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Las palabras de la madre la habían turbado. Tenía la absurda sensación que ella pudiera predecir las acciones del rey. Sin embargo, había puesto en ella una esperanza, la de saberla feliz aunque estuviera lejos. Zaira cayó en una nueva confusión, ese comportamiento le recordaba a Schià, irreducible y capaz de regalar un apoyo inesperado. No quería esperar, escuchar los ecos incesantes de las palabras a medias de esa tarde que pasó contando una aventura que cualquiera habría creído una locura. Quería solamente poder vivir así, como había escogido, en la mediocridad de una existencia común, sin gloria y sin infamia, monótona y normal, lenta e inexorable como quien la rodeaba. Sintió un tenue resentimiento hacia la madre, ¡la última de la cual se había esperado tanta comprensión! ¿Por qué había hablado así? ¿Por qué la había sacudido con su flema madura e inteligente, con su fuerza interior opuesta a la debilidad que en cambio la caracterizaba? Hubiera preferido la ira, en cambio, ella había aceptado todo juzgando sus acciones equivocadas. ¡De locos! ¡Se había esperado de todo, pero no esto! Y ahora deseaba aclarar, convencerla de que estaba equivocada, quería que ella se retractara, de lo contrario todos sus esfuerzos habrían sido realmente en vano. Era una mañana nublada y sombría durante el desayuno que decidió enfrentarla.
—No debes hacerlo más, mamá —le dijo secamente. La mujer no se giró, siguió limpiando el lavabo— No intentes más alimentar mis ilusiones, no sería justo para mí —siguió racional como había decidido ser desde que había regresado.
—¿Cuáles ilusiones? —le preguntó, insistiendo en darle la espalda, trabajando rápidamente.
—No sirve de nada tratar de hacer que todo sea menos pesado con un vago espejismo, mamá. No es así como tengo intensiones de ser normal otra vez —se quejó. Tomó un sorbo de café y se sirvió otro.
—¿Normal? —ella se volvió seria, ofendida por su ataque injustificado.
—¡Normal! ¿Te parece tan imposible? —Se defendió.
—Después de lo que te pasó, ¿crees que puedes tener días normales? ¿Y cómo crees que puedo sentirme, sabiendo que nunca será así? —se apoyó contra la mesa para acercarse a su cara de asombro. Zaira no lo entendía, por un momento le fue difícil descifrarla.
—Pero lo que me sucedió, ¿realmente lo crees? —quiso jugar la carta del engaño. La otra asintió segura, no estaba dispuesta a ser engañada por una lógica helada —¡Incluso si fuera así mamá, se acabó! ¡Se acabó para mí y también debe serlo para ti! —se encontró quién sabe por qué maquinación psicológica arcana, nuevamente a consolarla, para curar las heridas que ella no tenía. No entendía lo que estaba haciendo.
—No ha terminado para ti y además... ese hombre —no terminó la oración. Esto irritó a Zaira.
—¿Ese hombre qué? —resopló. Se encendió un cigarrillo, lo aspiró con fuerza hasta quedarse sin aliento y tosió sonoramente.
—Tú no has comprendido quien es Dunamis de Astos. ¿Es este su nombre, verdad? —la provocó.
—¿Yo no he comprendido quien es Dunamis de Astos? ¿Pero te estas escuchando, mamá? ¿Tienes idea de lo que estás diciendo? ¡Eres tu quien no sabe quién es él! —exclamó incrédula. ¿Pero de que estaba hablando?
—Yo sé quién es y de que es capaz de hacer —la sorprendió—. Es un hombre sin miedo, capaz de cualquier cosa por tenerte. Es un guerrero, nada que ver con los hombres de este tiempo, lejos de ellos en orgullo y habilidad. No renunciará a ti, no tan fácilmente —agregó cortando el aliento de la hija. Zaira se preguntó si su mamá estaba mal, tal vez tenía un fuerte desgaste no diagnosticado. Empezó a preocuparse.
—¿Así de fácil? —le hizo notar con un sollozo divertido. Se miraron. No, su madre no estaba mal, estaba mejor que ella, estaba tan convencida que el dolor de una separación no la tocaba siquiera. La admiró, a pesar de no compartir sus convicciones.
—No te perderé, sea lo que sea suceda —agregó y regresó secando los platos.
—No sucederá nada, mamá. ¡Todo ha terminado! —se empeñó.
—No ha terminado. Si miro a tus ojos y pronuncio el nombre de Dunamis de Astos veo la felicidad y ¡eso me basta para saber que tengo razón! —la miró, una amazona ante su cobardía.
—Tienes miedo —aseguró Zaira escéptica.
—Tengo miedo de tu infelicidad, sí. Nada más me atemoriza —no dudó—. Ni siquiera cuando crea haberte perdido para siempre habrá terminado.
Zaira bajó los hombros derrotada. Se acercó a ella benévola y la abrazó fuerte, con infinito afecto.
—Estamos hablando de nada, mamá —le susurró.
—Puede ser —concluyó dulcemente. La acarició la mejilla. Encendieron otro cigarrillo antes que Zaira saliera para ir al trabajo. Tomaron el café juntas y se despidieron como todos los días.
La mujer la observó desde la ventana. El cielo estaba gris y nublado, hacia frio, percibía en la nariz el olor de la nieve llegando.
—Tú no sabes quién es Dunamis —repitió. Sintió que la garganta se le cerraba.
Había atravesado la confusión del aeropuerto para llegar a las oficinas y sentarse en el escritorio. Necesitaba volar, pero los directivos habían rechazado su integración en los aviones, también los test psicológicos a los que había sido sometida fueron duros. Su desaparición había quedado misteriosa, las autoridades no habían descubierto nada relevante y la versión oficial de un viaje solitario alrededor del mundo no había convencido a nadie. La asignaron al departamento contable, el cual no le gustaba, pero también era verdad que no tenía elección y que al menos no estaba sin hacer nada. Trabajó toda la mañana con el sonido insoportable de la calculadora repitiendo unas cuentas que no cuadraban. Alguien estaba robando, estaba convencida. Tenía que informarlo a la dirección, pero no ese día, tal vez mañana o tal vez dentro de una semana. Todo en ella era posponer, silenciosa se quedaba en su puesto, saludando amablemente a los colegas sin entablar conversaciones interesantes, si no algún intercambio de ideas sobre el tiempo, sobre la política, sobre los eventos del mundo. Nada de relevante, solo un modo para no pasar desapercibida. De vez en cuanto miraba por la ventana que daba a la pista. Numerosos aviones de líneas nacionales y extranjeras se movían lentos, despegaban y aterrizaban. La gente subía y bajaba, las azafatas las recibían, los orgullosos pilotos con sus espléndidos uniformes cruzando las grandes plazas, saludando como si fueran quién sabe quién. Sonrió recordando los días en que ella también había estado allí. Cerró los ojos recordando el primer viaje a Palermo, un poco corto en comparación con las grandes travesías. Y sin embargo, en ese entonces le había parecido haber alcanzado el máximo de la carrera. Rio para sí misma volviendo a abrir los ojos. Le faltó el aliento y abrió los ojos encantada. Nevaba. Era raro que sucediera en Roma y una gran agitación en la oficina subrayó el evento. Dejó el papeleo para llegar a la ventana y observar mejor el espectáculo. Se vio reflejada en el cristal: ni siquiera le habían dado el uniforme y vestía con un elegante traje ejecutivo color burdeos, con zapatos altos de charol negro. Los miró y pensó que la nieve los arruinaría. Ella arrugó la nariz, le gustaban mucho. Por cuan efímera fuese la cosa, esa compra le había dado una de las pocas alegrías en los últimos meses. Al lado de ella, un colega comentaba divertido el contratiempo en la pista que estaba agitando a todo el equipo técnico. Extrañamente no había sido prevista una nevada en Roma, numerosos anuncios comunicaban retrasos y cancelaciones en los vuelos. Se creó una notable confusión que ella ignoró, regresando sin entusiasmo a su ruidosa calculadora y a la cuenta que no quería dejar. Se sumergió nuevamente en el trabajo, hasta la hora de la comida. No tenía hambre, últimamente comía poco y de hecho había adelgazado visiblemente. Esperó a que la oficina se vaciara, luego rápidamente buscó en el bolso encontrando los cigarrillos y el encendedor. Cruzó la gran sala vacía, echando una última mirada a la nieve que detrás de los vidrios seguía cayendo copiosamente. Se puso el abrigo oscuro y salió, caminando por el pasillo que la llevaría a una terraza cubierta. Disfrutaría el espectáculo en soledad. Aceleró el paso cuando vio la puerta de vidrio al fondo del último tramo, la atmosfera externa se había vuelto oscura y parecía que la tarde estuviera avanzada. La blancura no parecía disminuir el color grisáceo del cielo. Se detuvo, extrayendo un cigarrillo del bolsillo. Empezó a salir, cuando un crujido la detuvo. De pronto el corazón le saltó a la garganta. Parpadeó varias veces. Fue entonces que una figura indistinta apareció en el vidrio. Retrocedió: era un reflejo y no se volteó, no tuvo el valor de hacerlo, el temblor hizo que se le cayera el cigarrillo que rodó hasta una esquina. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Se estaba volviendo loca? La otra sombra detrás de ella no desapareció, a pesar de que ella siguiera espasmódica, frenética, parpadeando. El latido de su pecho le hizo arder las venas de las muñecas y los tobillos, el tacón alto la hizo sentir a una altura frágil. Respiró profundamente, pero se sintió mareada. Tenía que darse la vuelta, asegurarse de que no había nadie detrás de ella, ¡que a veces las bromas ópticas eran crueles! Tragó. Tragó. Tragó una y otra vez. La boca se secó.
Se giró lentamente, no pudo creer en la sensación que la invadía, no la dejaba ser feliz, tenía solo un miedo loco que la hacía todavía razonar sobre los pros y los contras de lo que podía ser. Se tambaleó, porque el mundo se balanceaba en la penumbra del corredor, ahora muy largo por la distancia que la separaba de esa presencia inquietante. Intentó enfocar la imagen, pero no fue fácil, los ecos de las actividades en la agitada pista se volvieron ensordecedores y molestos, superponiendo sus respiraciones. ¡La respiración! Podía escuchar la respiración del hombre, ahora frente a ella. Era pesada, laboriosa, agotadora, preocupante. Recordó los problemas pulmonares que enfrentó y se dio cuenta de que eso era más una confirmación para reconocerlo. Dio unos pasos hacia él, vacilando tratando de ver sus rasgos, los ojos de un negro abismal, los labios delgados y poco inclinados a sonreír, los pómulos pronunciados, la nariz recta. Varias veces se había preguntado si en el fondo no lo amaba solo por la luz de su mirada, si ese sentimiento no era más que su infantilismo, pero no había podido convencerse a sí misma, porque amaba de él la fuerza y la seguridad que lo habían convertido en un gran rey. La emoción pronto comenzó a volverla imprudente. ¿Qué estaba haciendo el hijo del lobo allí? Milenios lejos de su época, de su gloria, de su pueblo. Con los puños cerrados casi haciéndose daño con las uñas en las palmas de las manos, dio otro paso, mientras la luz de ese día oscuro, golpeó la cara del soberano de Astos que no había cambiado, incluso si el cansancio marcaba su mirada y una pequeña expresión poco alegre mejoraba el pliegue de su boca. ¡Pero era él! El corazón se volvió loco definitivamente, se fue a la garganta para hacer su baile salvaje, hasta apretar los dientes, haciéndola sonrojarse y luego perder el color por el miedo. Si era un sueño, no quería despertarse; si no lo era, si no lo era...
—Dunamis... —susurró. Él se acercó. Había cambiado, delgada, muy pálida, maquillada de una manera diferente a como Eucide la había siempre arreglado y el cabello, muy largo, estaba oscuro y abundante, detenidos por un lazo gris detrás de las orejas. Pero iba vestida como la había conocido, el hombre no captaba por supuesto la diferencia entre un traje civil y un uniforme.
Dunamis no sonrió, la miró quieto, los ojos eran los mismos de antes, los mismos que había encontrado la noche que se había dignado entrar en la sala del trono. Parecía frio, tal vez enojado. La penetraba fácilmente, indiferente a su incontrolable temblor.
—Zaira de Enotria... —le dijo sin énfasis, sin el impulso que ella esperaba. Estaba decepcionada y dio un paso atrás, consciente de su ferocidad.
—Vendí mi reino para venir a buscarte —tronó recriminadamente. Zaira tragó sin saliva—. Perdí todo para mirarte a los ojos una vez más —continuó un poco tranquilizador. Ella retrocedió una y otra vez, lista para un escape poco probable. Los reflejos del rey eran imperceptibles y la presión en su brazo palpitante, amortiguado por el grosor de la ropa.
—No trates de escaparte, sabré perseguirte también en las extrañas calles de tu mundo —le gruñó en la cara, el aliento caliente sobre el rostro tenso de la mujer que no sabía cómo reaccionar a su furor. Lo conocía y sabía que lo había provocado al extremo, encontrándoselo delante ahora no era algo bueno como había esperado pocos instantes antes.
—Has puesto de rodilla al hijo del lobo y te fuiste con tu triunfo. Como puedes ver, no suelo perdonar los errores sufridos y lo último que haré es hacer que te arrepientas de haberme reducido al fantasma del que fue el rey más temido de todo Hélade —gritó contra ella, pero estaba hablando y estaba tardando demasiado. Ella se dio cuenta y sostuvo su mirada como una vez lo hizo.
—Nunca he sido contraria a usted —recuperó su vitalidad, lo que no había sentido en su sangre desde que regresó.
—Querías cumplir el oráculo de Apolo y ahora... —respiró agriamente, agotado por su proximidad, pero decidido a no caer en la trampa todavía. Ella levantó su mentón desafiante—. Te mataré —le susurró al oído, marcando las palabras. Zaira hizo una mueca, trató de liberarse— Quiero ver tu sangre fluir, quiero verterla en esta tierra maldita que te alejó de mí, quiero beberla a la salud del Destino —quería asustarla, pero no tuvo éxito. Zaira seguía siendo una amazona, su espíritu inevitablemente salía en los momentos oportunos. Luego hubo un contacto invisible entre ellos que no les permitió a ninguno de ellos mentir. Decidió enfrentarlo, enfrentar su amargura, porque eso era todo. Lo miró con orgullo.
—Hágalo rápido, hunda su espada en mi garganta. Esta vez no se detenga —lo provocó, buscando la muerte, al extremo del cansancio de resistirle. El rey la miró y sonrió satisfecho. Buscó por dentro toda su legendaria crueldad. Desenvainó su arma con un chirrido metálico que resonó siniestramente en el pasillo. Zaira sintió que sus venas se tensaban. Realmente la mataría, había venido del pasado para vengarse, para lavar la vergüenza del abandono. Se sentía perdida, una niña altanera que creía que realmente lo había puesto de rodillas. La presionó contra ella y ella sintió la frialdad de la hoja tocar casualmente su pierna. Se estremeció. Sintió el olor acre del final, su cabeza comenzó a dolerle por los golpes impetuosos y desesperados del corazón. La abrazó tan fuerte que ella gimió. Tenía el aliento en el cuello, mientras la espada se levantaba buscando un punto mortal.
—Eres orgullosa y valiente —gruñó. Ella no respondió, cerró los ojos con resignación. Ella estaba horrorizada por el error de evaluación que acaba de hacer. No fue el amor lo que lo conmovió, sino un odio ciego— Podrías detenerme y no lo haces, como acostumbras hacer —sonrió alusivamente. La hoja yacía en la base del cuello descubierto por una blusa de seda blanca, lista para perforar la garganta.
—La muerte en vez de su desprecio, majestad —jadeó. La situación se estaba precipitando. Quería que terminara de inmediato. Dunamis recorrió con la mirada su perfil, su belleza; escuchó que se le acababa la respiración. Hubiera querido matarla realmente si no hubiera sido en lo que convirtió, si la sensación que lo sacudía no hubiera sido tan grande, si no hubiera querido simplemente obtener su terror entre sus dedos para sentirse a la par. Zaira estaba temblando, finalmente le tenía miedo. La miró durante mucho tiempo sin darse cuenta porque había cerrado los ojos esperando el final. Él la beso. Inesperadamente, él se apoderó de su boca y ella abrió los ojos sin ninguna resistencia. No se opuso. La tensión se derritió, la profundidad de ese toque la encendió, le dio una alegría incontenible, ignorando la hoja debajo de su barbilla. Estaba segura de que estaba a punto de desmayarse.
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Una de las puertas se abrió de golpe y Dunamis, instintivamente, se sintió en peligro. Alzó la espada sujetando aún el brazo de Zaira, usándola como escudo. Otros locales se abrieron ante el grito histérico de una secretaria con ganas de horas extra que vio al rey con la ropa fuera de lugar. Zaira se sintió perdida. Evaluó rápidamente todas las posibilidades. No había tiempo. Sacudió al soberano varias veces y él la miró sin soltarla.
—Escape, no podrá salir vivo, créame —dijo, pensando en la policía y en sus pistolas que lo batirían como un animal acorralado. No pasaría mucho tiempo para que los alertaran. Sería el fin. Dunamis quedó inmóvil.
—Se lo ruego. Lo matarán —le imploró. La presión en el brazo disminuyó. Pasó a su lado y se giró en una silenciosa petición que ella captó. Dunamis no pudo esperar más, resignado a no recibir respuesta alguna, empezó a bajar las escaleras que llevaban a la planta baja, mientras el rugido y el asombro de los presentes cada vez más numerosos se arriesgaban a obstruir su fuga. Ella lo miró asombrada mientras se alejaba, mientras lo perdía; ella lo vio casi en cámara lenta, como si se tratara de un sueño. Las frases de todos sus amigos resonaron en ella. Tropezó. Se iba, esta vez para siempre.
Se quitó los zapatos y empezó también ella a bajar las escaleras. Casi pierde el equilibrio, tropezándose, se sujetó a la barandilla y enderezándose reanudó la carrera desesperada que ya comenzaba a dejarla sin aliento. No veía nada, sin darse cuenta llegó al piso de abajo, un gran espacio que conducía al exterior. Corrió tan rápido que alcanzó al rey, chocando con él que se volvió y se la encontró en sus brazos.
—No perdamos minutos preciosos o no tendremos ninguna posibilidad de salvarnos —dijo. El uso del plural lo colmó de una dicha que anuló como encanto el hastío de poco antes. No perdieron esos minutos preciosos, salieron bajo la espesa nevada que afortunadamente había hecho que la policía no interviniera rápido. Argurion planeó ante ellos, en los bordes de la amplia pista. Las sirenas encendidas y distantes se escuchaban. Zaira comprendió, Dunamis no pudo hacerlo. Sin embargo, con un salto montó sobre la bestia. Ella se quedó abajo. Una muchedumbre curiosa y asustada se dirigió afuera de la estructura, hubo quien tomó fotos, un ruido sordo de hombres corriendo la hizo tropezar. Habían llegado, armados e ignorando lo que estaba sucediendo.
—Tú lo dijiste, me matarán —le recordó el soberano. Le dio la mano para ayudarla a subir, estaba tenso y temía por su vida, pero no renunció a la posibilidad de tenerla para siempre. Zaira lo miró y quedó sin respiración. Sacudió la cabeza fuertemente para alejar toda duda, sujetó esa mano y él la alzó poniéndola delante de él, le rodeó la cintura, espoleó al prodigioso corcel con un golpe de talón. Este relinchó ensordecedoramente, subió cada vez más alto, más alto y más alto, bajo la copiosa nieve, casi tormentosa. Alguien disparó. Ella dirigió su atención hacia abajo, viendo que su mundo se hacía pequeño, alejándose, reemplazado por las nubes sobre las que se abrigaban. Solo entonces notó el agarre de hierro del hombre. Suavemente ella le acarició la mano. Quería mirarlo a los ojos. Dunamis tiró de las riendas doradas de Argurion y permanecieron en el aire, entre el infinito y el tiempo. Estaba rígido, íntimamente resentido con ella.
—Todavía estás a tiempo, Zaira —le dijo con dureza. Ella suspiró sin apartar los ojos de su rostro.
—No es así —lo contradijo. El rey dejó que le rodeara el cuello. Intercambió ese gesto y asumió el comando, agitándola, emocionándola, pero especialmente agitándose, emocionándose. Fue la extranjera quien dio un golpe de talón a Argurion quien no obedeció, porque no era ella quien tenía la fusta divina. El hombre entonces hizo lo mismo y el caballo partió rápidamente en dirección a los confines del tiempo, transportándolos hacia el pasado, su presente.
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Argurion planeó. Los intentos del hombre de hacerlo partir nuevamente hacia otro lugar que no fuese ese, fueron en vanos, el animal pareció que se burlaba de él. Dunamis miró la arena sospechosamente. En guardia, bajó del caballo, revisando cada ángulo de ese lugar que había sido su reino y que él siempre había querido que estuviera vigilado. Evidentemente el nuevo rey no era prudente, dejaba espacios sin vigilar y que penetraran fácilmente en la fortaleza. Ayudó a Zaira a bajar al suelo.
—No hagas preguntas —desenvainó la espada con decisión.
—Dijo que renunció a su reino —no se quedó callada. El rey la fulminó con la mirada.
—Debe tratarse de un bromista idiota —susurró más para sí mismo que para ella. Un largo silencio los puso en aprehensión, pero el soberano estaba decidido a defenderse, cualquier cosa hubiese sucedido, cualquier enemigo lo estuviera esperando.
—Siempre previsiblemente violento en tus expresiones e intenciones —alguien lo sacudió. Dunamis buscó frenéticamente. Vio a Isos en el palco real, apoyado contra una pared sombreada con los brazos cruzados sobre el pecho. Era en todos los aspectos similar a él con la ropa negra que llevaba. El soberano se puso rígido, molesto por su presencia victoriosa.
—¿Qué más quieres de mí? —gruñó roncamente. El hermano se encogió de hombros y miró el cielo despejado.
—Esta arrogancia no es adecuada para un hombre del pueblo en presencia de un rey —dijo nuevamente.
—Un rey —subrayó disgustado. Isos lo cortó veloz.
—El rey que tú ya no eres —lo golpeó. El hijo del lobo paró el golpe, no reaccionó. Lo sintió reír, mientras bajaba las escaleras y se ponía delante de él que retrocedió desconfiado.
—Guarda tu arma, sabes bien que yo no amo ciertas bajezas de la naturaleza humana —lo advirtió afectado.
—Admites ser un villano —intentó atacarlo. Zaira lo detuvo, rozándole apenas el brazo.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó obviamente, ignorando la diatriba. El guardián del tiempo la miró por un momento.
—Entonces regresaste, has escogido a mi hermano a tu tiempo —le dijo. Ella levantó una ceja y no le respondió. Los ojos del hombre la penetraron movidos por un profundo conocimiento de las cosas— Como dispuso el Destino desde el inicio —agregó. Zaira tragó.
—¿Cómo? —sujetó el brazo del rey.
—Como el Destino dispuso desde el día que te quiso entre nosotros —repitió divertido. Dunamis tuvo un movimiento de rabia que ella detuvo nuevamente.
—Déjeme entender —insistió.
—No hay nada que entender, Zaira de Enotria. Lo que dije puede bastarte, eres bastante inteligente para comprender por ti sola que... —se molestó.
—... que el resultado final estaba destinado a ser este, luché contra el Destino inútilmente —resopló exasperada. Entonces su impetuosidad se desvaneció de repente y sonrió para sí misma, sacudió la cabeza. Dio la espalda a los dos hombres.
—¿Por qué estamos aquí? —reiteró Dunamis, volviéndolo a enfrentar. Quería irse y sospechó que Isos habría intentado impedírselo. El hermano suspiró cansadamente, los hombres en general lo cansaban siempre con sus luchas, sus enfrentamientos, sus oraciones, sus amenazas. Todos eran tan pequeños y miserables al lado de él que protegía un secreto para los dioses.
—Porque este es tu reino, Dunamis —respondió obviamente, pero no tanto.
—Ya no lo es más, te lo cedí, yo mantengo mis pactos. No lo reclamo, no me pertenece.
Isos negó fastidiado con la cabeza.
—¿Me crees tan tonto para traicionar la confianza de Zeus y asumir el peso de un trono que nunca quise? Si tan solo me lo hubieras preguntado, te lo habría regalado. ¿Yo que protejo el secreto del tiempo y obedezco solo a los dioses? Solo un loco podría cometer un error tan grave, solo un niño podría elegir la miseria humana a la eternidad que el padre de todos los dioses me concedió —y arrojó a sus pies el colgante que había obtenido en la cueva, dejándolo atónito. Entonces Dunamis levantó la vista con ira.
—Jugaste, te divertiste —susurró herido— Te vengaste.
—¡Solo un poco! Redimí el dolor que me impusiste, quería hacerte llorar y lo hice, quería que supieras cómo se siente perderlo todo. Puedo devolverte tu juguete y dejarte con las tribulaciones de la vida a las que estás tan apegado. ¿Me condenas por esto? Sin embargo, has disfrutado de peores venganzas, de desesperaciones mucho mayores —le recordó sus crímenes que nunca serían cancelados, que nunca terminaría de pagar. El rey no respondió, se dio cuenta de que, después de todo, no había nada más que decir, esperó a que continuara con su arrogancia.
—Regrésame lo que es verdaderamente mío —le ordenó, indicando la fusta que colgaba a su lado. El rey no se opuso. Zaira detuvo a ambos con una sonora carcajada.
—No es esa fusta sin valor que es suyo, majestad —lo advirtió y él se puso sospechoso.
—Es Argurion que obedece solo a él, a sus órdenes mentales. Ese objeto es solo un espejo para distraernos y nosotros nos hemos dejado engañar. ¿Me equivoco, Isos? —ella lo miró por encima de su hombro. Él no lo negó, pero tampoco confirmó— Quiso que me fuera, aunque habría podido impedírmelo y quería que Dunamis me buscara. Fue usted, quien dirigió nuestras vidas desde el momento en que cruzamos las fronteras de Aquerusia. Solo sirve a los dioses, lo dijo y el Destino es un dios —concluyó, pronunciando las palabras para hacerle entender que ella no era una tonta. El guardián tomó la fusta, llegó hasta el caballo, lo montó con destreza y tiró de las riendas de oro con firmeza. Él la miró.
—Será difícil para ti, hermano. Tu mujer no es una tonta, no acepta la evidencia de los hechos —lo saludó mientras seguía mirándola y ella sosteniendo su mirada sardónica. Lo observaron, mientras se libraba en el aire y lo vieron desaparecer en el cielo, por encima de las nubes que estaban sobre ellos.
—Tampoco es inmortal como ha querido hacernos creer —agregó Zaira mirando el terreno marcado por sus huellas. Dunamis hizo lo mismo. Si realmente hubiera sido un dios, no habría dejado rastro, porque los dioses no acostumbraban a tocar suelo humano.
—Un gran actor, no hay más que decir —concluyó la extranjera. La tensión del momento se desvaneció, se quedaron solos, en medio de la plaza con el sol girando lentamente al atardecer, y el cielo pronto se tiñó de fuego.
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Después de unos momentos de desconcierto por el encuentro con Isos, Zaira tuvo el coraje de mirar al rey que estaba cerca de ella, recto e inflexible: seguía teniendo el prestigio al que estaba acostumbrado. Su encanto era devastador y su corazón comenzó a palpitar nuevamente por él, la idea de estar envuelta en sus brazos ya la hacía temblar, la posibilidad de vivir para siempre junto a él la hacía sentir feliz, ya que esperaba más. Dunamis guardó su espada. La mirada oscura recorrió a su alrededor, evitándola. Ella se sobresaltó, sintiendo una frialdad inesperada.
—Hay algo que no he comprendido —dijo el hombre de pronto, seguía sin mirarla, le dio incluso la espalda. La hija del futuro trato de acercarse, pero él levantó una mano para detenerla mirándola por el hombro. Zaira se congeló.
—¿Por qué estás aquí? —la fulminó.
—¿Qué pregunta es esa? —rió.
—Regresaste a mi tiempo. ¿Por qué? —insistió rígido. No estaba bromeando, notoriamente no tenía ánimos. Retrocedió asustada, atemorizada elaboró rápidamente una respuesta.
—Creo que le debo unas disculpas por todo lo que sucedió —balbuceó miserablemente.
—¿Disculpas? ¿No te parece muy poco por el mal que has sabido infligirme? ¿Piensas que unas disculpas sean suficientes? —no la miró más, le dio nuevamente la espalda.
—¿Que quiere que haga? —le preguntó aprehensiva. Sabía que tenía razón, cualquier intento de defenderse sería ridículo.
—Largo —le disparó sin conocer una pistola. Zaira no pudo creer que estaba diciendolo en serio y, a expensas de su dignidad, lo alcanzó para ponerse delante de él.
—¿Lo está diciendo en serio? —no se contuvo. Las lágrimas empezaban a subir, pero las aguantó,
—Y agradece a tu dios, si realmente tienes uno, si no te despescuezo como te lo mereces, Zaira. Los dioses me concedieron la gracia de volver a tener mi reino, te perdonaré en su honor —fue cortante. La extranjera quedó inmóvil mirandolo, la seguridad hecha añicos, el amor pisoteado, el orgullo hecho pedazos. Entonces, no había ido a buscarla. Realmente la habría matado si esa mujer no hubiese roto el momento. El beso que le había dado fue el del condenado a morir y ella no había comprendido. Ella no conocía a Dunamis de Astos. Las palabras de la madre resonaron en su interior, admitir que había tenido razón fue terrible. No pudo mover un solo musculo delante de él que no dejó de mirarla despiadadamente como siempre lo habían descrito, sabiendo que no podría regresar de donde había venido y decidido a infligirle la suerte de vagar en un mundo que no le pertenecía.
—¿Hay algo que quieras decirme? —le concedió apresurado, como si algo o alguien lo estuviera esperando. Negó con la cabeza humillada sosteniendo su mirada de hierro.
—Creí que había ido a buscarme, que había querido que regresara, que... —susurró patética.
—Has perdido tu confianza, extranjera. No quisiste escuchar las palabras de tus amigos. Nadie como yo puede entenderte y tú tienes toda mi comprensión. Conoces el camino, ordenaré que no te detengan y que puedas dejar Astos incluso ahora —interrumpió aburrido. Pasó a su lado sin aparente vacilación. Al no escuchar ningún movimiento, se detuvo y la miró de reojo, mientras atónita simplemente miraba al suelo.
—Se está vengando —dijo distraídamente, con la intención de poner la cabeza en orden.
—¿Te asombras? —golpeó su mano. Ella negó con la cabeza. No, no se asombraba, solo había creído estar a salvo de su furia. Suspiro cansadamente.
—Adiós, Zaira —se despidió. El golpe en ella fue incluso visible con un doloroso sobresalto. Levantó los ojos brillantes, sonrió amargada y, derrotada, dijo un paso hacia las escaleras, las subió, llegó al palco real que daba al interior del palacio. Empezó a entrar, pero se detuvo. Pensó, mientras el rey la veía irse, mientras asistía a su muda desesperación. A Dunamis de Astos se lo podía poner de rodillas, pero no sin consecuencias. La espalda curvada era conmovedora, su angustia despiadada. Dunamis entrecerró la mirada cuando dio un paso hacia la salida definitiva de su vida. Él movió un pie para hacer ruido. Eso nuevamente la bloqueó, como si esperara, como un control remoto. Sintió su respiración dificultosa, escuchó sollozos suaves.
—Deténgame —dijo Zaira en voz baja, un susurro leve y suplicante, el orgullo destrozado convirtiéndolo en un llanto lamentable.
—No escuché —tronó.
—¡Deténgame! —gritó y lloró aún más. No la detuvo. Definitivamente derrotada la hija del futuro se fue, cruzó los pasillos del palacio y desapareció, como él le había ordenado. Darse cuenta que nunca había sido amor, la partió en dos, pero no estaba muerta, ¡esto era peor!
Deambuló sin rumbo por Astos, con su extraña ropa puesta para que la gente hablara, para que la reconocieran, porque la fama de la hija del futuro ya había recorrido las calles de Hélade. Decían que ella era la hija del tiempo, pero no era cierto. Ahora no era nada, solo una desesperada a merced de los acontecimientos. Caminó, lo hizo por mucho tiempo, pasó las puertas del reino sin ser detenida y se encontró en una vasta llanura invadida por un ocaso cálido y brillante. Observó tristemente el Bosque de Artemisa a lo lejos, la calle que llevaba a Delfos, los prados quemados por ese tórrido verano. Le faltaba el aire por momentos, el aire puro le daba un poco de problemas, conocía esa molestia. Avanzó unos pasos bajo la mirada fija de Dunamis quien desde lo alto de la torre principal de Astos, la miraba asistiendo a la caída con la satisfacción del hijo de un lobo como lo era.
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El crespúsculo había llegado lento, dándole tiempo de llegar a la playa en donde un tiempo el rey la había llevado para ofrecerle emociones que no se volverían a repetir. Había logrado llegar allí por suerte. Cada vez menos vital, se sentó sobre las piedras desnudas, sus pies lamidos por las olas tranquilas y el fresco de la noche para darle un poco de alivio. Había usado su chaqueta como alfombra. Con los codos sobre las rodillas, contempló el horizonte oscuro. El discernimiento inicial había dado paso a un cinismo azorante, que en ocasiones sonreía divertido. No tenía idea de qué hacer, no sabía a dónde ir y no tenía idea de cómo podría encontrar a sus amigos que ni siquiera sabía si estaban vivos o muertos. ¡Por supuesto que la broma final había sido realmente sublime! El Destino, o tal vez solo Dunamis, había sido excepcional al burlarse de ella tan fácilmente. Del resto, ¿por qué negar que era joven y por lo tanto ingenua? ¡Había creído en los sentimientos tan profundos superando a Schià que tal vez no habría jamás cometido un error tan fatal! ¡Ah! ¿Ahora qué demonios haría? ¡Buscar a otro dios dispuesto a indicarle el camino de regreso sería realmente demasiado! Tal vez Isos podría ayudarla, llegar a Aquerusia sería lo ideal, ¡aunque no fuera seguro el resultado final! ¡Si bien el guardián del tiempo no era un santo, en las venas tenía la misma sangre marchita del hijo del lobo! Se percató que tenía en el bolsillo un paquete de cigarrillos con el encendedor. Encendió uno y lo fumó con calma, sabiendo que pronto ese vicio terminaría. Contó los cigarrillos. Pocos. Luego los ojos se abrieron nuevamente, podía intentar ser fuerte, podría convencer a cualquiera sobre quien era, ¡pero era una mentira! ¡Deseó terminar esa eterna pantomima! ¡Basta! ¡Estaba cansada! La línea verde del último saludo del sol brilló en el horizonte ahora indefinido y las tinieblas la envolvieron. No muy lejos, Astos dominaba con sus luces, el leve zumbido que pronto desaparecería con la llegada de la noche. Miró la fortaleza.
—Fui claro, ordenándote que dejaras mi reino —la voz de Dunamis la sobresaltó. Se giró de golpe. El hombre plantó una antorcha en el duro terreno e, iluminado por el fuego, le pareció aún más amenazador. Zaira aspiró el cigarrillo con arrogancia.
—Lo hice —contestó soltando el humo y dejándolo de mirar. Que se fuera al diablo ese bastardo ignorante.
—También esta playa es territorio de Astos —la informó. Suspiró exasperada, fastidiada de su presencia. Luego rio ofensiva.
—Tiene un ejército a disposición, es el rey más temido de todo Hélade y ¿se incomoda en persona para expulsar un intruso de su territorio? —se burló de él. Lo escuchó avanzar detrás de ella— No te acerques —lo detuvo con la voz gruesa. La desilusión la estaba volviendo peligrosa.
—No estás en posición de darme órdenes —y ella se levantó tan rápidamente que el rey se la encontró delante de pronto. Se miraron uno más rígido que el otro. La mujer botó el humo de la última aspirada en la cara del hombre y lanzó la colilla en el suelo. Él contuvo el acceso de tos.
—Me está confundiendo con Aimatos, pero yo no soy él y su maldad ciertamente no me hace sentir inferior a usted —exclamó. Inesperadamente, desenvainó la espada que el soberano llevaba extrañamente a su lado para apuntarla hacia su pecho.
—Nunca harías eso —sonrió odioso.
—Si yo fuera usted, no me pondría a prueba —la punta del arma presionó su esternón, sin que él se moviera— El hijo del lobo no tiene corazón, me engañé pensando lo contrario —estaba furiosa.
—¿Corazón? —subrayó exasperado.
—Nunca me amó, para usted yo era un reto que quiso vencer a toda costa y lo encuentro de mal gusto, usted es odioso, ¡su reino es molesto! —Lo atacó arrancándole una risita odiosa— Se está divirtiendo, también eso me parece odioso —soltó y le lanzó la espada a los pies como signo de desprecio.
—Sí, me diviertes.
Zaira se giró con despreció hacia el mar, indiferente a él, a su autoridad, a sus órdenes perentorias. ¡Que se fuera al diablo! ¡Que la matara, que la hiciese prisionera! ¡Que pasara lo que tenía que pasar! ¡Ya no tenía más ganas de luchar!
—Eres tan graciosa con tu ira inútil, Zaira de Enotria —insistió sin que ella recogiera la provocación. Sintió que se acercaba de nuevo y dio un paso hacia el agua para evitarlo, pero fue en vano porque las manos del rey de Astos la sujetaron por los brazos. Ella se puso rígida.
—¡Oh! ¿Olvidó infligirme la última humillación? Adelante, complete su trabajo e... —susurró sin reaccionar.
—Suficiente con eso para derretir todo el hierro que llevas por dentro en este momento —ignoró su odio, su voz seguía siendo firme.
—No desvaríe, majestad. No pierda el tiempo, no quiero escucharlo.
—¡Mentirosa, Zaira! Estarías aquí escuchándome durante horas —la contradijo. Irritado, ella logró mirarlo a la cara.
—Está muy seguro de sí mismo —gruñó.
—Es verdad, es un riesgo que siempre corro —no le dio tiempo de hablar, apoderándose de su boca, haciéndola vacilar por el ímpetu que le puso. Cayeron al agua en un abrazo que el rey cernió. No era capaz de defenderse, ¡ninguna mujer habría podido contrastar la fuerza de ese hombre! No se rebeló, asumió una actitud fría, aunque su sabor ya le encendía el corazón, su calor ya le calentaba el cerebro, aunque la ilusión ya le nublaba la mente. El agua fresca en la espalda y en la cabeza, creó un agradable contraste con el fuego que le provocaba la boca del hombre. No dijo nada. Encontró su sonrisa inesperada.
—No me detendré —susurró. La memoria voló rápidamente hasta la primera vez, la emoción de un tiempo se duplicó. Zaira tragó atónita, lo estudió velozmente y suspiró profundamente, cuando le dio la posibilidad de eludirse de su asedio, levantándose ligeramente de ella, otorgándole una vía de escape. No logró valorar que sería correcto y que errado. Se volvió de perfil.
—Pronuncia mi nombre —le pidió. Apretó los labios obstinada— Hazlo —fue casi una súplica. No lo complació— Un juego cruel el mío, ¿verdad? —entonces la interrogó con un tono finalmente menos áspero. ¿A dónde quería llegar? O mejor, a dónde quería ir era obvio, más bien ¿por qué recorría un camino tan impermeable? El soberano se levantó, ella se apoyó en los codos aún sumergida en el agua.
—Dunamis —lo sorprendió estremeciéndolo. Le ofreció una mano y la ayudó a ponerse en pie. Goteando permaneció inmóvil. Dejó que la desvistiera, lentamente, inexorable, pero poco paciente con esos absurdos ojales, tanto que le arrancó la camisa sin muchos preámbulos. Zaira no escapó y se dejó envolver por el manto del rey. La cargó en brazos y se refugiaron en la vegetación más profunda.
—¿Esto es un juego? —quiso saber mientras la apoyaba sobre el pasto. Él se sentó a su lado, continuando a abrazarla, como si estuviera quitándole la vida.
—Se juega con los niños y tú eres una mujer —fue persuasivo.
—Me lastimaste.
—No es cierto, nunca creíste que hablara en serio. El hecho que todavía sigues aquí, lo confirma —la cogió infragante. Trató de contradecirlo— No te mientas a ti misma y ¡no lo hagas ni siquiera conmigo! Simplemente me estabas esperando y yo llegué porque estaba seguro que te encontraría aquí.
Un largo silencio les permitió estrecharse con la intensidad capaz de encender los sentidos, el silbido del lobo se confundió con la respiración irregular de la extranjera. Se besaron profundamente, lentamente y luego rápidamente, con timidez y luego descaradamente.
—Admito haberlo intentado —el soberano rompió el encantamiento.
—¿Qué cosa? — regresó a la realidad con dificultad.
—Alejarte, a prescindir de ti después de arrastrarte aquí. Sí, quería venganza —estaba rígido—. Pero no lo hice y tú no huiste, incluso si te di la posibilidad de hacerlo —la liberó de su capa para contemplar su cuerpo desnudo a la tenue luz de la antorcha distante.
—¿Huir de usted? —aseguró tratando de cubrirse. Dunamis no se lo permitió y se fue sobre ella.
—No es algo tan improbable —le recordó que esos meses los había pasado justamente escapando de él. Zaira tuvo una expresión de cómica admisión, trató de replicar pero el beso la silenció. Lo abrazó. Lo dejó bajar y luego subir, enloquecida le pasó repetidamente los dedos por el cabello corvino que le provocaban un temblor insospechable. Lo invitó tacita a seguir, seguir, seguir y... volaron alto como habían esperado, llegaron al límite de la realidad, vieron mundos desconocidos y los navegaron ardientes.
—Sabes que no me detendré —la despertó. Zaira sonrió, hundiéndose en sus ojos profundos. Le hundió las uñas en la espalda y ronroneo de placer contemporáneo, pusieron el sello inextricable de su amor. Juraron, en un gemido simultáneo, que nada ni nadie podría dividirlos.
—Nunca lo ha hecho —respondió con retraso.
—Nunca me he equivocado —tuvo un momento de egocentrismo que la divirtió. Recorrió con un dedo los pómulos pronunciados de su belleza y suspiró entre sus brazos.
—¿Podrá alguna vez perdonarme por lo que le hice? —preguntó acostada a su lado quien miraba la oscuridad que estaba sobre ellos.
—Nunca te condené por tu partida —la asombró.
—Está diciendo una mentira —le dio un puñetazo en el pecho. Él fingió toser.
—Inocente —se defendió. Permanecieron uno al lado del otro pensando, recordando, construyendo mentalmente el futuro que los esperaba, que empezaría al día siguiente. Zaira se cubrió con el manto, él siguió con el tórax descubierto y el chitón recogido en el regazo.
—Serás la reina de Astos —le dijo. Ella resopló desilusionándolo.
—Seré la esposa de Dunamis de Astos —lo corrigió.
—Cierto —se sintió orgulloso. La hija del futuro observó su pecho y volvió a ver el dardo de Eros clavado en la carne que sangraba copiosamente. Se asustó. Acercó la mano a la herida, rozó la flecha que vibró bajo sus dedos. No se retrajo, la vio irse, disolviéndose. La herida que lo había atormentado se redujo a una cicatriz. Dunamis tuvo un estremecimiento.
—Me has liberado del dolor, pero la marca de Eros nadie lo podrá jamás borrar de mi piel —dijo aliviado porque en un instante había dejado de sufrir. Ya no tenía el corazón herido. A lo lejos un lobo aulló seguido por la manada.
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FIN
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