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Capítulo IV

LA REVUELTA

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Ella había tratado evitar de estar presente en los combates en la arena, pero la imposición del rey había sido perentoria.  Por medio de Atir le había hecho saber que no toleraría su ausencia, ya que eso significaría faltar el respeto a la virtuosa Artemisa, a quien estaban dedicados los juegos.  No es que a Zaira le importara la ira de la virtuosa Artemisa, pero solo podía complacer al hombre, vistiendo el magnífico vestido con solapas doradas que él mismo había enviado a tejer a los sirvientes en pocas noches.

Las gradas estaban llenas. Zaira se sentó al lado del soberano.

—No entiendo el entusiasmo de usted y la gente de Astos por esta barbarie —comentó después de un rato, llamando la atención del hijo del lobo que estaba esperando el momento en que el rebelde sería llevado ante él. La miró de reojo y escuchó el júbilo de los presentes. Zaira lo miró a los ojos y no sonrió, parecía sufrir rígidamente una imposición y así era.

—También mi gente se divertía así en un tiempo —quiso agregar con aires de superioridad, interesando al rey quien se acercó a ella para escucharla mejor— Cuando era salvaje y sin reglas humanas.  Como ustedes —fue provocadora.  Lo que obtuvo fue una risa inesperada del soberano que ni siquiera le respondió, para nada tocado por el sutil insulto que quiso reservarle. Dunamis estaba perfeccionando rápidamente sus instintos, estaba empezando a saber cómo tomarla y esto le provocó una molestia sin sentido. No le gustaba ser manipulada, mucho menos compadecida. Ella resopló exasperada y miró hacia otro lado.

La audiencia explotó cuando Aimatos fue arrastrado por la fuerza por tres soldados frente a Dunamis. Era un hombre exhausto, pero aún capaz de oponerse y defender su dignidad. Era la primera vez que la extranjera realmente veía a Aimatos. Se encontró con sus profundos ojos azules que la miraban con inesperada admiración. Su cabello rubio despeinado, la barba descuidada y la boca gruñona lo inquietaban.  Ella lo miró impresionada por los hombros heridos, todavía morados, como las piernas golpeadas. Era increíble que se mantuviera de pie: solo el leve golpe podría doblarlo. Después de negarse, como un animal encadenado, a arrodillarse ante el gobernante, Aimatos dio un paso atrás, con las lanzas de los guardias en su espalda, y se volvió hacia la extranjera. Desfigurado por el que había matado a su hermana, se apoyó en una rodilla e inclinó la cabeza en señal de respeto extremo. Dunamis se puso rígido, pero no se movió, y continuó observando la odiosa escena.

—Corre la voz, extranjera parecida a una diosa, que tú seas una mujer valiente.  Por lo tanto, cada uno de mis encuentros será dedicado a ti, también para que mi valor pueda un día ser digno, como tú lo eres, de ser rozado por el aliento benévolo de los dioses —sentenció con voz queda, decidida y orgullosa.  Era un guerrero y Zaira se preguntó que había hecho para merecer la furia del hombre a su lado. A pesar de todo, a ella no se le escapó de ser el pretexto de una guerra psicológica entre los dos. Asintió.

Dunamis no hizo ningún comentario, casi ignoró el golpe teatral que había convertido a la multitud en una admiración inadecuada. Levantó un brazo y comenzó la lucha. Aimatos se levantó y observó la arena vacía de guardias. Su compañero se quedó con él, también armado con una espada. Se examinaron mutuamente y fue el esclavo quien lanzó el primer ataque débil. El otro apenas se movió, sin reaccionar, mientras la multitud acalorada los instigaba e incitaba.

El corazón de Zaira comenzó a latir salvajemente. Movió los ojos de un lado a otro, intentando tontamente distraerse. Por casualidad vio a una mujer de aspecto sospechoso. La miró mejor: llevaba un peplo escarlata, su rostro oculto por un enorme casco con una cresta de plumas que se balanceaba con la brisa ligera de esa tarde.  Estaba inmóvil en la parte más alta de las tribunas y sujetaba una larga lanza, protegiéndose con un escudo brillante.  Un suspiro grupal hizo que Zaira regresara al claro por unos segundos, sin quitar la atención de esa extraña presencia.  La volvió a ver arriba de la salida de los prisioneros.  En un abrir y cerrar de ojos, no la vio más.

—Hay una mujer extraña —trató de decir al rey, demasiado ocupado con la lucha para escucharla. Recorrió con los ojos entre los espectadores que se pusieron de pie de repente. El silencio rodeó la derrota de Aimatos, en el suelo, con la espada del oponente en su garganta. Dunamis también se levantó, ignorando, sin darse cuenta, el mensaje divino que Zaira, inconsciente, le estaba enviando. La hora de su enemigo había llegado y él lo saboreaba.

—No —farfulló Zaira, acercándose al palco.  Sintió piedad por el rebelde.

—No dudes —dijo el rey, sin gritar en el inminente silencio, al luchador que tenía ventaja pero que dudaba— corta la vida de ese bastardo y tendrás la libertad —prometió con un ronco susurro y sus ojos en la hoja letal del vencedor.  Esa oferta era lo que cada esclavo deseaba, una meta para los que se consideraban bestias.  Zaira sacudió el brazo del soberano, en un vano intento de disuadirlo.  Eso no debía pasar, así no funcionaba las cosas, la vida tenía que tener un valor, siempre, sin embargo, nadie tenía el derecho de decidir la suerte.

Sucedió algo.  Aimatos como un rayo escapó del golpe mortal y, rodando en el polvo, recuperó la espada.  Luchó contra el oponente con renovado vigor, el choque de las espadas ensordecía al público que seguía cada movimiento con incredulidad y participación.  Se sabía, que se habían hecho apuestas, y la mayoría había apuntado al adversario del soldado destituido.  Aimatos lo puso contra la pared y, en la zona fija de una herida en el brazo, reaccionó y lo sorprendió con una patada en la cara.

—¡Lo prometiste, Dunamis de Astos querido por los dioses! ¡Su vida por mi libertad! —gritó, volviendo la mirada hacia el rey que irritado, apretaba la mandíbula. Se lo había prometido a su oponente, ciertamente no podía cambiar las reglas con él. No respondió y el brazo del soldado rebelde estuvo a punto de cortar esa vida, cuando un fragor inesperado lo detuvo.

Las puertas de la prisión se abrieron, dos soldados cayeron al suelo.  Aimatos no comprendió, Dunamis sí.

—Una revuelta —espetó, sujetando la muñeca de Zaira para arrastrarla al palacio.

—¿Qué quiere decir una revuelta? —ella preguntó confundida. ¿Qué podría significar? Una mirada del soberano la silenció. Su mano le apretó el brazo casi hasta que le dolió.

—Ve a tu habitación, no salgas por ningún motivo.  Dile a Eucide que cierre la puerta desde el interior —le ordenó.  Desenvainó la espada que llevaba a la manera aquea, en la espalda, y se giró para alcanzar el fragor que ya ensordecía la arena agitada.  Zaira trató de detenerlo, pero fue demasiado veloz para ella.  Obedeció sus órdenes, rápidamente recorrió los largos pasillos del palacio, preguntándose que podría sucederle con un motín en progreso y dándose cuenta, por primera vez, de que estaba en un mundo muy diferente de lo que el soberano le había dado a conocer.  Esa era una guerra, civil, interna, pero siempre una guerra y en esos tiempos las guerras no eran ni inteligentes ni reguladas por algunos códigos de honor.  En esos tiempos las guerras eran sanguinarias, feroces, truculentas y las mujeres... ¿las mujeres que fin tenían? Lo sabía, no era necesario estudiarlo para comprenderlo.  Dejó que las lágrimas del miedo bañaran su rostro. En la habitación encontró a Eucide que cerró la puerta con una tabla en horizontal.

—¿Quién estaba ganando? —le preguntó seriamente.

—Aimatos —respondió, sujetándose los brazos nerviosamente.  La criada calló pensativa.

»Vi a una extraña mujer en medio de la muchedumbre —reveló casualmente, vencida por el temor, ansiosa por la suerte del soberano.  Contó como una autómata, lo que había visto y sobre el intento de decírselo al rey.  La criada sonrió satisfecha.

—Atenas está entre nosotros, fue ella quien dispuso todo esto —susurró Eucide apoyándose a la pared.

Zaira la miró distraídamente, las presuntas imágenes de la batalla se superpusieron repentinamente al recordar el primer beso de Dunamis, al sentir desconcierto, por la pérdida de la razón que atribuyó a ese beso. Sonrió con ojos llorosos, realmente loca en esos momentos, sacudida por una tormenta que era la realidad más allá de la ventana.

—¿Realmente no logras comprender? Esa mujer era Atenas, la que protege a Aimatos, fue ella quien le devolvió el vigor para ganar la lucha.  Tu misma dijiste que no se mantenía en pie.  ¿Cómo piensas que encontró las fuerzas para actuar? —Eucide logró regresarla a la dimensión en donde se encontraban.  La extranjera la miró escéptica.

—Absurdo —resopló.  Se sentía cansada, las tensiones de los últimos días con el rey la habían alterado y ahora todo estaba cayendo sobre ella.

Eucide regresó al puesto que le daba la posibilidad de escuchar la revuelta. Se escuchaba el ruido de las espadas y los gritos provenientes de la arena. El corazón de Zaira siguió latiendo fuertemente, no sabía lo que sentiría si Dunamis muriera. Y qué sería de ella.

—Ese maldito no vivirá por mucho tiempo —soltó su amiga.

—¿De quién hablas? —le preguntó rígida.  Sentía frio.  La temperatura era alta, el verano aqueo no daba respiro, pero ella tenía frio.

—De ese perro que se jacta del título de soberano sin merecerlo —la criada no dudó la respuesta, reservándole una mirada complaciente. La extranjera no respondió y la miró recriminadamente—. Atenea es justa, no permitirá que sus abusos vayan más allá. Atenea ha venido a Astos para salvarnos de la bestia —agregó con la sonrisa triunfal en sus labios escarlatas. Sus ojos volvieron al vacío más allá de la terraza, escuchó nuevamente, los gritos de los hombres heridos en combate se escuchaban desgarradores.

—Artemisa protege a Dunamis —dijo Zaira, haciendo reír a Eucide.

—Atenas es la preferida de Zeus, su justicia es la que el padre aceptará —cortó cualquier esperanza en ella que se encogió de hombros y cerró los ojos, apoyándose a la pared, deslizándose hasta sentarse.  Atenas era la diosa de la justicia, nacida de la cabeza de Zeus, hija preferida con la lanza infalible.

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El silencio cayó sobre Astos. Una triste puesta de sol confundió la sangre del sol con la de las víctimas de la revuelta. Eucide siempre escuchando. Zaira, inmóvil en la esquina de la habitación, miró la puerta enrejada mientras por dentro un ardor le dolía. ¿Cuál fue el resultado? Su amiga se acercó a la terraza para ver los movimientos en el jardín de abajo. Tuvo un sobresalto y luego una expresión ceñuda que la hizo retroceder unos pasos.

—El perro está vivo —gruñó irritada. Zaira la miró sin mostrar ninguna emoción.

—No traicionaré tu resentimiento hacia él —quería hacerle saber, recordándole a Eucide la prohibición de hablar sobre él, especialmente en los términos expresados hasta ahora. La criada la miró con agradecimiento forzado.

Pasaron varios minutos antes que tocaran.  Zaira se sobresaltó, mientras Eucide quitó la traba.  La puerta se abrió violentamente.  La extranjera se levantó de golpe, pegada contra el muro que le daba un apoyo.  El rey, con la ropa oscura por el polvo y manchada, el manto rasgado, estaba herido en la pierna derecha.  Sus brazos estaban bañados de sangre.  Con una mirada cortante obligó a la criada a irse para proveer lo necesario para la cura de los soldados que quedaron vivos, como era obligación en esas ocasiones.

Se quedaron a solas.  Se miraron durante mucho tiempo.  Zaira no lograba moverse.

—Está vivo —murmuró.  Una extraña expresión, aun más rígida de la que siempre tenía, volvió al soberano fascinante.  Dio un paso hacia ella—.  Podrían haberlo matado —agregó la extranjera.

—Era una posibilidad —afirmó él.  La muchacha avanzó vacilante.

—Está vivo —ignoró tanta frialdad.

—¿Temías tal vez que mi hospitalidad fallara al igual que mi aliento? —la detuvo y ella se envolvió en el manto de fina lana que la envolvía.  Seguía teniendo frio.

—Temí por su vida —contradijo.

—Considerando los últimos enfrentamientos, diría que mi muerte te habría aportado notables ventajas, el primero de todos mi trono, debido a que no tengo herederos o comandantes que puedan sustituirme —respondió irritado por la posibilidad que ella lo alcanzara y crease un contacto.  Zaira se sobresaltó incrédula: todavía esa guerra entre ellos, ese continuo desafío; continuando con tiempo perdido con frases y sentencias.  Solo frases y solo sentencias.  Levantó una ceja.

—¿Y con cual autoridad yo habría tomado su trono? —quiso discutir, extinguida en la languidez que la había invadido por un momento.

—Habrías podido pasar por mi esposa secreta, ¿quién habría podido demostrar lo contrario? ¿Tus amigos?  ¿Atir que tiembla en mi ausencia o Eucide que desea mi muerte? —afirmó, revelando que conocía muy bien a la criada.

—También podría haber buscado mi camino —lo contradijo amargamente.

—Eres demasiado astuta para renunciar a un reino e ir al encuentro de lo desconocido.

Zaira resopló e intentó pasar a su lado.

—Estoy contenta que esté vivo —concluyó secamente, pero el brazo del rey la detuvo, y le arrancó un gruñido.

—Te habrías liberado de un hombre que trató de tomarte a la fuerza —tocó un argumento que había parecido incómodo hasta ese momento.

—Sin éxito —espetó, sus ojos grises se habían vuelto negros por la desilusión.

—Sin tener ninguna intención —rectificó con el tono de quien tenía una ciega necesidad de justificarse.  La hija del futuro no recogió ese intento para dialogar.

—Será mejor que se exprese de tal manera que pueda entenderlo entonces.

Quería alejarse de su difícil forma de ser. Solo el paso deliberadamente arrastrado del hombre le recordó la herida y lo miró mientras se sentaba en la cama para un descanso fugaz.

—Necesita que lo ayuden —lo asombró aunque rígidamente.  El rey expresó una vaga diversión, nada intimidado por la lesión que era bastante profunda.

—Entonces, ayúdame.

Zaira tropezó, impresionada por el charco color escarlata que se extendía en el piso.  Tragó grueso.  Buscó con la mirada el recipiente de plata que contenía el agua, al lado del cual habían algunos paños doblados.  Respiró hondo, con un paso molesto llegó hasta el mueble y, superando cada vacilación, se arrodilló ante él para limpiarlo y darle los primeros cuidados.  Observó la herida que partía desde la mitad del muslo hasta la rodilla.  Todavía seguía sangrando.  Dunamis se movió, atemorizándola.  También eso lo divirtió y se inclinó hacia ella lentamente.

—Cumple con tu heroísmo, extranjera, de lo contrario podría curarme antes que tu hayas tocado una gota del agua que trajiste contigo —se burló con un susurro inútilmente sensual.  Zaira enrojeció.  Se armó nuevamente de valor y, después de sumergir un paño en el agua, empezó a limpiar la lesión con calma, temiendo provocarle más dolor.

—¿La hoja de una espada? —preguntó, cuando la piel estuvo limpia.

—El corte de una espinillera —le respondió.  Ella asintió arrugando la nariz.  Aunque poco convencida, cubrió la herida envolviendo la pierna, rasgando al final dos bordes del paño con los dientes para poder atar el vendaje.

—¿Le duele? —concluyó, volviéndose a poner en pie y evitando su mirada.

—No tanto —respondió el soberano, levantándose también. Zaira asintió avergonzada y miró el agua enrojecida en el tazón.

—Enjuáguese, majestad —lo invitó, señalando los antebrazos pegajosos de sangre. El soberano obedeció. Evidentemente, la hija del futuro no estaba acostumbrada a la sangre y curar una herida había sido un gran esfuerzo. Sin embargo, su toque delicado había tenido la capacidad de apaciguar el alma agitada del hijo del lobo.

—Sabes ser amable —comentó, secándose con una solapa de su capa. Zaira sonrió vagamente y apartó la vista de él, sorprendida por una repentina llamarada de vergüenza debido a esa cercanía.

—Aunque nunca tuve dudas al respecto —agregó Dunamis, dirigiéndose hacia la puerta, hacia la arena donde obviamente se necesitaba su presencia.

—¿Quién dirigió esta locura? —Dunamis retumbó, mirando al grupo de rebeldes ya encadenados uno al otro. Se cernía sobre ellos como un buitre mortal, la mirada de sangre, los dientes apretados. En esos momentos, la fuerza física e interna estaba en los niveles más altos en él.

Un hombre dio un paso adelante arrastrando a los que estaban atados a él. Los soldados que escoltaban al soberano lo detuvieron con las puntas de las lanzas en el pecho. Un fulgor fulminante pasó por los ojos del señor de la fortaleza.

—¿Tu? —afirmó sin enfasi, una sutil desilución pintó su expresión.

—¡Aimatos no es el único capaz de ponerse en tu contra! —lo provocó el otro, mostrando un imprevisto despreció por el esclavo ídolo de los inferiores.  El hijo del lobo calló y recorrió con la mirada la chusma derrotada— ¡El cobarde no está entre nosotros! ¡Ese perro nos ha traicionado! —continuó hablando el prisionero, riendo en voz alta— Evidentemente, entre bastardos, no se muerden —aumentó la dosis.  Fue entonces que Dunamis se dignó en tomarlo en consideración.

—Eres valiente —notó.  El otro palideció—.  Serás el primero en morir.

El hombre retrocedió, no dijo nada, luego tuvo un nuevo impulso de rabia que una mirada del rey cortó.  No tenía el temperamento de Aimatos, no se le parecía.  Fastidiado, Dunamis lo evaluó.

—Pero será mañana. Sufrirás la espera, mientras el divino Agesilao se prepara para tu llegada —concluyó y se dirigió hacia las prisiones.

Zaira, no muy lejos, comenzó a seguirlo, pero el sonido de un arpa la detuvo. Homero estaba parado en un rincón polvoriento, sentado y envuelto en la capa gastada.

—¿Tu aquí? —preguntó sorprendida.

—Canto para estos desafortunados que no podrán contarle a sus hijos el coraje que los animó a luchar contra un rey malvado —respondió el cantor.

—¿Qué será de ellos? —indagó.

—Morirán —la iluminó. La joven se estremeció—.  Este es el reino de Dunamis —agregó.

—Parece que conoces bien al rey.

—De él conozco su obra y su alma seca, extranjera —le provocó un estremecimiento induciéndola a observar fugazmente a los prisioneros que estaban esperando su castigo.  Zaira tragó varias veces, una nueva sensación de peligro la invadió con un paso hacia atrás, como si deseara huir, mientras el corazón le decía que hiciera lo contrario.

—Como lo conoces tú, aunque te esfuerzas por ignorar la verdad, de no considerar el aire pesado que respiras.  No cometas el error de subestimarlo, Dunamis de Astos ha hecho cosas indescriptibles, es un rey temido y sanguinario.  El Destino ha dispuesto todo con tu llegada y no podrás someterte a esa voluntad —le explicó.  Zaira inclinó la cabeza—.  Un oráculo le predijo tu llegada.  Perderá su reino —y reinició a tocar el instrumento.

—Yo no quiero su reino —lo contradijo vacilante.

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El ruido fue sonoro, al punto de sobresaltar al triste Atir que, al lado de su señor, observó a Aimatos jadear por el cansancio y el dolor que la última herida le provocaba.  El rebelde permaneció en cuatro patas mirando el piso de piedra y respiró varias veces, buscando la firmeza necesaria para enfrentar a quien más odiaba.

—No lo puedo creer —afirmó Dunamis desde el trono—.  Todavía sigues con vida —concluyó en el tono odioso de los momentos en que su poder era absoluto.

Finalmente el hombre levantó la vista y lo miró con desprecio.

—Mi asombro es igual al tuyo —susurró apretando los dientes y aceptando en ponerse de pie para evitar más golpes por parte de los tres guardias que lo escoltaban.

—Mentira, Aimatos —el hijo del lobo se inclinó, dejando que una mirada salvaje atravesara sus ojos y golpeara al rebelde exhausto en el corazón—. Sabes que mi vida no vale una revuelta miserable donde ni siquiera eres el líder —le sonrió satisfecho y se echó hacia atrás, apoyándose contra el respaldo, fingiendo que reflexionaba— No me dices todo, hombrecito besado por Atenea la justa.

—No tengo nada que contarte, perro que despedaza —sopló el esclavo, buscando en vano acercarse a él.  Las manos férreas de los guardias lo detuvieron, causándole más dolor a los músculos adoloridos.

—Sé que eres leal, dentro de los límites de la lealtad distorsionada a la que estás acostumbrado, pero también sé que estás desesperado y una palabra podría hacerte libre. ¿Estás seguro de que no tienes nada que decirle al perro sentado en el trono de un dios? —lo cuestionó sin emoción. Lo miró fijamente, encontrando el temblor que rayaba el azul intenso de los ojos.

—No traicionaré a uno de esos hombres valientes que estás a punto de atar a los palos de la locura —espetó Aimatos prontamente, incapaz de concebir una traición hacia quien había creído poder derrotar a Dunamis.  El rey suspiró.

—Hace poco me dijeron que nos parecemos, que entre bastardos no nos mordemos.  Eres el único que es honesto en este reino que ha creído ver un declive —dijo. Se levantó y cuando lo hacía no era una buena señal. Atir puso una mano sobre el brazo rígido, recibiendo una sacudida de desaprobación. El soberano avanzó y cuando estuvo a pocos metros de Aimatos que estaba listo para enfrentar cualquier desgracia.

—La desesperación dicta palabras nefastas y el hombre adecuado debe saber entender y perdonar —respondió rotundamente. Dunamis continuó acercándose a él.

—Atenas te salvó en la arena, agradécele y continua viviendo informándome sobre los detalles de esta rebelión —lo invitó.  Inexorablemente el brazo del rey se levantó y su mano sujetó la empuñadura de la espada. Aimatos apretó la mandíbula, pero no habló.

—No juegues con tu vida después de tanto valor, Aimatos. No se la regales a nadie que, en tu lugar, te hubiera traicionado sin dudarlo —le aconsejó, el sonido siniestro de la hoja desenvainada vibró en el aire.

—No me doblegaré, Dunamis —dijo el esclavo con un orgullo inútil.

—Hazlo, si realmente quieres perseguir tu ciega venganza sobre mí, si en serio quieres vengar la inocencia de tu hermana —lo provocó, como si no quisiera juzgarlo, como si tuviera necesidad de su vida para seguir respirando, como si entre ellos existiese un hilo férreo que los unía en una división paradójica.  Aimatos cerró los puños en esa ocasión e, inesperadamente, por única vez en su vida, se apoyó sobre una rodilla y apoyó la mano en el terreno.

—Deja caer tu espada sobre mí, gobernante de un reino que no te pertenece. Corta mi vida porque no hablaré y me reuniré con la que me es querida en las tierras oscuras de Agesilao, el hospitalario —concluyó, aceptando una muerte que, por razones obvias, no podía evitar. Cualquier defensa hubiera sido inútil, el exsoldado lo sabía muy bien. Después de todo, el destino le había salvado la vida por algún tiempo, quizás había llegado el momento de su magnanimidad en otro lado. No temía a la muerte, no a la muerte física, porque su corazón se había extinguido desde el día en que la pequeña estrella de su vida había dejado de brillar.

Dunamis, por su parte, lo observó, con la espada en mano y la herida de la pierna vendada por la cuidadosa extranjera. Él sonrió complacido, con la emoción de la satisfacción de viajar invisible y gratificante. Sujetó la empuñadura con más fuerza y Atir, asustado, se retiró de su lado. Incluso el consejero sabía que tarde o temprano la vida del valiente joven rebelde tendría que terminar.

Todos lo sabía, todos menos ella, que se detuvo en la puerta de la sala del trono, observando la escena, el miedo cerrándole la garganta por un momento. El brazo del soberano se levantó, la cabeza del rebelde se inclinó.

—¿Qué está haciendo? —exclamó simplemente la huésped con la voz ronca por el miedo, pero tan atrevida para entrar con pasos veloces y seguros hasta encontrarse detrás del esclavo que no se movió, sino que permaneció escuchando. Dunamis la miró y ella, loca, con la barbilla levantada, lo desafiaba con tácito desprecio. El rey sabía captar los sentimientos nefastos que estaban reservados para él, era lo que estaba luchando por comprender.

—Podría hacerte la misma pregunta, extranjera, considerando que no fuiste invitada a cruzar el umbral de la sala de mi trono —fue seco, bajando lentamente la espada.

—Pasaba por aquí —respondió firmemente la joven.

—Tu lugar está en la habitación que asigné —la reprendió, pero el encanto, su encanto, se había roto, nuevamente la muerte de su peor enemigo había sido pospuesta.

—Estaba matando a un hombre desarmado —quiso tocar un punto que tenía que ser importante también en ese mundo.  Asesinar a un indefenso era el gesto más abyecto que un líder podía hacer.  Al menos lo esperaba.

—Estaba matando a un traidor —le hizo notar.  El ruido del arma al ser enfundada arrancó un suspiro de alivio a Aimatos quien a pesar de todo levantó la cabeza.

—Es el único que no participó en la revuelta, ¿y usted lo quiere matar? —objetó, mientras el regresaba al trono, aparentemente fastidiado por esa interrupción. Se sentó y se apoyó sobre los codos con aire falsamente aburrido.  Ordenó que Aimatos fuera llevado a su celda y dirigió un pensamiento a los dioses quienes evidentemente no habian todavía decidido el fin del rebelde.

—Sería bueno que aprendieras el arte del tejido en vez de ocuparte de los asuntos de mi reino —la orientó.  Y la miró. Una sensación de absurdo malestar lo había atrapado repentinamente cuando la había acompañado a la puerta, la expresión de asombro, la decepción en el rostro sin color. Buscó dentro de sí mismo con rapidez, recuperó su frialdad y volvió la mirada para inducirla para que se rindiera ante ese comportamiento escandaloso.

—¿Y por cual motivo debería incursionar en el arte del tejido? —susurró Zaira, orgullosa de haber salvado nuevamente una vida.  Dunamis asomó una vaga sonrisa amarga y sacudió la cabeza.

—Vete, antes que mi ira te alcance.  Nadie en este reino tiene tu valor para salvarte la vida —la amenazo, pero estaba apagado, la bravuconería de siempre estaba miserablemente inclinada, como su hombro que parecía sostener un peso anormal.

—Quiero considerarlo un cumplido —concluyó e intentó irse, mirando de reojo a Atir quien todavía estaba sin aliento.

—Lo es —le respondió el rey mirando más allá de las cortinas oscuras.  El sol empezaba a ocultarse.

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Frente a la terraza e intentando observar la oscuridad, el hijo del lobo se dejó envolver por el silencio de la noche: ese era su momento favorito, silencioso y sin riesgos, sin palabras y rostros. La noche parecía concederle una tregua, incluso si ahora un torbellino molesto lo inquietaba.  No soportaba los asuntos que había dejado suspendido, no comprenderse a sí mismo, mientras que a los otros no les importara nada.  Una suave tos lo hizo girarse.  La extranjera había llegado a la sala de banquete.  La miró, tratando de avergonzarla, divertido por las emociones que sabía infundirle con solo la fuerza de sus ojos negros como la sombra del profundo Hades.  Estaba hermosa, vestida maravillosamente con un traje bordado en oro que había querido para ella.  ¿Qué le estaba pasando? ¿Realmente Afrodita había dicho la verdad? En un segundo, absurdo e imprevisto, dejó de luchar con lo que en el pecho parecía ser un corazón agitado y la alcanzó con sus largos pasos, hábil ocultando la inseguridad que su presencia sabía regalarle.  Su presencia.  Ahora fundamental para él, necesaria, un feo pensamiento de perderla, una sensación de desconcierto imaginando los días sin los enfrentamientos y las sonrisas de una forastera sin esperanzas.

—Esta sonrisa me permite asumir que tu ánimo se ha calmado y ya no se vuelve hacia mí para acusarme de cobardía —la saludó a su manera, pidiéndole su mano para poder acompañarla a la mesa.

—No estoy sonriendo —señaló, negando su mano.

—La mirada traiciona los labios firmes —replicó él, sentándose en la cabecera de la mesa, junto a ella, que lo miró con el ceño fruncido. Hubo unos minutos de silencio que llevaron al rey a encontrar a esos ojos que, de hecho la traicionaban. Zaira asintió con una sonrisa burlona e inquieta. Era imposible predecir las palabras y esto puso al hombre a la defensiva.

—Usted me detesta —tomó un sorbo de agua. Dunamis captó el temblor que la invadía.

—Detestar es otra cosa. No te apruebo, eso sí —sorbió el agua al igual que ella, mientras que algunas siervas comenzaron a colocar los platos sobre la mesa y a servir el vino. Zaira analizó los platos, notando que las cigarras fritas no faltaban ni en esa ocasión. Tenía una mueca de disgusto, el rey con un movimiento de cabeza ordenó que se las llevara. Ella dio un suspiro de alivio.

—Y quiero justificar tu última afrenta con el hecho que tu mundo es ciertamente diferente del mío —agregó después de un poco, interesándola y recordándole que era peligroso.  Zaira tragó grueso.  Lo miró preocupada, mientras se permitía un sorbo del pesado vino.

»Contra todas las apariencias, Dunamis sabe cómo otorgarte el perdón —continuó lo suficientemente odioso como podía serlo. Miró a otro lado mientras hablaba.

La audacia de unos momentos atrás se había desvanecido en ella como por un hechizo malvado que el hombre sabía desatar.

—¿Tengo que agradecer por eso? —asumió sin embargo una actitud segura para no sentirse presa sin escape.

—Sería conveniente —sonrió con sequedad, sin trasportar.  Zaira asintió con la cabeza en una aprobación.

—Puedo estar satisfecho —casi resopló, mirando el asado al vapor para elegir la mejor pieza.

—Será mi deber agradecer aún más cuando... —lo provocó con firmeza, olvidando que estaba lidiando con un soberano.

—... cuando llegue el momento adecuado, Zaira.  No te enojes, los dioses saben cómo tejer las tramas correctas para nosotros los mortales —la interrumpió bruscamente, colocando la mejor pieza en un pincho de hierro y colocándola en su plato. Zaira encontró ese gesto amable. Ella encontró su mirada quieta y luego una sonrisa sin sentimiento que la inquietaba.

—Usted tiene algo en la mente —lo estudió.  Dunamis escondió bien la sorpresa.  Esa mujer lo sabía leer, comprendía las intenciones como si entre ellos existiese un contacto invisible.  Quedó turbado, bajó la mirada hacia su plato y empezó a comer, sin prisa, como si el tiempo no tuviera importancia, como si la noche alrededor a ellos pudiera esperar.

—No te equivocas, extranjera —empezó nuevamente a hablar después de un tiempo, masticando lentamente y dirigiendo la mirada hacia lo alto, luego nuevamente hacia ella—.  Últimamente solo te tengo en la mente —la congeló, lo hizo realmente, tanto que el bocado se le atravesó.  Luchó por recuperar la compostura y buscó más vino, capaz de darle valor. El rey siguió comiendo.

—Continua a sorprenderme su preocupación por mi suerte —adujo Zaira nerviosamente, el estómago se le cerró por una especie de premonición.

—Tu suerte no me quita el sueño, esa ya fue decidido por el Hado que todo dispone y yo se aceptar la voluntad del Hado —la intrigó.  Ella lo vio asentir consigo mismo y limpiarse la boca con un paño de lino que servía como servilleta.  El rey sirvió más vino en los ritones de oro con la cabeza de lechuza y levantó uno, invitándola para que hiciera lo mismo.  La extranjera siguió el juego sin dejar de mirarlo.

—Mañana Astos conocerá a su reina, un buen motivo para festejar —dijo el hombre dejándola sin palabras.  ¿La reina? Zaira tuvo un sobresalto interiormente.  Nunca había considerado que el rey pudiera tener una mujer o una novia prometida, nunca se había dicho nada al respecto, pero hablar de él estaba prohibido, tal vez Atir y Eucide habían omitido algo importante.  Tragó sin dejarlo ver y se esforzó por sonreír, pero fu una expresión desilusionada lo que manifestó sin darse cuenta.  Un vació inmenso la cavó, de pronto, y cada rabia, cada orgullo, cada reacción orgullosa se perdió.  Sin embargo, lo invitó a su vez a brindar, simulando una especie de cómica felicidad.

—Que tus dioses quieran que ella sea digna del reino querido por un dios —dijo espléndidamente usando el lenguaje que ahora le era familiar.

—Los dioses disponen siempre para lo mejor y han escogido para mí una elegida que hará a mi reino glorioso por fama y merito —le hizo notar arrancándole otra miserable sonrisa.  Zaira sorbió toda la copa de vino, buscando inconscientemente el olvido. Ese hombre la había fascinado, desde el primer instante que lo vio y solo ahora comprendía su valor e importancia.

—Y para la ocasión, te vestirás con tela dorada y usarás el collar que te hará reconocible a los ojos de... —Dunamis continuó levantándose, pero fue interrumpido por otro ataque de tos de la joven. Se dio la vuelta. Se miraron por infinitos momentos para ambos, marcados por un silencio pesado. Zaira se recuperó de nuevo, buscó el aliento que había perdido.

—¿Me está pidiendo matrimonio? —murmuró.  Se sintió tonta después de creer que hablaba de alguien más.  La confusión no empleó mucho tiempo para volverla poco lucida.

—Te estoy diciendo que mañana Astos conocerá a su reina —rectificó.  En ese momento Zaira se levantó y se acercó, deteniéndose ante él.

—Hable claro, majestad, para que yo pueda aceptar o declinar su oferta —fue dura, sin comprender por primera vez de donde sacaba tanta determinación.

—No tienes permitido escoger, Zaira de Enotria.  Simplemente, tu única salvación es convertirte en noble linaje y refugiarte en un reino seguro y para hacerlo yo te convertiré en mi esposa —fue obvio, que la decisión la había tomado solo él.

—Está bromeando —le dijo riendo.  Dunamis levantó una ceja— Me está obligando a un matrimonio porque para mí es la salvación y pretende que yo le crea.  Esta bromeando, verdad —cortó.  Empezó a alejarse.  Había comprendido que Dunamis no era un hombre irónico y como tal sus bromas podían ser pesadas.  La mano del hombre la detuvo sujetándole un brazo.  El choque la obligó a apoyarse contra su pecho encontrándoselo a pocos centímetros de la cara, los ojos muy negros, prepotentes, silenciándola.  Finalmente.  Él tuvo un momento de vacilación que ella tomó y encontró insólito.  Se miraron tan firmes que parecían enemigos, pero no era así, entre ellos fluía un río que pronto se desbordaría y abrumaría cualquier cosa.

—A mi lado estarás segura —le dijo casi triste, como si por dentro sintiera una mordida que lo estaba hiriendo—.  Tendrás el prestigio, el respeto, la riqueza.  Nada podrá afectarte porque mi hogar es seguro, protegido por un dios, glorificada por los olímpicos —insistió con la intención de convencerla a toda costa.  La joven seguía sin replicar, a la espera de algo—.  Te sentaras al lado del rey más temido de toda Hélade y tendrás un ejecito que no conoce derrota —no dejaba de ofrecerle lo que consideraba más importante.  Zaira no rompió el contacto entre ellos.

—¿Solo eso? E ilumíneme sobre el motivo que lo vuelve tan ansioso por mi integridad —susurró.  Un gruñido interior lo volvió similar al lobo del cual se decía era hijo, un movimiento de ira lo puso nervioso haciendo que la sujetara más fuerte.

—Eres astuta—le recriminó oscuramente.

—Menos de cuanto su oráculo no le haya dicho —comentó decidida.

—No caes en trampas humanas, tal vez las sabes tender o pretendes que yo caiga.

El señor de la fortaleza estaba ganando tiempo.  Solo entonces Zaira se liberó de su agarre y se encogió de hombros.

—No estoy interesada en el prestigio y a todo lo eso que ni siquiera recuerdo haber dicho, majestad.  Además de agradecerle por la ayuda que me ha dado, no estoy interesada en nada de lo que...

—Amor.  Eso está concedido a quien posee un corazón, ¿verdad? —la interrumpió.  La indiferencia manifestada por la mujer se transformó inmediatamente en interés— Entonces el amor me está moviendo, sin sentido y sin derecho, pero por amor te estoy ofreciendo mi reino —admitió.  Fue una derrota, la predicha que sin embargo tenía el innegable sabor de la victoria.

Zaira no se contuvo ante el deseo del rey de envolverla en un abrazo inesperado y dejó que con toda su altura la sobrecargara dándole un increíble sentido de protección.  Percibió un calor que la envolvió, un temblor poderoso; escuchó su respiración marcada por un lejano lamento, como si una herida lo estuviera atormentando.

—No es la insensatez quien mueve tu pensamiento, extranjera.  Estas viva y tu sola has comprendido que solo el amor puede haberme impedido asesinarte —le susurró al oído.  Ella quiso mirarlo a la cara.  No era verdad.  No había comprendido nada.  Sin embargo calló y no lo detuvo ni siquiera cuando lentamente buscó su cara en busca de un beso, otro, profundo y apasionado, ardiente y sincero.  Sincero.  La extranjera tomó ese intento diferente, buscó en su abrazo el desafió de siempre sin encontrarlo, en cambió chocó con una carga que el hijo de la luna nunca se había permitido.

—Podría importarte mi deseo, pero el vacío que se propaga en mi lo que en un tiempo latía el corazón te concede una elección —dijo cuando recuperó el aliento.  Zaira había perdido su brio de siempre, iluminada por una tierna languidez apoyó la cabeza en su pecho, escuchando ese mismo corazón que él estaba convencido de haber dado de comer a los lobos.

—Estoy consciente del honor que me está concediendo al ofrecerme convertirme en su esposa, majestad —susurró.  Le levantó el mentón en una espera incluso tierna.  Era tan insólito que un hombre cómo él fuera sacudido por el miedo al rechazo.  Era un tonto, pero no lo sabía.  ¿Qué mujer habría rechazado a Dunamis de Astos, no fuese por su indudable belleza?

»Y yo acepto tanto honor, señor de Astos divino, querido por la diosa Artemisa —fue solemne, había aprendido a serlo.  La sonrisa del rey fu más que resplandeciente de lo que Zaira había visto en la vida, un milagro divino sobre ese rostro rígido y manchado por una barba descuidada.

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Tal vez trde, pero el momento de enfrentar la realidad, esa realidad, había llegado.  Había miles de motivos por los cuales todo era un error.  Zaira había involuntariamente dejado sus afectos, sus padres, las únicas personas que la quisieron realmente.  Sin embargo, entre los Aqueos no percibía el eterno sentido de insuficiencia que siempre la había hecho inestable.  Se sintió culpable también por eso.  En ese tiempo ella era un peligro, a menudo lo había pensado y prudentemente había evitado de influenciarlo: conocía el futuro, sabía cosas que toda la gente de Hélade no podía ni siquiera imaginar; bastaría una palabra para alterar el curso de la Historia.  El hecho mismo de provenir de una era prevalentemente monoteísta ya era un problema, si bien tenía la mente bastante abierta para respetar, sin juzgar, otras fes.  Paradójicamente había adquirido la seguridad de la existencia de Dios por las palabras de Hermes.  Se protegía detrás de esas reflexiones con la intención bastante tonta de no aceptar lo que realmente la sacudía: el miedo.  Cada cosa era hermosa, a pesar de cualquier previsión, pero tenía miedo, un temor indefinible e insinuante le penetraba los huesos, pasando por el corazón.  Así la respiración se hacía pesada y el dolor que inicialmente tenía en el pecho había regresado, agitándola, aunque sabía que era debido a la ausencia de la contaminación.  Pensaba también en esto en ese momento, estúpidamente.  Sola en la habitación se devanaba los sesos: la esposa prometida de un rey, atraída por un sentimiento absurdo, injusto y sin embargo tan absorbente para volverla imprudente.  Se atormentaba sola, liberando un desahogo a esa dualidad que había creído de haber perdido.  Las palabras de Homero, repetitivas, continuas, sabias y firmes, no cesaban de martillar el cerebro, de ponerla en guardia.  Las imágenes de Dunamis y de sus acciones por momentos violentos, luego impredeciblemente tranquilizantes se desparramaron en ella, confundiéndola, inquietándola.  El brillo de esos ojos negros era algo hipnótico que cortaba cualquier razonamiento.

Estaba a punto de acostarse, cuando un leve ruido la distrajo.  Se sobresaltó, estaba nerviosa.  Miró a la oscuridad externa retrocediendo.  Agudizó la vista para enfocar la oscuridad de la terraza y el pecho palpitó en el momento en que una maciza figura trepó el parapeto.  Un soldado.  Zaira tuvo un sobresalto y un incómodo sentido de irremediabilidad.  No tenía vía de escape, la puerta de la habitación estaba lejos.  El intruso avanzó con paso pesado, se detuvo y se quitó el yelmo con crines, mostrando su identidad sin demoras.  Zaira se puso rígida apretándose contra la pared.  Los ojos azules del hombre la miraron inexorablemente.

—Si el rey te descubre, te asesina —fue la primera preocupación de la extranjera.

—¿Quién eres? —le preguntó.  Ella inclinó la cabeza— ¿Cual diosa?

—¿Quién puede tener el valor de violar el palacio del rey? —trató que retrocediera.

—Estoy vivo gracias a ti —respondió el hombre.  Zaira sacudió la cabeza negando y quedó sin palabras cuando se lo encontró delante arrodillado.

—En tu presencia, enviada por los dioses benévolos, está Aimatos d’Epiro, nacido esclavo, soldado destituido de Astos y condenado a la persecución del que es movido por el odio —quiso presentarse el intruso, dándole un golpe interior no indiferente.  Aquel que es movido por el odio.

—Yo no hice nada, por poco evito que murieras en la arena —despreció sus propios méritos.  Aimatos se puso derecho y dio un paso.  Ella se puso rígida.

—No estoy aquí para hacerte daño —la tranquilizó.

—Vete, no te salvarías si... —le imploró, sin poder soportar la idea de ver entrar al soberano.

—¿Tu sabes que eres huésped de Dunamis? —la interrogó.  Zaira hizo una mueca.  ¡Por supuesto que lo sabia! Pero tomó la suave referencia de un hombre peligroso.

—Quiero esperar que no te haya hecho daño —quiso verificar sospechoso.  Ella sacudió la cabeza.

—¿Te pidió que te casaras con él? —la congeló, la hirió, la despedazó.  No respondió, no lo logró.  Él comprendió.

»Te matará sin permitir defenderte y antes que tú puedas preverlo —le advirtió, apoyando una mano a la pared, ahora a pocos centímetros de su rostro.

—Empiezo a creer que no esté tan equivocado al quererte muerto. Tu divagas —se defendió desdichada.

—Te encuentras en las fauces de un lobo y puede cerrarlas en cualquier momento —el esclavo aumentó la dosis.

—En las fauces del hijo del lobo, se más preciso —los sorprendió una voz.  La extranjera tropezó y, con un sobresalto, puso las manos en el tórax de Aimatos, alejándolo y haciendo que perdiera el equilibrio.  El hombre evitó a duras pena una horrible caída, sujetándose al velo de la cama que se desgarró.  Eucide llegó hasta ellos, Aimatos la miró con alivio y espero a que hablara, sabiendo que podía contar con su ayuda.  Zaira respiraba con dificultad por el susto.

—Estás a merced del hijo del lobo, Zaira —continuó la criada.  Ella alzó los ojos al cielo exasperada y la amiga fue prodiga al contarle la leyenda que se cernía sobre el rey de Astos, sin corazón porque había sido devorado por los lobos.

—¿No creerán en serio en esas historias para niños? —preguntó al final severa.

—Ven conmigo y no estarás más en peligro —la invitó Aimatos, tenía prisa, estaba escapando.

—No —fue perentoria.

—No se casará contigo, no sabes a cuantas mujeres ha hecho con la misma promesa —fue explícito.  Eucide tuvo un movimiento de rabia.

—Son mentiras —susurró la extranjera, sintiéndose estúpida por haber creído en las palabras del soberano.

—Así también mató a mi hermana, decía que quería desposarla y la asesinó —aumentó la dosis, sin entrar en los detalles que ni siquiera conocía.  Las lágrimas empezaron a brillar en los ojos de Zaira quien se masajeó los brazos nerviosamente.  Se sintió comprometida, una de las sensaciones que menos toleraba.  Estaban todas las condiciones para una fuga: sus vacilaciones, la duda de que tuvieran razón, el deseo de regresar a casa y al final, el miedo que ahora encontraba buenas conexiones, terreno fértil para echar raíces.  Miró fijamente al esclavo con decisión.

—Fue sincero conmigo, desde el principio —murmuró para sí misma.

—Dunamis nunca ha sido sincero, el engaño lo mueve y sus labios sonríen y la crueldad lo sacude si su brazo está armado.  Desconfía de él y aléjate de su reino que se convertirá en tu prisión —no tardo la amiga Eucide, ocultando a duras penas un profundo hastío hacia el amo.

—¿Ahora me incitas a la fuga, Eucide? Y cuando yo te pedí dejar Astos, ¿por qué me negaste tu ayuda? —le recriminó presa de la confusión.  Tenía poco tiempo, sentía que se le cerraba la garganta.  Y además el dolor.  Lo sentía crecer rápidamente en el corazón, después de creer que podría ser feliz.

—Entonces habríamos salido por una calle irregular y sin apoyos, Zaira.  Ahora quien nos guía es el más valeroso entre los valerosos —le hizo notar refiriéndose a Aimatos, una especie de estrella evidentemente.

—¿Qué pretendes hacer? —la interrumpió el rebelde apresurado.  Zaira siguió mirándolo, una luz desesperada brilló en su mirada.

«No cometas el error de sobreestimarlo, Dunamis de Astos ha hecho cosas inarrables, es un rey temido y sanguinario» había dicho Homero.  Tembló.  Nuevamente se atormentó los brazos buscando una protección insistente; nuevamente tomó aliento y dejó que la cabeza le girara; nuevamente cerró los ojos recordando el momento fugaz cuando había sentido el sabor de la felicidad.  Miró el vacío que tenía delante de ella, la amargura de la desilusión le quitó el latido del corazón.  Miró a Aimatos y su orgullo herido.  Miró a Eucide y su deseo de libertad.

—Iré contigo —cerró su garganta, no quería llorar.  El rebelde le puso un bulto.  Contenía un uniforme que Zaira se puso.  La desilusión hacia ella misma la hacía sentir miserable, la incapacidad de enfrentar el peligro confirmó su cobardía, nunca negada.

Se unió a ellos también Eucide.  Las dos jóvenes siguieron a Aimatos bajando por la terraza.  Anduvieron con él por las calles de la ciudad vigilada.  Encontraron desmayado en el suelo a un guardia, probablemente asesinado por los cómplices.  La criada se detuvo para ponerse rápidamente la ropa.  Sin tropiezos, llegaron a una brecha en el muro, hecha durante la revuelta: los cómplices del esclavo esperaban desde hacía rato y habian temido lo peor por ese atraso.  Se trataba de Alopex y Flogos, los dos guardias conocidos en la puerta de Astos.  Alopex no ocultó su desacuerdo por la presencia de Zaira y de Eucide, pero no tuvo el tiempo para discutir.  Empezaron inmediatamente el largo camino hacia la libertad, que sabían que tendría tropiezos.  Estaban listos para morir para intentar ser felices.  La hija del futuro percibía sus respiraciones pesadas, sentía la tensión en sus ánimos y esto hacía que se sintiera extraña: no comprendía plenamente sus pensamientos, el fastidio y las ganas de rescate.  Con el tiempo, ese tiempo extraño habría entendido mucho.

Aceleraron el paso de los caballos robados y ella logró con dificultad mantener el ritmo de ellos.

Estaba amaneciendo.  En la fortaleza los lamentos de los revoltosos rompían el encanto del despertar.  Dunamis se había levantado antes de lo usual para poder asistir a la agonía de sus víctimas.  Llegó a la sala del trono con paso seguro y rápido.  Se encontraba Atir esperándolo y cuando lo vio tuvo una expresión que al rey no pasó desapercibida.  Sospechoso, lo miró por largo tiempo. Las manos del viejo sudaban y se movían entre ellas, tenía la respiración pesada y parecía estar a punto de llorar.

—¿Atir, hay algo que tengo que saber? —tronó.  El terror del siervo terminó con una caída sobre la rodilla en señal de postración.

—Mi rey —tomó aliento.  Dunamis sabía reconocer las señales de la desventura— Ha escapado con la ayuda de dos guardias —reveló Atir.  Pasaron algunos segundos.

—Al final nuestro héroe hizó su intento —el soberano sonrió de pronto, mirando la sala desierta y semioscura— Pero su libertad no durará mucho —sentenció ya listo para seguirlo.  Atir no le había dicho todo y se dio cuenta, porque no lo vio ponerse en pie.  Siguió inclinado, todo tembloroso, delante de él.  Algo por dentro calentó al señor de la fortaleza.  Sacudió al consejero, obligándolo a levantarse.

—¿Qué más, Atir? —gruñó realmente parecido a un lobo.  En momentos como esos Atir se convencía que la leyenda era verdadera.  No encontraba el valor de decirle la verdad, temía su ira y su dolor.  Pero le era fiel y no podía olvidarse de sus deberes.

—La extranjera, mi rey —farfullo inerte.  Fue golpeado contra la pared sin ninguna delicadeza.  Tosió por el golpe.

—Ha escapado con él —concluyó Dunamis ronco.  Atir asintió, incapaz de encontrar palabras que aplacaran su cólera.  Lo vio erigirse, su rostro se convirtió en mármol, los ojos negros como el hielo.

El sonido delicado de una cítara rompió el silencio.

—¿Tu qué haces aquí? —tronó el señor de la fortaleza, dirigiendo la atención a Homero, ocultó en la penumbra en una esquina de la gran sala.

—Soy tu huésped —respondió.

—No tengo ganas de escuchar tus cantos.  Lárgate —trató que desapareciera, pero no gritó, no gruñó, su tono era estático, sin énfasis.

—Necesitaba un apoyo para escapar de lo que desea más que cualquier otra cosa y Aimatos, movido por el Destino, se lo concedió —dijo después de un poco.

—Tus palabras no tienen sentido —lo contradijo.

—¿Tal vez esta historia la tiene? —sonrió el otro.

—Has mentido —finalmente el rey expresó la desilusión, con los dientes apretados.

—Y sin embargo te ama —le hizo notar.  Él recordó el tiempo pasado con ella.  Sacudió la cabeza y rió amargamente.  ¿Lo amaba? Tuvo pena de sí mismo por haberlo creído porque, si lo hubiese amado, ahora no estaría al lado de Aimatos, escapando de él.  No le había creído, mientras él, al final, había confiado en ella.  Había pensado que realmente era una mujer excepcional que merecía el trono.  ¡Había permitido que le tomaran el pelo sin siquiera rebelarse! Pero Dunamis de Astos no conocía el perdón y la venganza era su credo, siempre había sido así.  ¡Lo había sido con Sirta y lo sería con Zaira de tierras lejanas!

—Homero tiene razón —intervino Afrodita, apareciendo de pronto.  Esa presencia aterró al viejo consejero que cayó de rodillas delante de la diosa, mientras Homero dirigió la cabeza oscura hacia la voz sublime que había escuchado.  Dunamis la miró ferozmente, reconociendo a la mujer que había encontrado en el jardín.  La hermosa mujer se acercó benévola y tranquilizadora, pero no aplacó su respiración agitada.

—¿Estás aquí para defenderla, bella entre las bellas? —la agredió sin respeto.

—No es parte de este mundo y está enfrentando un difícil destino —siguió ella con calma.

—Ha faltado a su promesa, yo soy un rey y un rey no puede aceptar una afrenta similar —proclamó sordo ante cualquier razonamiento.

—Soy la diosa del amor, Dunamis de Astos.  Cree en mis palabras que no pueden ser mentiras —trató de engañarlo.

—Entonces mi reino no es lugar para ti, porque mi odio no conocerá límites. Que Zeus no quiera que pueda herirte también a ti que me eres querida —declaró duramente.

Ese fue el momento fatal para él, el momento en que Eros tensó el arco y focalizó el blanco.  Soltó el dardo invisible voló en el aire, atravesándolo en el pecho.  El hombre percibió un estremecimiento, seguido por un dolor en el costado que le quitó el aliento.  Afrodita se sobresaltó, girando hacia el hijo perennemente niño, la miró amargada y perdió temporalmente la estabilidad.  El rey vaciló, mientras el mundo pareció bailar.  Se apoyó a la pared al lado de Homero que en silencio escuchaba cada ruido.  La diosa lo socorrió, viendo el flujo de sangre que brotaba de su tórax.  Con un leve toque borró de la vista de los mortales ese signo divino.

—Este es el amor irreversible —fu su última afirmación.  Se disolvió como la neblina con el sol, resignada a sufrir la ira de Artemisa.

La cetra del cantautor sonó, dando a Dunamis un extraño bienestar.  Una nueva e inexplicable sensación lo sacudió, pero no supo cómo definirla.  Llamó a Atir con voz atronadora.

—¡Dispón mi armadura, mi caballo y reúne cinco de mis mejores soldados! —Ordenó determinado— Partiré apena todo esté listo —concluyó.  Marchó hacia la arena para saborear el gusto amargo de la agonía de los rebeldes moribundos.

«... y el hijo del lobo se movió hacia su propio destino, como el Destino irrefutable decidió» cantó Homero bajo la mirada consternada de Atir que no puedo hacer otra cosa que obedecer.