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Argurion planeó sobre una amplia plaza en un juego de luces que le hizo cerrar los ojos. Era otoño, el aire fresco le provocó escalofrío. Bajó de la grupa. Percibió nuevamente un fastidio en el pecho, debido probablemente al aire contaminado al cual se había desacostumbrado. Avanzó algunos pasos, se encontraba en las afueras de un parque poco cuidado, uno de los tantos de Roma. El escenario era bastante miserable, pero no se perdió en el ánimo y miró la fusta que tenía en las manos, luego volvió la atención al cielo gris. Argurion pateó, ella retrocedió y lanzó la fusta hacia arriba, como le había dicho Isos que hiciera. En el aire la vio emitir destellos deslumbrantes y desaparecer, mientras el caballo, relinchando, se fue volando, más allá de la sombría cortina de ese día. Todos los caminos hacia el pasado habían sido cerrados y no podía contener las lágrimas de arrepentimiento que solo ahora, bastardas y feroces, decidieron quemar la piel. Estaba en casa. ¿Cuánto tiempo había pasado? Mucho. Pero ella estaba en casa y estaba sola. Se dio cuenta que llevaba consigo la espada, repentinamente la lanzó entre los arbustos que estaban cerca, prometiéndose regresar a buscarla apenas le fuese posible. Recorrió sin entusiasmo la larga avenida sin vigilancia que llevaba a la salida. Su aspecto era terrible, cuando se adentró en la muchedumbre se dio cuenta de las miradas de desprecio y de los comentarios pesados. Había un gran escándalo, el del tráfico caótico de una metrópoli, de Roma, su Roma. Se vio reflejada en una vidriera, se miró. La falda estaba gastada, hecha jirones, apenas cubría sus piernas sucias, la corbata mal atada, era solo un trozo de tela y la camisa tenía una manga rota. Recordaba haber dejado su chaqueta cerca del lago Aquerusia. Su cabello estaba muy largo y desordenado, aclarado por días al sol y arruinado por el mal tiempo. Comenzó a caminar nuevamente, arrastrando los pies de vez en cuando, porque los zapatos estaban rotos y la suela ahora no existía. Vio el Coliseo, inmenso y hermoso, antiguo y tan cercano a sus recuerdos, aunque fuera ajeno a la civilización aquea que había dejado. Se quedó mirándolo como si fuera la primera vez que lo veía, indiferente al pulular de los turistas que lo rodeaban y a los vendedores que buscaban recortar cualquier cosa por demasiado dinero. El símbolo de Roma dominaba una ciudad en agonía, el poder del pasado no colapsaba ni siquiera con la distracción que lo rodeaba. Los pensamientos fueron inútiles. Decidió encontrar una salida a esa parte de mendigo que los acontecimientos le habían traído. No quería pensar, aplazó cualquier razonamiento a una fecha por definir, esa era una de las cosas que mejor hacía y que le permitía sobrevivir. Se dirigió a dos policías, que la miraron con recelo.
—Buenas —dijo.
—Buenas —respondió el más alto, avanzando. Le recordó a Alopex, pero borró rápidamente esa relación.
—Yo necesitaría un favor —comenzó seria.
—Estoy seguro. Escuchemos —le sonrió antipático.
—¿Qué año es este? —preguntó sin encontrar otra pregunta, sintiéndose estúpida y sin elección. El hombre le sonrió comprensivo.
—1988 —le respondió sospechoso el compañero, acercándose a ella y mostrando, con su caminar, la pistola que llevaba al lado. Habian pasado tres años, por lo tanto tenía casi veintitrés. Sacudió la cabeza, estaba cansada.
—¿Quién eres? —indagó el agente sacando una libreta.
—Me llamo Zaira D’Este —declaró. El único modo para que la ayudaran era confiar en ellos, ya que no tenía dinero y no recordaba un número de teléfono.
—¿Documentos?
Levantó los hombros desolada.
—¿De dónde eres? —escuchó preguntar. Ante esa voz, las de Flogos y Alopex se superpusieron en un eco distante.
—Yo soy... yo era... azafata.
—¿Años?
—Veintitrés. Yo creo.
Ambos sonrieron.
—Diría que una visita a la comisaría nos ayudará a aclarar la situación —la complacieron como si estuviera loca. De hecho, no parecía una persona equilibrada. Ella asintió resignada. Fueron hacia el auto estacionado cerca. Se fueron con la sirena activada, los dos tenían prisa y había una razón. Ya no le dijeron una palabra, llegaron a la sede en poco tiempo, considerando el tráfico congestionado en la ciudad. No quedaban muchas personas en la sala de espera. Entró en la habitación del comandante, acompañada por los agentes que la hicieron sentarse en la silla de cuero desgastada frente al escritorio lleno de papeles y documentos. El Comisionado no le prestó mucha atención, miró las notas del subordinado con gravedad y comenzó a revisar en un gran archivo sin levantarse, viajando rápidamente sobre las ruedas del sillón.
—El caso de Zaira D’Este —susurró. Abrió un grueso expediente, después de haberlo apoyado sonoramente sobre la mesa.
»Desaparecida en circunstancias misteriosas el 4 de marzo de 1985, nacida en 1965, azafata de la compañía... —siguió la lectura en silencio, pasándose repetidamente un dedo por los labios. Era un hombre duro en su manera de actuar, poco propenso a la broma y desconfiado.
»¿En dónde ha estado durante tres largos años, señorita? —le preguntó a la final, los brazos cruzados sobre el pecho. No había necesidad de decirle. ¿Qué podría responder? Mientras lo pensaba, él la diseccionaba sin mover un músculo, deteniéndose en la cicatriz en su garganta.
—¿Eso cómo se lo hizo? —le preguntó nuevamente. No respondió y pensó en Dunamis, en su extraño modo de amar y a si misma que lo correspondía, a pesar de ese modo de ser feroz. Pensó en él, en ellos, mientras su vida retomaba los contornos de la normalidad. Tal reticencia no se tomó bien y el resultado fue una sombra amenazante en el rostro del hombre que se puso de pie y se paró frente a ella, apoyándose en la mesa.
—¿Sabía que toda la aerolínea fue investigada después de su desaparición? —él le hizo saber.
—¿Me culpa por eso? —replicó Se entregó a una hilaridad inesperada.
—¿Pero dónde encontraste a esta que habla como mi abuela? —interrogó a los policías que se encogieron de hombros divertidos. Zaira se sonrojó. No se había dado cuenta de que había adquirido ese hábito del pasado. Eso la hizo regresar al respeto que siempre había reservado para el rey. Él nunca se había reído de ella.
—Lo lamento —bajó los ojos.
—De acuerdo, Zaira. Quiero ayudarla, aunque en otras circunstancias no lo hubiera hecho —se decidió, sujetando la bocina del teléfono y posándolo sobre el disco de marcar.
—¿En otras circunstancias? —subrayó.
—Le diré la verdad. Habitualmente no tiene idea de cuantos mentirosos llegan cuando desaparece alguien y todos son descubiertos en el momento de enfrentarlos con los parientes. Pero nadie se presentó diciendo ser Zaira D’Este, estos años de investigación no encontramos ni una sola pista. Solo usted, ahora. Pero si está aquí para inventar historia, la echo a una celda por despistaje —le advirtió. Marco un número sin prisa.
—¿A quién está llamando? —y se mordió el labio inferior por la insistencia del uso del usted. El hombre se detuvo.
—¿Me está tomando el pelo? —la hizo sentir incomoda.
—No, lo siento —se hizo pequeña. Comenzó a marcar el número, girándolo suavemente.
Los padres fueron convocados con urgencia sin decirles que la hija probablemente los estaba esperando, la excusa fue una verificación trivial de los datos. Zaira sintió que su corazón latía más rápido. Había regresado por ellos, por su madre que ciertamente se había vuelto loca, por su padre que solo la había tenido a ella. Estuvo de acuerdo en entender por qué había renunciado a la felicidad; esperándolos ansiosamente, comprendió y se preguntó si había hecho lo correcto. Debía explicaciones a quienes la amaban, tenía que mirarlos a la cara y asegurarse de haber cumplido justamente con una obligación moral esencial.
––––––––
Tocaron a la puerta. Zaira se giró repentinamente, tratando de levantarse. Luego, presa del pánico y de la vergüenza por su estado lamentable, volvió a sentarse. Ellos silenciosamente dieron un paso adelante y entraron, mientras una mujer en uniforme cerró la puerta. No los miró, les dio la espalda, tembló y miró al Comisionado.
—Parece que Zaira ha vuelto —comenzó sin que ellos tuvieran demasiadas ilusiones. Solo vieron el cabello despeinado que bajaba del reposacabezas de la silla.
—¿Dónde está? —preguntó el padre. Su voz como siempre era profunda, inconfundible, su determinación no disminuía. Se le hizo un nudo en la garganta.
—Dije que al parecer. Queda en ustedes reconocerla —lo calmó.
—¿Hay alguna posibilidad? —susurró la madre, destruida por la manera resignada de hablar. Las lágrimas subieron y nublaron la visión de Zaira, mientras el comandante la miraba cada vez más seguro de que había acertado. Él no la detuvo cuando ella se levantó y lentamente se volvió hacia sus padres que se sobresaltaron. Se quedaron atónitos frente a ella. Juntos tragaron saliva y juntos avanzaron hacia la chica que los miraba asustada.
—Eres realmente tú —dijo la madre sin dudas. Zaira la vio cansada, envejecida, visiblemente afectada por la desesperación de esos años. Su lejanía la había aniquilado, volverla a ver, encendió en ella una luz que en un instante la rejuveneció, le volvió a dar su verdadera edad que no era avanzada. Miró también al padre, sospechoso y con desconfianza, pero emocionado en su austeridad.
—¿En dónde estuviste? —le preguntó secamente, incapaz de manifestar plenamente sus sentimientos. La hija le sonrió sarcástica.
—Es una larga historia, papá —respondió. La madre la abrazó tan fuerte que le quitó el aliento, haciéndole daño, vertiéndole todo el amor materno que sentía y que la unía inexorablemente a ella. Intercambió ese gesto. Finalmente explotó en un llanto que la liberó de la tensión. Lloró desesperadamente, decidida a hacerlo hasta que se le terminaran las lágrimas, lloró por todo lo que había sucedido, por lo que había dejado y por lo que había recuperado. Había hecho la elección apropiada. Con la madre renaciendo como una flor delante de ella, se convenció de que no se había equivocado, se lo impuso con una decisión desarmante. Había soñado, había tenido un bonito sueño, un hermoso sueño. Se consoló con esa mentira y lograría salir adelante como antes, mintiéndose a sí misma, renunciando definitivamente a la felicidad. Besó a la mujer y esta lo besó y también el padre se unió a ellas, pero no lloró.
—Otra de estas bromas, Zaira, y te voy a buscar al infierno —tronó serio, era su manera de decirle que la quería, que por ella habría hecho de todo en el futuro. Ella asintió. Amaba a su padre también por la coherencia, por la constancia en su manera y por las férreas convicciones. Amaba a su madre por su dulzura, por la comprensión, la confianza que siempre le había tenido, la ayuda que siempre le había dado. Los amaba a ambos porque solo los tenía a ellos en ese mundo estúpido y lo soportaría solo por ellos. Lo toleraría, como si en el fondo pudiera nuevamente escoger. No, no tenía otra vía de escape. También eso la consoló, aunque desesperadamente.
—Lo que siguió a su regreso fueron prácticas burocráticas y exámenes médicos que la encontraron sana, adelgazada y robustecida por lo que para los médicos parecía un duro entrenamiento. No dio explicaciones. El único problema que encontraron fue una insuficiencia respiratoria que superó con algunas inhalaciones. En la nueva casa de los padres, que se habian mudado a las afueras de Roma para seguir mejor la investigación, encontró su habitación, la cual su madre había reproducido fielmente, sin descuidar ningún particular. Había puesto en el escritorio los mismos libros y documentos de trabajo con fechas lejanas. Los vestidos y los uniformes estaban en el armario con un orden obsesivo y las sábanas estaban frescas porque por año las estuvo cambiando cada semana. Cuando se encontró sola, después de un momento de nostalgia casi obligatoria, todo le pareció distante, desconocido, no se reconoció en esa habitación hecha a su imagen y semejanza. Ya no era la misma, no lo volvería a ser. Empezó a fumar y eso fue un síntoma de un profundo cambio. La madre estuvo encima de ella, en ese primer período, la atormentó con preguntas infinitas y Zaira se apresuró a tomar tiempo, a buscar una historia convincente sin encontrarla. Sabía que tarde o temprano le tendría que decir la verdad, pero no ahora, no después de los pocos meses de limbo indefinido. Logró eludir la vigilancia, recuperar la espada que había lanzado entre los arbustos del parque y la escondió en el fondo de una gaveta. Por las noches, secretamente, en la oscuridad, con el silencio haciéndole compañía, pasaba horas y horas acariciándola como una reliquia preciosa. Se hacía daño, lo sabía. ¿Cómo podía continuar discutiendo consigo misma que solo había sido un sueño, si tenía algo tan tangible entre sus dedos? Pero era así, contraria a sí misma, como siempre, como lo es ahora. Después de haber superado el entusiasmo de los primeros momentos, a menudo se preguntaba qué demonios haría allí, qué futuro le esperaba, qué grandeza podría encontrar en la mediocridad de aquellos años sin nada que le interesara, tal vez hermoso, pero ahora tan distante. Todo lo que fue correcto al principio se convirtió en el error del presente; la angustia, que pospuso, no tardó en tomar el control, en ennegrecer la habitación, en desdibujar los días, en cortar el aliento traidoramente, en dormir durante el día y con insomnio por la noche. Se sintió culpable por esos sentimientos, por los arrepentimientos y deseó poder dividirse en dos partes: una en el presente y otra, la más bella, en el pasado. Se sintió mezquina con el recuerdo que le encantaba elaborar de los amigos, las aventuras y Dunamis. Dunamis. Lo echaba mucho de menos y el dolor la tomó violentamente, el deseo de renunciar a la vida comenzó a estar en ella. Todo lo que tenía que hacer era cerrar los ojos y lo veía, guapo y orgulloso, poderoso y fuerte. Era fácil imaginar su abrazo, su toque y su amor salvaje pero delicado que la había hecho palpitar haciéndola mujer. Dunamis de Astos era un nombre indeleble, todo por lo que ahora, victoriosa en su tierra y víctima de la paradoja, habría luchado si solo el Destino, que no era el amo allí, se lo hubiera concedido.
––––––––
—Nos volveremos a ver en Astos —le había dicho Aimatos, cuando en un arrebato de desesperación furiosa, el rey había ordenado a todos que se fueran. Los había liberado de las cadenas, ninguno de ellos sería más esclavo y los desertores no serían perseguidos por la ira del señor de la fortaleza. No le importaba la justicia, no le importaba nada, los había incitado a abandonar esas costas oscuras, a encontrar su destino en otro lugar, lejos de él. Solo Schià había tratado de hacerlo reaccionar, pero esta vez no había sido capaz de persuadirlo y él, apenas dulce con ella, que se lo merecía, la había despedido. Se había escabullido sin volverse, los fugitivos se habían quedado inmóviles para admirar la libertad que les había sido otorgada. Incluso Eucide, en la medida de lo posible, había quedado preocupada por la aniquilación del soberano, ya no lo reconocia en los movimientos, en las palabras, en los tonos. Dunamis de Astos realmente había sido derrotado y no en la batalla, ni con el hundimiento de una espada en la carne. Dunamis de Astos había sido condenado a la vida desolada de una pérdida irremediable. Se fueron en silencio, sin felicidad, y se preguntaron si algún día volverían a verlo o si escucharían sobre el hijo del lobo, el rey más temido de todo Hélade. Lo dudaban sin estar contentos.
El rey vivió en Aquerusia durante largos meses, dejando pasar el tiempo, yéndose la vida, sin cuidarse. Su apariencia pronto se volvió desaliñada y sucia: el cabello largo en la cara para ocultar un llanto alternado con expresiones fijas; la cara marcada por el cansancio del insomnio; los ojos ojerosos y los labios secos con una respiración agotadora. Adelgazó dramáticamente, su fuerza disminuyó inexorablemente, volviéndolo vulnerable y una presa fácil.
Isos apareció en la colina que dominaba el sombrío lago después de mucho tiempo y, envuelto en la clámide roja, lo observó. Hacía mucho frío, el invierno había llegado rígido y nevado más allá de la vegetación de Aquerusia y el aire helado penetraba en los huesos, pero Dunamis no se cubrió, dejó que las extremidades se enfriaran haciéndolo temblar, sometiéndose a torturas sin fin. El guardián del tiempo había hecho un esfuerzo, en nombre de la justicia, por ser despiadado con él. Había tenido éxito, lo estaba haciendo pedazos con su propia ausencia, negándole cualquier ayuda y presenciando su declive invisible. Sin embargo, no se parecía a él, no tenía su cruel disposición, la capacidad de disfrutar el sufrimiento de los demás. Isos era diferente, sirvió fielmente a los dioses y siguió sus leyes, no era el hijo de un lobo. Había querido golpearlo en el único punto débil que el Destino había construido para él, le había quitado a Zaira como dignidad y le habían quitado el trono. Él podía considerarse satisfecho. Verlo al borde de un barranco peligroso lo perturbó profundamente, y saber que en cualquier momento su hermano podría cortar su vida lo asustó. No podía amarlo, había sufrido un enorme abuso por parte de él, pero tenía conciencia. Se acercó en silencio. El soberano ni siquiera lo vio, no levantó la cabeza corvina, parecía respirar apenas en una agonía que lentamente se estaba convirtiendo en un triste final.
—No puedes quedarte aquí para siempre —dijo sin reaccionar. Ni siquiera saltó ante el sonido de su odiosa voz.
—Me iré pronto —dijo con voz ronca.
—Regresa a tu reino, Atir es viejo y no durará mucho —trató de disuadirlo.
—No es mi reino —gruñó. Parecía loco, tal vez lo estaba.
—Lo has hecho glorioso en estos años —lo halagó. Dunamis sonrió laboriosamente.
—Ahórrame tus palabras altisonantes, Isos. Ambos sabemos que las cosas no son tan simples como intentas hacer que parezcan —siseó amargamente.
—Estás renunciando a tu trono —señaló. Los ojos de Dunamis eran espejos de un alma que estaba expirando.
—No sé qué hacer con tu estúpido trono —dijo con cansancio.
—¿Todo esto por Zaira?
Vio en él un sobresalto.
—No pronuncies su nombre, ni siquiera eres digno de saber sobre su existencia —lo ofendió.
—No fuiste afortunado, hermano. Encontraste un amor imposible como genial. El destino ha sido cruel contigo.
El rey se levantó inesperadamente y lo enfrentó.
—Entra en tu guarida y quédate allí, olvídate de mí que te libraré del problema muy pronto, pero no te permitas escupir frases inútiles en mi vida —respiró en su rostro decidido. Isos vio claramente la flecha clavada en el pecho que se hundía en la carne, invisible pero mortal. Eros había hecho un buen trabajo, condenándolo a no olvidar. Él le dio la espalda.
—Ven conmigo —le ordenó. Dunamis obviamente rechazó la invitación—. No pierdas la oportunidad de salvarte. Thanatos, corazón de hierro no vendrá por ti, estás perdiendo un tiempo precioso —fue crítico logrando interesarlo.
—Thanatos corazón de hierro es justo —lo contradijo.
—Es el dio de la muerte y no he sido avisado de su llegada —lo miró por encima del hombro. Dunamis lo miró con sospecha, un dolor en la cabeza lo hizo llorar, el frio lo estaba enfermando.
—No te permitiré engañarme nuevamente, Isos —se mantuvo firme con lo terco que sabía ser.
—Sígueme si realmente eres el rey más poderoso de la Hélade, si en ti ha quedado un poco del valor que hizo que Zaira de Enotria se enamorara. ¿O tal vez tienes miedo? ¿No te sientes lo bastante fuerte para enfrentar a tu hermano? —lo provocó. Lo conocía, lo recordaba bien, recordaba esa índole orgullosa y luchadora, sabía que nada podría volverlo pedazo. Sonrió cuando lo percibió detrás. Era fácil hacer caer a Dunamis en una trampa, lo era para él que era su gemelo, que podía leerlo por dentro.
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Era septiembre y Zaira empezó nuevamente a trabajar. La aerolínea había aceptado la solicitud de reincorporación, a pesar de que ya no volaría sino que cumpliría con los deberes de azafata en tierra. Trabajo de oficina, ciertamente menos cansado y más pacífico, con horarios regulares y un buen salario. ¿Qué más podría hacer? No tenía deseos, no tenía ideas, había pasado un verano entero encerrada en la habitación devanándose el cerebro, comer poco o nada, fumar sin restricciones y, además, en secreto. Estaba exhausta, a veces observaba a sus padres y su felicidad, sin darse cuenta de su angustia.
Una noche, la madre, probablemente atormentada por la curiosidad y la preocupación, quiso hablar con ella. Se impuso porque últimamente Zaira no hablaba mucho, tendía a estar sola, a dormir y a decir algunas palabras en respuesta a las preguntas. No fue fácil comenzar la conversación, con la hija sentada en el alféizar de la ventana interna mirando la oscuridad que estaba afuera.
—¿Qué quieres saber, mamá? —no demostró molestia sino más bien apatía.
—La verdad —la mujer se sentó en la cama, decidida a ser comprensiva para no permitir que se encerrara en sí misma.
—La verdad —Zaira rió entre dientes con amargura. Luego suspiró.
—Sea la que sea, podré aceptarla.
—Estoy segura de eso, mamá. Lo que dudo es que puedas creerla —la intrigó. Sin embargo, ella guardó silencio y esperó a que continuara. Y así fue.
—La verdad —rió de nuevo— ¿Realmente quieres saberla? ¿Quieres que te diga que he estado en una dimensión desconocida durante tres largos años, en el pasado, distante, terrible, llena de peligros y maravillosa? —espetó ella, mirándola directamente. La mujer no parpadeó, aunque le costó mucho. Insistió en guardar silencio para inducirla a continuar y Zaira, mordida por la necesidad ciega de desahogarse, habló, sin cesar, delirantemente. Describió cada rincón, cada persona, cada evento, cada pista, cada miedo, todo. No dejó de hablar durante horas, no escatimó lágrimas y sonrisas, no ocultó la emoción de los recuerdos, no ocultó el alivio que sintió solo al poder hablar sobre su vida abandonada. Solo omitió la pasión que la había unido al rey, por modestia. Estaba incluso sin aliento, entusiasmada con la historia de sus victorias, el relato espasmódico de los dioses que existían, que existieron y que dijeron que Dios también existía. Asombrada, la mujer escuchó cada frase. Por una razón arcana, ella le creyó. El amor y el profundo conocimiento que tenía de su hija no le permitieron dudar de ella; la tristeza que manchaba su rostro no la hizo suponer que mentía, no le hizo pensar que el amor por el rey, el tema predominante en esa larga historia, fuese solo un invento. Le creyó y sintió una especie de compasión por esa hija que había elegido no lastimar a sus padres, jugándose la felicidad, dejando el pasado para regresar al presente. Cuando Zaira terminó de hablar, el silencio se extendió entre ellas. La mujer respiró hondo, encendió un cigarrillo y le ofreció uno, demostrando que sabía de su nuevo vicio. Zaira aceptó, estaba nerviosa y la haría bien, dentro de los límites del bien que podía hacer un cigarrillo.
—Estás aquí por nosotros —dijo con tristeza. El humo envolvió la lámpara de techo que estaba sobre ellas.
—¿Para quién más?
—Dejaste todo por nosotros —se levantó para mirar por la ventana. Zaira no respondió— Y ahora estás triste. ¿Crees que esto puede hacerme feliz? —casi se quejó.
—¿Qué puedo hacer? ¿Quedarme? —se defendió.
—¿Por qué no? —la calmó.
¿Pero qué decía su madre? ¡Demonios! ¿Dónde estaba la lógica de que ella había perseguido obstinadamente hasta la estupidez? Evidentemente no se parecían.
—Tenía obligaciones morales, mamá. ¡No podía dejarte aquí para languidecer por mi ausencia! —exclamó.
—Ahora eres tú quien languidece —la aplacó— y no puedes regresar. ¿Valió la pena el juego, Zaira?
—Ustedes son felices y yo...
—Tu no —dijo. El afecto de una madre no tenía límites, ponía a su hijo y a su felicidad por delante de ella, pero Zaira pensó que solo hablaba así porque ahora lo sabía. Si se hubiera quedado en el pasado y no hubiera sabido nada, no lo habría tomado con esa filosofía admirable.
—Esperaba al menos un agradecimiento —se quejó, apagando su cigarrillo en el cenicero que sacó de un cajón. La madre abrió la ventana y dejó que entrara el fresco de la noche.
—Y te agradezco, pero saber que nunca serás feliz me pone muy triste —concluyó en un susurro.
—Todo pasará, pronto todo estará distante y... —se encontró consolándola. ¿Pero consolarla para qué?
—Quiero una promesa de ti, Zaira —le dijo de pronto. El frio le cerró la garganta— Si un día tuvieras que escoger entre esta vida y tu felicidad... —le tomó los hombros delgados y la miró a los ojos. Quien sabe, por cual motivo le recordó a la pequeña Schià.
—¡Mamá! No hay ninguna posibilidad —se rebeló ante esa petición.
—Tú promételo, prométeme que escogerás la felicidad —insistió.
—¿Y tú? ¿Y ustedes?
—La felicidad de un hijo no vale el más grande de los egoísmos de un padre, Zaira. Cuando también tengas hijos, comprenderás que significa ver en su mirada la angustia y no poder hacer nada para ayudarlos —fue profética. Zaira la abrazó y la complació, sabiendo que no podría mantener esa promesa imposible. La madre sonrió sinceramente y le acarició su fría mejilla. Luego comenzó a salir de la habitación.
—¿Por qué? —su hija insatisfecha la detuvo. Ella se dio la vuelta.
—Ese hombre —admitió con los dientes apretados.
—¿Dunamis? —decir su nombre siempre era emocionante.
—Sí, él —no dijo más, dejándola sin una explicación. ¿Qué sabía ella de ese hombre? ¿De Dunamis? Lo había descrito bien, pero no podía saberlo.
––––––––
Dunamis entrecerró la mirada. Sentado en la silla junto al fuego, su apariencia parecía amenazante. Su hermano lo había alojado en su hogar cómodo y cálido, renovado en las manos de dos de sus siervas mudas. Así, había permitido que su alma encontrara la fuerza para continuar incluso sin Zaira de Enotria y el deseo de regresar a Astos había empezado a tomar forma en la mente del rey, tanto que le hizo pensar en irse lo antes posible.
—Es un viaje largo y peligroso el que quieres emprender —le dijo Isos flemáticamente después de entrar en la sala de la cueva donde habían vivido durante meses. Su relación no era idílica, se toleraban mutuamente: una por la honestidad que no podía vencer, la otra por la necesidad de no sucumbir.
—El viaje de mi regreso. Atravesaré nuevamente las puertas de Astos querido por Artemisa virtuosa —se levantó frente a su gemelo opositor.
—Eres un rey derrotado y solo, burlado por un esclavo y los desertores no han recibido su castigo, ni siquiera tu mujer volverá contigo. ¿Estás seguro de que puedes soportar el ridículo de la gente, la derrota que llevas encima? ¿Serán suficientes tus sentencias para cancelar el fin de Dunamis de Astos? —fue deliberadamente insinuante, tocó todos sus puntos dolorosos, picó su orgullo herido. Dunamis permaneció inmóvil. No tenía defensas. Lo admitió, solo se tenía así mismo y una derrota total, una marca indeleble en él en ese mundo de heroísmo y muestras de fuerza. Pero no se rendiría, no tenía nada más por que luchar. Tal vez sería arruinado sin esperanza, moriría deshonrado, pero no cedería, cerraría los ojos a la vida con la espada en la mano, sentado en el trono, lo que sabía hacer excepcionalmente.
Isos esperó su respuesta que no llegó. Luego rió odiosamente, irritándolo. ¡El hijo del lobo quería dejar a Aquerusia y a su insoportable amo a quien nunca querría volver a ver por la corta vida que le quedaba! No reaccionó porque era un invitado de todos modos y se sentó en la silla frente al fuego crepitante. Tomó un sorbo de vino, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.
—¿Qué me ofreces, hermano? —Isos interrumpió sus reflexiones.
—No confío en ti —replicó sin prestarle ninguna atención. Estaba cansado de él, de su aire triunfal, de sus medias palabras que lo provoca continuamente.
—No confías en la única persona que podría aliviar tu dolor —le respondió.
—Si es verdad que mi corazón se ha echado a perder volviéndome insensible al sufrimiento ajeno, también es cierto que la astucia siempre ha caracterizado tu ser —trató de interrumpir abriendo los ojos y mirando el arrugado techo de la cueva.
—Si realmente es como dices, no habrías caído en tu trampa —parecía querer halagarlo de alguna manera, tanto que Dunamis lo miró con un asomo de molestia.
—Habla claro, Isos —siseó exasperado— ¿Qué quieres a cambio de la vida que querías salvarme?—todavía bebía. Últimamente el vino le daba algo de paz, un silencio en los sentidos que por la noche le permitía dormir sin recordar a Zaira.
—Los dioses quisieron que tu vivieras, no era mi concesión —mintió. Dunamis resopló con los codos sobre las rodillas flexionadas. Entonces pensó. Siguió pensando. Valoró. Un fuego igual al que lo iluminaba ardió dentro de él, feroz y doloroso, pero vivo para hacerlo temblar. Buscó a su hermano en la profundidad, pero Isos sabía cómo crear un aura de misterio impenetrable a su alrededor. Una palidez preocupante lo oscureció, su corazón comenzó a acelerarse en su pecho sin una aparente justificación.
—¡No te burles de mí! —Se levantó de golpe, mientras su hermano le daba la espalda irreverente— ¡No te atrevas a burlarte de mí, Isos! No dudaría ni un momento en cortarte la garganta —insistió acercándose.
—Estoy esperando, Dunamis —miró por encima de su hombro. El rey lo sujetó y lo giró hacia él.
—Me estás dando una esperanza imposible —lo abrumó con una calidez que el guardián sostuvo a duras pena. El poder del amor que animaba al rey caído era algo que iba más allá de lo humano y él podía percibirlo.
—No soy como tú —se liberó de su agarre. Dunamis no podía creerlo, tal vez lo había entendido mal, se estaba aferrando a un sueño. Estudió a Isos nuevamente, lo excavó sin tocarlo, trató de descifrarlo, de entenderlo. Quería arriesgarse. Si hubiera entendido mal, lo habría pensado más tarde. Jugaría la apuesta más alta al bote, ¡saliera lo que saliera! Siempre podía matarlo y tener a los dioses como enemigos. ¿Qué le importaba después de todo? Con los dientes muy apretados decidió aventurarse. Se quitó el colgante que llevaba alrededor del cuello, el símbolo de su realeza. Lo golpeó sobre la mesa y el ruido hizo que los ojos de Isos se estrecharan.
—Me estás dando lo que ya es mío —sonrió levemente.
—Te estoy devolviendo tu reino, lo que he usurpado contra la justicia de los dioses —admitió toda la culpa.
—No me veo en el papel de rey —dijo sin pensarlo.
—Eres el señor de Astos, siempre lo has sido, ¿qué más quieres?
—¡Ah! ¡Un poco de respeto para un soberano! —lo reprendió irónico. Se acercó al objetivo para ponérselo en el cuello y observarlo con una especie de melancólica nostalgia.
»La amas realmente —aseguró. Dunamis se sintió aliviado, tal vez no se había equivocado evaluando sus palabras— ¿Sabes que me divierte más? —Empezó un discurso, pero el hermano no tenía ganas de hablar— Que ella también te ama y ahora me preguntó porque tú estás aquí y ella no está, porque estas cediendo tu reino para convertirte en un vulgar hombre del pueblo —filosofó sin prisa.
—Porque todo se arruinó.
—¿El oráculo de Delfos? Por supuesto, los dioses nunca se equivocan y tú fuiste derrotado sin armas por una amazona venida del futuro y tu reino se derrumbó —se le adelantó aburrido.
—No, es la mente loca de Zaira que provocó todo esto y cuando la vuelva a ver...
—Cuando la vuelvas a ver temblarás, el hielo de tu alma se derretirá como la nieve al sol —lo cortó. De un pequeño nicho tomó una bolsita.
—¿Cuándo la vuelva a ver? —lo tocó el hombro para recuperar su atención. Tembló, incrédulo y sin embargo con la esperanza triturándole por dentro los proyectos hasta ahora evitados para no hacerse daño.
—No finjas no entender, Dunamis —le entregó el envoltorio, abriéndolo, dejando que el brillo de la fusta se difundiera en la habitación. El rey lo sujetó dudoso, el temor inconsciente de despertarse porque estaba soñando, debía ser así.
—Recuerda una cosa. No pienses poder quedarte en tu tiempo, no lo tienes permitido. Ella podrá regresar, pero tú no podrás quedarte, no sobrevivirías —quería informarle para evitar malentendidos. A Dunamis no le importaba, no tenía intenciones de quedarse en el futuro, solo quería volver a verla, al menos una vez, solo una vez. Sacudió la cabeza. Comenzó a darse prisa, pero se detuvo y se volvió hacia el guardián del tiempo.
—Dijiste lo contrario a ella —frunció el ceño al recordar el día que la perdió.
—A ella le mentí.
—¿Por qué?
—Quería hacerte daño y me divertí doblegándote. Me habría gustado despedazarte, pero yo no soy como tú —reafirmó su diversidad arrancándole una sonrisa maligna.
—Tienes razón, eres mucho peor —lo atajó. Isos asintió con la cabeza.
—Por supuesto, un gran bastardo —y con una mano lo incitó a irse. Dunamis no replicó y lo miró por esos últimos minutos.
—No creo que tú y yo nos volvamos a ver —lo saludó aprisa. Desapareció más allá de la bóveda rocosa, hacia afuera en donde Argurion ya pisoteaba.
—Obstinado y orgulloso, como siempre —aseguró Isos. Las llamas ardieron cuando le arrojó más madera.