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Capítulo V

LA CIUDAD BLANCA

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Cerca de una cabaña, poco lejos de Delfos, la mujer que vivía ahí palideció ante su continuo avance.  Temía a los soldados de Astos, todos les temían, su llegada traía desventura.  Aimatos se detuvo delante de ella, tirando de las riendas en una nube de polvo que la hizo toser.  La saludó quitándose el yelmo.  Ella lo miró poco amigable sin responder.  Los otros se pusieron a su lado.

—Necesitamos ayuda —ignoró esa enemistad.

—No levantaré un dedo para los lobos de Astos —siseó la mujer.

—No somos soldados —aseguró Flogos.

—Estamos huyendo de Astos y necesitamos agua para los caballos.  Estamos de viaje desde esta noche, partiremos inmediatamente —explicó Aimatos, desmontando.

—Es Aimatos d’Epiro quien te está hablando —intervino Eucide.  La expresión de la campesina cambió como por encanto.

—¿Eres aquel que no teme al hijo del lobo? —preguntó con la voz de una niña.

—Soy un hombre que no acepta los abusos —afirmó bastante dramático.

—Que los dioses te protejan, guerrero del ejército de la justicia —y les indicó que la siguieran a la parte de atrás de la casucha.  De una fuente emanaba agua fresca en un gran recipiente de madera.  Luego de atar a los caballos en la valla desvencijada, el grupo entró en la modesta vivienda.  Había solo una habitación con cuatro camas, dos de las cuales no tenían cobija.  Sobre la tosca mesa había queso y fruta lista para la venta en el mercado de Delfos.

—Les daré lo que desean, porque sé que su viaje será largo y peligroso —se anticipó invitándolos a sentarse sobre los pequeños asientos.  Les ofreció agua y pan de cebada.

—¿Todos ustedes son esclavos? —preguntó.  Negaron con la cabeza indicando como tales solo Aimatos y a Eucide.  La mujer tragó, cuando supo que dos de ellos eran desertores.

—¿Saben lo que le sucede a quien deserta del ejercito del hijo del lobo? ¡Que los dioses no lo permitan! —levantó los flacos brazos al cielo.

—¿Qué sucede? —preguntó Zaira curiosa.

—Una cuerda alrededor del cuello atada a un caballo y... —le respondió Alopex cruel. La tenía contra ella.

—Comprendí —estrechó los ojos fastidiada.  Enlodar el nombre del rey parecía ser la actividad preferida de sus compañeros de viaje y cada palabra de ellos era una aguja en su corazón que rezumaba amargura y desilusión.

—¿Y tú, extranjera? ¿Eres una esclava del reino? —la interrogó la dueña de la casa.

—¿Cómo has sabido que no soy aquea? —le preguntó con un saltó en el corazón.

—Tu cadencia —fue obvia.

Nunca le habian hecho notar que hablaba de manera diferente, nunca se había dado cuenta y silenciosa asomó una sonrisa.

—Soy una pelegrina y Dunamis me dio hospedaje como Zeus poderoso quiere —explicó, adecuándose al lenguaje de ellos.

Un ruido de cascos los puso a todos en alerta, pero la mujer rápidamente los tranquilizó.

—Es mi última hija que regresa de Delfos —dijo entusiasta.  Los huéspedes suspiraron y alejaron las manos de las espadas.

—¡Madre! En la ciudad corre el rumor que el rey de Astos... —pero el ímpetu de la jovencita pareció tonto a la vista de los soldados.  El terror se percibió en sus ojos verdes.  Enmudecida los miró evaluando la posibilidad de escapar.

—No temas, Schià, son amigos —la abrazó la madre.  Flogos dejó de sorber el agua, la observó siniestramente como usualmente lo hacía.  Era simpática, pequeña con facciones finas.  El largo y abundante cabello oscuro estaba suelto en una cascada alrededor de la cara, los labios delgados y rojos como el fuego.  Llevaba un peplo verduzco raído.  Flogo era su opuesto: alto y robusto, desgarbado y aparentemente poco inteligente.  Siguió mirándola encantado, mientras ella se sentaba intimidada.

—¿Qué decías de Dunamis? —quiso saber Alopex.

—Se dice que está preparándose para la guerra y que está dejando Astos —se apresuró, encontrando entonces los ojos oscuros de Flogos.  Enrojeció, llenándolo de esperanza, mientras Alopex no dejó escapar la ocasión para tomarla contra Zaira, porqué él desde el inicio había estado en contra de traerla con ellos.

—¿Has escuchado? En guerra —le gruñó en la cara.

—No es mi culpa —respondió rápidamente.  Esa enemistad ya la había cansado después de horas de quejas en la oscuridad de la llanura de Delfos.

—¡Yo diría que sí! —se levantó, apoyando las manos sobre la mesa.

—No me parece que sea el momento de discutir en casa de otros —trató de aplacarlo exasperada.

—Puedo aceptar Dunamis pisándome los talones, lo había previsto, ¡pero no que nos persiga con un ejército! —siseó.

—Yo no estoy en su cabeza —perdió la paciencia la extranjera, levantándose también ella.  El compañero la miró ofensivamente.

—Tú estás en su pecho sin corazón y le dejaste la cama vacía —la ofendió con los dientes apretados, hastiado al punto de faltar el respeto.  Zaira paró el golpe asumiendo un aire de superioridad que fue sincera: por supuesto que era superior a ese bárbaro ignorante y quejumbroso, ¡mil veces superior!

—Tu solo tienes miedo.  Te consideras un soldado pero solo eres un cobarde —fue pesada también ella.  Solo un movimiento de Aimatos impidió que Alopex la agrediera.

—Tú la quisiste con nosotros —se acordó de él.

—Termina de una vez, Alopex —lo exhortó el esclavo impasible.

—Has hecho que nuestra huida sea doblemente arriesgada y que nos involucró a todos —lo acusó buscando un chivo expiatorio a toda costa.

—Ella tiene razón, solo tienes miedo —lo provocó y él se sentó, mirándolo ásperamente.

—Estás bromeando —susurró.

—Espero equivocarme, porque un hombre que tiene miedo sería solo un estorbo.

—Zaira está con nosotros, Alopex.  Es parte del grupo —Flogos trató de razonar con él, sin ser escuchado.

—Zaira es una luz en la noche.  Mientras esté con nosotros, no nos liberaremos de Dunamis y ¡no me gusta la idea de pasar la vida con ese perro pisándome los talones! —contradijo.  Zaira sintió el peso del hastío de Alopex y lo miró de reojo.

—Quiero decirte una cosa.  Si sus dioses lo quisieran, encontraré la manera de irme y no seré más un peso para ti —le dijo secamente.  Solo Eucide comprendió el verdadero significado de esas palabras.

—Trata de hacérselo saber también a ese bastardo, cuando no estés más con nosotros —fue malvado.

—No faltaré —arrugó la nariz cansadamente.

Mientras la mujer que los estaba hospedando preparaba algunos víveres, Zaira quiso salir de la habitación, se sentía exhausta y fuera de lugar.  Era capaz de defenderse, pero no podía negar la sensación de encontrarse en un grupo distante de ella.  La hospitalidad del rey la había acostumbrado a otros tratos, a pesar de los desacuerdos infinitos que había tenido durante su estancia en Astos.  Se acercó a los caballos y después de un rato, Eucide le puso una mano en el hombro.  Delante de la casucha, la madre de Schià confabulaba con Aimatos.

—Quiere que su hija venga con nosotros —le informó la amiga.

—¿Por qué? —mostró un interés fuera de ella.

—Teme la llegada de los soldados de Astos que ya se llevaron sus otras dos hijas.

Una sonrisa amarga torció los labios de la extranjera que se encogió de hombros.  Que ellos decidieran si se traían a una niña, porque eso es lo que era Schià con sus catorce años cumplidos entre los brazos de la madre.  Poco le importaba, cada minuto que pasaba descubría la crueldad del hombre que había aceptado desposar, un hombre que recogía las mujeres de los campos para convertirlas en siervas.  Tal vez.  Lo esperó, pero no lo creyó.

—Schià será un peso —quiso dar su opinión, observandola con toda su fragilidad mientras ponía mala cara al lado de la madre.

—Eso lo decidirá Aimatos —le hizo saber la doncella.

—Sabrá que mejor hacer.

—Schià partió con ellos entre lágrimas y caprichos.  Solamente un largo discurso la calmó y finalmente montó su yegua gris.  El grupo emprendió el viaje acelerando el paso, sabiendo que Dunamis los seguía.  Lo habian calculado, era inútil que Alopex se hiciese la víctima de los eventos.  Si realmente Zaira podía ser una luz en la oscuridad, era también verdad que el odio por Aimatos lo habría movido de todas formas.  Alopex aseguraba en cambio que, si hubieran dejado a la extranjera en la fortaleza, el soberano habría renunciado a ellos para estar con ella.  La discusión no parecía tener fin, al punto que Flogos prefirió hacer callar a Eucide quien daba la razón a Aimatos, mientras que la interesada directamente se quedaba atrás, asqueada por la testarudez del soldado.

—¿Por qué Aimatos quiso que viniera con nosotros? —preguntó después de un rato a Flogos, poniéndose a su lado.

—Para salvarla —respondió el oscuro compañero sin quitar los ojos de la espalda de la pequeña Schià.

—¿De qué? —preguntó, como si no pudiera imaginárselo por si sola.

—De Dunamis.  Mató a las otras dos hijas —Flogos la complació, aunque no se extendió.  No era ciertamente un chismoso.  Zaira asintió resignada.

Adolorida Schià lloró sola, distrayendo a los dos compañeros que se miraron para luego acercarse a ella y hablarle.

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Estaba dejando Astos, en busca del hombre que había osado una vez másdesafiarlo.  La muchedumbre lo observaba enmudecida.

—¿Qué será del reino? —preguntó el consejero delante de su silencio.

—Lo dejo en tus manos fieles, que los poderosos dioses y justos te asistan sin jamás abandonarte —fue perentorio el señor de la fortaleza.  El viejo aceptó esa decisión, también porque no tenía otra elección— Y que Homero sea mi huésped y reciba todo cuidado —fueron las últimas palabras de Dunamis, luego dio un golpe de talón al semental quien corrió hacia las puertas del reino, seguido por un grupo de soldados.  La armadura plateada brillo con el sol y el manto detrás de él le dio el aspecto de una enorme y amenazadora nube negra.

Los ojos pequeños de color miel de Artemisa, su diosa, lo siguieron.  Oculta por una capucha, se había confundido entre la gente.  Verlo iniciar ese viaje, que no sería corto, le rompió el corazón y la llenó de resentimiento hacia Afrodita y de ese pestilente hijo suyo.  No podía aceptar la locura que lo alejaba de sus deberes y que, especialmente, lo volvía vulnerable, cegado por el amor.  Maldijo la llegada de la hija del futuro, aunque sabía que no habría podido hacer nada para cambiar las cosas.  Sin embargo, la diosa de la caza no se rendiría fácilmente y repentinamente llegó a la selva que le era querida, dirigió la mirada al cielo claro para reflexionar largamente.  Invocó a quien pudiera ayudarla, a la madre del Destino.  Antes sus llamados susurrados, apareció Nyx, diosa de la noche, tenebrosa y espantosa, con las alas negras de murciélago que sisearon en el aire.  Las ropas oscuras y el maquillaje pesado la hacían ver amenazadora, los labios morados no sonreían y las largas uñas eran garras cortantes y brillantes.  Artemisa se arrodilló a sus pies, porque se trataba de aquella que había generado quien sobre ellos dominaba los eventos.

—Me has llamado, virgen hija de Zeus.  ¿Cuál es el motivo? —preguntó con el rostro firme.

—Dunamis ha dejado Astos —la informó desesperadamente la joven diosa.

—El mortal está cumpliendo lo que mi hijo dispuso —fue indiferente.

—El soberano del reino, a mi querido está sucumbiendo a la flecha de Eros, divina —se quejó.

—Contra el hijo de Afrodita nada pueden mortales e inmortales —continuó siendo indiferente.

—Es penoso para mí, asistir al declive de un guerrero.  Ayúdame y yo haré lo que me pidas —le rogó.

—¿Que podría hacer?

—Concédeme la oscuridad, mi diosa.  Únicamente eso te pido —le imploró.

—¿Para qué puede serte útil la oscuridad?

—Será suficiente detenerlo, para que yo pueda disuadirlo.

—¿Te humillarás por un mortal?

—Quiero salvarlo de la ruina.

Nyx evaluó las dudosas ventajas que la había llevado a esa concesión.  En efectos, una ventaja podía haber.

—Te regalaré la noche, Artemisa.  Pero escucha lo que estoy por decirte y no lo olvides.  Dunamis no se rendirá ante tus suplicas, continuará hasta el límite de sus fuerzas.  Ayúdalo, si te es querido, a obtener lo que para él es ahora vital, no contradigas su deseo, porque él tendrá que enfrentar otras adversidades y superar obstáculos muy altos.  Facilita su camino, no temas exonerarlo de la expiación de sus culpas que son muchas.  Sabes que realmente es así y si realmente lo proteges, se sabía —y el cielo se oscureció lentamente.

Nyx no acostumbraba a conceder una gracia sin recibir nada a cambio o sin una ganancia significativa.  Pronto los mortales lo comprenderían en su propia piel.

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—Esto es obra de los dioses —dijo Alopex fastidiado.  Flogos levantó los ojos al cielo que se había vuelto negro.

—¿Con que objetivo? —se preguntó Aimatos dudoso.  Zaira comprendió que se trataba de un eclipse.

Se encontraba ya en las faldas del monte Parnaso, sagrado a Apolo, y tendrían que hacer sacrificios para el dios hermano de la poco benévola Artemisa.  Se introdujeron en el bosque.  Después de un poco decidieron de encender el fuego, frotando unas ramas.  Eucide sacó de un cesto un conejo despellejado y empezó a cortarlo en pedazos.  Las mejores partes fueron quemadas para el inmortal bajo la mirada perpleja de Zaira que no podía comprender en el fondo esa obligación.  Comieron el resto acompañándolo con vino.  La antipática noche pasó agradable para los seis fugitivos, apurados en organizarse.

A lo lejos, Artemisa apareció ante Dunamis en un resplandor que la envolvía en la oscuridad.  Repentinamente él se postró, sabiendo que estaba ahí para recriminarle algo.  Ella lo observó y leyó fácilmente su ánimo, encontrando el sentimiento por la extranjera.  Vio la flecha de Eros que emanaba su sangre con cada latido del corazón.

—¿Que te trae a mí, divina hija de Zeus? —preguntó el hombre fielmente.

—Tu locura —tronó.  Él no reaccionó e inclinó nuevamente la cabeza.

»Has dejado Astos por ella, ¿esto lo consideras un buen motivo para renegar quien ha querido hacer de ti un gran hombre? —le preguntó sin inflexión.

—No te renegué, mi diosa —precisó.

—Lo hiciste.

—Estoy lejos de mi reino para hacer justicia con Aimatos —se defendió, volviendo a su antiguo odio.

—Aimatos —levantó una ceja escéptica y ofendida.

—Escapó, burlándose de mí.  Y de ti.  Y de las leyes de Zeus poderoso, llevándose consigo una huésped sagrada —exageró.  La diosa sonrió.  Luego se puso seria.

—No juegues conmigo, Dunamis.  ¡No trates de engañarme o te dejaré solo en manos del Destino! —lo amenazó sin medios términos.  Él no replicó por algunos instantes.

—Aimatos se llevó a la mujer que amo, la raptó, la obligó a seguirlo —insistió renunciando a la idea de esconder la verdad.

—¿Raptada? —Rió la diosa— ¿No has considerado que cada acción es apta para doblegarte? —insinuó en él la duda, pero no sirvió para nada.  Muy pronto Artemisa se dio cuenta de su impotencia y recordó las palabras de Nyx.  Intentó evadir la derrota.

—¡Mi diosa! —la llamó el rey y sus ojos se encontraron nuevamente.

»Comprendo tu ira y te pido perdón si soy un hombre, solo un hombre, aunque digan que soy hijo de un lobo —inclinó la cabeza.  Él ánimo divino de Artemisa tuvo un temblor de emoción.  No respondió, desapareció lentamente, preguntándose qué podía hacer por él.

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El brillo que despertó a los fugitivos llegó de pronto.  El fuego alrededor del cual dormían iluminaba una corta área y solo la mente veloz de Alopex, antes de perder el sentido por un golpe en la cabeza, que se trataba de las Amazonas del Ejército Blanco.

Cuando uno a uno, volvieron en sí, se encontraron atados y vigilados por una alta guerrera con el uniforme y la armadura plateada: las largas piernas delgadas le daban un paso largo y amplio, era muy alta.  Con la cabeza adolorida Zaira se giró hacia los amigos y notó a Aimatos desmayado a su lado.  Lo llamó, atrayendo involuntariamente la atención de la guardiana.

—¿Aimatos? ¿D’Epiro? —tronó imponente.  La extranjera buscó la ayuda con Eucide quien asintió resignada.  La amazona se dobló, sujetó el cabello del hombre y miró su cara.  Bajo el yelmo sonrió.

—La reina estará feliz —comentó, dejándolo caer en el regazo de la muchacha.  En ese momento él se despertó.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó Zaira.

—La cabeza —farfulló confundido—.  Sí, todo bien —se apresuró luego a afirmar.  Una voz los distrajo, la de una de las guerreras que advertía la llegada de otro contingente.

—¿Cuantos prisioneros tienen con ellos? —preguntó la amazona que los estaba vigilando.

—Dos.

—¿También está él?

—No —respondió la soldado.  Hubo una especie de rabiosa desilusión general.  Zaira comprendió que se estaban refiriendo a Dunamis.

Obligados con la fuerza de levantarse, aunque aturdidos, fueron llevados a una larga caminata en la oscuridad, hacia una meta sin definir.  Amanecía cuando ante ellos, cansados y exhaustos, entre los acantilados se veía una amplia ciudad fortificada.  Las construcciones eran blancas, como el espléndido palacio de mármol.  Después de pasar las lujosas puertas con columnas de cristal, cruzaron estremecidos ese pequeño reino y llegaron al final a una escalinata que tuvieron que subir bajo el látigo de las guardias.  Pasaron por largos pasillos y llegaron a la presencia de la que tenía que ser la reina.

La sala real era un amplio e imperioso ambiente.  En el fondo una mujer estaba sentada sobre un trono dorado, con una gruesa cornamenta de ciervo en la parte de arriba.  La que los miraba seria no era bella, sin embargo los amuletos preciosos la valorizaban, como la corona de oro.  Zaira notó cuan torneados era sus brazos y bronceada su piel.  El maquillaje bastante pesado ocultaba una edad que ya no era joven.  Transcurrieron algunos minutos y la reina posó los ojos sobre los hombres.

—¿Estos son los prisioneros? —preguntó tosca.  La guerrera que los había vigilado asintió, después de ponerse a su derecha.

—No lo veo —comentó, enarcando las cejas y levantándose.  También ella era muy alta.

—El hijo del lobo escapó de nuestro vino, pero delante de ti se encuentra Aimatos d’Epiro —se apresuró a decir la soldado.  Tolma, ese era su nombre, sonrió duramente.

—¿Quién de ustedes es el esclavo enemigo del rey de Astos? —preguntó atronadoramente.  El rebelde, con valor, dio un paso hacia adelante.

Zaira estaba intrigada por el interés de ese pueblo por Dunamis y Aimatos.  La reina lo estudió largamente.

—Excelente animal de reproducción —aseguró. La hija del futuro se sobresaltó.  Sin embargo, encontró esa afirmación divertida e increíble.  Luego se dijo que no había nada porque reír: esa era la realidad, no ficción.  Por más que siguiera sintiéndose distante y ajena a todo, ¡ella estaba adentro y sus amigos también!  Tal vez, fue solo en ese momento que comprendió que quería decir sobrevivir, defenderse, perseguir la libertad.  Tragó.  Lo hizo muchas veces, el corazón asustado empezó a galopar en el pecho como si estuviera corriendo, pero no había escapatoria.  También los otros fueron considerados idóneos para la continuación de la descendencia: todos eran soldados adiestrados y poderosos, por lo tanto fuertes y perfectos para las exigencias de esa gente.  En Zaira llegó una sensación de adversión que con dificultad pudo aplacar, dando paso a una idea que improvisada se encendió en su mente.  No estaba segura que pudiera funcionar, pero lo intentaría, solo para no morir sin luchar.

Esperó a que la soberana reparara en ella y en las compañeras.  En el momento en que lo hizo, se inclinó ante ella, apoyándose sobre una rodilla, como había visto hacer muchas veces a Atir con Dunamis.  Los compañeros quedaron perplejos, menos Eucide que, confiando en la amiga, la imitó, obligando a Schià a hacer lo mismo.

—Poderosa reina, a usted encargo mi destino, nuestro porvenir —dijo.  Tolma, desprevenida, calló.  Buscó las verdaderas intenciones de la prisionera, mientras Alopex la observaba con atención.

—¿Qué hace? —susurró Aimatos contrariado.

—Nos esta salvado la vida —lo tranquilizó el compañero, le pesaba aceptar que la extranjera a la que tanto odiaba pudiera ser la clave para su salvación.

—¿Quién eres? —la interrogó la amazona.  La voz y las maneras de Zaira la había ya fácilmente, e injustamente, conquistada— No pareces aquea —continuó ante su silencio.

—Mi nombre es Zaira de Enotria —respondió, aceptando por primera vez el epíteto que el rey de Astos le había reservado desde el principio.  Tolma enarcó las cejas, observando también a las otras.

—Ante ti se encuentran Eucide de Argo, legítima heredera del trono, y Schià, princesa de Delfos, hija del hermano del rey —la iluminó, deseando que el señor de Delfos tuviera realmente un hermano.  En cuanto a Eucide, no había mentido: era realmente la hija de la reina de Argo, nacida de una relación clandestina con un mercader de esclavos que, pocos años antes, la había vendido sin muchos escrúpulos a Dunamis.  Su historia era trágica, aunque la criada no parecía darle mucha importancia, aceptando un destino amargo con estoica determinación.  Zaira lo había sabido justamente por ella y el rey se lo había confirmado durante una de sus conversaciones.

—¿Nobles, entonces? —¿Y tú, Zaira? —indagó Tolma ceñuda.

—Yo no soy nadie en tierra helénica, pero su fama ha llegado hasta mis costas.  Agradezco a los dioses por haberme concedido ver su grandeza —exageró.  La reina se mostró sensible a la alabanza más de lo que había podido esperar.  La vio acercarse con paso largo y masculino.

—Levántate —le ordenó.  Ella obedeció— Eres diferente a nuestra gente —le hizo notar sospechosa.

—En mi ánimo alberga solo el deseo de convertirme en una de ustedes —tomó la sartén por el mango, lo hizo rápidamente para evitar pensar lo que decía.

—¿Una de nosotros? —subrayó la mujer, ostentando una desconfianza que no era propia de ella.  Los modos de Zaira, el valor que mostraba hablándole claramente, las mismas palabras pronunciadas la había rápidamente golpeado.

—Una amazona fuerte y poderosa —agregó la extranjera.  Tolma la escrutó otra vez, largamente, Zaira no bajó la mirada, la sostuvo determinada, una vaga sonrisa en los labios evidenció la ausencia del miedo.  Después de un momento, la mujer ordenó que fueran llevados todos a la celda, menos ella.  Zaira sentía que lo había logrado, pero sabía también cuáles serían los riesgos que tendía que correr.

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La habitación en donde la hospedaron era vigilada en el exterior por dos amazonas silenciosas.  Miró alrededor observando la decoración espartana con gusto masculino.  Lanzas, escudos y armaduras de pesado cuero se exhibían en las paredes; en el centro había una gran mesa con incrustaciones y de piel de oveja alrededor.  Había un cráter con dos graciosos rithon negros que representaban las lechuzas.  Se vertió un poco de agua y calmó su sed.  Se sentía exhausta, la larga caminata entre los montes había sido extenuante, la tensión todavía la hacía temblar.  Trato de estar calmada y rogó al cielo para que su plan funcionara.  No sabía exactamente qué hacer, improvisaría y eso era motivo de preocupación.  ¿Pero qué improvisaría?  Del resto, ¿Qué otra cosa podía inventar ante esa absurda situación?  Los hombres estaban a salvo, aunque de manera insólita, pero ¿qué fin habrían tenido ellos si no hubiera tentado a la suerte? Bebió nuevamente y luego otra, nerviosa, frenética.  Miró por la ventana: el sol penetraba pálido y templado.  Pensó en qué tipo de problema se había metido y recordó con nostalgia a Dunamis.  Él se lo había dicho, que solo en el interior de los muros de Astos estaría segura.  Cerró por un momento los ojos, vio dentro de ella su rostro, la sonrisa inclinada, los ojos oscuros; volvió a escuchar su voz segura y tranquilizadora.  Tembló por un estremecimiento de arrepentimiento, tembló con un escalofrió por la cobardía que había demostrado.  Lo había traicionado.  Se justificó a si misma justificándose a la necesidad de una manera de regresar al futuro, nunca podría desposar al rey, no podía confiar en él y abandonar la esperanza de volver a ver a sus seres queridos.  Deseó su perdón y se sintió triste sabiendo bien que él no conocía la piedad y nunca la perdonaría.

La llegada de Tolma la sacó de esas reflexiones.  Se giró al escuchar su paso pesado y la vio en la puerta, suntuosa y severa, con la larga capa marrón sobre los amplios hombros.  Un pequeño sirviente llevó otro cráter y lo colocó sobre la mesa.  La mujer vertió un poco de vino y lo bebió sin ofrecerle.  Zaira esperó a que hablara.  Ella la miró seriamente.  Ese destello de desconfianza era el único obstáculo que la hija del futuro sabía que tendría que vencer.  Sonrió, fingiendo timidez.

—Zaira de Enotria, escuché hablar de ti —dijo después de un momento, bebiendo más vino.  Era dura en el comportamiento.  Zaira, acostumbrada a descubrir los puntos débiles, sabía que también ella tenía que tener uno.

—Usualmente las mujeres nos desprecian y prefieren la muerta a nuestra vida —le explicó con un acento melancólico.

—Vengo de un lugar en donde el hombre posee la fuerza a expensas de las mujeres, de un lugar en donde nuestro único deber es satisfacer a los guerreros.  Allá una hija vale poco, mientras un hijo recibe todo tipo de honor —lanzándose a los peces en la más desenfrenada y retorcida retórica.  Encontró divertido haciendo ciertas afirmaciones, considerando que en realidad en su mundo las mujeres habian alcanzado la misma dignidad, tal vez no con los hombres.

—Creía que Enotria era un lugar salvaje, habitado solo por animales —comentó la otra.  Zaira suspiró sinceramente.

—No te equivocas, poderosa.  ¿Acaso los hombres no son animales? Con su poder vuelven los hogares inhabitables —se quejó con tristeza.

—¿También tus amigas piensan así? —quiso saber.

—Ellas, son como yo, conocen el abuso, quieren la libertad que siempre les fue negada.

Le parecía ser una feminista, solo le faltaba el letrero en la mano y estaría perfecta.  Le gustaba hacerse pasar por lo que no era.  Estaba mintiendo, estaba actuando por un concepto para ella tan querido: el fin justificaría los medios.  En ese contexto absurdo, luego, el sentido de culpa que nunca le pesaría.  Logró encontrar una satisfacción que le impediría pensar en sus problemas, para posponerlos.  Como siempre.

—Tienes el espíritu de una amazonas, Zaira —reflexionó Toma.

—No lo sé, poderosa.  Solo sé que es justa y libre —dijo temiendo exagerar un poco.

—Nuestro pueblo necesita gente como tú —cayó inexorablemente en la trampa.

En ese momento llegó la guerrera que los había capturado.  Llevaba atravesado un enorme arco blanco.  La reina la recibió con entusiasmo y, después de dejarla entrar, la presentó a la extranjera.

—Ansal del Norte, la más valiente entre nosotras, el Ejército Blanco está bajo su mando —la exaltó con un patético orgullo de madre.  Zaira le dio una fugaz mirada y bajó levemente la cabeza como signo de respeto.  Miró el arma que llevaba con ella y quedó secretamente fascinada.  Los ojos de Ansal eran profundos y fijos, el uniforme blanco plateado la envolvía como un manto divino.  Concluyó que tendría que derrotarla para poder continuar con sus intenciones.  Ansal, por su lado, la miró con la intensión de ponerla incomoda, sin esconder su impaciencia.

—¿Una prisionera en sus departamentos, mi reina? —preguntó recriminando las acciones de la reina.

—Yo dispuse que fuera acomodada aquí —se endureció la otra.

—Le recuerdo, mi reina, que yo estoy encargada de su seguridad, tiene que avisarme, cuando toma ciertas decisiones, para que yo pueda disponer lo mejor —fue dura.  Tolma sonrió sombríamente.

—Te recuerdo, Ansal del Norte, que antes que todo soy una guerrera y conozco el arte de la defensa, de lo contrario no sería digna de sentarme en el trono del querido reino de Nyx tenebrosa —contradijo.  La soldado no reaccionó, se puso a la orden y rápidamente se fue, no sin reservar a la extranjera una mirada de desprecio.  Perfecto, entre ellas no corría buena sangre, la soberana parecía rebelarse hacia las reglas que ella misma estableció.  Pero Zaira tenía que comprender quien era verdaderamente Ansal del Norte, que papel tenía en la escala social del Ejercito Blanco.

—Ansal es el mejor soldado de la Ciudad Blanca, su posición es merecida y hace su deber con el máximo celo —pareció justificarse la reina.  Zaira sonrió torpemente.

—Es la jefe del ejército entero, dijo —indagó humildemente.

—Ansal del Norte es nuestra Arquero Blanco, el grado más alto después de la Soberana Blanca que soy yo —le explicó pomposa.

—¿Arquero? —recordó el maravilloso arco de la mujer.

—Es infalible con el arco blanco querido para Nyx poderosa —fue concisa, pero clara.  La extranjera asintió admirada, ya su cerebro había empezado a elaborar algo.

Después de un largo silencio, tal vez de reflexión, tímidamente bajó la mirada delante de Tolma que seguía observándola.

—Entonces, tú y tus compañeras quiern ser Amazonas —dijo con un tono misteriosamente esperanzador que a Zaira no escapó, pero que no comprendió en el fondo.  Asintió.

—¿Sabes que se necesita mucho espíritu de sacrificio?

—Lo sé —apretó los dientes.  ¿En qué embrollo se estaba metiendo?

—Serán puestas a un duro entrenamiento.

—¿Cuál es la alternativa? —se aventuró.

—La muerte —respondió la soberana.  Zaira levantó los ojos de golpe.  Tolma entendió y, al hacerlo, sancionó su fin como reina de las mujeres guerreras dedicadas a la oscura Nyx, sin que ninguna de los dos lo supiera. El destino había dispuesto su destino, irrefutable.

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—Zaira tiene en mente algo —susurró Eucide, apoyándose a la pared de la celda.  Schià gemía a su lado.

—Nos matarán —lloraba aterrorizada.  La criada observó en la sombra: cualquier cosa que tuviera en la cabeza Zaira, esa jovencita sería un problema.  Comprendía la desesperación y el miedo que la estaban desgarrando: era tan joven, acostumbrada a los cuidados maternos, a la seguridad del calor doméstico, físicamente débil y poco acostumbrada al cansancio y a los sacrificios. ¡Ah! ¿Qué sabía ella de la esclavitud y las luchas por la libertad? Escapaba como ellos de Dunamis sin saber de qué se estaba salvando.  Se preguntó si habría salido viva y si habría tenido la fuerza para luchar por su existencia.  Eucide no tenía mucha confianza al respecto.  Le envolvió los temblorosos hombros, tenía frio y sufría exageradamente.

—Zaira nos ayudará —la tranquilizó, movida solo por la esperanza.

— ¿Qué puede hacer por nosotras? Tal vez pueda salvarse ella, pero, ¡nosotras estamos perdidas! ¿Tú sabes que hacen las Amazonas a mujeres como nosotras? —su angustia fastidió a la guardia.

—¡Vamos, Schià! Somos mujeres al igual que ellas —rió la criada para dramatizar.

—Le cortan la garganta —susurró víctima de los chismes y de las creencias populares.

—Tienes que mantener la calma, no estás sola y además, yo conozco a Zaira y sé que no nos abandonará —le dijo al oído, con la aprehensión de la irritación de la vigilante.

—Flogos, morirá.  Y con él Aimatos y Alopex —insistió Schià, levantando su delgada cara.  Eucide se puso rígida: la idea de que Alopex pudiera morir la inquietaba. Una amistad y estima infinitas la unían a Aimatos, a quien había conocido desde hace tiempo, pero la mayor ansiedad era por su pareja que había entrado recientemente en su vida.

—Te interesa Flogos, ¿verdad? —le preguntó, sonriendo, olvidándose de sí misma.  La jovencita asintió.

—Entonces lucha por él y hazlo al extremo, si realmente tienes en ti un poco de amor —le gruñó en la cara.  La amiga no comprendió, estaba demasiado asustada.

—Todo lo que hagas, será por él y te salvarás.  Lucha por amor y serás fuerte como nadie en el mundo —la tomó en brazos.

—El Destino ya decidió por él —se opuso, sollozando.

—Entonces lucha contra el destino, enfréntalo, no dejes que todo fluya innecesariamente —susurró.

—Es un sacrilegio ir en contra del Destino.

—Tal vez, pero él aprecia los héroes y los ayuda si son valerosos y tú, como Zaira y yo, podrás salvar a Flogos y a los demás.

Ella parecía convencida. Dejó de lloriquear y Eucide sintió que había ganado con ella, confiando en lo que más creía: los sentimientos. ¿Pero ella, una criada del hijo del lobo, creía en esos sentimientos exaltados? ¿Habría luchado por amor o para salvar su pellejo? Solo el hecho de preguntárselo, no era una buena señal. Sin embargo, pensó en Alopex y se preguntó qué estaba haciendo en ese momento. Y se lo imaginó