IV

Naufragios

EN el castillete de popa había luz y adentro estaba el capitán. De esos con la piel curtida por la sal y el yodo, pipa o astrolabio en mano, de los que nunca pierden la calma en los naufragios y dicen primero las mujeres y los niños. Que son los últimos en abandonar el barco o que sencillamente prefieren hundirse con él y en un último gesto de tranquilidad grandiosa saludan con la mano, oblicuos como su barco con la proa casi hundida, despidiéndose de los que se alejan en las balsas. De esos capitanes problemáticos como Nemo o Ahab por ejemplo, que hizo del mar un reflejo de su espíritu. De esos maravillosos capitanes en colores de las historietas que semanalmente desafiaban las tormentas contra un fondo de mares tempestuosos y velas destrozadas por el viento, hermosos capitanes de larguísimos cabellos y con olor a imprenta bajo un cielo manchado por gaviotas de tinta. Puntuales capitanes de los sábados interminables del invierno y nosotros con la revista en la cocina junto al fuego de leña, a más de mil kilómetros del mar, y afuera cayendo el garrotillo o la garúa.

Sentado ante su lujosa mesa de caoba, lápiz en mano sobre un libro abierto, con el lápiz de vez en cuando se rascaba las orejas. En traje de brin blanco, sin pipa ni gorra ni astrolabio, me miraron dos ojitos entre alegres y burlones. Le expliqué el problema que teníamos con la brújula y me contestó mezclando italiano y español, señalando un aparato con un montón de agujas temblorosas.

—El barco, obviamente, va por el rumbo elegido. Ahí lo tienes.

—¿Debo entender que todo esto es una brújula?

—No exactamente. Son instrumentos de navegación, de los que el principio de la brújula forma parte. La brújula, en sí, sería insuficiente. Es fácil perder el rumbo aun con una brújula si no se cuenta con otros mecanismos suplementarios. Como que el verbo brujulear, en tu lengua, significa si no me equivoco algo así como adivinar por suposiciones.

Hablaba ahora de pie, casi apoyándose en un tapiz que abarcaba toda una pared del castillete, escena de caza con caballos blancos.

—Mire, capitán, nosotros sólo la necesitamos para tranquilizarle el ánimo, con eso se va a sentir mejor.

—Está bien figlio mio, si una simple bússola puede producir tranquilidad le buscaremos una.

Salvo la pared del tapiz, las demás estaban cubiertas por muebles llenos de cajones que el capitán abría y cerraba rápidamente casi sin mirar adentro en busca de la bússola, mientras silbaba con perfecta afinación el Vàlzer dell organino.

—Oye —dijo subiéndose a un taburete para alcanzar los cajones altos—, podrías ayudarme, ¿verdad? Ahí tienes, toda esa pared para ti. Tú busca una cajita negra muy pequeña, no vayas a pensar en nada raro, se trata de una miniatura que me regalaron el día de mi santo. Una merda di bússola.

La cara del capitán, algo entre familiar y extraño al mismo tiempo, mezcla de capitanes en colores de las historietas y retratos colgados en el comedor. Antepasados que llegaron a tierras desconocidas y sobre una cama india nos engendraron con estas caras de Paredes mezclados con Contardis que teníamos los setecientos judíos de la pampa, sin la pampa.

—Pero nos va a llevar horas abrir estos cajoncitos.

—Escúchame un poco. No hay necesidad de abrirlos a todos. Se trata de ir eligiendo, probando, de tener un pálpito. Decir: en ése debe estar. Es la mejor manera de buscar una cosa, de lo contrario es siempre el último cajón donde la encuentras. Se trata de brujulear una brújula, ¿dico bene?—dijo salteando una fila entera de cajones.

Me pasé para la otra pared, me dio el pálpito de que ahí la encontraría, y de paso le eché una ojeada al libro que leía cuando entré, un grueso volumen de palabras cruzadas.

—Oye, ¿y qué hará tu amigo cuando le des la brújula?

—Por lo menos saber donde está el norte y deducir si vamos hacia el este o a las prisiones del sur.

—El norte. ¿Y cuál de los dos?

—El magnético, claro, el que señala la brújula, ya sé que el otro es convencional o imaginario.

—El que señala la brújula también es imaginario. Además, lo hace con errores, porque lo suyo es mirar hacia el polo magnético pero también hacia abajo. Y si la dejáramos mirar como ella quiere se clavaría en el suelo. Y los errores que comete en el hemisferio norte son inversos a los que se le escapan en el del sur. Todo esto se lo tienes que decir al amigo tuyo para que no se pierda con la brújula.

—¿Pero no se basa en las líneas magnéticas que van de polo a polo siendo la tierra un gigantesco imán como nos enseñaron en la escuela?

—¿Te digo o no te digo una brutta cosa? Esas líneas también son ilusorias.

—Pero qué es esto entonces, ¿un barco ebrio?

—Los barcos, aunque precariamente, saben adónde van y llegan. Aquí lo ebrio sería la tierra, que no se sabe adónde va ni por dónde ni cómo. Y la brújula lo único que hace es obedecer a la tierra.

—Sí, pero el giróscopo.. .

—También tiene sus errores. La rotación de la tierra y el traslado de un lugar a otro lo despistan, y se produce entonces la deriva giroscópica, errores que hay que ir corrigiendo según el hemisferio donde nos encontremos. En realidad cosas precisas, propiamente, no las hay. Tú sabes que nada puede ser medido con exactitud. La materia es tan caprichosa como nosotros, que vamos de un lado para otro sin una necesidad estrictamente clara. Los campos magnéticos que dices, son perturbaciones provocadas por cargas eléctricas en movimiento. Si le echamos una mirada a los átomos, vemos que los electrones crean estas perturbaciones con la rotación de sus órbitas. Y como los electrones se comportan como pequeños giróscopos, entonces ya tenemos la materia misma a la deriva, mio caro. Tú buscas una respuesta a las angustias de tu amigo enfermo, en estos aparatos. Debo decirte que aun suponiendo que tanto los aparatos como nuestros sentidos fueran perfectos, la materia no puede darnos respuestas positivas porque ella misma está en una situación crítica, y esta situación es nada menos que su propio fundamento. Un electrón es a la vez partícula y onda, se te escapa, no hay sentidos para captarlo, y entonces lo único que puedes hacer es brujulear, entrar en el campo de las probabilidades. Y causa y efecto, para qué. Newton y Descartes, addío. A brujulear como se pueda. En el mundo subatómico hay partículas negativas que, ¿sabes de dónde vienen?, del futuro mi querido. Y los físicos han hecho pasar un electrón por dos agujeros al mismo tiempo. Travesuras de fantasmas, decían. Y están también las partículas mellizas de Bell, que si a una le duele la barriga a la otra también, a la distancia. Spaventévole, ¿no? E la terra gira che te gira, electrón a su vez de una incertidumbre galáctica, donde estrellas mil veces más grandes que la tierra se precipitan en unos agujeros donde no existe ni siquiera el tiempo y desaparecen para siempre. ¿Una birra?

—Me parece que a este paso nunca vamos a encontrar la bússola.

—¿Quieres que te diga una cosa? No hay mucha diferencia entre la mente perturbada o alucinada de tu amigo enfermo y la sustancia de que está hecha la materia. Ambas son partículas gemelas, y cuando a una le duele la cabeza, a la otra también a la distancia. Pero deja ya de abrir cajoncitos ordenadamente. Me pones nervioso. Acabo de tener un golpe de intuición. En esa caja de ahí arriba, la que tiene un poco saltada la pintura, ahí dentro tiene que estar la bússola. Ábrela y llévasela ya mismo a tu compañero.

—Parece que acertó—dije—, entregándole un objeto metálico envuelto en una gasa.

—Bueno, me equivoqué pero anduve muy cerca. Esto es un giróscopo.

Tiró de un hilo enrollado y el aparatito se puso a girar hasta quedar como un trompo que se duerme.

—Ahí tienes la rigidez en el espacio del caballero Newton. Mira ese movimiento, observa la succión que provoca el mecanismo. A ver, vamos, otro errorcito, así, eso es, un altro ancora —le decía al giróscopo mirándolo burlón en una actitud que lo llevaba galopando a la frontera con su colega Ahab.

—La lección de astronomía ha sido buena, pero nuestro compañero no sabe todavía si este barco va para adelante o para atrás.

El capitán acarició el tapiz.

—Tiene más de cien años, los que lo tejieron están muertos. ¿Pero quiénes lo destejerán?

—No comprendo—le dije—, viéndolo enteramente en actitud de buscar una ballena blanca.

—¿Te enteras de la simetría? El universo tiene su antiuniverso y esta simetría existe también en el tiempo. Un gran tapiz que se teje y se desteje, sin adelante ni atrás. Lo importante es sentir y gozar cada punto de la trama, porque al tapiz entero no lo veremos nunca. Y entre esos puntos crear nuestro propio espacio, por más absurda que nos parezca una trama tan grande para deseos tan pequeños y domésticos. En veinte años no he terminado de ver este tapiz. No me alcanzará la vida para verlo totalmente como corresponde, lo más probable es que no pueda llegar a la cara de la reina, ni siquiera al animalito que sostiene. Así lo gozo, y de la misma manera hay que vivir. La materia parece que es inmaterial, imaginaria. Entonces hay que tener una reglita micrométrica que nos permita medir otros espacios, o crearlos, para insertarnos ahí como placer, de lo contrario nosotros también vamos a resultar irreales. Los átomos, que sueñan a su aire, tendrán que aceptar nuestros propios sueños. Se correrán para hacernos un espacio. Y así podremos agregar a la materia nuestra dimensión, lo viviente concebido como placer y alegría, que nos permita sentirnos mundo en vez de entregarnos a su mecánica dudosa. He llegado a pensar que es la propia materia quien nos necesita y nos espera para no sentirse absurda. El protoplasma que va a lo suyo, más puro que cualquier metal, que cambia de lugar para salvarse y se burla alegremente del sol, que también se equivoca. Los seres vivientes debemos actuar en ese sentido, no ser espectadores de una mecánica que no se sueña, incapaz de concebir un argumento nuevo. Ser tan diferentes de la tierra hasta el punto de olvidarse de ella, cuando hayamos conseguido nuestro propio espacio. Y cada vez dividir en partes más pequeñas nuestra regla, hasta ganarle al espacio y ser nosotros mismos la materia, esta vez con capacidad de soñarse y de modificarse. Especie de orgasmo finalmente, porque lo nuestro, figlio mio, es el placer. ¿Pero no estábamos hablando de una brújula? Tú perdona, pero me encanta de vez en cuando jugar a la metafísica, es como las palabras cruzadas.

—Hablábamos de tranquilizar a un compañero que no está bien, prestándole una brújula.

—Lamento comunicarte que renuncio a buscar una brújula, me pone muy nervioso. Puedes seguir tú abriendo cajoncitos todo el tiempo que quieras y ordenadamente. Yo me voy a dormir. Dile a tu amigo que en el viaje anterior trasladamos a Europa novecientas personas, entre presos y simplemente aterrados. En éste hay alrededor de setecientas, con diversos destinos de desembarque, según los países que han aceptado concederles refugio o aceptarlas como turistas normales. Algunos van a Holanda, otros a Suecia, muchos a Italia y los más a España. De esos setecientos, una treintena son turistas normales. A los que viajan como refugiados los desembarcaré en el puerto que corresponda, el más próximo al destino final. Los demás podrán bajarse donde se les dé la gana, nel mondo ci capiamo tutti. Qué te ha parecido nuestro barco.

—Después de lo que he oído, si no es ilusorio por lo menos flota por milagro.

—El flota con lo justo, en un equilibrio que se apoya en hechos sumamente frágiles. Más que por sí mismo, porque el agua se lo concede: "bueno, basta, está bien, flota de una vez si eso te contenta". Los barcos no tienen seguridades absolutas, exactamente igual que las personas. Los piensan con lo justo y así los arrojan a la mar. Y flotan porque el agua es buena. Perdóname que no te ayude a seguir buscando esa bússola maledetta. Buscar cualquier cosa me pone muy nervioso, e non voglio perdere la bússola soltanto per trovare una bússola, ¿capisci?

Las cortinas del retablo ondulaban entre las escasas luces encendidas del puente y la claridad todavía imprecisa que venía de proa. El cielo se había despejado, se borraban las estrellas y en los puentes, como calles recién regadas por el rocío de la noche, se paseaban algunos pasajeros que habían madrugado para ver amanecer.

En la parte alta del retablo había una cartel de cartón. "Agrupación de teatro del exilio. Hoy gran función de títeres a las 10 de la noche". Sandra había dejado colgado de un clavo un papelito donde me decía que se iban a descansar un poco y que en el puente donde estaba la piscina, por si no lo había visto, había un mapamundi con un barquito de madera que marcaba nuestra posición; estábamos frente a las costas uruguayas, ya para pasar a las del Brasil, "el masoca está más tranquilo pero se cree vigilado, tratá de ir pensando algo para Contardi, chau hermano".

Necesidad de mirarme en un espejo y al mismo tiempo de sentir el sol. Desde que fueron a buscarme a casa hasta que salí del furgón no había tomado sol ni me había mirado en un espejo. Tenía una barba muy larga, con memoria táctil de ella desde que comenzó a crecer, no había podido ver todavía la primera barba de mi vida. Verme en un espejo para saber cómo era yo para ellos, y a la vez para reencontrarme, físicamente me estaba olvidando de mí mismo. Alegría de poder mirarme y enseguida intentar la primera lazada del tapiz. El destete me parecía normal, cicatrizaba maravillosamente y no me parecían crueles las palabras de la tía Clara. Con la claridad que venía de proa conocía el suelo que pisaba, faltaba mirarme en el espejo para saber cómo era el que lo pisaba. Mirarme con intenciones de recordarme luego en ese momento, como quien toma una fotografía. Esto era una necesidad urgente, pero con la misma intensidad lo era quedarse ahí para ver amanecer y pensarse, poseerse.

No había un alma en el puente más alto del Cristóforo. Era como ver el mar desde la cofa del velero. El agua muy abajo, como alejada por el amanecer indeciso. En la soledad de esa hora era fácil ver bogar mi barquito. Aun en la penumbra era clara a la vista su soberbia arboladura, los obenques encordados tiritaban en el viento fresco. En la mar rizada se reflejaba mi barquito con su casco de pino, recién nacido navegaba inocente de naufragios. Con miles de viajes por delante, islas y costas nuevas, bahías cálidas para abrigarse de los vientos traicioneros, y un rincón de puerto allá muy lejos para deshojarse dulcemente en aguas ya tranquilas, devolviéndole a la mar en paz con todo las maderas prestadas. Vejez natural de los barcos inocentes recordando en la ensenada tantos viajes hermosos, moviéndose de vez en cuando si un gran barco nuevo hace su entrada desde mares remotos agitando tan fuertemente las aguas que al barquito viejo le llega una parte de ese movimiento y lo mece; el barco viejo se mueve de babor a estribor como apoyado en un bastón, y el balanceo le produce otra vez la ilusión de navegar. Puedo moverme todavía; no digo cruzar el océano, pero navegando pegado a la costa por si acaso, podría todavía llegar bastante lejos, dice el barquito mientras se acaba el balanceo y se va quedando quieto. Esa sería la devolución natural que hace un barco de su vida, con las maderas carcomidas y a la luz del día, de tal modo que cualquiera pudiera ver que se está muriendo de viejo pero es útil todavía: las fotos y las postales pueden hacer lo suyo seguras de un paisaje, sin barcos viejos por ahí un puerto sería poca cosa, apenas geografía.

Pero existe el naufragio, ese engendro. Matando barcos por su cuenta. Esperándolos en lo más desnudo del mar. Esperando al barquito que lo único que puede hacer, por su naturaleza, es confiar en el agua buena, por eso ignora la existencia del naufragio hasta que lo ve aparecer, terrible y nocturno, tan verdadero y cruel en mares remotísimos, lejos de toda costa para convertir ese milagro de barco en algo tan inalcanzable o indefinible como un desaparecido.

Mi barquito y el Cristóforo uno solo navegaban ignorantes en el largo lengüetazo de la luz que se asomaba, sobre el agua buena iban desparramando su confianza ajenos al naufragio escondido en cualquier ola, bogando de la misma manera que se tararea una canción.

Hay que aislar el naufragio. Conociendo su naturaleza, cualquier barco, por débil que sea, podrá flotar alegremente entre las olas sin necesidad de que el agua sea buena. Siendo el naufragio un hecho resultante de la relación del barco con el mar, si no intentamos una aproximación a la naturaleza de éste, el asunto se nos escapará como se olvida una palabra. El mar aturde con su cantidad para ocultar su calidad, que es lo que importa en estas cópulas del mar con sustancias diferentes de las que nacen los naufragios. Cópula donde el barco es apenas el deseo que se vuelca en una mecánica precisa. Hablar del mar es como intentar la descripción de una persona de la que sólo conocemos el nombre. Nadie lo conoce, su calidad aparece solamente en el naufragio, y ningún ahogado ha vuelto a tierra firme para decir cómo era. Nadie sabe a qué cosa se está refiriendo concretamente cuando dice mar, tan breve en casi todos los idiomas. Para un estornudo, que dura unos segundos, usamos en español una palabra de cuatro sílabas. Para el mar y sus miles de millones de años tenemos un monosílabo. Palabra mar, un mote para pasar desapercibido. Sonando a verbo más que a nombre. Mar, para abreviar. Ultima sílaba de un nombre que desconocemos. ¿Y cómo puede estar el mar en su profundo monosílabo? No son muchas las posibilidades. En términos náuticos, que son los que cuentan para hablar del mar, los que usan los mareantes, tiene unas pocas actitudes concretas. Cualquiera puede decir mar cruel, mar dulce, mar querida o mar salada. Son expresiones subjetivas que nada tienen que ver con el monosílabo. Los mareantes usan palabras precisas que conciben al mar sólo en movimiento, de lo contrario no sería mar, cabría perfectamente en el diccionario como masa de agua salada que cubre la mayor parte de la tierra. Para el hombre de mar, que no tiene relaciones subjetivas con este líquido impune, sólo existen la mar llana, la picada, la gruesa, la cabrilleada, la encrespada, palabras que en vez de nombrar lo que dicen están gritando: viento. El verdadero mar es el viento. En cualquier parte de la tierra firme el viento es sólo viento, pero cuando llega a la masa salada que cubre la mayor parte de la tierra se convierte en mar, cambiando su simple apodo de viento por nombres tan concretos como mar de popa o de proa, mar de través, mar de rumbo sur y mares encontrados, que son nombres de vientos. De la palabra viento han derivado casi todas las que se relacionan con el mar. Y cualquier cosa que se mencione de un naufragio tiene relaciones claras o secretas con el viento. El verdadero mareante no habla del mar, sólo le interesa el viento; al nombrarlo está usando términos relacionados con la seguridad de su barco, está dándole nombres aproximativos al naufragio, con palabras que él pueda dominar en el momento necesario. Está hablando de la seguridad de su navío, que es un deseo en una mecánica precisa. Un barco es precariedad, un montón de maderas hinchadas en sus costuras que no significan nada de por sí, se estiran y se esfuerzan por alcanzar una forma pero no van más allá del deseo de navegar. Sus relaciones con la masa de agua salada serían óptimas si no existiese el viento. El deseo de navegar busca sobre todo protección. Nos metemos en el mar como en el cuerpo de una mujer para sentirnos protegidos, buscando un rumbo. Retenido en caricias que producen olvido, el deseo se mezcla con el viento y entonces no sabemos si podemos llegar. Los náufragos del siglo dieciséis al deseo lo llamaban pecado, y en los últimos minutos de reflexión que concede el naufragio se explicaban el hecho, para darle algún nombre a la muerte, diciendo que el naufragio era el castigo de Dios a tanto pecador, y la última esperanza era que en el barco hubiera un inocente que obligara a Dios a tener que salvar a todos para rescatar a su criatura elegida. Y el pecado, aunque ellos no lo supiesen, era el deseo de navegar.

El naufragio es una ola setenta veces más alta que el barco, que viene hacia babor y al verla llegar no queda otra defensa que el rezo. No habiendo posibilidades de salvar el cuerpo, los náufragos intentan salvarse en otro lado, en un más allá del cuerpo, y rezan a un dios desconocido mientras el capitán reclama calma con los últimos restos de su autoridad hasta el momento en que la ola arrastra su autoridad al océano, seguida del segundo de a bordo y del palo de mesana al que estaba agarrado con todos sus deseos, en sus últimos pensamientos atisba que navegar podía ser algo más o menos importante pero no necesariamente, que el mar estaba pensado para los naufragios.

El mar no es cruel, esto es subjetivismo. Es materia y va a lo suyo, que en este caso son las tormentas y los vientos. Si en una distracción del mar surgieron las algas azules y de allí la vida poco a poco, no es un asunto del mar. El mar ignora a los peces. No le pertenecen. Si algunos peces un buen día abandonaron las aguas e iniciaron una aventura terrestre, y miles de años después regresaron en sus maderas flotadoras inventando de ese modo los naufragios, no es asunto del mar. El naufragio es la contradicción del barco como la muerte es la contradicción de todo lo que vino después de las algas azules. Cien mil Contardis, que no pudiendo salir de los camarotes y meterse en los bateles antes del hundimiento, se ahogaran agarrados a los hierros de sus camas, para el mar tendrían tanto valor como una mojarrita. El naufragio no pertenece al mar, es un problema del barco. De los millones que naufragaron en los millones de kilómetros cuadrados que tienen los océanos, han quedado sólo las palabras. Lof, lof. A sotavento por el través. Capitanes y grumetes, calafates y contramaestres se perdieron con sus cargas preciosas, especias y metales, las finísimas sedas y los cargamentos de pimienta fueron arrojados al mar antes del desastre a ver si con menos peso el mar los consentía. Pero nada, se fueron al fondo y con ellos sus esclavos inocentes, y cuando todo estuvo hundido flotaron las palabras. Lof, lof.

Los elementos de un barco cambian de nombre y de forma con el tiempo pero siempre son las mismas cosas. El cuadrante y el astrolabio miran de otra manera a la Osa Menor, todo barco navega con su bauprés cortando el viento, el palo mayor coincidiendo con la quilla, y bajo la cuidada atención de los calafates van embetunadas y recién pintadas las chalupas. Chalupas con sonido de chasquido de caer al agua desde un puente y flotar maravillosamente mientras van saliendo los náufragos del buque que se hunde, son cuarenta personas por chalupa, por favor primero las mujeres y los niños. Salvo que la ola más alta que el barco venga llegando hacia estribor de noche con viento sursudoeste y no haya tiempo de descolgarlas, y lo primero que se lleva el mar son las chalupas. Ya nadie puede estar de pie y tres grumetes despavoridos trepan por los obenques creyendo que van a estar más altos que la ola. La ola que los lleva junto a los calafates que ni siquiera tienen tiempo de soltar sus estopas y sus breas. Cuando la ola ha pasado el barco queda navegando a la banda y a punto de zozobrar, y allá viene la otra ola, idéntica de furia. El capitán mira la punta del palo mayor buscando el fuego de San Telmo que calmará los vientos. Todas las cubiertas hacen agua. El capitán no sabe lo que dice y da órdenes que favorecen a la tormenta. Los que saben nadar se arrojan en busca de las maderas que flotan con sus clavos desnudos; los que no, se arraciman en la toldilla, se piden perdón por las ofensas y se despiden; les gritan a los que han podido llegar a las maderas rotas y se alejan, que avisen a fulano si logran llegar a tierra, que avisen a tal de lo que pasó, que vive en una aldea cuyo nombre nadie escucha. A gritos le hablan a Dios sin saber qué quieren decirle, y al amanecer del otro día llegan a las arenas de las playas lejanas un montón de cajas y de trapos meciéndose alrededor de una roca saliente, protegidas por las piedras quedan quietas las cajas cuando baja la marea, no hay noticias del barco porque nadie se salvó para contar la historia. Y cuando encuentran las cajas y los trapos, los de tierra firme piensan en los que viajaban con ellas. Los objetos hallados no son pruebas de un naufragio. A lo mejor los botaron para aligerar el peso y pudieron llegar a un puerto. Pero pasan los meses y ningún puerto dice nada, y entonces no queda más remedio que darlos por desaparecidos. A lo mejor andan flotando a la deriva y en cualquier momento llegan medio desnudos y con largas barbas apenas con la fuerza suficiente para darnos un abrazo. Siempre queda esa esperanza.

El barco entra en la mar con su forma más o menos afortunada, desde las canoas tímidas hasta los primeros vapores, en trazas de velero o con trajes de fragatas van entrando en la mar y ella tiene para todos siempre el mismo gesto, ella no se modifica en el tiempo como los navíos para seducirla; su desnudez de hembra será siempre la misma para el deseo de navegar. El barco ha ido creciendo inocente en el astillero, hasta muy avanzada su construcción ignora su destino. Siente impulsos de ser una cabaña, una máquina de volar o un inmenso faro. Hasta que llega a la pubertad y con los instrumentos de flotación comprende que ha sido concebido para penetrar la mar. Entonces concentra sus impulsos viriles, imagina maneras de poseer a la hembra que lo está esperando al final de la pendiente de los raíles por donde será botado. Romperán contra él una botella de licor para embriagarlo y animarlo en el momento de la entrega. El irá bajando lentamente para desnudarla y desnudarse, cuesta abajo borrachito el barco como vacilando derecho al primer beso. El alcohol y el deseo lo llevan sin raíles, en el primer roce siente que el agua le está doliendo dulce en las maderas, mientras la escalera que le ayudó a descender al mar es retirada para siempre. Poseo la mar, piensa el barco relajado después del encuentro, achispado por el alcohol y el sol que inunda la cubierta, se va quedando como dormido mientras la mar lo lleva a sus adentros. Ella no se relaja, la mar no tiene orgasmo; su amor es sólo una larga caricia sin destino. Y cuando se canse se dará vuelta, moverá una pierna o un brazo en un gesto de sueño o de cansancio. Y lo que para ella es descanso para el barquito será naufragio. Caramba, me pareció que había un barquito aquí, dirá la mar cuando despierte, y lo olvidará en el acto, al no encontrarlo en su superficie lo dará por perdido o por soñado.

El barquito que hace plof plof y se queda como escorado en un clima de avería. Plof, como hacía de golpe el 4L en medio del desierto de sal que hay allá entre Córdoba y La Rioja, y nos dejaba al sol en la mitad de un día de enero. Y no eran problemitas insignificantes de cables que se sueltan, se trataba de cosas más gordas cuando hacía plof en la Salina Grande, se le caían piezas enteras en el camino al Cuatroele. Nos preguntábamos si serian las bujías cuando nos alcanzaba el camionero y nos decía tomen, se les ha caído esto en el camino, enormes piezas de motor llenas de tapas y tornillos. Pero aquí quién nos va a alcanzar nada, tomen, se les cayó la quilla, con el plof de querer quedarse el barco es un montón de tablas, un Cuatro Maderas en medio de la mar salada. Plof, como si se le hubiese roto el timón o trancado la chimenea. Pero cómo, no acabamos de salir y ya está roto. Este es un barco de agua dulce que se volverá aterrado en cuanto vea que la mar se enrarece a la altura de la bahía de Samborombón. Mejor no pensar en lo que podría suceder cuando vayamos por el verdadero mar, justo en el centro de la gran salina, rodeado de peces famélicos con ganas de roerle el casco.

Es inútil, no puedo, dicen que dijo el barquito en la salina. Vamos, un envión más y seguimos, tenemos que salir del cono sur cueste lo que cueste. No puedo, habría dicho, hice todo lo que pude hasta ahora pero no puedo seguir, soy muy pequeño, no tengo fuerzas, setecientos es demasiado para mí; me crujen las tablas, nos hundiremos todos si seguimos; del Uruguay no paso, ahí tienen los botes salvavidas y ahora déjenme en paz, se comenta que dijo emperrándose en no seguir y quedó todo flojo en unas aguas que dejaban de ser dulces, cualquier brisa lo haría girar sobre su eje como si fuera de papel, cualquier viento loco nos trasladaba al Sur.

Alguien que pasaba me comentó: ¿llegaremos a Europa en esto? Eso es lo de menos, dije. Este barco hasta Estambul no para. Es un barcazo este barquito; una verdadera ma-ra-vi-lla; un transatlántico un torpedero un destructor; qué digo torpedero: un barco espacial este barquito, recité como al descuido. Y dejó de hacer plof. Las máquinas tosieron todavía un poco como para disimular y enseguida se pusieron a zumbar como en sus mejores tiempos, lo mismo que un barco pirata iba cortando el aire. Y qué fácil era ahora comenzar a contar diciendo en el año de gracia de mil novecientos y tantos partimos en el galeón Cristóforo del puerto de Villanueva de la Serena, después de repostar agua y vino. Oído que hubimos misa, nos hicimos a la mar una madrugada clara, acompañados por una nao de airosa arboladura.

Y con ese partir que pude oponerle al otro, al del gendarme, se acababa un Gran Aturdimiento, que comenzó cuando tuve que abandonar el Gryga a las lluvias otoñales, y terminaba ahora (omitiendo todo lo que ocurrió en un largo tiempo), cuando lograba hacer coincidir la realidad con el deseo. Y a lo omitido no voy a nombrarlo por ningún motivo, aunque por esa omisión todo se deforme. A eso no lo sabrá nadie, empezando por mí mismo. Son cosas que se han tapado con un trapo negro, como hacen las viejas de los pueblos cuando se muere alguien, estableciendo una relación misteriosa entre la muerte y los espejos. Aquí existe la misma relación entre el naufragio y las palabras. Porque lo que ocurrió en ese largo tiempo fue un naufragio. Todo se ha hundido y sobreviven las palabras, flotando. Digo botalón, varenga, posteleo. Son los sonidos que sobreviven al naufragio. Y también podría agregar gryga, mezclado a las palabras marítimas será más fácil salvarlo del olvido.

Entrar en el camarote, por fin, como volver a casa, a una casa, y ver que lo sucedido entre el dejar el violín bajo la parra y entrar en el camarote quedaba entre paréntesis. Como ver un valle desde la cima, borrándose allá abajo, pensando que por ahí anduvo uno, paso a paso un valle que parecía interminable. Pero lo anduve. Yo. Y ahora entrar en el camarote que se vincula con la casa normal de uno, y mirarse al espejo para recordarse también físicamente, a lo mejor la imagen que tengo de mí ya no coincide, no sirve. Cuánto tiempo sin poder mirarme la cara ni la luz del día. Ahora mismo voy a bajar al camarote para mirarme en un espejo. Yo. Tengo continuidad en el tiempo. Las dos partes de la viborita cortada con la pala se pegaron y ahora anda reptando tan campante. Y a lo sucedido entre la parra y el camarote taparlo con un trapo negro, como las viejas del campo tapan los espejos cuando hay trances de muerte. Mirarme al espejo sin trapos negros, yo, vivo. Estaba bajo la parra cuando llegaron, y como tenían mi nombre me llamaron. Vamos, rápido, dijeron sin darme tiempo a descolgar el Gryga. ¿Qué pensaba yo inmediatamente antes de esa llegada brusca? No lo recuerdo. En el camarote, tranquilo, tengo que rescatar ese pensamiento. Cuando lo tenga, todo volverá a ser como antes, al menos por dentro. Será como volver a casa, estaré otra vez bajo la parra en cuanto lo alumbre la memoria.

Los moluscos, qué seguros dentro de su exoesqueleto, la casa. Nosotros qué desnudos, los huesos perdidos allá lejos dentro de la carne, como espinas. Una casa, una cueva, una parra, un camarote: exoesqueletos. El espejo estaba en el baño. Entré y me miré sin vacilaciones, me aparecí de golpe sin pensamiento previo, a ver cómo era el Rolando que ellos miraban y contaban en la celda al amanecer de cada día. Rolando, el de la barba. Una barba de allá. La frente, como si no fuera mía. Una rápida mirada a los ojos y ahí mismo me di la espalda, me daba miedo seguir más lejos, todo era de allá. Y la vergüenza que empezaba a brotar como un calor. Así también me había visto mi compadre Cleto cuando me dio la yerba en el puerto, y el capitán, y en cierto modo Nieves. Por fin una cama normal. Pero no me acosté: me escondí en la cama.

Me dormía pensando en botalones y varengas que sobrevivían, amuras y penoles, palabras de sonido fuerte que en sus tumultos me impedían acercarme al pensamiento que quería rescatar para que todo volviera a ser como antes. La memoria llena de palabras marítimas que sobreviven al naufragio, y la parra y el Gryga que se debilitan, que no suenan más, que se hunden sin remedio y no sabemos si tendrán palabras para sobrevivir. La bahía de Samborombón había quedado muy atrás, y a partir de ahí toda la sal, y los peligros, qué miedo decía la maestra moviendo acompasadamente sus rulitos.