La “remesa” de limones, panela, queso y agua se terminó al cuarto día. Así que ellos pasaron tres días de hambre antes de llegar a Nueva York. Pero, después de ocho meses convertido en Harold Montana, al supuesto puertorriqueño de dieciséis años, la Policía de Albany no le creyó el cuento y se lo llevó a una correccional de Montgomery.
Atrás habían quedado los zapatos pequeños que ocultaban sus enormes pies. También se veían lejanos los chapuzones en la bahía, cuando jugaba por las noches con sus compañeros en el momento en que la marea subía en el puerto de Urabá.
Es la historia de ese mismo negro de 1,90 de estatura que atrae todas las miradas en las pasarelas de moda, lo mismo cuando luce un “cachaco” con corbata, como cuando baila para mostrar la ropa informal o la nueva línea de interiores masculinos.
Ese que en la puerta del museo universitario es confundido, por los niños, con Asprilla. Ese negro de Turbo que fue rechazado para el servicio militar. Ese que hoy alterna el trabajo, el modelaje y el estudio, y que hace unos años tomó el gusto por la lectura por el miedo de salir a la calle y ver matar a sus amigos.
Sueños
Él, que no siente miedo por nada, aunque reconoce haber tenido pesadillas y se sabe de memoria la amenaza de muerte que recibió en un sobre, sueña ahora con ser un ingeniero de sistemas y poder viajar a Japón para especializarse.
Faustino Murillo, el negro enorme, con alma transparente, orgulloso de su color y de su raza, dueño de una amplia sonrisa, escuchaba en el barrio Obrero, de Turbo, donde nació el 22 de agosto de 1970, los planes de los aventureros de Buenaventura que buscaban en el puerto una oportunidad.
Empezó a soñar con irse, con escabullirse en una bodega. Fracasó en dos intentos, no faltaba quien lo encontrara y gritara, “¡un polizón!”. Se había preparado aprendiendo frases elementales para pedir la comida…
Su papá, un policía chocoano, y su abuela, esa mujer que se encargó de criarlo desde el fallecimiento de su mamá, cuando tenía cuatro años, escuchaban sus planes, pero no imaginaban que sería cierto.
El tercer intento resultó y Fausto fue a parar con tres amigos a Nueva York. Comunicándose por señas y pocas frases logró un trabajo recogiendo frutas.
Unos muchachos de Puerto Rico lo alojaron, le cambiaron el nombre y le enseñaron inglés. “Aprendí de la vida, que es lo más importante; que uno tiene que luchar para salir adelante, y para lograr un objetivo tiene que fijarse metas”.
Nunca supo a ciencia cierta en qué calle vivía, y aunque a veces pensaba en su familia, no sabía muy bien qué tan lejos estaban. Su espíritu buscaba libertad.
Volvió a su tierra a los ocho meses, después de ser deportado a Bogotá, rendir indagación y ser reseñado en Paloquemao. Un camionero lo trajo a Medellín. Lo imaginaban muerto y en torno a él ya se tejían leyendas.
Designios de la vida
Se sentía más adelantado que sus compañeros y empezó otro sueño: los computadores. Los había visto por primera vez en Estados Unidos, porque en Turbo ni se sabía de ellos.
En Medellín inició otra vida. De día era estudiante de contabilidad y programación de computadores, en la noche, mesero en discotecas. En año y medio ya tenía un diploma, y regresó a Turbo. El trabajo en un campamento maderero no lo ilusionó mucho. A los tres meses volvió a sentir necesidad de salir.
Por esas casualidades de la vida, una amiga con quien había bailado supo que en Danza Concierto necesitaban un buen bailarín negro. Después de la audición vino el contrato. Bajo la dirección de Peter Palacio, el polizón actuó en Benkos, obra montada para los quinientos años del Descubrimiento.
Con el primer pago se inscribió en la universidad y comenzó su otro sueño: ser ingeniero de sistemas.
En el escenario, su figura y su ritmo cautivaron la atención de una diseñadora. Fue llamado para un desfile. Con la danza había aprendido a querer su cuerpo y a expresarse con él: ya había escuchado los aplausos y el público no le daba miedo.
El rechazo racista
Su figura, el color de piel, la sonrisa permanente, motivaron comentarios en la prensa, fotos y un programa en la televisión regional. El éxito tocaba a su puerta, pero no imaginó que este reviviera en otros el rechazo por el color de su piel. A los pocos días de la entrevista en Teleantioquia recibió una carta: “Señor Fausto Murillo: para nosotros es un placer comunicarle que, debido a su excelente hoja de vida, usted ha sido seleccionado para pertenecer a una de nuestras listas de víctimas que serán enviadas al descanso eterno en la paz del Señor. Recuerde que, bajo el radiante sol del día y bajo la luz de la luna, lo estaremos vigilando, el mundo nos agradecerá por deshacernos de usted. Atentamente, Asociación Munede, Muerte a Negros Despreciables”.
Esa noche no pudo dormir. Puso el denuncio ante la Fiscalía y, por precaución, cambió de casa.
Pronto llegaron las vacaciones y se fue a Turbo. “Cuando a uno lo van a matar ni le avisan. Tengo mis metas y si me toca morir, pues ese era mi día”, dice Fausto, llevando su mano al pequeño tambor africano que lleva en el cuello como amuleto. Ese cununo, regalo de su amigo John Jairo Tréllez, y las oraciones de su abuela, han surtido efecto.
La cercanía de la muerte no es nueva para él, y cuando habla de la violencia en Urabá, el tema le es familiar. “En un tiempo fue tan dura y cruel la violencia que uno salía y veía que a un amigo lo mataban a tiros. Todo el mundo salía corriendo, y la policía ahí; después todos volvían a ver al muerto…”.
En ese tiempo, cuenta, llegaba temprano a la casa y prefería no salir, se quedaba leyendo al lado de su tío, contador del sindicato de braceros, compitiendo al que más leyera, y después comentaba los libros.
La ronda de la muerte
En tono serio, Fausto comenta: “En el interior se dan cuenta de Urabá cuando ya hay una masacre. Pero uno sabe que en una noche normal pueden aparecer cinco muertos; ¿quién los mató? Nadie; hay grupos de limpieza, hay guerrilleros, hay paramilitares, hay policías corruptos que también matan…”.
Con preocupación continúa: “Hay una juventud metalizada pensando en plata y hacen cosas por conseguirla: robar, matar… Tengo compañeros que se han metido a la guerrilla porque creen que allí se consigue plata y andan delinquiendo”.
Fausto relata que, ante la cercanía de la muerte, incluso llegó a soñar que le habían pegado un tiro en la frente; se despertó sintiendo el olor a pólvora.
Ahora va a Turbo muy poco porque el tiempo no le alcanza. Estudia cuarto semestre de ingeniería de sistemas, es jefe de sistemas de una compañía importadora y desfila en la pasarela, al lado de las más cotizadas modelos. No tiene ratos libres, ni siquiera para una novia. Añora sus ratos de lectura con el tío Wilson; por eso cuando salió Del amor y otros demonios se lo leyó en una noche.
Fausto nunca volvió a saber de sus compañeros de aventura en el barco bananero. Lo que sí sabe es que su próximo sueño de ir al Japón no tendrá que hacerlo con una “remesa de queso, agua y velas”, irá con un diploma de ingeniero de sistemas a especializarse.
“Yo empecé desde muy abajo, fui madurando. Todo lo he ido alcanzando, hay cosas que deseo, pero no estoy preparado todavía, por eso tengo que estudiar para lograr la meta de ir al Japón”.
Un parcial de estructura de datos lo espera; se aleja por la plazoleta de la ciudad universitaria, con la cabeza en alto, sabe muy bien para dónde va…
EL ESPECTADOR, OCTUBRE 22 DE 1995