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Al amanecer soltaron los caballos y cargaron las pocas provisiones en las balsas que empujaron hacia el río. Las mujeres subieron primero. El fuego todavía languidecía en la orilla. Una fina niebla flotaba sobre la izquierda. Todavía no hacía calor, el aire fresco los hacía rápidos en sus movimientos, pero Zaira no se sentía segura, la oscilación del bote la hizo sentir aprehensión.
—¡Flogos! ¿Estás seguro que estas cosas no se hundirán antes de llegar? —le preguntó irónica. El compañero, en la otra balsa con Schià y Alopex sonrió disimuladamente. Entonces ella buscó el apoyo de Aimatos que estaba por dar el empujón decisivo a la orilla para partir.
—Tranquila, ese sabe lo que está haciendo —fue preciso. No veía la hora de irse, era el más tenso de todos. Eucide estaba con ellos.
De repente oyeron un ruido que pospuso la partida por un momento, un claro ruido de cascos. Permanecieron inmóviles, hasta que la hija del futuro entendió lo que estaba sucediendo. No muy lejos, el rey se detuvo con sus hombres y los miró mudo, con el caballo inquieto debajo de él. Un viento desconocido agitó su gran capa. Zaira se quedó petrificada al mirarlo.
—Es Dunamis —susurró. Aimatos tuvo un momento de desconcierto: había considerado la posibilidad de que llegara antes de tiempo, tenerlo a unos pocos pasos reavivaron en él, el deseo de vengar a Sirta, en contra de cualquier otra promesa hecha. Desenvainó su espada y comenzó a bajar de la balsa, pero la mano de Eucide lo detuvo.
—¡Vámonos! No tendrá manera de alcanzarnos —dijo la criada duramente e hizo un gesto también a los otros para que prosiguieran. Fue ella, quien empujó con un pie al mismo tiempo que Flogos. Dunamis lanzó el caballo hacia su dirección, mientras las balsas eran absorbidas por el rio y se alejaban rápidamente.
—¿Por qué demonios la empujaste? —exclamó Aimatos sujetando a Eucide por los hombros.
—Debemos llegar al otro lado —gruñó ella obstinada, del todo indiferente a sus asuntos suspendidos, a su deseo de troncar definitivamente la vida de ese perro sarnoso.
—¿Sabes que le has salvado la vida? —la sacudió, mientras la embarcación daba vueltas sobre sí misma. Flogos ordenó que controlaran el timón, pero ninguno de los tres parecía escucharlo. Zaira perdió el equilibrio, cayó de rodillas sobre los maderos duros. Se sujetó a los nudos de las cuerdas para no resbalar en los vórtices que aparecían a su lado. Pero sus ojos estaban sobre Dunamis que entró en el agua por unos metros, seguidos por sus tres hombres.
—¡Zaira! —gritó a todo pulmón. Ella inmóvil siguió mirándolo. Podía verlo bien, luego las lágrimas le ofuscaron la vista, veloz buscó como liberarse de ese velo injusto. Se dio cuenta que estaba decidido a cruzar el Esperqueo a caballo, una tarea absurda. Se arrastró hasta el borde de la balsa. El corazón estaba en la garganta, la sangre fluía por las venas a la misma velocidad que la corriente del río.
—Que ese bastardo lo intente, que intente cruzar este infierno y que los dioses lo hagan desaparecer definitivamente —sentenció Eucide, quien estaba emocionada al presenciar lo que estaba sucediendo. En ese momento, Aimatos tomó el timón e intentó mantener una especie de rumbo que no los hiciera hundirse.
—¡No lo haga, majestad! —finalmente Zaira logró gritar con todo el aliento que tenía en el pecho, lastimándose así la garganta. La herida aún no curada se abrió bajo el vendaje negro. Su voz entró en el rey que la distinguió bien en ese estruendo. La buscó, sin parar su carrera, con el agua ya en el pecho y el caballo que con dificultad mantenía su hocico en alto.
—No me detendré, no lo haré ahora —gruñó para sí mismo y prosiguió. Zaira gritó una y otra vez, no dejó de hacerlo hasta el momento en que perdió la voz. Comenzó a golpear la madera con enojo, sin apartar su atención de él. Incluso Aimatos lo miró asombrado. Cuando desapareció entre las olas, tuvo un sobresalto y la balsa volvió a girar. Zaira lo buscó por unos minutos, lo llamó ronca, pero nunca lo volvió a ver, no emergió. Incrédula, se dejó caer sobre los codos y respiró con dificultad, segura de que estaba a punto de desmayarse. Ella permaneció lúcida para rezumar toda la angustia lo sucedido empezó inmediatamente a reservarle.
—¿Será posible que los dioses hayan querido esto? —suspiró exhausta, perdida bajo la mirada diamantina de Eucide quien rio. La fulminó irritada y derrotada.
—Ese perro merece este final —dijo la esclava suscitando la curiosidad de Aimatos.
—¿Merece? —subrayó el hombre.
No lo dijo, pero estaba segura que Dunamis no estaba muerto. Sabía que los dioses no lo abandonarían. O tal vez, lo esperó para no perder la llama de odio que parecía alimentarla cada día. Por lo tanto, no respondió, silenciosa buscó a los otros compañeros que estaban poco distantes.
Tocaron la orilla opuesta antes de lo previsto, el peligro mayor había sido superado con un poco de suerte. Abandonaron las balsas rápidamente, sin emitir palabra alguna. Zaira bajó con la cabeza agachada y copiosas lágrimas que le bañaban el rostro. Se dejó caer sobre la hierba, y se llevó las rodillas al pecho. Deseaba solo llorar, sentía que podía hacerlo por siempre. El sentido de culpa no tardó, la consciencia de haber sido responsable del final del rey fue terrible, el hecho que Dunamis estuviera muerto y que no lo volvería a ver fue insoportable. Saber que había fallecido era diferente que decidir no regresar con él; perder toda esperanza era algo que no había jamás imaginado. Los brazos de Aimatos la envolvieron delicadamente en una condolencia que de alguna manera parecía unirlos.
—Yo lo maté —aseguró afónica, y golpeando su cabeza sin cesar.
También él se sentía vacío. No estaba feliz por ese final, no como había siempre creído. Envolvió a la extranjera con fuerza y engulló ríos de saliva para no llorar, rechazó la idea de derramar una sola l+agrima por el hijo del lobo, por el hombre que había convertido su vida en un infierno, por aquel que lo había humillado, torturado, ofendido y burlado una infinidad de veces. Los compañeros, tristes también ellos, los miraron desconsolados. Presenciar esa escena había sido impactante, especialmente para Schià que se acurrucaba a Flogos.
—¡Pero mírenlos! ¡En vez de festejar, están angustiándose por un perro menos en este mundo! —dijo Eucide fuera de lugar. Nadie la aprobó como lo esperaba ella.
—Si realmente piensas que tú, Zaira, lo mataste, deberías estar orgullosa, ¡has eliminado a la peor bestia de toda Hélade! Y tú, Aimatos, ahora eres verdaderamente libre, ¡tú amo ha muerto! —rio despiadada. El hombre la miró feroz.
—Cállate —apretó los dientes.
—Tal vez has olvidado la muerte de tu hermana, ¿amigo mío? ¿Tal vez quieres que te recuerde lo que sucedió? —astuta no cedió.
—¡Te dije que te callaras! —se levantó amenazador. Eucide retrocedió atemorizada.
—Ustedes son ridículos —fue obstinada. Miró a Zaira que había dejado de llorar y que ahora miraba el terreno.
—Ella escogió huir de él —gritó cruelmente, sola en ese altercado. Aimatos estaba a punto de arremeter contra ella.
—Una palabra más, Eucide, y te reunirás con Dunamis ante Hades —susurró la extranjera sin moverse. Todos temblaron. Pronunciar el nombre del dios de Ultratumba estaba prohibido entre los Aqueos que lo llamaban Agesilao para evitar una blasfemia.
—¿No te parece un poco tarde para defender tu gran amor? —Eucide parecía buscar problemas. Zaira levantó los ojos enrojecidos. Le reservó una expresión de combate.
—Vete a festejar a otro lado, me estas molestando —concluyó secamente, volviendo a poner la cabeza sobre las rodillas flexionadas.
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Dunamis yacía en la orilla opuesta del río, distante del punto donde los fugitivos habían desembarcado, el sol ya lo estaba calentando. Hundido en el barro, apenas respiraba. Los latigazos del Esperqueo lo habían marcado en los brazos y las piernas, pero la armadura lo había protegido. Artemisa corrió en su ayuda, rogándole al dios del río que le permitiera vivir. Él, la había escuchado y lo había puesto en el lugar en donde ahora estaba recuperando lentamente el sentido. Levantó la cabeza adolorida y se quitó el yelmo, tosió repetidamente, escupiendo agua amarga. No se daba cuenta de lo que había sucedido, no recordaba los sucesos. Permaneció ahí por largo tiempo, moviéndose poco y murmurando palabras sin sentido, quejándose. No tenía sentido del tiempo: habian pasado dos días, pero él no podía saberlo. Su diosa lo había mantenido alejado de los animales salvajes y ahora estaba buscando el apoyo de todos los inmortales para sostenerlo. También Afrodita estaba a su lado, no había querido que muriera, porque con él habría muerto también el amor por el cual estaba prodigando.
Finalmente abrió los ojos, luego regresó a la realidad, recordó lo sucedido, pero cada intento de levantarse fue en vano. Siguió respirando mal y la vista seguía empañada, recordó también la muerte de sus hombres y la pérdida del amado caballo. El señor de un poderoso rey estaba solo y sin ejército, expuesto a los riesgos de la vida como cualquier otro hombre. No pensó en los dioses que, en cambio, lo vigilaban, una angustia sin consuelo lo hizo desesperar, jadeando su orgullo herido. Todavía estaba Zaira en su mente y el amor por ella que lo había arrastrado a esa amarga derrota. Arqueó la espalda en una respiración evitada por la armadura pesada. ¡Qué habría dado para tener a la futura hija a su lado, para pedirle ayuda, para recibir incluso una caricia fugaz de ella! Quería morir mirándola a los ojos. También Aimatos entró en su melancolía y el odio estalló de nuevo, ¡porque había sido él en alejarla! Ahora que había rozado las costas de Hades el invisible, que había vislumbrado su desolación, quería aún matar a ese bastardo. Él comenzó, preguntándose si ella también sufría sus propios dolores, si había conocido la furia del Esperqueo. La recordó mientras le imploraba que se detuviera, su voz le martilló en el cerebro, obsesionándolo con el eco de un racionamiento desconectado. Cayó nuevamente en la inconsciencia. ¿En dónde se encontraba Zaira? ¿Cuánto tiempo había pasado? Tenía que reaccionar, encontrar un apoyo en sí mismo, vencer ese reto del Destino. ¡Él era Dunamis de Astos, no podía morir, no de esa manera! Trató de ponerse de pie, pero los músculos de los brazos cedieron y volvió a caer en el fango. Cerró los ojos opacos, olvidando que estaba vivo, descendiendo a un estado de absoluto olvido. Delirante. Dijo tonterías y agotado se desmayó.
Fue Afrodita quien lo sacó de la arena, lo limpió y restauró su verdadera apariencia. Lo dejó en las manos amorosas de Artemisa, quien pronto regresaría y lo ayudaría, como era correcto que lo hiciera.
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Sin Dunamis detrás de ellos, los fugitivos se tomaron su tiempo para llegar al golfo de Maliacus y acampar en la costa. Zaira y Aimatos habían estado unidos uno al lado del otro en una condolencia que los unió aún más. Parecían comprenderse uno al otro, la pérdida irremediable del rey los angustiaba, aunque por motivos radicalmente diferentes. Schià y Flogos sentían piedad hacia ellos, inconscientemente no aceptaban de buen agrado la muerte así cruenta de un hombre que en cualquier caso había demostrado valor en la batalla y en el gobierno de su reino. No aprobaban tampoco el comportamiento audaz y satisfecho de Eucide, que nunca dejó de recordar a todos lo que había sucedido. Incluso Alopex, inicialmente fascinado por ella, comenzó a mirarla con ojos diferentes, manteniéndose en silencio frente a sus manifestaciones jubilosas. Sin embargo, la criada parecía tener prisa de todos modos, a menudo girando o deteniéndose para observar la maleza. Parecía temer algo y Aimatos recordó sus palabras en la balsa, llegando a la conclusión de que por dentro no estaba segura de deshacerse realmente del gobernante de Astos. Pero Dunamis estaba muerto, el Esperqueo con su violencia no lo había perdonado, su fuerza humana no era suficiente para preservarle la vida. Todo iba despacio para ellos, estaban cansados y vacíos, paradójicamente faltaba el peligro constante y una especie de desaliento se cernía sobre la compañía inusual. Obviamente quien mostraba más angustia era Zaira que no decía palabra alguna, quien apáticamente aceptaba el sostén de Aimatos pero sin intercambiar sus gestos amables o sus palabras. Era de noche, cuando delante del fuego, Eucide regresó al tema de la escalada del Olimpo, irritando a Zaira que ya no tenía nervios, que se sentía mal.
—Iremos contigo, te ayudaremos a llegar a la presencia de Zeus poderoso —le dijo y asumió el aire que quien había perdido el comando del grupo. Los otros no replicaron, todos estaban de acuerdo aunque no amaban a esa muchacha de maneras duras.
—No quiero tu ayuda —la extranjera habló después de guardar mucho silencio. Ni siquiera la miró a la cara. Había soportado est+oica su odiosa satisfacción.
—No estás en posición de rechazar, Zaira —le hizo notar la criada. La hija del futuro la miro queda.
—Tú no tienes que preocuparte de mi posición —resopló. Estaba a punto de actuar, tal vez habría sido mejor, porque se estaba apagando con cada minuto que pasaba.
—Somos amigos.
—Yo no soy tu amiga, dejé de serlo en el momento en que te reíste de mi dolor —puso las cosas en claro.
—Estás molesta y te entiendo —se apresuró a unirse a ella para sujetarle las manos, pero Zaira retrocedió.
—¡Aléjate de mí, no te atrevas a tocarme! Vete, no quiero escucharte y no quiero nada de ti —siseó. Eucide vio en los ojos de la extranjera una profunda desesperación que quería ignorar. Entonces sonrió y le dio la espalda.
—Ese bastardo fue hábil, te engañó bien, pero con el tiempo comprenderás que su muerte fue la mejor cosa para todos —concluyó. Abandonó la compañía sin ser retenida. Zaira se llevó la mano a la garganta que había vuelto a dolerle.
—Nosotros queremos realmente ayudarte —susurró sorpresivamente la pequeña Schià. Su voz suave la golpeó.
—Lo sé —aseguró con calma.
—Deja que tus amigos estén a tu lado, tu para nosotros has hecho mucho —la jovencita se acercó despacio.
—No quiero que arriesguen la vida, han luchado tanto para ser libres.
—La arriesgaremos otra vez —sentenció el sombrío Flogos.
—¡Por supuesto! ¡Además no queremos dejar escapar la ocasión de ver el hogar de los dioses! —quiso disminuir la tensión Alopex, siempre a la caza de nueva emociones. Zaira se levantó lentamente, deseaba estar sola.
—No conozco las leyes de sus dioses, no se a que se enfrentarían —dijo. Tristemente se sentó junto al mar besado por la luna llena. Aimatos no quería dejarla sola, también porque ella a su vez lo ayudaba a soportar la pesadez que llevaba por dentro. Durante mucho tiempo permanecieron en silencio, tristes y pensativos. Entonces Zaira suspiró exhausta, despertando al esclavo de sus propias preocupaciones.
—Lo amaba —se quejó. Aimatos la abrazó, a pesar de que esa afirmación lo hubiese herido—. Lo amaba realmente y le hice daño —siguió, apoyando el rostro sobre el pecho del amigo que la abrazó dulcemente.
—Olvídalo, como hiciste el día que escapaste de Astos —le susurró. Deseó que ese sentimiento fuera reservado a él, aunque sabía que eso nunca sucedería.
—No quería matarlo —levantó la cabeza, lo miró a los ojos azules.
—No lo mataste.
—Lo hice. Abandonándolo, permití que nos siguiera y... —insistió.
—Nos habría seguido igualmente, su odio hacia mí no lo habría detenido —fue sincero.
—Tal vez su amor por mi...
—Dunamis no sabía amar, no lo podía hacer, en su pecho no había corazón —reveló una patética ignorancia que Zaira no contradijo. Sacudió simplemente la cabeza y lloró nuevamente entre los brazos de Aimatos. Luego se calmó y miró el mar oscuro y tembloroso. También él miró ese espectáculo fascinante, se dejó arrastrar por los recuerdos, los más terribles y luego los más bellos. Recordó el día en que supo de la muerte de su hermana Sirta; recordó los latigazos en la espalda por las palabras duras y los insultos hacia el soberano; recordó la frialdad, la sonrisa de desprecio. La ira de Aimatos nunca había encontrado paz, no se había jamás aplacado y aun así, todo parecía terminado, lo sentía presionarse dentro de él e imaginó, ilusoriamente, la posibilidad de poder luchar con el hijo del lobo.
—Ojalá estuviera ya en el Olimpo —Zaira lo sacudió. Él sonrió torpemente. Él en cambio, deseaba que permaneciera entre ellos, que no regresara a su tiempo; Habría querido darle toda la felicidad del mundo ahora que Dunamis se había ido, porque habría podido hacer que lo olvidara, le habría hecho comprender cuánto podría él amarla. Él no quería llegar al Olimpo, no quería que todo terminara, incluso si le había prometido su ayuda.
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...y Selene, la dama de la estrella de la noche, quería cumplir el deseo de Zaira. De Helios, dios del sol, obtuvo los rayos que serían riendas; dos espléndidos corceles alados blancos, con melena dorada, tenían de Hipnos creador de los sueños; robó al cielo las estrellas más brillantes para hacerlas ruedas veloces. Colocó su creación en la costa rocosa del golfo y suavemente, sin temblar, despertó a la extranjera que dormía agitada. Ella abrió los ojos ante su ligero toque y la vio, quedando sin aliento, sin poder siquiera gritar. Selene tenía ojos tan oscuros y profundos como la oscuridad, el cabello muy largo con reflejos plateados; su vestido era blanco y brillante y su sonrisa tranquilizadora y maternal. La reconoció, como si la conociera. Pronunció su nombre con miedo y el ser de otro mundo no ocultó su asombro.
—¿Entonces sabes quién soy? ¿Tú que no eres de este mundo, no eres parte de los mortales que me veneran? —le pidió, acercándose envuelta en su irrealidad. En la cabeza llevaba una corona llena de diamantes que emitían una intensa luz. Era muy pálida. Zaira sacudió la cabeza todavía confundida.
—No me has olvidado, mortal. Por eso ahora quiero ayudarte —le dijo. Zaira no comprendió—. No has dejado de agradecerme por la luz que te di la noche de tu victoria en la Ciudad Blanca —siguió y le acarició la mejilla, infundiéndole paz.
—Entonces te hiciste grande para que yo pudiera dar en el objetivo —balbuceo humildemente, orgullosa de haber comprendido desde el inicio como habian pasado realmente las cosas. La diosa asintió benévola.
—Y ahora estoy aquí para ayudarte, mortal elegida por el Destino poderoso —la indujo para que la siguiera, entre los compañeros durmientes, en la costa. Zaira vio el carro divino. Quedó sin aliento: una maravilla sin igual se paró delante, pero lo que hizo que temblara fue el hecho que todo era verdad, tangible, similar a un dibujo y sin embargo concreto.
—¿Por qué? —preguntó atónita.
—No es importante, eso no te ayudará a cambiar tu destino. Ustedes los mortales son obstinados y tontos a veces y yo los entiendo, porque te tengo cariño. Pero recuerda una cosa, extranjera, no lograrás burlar al Destino que todo lo dispone —quiso decirle oscura. Zaira quiso responderle, la buscó a su lado, pero ya no estaba allí, se había disuelto en silencio, dejándole su regalo. Dio unos pasos de un lado a otro, pero ella realmente se había ido. Lentamente se acercó al carro reluciente, los caballos irreales que estaban atados, tenía miedo de tocarlos, temiendo que todo pudiera disolverse como si fuera un sueño. Tal vez lo era.
—¡Nunca había visto algo así! —exclamó una voz a su espalda. Ella gritó del susto. Miró a Alopex. Luego suspiró de alivio. El compañero se acercó con ella a los caballos y sin dudar acaricio el hocico de uno de ellos.
—¿Cual dios quiso esto? —la interrogó con desconfianza.
—Selene —respondió.
—Es benévola. Creí que podía ser un engaño —arrugó las cejas, luego sonrió satisfecho y respiró profundamente con su aire simpático, un poco superficial, pero siempre capaz de dramatizar los momentos más pesados— ¿Sabes cuál es el lado positivo de todo esto, Zaira? —Le dijo provocándole curiosidad— No tendremos que caminar. Sin caballos sería realmente un largo camino al Olimpo y ¡no hablemos de la escalada! Digamos la verdad, ¡ninguno de nosotros estaba entusiasmado ante la idea! —rio de gusto y Zaira con él. Era la primera vez, desde la muerte de Dunamis, que reía; hacerlo le dio una bocanada de vitalidad, una fe renovada en su último objetivo, si bien la tristeza se apoderó nuevamente de ella.
—¡Habla por ti, Alopex, del Ática! ¿Qué clase de soldado eres si te asusta una marcha hacia el Olimpo? —intervino Eucide que se había despertado con los demás. Zaira no tomó en cuenta la ironía de la esclava, no le digno siquiera una mirada.
Schià quedo extasiada, una visión similar fue pan para sus dientes. Excitante se apresuró al carro divino. Luego buscó a Flogos, que la alcanzó.
—¿Qué significa? —preguntó.
—Que los dioses nos son favorables y, en vista de la situación, podemos considerarnos afortunados —le dio un golpecito sobre la nariz. Ella se encogió de hombros y bajó los ojos, enrojeciendo. Flogos la emocionaba con poco.
El único que no demostraba entusiasmo fue Aimatos que de esa manera del todo imprevista vio la permanencia de Zaira a su lado notablemente reducida.
El primero en subir fue Alopex, seguido por Flogos y Schià, al final por Eucide. Zaira no pudo detenerlos, habría podido ir sola con la ayuda de Selene que ciertamente estaba a su lado, pero la amistad de los compañeros apagó cualquier intención de disuadirlos. Sin embargo, Aimatos no se movió y quedó mirando el carro con tristeza en su rostro aún adormecido.
—No te culpo si quieres quedarte —dijo la extranjera, como queriendo saludarlo. Él saltó y sonrió forzadamente.
—No eres capaz de partir con esas dos bestias —se dirigió hacia el centro con paso firme. Pospuso su disidencia, tenía que cumplir la promesa hecha a la hija del futuro. Subió y arrancó las riendas de las manos de Alopex, obligándolo a ir detrás. Él protestó, pero sin éxito.
—Adelante, Zeus te está esperando —la incitó. Zaira lo alcanzó, sentándose a su lado.
—¿Estás seguro de ser capaz? —le tomó el pelo. Aimatos rio. Las riendas impactaron en los lomos de los corceles que veloces se liberaron en el aire. Fue una sensación indescriptible: terrible y estupenda al mismo tiempo, especialmente para los Aqueos que nunca habian tenido una idea del vuelo. Corrieron hacia el mar, sobre la superficie del agua tranquila, todavía besada por la luna, por un largo tramo, luego comenzaron a elevarse, dejando atrás un rastro cristalino que, desde la distancia, parecía la cola de un cometa. El aire era fresco. Subir fue aún más. La noche parecía abrirse a su paso.
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Dunamis vio el intenso brillo de su paso en el cielo y su corazón saltó a su pecho, mordido por una nueva angustia injusta. Comprendió que era Zaira y de su fuga a quién sabe qué lugar. Los dioses la estaban ayudando a alejarse de él permanentemente. Estaba volando lejos y él no podía volar. La terrible sensación de irremediabilidad que había logrado evitar hasta ahora cayó sobre él. La herida secreta del dardo de Eros sangraba profusamente, la certeza de haberla perdido era insoportable. Le pareció que tenía una cuchilla clavada en el pecho. Se levantó de su cama improvisada y caminó, mirando el resplandor que se elevaba y se alejaba cada vez más. Comenzó a correr con su largo paso, sujetando su espada. Corrió durante mucho tiempo, sin rumbo, solo con la intención de no perder de vista ese punto brillante. Corrió a lo largo del río, en la maleza, entre la espesa vegetación. Luego no vio nada, la oscuridad aún triunfaba, solo quedaban las estrellas inmóviles para hacerle una triste compañía. Agotado, se detuvo y cayó de rodillas, sus ojos ardientes pero inundados de lágrimas que no conocía y que se limpió con enojo con la muñeca.
—¿Acaso el Destino está en mi contra? —gruñó.
Su diosa estaba a su lado sin que él pudiera saberlo. Con una ola de rabia, Artemisa montó sobre la cierva divina para dirigirse también hacia el Olimpo, pero a una velocidad mil veces superior de los caballos inventados por Hipnos. Llegó inesperadamente en el atrio de la sala real, en donde el padre estaba en un banquete alegre y despreocupado, como siempre. Zeus apoyó la copa de oro de ambrosia sobre la preciosa mesa, viéndola delante evidentemente alterada.
—¿Qué te trae a mí, hija mía? —la saludó.
—¡No salvé a Dunamis de Astos para verlo derrotado! —lo acusó directamente. El dios supremo no escondió cierto fastidio por la arrogancia de la diosa de la caza.
—¿Otra vez él? Sabes bien que no amo escuchar su nombre, Artemisa —le recordó seriamente.
—Dunamis de Astos me es querido, padre —contestó.
—Dunamis de Astos es siempre querido a alguien que le evita el final, pero no lo es para mí que lo estoy tolerando entre los inmortales —se levantó. Era realmente imponente el padre de los dioses y de los hombres.
—¿Por lo tanto no te importa? —Artemisa hizo una especia de capricho.
—¡Esta elección tuya nunca me ha hecho feliz y tú lo sabes! No sé qué le haya pasado a tu preferido, de todas formas no me vengas a pedir una ayuda que no quiero darte —cortó cualquier intento por parte de la hija. Pero ella estaba determinada e intentó decir algo más.
—¿No has oído la voluntad de nuestro padre? —la interrumpió Atenas recriminando, quien estaba al lado del padre y su hija preferida.
—Estoy aquí para discutir con él, quien es también mi padre —se rebeló.
—¡Estás aquí para pedir que ese mortal tramposo sea ayudado y yo en esta ocasión me opongo! —sentenció la diosa nacida de la cabeza de Zeus.
—¿Y cuál sería el motivo?
—Aimatos es libre, nada más me interesa y mucho menos los pactos del hijo del lobo —se imputó. Entonces Artemisa sonrió levemente.
—Temes un enfrentamiento entre ellos. Evidentemente no lo consideras fuerte como dices —la provocó. Atenas cayó en la trampa. Tuvo la intención de atacarla con su larga lanza.
—No es sobre guerra lo que se debería hablar —las detuvo la intervención de Afrodita que bellísima apareció y encantó a Zeus, particularmente sensible al encanto femenino. Afrodita no era su hija. La diosa de la caza la miró e inmediatamente comprendió que su intervención podría haberle trtraerle una ventaja: la diosa del amor sabía cómo convencer, el padre estaba acostumbrado a ser convencido por una hermosa sonrisa y algo más.
—Deberíamos hablar de amor —suspiró sensual, acariciante. Atenas alzó los ojos al cielo, asqueada por esos modos.
—¡Dunamis no puede amar! —exclamó exasperada. La hija de Urano la miro queda.
—Dunamis fue herido por Eros. ¿Eso te puede bastar, Atenas? —susurró. La otra tuvo que callar. Las flechas del pequeño dios eran letales para cualquiera, comprendió al rey de Astos. En ese punto Zeus se interesó en el tema.
—Déjenme entender... —dijo. La bellísima se acercó a él lo más posible para embriagarlo con su aroma, y contarle la historia desde el inicio hasta el final, usando un tono dramático y conmovedor que irritó a Atenas al extremo. Artemisa no se entrometió, conocía la capacidad de Afrodita.
—Como ves, poderoso entre los poderosos, Dunamis de Astos podría también redimirse de todo el mal cometido si solo tú, en tu gran magnanimidad, le concediese una posibilidad, la última. Luego será Hades el tenebroso quien decida su suerte —concluyó suspirando. El dios canoso frunció las abundantes cejas.
—¿Y qué debería hacer por él? —torció la gruesa nariz. La diosa del amor posó los ojos azules en Artemisa que a su vez miró la enorme águila inmóvil al lado del trono del padre. Era un animal imperioso y por las dimensiones insólito; apreciado por Zeus, era solamente suyo y solo él podía dirigirlo. El gran pico era brillante y se decía que era de hierro; los ojos eran amenazadores y el parpadeo de los párpados, típico de las aves, impresionaba por la lentitud. El viejo saltó ante esa petición tácita.
—No es posible —estalló sin rodeos, pero la bellísima lo hizo capitular prácticamente inmediato—. ¡A nadie le concedo montar el águila querida por mí! —se defendió.
—Es para una causa justa —le hizo notar Afrodita descubriendo un poco el hombro redondo y blanco.
—Todo lo que tenga que ver con Dunamis no puede ser justo —soltó. Era hostil al señor de Astos, poco amistoso en sus relaciones y eso provocó dolor a Artemisa.
—¿También con lo respecta a mí? —presionó la hermosa. Zeus fue miserablemente vencido. El silencio se hizo absoluto, mientras Atenas silenciosa se fue a vigilar a su mortal preferido, para que nada le sucediera ahora que las cosas se ponían mal, ahora que Dunamis lo alcanzaría.
Bastó un gesto de Zeus y el rapaz se fue al centro de la sala para escuchar las disposiciones mentales. El pájaro se inclinó, artemisa subió a la grupa, sujetándose a las largas y suaves plumas.
—Gracias, padre —susurró. El dios no respondió. Entonces miró a Afrodita quien triunfante la miraba con una expresión complaciente.
—Gracias también a ti, bella entre las bellas —agregó. La otra hizo un cesto con la cabeza.
—Artemisa voló veloz a donde estaba Dunamis con su derrota. Cuando planeó delante de él, el rey tuvo un momento de pánico, porque ver el Aguila de Zeus era un raro privilegio, pero también una señal poco benévola y Prometeo podía confirmarlo. Observó a su diosa, esta vez no pudo pronunciar una frase que no fuera un murmullo desconectado. Retrocedió. ¿Qué demonios le sucedería ahora? La suerte nunca había sido muy amiga últimamente, su desconfianza era legítima.
—Los fugitivos se dirigen al Olimpo —le reveló la diosa de la caza, bajando ágilmente de la bestia que abrió las alas—. Zeus poderoso conoce el camino que Zaira tendrá que recorrer para regresar a su tiempo. Selene la luminosa quiso ayudarla y yo obtuve la gracia del padre de los dioses para ti. No es benevolente contigo, recuerda eso —agregó, pero el hombre no parecía tener el coraje de subir al águila —¿Renuncias a la posibilidad que se te ofrece, Dunamis de Astos? —retumbó ofendida. Negó frenético. ¡Se trataba de una concesión verdaderamente excepcional y luego al tener la confirmación de que el propio Zeus estaba en su contra no era tranquilizante! Sin embargo, avanzó.
—No pierdas tiempo porque se está acabando —lo exhortó. Esas palabras lo indujeron a no tener más temores. Saltó sobre la bestia que emprendió repentinamente el vuelo hacia el cielo oscuro. Dunamis se sujetó a las plumas con toda la fuerza posible.
—No te permitiré dejar mi tiempo, Zaira de Enotria. No te permitiré dejarme —gruñó. No empleó mucho tiempo para encontrarse consigo mismo, sentía crecer por dentro el vigor y la seguridad que por meses parecían haberlo abandonado. Estaba listo para pelear, a su manera, con la furia que lo convirtió en el rey más temido de toda Hélade. ¡Que los dioses lo hayan querido!