haciendo dos locos vestidos como antiguos griegos delante de una construcción que no estaba en ruinas? Pensó en los centuriones que ganaban algo en el Coliseo dejándose fotografiar.
—¿De dónde vienes? —intervino el otro, la mirada brillante bajo el yelmo. No parecían ser amigables y no le estaban pidiendo dinero para una foto.
—De Roma —continuó siendo diligente en satisfacer ese interrogatorio.
—¿En dónde se encuentra Roma? —preguntaron en coro.
Por segunda vez, Zaira percibió por dentro un dolor. Las palabras de Hermes hicieron eco en ella.
—¿Y ustedes? ¿Cuáles son sus nombres? —dijo sin rodeos, el cerebro ardiendo. ¿En dónde se encuentra Roma? El tono había sido tan sincero, como doloroso el desgarro por dentro. Zaira estuvo a punto de llorar.
—Alopex de Ática —respondió el soldado con la mirada brillante.
—Flogos de Citera —lo siguió el segundo. Sonrió. En realidad no le importaba para nada sus nombres, solo estaba buscando un apoyo.
—Tal vez, ¿serían tan amables de decirme en donde me encuentro? —dijo aventurándose, porque se sintió estúpida al formular una pregunta bastante tonta.
—Este es el reino de Astos, amado por la diosa Artemisa —fue imperioso Alopex de Ática, haciendo énfasis. ¿Astos? La extranjera no conocía ese nombre.
—De la región de Fócida—la iluminó Flogos de Citera, percibiendo su desconcierto.
Fócida era una región griega, de Delfos, el ombligo de ese supuesto mundo. Ella observó lo que la rodeaba, mientras su corazón latía locamente en su cansado pecho. El campo y un camino eran lo que no podía darle ninguna referencia.
Estaba a punto de hablar de nuevo, cuando las puertas de Astos se abrieron ruidosamente, dejando salir un escuadrón de soldados para proteger a un anciano. Zaira evaluó la situación, decidiendo avanzar hacia lo desconocido tendiéndole la mano para darle un saludo cortés. Era difícil para ella comportarse normal en un contexto que obviamente no lo era. El hombre no captó su gesto y la miró con recelo.
—¿Quién eres? —preguntó sin ninguna inflexión.
—Se llama Zaira D’Este y viene de... —intervino Alopex de Ática. Una vez más la ciudad eterna no dijo nada a esa gente. Reflexionó. Si las palabra de Hermes eran verdad, Roma no existía, en la desembocadura del rio Tíber solo había un pantano, o en el mejor de los casos, alguna pequeña cabaña de pescadores.
—¿Eres tal vez una diosa? —la despertó la pregunta más tonta que podía esperarse. Negó con la cabeza y el viejo la miró hoscamente, haciendo luego un gesto a los soldados que se dispusieron en dos filas, permitiéndoles entrar. Zaira habría querido declinar la invitación que, más bien, había sido una verdadera orden de seguirlo. Consideró que hacer por algunos segundos y comprendió que no tenía otra elección.
En el interior del muro un carro tirado por dos caballos negros los esperaban y subieron silenciosamente. Se vio obligada a usar una capa sucia con una capucha que el anciano le colocó en la cabeza para ocultarla de las personas que se toparan. El convoy, dirigido por un hombrecillo sin valor, partió lentamente, entrando en lo que sería el reino de Astos, amado por la Divina Artemisa, como le habían dicho los guardias frente al portal. En la ciudad el trabajo y la vida social daban la idea de ser un país rico. Se vendía de todo y el ruido de la gran fragua superaba la charla de la gente. Los comerciantes cerraban buenos negocios en la gran ágora iluminada por el sol, voces y risas se mezclaban con las sinceras limosnas entre los puestos del mercado y en las tiendas de los comerciantes. Zaira observó todo con extremo interés, pero también con sorpresa y confusión: seguía sin comprender que estaba haciendo en un lugar antiguo. El rechazo de la verdad de Hermes ocupaba gran parte de sus pensamientos que fueron interrumpidos por lo más bello que pudiera existir en ese mundo. Bajó la capucha para mirar mejor y se dejó deslumbrar por el esplendor oscuro del palacio real, inferior en altura solo por el presunto templo de Artemisa, que se alzaba sobre todo el Astos de la Fócida, dominando la acrópolis. El mármol negro de la estructura de estilo dórico se dejaba tocar por el oro del sol y la gran escalinata de vetas blancas parecía estar cubierta por una preciosa red. Imponente, las columnas cinceladas ocultaban un poder que inspiraba un profundo respeto. El carro giró, deteniéndose frente a una entrada secundaria cerrada con una enorme puerta de bronce. Un sirviente la abrió permitiendo que ella y el viejo entraran a los jardines del palacio, enormes y caracterizados por numerosos y frondosos sauces llorones. Una fuente de mármol negro se alzaba frente a las escaleras secundarias, pero no menos imperiosas, y representaba a Artemisa con su ciervo sagrado.
El interior del edificio resultó ser inesperadamente luminoso y ordenado, con largos pasillos decorados con armas, escudos, plantas; Un perfume agradable flotaba en un ambiente tranquilo y acogedor.
Llegaron a una de las innumerables habitaciones, enclaustradas con una ventana alta y una cama tallada en un tronco. Su acompañante no le había permitido admirar un poco más el lugar, de hecho la había apresurado.
—Serás huésped de mi rey, extranjera. Zeus nos enseña la hospitalidad y nosotros no transgredimos sus leyes sagradas —dijo. Zaira sintió un salto en el pecho y lo miró. Se había perdido contemplando el lugar que la había fascinado— Mi rey dispondrá tu destino —la despertó definitivamente y la eclipsó.
—No estoy acostumbrada a dejar que otros decidan mi destino —no se contuvo, el miedo a ser prisionera comenzó a hacerla menos sumisa. El viejo no respondió, molesto por tal insolencia. Zaira se unió a él cuando trató de salir de la habitación, sujetándolo del brazo. Se encontró con sus ojos abiertos pero benévolos y, sin ninguna razón plausible, quizá movido por algún poder desconocido, aflojó su control.
—¿Cómo te llamas? —se limitó a preguntar.
—¿Es importante?
—Tú sabes mi nombre —le hizo notar.
—Atir, fiel al poderoso rey de este glorioso reino —lo escuchó con una fiereza que a Zaira le pareció patética.
Se quedó sola y la soledad la puso aprensiva. Se sentó sobre la dura cama, miró alrededor. De una jarra bebió un poco de agua. También tenía hambre, pero no había nada para comer. La pequeña ventana mostraba solo un pedazo de cielo azul y se quedó a mirarlo.
«Tu hogar en el futuro está gobernado por un solo dios. El Destino te ha traído entre los devotos del divino Zeus. Este es el tiempo de los héroes y de los dioses, en donde solo el valor permite vivir y tú no puedes ignorar la verdad. Te encuentras en el 1200 antes del nacimiento de Cristo, mortal. Digo esto para que tú puedas comprender, ya que para nosotros Cristo no tiene ningún significado, si bien es quien nos borrará de la memoria de los hombres.»
Sonrió, al recordar las palabras de alguien que se había hecho pasar por un dios y cerró los ojos con la cabeza entre las manos. Volvió a ver las alas en movimiento en sus pies y se enderezó con el corazón en la garganta. Esa imagen era poca cosa, pero golpeaba su mente en su naturaleza extraordinaria. Se levantó, caminó y volvió a sentarse. Obviamente estaba nerviosa, confundida, perdida y encerrada en una habitación sin cerradura interna. Ella era una prisionera. Suspiró, consciente de la noche ciega que la había envuelto unas horas antes y creyendo que una habitación era ciertamente mejor, incluso si estaba cerrada. Luego pensaría en liberarse, en tratar con el rey, en encontrar una solución; por el momento sabía que estaba a salvo, excluyendo los gestos desconsiderados del soberano que dispondría su destino. Se acostó, observó sin ningún motivo un punto en la pared de piedra, dejó que los párpados descendieran. No era prudente, pero pensaría en eso más tarde. No era prudente.
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Esa noche, el soberano cenó solo, sentado en el banco de la larga mesa, las esclavas guardando silencio le servían los mejores platillos del reino en platos de oro. Silencio. Esto siempre lo envolvía. Amaba el silencio y la oscuridad que pronto se extenderían, dándole el alivio de otro silencio. El paso sigiloso de Atir lo distrajo de la lenta comida que estaba consumiendo. Levantó la cabeza, frente a él, la pared estaba adornada con lanzas doradas y escudos brillantes. No se volvió para mirar al concejal que tosía para revelar su presencia, su espalda ligeramente curvada, el aliento de respeto y miedo.
—Interrumpes mi comida, Atir. ¿Cuál es el motivo? —susurró el soberano sin inflexión, incluso los hombros cubiertos por la capa negra no se movieron.
—Una extranjera ha llegado al glorioso Astos desde un lugar distante que no conozco, mi rey —dijo Atir en voz baja para no irritar a su señor.
—Estoy enterado de eso —lo interrumpió el otro, volviendo a su comida perfumada de laurel. La espera del sirviente lo indujo a detenerse nuevamente—. La vi llegar antes que se encontrara delante de las puertas de mi reino. Cruzó el claro, después de salir del bosque de Artemisa. Verifica que no sea una de esas zorras acostumbradas a violar la tierra sagrada de mi diosa —fue su seca orden, al punto de hacer saltar al anciano. Si Zaira hubiera sido una de esas mujeres que se atrevieron a cruzar las fronteras del bosque de Artemisa, la muerte habría sido su destino. Extrañamente el viejo temió por la joven, de la cual no sabía nada, pero que de alguna manera lo había afectadp. Un gesto de la mano del rey le hizo comprender que se retirara y, retrocediendo, abandonó la sala.
El soberano continuó cenando, solo, en silencio. Tomó un sorbo del pesado vino aqueo de un ritón con cabeza de ciervo y llevó la mirada hacia afuera: el crepúsculo ya estaba extendiendo su capa de color oscuro sobre el mundo que sabía cómo rayarlo.
«Una de esas zorras acostumbradas a violar la tierra sagrada de mi diosa». Como ella. Gruñó ante el recuerdo de una mujer que había sido capaz de poner en peligro el favor de los dioses. Se levantó y abandonó la sala, luego el palacio y al final el reino, sobre un caballo negro, ya que el negro era todo lo que lo rodeaba y llenaba.
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Zaira abrió los ojos, perturbada por un ruido en la habitación. Escuchó, el tiempo necesario para recordar en qué situación se encontraba. El corazón se agitó con nuevos miedos. Se sentó en la cama lentamente. Vio a una mujer que tenía su chaqueta puesta, frente al espejo dorado, con una expresión perpleja. Cuando la extraña se dio cuenta de que la estaban observando, se quitó la prenda y se encogió de hombros torpemente. Bajó los ojos negros, dejando que un mechón de cabello largo y oscuro se rebelara contra el peinado complicado y típicamente helénico.
—¿Quién eres? —le preguntó, poniéndose de pie. La intrusa retrocedió, hasta la pared, bajo la ventana con el parche de cielo— No quiero hacerte daño —alargó los brazos.
—Eucide. El rey me asignó a ti —le hizo saber. La extranjera inclinó la cabeza. ¿Asignada?— Deberé ayudarte y hacerte compañía —precisó. Zaira asintió y se presentó, extendiendo la mano, pero tampoco ella comprendió ese gesto.
—Sé quién eres —fue casi brusca. La inicial timidez de Eucide estaba disminuyendo, dando paso a un modo más tosco.
Zaira conoció así la que, en poco tiempo, se convirtió en su única amiga. De ella tuvo la confirmación de que Astos era amado por la diosa gemela de Apolo y supo que el reino estaba a cargo de la vigilancia del Bosque de Artemisa, el bosque cercano, inviolable y sagrado. No dijo que en ese lugar se había despertado misteriosamente. Aprendió que el ejército de ese reino estaba equipado con caballos, lo cual era inusual entre los aqueos. Los dioses lo habían querido, a cambio de la flota, ahora inexistente. Esta era la razón por la cual Astos no había participado en la guerra en curso contra Ilion que ya llevaba seis años. Sin embargo, la locuacidad de la sierva se disolvió cuando la extranjera comenzó a hacer preguntas sobre el rey. La joven se puso rígida y bajó la cabeza.
—No tengo permitido hablar de él —le hizo saber ante su insistencia y Zaira, estuvo a punto de desmoronarse. La prohibición del soberano de hablar no era una buena señal, tanto silencio no la tranquilizaba y la ausencia de una cerradura interna comenzaba a pesar.
A medida que pasaban los días, se dio cuenta de que se estaba quedando en el palacio de un rey tan invisible como hospitalario: no le faltaba nada, era tratada como una reina, podía aprovecharse de los sirvientes y de la comida sin limitaciones y todos los días llevaba un vestido nuevo. Se le permitió lavarse en una bañera grande con agua corriente y tibia. Todas las mañanas y tardes estaban reservadas para ella agradables y relajantes masajes con aceites perfumados y ungüentos beneficiosos. Probablemente esos tratamientos la ayudaron a aliviar el dolor en el pecho y que su respiración mejorara. Sin embargo, pronto empezó a aburrirse: vivir siempre en el mismo ambiente, sin poder ver otra cosa además de las paredes o la estatua de Artemisa en el jardín, era tedioso y daba espacio a pensamientos funestos. La angustia, después de una semana de esa extraña vida, se había vuelto insinuante e incontrolable. Zaira se redujo a pasar tres días enteros encerrada en la habitación, rechazando la comida. La compañía de Eucide ya no le daba felicidad y alegría, el recuerdo de su hogar se convirtió fácilmente en una obsesión. Ella había pospuesto una explicación de lo que estaba experimentando, pero el engaño no podía durar para siempre, siempre lo había sabido y había esperado con resignación el momento de ajustes de cuentas con ella misma. La sensación de no tener escapatoria se convirtió en una certeza absoluta. ¡No era un sueño! Podía repetírselo sin cesar, pero eso no era un sueño. En soledad, comenzó a tenerle miedo a todo, incluso al más mínimo ruido.
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—Habla con certeza, Atir. ¿En dónde se encuentran las profundas raíces que te traen a mi presencia y declarar que la extranjera no pertenece a quienes atentan mi prestigio con los dioses? —dijo el soberano, sin salir de la sombra que se había creado en la habitación, con el sol cálido y luminoso que invadía los ambientes. Atir jugueteó con las manos arrugadas e inclinó la cabeza canosa.
—Eucide informa que la extranjera no conoce nuestras reglas, nuestros dioses, nuestras costumbres. Y no te conoce, mi rey, tu fama, tu gloria —susurró el consejero con los ojos siempre bajos. La imponencia del soberano lo hacía sentir inferior, a pesar de los años que podía presumir a su fiel servicio. Percibió una sonrisa que lo tranquilizó un poco
—Eucide —repitió el soberano, bastante convencido de las opiniones de su mejor sierva.
—La más confiable entre las esclavas que le son fieles, mi rey —le recordó el viejo ansioso.
—La más confiable de las esclavas y nada más —rectificó el hombre escondido. No quería escuchar hablar de fidelidad, él que llevaba por dentro la marca indeleble de la traición— Ora a los dioses magnánimos que estés en lo cierto, porque si tu valoración resulta estar equivocada, nada te salvará de la muerte que sé infligir a quien no respeta mi voluntad —sentenció al final, haciendo temblar al consejero que tragó grueso. A Atir le gustaba Zaira y eso era suficiente, incluso si era una traidora blasfema, una asesina, una diosa en incognito. Rezó a los dioses para que no cayera en desgracia con un rey que, notablemente, no conocía la piedad. Siempre caminando hacia atrás se dirigió a la salida de la sala del trono desierta, observado por la mirada fija de su señor, que sentía encima, capaz de atravesarlo.
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—No creo que resista mucho —dijo Eucide, dirigiéndose con Atir hacia la habitación de Zaira— ¿Qué piensas hacer?
Era el cuarto día de ayuno para ella y el viejo sabía que no era saludable. Atir no respondió, mantuvo en silencio la preocupación por la extranjera. No estaba bien y para empeorar cada pista era el silencio obstinado en el cual se habian hundido. Abrieron la puerta, sin que la guardia impidiera su entrada.
Zaira estaba acostada en la cama, dormida desde el día anterior. Se acercaron y la tocaron ligeramente. Bastó eso para que saltara como un resorte. Gritó, buscando refugio con las sábanas apretadas contra su pecho y su espalda contra la pared detrás de la cama, su rostro distorsionado. De repente se calló y los miró con gravedad, como si los considerara responsables de su propia desgracia.
—¿Que quieren? —gruñó hoscamente. Empeoraba con cada hora que pasaba, tenía reacciones discordantes.
—Pensé en una distracción —susurró Atir, interesando más a Eucide que a Zaira.
—Quiero saber porque estoy aquí —siseó la extranjera, ignorando el intento de producirle curiosidad. Nada le interesaba en ese lugar que no le pertenecía.
—Pronto comprenderás, el rey está disponiendo cada cosa —trató de tranquilizarla la esclava.
—Tú —la fulminó con ojos de fuego. Eucide tuvo un sobresalto— Tu sabes algo y no hablas —la acusó rauca, el tono de un llanto infinito haciendo que la voz fuera nasal.
—¡Que quieres que sepa esta sierva ignorante, Zaira! ¡Escucha a Atir, consejero del rey de Astos! Hoy podrás visitar el reino, como muchas veces lo pediste —se entrometió el viejo, pensando en agradarle. Ella lo miró con desconfianza.
—¡Nada de tu estúpido reino me importa, Atir! ¡Quiero volver a mi casa, a Italia! ¿Tú sabes que es Italia? ¿Sabes que es Roma? ¡No, no sabes nada, ignorante aqueo retrógrado! —lo ofendió, pero él la miró benévolo. Esa muchacha estaba perdiendo la razón, lo hablaría con el rey, lo más pronto posible.
—Tú y Eucide irán a la ciudad y podrás ver por ti misma como es Astos —insistió paternalmente, preguntándose como convencería al soberano que esa era una elección obligada, si se quería evitar que Zaira enloqueciera, ya que se le había prohibido dejarla salir del palacio. Suspiró para sí mismo, recurriría a toda su elocuencia, lo convencería, como siempre, como lo había convencido de que no la matara el día de su llegada.
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Era de tarde, el calor hacía que el aire se volviera pesado y Zaira, sin entusiasmo, usaba una toga desgastada de Eucide. Tenía que confundirse entre la multitud, sin prestar atención. Si hubiera caminado por las calles con ropas preciosas, cualquiera habría creído que era noble y se hubiera preguntado quién era. Atir quería evitar justamente eso, también porque su señor no sabía de esa concesión: no había tenido la ocasión de informarlo, el soberano parecía que había dejado el reino al alba, y dirigirse directamente al Bosque de Artemisa, en donde solo él podía entrar sin incurrir a la ira de la diosa de la que era amado. A veces se adentraba en el espeso bosque, buscando algún blasfemo que había osado a desobedecer la disposición divina de no violar suelo sagrado. Tanto el consejero como la esclava estaban un poco desilusionados por el comportamiento apático de la extranjera que, a sus preguntas, ni siquiera respondía. Solo cuando se encontraron delante del portón de bronce del jardín, finalmente habló.
—Quiero ir sola —siseo, alarmándolos.
—No conoces la ciudad, no sabrías a dónde ir —se apresuró a disuadirla el anciano, pero ella hizo una mueca de desaprobación. En realidad tenía en la mente la posibilidad de una fuga y posiblemente lo intentaría, aunque no sabía con cuál finalidad o con cual meta. No pensaba con claridad, pensaba tontamente que podría lograrlo sola, sin saber de qué cosa defenderse, que buscar, cuáles riesgos podía correr. Se sentía prisionera, ¡eso era suficiente para hacer estupideces! La rabia que manifestó convenció a sus guardianes más fácilmente de lo previsto y se mostró satisfecha.
—Deberás estar aquí al crepúsculo —le advirtió Atir ansioso.
—¿De lo contrario que sucederá? —lo desafió, ahora fríamente.
—Eucide es una sierva y su tarea es encargarse de ti. Si faltas, mi rey la hará responsable de tu desaparición —le hizo notar. Zaira sonrió suavemente— Los siervos son castigados duramente por sus errores —precisó entonces, dándose cuenta que no estaba impresionada—. La muerta es el castigo de mi rey —agregó y finalmente ella tuvo un sobresalto. Miró a Eucide que no habló, solo una sonrisa congelada sobre los labios.
—No faltaré —susurró Zaira, dejando al descubierto, contra todo pronóstico, una emoción que no era odio o miedo.
Prudente en el paso se alejó y los dos la miraron, hasta que desapareció detrás de una esquina de la escalera.
—¿Volverá? —Eucide tembló.
—Nuestra invitada no es mala, simplemente está perdida y la ausencia de mi rey la intimida —respondió Atir paternalmente. La criada sonrió.
—Si supiera cómo son las cosas, no le tendría miedo —espetó. El consejero la miró recriminadamente.
––––––––
Zaira llegó a una calle concurrida, numerosas tiendas retumbaban a su lado, exponiendo la mercancía que iba desde frescas verduras recién cosechadas a las preciadas telas provenientes de lejos, con colores brillantes y texturas finas. Un niño le pidió limosna, pero ella no tenía nada consigo, solo una bolsita de sal que le entregó Atir. Le dio un puñado y este se puso extremadamente feliz, agradeciéndole con exageración. Siguió con el paseo sin dejar escapar nada, deteniéndose en los particulares, sobre los trajes de las mujeres que eran la tarjeta de presentación de su rango. Se encontró con aristócratas y mendigos, prostitutas y niños, viejos vaticinantes y sirvientas arrogantes que actuaban de manera superior porque servían a algún noble. Los hombres no estaban muy lejos, muchos discutían animadamente al entrar en negocios y hacer sonar placas de oro refinadas en sus intercambios. Allí estaban los pobres que observaban y numerosos borrachos dormidos a los lados de las calles llenas de gente. Notó la tienda de un orfebre que la obligó a detenerse, atraída por el brillo de las preciosas exhibiciones, sin temor a que pudieran ser robadas. Evidentemente, la vigilancia funcionaba en Astos, podía imaginarlo dada la cantidad de soldados que se confundían con las personas y los extranjeros. El artesano estaba ocupado haciendo una joya de plata y zafiro. La luz de una vela lo ayudaba a ser más preciso y de vez en cuando se limpiaba el sudor con la muñeca, como si ese trabajo lo pusiera ansioso. Zaira se detuvo en el collar, se inclinó ligeramente para verlo mejor y puso a la defensiva al hombre que la miraba con recelo. Se encontró con su mirada atenta y le dio una sonrisa avergonzada, enderezándose.
—Es muy hermoso —dijo para salir de la inquietud.
—Es para el rey —le respondió el artesano secamente.
—¿El rey de Astos? —aprovechó la ocasión. Tal vez podría obtener algún detalle sobre su invisible benefactor.
—Debes ser extranjera, no pareces conocerlo si tienes la audacia de preguntar por él vla turbó. La prohibición de hablar del rey de Astos era por lo tanto válido en todo el reino. Retrocedió un paso, asustada por un misterio que estaba aumentando.
—Es verdad, vengo de lejos. ¿Cómo es su rey? —se aventuró.
—¿Cómo crees que pueda ser un hombre que vive en un palacio negro? —él le respondió con una pregunta inquietante, ya que ella era una invitada en ese palacio negro. Zaira comenzó a retroceder, pero alguien se lo impidió.
—Rico —se entrometió una voz profunda que la hizo girar, encontrándose frente a un hombre que no dejaba ver su rostro, oculto por una capucha que yacía sobre su cabeza. El orfebre levantó la vista sin responder, simplemente sonriendo y luego continuando su trabajo.
—¿Usted lo conoce? —preguntó entonces Zaira al hombre sin identidad que se alejó de ella, molesto por una repentina cercanía.
—Conozco su fama —dijo distraídamente, tratando de alejarse. Inconscientemente, Zaira lo siguió tocándole un hombro para detenerlo y él lo hizo, pero sin mirarla, limitándose a esperar que hablara.
—Dígame algo de él es el único que ha tenido el valor de hacerlo —casi le imploró, inconsciente de correr peligro en un lugar que no conocí ay que, especialmente, no la conocía a ella.
—Realmente debes venir de una tierra distante, si no conoces la gloria del rey de Astos —se burló el desconocido, y esta vez se fue realmente, ignorando la débil llamada de una joven que buscaba en todas partes una señal inalcanzable del rey que la estaba hospedando.
Zaira permaneció en medio de la multitud y observó la desaparición casi progresiva de lo que, solo ahora, le había parecido una sombra misteriosa. Pero algo había entendido: el gobernante del reino era un hombre temido, pero también respetado. Esperaba que también fuera magnánimo.
Comenzó su recorrido nuevamente, hasta que llegó a la ruidosa fragua, donde los herreros estaban forjando grandes y pesadas espadas de hierro. El hierro era muy buscado, porque era raro y más resistente que el bronce. Sostener una espada de hierro en la batalla significaba vencer a tus oponentes. Observó las chispas de la fragua por unos momentos, luego continuó. Caminó en silencio hacia las puertas principales y observó la estricta vigilancia a la que estaba sujeta. Su idea de escapar se desvaneció y sintió una especie de resignación decepcionada. No solo podía esperar la benevolencia del rey, tenía que irse, las palabras del orfebre la habían golpeado y la sensación de estar en peligro era desarmante. ¿Cómo pudo haber dejado la fortaleza de Astos? Pensó en volver a la tranquila luz del atardecer. ¡La puesta de sol! Recordó la advertencia de Atir. Si no regresaba a tiempo, la vida de Eucide corría peligro. Corrió para llegar a la puerta de bronce. Cuando ella llegó, el viejo la estaba esperando con el corazón en la garganta. Al verla, su rostro se iluminó y, en un impulso de felicidad, incluso la abrazó.
—También me hubiera matado, si no regresabas —le susurró al oído. La extranjera lo miró: ¿y si la mataba a ella? ¿Si, en realidad, estaba esperando solo el momento justo para hacerlo? Tembló fuertemente. Juntos se dirigieron al palacio, en donde antes de la cena, Eucide la ayudaría con las abluciones nocturnas.
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—¿Desde cuándo mi fiel consejero de toda una vida desobedece mis órdenes, Atir? —el soberano lo interrogó, después de haberlo convocado a la sala del trono, ahora hundido en un sombrío crepúsculo, creado por antorchas distantes en las paredes, frente al trono en el que se sentaba.
—Atir no está acostumbrado a ignorar la voluntad de su rey —se defendió el anciano, traicionándose sin darse cuenta. Cuando hablaba en tercera persona, siempre era por una especie de culpa que su señor ahora sabía reconocer.
—Sin embargo, hoy te atreviste a dejar a la extranjera libre de pisotear mi reino, sin control —lo contradijo firmemente, arrojando una capa oscura al suelo. Atir tembló.
—Lo busqué, mi rey. No lo encontré y la situación de la extranjera requería de una distracción —admitió entonces, curvando la espalda.
—Cuando no puedas encontrarme, simplemente tienes que esperarme —señaló el rey, mirándolo desde su sombra que amaba tanto y que ocultaba su rostro, pero no el brillo de los ojos llenos de ira. El consejero dudó y comenzó a apoyarse en una rodilla, pero la mano de su señor lo impidió con un gesto.
—¿Qué terrible situación pesa sobre quien alojo en el respeto de las leyes de Zeus poderoso? —quiso saber el soberano casi aburrido, como si la salud de la joven no le molestara.
—Pide regresar a su tierra, pero yo no conozco las tierras que nombra. Llora y se siente prisionera, mi rey —respondió Atir. Una mueca lo sacudió.
—La extranjera no conoce el verdadero significado de la prisión y está demostrando ingratitud —parecía quejarse el señor de Astos.
—Nada de eso, mi rey. La extranjera está perdiendo la razón —se apresuró a disolver tanta amargura. El rey no respondió, pareció reflexionar mucho, luego su mano volvió a salir de las sombras y lo invitó a irse, evitando así el castigo que el viejo temía. Retrocediendo, él lo dejó solo en la vacía habitación. Respiró cuando se encontró en el pasillo. Aún vivo.
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No le gustaba ser lavada por la fila de doncellas que al principio se habían ocupado de ella. En cambio, a ella le gustaba nadar en la gran bañera con fondo plateado y con el agua cayendo con agradables cascadas a su alrededor. Había logrado tener un poco de intimidad en ese sentido, a pesar de que la presencia de Eucide apenas la toleraba, aunque solo fuera para conversar.
—¡Hay mujeres que venderían un ojo por tener la asistencia que tu rechazas! —le dijo la criada, sentada sobre un banco al lado del espejo de agua.
—Yo lo vendo para estar en paz, sola y sin testigos, aparte de ti, ¡que eres una amiga! —le respondió rápidamente, lanzándose a nadar.
La visita de la ciudad le había hecho bien y Eucide estaba feliz por eso. Lograr hablar nuevamente con ella era una hermosa conquista, aunque sabía que su tranquilidad no duraría mucho tiempo, porque un peso interior ralentizaba sus gestos y por momentos oscurecía la expresión.
—Entonces, ¿Astos es tan terrible? —la interrogó. Zaira se detuvo bajo un chorro.
—No es mi tierra, no es mi gente —respondió con tristeza, parpadeando para liberarse del velo de agua que le caía sobre el cabello mojado. Vio algo en el piso superior, una sombra que llamó su atención y la hizo moverse unos centímetros para evitar salpicaduras. Entrecerró los ojos. Eucide se volvió en la misma dirección. La sombra oscura se desvaneció rápidamente, mientras que un silencio oscuro envolvió a las dos chicas. Zaira salió de la bañera y se envolvió en un paño de lino, sin dejar de mirar ese punto. No hizo preguntas, sabía que había vislumbrado al rey.
—No te evitará por siempre —le dijo la criada. La extranjera la miró dudosa. Le era difícil creer que las cosas cambiarían. La amiga lo había reconocido aunque distante. Sabía que las podía ver nítidamente, porque su vista de halcón formaba parte de la leyenda que lo rodeaba. Sabía también que en ese momento, escondido como un ladrón, la estaba todavía observando. Sonrió, imaginando su inquietud. Estaba espiando a la extranjera, lo hacía a menudo, incluso cuando dormía, de noche, seguro de que no lo veían. Esta ya era una victoria inconsciente de Zaira sobre él.
—Puede intentarlo, pero no lo logrará. No puede hacer nada contra el Destino —agregó, sin dejar de buscarlo, mientras que Zaira suspiró con cansancio.
—¿Qué pensarías si te dijera que vine de muy lejos? —comenzó un tema arriesgado, superado por la necesidad de desahogarse, de tocar un tema que siempre había eludido. Eucide la miró fijamente.
—Existen viajeros que llegan incluso de los confines del mundo —fingió no comprender.
—Parece que yo provengo de una línea que supera el mundo —espetó, sosteniendo la mirada de sus ojos oscuros y vívidos. Pasaron algunos minutos que parecieron eternos, luego la criada tuvo una expresión odiosamente más entusiasta.
—Tu vienes del confín del tiempo —soltó de golpe y Zaira sintió un escalofrío casi doloroso.
—¿Cómo? —murmuró incrédula.
—No es tu diversidad lo que me da esa certeza, quien está diferente es él desde que pusiste un pie en Astos —y su rostro fue inexplicablemente feroz.
—¿Quien? —tembló confundida la extranjera.
—Dunamis.
Fue la primera vez que oyó el nombre del soberano de la fortaleza y tuvo un injustificado salto en el corazón.
—¿Estas bromeando? —se esforzó por tener un comportamiento natural.
—Yo se mucho más de lo que él cree.
—¿De dónde crees que yo vengo exactamente? —indagó Zaira.
—Del futuro —reveló Eucide, desarmándola.
—¿Me estás tomando el pelo?
—Te estoy diciendo la verdad, eres tú quien se engaña a sí misma y rechazas aceptarlo —la aplacó, ayudándola a secarse y luego a ponerse el traje blanco para la cena.
—Hermes me dijo que...
—¿Un dios se te apareció? Entonces no me equivoqué —se dirigieron hacia la mesa puesta en una habitación contigua.
Eucide tenía una actitud satisfecha, casi pomposa y enigmática para Zaira, quien en cambio se sentía aún más perdida. Compartir ese secreto con alguien calmó el discernimiento, pero a su vez confirmó una condición paradójica. El hambre cesó antes de que tocara la comida y una tristeza conmovedora brilló en la cara demacrada. Atir llegó y fue una salvación.
—Será mañana por la noche —dijo con rigidez. La invitada inclinó la cabeza—. Mañana por la noche mi rey te recibirá en la sala del trono —especificó con la feliz expresión de un niño que había obtenido lo que deseaba. Zaira lo miró enigmáticamente, un poco molesta por la supremacía total de su vida de un hombre sin rostro. Se detuvo por unos segundos sobre esa sensación y no detuvo a Atir cuando se fue con una sonrisa en los labios convirtiéndolo en cómplice de quién sabe qué trama.
—Se ha decidido —susurró Eucide.
—¿Tal vez habrá algo que tenga que saber, antes de conocerlo? —preguntó la extranjera.
—Tenías que llegar y ahora estás aquí, Dunamis tiene los días contados —declaró la amiga.
—¡Maldita sea! —exclamó la otra exasperada.
—¿Quieres saber la verdad? —la sierva fue sutil. Ella no respondió, pero su mirada fue elocuente.
—Fue un oráculo en predecirle tu llegada —finalmente habló.