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Volar fue para los fugitivos una emoción que nunca olvidarían: ver las tierras distantes alrededor, los volvió eufóricos, un poco inconsciente en la creencia primitiva de sentirse más cerca de los inmortales. Tuvieron miedo con el giro de los corceles, los golpes y los vertiginosos ascensos. Pero ellos sentían que fueron elegidos. La puesta de sol coloreaba el cielo cuando vieron el Olimpo a lo lejos. Habían viajado durante todo un día entre las nubes. Se quedaron inmóviles admirando ese lugar prohibido. Aimatos frenó los caballos alados. Quedaron suspendidos en el aire. Zaira miró atentamente el monte sagrado, la morada de los dioses, la meta de su viaje. En sus ojos se encendió una luz indefinible, una lágrima de extraña felicidad brilló como un diamante. Se envolvió en la chaqueta y apretó los dientes. El esclavo la observó, captando la decisión de regresar a casa.
—Todo este absurdo está por terminar —dijo cansada, a un paso de la realización de un sueño y el suyo era el de irse de ese tiempo que no tenía nada que darle, ¡ahora que Dunamis no estaba más! ¡Quería olvidar, aunque sabía que sería difícil, pero quería borrar ese largo período sin sentido, anular el recuerdo del rey y de su trágica muerte! Estaba dispuesta a todo con tal de terminar con esa vida dificultosa. Resopló exasperada, abrumada con el sentido de culpa que la atormentaba.
—Acelera —ordenó. El amigo obedeció. Luego detuvo nuevamente a los caballos y encontró la contrariedad de la extranjera.
—¿Estás segura de querer hacerlo? —trató en vano de disuadirla. Ella sonrió irónica.
—¿Qué preguntas haces? Es el único modo que tengo para dejar este tiempo que no me pertenece —soltó cortante. Él asintió derrotado, espoleó nuevamente a las bestias, aumentando la velocidad en una carrera desenfrenada en el vacío, en dirección a la cima más alta de la Hélade. El Olimpo visto desde ahí era aún más misterioso y amenazador, con nubes opacas envolviéndolo sin mostrar su ápice.
Dunamis los vio bajo él. Distinguió nítidamente a Zaira, luego a Aimatos, al lado de ella. Su rival estaba a pocos metros de él, lo podía ver mientras dominaba a los corceles irreales de Selene. Eran tan pequeños, vulnerables, fáciles de batir. Sonrió capcioso. Empuñó la espada. Dirigió el águila en picada sobre ellos sin pensar mucho, ansioso solamente de cortar la garganta de Aimatos y mirar su sangre caer en la tierra lejana. En ese momento Zaira levantó la cara, distraída por el aleteo de las alas del enorme pájaro. No entendió inmediatamente que estaba sucediendo. Su mente no entendió al ver esa sombra oscura que estaba sobre ellos. El factor sorpresa jugó decisivamente contra ellos. Abrió los ojos, creyó ver a Dunamis en el lomo del pájaro. Escéptica parpadeó varias veces, mientras se llenaba de llamas en una nueva improbable dicha.
—No puede ser —dijo con la voz quebrada, una evidente confusión la mordía, la felicidad fuera de lugar al saberlo vivo. Sus amigos se giraron con ella y tuvieron miedo de comprender que el rey tenía la intención de atacarlos para matarlos a todos. Schià gritó y se desmayó en los brazos de Flogos, quien la colocó en la parte inferior del carro para sacar su espada, como Alopex y Eucide. Aimatos azotó violentamente a los caballos para evitar la colisión.
—¡Sabía que ese perro no podía estar muerto! —afirmó la esclava, lista para defenderse. Zaira en cambio siguió mirando al soberano que los dominaba. Lloró. Su vida estaba en peligro y ella lloraba como una tonta sin ninguna intensión de defenderse, hipnotizada. Aimatos notó el anillo de oro en la pata izquierda de la bestia, comprendió que esa, era el águila de Zeus. El rey era asistido por los dioses.
—¡Zeus lo protege! —advirtió a los compañeros, mientras Dunamis bloqueó su camino.
—Lo dudo —gruñó Eucide, segura que esa concesión fuese el fruto de alguna intriga de Artemisa.
Los dos rivales se miraron quietos, en mitad del aire, uno más sombrío que el otro. No dijeron nada, en el pasado se habían insultado y amenazado bastante, había llegado el momento de actuar, esta vez no se detendrían. Aimatos sujetó la espada y se levantó, abandonando las riendas. Dunamis sonrió feroz.
—Aimatos d’Epiro —susurró, tenía ojos solo para él. Zaira quedó un poco desilusionada.
—Adelante, bestia, y que los dioses me ayuden cuando derrame tu sangre y la beba para tu salud —dijo el otro.
—Palabras fuertes las tuyas, como siempre —rió el rey. Pero Zaira tomó la brida y la chasqueó sobre los caballos que se encabritaron, partiendo veloces, pasando al lado del soberano para dirigirse directamente hacia el Olimpo. No quería esa lucha que sabía inevitable, no quería que se derramara sangre, no quería perder la ocasión de regresar a casa. Los amigos cayeron por el contragolpe, no tuvieron tiempo de replicar, no lo tuvo Dunamis detrás de ellos. Ya el monte estaba cerca, las nubes que lo cubrían se espesaron alrededor de ellos con una intensa neblina helada. A pesar de las frenéticas incitaciones de la hija del futuro, los corceles de Selene ya no obedecían y tomaban un paso tranquilo. Todos miraron a su alrededor preocupados.
—¿Qué demonios sucede ahora? ¿Por qué esta niebla? —se preguntó Zaira. El rey no la vio más, el frio le rozó el rostro y le dio un ligero sentido de sopor. Schià en el carro recuperó la conciencia y comprendió menos que los otros lo que estaba sucediendo.
—¿En dónde estamos? —preguntó.
—No lo sé. Una cosa es segura, estamos en problemas, hemos cruzado el umbral de los dioses y pagaremos esta afrenta —suspiró Flogos pesimista.
—Quiero ver como saldremos de esto —se quejó Alopex, irónico como siempre.
—Si es que salimos —precisó Eucide seria, porque no sabía encontrar el lado cómico.
—¡Me alienta el optimismo de ustedes! —los reprendió Zaira.
—Hay poco para ser optimistas, estamos solamente esperando que decidan como deshacerse de nosotros, si no lo has comprendido —se defendió el ático. La extranjera no pudo negar a sí misma una cierta perplejidad, no quería regresar después de tantas dificultades, quería ir hacia adelante si bien era una incógnita a la cual iban al encuentro unos inocentes. Miró alrededor y vio la nada, instintivamente busco a Dunamis, pero no lo vio. Pero estaba vivo. Agradeció a los dioses, esos dioses, y absurdamente se sintió serena.
––––––––
De repente, un brillo inusual brilló a través de la capa de nubes. El aire se hizo más frío. Dunamis también notó esa luz. Aferró las plumas del águila esperando que los eventos evolucionaran. Tenía que mantener la calma.
—El cielo quiera que sea lo que pienso —dijo Zaira sin quitar los ojos. La neblina empezó a disiparse, pero el frio penetrante continuó. Se abrió ante ellos una visión fantástica, algo de fábula y estupendo, que jamás una mirada humana había tenido el privilegio de poder admirar. Ya sea los fugitivos como su perseguidor se encontraron sobre una grandiosa acrópolis de cristal, los reflejos que se entrelazan en su transparencia dieron paso a una sucesión de colores del arco iris. De oro y de plata eran las elaboradas decoraciones que enriquecían todo el aglomerado. Mil y mil piedras preciosas exhibieron sus llamativos juegos de refracción, ambientados en los numerosos edificios. Todo estaba rodeado de extensos céspedes con hierba vítrea. En medio de esas extensiones, se destacaban árboles semitransparentes. No muy lejos, un arroyo con aguas claras corría sinuosamente, mostrando los guijarros del fondo, miríadas de lapislázuli. Sobre la ciudad había una escalera que conducía a un suntuoso palacio plateado con otras decoraciones. Como construcción, recordaba mucho al Partenón de Atenas, pero no era lo mismo, frente a las seis columnas dóricas había tantas estatuas de oro cobrizo, que representaban leones con dientes de rubí.
Habían llegado donde nunca lo había hecho un mortal, donde nadie había esperado ser alojado. Zaira estaba aturdida, ni siquiera podía creer que ese fuera el refugio de los inmortales. En ese mundo alienado había una atmósfera luminosa que recreaba la de la puesta del sol, pero allí no había sol. Eucide se asomó del carro con asombro; Alopex estaba paralizado y ni siquiera tenía fuerzas para comentar; Schià se refugió contra Flogos que observaron el espectáculo estupefacto. Dunamis, más alto que ellos, tenía esa visión increíble y nada pudo pensar en la emoción que lo sacudió.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Flogos.
—Vamos, aunque no sé en cual dirección —farfulló la extranjera.
—Aterricemos —sugirió Aimatos con nerviosismo, señalando la plaza frente al gran edificio principal. No le gustaba volar, no se sentía seguro. Pensaron por unos segundos, luego Zaira entregó las riendas al esclavo invitándolo a apuntar hacia la acrópolis.
Dunamis los vio en esa nueva carrera. Como un rayo los siguió, cayendo también en el violento y helado torbellino que los atacó, lanzándolos al aire como hojas secas. Les parecía que estaban girando como trompos y que no podían defenderse de ninguna manera. En la confusión de esos terribles momentos, Aimatos logró sujetar a Zaira para abrazarla. Las mentes de los mortales se oscurecieron, perdieron el sentido, cayendo ruinosamente en el suelo de ese lugar desconocido.
––––––––
El aire frío despertó a Zaira antes de abrir los ojos varias veces y sentarse con dificultad. La ira de los dioses los había abrumado. Contó a sus compañeros tumbados en el césped. Afortunadamente todos estaban allí. Dunamis también estaba entre ellos, separado del grupo. Reunió sus fuerzas para levantarse y se tambaleó hacia él. Se arrodilló a su lado. Estaba desmayado, con la cabeza sobre la hierba y el pelo en los ojos. Fue herido en la cabeza, la sangre contaminaba el cabello negro. Se acercó de nuevo con el temor de que estuviera muerto. Percibió su respiración. Ella lo contempló en silencio. Sintió que no era verdad poder hacerlo sin tener que enfrentar su mirada, sus palabras duras o su encanto invencible. Lo miró largamente, saberlo vivo la colmó de dicha, la sensación de escapar del peligro la hizo sentir vulnerable. Él, solo él, la hacía sentir alguien, algo; con él al lado sabía que podía luchar con todo y todos. Repentinamente, se ensombreció. ¿Por qué dejaba que su determinación viniera de él, de su presencia, de su sola existencia? Y además, si era así, ¿qué sentido tendría regresar a su tiempo en donde el rey no estaría? Cayó en la confusión, esa que desde hacía tiempo había evitado. Tenía que irse, no era correcto que estuviera ahí, sus sentimientos la estaban reclamando. Cerró los ojos y tragó saliva, un nudo en la garganta le provocó dolor. Lo amaba, lo había amado desde que lo había conocido; se había revelado a él, a sus abrazos y a sus palabras, pero lo amaba y por un momento creyó de haberlo amado mucho antes de su existencia, de haberlo esperado cuando de niña imaginaba ser grande. Había llegado, o mejor, ella lo había encontrado, pero era todo imposible. ¡No era justo! No pudo razonar, deslumbrada como estaba por la belleza injusta del hombre.
El corazón se detuvo cuando se dio cuenta de que tenía esos otros ojos plantados en ella. Se sonrojó, se sintió atrapada con las manos en la masa, comenzó a alejarse, de rodillas, hacia atrás. La mano de Dunamis sujetó su muñeca. Se sentó, sin dejar de mirarla.
—Majestad —susurró ella probablemente ridícula.
—Los dioses me permitieron reunirme contigo, no pienses en escapar de mí otra vez, no te dejaré —sentenció. Se levantó con ella que vacilaba. Él entró fácilmente en ella, la hizo sentir estúpida como solo él podía hacerlo. Luego sonrió engañosamente, poco amigable.
—¿Aimatos no te convenció de quedarte entre nosotros los Aquellos, hijos de Zeus? —le preguntó. Ella sacudió rápidamente la cabeza— Conozco su fuerza de persuasión —concluyó insinuante.
—Él dice lo mismo de usted —se aventuró. Encontró así el valor de hablarle y esa especie de placer al provocarlo.
—Es un loco que no se da cuenta de lo que hace y de lo que dice —cortó, pero en su tono había algo que Zaira captó sin darse cuenta. Estaba rígido, pero un fondo de titubeo lo manchaba.
—Es duro en sus juicios —le hizo notar. Se liberó de su presión aunque fue él quien se lo permitió. La miró con arrogancia.
—Yo soy su amo —le recordó.
—Aimatos no tiene amos, se liberó de sus cadenas, se defenderá hasta su último aliento. No se ilusione con poderlo doblegar —lo advirtió.
—No tengo ninguna intención de doblegar a ese bastardo, simplemente lo partiré —la fulminó. La extranjera perdió por un momento su aparente osadía— También te encantó. Siempre sabe cómo hacerse popular con sus fastuosas palabras de justicia y lealtad, sabe cómo hacerse amar con sus engaños, con el lodo que arroja al señor de Astos —casi se quejó. El viento de la venganza era casi tangible a su alrededor. Ella no tenía palabras. Efectivamente Aimatos tenía cierto carisma, lo mismo que Dunamis pero de manera opuesta— Y con engaños te hizo abandonar Astos y a mí —concluyó.
—Si dejé Astos, los motivos no son los que cree —lo defendió sin defensa, la enésima paradoja en esa historia.
—Escapaste de mi para regresar a tu tiempo —la provocó exasperado.
Zaira se sintió nuevamente desilusionada, estaba ahí para hablar con él, se había imaginado su encuentro diferente, ciertamente no basada en la personalidad del peor enemigo del rey.
Justo en ese momento Aimatos se recuperó. Se levantó de golpe, después de haber visto a Dunamis de espalda. Empuñó la espada y, sin que la extranjera lo viera, la apunto a la espalda, enderezándolo por la sorpresa. El rey no se movió. También los otros se despertaron y vieron la escena: Dunamis a merced de Aimatos, en clara inferioridad. Schià vio al hijo del lobo por primera vez. Ella lo miró con curiosidad, independientemente del drama de la situación. Entendió el amor de Zaira en un instante, porque lo encontró fascinante y majestuoso.
—Nuestro héroe se despertó, justo a tiempo para hacerse matar —dijo el soberano sin emoción, continuando a mirar a Zaira que en silencio le imploraba no actuar.
—¡No te será fácil salir vivo esta vez, Dunamis de Astos! —exclamó el otro triunfal, incrédulo más que los otros por la suerte benévola que volvía a su favor.
—Siempre el mismo, no has cambiado ni siquiera bajo el látigo de las Amazonas —rio Dunamis. Zaira negó con la cabeza, con un gesto lo invitó a callar.
—¡Vengaré a Sirta, como juré hacerlo el día que supe de su muerte! —gritó entonces el esclavo. El recuerdo de la hermana un poco más que una niña lo sacudía todavía. La extranjera vio una sombra sobre el rostro del señor de la fortaleza, pero no le dio importancia.
—La pequeña Sirta. La recuerdo bien —lo provocó, como si buscara su ira, como si lo estuviera invitando a hundir la espada.
—¡No pronuncies su nombre! —Aimatos estaba al límite.
—Me pregunto si Sirta estaría orgullosa de un hermano que ataque por la espalda por la cobardía de enfrentar al enemigo de frente.
El rival retrocedió dos pasos, permitiéndole girarse. Se miraron a la cara, después de tanto tiempo, tantos abusos e injusticias; después de las torturas y las humillaciones por parte del rey y las sentencias imposibles por parte del esclavo. Dunamis extrajo la espada, no dudó en enfrentarlo, ni una vacilación deformó sus calculados movimientos.
—No se enfrenten. No aquí —se entrometió Zaira, interponiéndose entre ellos.
—¡Quítate de en medio! —la invitó duramente el señor de la fortaleza. Ella entonces giró hacia Aimatos.
—No —le dijo, confiando en su sentido común.
—¡Quítate, Zaira! —fue la respuesta ronca.
—¡Esperen, no pueden cometer el sacrilegio de un enfrentamiento en tierra divina! —se inventó una excusa, pero las cosas eran realmente así.
—¡Muévete a un lado! —el esclavo retumbó.
—¡Zaira! ¡Sal de allí, te matarán! —Alopex la llamó preocupado. Eucide lo miró molesto, estaba demasiado ocupada con esa comparación para pensar en el destino de su amiga.
Fue Aimatos quien atacó, lo hizo despreocupándose de ella, arrastrándola con él en el salto. Zaira se encontró aplastada entre ellos, con sus espadas tintineantes a unos centímetros de la nariz. La presión la dejó sin aliento, no podía decir nada.
—¡No estas luchando por Sirta, perro sarnoso! Te estas escondiendo detrás de ese pretexto, pero en tus ojos no está ella ahora —lo insultó el soberano y con un empujón bien calibrado apartó a Zaira de manera de alejarla de arriesgar la vida que el esclavo le hacía correr cegado por la furia.
—¡No me juzgues, bastardo! ¡No te lo permitiré más! —resopló Aimatos, deteniendo su ataque. Aimatos siempre había sido un buen luchador.
—No la tendrás —le advirtió Dunamis lentamente, después de aterrizarlo y desarmándolo con un movimiento inesperado. Apuntó la espada a su garganta.
»Nuestro héroe se ha enamorado y los juramentos por la pequeña e inocente Sirta se han derrumbado —sonrió. Lo marcó en el pecho. El hombre se acurrucó para frenar la sangre que comenzó a salir. El hijo del lobo se inclinó sobre él, lo agarró del pelo para mirarlo directamente a los ojos.
—Ella me pertenece —susurró con el fuego en sus ojos y para que solo él pudiera escucharlo.
—Ella no pertenece a nadie, pronto lo entenderás y entonces conocerás la derrota —no cedió el rebelde. Dunamis lo empujó al suelo como si fuese un trapo. Miró a Zaira quien no se atrevió a moverse. Verlo en el peor de sus comportamientos había sido impactante. Dio un paso atrás mientras avanzaba, pero no pudo evitar su agarre. La arrastró lejos, sin que sus compañeros intentaran detenerlo, preocupados por el destino de Aimatos. Sin embargo, sabían la devoción del gobernante de Astos, no temían un gesto incoherente en la tierra divina. En lo que respecta a Zaira, había demostrado en repetidas ocasiones que sabía cómo defenderse y cómo podía hacerle frente. Solo Eucide los vio irse, con él que no cedía y su amiga pateando como un potro.
Schià se inclinó sobre el compañero y le arrancó el chitón del pecho, evidenciando la herida sangrante. La limpió con el borde de la tela y sonrió.
—Te fue bien, Aimatos —dijo. Los compañeros suspiraron de alivio.
—Me ha dado la peor cosa —se quejó jadeando.
—Sí, la piedad —lo precedió Eucide disgustada.
—¡Lo ha matado! —lo agredió Zaira fuera de sí, tirando incansablemente.
—No está muerto —respondió Dunamis. Se detuvo junto al riachuelo que cruzaba todo el Olimpo. A su alrededor, una densa vegetación los envolvía con un abrazo de hadas.
—¡Entonces, querías matarlo! ¡Eres desalmado como todos dicen! —sabía que estaba excavando en una llaga. La dejó libre, permitiéndo mirarlo directamente a los ojos.
—Tuve fuerte tentaciones. Es verdad. Habría tenido una victoria fácil, Aimatos está un poco oxidado después de ser ablandado por ti —aseguró con el aire antipático que ella recordaba muy bien.
—¿Qué dice? —lo miró incrédula. Le arrancó una sonrisa de superioridad.
—La verdad —se encogió de hombros, tan obvio para confundirla.
—¡No cambie de tema! Le supliqué y usted no me escuchó —se rebeló a sus inútiles alusiones.
—No sabes cómo están realmente las cosas entre nosotros, Zaira. Has pretendido demasiado.
Él se mantuvo firme, aunque un ligero temblor sacudió su expresión férrea. La extranjera lo miró mejor y pensó, recordando cada gesto de su confrontación, lo repasó como una lección difícil de aprender. Luego miró al vacío.
—Aimatos debe odiarme, debe hacerlo por el resto de sus días —concluyó el hombre siguiendo su lógica secreta.
—No lo mató, podría haberlo hecho, habría podido infligir las reglas de sus dioses y terminar con su vida. Pero no lo hizo —reflexionó ella en voz alta. Dunamis no reaccionó— ¿Y usted? ¿Lo odia como él lo odia a usted? —le pareció de ver en el rey más fuerte de Hélade una duda. No le respondió y eso aumento su curiosidad— Se trata de Sirta, ¿verdad? —sentía que estaba en buen camino.
—¿Realmente quieres hablar de ella? —el hombre trató de divagar.
—Aimatos d’Epiro está vivo. ¿Puedes culparme si quiero saber por qué?
Dunamis le dio la espalda cubierta con el manto negro.
—Yo la maté, le corté la garganta con mi espada —admitió. Zaira se sobresaltó, se llevó la mano al cuello vendado aún sin sanar. Quedó impresionada por esas palabras, la imagen del homicidio flotó en su mente. Instintivamente retrocedió un paso— Astos necesitaba una reina y ella había increíblemente aceptado de desposar al hijo de un lobo. Luego descubrí que Sirta no era para nada inocente como parecía, era una joven mujer sacrílega que practicaba ritos orgiásticos en el interior de la Selva de Artemisa que yo y mi fortaleza estamos encargados de defender. Sirta violaba ese lugar sagrado cada noche y con ella otros hombres y otras mujeres. Lo supe y en nombre de mi diosa tuve que ajusticiarla. Eso Aimatos no lo sabe, cree que su hermana fue víctima de la bestia que soy yo, que la agoté en la alcoba, obligándola a acostarse conmigo. Son años que lucha por vengar su muerte —confesó sin omitir responsabilidad y razones.
—Lo estas complaciendo para no herirlo —dijo la hija del futuro incrédula.
—No soportaría la verdad —aseguró incapaz ahora de voltearse, fastidiosamente descubierto con ella que ahora sabía una verdad capaz de despojarlo del cómodo velo de la crueldad.
—Dicen que no tiene corazón.
—Deberán seguir diciéndolo.
—La verdad no cambiará, ni siquiera el tiempo y el odio a los que se está aferrando la cambiará —lo advirtió proféticamente.
Dunamis sonrió amargamente y pasó a su lado para ponerse en cuclillas al lado del riachuelo. Rozó las aguas cristalinas, sació su sed, para luego lavarse la cara para refrescarse. Estaba cansado, deseaba que todo terminara, pero se haría de la mejor manera.
—Ven aquí —le dijo. No quería hablar más del dolor más grande que llevaba por dentro. Habian evitado hablar de los sufrimientos que ella le había infligido. Zaira, ante su nueva seriedad se estremeció.
—Te dije que vinieras aquí —le ordenó perentoriamente. La joven obedeció, dándose cuenta de que tratar de escapar no tendría sentido, él la alcanzaría fácilmente. Se arrodilló al lado del arroyo, admirando su brillante lapislázuli azul. Sin prisas, el rey desató el vendaje negro alrededor de su cuello, la tela rasguño aún más la herida. Ella gimió e intentó a tocarse, pero él la detuvo. Con su mano recogió un poco de agua para verterla sobre la lesión. Quemó. Zaira se retiró, y con la misma rapidez que apareció el dolor, este disminuyó, una nueva sensación la intrigó. Revisó con el tacto y no sintió nada más, excepto una especie de surco que debió haber sido solo una cicatriz. Lo interrogó con la mirada.
—Estas son las aguas con las cuales los dioses adquieren la juventud y la belleza, curan las heridas y las enfermedades —le explicó. Suspiró maravillada. Le agradeció en silencio y trató de levantarse, quería alejarse de él que seguía emocionándola. Una vez más no le permitió hacer lo que quería y le sujetó el brazo. El corazón le saltó en la garganta, la sensación del ajuste de cuentas la asustó.
—Los otros se estarán preguntando en donde estamos —encontró una excusa. Dunamis la obligó a estar entre sus propios brazos con facilidad.
—Dudo que uno solo de ellos se pregunte en donde está el hijo del lobo —aseguró quedo.
—Se preguntaran en donde estoy yo, temiendo que usted pueda matarme —murmuró miserablemente.
—Estarán felices de volverte a ver, cuando vuelvas con ellos —respiró en su cara suavemente cono un viento templado. Su aroma masculino le entró por las fosas nasales, llegó al cerebro y desencadenó sensaciones muy fuertes.
—Déjeme ir —le rogó agitada.
—Dejarte ir. Ahora. Soy una bestia, no un estúpido —la provocó. Ella se rebeló sin convicción. Contrarrestar a ese hombre era imposible bajo todos los puntos de vista, ya sea físicamente como psicológicamente. Estaba subyugada por él. Cuando estaba lejos podía incluso vencer el amor que sentía, pero su solo toque la hacía derretir. Lo quiso mirar, quiso concederse la felicidad de poder mirar esos ojos, quiso hundirse en ese encanto que hábilmente había subrayado, bañándose con las aguas del Olimpo. No lo detuvo cuando se acercó a su boca, la cabeza comenzó a martillar cuando la besó como era capaz, con esa especie de delicadeza violenta que lo hacía pareja, con esa potencia intangible que la golpeaba internamente. Profundizó el beso sin encontrar obstáculos, sin encontrar resistencia, como se había esperado porque ahora estaba seguro que ella lo amaba, no tenía dudas. Era una mujer sin pensamiento lineal, contraria a sí misma en los gestos, en las acciones y en las palabras, pero por dentro ese pecho invitante tenía un corazón que lo amaba y latía solo para él. Había adquirido esa certeza en el momento en que, entre los vórtices del Esperqueo, la había escuchado gritar su nombre e implorarle que regresara. La acarició lentamente desde la rodilla hasta el pecho jadeante, laboriosamente trató de abrir ese extraño indumento abotonado; desató el nudo de la corbata, la tentación de arrancar todo fue más fuerte en él. Zaira alejaba continuamente sus caricias, atacada por el último vestigio de raciocinio. El hombre se detuvo y la miró atentamente, ansioso aunque todavía controlado. Él aflojó la presión alrededor de ella quien tragó frenéticamente. La extranjera no entendió ese comportamiento.
—Todavía esas a tiempo, Zaira —le dijo oscuro. Ella inclinó la cabeza apoyando las manos sobre su tórax caliente— Vete ahora, porque si no lo haces, no me detendré —la puso hábilmente ante una elección. Zaira quedó inmóvil, la confusión se mezcló con la racionalidad, los sentidos enloquecidos se mesclaron con la frialdad de su total inexperiencia. No logró quitar los ojos de él que esperaba su decisión con los dientes apretados. No pudo decir nada, cualquier palabra era inútil, lo comprendió en el momento en que trató de dar una respuesta. Su tensión disminuyó visiblemente, cerró los párpados confiando en el destino, renunciando a cualquier contraste. Se deslizó en la trampa persuasiva que el rey había construido y se sintió feliz cuando su agarre volvió a ser vigoroso, disfrutó cada segundo de ese nuevo ímpetu de pasión, no lo detuvo cuando entendió el funcionamiento de los ojales y botones, tampoco lo detuvo cuando sintió en la piel de la garganta su boca que descendió, descendió, descendió a donde nadie había ido nunca. Ella arqueó la espalda, sostenida por sus manos.
Si, así debía ser. Después de todo, estaba segura de que nunca conocería a un hombre como él, ¡nunca más volvería a tener un amor así, abrumador y hermoso! Sí, se estaba entregando a él sin temor de arrepentirse, porque lo amaba tan intensamente que cualquier cosa que sucediera después no tendría su apariencia, su fuerza, su excepcionalidad. Sí, estaba bien y si no hubiera estado bien, como creía lo pensaría después, admitiendo que un después lo esperara, porque tenía la sensación de alcanzar un pico muy alto y luego caer, estrellarse y morir. Si ella muriera así, habría sido realmente feliz, en sus brazos. Lo pensó entre un suspiro y un gemido. Dunamis la presionó, aumentó el ritmo de los gestos y los besos, salvajemente como lo había imaginado, como su apariencia presagiaba. La mordió sin lastimarla, provocándole sofocos que la dejaban exhausta, luego comenzaba otra vez, los dientes en su cuello la volvieron irracional. ¡Al diablo con el razonamiento! ¡Al diablo con su tiempo y obligaciones! En ese momento infinito, todo se fue al infierno, incluso si él volviera más tarde. No quería pensar. Lo apretó contra ella clavándole las uñas y notó su piel. Abrió los ojos: vio su pecho desnudo por primera vez. Estaba aterrorizada por eso. También vio el dardo de Eros atrapado en el lado izquierdo, la sangre fluyendo abundantemente. No le dio mucha importancia a la visión, creyendo que la tormenta en curso también les estaba haciendo alucinar. Los ojos de Dunamis se encontraron con los suyos y esperó, sin que ella lo entendiera.
—No me detendré —repitió con voz ronca. El cabello negro le caía en la frente y rozaba la suya. Ella no respondió, siguió mirándolo, probablemente ni siquiera lucida porque si lo hubiera estado, conociéndola, habría escapado, se habría defendido de cualquier manera, habría gritado.
—Te amo —susurró en cambió con la respiración agitada, los parpados casi cerrados. El golpe fue tal que le quitó definitivamente la respiración en un dolor inconmensurable que no se había esperado, que tal vez había esperado poder posponer para siempre. Abrió mucho los ojos que reflejaron el cielo sobre ellos, se sujetó a él. Lagrimas bajaron por las sienes bajo la mirada atenta del señor de la fortaleza. Quedó en apnea, las mejillas perdieron el color, los labios húmedos se secaron. Luego volvió a respirar y los miembros se suavizaron. Dunamis acompañó ese cuerpo exhausto sobre la hierba para evitar que resbalara y tiernamente, completamente opuesto a lo que había sido hasta ahora, le acarició el rostro. Ella se puso de lado, pareció estar dormida, pero él sabía que no era así, simplemente fue aniquilada.
—Si lo que el Destino me está concediendo es amor, te amo también yo —la despertó del cansancio. Zaira lo miró acurrucada, luego sonrió. Asintió y le pasó una mano por el cabello.
—El destino sabe ser magnánimo —trató de convencerlo. El hombre sonrió amargamente continuando a rozarle los labios secos con un dedo.
—También cruel, recuérdalo —pero no la turbó, estaba en otro lugar, dentro de él, en un mundo desconocido que le gustaba y que no quería abandonar. Para Zaira todo parecía simple ahora, la satisfacción de los sentidos y las grandes palabras diluían cualquier problema, pero el tiempo pasaría, sus obligaciones resurgirían. Quería disfrutar esos momentos que sabía breves, escuchó la respiración del hombre como si fuera música.
El hechizo se rompió pronto, Dunamis se recuperó y se levantó, dándole la espalda para que ella también pudiera vestirse. Se sentó en la orilla del arroyo con los codos sobre las rodillas flexionados. Le hubiera gustado decirle una infinidad de cosas, pero él también tenía que digerir lo que había sucedido. No le parecía cierto que la hubiera tenido como lo había soñado desde el momento en que ella entró en su sala del trono. Se dio la vuelta cuando notó que estaba vestida y la miró durante mucho tiempo, haciéndola sentir incómoda deliberadamente.
—Ve a la escalinata del palacio principal —le dijo completamente en sí. Zaira se sentó a su lado, lo observó sospechosamente— Les contaré una historia y te alcanzaremos —agregó ante la desconfianza de la joven— No comprenderían. Para ellos soy una bestia y tu mi víctima. Estarías obligada a justificarte —concluyó.
—¿Le preocupa eso? —hizo una mueca.
—Me preocupo por ti, no necesitas del rencor de quien está a tu lado, amar al hijo del lobo trae también esto —se puso rígido.
—Yo no amo al hijo del lobo —quiso discutir. Dunamis suspiró exasperado. Se levantó.
—Empezarán a buscarte —la puso en guardia apresurado.
—Amo a un hombre —terminó el concepto. El rey se detuvo. La miró y le sonrió complacido.
—Amas al hombre que te impedirá regresar a tu tiempo, recuérdalo —quiso aplacarla y la dejó sola. Ella lo siguió con la mirada mientras se alejaba en dirección a los compañeros. La ilusión de Dunamis de poder cambiar las cosas la angustió. Se preguntó si en el fondo, haciendo el amor con él, no lo habría herido aún más.
Lo vieron llegar con paso seguro, el manto sobre los hombros le daba un aspecto amenazador. Eucide se llevó la mano a la empuñadura de la espada y lo enfrentó, mientras los otros todavía estaban alrededor de Aimatos que parecía haberse recuperado un poco.
—¿En dónde está Zaira? —tronó la esclava, parándose delante de él.
—Tu amiga puede escapar de mí como un animal cazado — respondió con seriedad, mirándola directamente a los ojos, hasta que los bajó.
—La mataste —susurró no convencida.
—Todavía no ha nacido el hombre que pueda matar a Zaira de Enotria —pasó al lado de ella para llegar al grupo de fugitivos y comprobar el estado de salud del rebelde. Sonrió ante la vista del hombre sentado y vendado en el pecho por la pequeña Schià con maestría, considerando los medios escasos.
—¿Que le has hecho a Zaira? —lo agredió inmediatamente el esclavo. Los ojos del rey lo traspasaron, silenciosamente le hizo comprender que había realmente sucedido, entre hombres sabían comprenderse, bastaba una expresión diferente. Aimatos se levantó, deseoso solo de haber comprendido mal, pero una vaga sonrisa en los labios del rey lo despedazó por dentro, lo mató como ninguna espada en el mundo habría podido hacerlo. Sin embargo, el esclavo no reveló esa triste certeza y sus compañeros no entendieron el verdadero significado del silencio del soberano.
—Ella ya está cerca del palacio de Zeus, ha huido en esa dirección —se volvió hacia Alopex y Flogos.
—¿Y por qué viniste a decirnos? —Eucide intervino. Dunamis no le prestó atención.
—Sí, ¿por qué estás aquí? —siguió Aimatos.
—No les debo ninguna explicación, ustedes son siervos y les basta la magnanimidad que les concedo, permitiéndoles vivir —cortó en seco. Empezó a alejarse para ir al palacio de Zeus.
—Yo no soy su sierva —escuchó que le decían detrás. Se giró asombrado. Flogos trató de retener a Schià que le escapó con su ligera inconsciencia. Al lado de Dunamis la jovencita de Delfos era muy pequeña, y sin embargo valientemente fue a su encuentro. Él la vio con su mirada altanera y espero que hablara, curioso por esa corrección.
—Yo soy Schià y vengo de Delfos —se presentó. Eucide suspiró exasperada. El rey levantó una ceja. La encontró cómica, una pulga que ladraba. Sonrió divertido iluminándola como una pequeña estrella.
—Zaira tiene razón. Es hermoso —afirmó. Dunamis tuvo un salto en el corazón debido al imprevisto embarazo. Los compañeros se sobresaltaron de la incredulidad. Aimatos tuvo una expresión asqueada.
—¿Eres tu quien se ha encargado de nuestro héroe herido? —tronó para sacar esa situación sin sentido. Ella asintió orgullosa. Poco amable le lanzó un trozo de su manto mojado de agua. Ella lo recogió.
—Haz bueno uso, Schià de Delfos —le dijo. Quería alejarse de la confianza que le había demostrado sin motivo. Quien sabe que le habían contado y ella, como una niña, ¡se había presentado al hijo del lobo tratando de instaurar un discurso!
—Eres bueno, Dunamis de Astos —completó la obra.
—No estés demasiado convencida, pequeña. No quisiera desilusionarte —hizo de carroñero, llevándole un dedo bajo el mentón delgado, penetrándola con la mirada cortante.
—Está recitando y es un buen actor —le susurró sin que los otros la oyeran. Dunamis no siguió, Schià le pareció un hueso duro de roer. La vio apresurarse hacia Aimatos y los dejó cuando posó el trapo húmedo en la herida que se curó bajo la mirada de los presentes. Eucide torció la nariz, Dunamis estaba ganando prestigió y ella no quería eso.