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Hace años, cuando el reino de Astos y el nombre de su joven gobernante comenzaron a adquirir cierto prestigio en toda Hlade, fue a Delfos a consultar el oráculo de Apolo. El choque con el valiente Ejército Blanco de las Amazonas era inminente y quería saber el resultado, así como la voluntad de los dioses. La Pitonisa, una sacerdotisa de aspecto terrible, invadida y psicológicamente inestable, había aceptado su pedido, garantizándole una conversación con el dios. Tuvo que esperar hasta el séptimo día de ese mes de verano y lo hizo hospedado por los gobernantes de la ciudad, los únicos que no le temían. Vio el humo anunciando la apertura del oráculo: un cabrito había sido sacrificado después de hacerlo temblar bajo el agua del manantial sagrado. Finalmente, tuvo que someterse a una purificación en la fuente de Castalia, y luego presentarse en el adyton del templo, oliendo a laurel que crecía bajo la gran abertura destinada a liberar el fuego de Hestia. El Pitonisa estaba mal sentaba en el incómodo trípode y él la miró ansioso e hizo una reverencia. Se predijo que el ejército de Astos ganaría la guerra con valor, tal como había esperado. Cuando comenzó a irse satisfecho, la mujer volvió a caer en trance y lo llamó con voz estridente, abriendo mucho los ojos enrojecidos, resbalando peligrosamente del banco; se colocó en la espantosa pose de un arácnido gigantesco y venenoso, resoplando y babeando. Se retorció y caminó en cuatro patas con la espalda arqueada, tanto que solo la intervención divina pudo evitar que se partiera. Luego se desplomó de espalda y jadeando. Nadie la ayudó, era como si solo él pudiera presenciar esa manifestación sobrehumana. Contra las reglas, se acercó y no fue detenido. Preocupado, la tomó en sus brazos, tratando de darle alivio. La Pitonisa lo miró asombrada y ausente, completamente perdida en otra dimensión.
—Vendrá de lejos la amazonas hija del futuro, el reino de quien es parecido a los lobos caerá y tú serás un solo rey. Perderás la batalla y será tu primera derrota. Ella no tendrá arma mortal en las manos y una herida desgarrará tu carne.
El dios que la poseía la dejó sin aliento. La sacerdotisa se desmayó con una sacudida que fue la agonía de la muerte. El rey no escondió la turbación por ese deceso aparentemente injustificado, pero en realidad causado por el abuso de las drogas. Se levantó suntuosamente y temblando: por primera vez, desde que se había convertido en hombre, sintió temblar sus miembros y no de placer, sino de discernimiento y temor. Retrocedió como un muchacho y miró alrededor: solo había indiferencia en las miradas de los presentes. Abandonó el templo, con su poderosa zancada, veloz, hasta detenerse con el aliento hecho girones. Se giró varias veces, como si alguien lo pudiera tomar de sorpresa, aprovechando esa debilidad para golpearlo, sin que pudiera defenderse. Llevó la mano a la espada y se apoyó a un tronco.
La muerte, el dolor y el sufrimiento nunca lo habían tocado; hijo de un lobo y sin corazón, como así circulaban los rumores, siempre había hecho derramar las lágrimas a sus enemigos. Su crueldad, su dureza y su sed insaciable de sangre eran leyenda. No conocía reglas más que las propias y nunca había salvado a los que mostraban ser frágiles; abusaba impunemente de su poder, seguro de ser aprobado por los dioses de los que era devoto. Desde ese día, la desconcertante predicción de la Pitonisa atormentó sus pensamientos, agitándolo en las noches y desencadenando en él un renovado furor. Y después de ese día, la traición del amor vino a rasguñar su ánimo gruñón, volviéndolo letal y sin alma.
Después del anuncio de Atir, Zaira no pudo dormir y pasó la noche girando en la cama, sin encontrar paz, aterrorizada ante la idea de encontrarse con el rey que todos temían y del cual incluso estaba prohibido hablar. Había tratado de imaginárselo y lo había mentalmente delineado terrible, monstruoso, probablemente viejo. Ese hombre tenía en sus manos su vida y podría hacer con ella lo que quisiera. Se imaginó lo peor: torturas, violación, desesperación, muerte. La esperanza que la había tocado durante la visita al reino había disminuido miserablemente: ninguna magnanimidad vendría de aquel que, durante semanas, parecía jugar con ella y sus miedos. El día fue agotador, un temblor continuo le impedía quedarse quieta, caminó ininterrumpidamente en el jardín, cansándose hasta que se sentó en el borde de la fuente para descansar sus adoloridas piernas. Nerviosamente se masajeaba los antebrazos y miraba al vacío aterrada, agregando a los funestos pensamientos, macabros detalles. Solo a mitad de la tarde, Eucide se reunió con ella para recordarle que tenía que empezar a prepararse. El banquete empezaría al inicio del ocaso.
—Quiero irme, Eucide. Ayúdame a hacerlo —le imploró de pronto, con la desesperación en los ojos.
—Quisiera hacerlo, pero él me mataría —le respondió benévola.
—Escapémonos juntas. Tú me ayudarás a encontrar un refugio, a moverme en este tiempo que no conozco, entre esta gente que no comprendo —insistió. La esclava se sentó a su lado y le rodeó con un brazo los hombros tensos.
—Yo soy tu amiga —empezó con un discurso.
—No bastará tu amistad. ¡El rey me quiere matar, lo siento, lo percibo en este aire sofocante! —gruñó como un animal atrapado.
—Si hubiese querido hacerlo, habría sucedido inmediatamente, créeme. Dunamis no es un hombre reflexivo, tú no tienes nada que temer de él —su voz era muy dulce, convincente. Zaira rompió a llorar, apretada a ella como a una madre, la que le faltaba en esos momentos y que posiblemente nunca más volvería a ver— No te dejes abrumar, no le hagas entender que le temes y Dunamis de Astos no tendrá armas contra ti —la aconsejó.
—Él ya sabe todo de mí, me está mirando incluso ahora, desde alguna grieta que no veo. Percibo su mirada encima, siempre, en donde sea —se quejó. Eucide no sabía que más decir y le acarició la cabeza, esperando que se calmara. Después de un tiempo la convenció de entrar en el palacio y que comiera algo para recuperar fuerzas, considerando que no había comido. Con dificultad la distrajo con infinitos temas y logró maquillarla, pero nada más: Zaira quiso peinarse con una cola de caballo alta, llevando sus propias prendas que sentía que eran parte de ella. Eran la única cosa que salvaba su identidad, que la unían a su tiempo, que la hacían diferente, porque ella estaba segura, y quería hacerlo como había llegado, ¡con ese estúpido uniforme de azafata! Al diablo los trajes preciosos de... ¿cómo diablos se llamaban? ¡Al diablo su invisibilidad! ¡Al diablo también él con su poder, con su misteriosa vida en un palacio negro! Sintió que lo detestaba y lo desafiaría en el momento que le hundiera la hoja de una de sus espadas de hierro. ¡Tenía miedo, por supuesto, pero moriría con la cabeza en alto, sin una lágrima y no pediría piedad! ¡Que llegara de una vez por todo ese maldito atardecer, que llegara pronto!
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Entró en la atmósfera oscura de la habitación. Todo el ruido cesó cuando apareció, congelando su sangre. La estaban esperando, Atir le había revelado que la llegada de la huésped del rey era conocida entre los invitados. Eso era interesante para los aristócratas del reino, porque el gobernante de Astos nunca hospedaba a nadie y nadie quería ser hospedado por él. Buscó al señor del reino e inmediatamente lo vio, confundido en la penumbra imperial del trono. Llevaba un corto chitón negro con solapas rojas y un gran clamidia oscura colgaba sobre sus hombros, sujeto por grandes hebillas. No podía ver su rostro, oculto por el juego de luces, pero no debía ser viejo. Permaneció inmóvil por momentos que parecieron siglos, cada mirada sobre ella, incluso el invisible de quien no conocía y que lograba ponerla muy incómoda. El miedo corrió por las venas, calentándola.
—Bienvenida a Astos, extranjera —la saludó con voz profunda, un golpe invisible que la penetró a la altura del estómago. ¡Esa voz! Ya la había escuchado, durante la visita a la ciudad. Tropezó. Se esforzó en sonreír, sujetándose a la chaqueta que empezó a hacerla sudar. Otro silencio eterno alimento su miedo.
—Dicen que tu nombre es Zaira —el rey rompió el hielo que ahora la envolvía, provocándole escalofríos y jadeos. Estaba entre gente salvaje y arcaica. ¿Cómo lograría mantener la calma? Podrían hacerla pedazos en cualquier momento.
—Es verdad —susurró, mientras seguía mirando a la penumbra, en busca de un detalle que le permitiera comprender con quien estaba tratando. Pasaron otros momentos sin fin, incluso cantos ruidosos, que ella percibía como el inexorable paso del fin. Estaba en peligro, lo sentía bajo la piel.
—De pronto, el soberano se levantó. Era muy alto como lo había imaginado. Instintivamente Zaira dio un paso atrás, luego se detuvo y esperó. Nuevamente. El hombre la observó, dándole la incómoda sensación de ser desvestida con los ojos. Después de arrancarle un temblor incontrolable, comenzó a acercarse. Tragó saliva, excitada por la curiosidad y la inminencia del momento en que, finalmente, vería al señor de la fortaleza amado por la divina Artemisa.
Dunamis de Astos era pálido, en marcado contraste con los invitados de su banquete, oscuros y quemados por el sol y las batallas, muy lejos en los rasgos afilados destacados por pronunciados pómulos. El pelo negro le caía sobre la frente, apenas sombreando el negro abismal de la delgada mirada, la nariz ligeramente puntiaguda y los labios inclinados en una expresión capciosa. Una luz nefasta brillaba en esos ojos fijos, como si esperara algo, un movimiento, un error, no había diferencia. Dunamis de Astos era regio, a pesar de la delgadez que lo caracterizaba, con hombros anchos y piernas largas con músculos tensos y entrenados. Zaira dejó de respirar, entrecerró la boca sin parar de mirarlo; levantó la cabeza ligeramente, cuando se lo encontró a pocos metros de distancia; se hundió en esa mirada que era un lago oscuro, el reflejo de un alma claramente siniestra. Tenía una expresión embobada que hizo que el soberano frunciera el ceño, despertándola de pronto. El hombre apenas sonrió en una manifestación cruel y dio otro paso hacia ella. Zaira no retrocedió, no dejó de observarlo, un terremoto la sacudió por dentro, secreto e inconfesable. Nunca en su vida había visto una armonía física tan perfecta incrustada en un temperamento oscuro y retorcido, como para crear un encanto deslumbrante. Eso la irritó, su corazón enloquecido nunca había sido parte de sus planes, no era una niña, tenía veinte años, no creía en el amor a primera vista. Ella apretó los dientes para encontrarse a sí misma o lo que quedaba en esos días.
Suavemente, el gobernante se volvió hacia el consejero, inclinándose sobre él como un pájaro amenazador. Atir asintió frenéticamente ante sus palabras. Ante un gesto con la cabeza, algunos esclavos colocaron un pergamino sobre una columna. El señor de la fortaleza instó a la mujer a seguirlo. Era un mapa, bastante aproximado pero comprensible para aquellos que habían estudiado el mundo en los libros escolares.
—¿Cuál es tu tierra? —le preguntó. Al lado de la Grecia sin forma había un garabato que debía ser Italia. Indicó ese punto. Él entrecerró los ojos y puso la imagen a contraluz.
—Enotria —afirmó.
—Italia —lo corrigió, ganándose una mirada furibunda.
—Nunca la había escuchado llamar así.
—Así se llama —se impuso, sabiendo que lo irritaba y sintiendo una insólita satisfacción al hacerlo.
—¿Cómo llegaste a tierra aquea? —siguió interrogándola áspero.
Zaira guardó silencio, se encogió de hombros y no le pareció apropiado decir cómo estaban las cosas. La boca del hombre tenía una ligera mueca de ira. Bueno, ahora él la mataría. ¡Bastardo! ¡Lo hubiera hecho de inmediato, en lugar de hacer toda esa farsa! Atir apoyó a su señor.
—¿Estás justificando que rechazas una explicación al señor de este reino? —lo reprendió el rey, pero el anciano no cedió, susurrándole algo al oído. Hosco, Dunamis apoyó la mirada férrea sobre la joven.
—¿Es posible que Mnemosine te haya abandonado? —dijo.
—¿Quién? —dijo ingenua.
—La diosa de la memoria —se apresuró a iluminarla Atir, envolviendo paternalmente un brazo, consciente de su ignorancia.
¿Una amnesia? Nunca lo había pensado. Demasiados recuerdos, llenaban su mente, nombres, eventos. Siguió el juego para sobrevivir, mirando todavía al soberano, íntimamente satisfecha de tanta belleza, estúpidamente encantada por tanto resplandor.
Dunamis, por lo tanto, dejó el tema y regresó al trono, mientras que Atir hizo que la extranjera se sentara entre los comensales que, codiciosos y sin restricciones, se arrojaron sobre los sabrosos platillos. Ocupó un lugar junto a un joven que ni siquiera notó su presencia, atiborrándose como un cerdo. Observó en silencio el ruido que la rodeaba: las criadas no dejaban de ir y venir con grandes platos y crateras llenos de vino y agua. Algunas de ellas estaban ocupadas mezclando los dos ingredientes, porque el vino de ese tiempo no era embotellado, sino un mosto fragante que debía ser diluido. Una bandeja que entusiasmo a los vecinos, la interesó. Un aroma de fritura le recordó a las patatas fritas del restaurante del aeropuerto, en donde trabajaba, y sonrió nostálgica. El joven que parecía un cerdo tomó un puñado de lo que no podían ser patatas, también porque en Europa no existían en esos siglos. Preguntó gentilmente de que se trataba y la respuesta le causó una especie de conato de vomito. ¡Cigarra! Los Aqueos comían cigarras fritas en aceite de oliva. Rechazó la oferta del comensal lleno de aceite hasta la nariz. A lo lejos, también Dunamis declinó la oferta de ese plato. Zaira lo miró seria, el estómago cerrado no le permitía comer, todo le era indiferente, menos él que de vez en cuando parecía echarle una mirada, para vigilarla, para tener sobre ella un odioso poder. Estaba rodeado de siervas, inclinadas y serviciales, asustadas por cada una de sus miradas que podía ser una condena. Se levantó sin que él se diera cuenta, distraído por el paso de una sirvienta particularmente bella. Zaira cruzó toda la sala, pasando al lado de varios huéspedes que ya estaban borrachos y echados sobre el piso de piedra. Sintió que alguien tiraba de ella sin siquiera verla y varias veces se apoyó al muro para no caer.
Antes que Atir pudiera detenerla, se detuvo delante del trono, llamando así nuevamente la atención del soberano que, tomado de sorpresa, entrecerró los ojos sobre ella. Se miraron, mudos y desafiantes, inexplicablemente rivales en una confrontación inesperada.
—¿Cuándo lo hará? —lo interrogó, los puños cerrados la volvían amenazadora. Dunamis sonrió con cansada ironía.
—Cuanta prisa, mi joven huésped —la provocó.
—¿Cuándo y cómo me matará? —avanzó audazmente, el silenció se extendió detrás de ella. Puso las manos sobre los brazos del trono de oro para mirarlo directamente a la cara, a pocos centímetros. Atir trató de intervenir.
—¡No te acerques a mí, Atir! Si tengo que morir, lo quiero hacer rápido. ¡Han terminado de divertirse con mi vida! —lo fulminó.
Aterrorizado, el consejero se detuvo. Zaira volvió a dirigirse a Dunamis y percibió su respiración sobre su boca, el calor sobre la cara. No dejó de enfrentarlo.
—Evidentemente, no tienes la más mínima idea de quien sea Dunamis de Astos. Esto da crédito a mis siervos que han sabido guardar silencio y será mi preocupación premiarlos. Ahora aléjate de mí y regresa al lugar que te he asignado. Recuerda que estas ante la presencia de un rey —dijo bruscamente.
Ella no se rindió y sonrió amargamente.
—¡No ha entendido, es duro de comprender! ¡Es un bárbaro ignorante! ¡Empuñe su estúpida espada y ponga fin a esta farsa! —lo desafió. Se había prometido de hacerlo. Dunamis fue rápido al sujetarle la muñeca para alejarla del trono.
—Habitualmente los insultos cuestan la vida, pero tienes suerte al ser una huésped y Zeus te protege —con un empujón la apartó de él— ¡Tú! —llamó después a Atir, poniéndose en pie. La orden fue de regresarla a su lugar. El consejero obedeció. Zaira comenzó a responder, pero el viejo la arrastró con él, impidiéndole ir más allá.
—No tienes motivo para provocarlo, no es la muerte lo que te tiene reservado —le hizo saber, esta vez bastante determinado.
—Quiero irme de esta sala —susurró exasperada.
—No lo puedes hacer, sería como rechazar la hospitalidad que se te ofrece, según las leyes de Zeus, y mi rey es muy devoto a los dioses —le explicó. Sus argumentos la convencieron, pero se quedó solo por él, un viejo que siempre se habia comportado bien.
El banquete continuó, a pesar de ella y del rey. Después de ese contratiempo, Dunamis asumió un aire belicoso y mantuvo un silencio sombrío. Ella no se quedó atrás: enfurruñada como una niña castigada, permaneció sentada junto a ese mentecato lleno de grasa que tenía como vecino.
—¡Homero, preferido de los dioses! ¡Déjanos escuchar tu canto! —exclamó el rey después de casi una hora de juerga de sus invitados, silenciándolos a todos. Zaira, que no había vuelto a hablar y había pensado solo en como eludir la sala, levantó los ojos de pronto. ¿Homero? Lo buscó rápidamente y lo vio, un poco lejos, con una citara en las manos, al lado de una columna. El suave sonido del instrumento acarició a los presentes, una melodía antigua para ella desconocida. Escuchó por algunos minutos, luego se puso de pie.
El soberano la observó con atención, mientras se acercaba al aedo, quedando a pocos pasos de él, la espalda apoyada a la pared. Parecía hipnotizada por ese anciano frágil y desaliñado.
—¿Realmente eres Homero? —preguntó con un susurro. Se quedó en silencio y volvió la cabeza oscura en su dirección. Dunamis se apoyó sobre sus codos.
—Cántame, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles...—recitó instintivamente Zaira. Homero se estremeció—... cólera funesta que causó infinitos... —prosiguió ella. Todavía silencio.
—...a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes... —él la animó, pero por más que se esforzara no era capaz de seguir adelante citando los versos de la Ilíada. El cantor silencioso escrutó el vacío, mientras la desconocida se retraía de esa situación que la había puesto como el centro de atención.
—¿Cómo sabes estos versos? —le preguntó. Los ojos de Dunamis se estrecharon, el corazón latió en el pecho, dudando en tomar las incomodas semblanzas de certeza.
—Los estudié —respondió Zaira, pero sabía que no la comprendería. Un anciano aqueo ciego, del estudio y de la misma escritura, que en ese entonces era usada solo para la compilación de registros comerciales, no conocía ni siquiera la existencia. Dunamis se puso nervioso y ella se dio cuenta. ¡Estaba hablando con Homero, al diablo con él y su amenazadora autoridad!
—¿Por qué te has detenido? —tronó a pesar de todo, levantándose majestuoso. La extranjera no se movió.
—Tu huésped es joven, Dunamis de Astos —dijo Homero. —él resopló molesto.
—Continua tu canto —le ordenó, volviéndose a sentar, ansioso de escucharlo como nunca había sucedido. Durante los cantos que embotaban los banquetes, él usualmente hacia otras cosas. Esa noche todavía estaba en la sala, en su trono, serio y decidido, indiferente al bestiario femenino que se balanceaba en cada esquina para él, esperando un gesto suyo.
La plumilla de diamante rozó las cuerdas tensas, nuevamente las notas más hermosas subieron hasta el techo, animando a los nobles invitados.
—Un dios me hizo favorito, para que pudiera conocer el error de Cronos, hijo de Urano, rompiendo las reglas divinas del Olimpo, gobernado por su hijo Zeus. Derrocado y exiliado, llegó a la lejana Enotria sin paz, solo con el deseo de venganza en el corazón. Solo vagaba en una tierra extraña, meditando fatalmente. Él era el señor del oro y del tiempo y los muros del tiempo eran dorados, situados más allá de la tierra y del cielo. Implacable, los derrotó fácilmente y recorrió los caminos prohibidos del pasado y del futuro. Pronto encontró a su víctima y, arrastrándola en donde los dioses, son amos, la abandonó para que el Destino funesto dispusiera. Abrumado por esta voluntad, Zeus atronador hizo que Hefestos el cojo forjara los nuevos muros, para que fueran de hierro raro, indestructibles para los mortales e inmortales. No se sabe nada de la víctima del error de Cronos, lo que es seguro es que es mortal y que no podrá superar los límites de tiempo, que todos debemos sufrir.
Todo estaba en silencio. Zaira estaba aturdida, la mente tenía una especie de bloqueo, el cuerpo quedó paralizado. Era una leyenda, quizás solo una historia, a pesar de que siempre había creído que las canciones de Homero decían la verdad. La sangre parecía subir por toda la cabeza, inflamándola, causando una punzante migraña en poco tiempo. No pudo contener las lágrimas que empañaron su mirada fija en el vacío. Con dificultad movió sus ojos y buscó al rey.
—Era lo que quería oír —dijo satisfecho. El tono fue odioso. La sala comenzó a cobrar vida y, con la llegada de algunos acróbatas, fue olvidado ese canto. En el caos que surgió, Dunamis dejó el trono para unirse al Aedo y a su invitada. Zaira salió de ese sopor y confundida se alejó, para salir de la habitación que la asfixiaba con sus aromas y su ruido ensordecedor. No le importaban las reglas de Zeus, no le importaba la ira de Dunamis. ¡Que todo se fuera al infierno! Corrió por los pasillos con la angustia guiándola y la racionalidad tratando de calmar un dolor sin sentido.
—Déjala ir, poderoso rey —aconsejó Homero, percibiendo la intención del soberano de seguirla.
—¿Es ella? —fue cauto el otro.
—Tú, como yo, has visto una profunda diferencia en ella desde el primer momento en que la viste. Yo, que soy ciego por voluntad de los dioses, no puedo saber cómo son sus ojos, pero en su voz he percibido un tono que en mi larga vida nunca recuerdo haber encontrado en jovencitas, ya fueran aqueas, egipcias o venidas desde el extremo norte.
—¿Qué será de ella? —preguntó fríamente Dunamis. Se estaba esforzando por ser distante y Homero lo comprendió. El hecho de que el mismo Dunamis se hiciera tales preguntas, era algo excepcional: su legendaria indiferencia nunca había dado espacio a la piedad o a un mínimo interés por el sufrimientos de otros.
—Su destino es menos desafortunado de lo que ambos piensan —declaró. El rey posó la mirada sobre él.
—¿Ambos? —repitió. Algo lo distrajo, salvando a Homero de tener que explicarse mejor.
—Es el deseo de mi rey cenar contigo —dijo Atir, mientras Eucide la ayudaba a ponerse un vestido que el mismo Dunamis había querido para ella. La moral de Zaira estaba por el suelo, las palabras de Homero la habían preocupado, sus pensamientos ya no tenían un principio o un final, estaban suspendidos entre el decir y el hacer, entre la evidencia de los hechos y el terco razonamiento.
—Lástima que yo no tenga su mismo deseo —espetó en un destello de vitalidad.
—No puedes rechazar su invitación —dijo Eucide suavemente, peinándola.
—Podrá justificarme con su dios de la hospitalidad.
—No funciona de esa manera —dijo Atir.
—¡No nos hemos entendido! No me importa cómo funcionan las cosas aquí. ¡No soy una sirvienta suya, no soy de su propiedad, y tengo otras cosas en que pensar en vez de festejar con un hombre cuyo nombre apenas recuerdo! —se rebeló con decisión. Estaba cansada de todo esto para complacerlo, bajo la sutil amenaza de muerte para ella o para los demás. Que murieran todos, ¿en el fondo quien los conocía? De repente, los dos se fueron, dejándola sola, sin poder entender por qué. Ella resopló molesta, prefería la soledad en lugar de su constante respeto por el rey.
—Dunamis. Ese es mi nombre —la sorprendió una voz. Zaira se giró hacia la puerta. Había bastado una mirada del hombre, para que los dos siervos se quitaran del medio.
—¿Qué quiere? —siseó bruscamente, ni siquiera la emocionaba su presencia, luchando aún una guerra interior entre la verdad y la ilusión.
—No lo que piensas, Zaira de Enotria —sonrió maléficamente, cerrando la puerta sin cerradura. La extranjera tuvo miedo, finalmente, dándose cuenta de no tener escapatoria. Retrocedió hasta la pared.
—Ahora yo te explicaré cómo están las cosas —empezó el discurso que lo había llevado hasta ella.
—No quiero escucharlo, no lo conozco, no sé quién es, no me fio de usted —lo agredió. Miró un largo broche un poco distante, una excelente arma para defenderse en caso de necesidad.
—Imagínate si, quien te recibe en esta tierra desconocida, fuera un comerciante de esclavos que, después de divertirse contigo, te habría vendido a algún viejo noble de la zona o te hubiera transportado por mar, entre la gente del desierto. Tal vez a esta hora ya estarías muerta o pasarías días deseándolo. En cambio, el rey de Astos no te ha tocado y te ha permitido vivir cómodamente, te has beneficiado de sus siervos y de su comida. Y estás viva —mientras hablaba, la miraba, se hundía en ella, le tocaba el corazón. Tal vez era por su increíble belleza que, a la luz del día, era extraordinaria. Sin embargo, tenía razón, Zaira era bastante inteligente para comprender que no estaba hablando en vano.
»Como ves, respetar las leyes de Zeus es lo mínimo que tú puedes hacer para agradecer al Destino por haberte salvado la vida. Porque es de esto que se trata —concluyó con calma, nada parecía alterarlo.
—No, tengo que agradecerle a usted —admitió aparentemente convencida. Dunamis cayó en la trampa sin mostrarlo. Comenzó a ordenar que se abriera la puerta, pero otras palabras de la extranjera lo detuvieron— ¿Qué quiere a cambio? —fue cínica. Dunamis la estudió.
—No te he pedido nada —le hizo notar.
—Hace mal, es el rey. Puede tener lo que desee. ¿Qué quiere de mí?
El hombre tuvo un sobresalto divertido y la miró lentamente, haciéndola enrojecer, avergonzándola solo con la fuerza de sus ojos.
—Limítate a cenar conmigo. Nada más quiero y nada tienes que ofrecerme —la derribó sin esfuerzo. Con habilidad madura la hizo sentir estúpida, inadecuada, infantil; la humilló hasta el punto de hacerla olvidar su angustia. El orgullo herido era un excelente antídoto contra la desesperación.
El hombre golpeó la puerta y un guardia la abrió rápidamente.
—Te espero, no tardes —la saludó. Ella se quedó allí, aturdida.
Cuando entró en la sala, Dunamis no se giró. Ella no tuvo el valor de levantar la mirada, había tenido que aceptar una imposición y eso la irritaba. Se sentía frágil, desalentada de la convicción que había tenido, hasta pocos momentos antes, de estar en peligro como mujer. No obstante, ¿qué le importaba de la opinión de un desconocido? No encontraba respuestas. ¡Debía verse ridícula con esa diadema entre los cabellos arreglados por Eucide! Trató de ignorarse a sí misma, ayudada por la ausencia de espejos. Miró la mesa preparada. El soberano se sentó, instándola, con un gesto, a hacer lo mismo. Siempre silenciosamente le indicó los platillos, para que se sirviera.
—No tengo hambre —susurró con la cabeza inclinada, los hombros caídos y las manos unidas entre las rodillas.
—¿Rechazas mi oferta? —la interrogó fríamente.
—¡Tengo el estómago cerrado, tengo nauseas! ¿Quiere que vomite sobre su mesa? —perdió la paciencia, sin haberla tenido en su presencia. Aunque ella le temía, parecía más fuerte que ella faltarle el respeto, provocarlo, demostrar que no aceptaba su autoridad. No contenta, lo miró a los ojos con expresión enojada. Dunamis no pestañeó y comenzó a comer solo.
—¿Por qué quiso que escuchara la fábula de Homero? —le preguntó inmediatamente.
—No es una fábula —la corrigió, sin dejar de comer. Se detuvo sobre uno de los platos de plata y lo tomó con una mano, ofreciéndolo al huésped, para luego mirarla de reojo con ironía.
—¿Cigarra? —sonrió apenas, desencadenando en ella una sacudida de asco— Son buenas —insistió, llevándoselas bajo la nariz y volviendo a poner el plato en su sitio, después de un conato de vomito que lo divirtió.
—Cómaselas todas, si quiere —se rebeló, respirando varias veces para calmar el estómago.
—No soportas las cigarras fritas —comenzó a deshuesar una pierna humeante. Zaira resopló molesta. ¿Se estaba burlando de ella? Estaba a punto de decirle algo.
—Sé quién eres, no necesito que me lo digas. Lo sé desde que cruzaste el umbral de mi palacio, envuelta en la capa de Atir. Eres una elegida de los dioses, por eso no te maté y no lo haré. También sé lo que viniste a hacer en Astos y no te permitiré llevar a cabo tu misión con éxito. Solo tenía una duda, tu reacción a la canción de Homero simplemente la disipó —la precedió con firmeza, limpiándose la boca después de terminar de masticar la carne y verter un poco de vino en su rithon con cabeza de ciervo. Zaira tembló. Sostuvo los ojos con valor, luego bajó los hombros en señal de rendición momentánea.
—Me cree una enemiga —concluyó. Dunamis no la contradijo— Bien, ¿cuál sería mi terrible misión?
—No me harás un perdedor y mi reino no terminará. Pero no quiero la ira de los dioses sobre mí — dijo. La extranjera tuvo una idea.
—Déjeme ir, permítame dejar Astos y libérese de mí y de todo el mal que pueda hacerle —propuso diplomáticamente, hábil al volverse amable.
—¿Y a dónde irías?
—¿Qué puede importarle de mi destino? Soy un peligro, deme un medio, partiré incluso ahora mismo. En el fondo no pido mucho a un hombre rico y poderoso como usted —prosiguió en su intento, tratando de alabarlo. El rey pareció reflexionar.
—No sobrevivirías un día y los dioses me considerarían responsable de tu muerte —la desilusionó. Le pareció un pretexto. No fue más allá, ese hombre no parecía ser un tonto y el hecho de que fuera un bárbaro no disminuía su astucia. Las cosas estaban empeorando, Zaira se preguntó cómo saldría con esas suposiciones. No entendía al rey, esa gente, porque estaba allí. No había nada que pudiera entender en ese estruendo de realidad distorsionada. Pensar en eso la cansaba y ella comenzó a salir de la habitación, olvidándose de él.
—Me parece que no te he dado permiso de retirarte —la detuvo rápidamente. El impulso de la muchacha fue contradecirlo, pero no lo hizo. Se volvió a sentar a la mesa.
—No le creo —lo sorprendió después de un rato—. No creo que me obligue a quedarme solo por miedo a los dioses.
—¿Pones en dudas mis palabras? —se puso a la defensiva el soberano.
—Sí —no le dio muchas vueltas. Dunamis se levantó y se dirigió hacia la salida de la sala con paso largo, luego se detuvo antes de salir.
—Tu mundo debe ser realmente extraño, si no conoces el respeto que se debe tener hacia un rey. Con el tiempo comprenderás y aprenderás a comportarte de la manera más adecuada, a no discutir mis palabras y a inclinarte ante mi presencia. Por ahora dejo pasar tu impertinencia, porque fueron los dioses quienes te quisieron entre nosotros —le dijo, dejándola sola, después de haberle impuesto quedarse. Ella estaba aturdida. ¿Estaba loco o qué? ¿Inclinarse ante él? ¿Nunca discutir sus palabras?
—El día que me incline ante ti, será el día de mi muerte y no será una inclinación —susurrando, dándose cuenta de hablar como él, al sonido de sentencias. Había sido odioso y antipático, pomposo y ridículo, arrogante y soberbio. Por un momento, su comportamiento había borrado la belleza innegable que lo caracterizaba.
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Al final de la tarde, Eucide le dijo que fuera al jardín, sin ninguna explicación. Pronto descubrió que Dunamis la estaba esperando. Ni siquiera la saludó al llegar, montado en un semental negro. Luego la invitó a subirse a una plácida yegua. La extranjera no trató de contradecirlo, esta vez el instinto le aconsejó que evitara cualquier conflicto: toda paciencia tenía un límite y la del rey no parecía ser mucha. Salieron de la fortaleza, a través de una salida secundaria, probablemente secreta, escondida por algunos pinos enanos. Entraron en un oscuro camino de mulas, dominado por ramas retorcidas de árboles centenarios. Llegaron al mar. La playa era árida y pedregosa. A lo lejos, un alto acantilado se cernía sobre el agua que, debajo de él, creaba un gran espacio de sombra.
Soplaba un viento ligero y Zaira observó al hombre a su lado, sin que él se diera cuenta. El cabello a la luz del sol eran aún más negros, como la mirada cortante. Se quedó mirándolo, hasta que él intercambió su atención.
—Es una animal maravilloso —encontró rápidamente una excusa, tratando de acariciar a su caballo, pero él lo apartó.
—Puede morder —la advirtió.
—¿Cómo? —rió divertida. Esta vez fue Dunamis quien la observó silencioso: era la primera vez que reía en su presencia. La sombra de su mirada gris por un momento, uno solo, desapareció— ¿Cómo se llama? —lo interrogó, tratando de ganar tiempo, nuevamente agitada por haber sido atrapada mirándolo.
—¿Desde cuándo un animal tiene nombre? —contradijo. No le había parecido una pregunta tan estúpida.
—¿Qué me dices de Pegaso? —se defendió.
—Pegaso es inmortal —le hizo notar.
—¿Qué me dices entonces del perro de Ulises? —insistió.
—¿Quién es Ulises? —arrugó las cejas oscuras.
—El rey de Ítaca —respondió. Él estuvo a punto de corregir— ¡Lo sé! Se llama Odiseo, pero mi gente lo llama también Ulises —rectificó.
—¿Cómo sabes que Odiseo tiene un perro? —indagó.
—Dijo que sabía quién soy, debería saber que vengo del futuro y por lo tanto, se cosas que usted ignora —explicó altiva, casi desafiante y por eso preocupante.
—¿Qué más sabe de él?
Zaira sonrió y sacudió la cabeza.
—Nada que pueda decirle, la magnanimidad de sus dioses ciertamente no me permitiría revelar lo que aún está por suceder —pasó una prueba, sin darse cuenta. Dunamis lo aprobó, quizás de mala gana, pero aceptó el silencio al que se vio obligada la extranjera.
—¿Por qué estamos aquí? —lo interrogó de pronto con aire seguro. El soberano no respondió, movió el caballo y dirigió la mirada al bosque que se erguía en el acantilado que dominaba el mar. Era el Bosque de Artemisa, la arboleda sagrada en donde ella había caminado sin incurrir con algún castigo divino.
—¿Acepta un reto? —lo despertó la mujer, avergonzada por su silencio y confundida por un encuentro aparentemente sin un objetivo. Él la compadeció. —Si gano, me dejará montar su caballo —dictó un acuerdo infantil.
—Únicamente yo puedo hacerlo —le hizo saber— Ni siquiera podrá acercarse.
Zaira tiró de las riendas para ponerse a su lado.
—¿Y si gano yo? —le preguntó, vagamente irónico.
—Montará esta yegua —respondió, deseosa de romper la incomodidad que la envolvía estando con él en una playa poco acogedora. Espoleó al animal, dando inicio a la carrera. Se empeñó, pero su corcel no tenía paragón con el del señor de Astos. En el movimiento salvaje, el cabello se liberó del lazo de cuero, cayendo en una cascada que reflejaban los rayos del sol. Las piernas pálidas torneadas se descubrieron y Dunamis, a su lado, pudo observar el trabajo de los músculos: Zaira seguía el balanceo del caballo y sin equivocarse, a pesar de la ausencia de una silla de montar, rítmicamente parecía una hábil guerrera, una Amazona. Una Amazona. Una Amazona.
Se sentía estúpida, había inventado esa carrera para evitar hablar con él, de mirarlo a los ojos, de empezar una relación demasiado amigable.
El rey venció con notable ventaja, esperándola bajo el precipicio. Llegó despeinada y sudada, el dolor del tórax volvió a invadirla y lo sintió insoportable, el aliento le faltaba y, una vez que bajó, se acurrucó para vencer el malestar.
—Yo me lo busqué —jadeó, poniéndose de rodillas con las manos en el pecho. Después de haberla simplemente observado, Dunamis se dio cuenta de que esa respiración era inusual y la alcanzó rápidamente, después de saltar del caballo. Estuvo a punto de tocarla, pero una mano extendida de la joven lo detuvo, como si temiera su toque. Ella lo miró y sonrió tranquilizadoramente, mientras su respiración volvía a ser regular.
»No es nada serio, majestad. Es su aire que me crea problemas, pasará pronto —dijo, eclipsándolo. ¿Qué estaba mal con el aire aqueo? Zaira captó su disgusto—. Demasiado puro, estoy acostumbrada a lo que no conoce —lo tranquilizó, sin que pudiera comprender que era la contaminación. El hombre la ayudó a volver a ponerse de pie y verificó a distancia que estaba realmente mejor. Con un gesto de la cabeza, la invitó a llegar a su caballo.
»Yo perdí —le recordó Zaira con un último suspiro para estabilizar la respiración.
—Nunca dije que había aceptado tu absurda apuesta.
No lo contradijo, se sentía cansada y quería descansar después de una carrera que, en condiciones normales, no le habría causado muchos problemas. Se quedó unos momentos mirando a la maravillosa bestia, mucho más alta que su modesta yegua y, cuando estaban a punto de subir, rozó el pelaje brillante.
—Realmente es muy rápido —comentó, mientras el soberano se subía a la grupa. El animal se agitó, resopló ruidosamente y se encabritó, haciéndola retroceder unos pasos. Sin embargo, ella sonrió fascinada por tal temperamento.
»Llámelo Zingaro —dijo tímidamente. El soberano aplacó a la bestia con un golpe de tacones y le tendió la mano.
—¿Todavía con esta manía de ponerle nombres a los animales? —él la tomó serio otra vez y ella se encogió de hombros, aceptando subir, le dolían las piernas, un ligero mareo la ponía inestable. Estaba más exhausta que antes. El crepúsculo parecía haber llegado más rápido de lo habitual, ni siquiera se había detenido a contemplar la puesta de sol debido al malestar. Lo lamentó y volvió su mirada hacia el mar que se estaba oscureciendo con el cielo, estrellas dispersas ya lo salpicaban.
Regresaron al camino de mulas y bajo el follaje, Zaira se sintió de pronto que estaba en peligro, vulnerable e imposibilitada para defenderse. El silencio del rey la despertó, el malestar pasó a segundo plano, el saber que había aceptado subir a un caballo con él, la asustó. ¿En que estaba pensando? Todo había sido extraño, como si algo la hubiese movido para que se olvidara de la prudencia. No conocía a ese hombre, su fama no parecía ser una de las mejores. El corazón saltó en el pecho hasta que empezó a dolerle la cabeza. Se consoló, diciéndose que en el fondo no tenía elección, que si no hubiera aceptado esa invitación, el rey habría perdido la paciencia y habría podido asesinarla. El caballo se detuvo y con él, la sangre de Zaira.
—¿Por qué se detiene? —preguntó en voz baja. Rezó sinceramente a Dios.
—No hay prisa —respondió con voz hueca. Sentía su aliento en el cuello, Zingaro se agitó, pero un poderoso golpe de talón lo petrificó. En un instante se vio en la peor de las situaciones para una mujer. No dijo nada. Protegida por la misma oscuridad que la había hecho sentir presa, intentó bajarse, pero las manos de Dunamis se cerraron sobre su vientre.
—Tienes el perfume del miedo —le susurró al oído y Zaira dio una sacudida que no la liberó. La respiración volvió a ser difícil— Yo amo el miedo, ¿no te lo dijo tu mejor amiga Eucide? —insistió, lento como una condena a muerte. Ella sacudió la cabeza, negando cualquier confesión por parte de la esclava. Dunamis no pudo contener una especie de risa suave y sádica—fiel cuan pronta al deber, tu esclava personal —comentó, bloqueando los intentos de escapar de la extranjera sujetándola fuertemente.
—Perdóneme —se las arregló para decir agotada por el dolor en el pecho y el miedo que la asfixiaba.
—¿Cuál es tu culpa? —preguntó, siempre manteniendo en el aire la amenaza y la persuasión, imposible de entender completamente sus intenciones, parecía jugar a doblegarla, a salvo en su oscuridad que evitaba enfrentarla. ——
—Lo ofendí —admitió, las manos sujetando con fuerza las crines del caballo que se quejó, a pesar de estar bajo el control del amo.
—Lo has hecho —le dio la razón, pocas palabras eran suficiente para volverlo inofensivo.
—No volverá a pasar. Haga de mí una sierva, pero no me haga daño —le imploró al final, las extremidades ahora suaves, debilitadas por la tensión.
—No hagas promesas que no puedes mantener, extranjera poco confiable que cambia de dirección como cambia el viento —él se burló de ella respirando en su cuello. Zaira pensó que estaba a punto de desmayarse. Le tocó la nuca con los labios fríos, le acarició el vientre con la mano grande, acarició su costado con inesperada delicadeza por parte de un hombre de maneras rudas. Zaira apretó los dientes y cerró los ojos inundados de lágrimas. Estaba perdida: los movimientos de Dunamis eran inequívocos y no tenía escapatoria.
—Mi esclava... —la despertó nuevamente— Solo un loco haría de ti una sierva y yo, contrariamente a cuanto puedas pensar, no estoy loco.
Zaira perdió los estribos, intentó todo por todo y giró a la derecha, en anticipación de un salto que la liberaría. Chocó con la boca del soberano que, aprovechando la oportunidad, la tomó, evitando que ella se retirara con la otra mano apretada detrás de su cabeza. Él la hizo murmurar, le negó el poco aliento que le quedaba, le quemó el alma, porque él sabía qué fuego encender para apaciguar cualquier rebelión en una mujer. Zaira se sintió desfallecer, pero trató igualmente liberarse de él, mientras una languidez inesperada la colmó de una alegría absurda que tenía el sabor de ilusión. Yo amo el miedo. Las palabras del rey resonaron en ella, contrastando con la prudencia que la estaba reservando. La agitación se apagó en ella y en un imprevisto baile del corazón la calmó en un beso que se volvió intenso, sensual, profundo, lento como las olas que mueren contras las rocas. Luego se separaron. Como un desgarro. En el silencio ensordecedor por la extranjera que detestaba el silencio. Se quedó inmóvil, delante de él, la cabeza inclinada y las manos que seguían sujetando las crines del pobre Zingaro. Tragó desconsolada. Recordó el rostro del soberano, la brillante belleza, posiblemente un regalo de los dioses.
—Ha ganado —afirmó ronca. Estaba cada vez más exhausta.
—Son otras victorias a las que estoy acostumbrado —respondió secamente. Dio un golpe con el talón al caballo, quien empezó a caminar en dirección al reino.
—Está mintiendo —lo contradijo, sabiendo que le estaba faltando nuevamente el respeto, incapaz de mantener una promesa que había apenas hecho presa del miedo. Dunamis no respondió, mientras entraban en el jardín de sauces a través de la brecha secreta. Llegaron a los pies de la escalinata secundaria y el soberano bajó de un salto, ayudándola para que hiciera lo mismo pero Zaira estaba débil, las piernas no podían sostenerla y casi cayó al suelo. La sostuvo mirándola, ahora iluminado por las luces distantes de las antorchas puestas en los muros externos del palacio. Las lágrimas mojaban las mejillas sonrojadas de la invitada, el cabello revuelto, el aliento sacudiendo su pecho. Él la tomó en sus brazos, volviéndola a asustar, encontrando sus ojos muy abiertos, la belleza innegable que había notado desde el primer momento secreto en el que la había visto. Le hubiera gustado decirle algo, pero guardó silencio, tal vez estaba enojado, tal vez confundido. Esa mujer del futuro era una enemiga, el oráculo había quedado claro años atrás, los dioses la habían hecho venir a destruir su reino y doblegar al hijo del lobo. Pensó en ello, subió las escaleras para llevarla de regreso a su habitación, para que pudiera descansar. Dejó que, ahora derrotada, apoyase la cabeza sobre su hombro y estaba seguro de que se iba a quedar dormida.