Titirieando
Personajes
Instrumentos musicales
LAVALLE: Chaquetilla verde cruzada en pecho y espalda por bandoleras blancas. Espada en una mano, revólver en la otra. Su caballo, en cierto modo, es él mismo. La cabeza de este muñeco consta de dos partes diferentes. Por la izquierda es de ojos y labios finos y fríos, bigotito negro, cabello muy recortado. Por la derecha, medio belfo, la mitad de un testuz, una oreja alzada y puntiaguda. Rodeado siempre de sargentos. Esta particularidad de la cabeza de Lavalle la tienen también muchos de sus oficiales y soldados, de modo que al moverse, en la batalla, crean la ilusión de una numerosa caballería, en una mescolanza de hombres y caballos. Cuando no pelean, se desplazan siempre lateralmente, sin mirar de frente al público.
DORREGO: De poncho gris medio raído. En la mano primero una espada de cartón, una gran lapicera después. Pelos al viento, de lana amarilla. Ojos tristones.
RAUCH: Uniforme prusiano, un tanto acriollado. Andar cansado y oblicuo. Ojos vidriosos. Cabeza como la de Lavalle.
RIVADAVIA: Traje europeo cruzado por la banda presidencial. Gordo y petiso, mofletudo. Voz de vendedor profesional.
COMERCIANTES INGLESES: Vistosos y ondulantes, llenos de colorinches.
SARGENTOS: Hirsutos y aindiados.
SOLDADESCA: Unos pobres tipos.
CHUSMA: Cabezas solamente, sin traje que cubra la mano del titiritero, que viene a ser la desnudez.
RELATOR: Cara de loquito, ojos abultados y redondos, pelo de lana verde que le cubre la mitad de la cara.
DESCALZOS: Trozos de palo de escoba pintados de blanco, con un par de toques de pintura en el extremo redondeado simulando una cara.
SEÑORA DE PISA: Traje de fiesta, abanico, rulos, muy pintada, frente augusta, sin soltar jamás la mano del Ojos Saltones, su marido, apoyada y sudorosa sobre su falda. Sentada en el descanso alto de una escalera, especie de palco avant-scene.
EL OJOS SALTONES: Varón domado, medio tonto, buen muchacho.
EL GORDITO: Sombrero de hongo que alterna entre las manos y la cabeza.
EL COCINERO: De pie, a la altura de los sentados, secándose el sudor con una servilleta.
EL CAPITÁN: De blanco y de gorrita, de vez en cuando saca disimuladamente del bolsillo un palito con el que se limpia las orejas.
ROLANDO: Contra la borda, casi invisible detrás de los uruguayos, tratando de ver entre sus cabezas.
LENGUARAZ: Aindiado y movedizo, un tanto pícaro, poncho verde.
(Relator. Soldados.)
En la pampa, despacho de Rivadavia
(El Cristóforo, teatro flotante y ambulante, apaga poco a poco las luces de sus puentes dejando encendidas sólo las necesarias para la navegación. El público murmulla caóticamente mezclando las voces al oleaje. Luna escandalosa, el teatro navega seguido por su sombra lunar, oscureciendo olas. Cuando se han apagado todas las luces y se encienden las del teatrillo, el murmullo de voces decrece hasta desaparecer y se oye solamente el del mar, mezclándose ahora a la tímida melodía de la quena con acompañamiento de guitarra. El telón al correrse descubre un ombú debajo del cual, en colores dorados, se divisa un lujoso tílburi tirado por un par de caballos. AI fondo del paisaje, arbitrariamente, se ven montañas nevadas. Adelante y hacia la izquierda del espectador, un sillón presidencial, un escritorio y soldados inmóviles, custodiando, no se mueve una mosca. Desaparece el sonido de la quena, y la guitarra monologa unos aires pampeanos de Alberto Williams. Es de día en el ambiente interior-exterior, por lo de la silla y el ombú, pero no se alcanza a comprender si está nublado o es que está oscureciendo. Por el foro, rozando el tílburi, aparece un muñeco.)
RELATOR: Distinguido público, heteróclito público, marítimo público: la Agrupación de Teatro del Exilio (en viaje) tiene el placer (o tal vez la desdicha) de presentar ante ustedes en este grandioso escenario oceánico. . .
VOZ DE BIDOGLIO: El lavallazo (ha ralentado las sílabas y cargada la penúltima con un acento muy intenso, de tal modo que la palabra ha sido un tiro de fusil).
RELATOR: Tragedia (o esperpento) en un acto, sin autor específico, representada en su momento, afortunadamente por única vez, por los propios personajes vivientes. La Agrupación de Teatro del Exilio (en formación y en viaje) duplicará ahora aquel hecho, no tan lejano en el tiempo, como una saludable manera de refrescarnos la memoria. Para los niños habrá luchas con espadas, tiros y cuchilladas, con buenos y malos, exactamente como en la televisión, y batallas con muchos caballitos. Para los grandes, bueno, lo mismo exactamente. Y ya los dejo en amable y farandulesca compañía y me despido de ustedes hasta dentro de unos minutos con un cariñoso adiós (desaparece y aparece varias veces diciendo adiós con su manita verde).
(Rivadavia, Soldados, Ayudantes, Relator.)
(Dos muñecos traen a Rivadavia sentado en la "sillita de la reina" o "sillita de oro" y lo colocan con cuidado en el sillón presidencial, rodeado inmediatamente por sus ayudantes. Los soldados saludan levantando sus fusiles. Rivadavia carraspea, se enfurruña, mueve papeles sobre el escritorio, escribe cartas.)
RELATOR: (asomando sólo la cabeza por encima del sillón de Rivadavia): Ese gordito del escritorio es nada menos que don Bernardino, o sea Rivadavia, recordado por todos los chicos como "el que murió de rabia". Nuestro primer presidente por más señas. Dicen que hizo muchas cosas, pero lo más importante es haberle dejado su nombre a ese sillón y a los cuadernos de tapas duras que todos hemos usado. Además de presidente, era empleado de una firma inglesa. Los negocios le gustaban de alma (desaparece).
RIVADAVIA: Este sillón es un asco. Les tengo dicho una y mil veces que tiene una pata más corta que las otras, pero aquí parece que nadie tuviera dos dedos de frente para ponerle debajo un papelito doblado. Me tienen harto. ¿Qué audiencias tenemos para hoy?
UN AYUDANTE: Los ingleses, señor.
RIVADAVIA: Entonces pueden irse retirando todos. Vos, mulato, hacele una señita al lenguaraz y que pasen los rubitos.
(Rivadavia, Lenguaraz, dos Ingleses.)
LENGUARAZ: Popor apa quipi.
INGLÉS I: Mu puy apa mapa blepe.
RIVADAVIA: Deciles que se ahorren presentaciones y que digan qué es lo que dan.
LENGUARAZ: Quepe dapan.
INGLÉS II: Dígale que mantenemos el ofrecimiento de poner tecnología y capital para explotar las minas de oro y plata de La Rioja, pero que el porcentaje que él reclama nos parece excesivo y no podemos ir más allá de un once por ciento de las utilidades. Que además queremos hacer las cosas legalmente y por eso necesitamos un permiso oficial.
LENGUARAZ: El permiso oficial y un once por ciento.
RIVADAVIA: Decile que a ese versito ya lo dijeron por carta. El veinte por ciento o nada, y un anticipo de cincuenta mil libras por lo menos.
INGLÉS II: ¿Qué ha dicho?
LENGUARAZ: Que la riqueza nacional es parte de su soberanía y que ésta no se negocia.
INGLÉS I: Rubish.
RIVADAVIA: ¿Qué ha dicho el rubito?
LENGUARAZ: Algo así como “boludeces", con permiso del señor presidente.
RIVADAVIA: Decile que entonces mierda.
LENGUARAZ: El señor presidente ha dicho que en ese caso es preferible esperar el tiempo necesario hasta desarrollar nuestros propios capitales y tecnología, y que además el oro no es de Buenos Aires sino de las provincias, y que si bien él es el presidente, las provincias no se lo creen todavía, y peor todavía, ni siquiera lo reconocen, de modo que. . .
RIVADAVIA: ¿Se puede saber qué estás diciendo, cretino? Media hora lengüeteando para decir que entonces mierda.
LENGUARAZ: Precisamente es mierda la palabra que estoy tratando de decirles, con permiso del señor presidente, pero haciendo rodeos, la lengua inglesa es muy enrevesada.
RIVADAVIA: Decile a los rubitos que a vivo, vivo y medio. O el veinte por ciento o no hay permission. Y las cincuenta mil de entrada, habrá que mantener un ejército en vilo para atajar a los riojanos en cuanto empiecen a sacarles el oro. (A los rubitos.) ¿Han entendido? Cipincuepentapamipil lipibrapas. Una encima de la otra.
INGLÉS I; Es demasiado pero en fin, ya veremos después (cuenta el dinero).
INGLÉS II: Dígale que debe entregarnos antes el permiso.
LENCUARAZ: ¿Y les va a dar nomás el papelito?
RIVADAVIA (les entrega un papel y embolsa el dinero): Aquí lo tienen. Y ojo con las agachadas y chicanas.
LENGUARAZ (se agarra la cabeza y recorre el escenario llorando): Cui, cui, cui, el oro de los riojanitos, cui, cui, cui.
(Dichos y el Cocinero, la Torre de Pisa, el Gordito, Paredes.)
EL COCINERO: Qué cabrón.
LA TORRE DE PISA: ¿Cabrón? ¿Quién?
COCINERO: El señor del sillón.
LA TORRE DE PISA: No se lo permito. Bernardino Rivadavia fue nuestro primer presidente y se ocupó del progreso en un país de bárbaros y analfabetos. Gracias a hombres como él somos lo que somos.
EL GORDITO: Ya lo creo, señora, usted tiene toda la razón del mundo. Y así nos va.
COCINERO: Perdone usted, señora, no he querido ofender a su país. Pero a juzgar por lo que dicen los muñecos, ese señor Rivadavia parece un cabroncete.
PAREDES (desde el interior del teatrillo): Por favor, señores, un poco de prudencia, esto es un espectáculo artístico.
(Rivadavia se pone de pie. La escolta saluda levantando los fusiles. Solemnemente se llevan el sillón, alto y dorado. Rivadavia salta ágilmente a la sillita de la reina que han hecho con sus manos dos soldados, y desde esa altura habla a los que se llevan el sillón.)
RIVADAVIA: Y a ver si la próxima vez, si es que tienen algo dentro de la sesera, se les prende la lamparita como para doblar un papel y ponerlo debajo de la pata corta. Vamos, andando, sabandijas (salen).
Los RUBITOS (desde el tílburi en marcha): Apadiopos, apadiopos apa topodopos.
LENGUARAZ: Cui, cui, cui, el oro de los rioianitos.
(Relator, la Torre de Pisa, Gordito, Ojos Saltones,
Paredes, el Capitán, el Cocinero.)
RELATOR:
Mientras el barco se aleja
de las costas de la patria
vamos a tener memoria
de sus primeras desgracias.
Era el año veinticinco,
gobernaba Rivadavia,
elegido por sí mismo
y los chicos de la Aduana.
Para abreviar esta historia
digamos que Rivadavia
prometía minerales
que las provincias negaban.
Pero como los ingleses
de tontos no tienen nada
le retiraron su apoyo
al no ver ni oro ni plata,
ordenándole que quickly
la indemnización pagara,
very soon que time is gold,
o mandamos los piratas.
Dorrego, que representa
las chusmas desheredadas,
poniendo el grito en el cielo
ya lo acusa a Rivadavia.
Los ingleses se sulfuran
y el escándalo se arma.
Preparando sus maletas
lo vemos a Rivadavia,
que hace mutis por Europa
dejando el país en banda,
el Uruguay segregado,
las minas hipotecadas,
a las provincias sin voz,
a los soldados sin paga,
a los ingleses con bronca,
al jornalero sin nada,
que no hay ni ciudadanía
para el que es de clase baja,
aquí hay que tener dinero
para poder tener patria.
LA TORRE DE PISA (relumbrando los ojos desde su palco): Qué manera de difamar, qué libelo, qué asquerosos.
EL GORDITO: Oiga doña, si no le gusta la obra lo mejor que puede hacer es callarse para que los demás la podamos ver tranquilos.
LA TORRE DE PISA: Ahora me explico por qué los corren del país.
EL GORDITO (jugando con su sombrero, al estilo Oliver Hardy, mirando el suelo): Tiene razón señora, por eso nos corren del país. Pero no interrumpa por favor.
(Hay un silencio de setecientas personas que no atinan a hacer otra cosa que mirar el suelo. Cejijuntos, sin mirarse entre ellos, se quedan tiesos como presos trasladados, el barco se convierte en un furgón celular. El muñeco relator, descuidado por el titiritero, se inmoviliza y deja caer la cabeza a un costado, sin vida. El ruido del oleaje crece, se monotoniza. Las cortinas del quiosquito ondulan, el barco navega como en el centro de un apagón.)
RELATOR (recuperándose vivamente):
Abran camino, señores
a la historia bien contada.
Dejemos fluir los hechos
y olvidemos las palabras
procurando comprender
aquellas cosas pasadas,
que son las mismas de siempre
de otra manera contadas,
pues Dorrego siempre muere
y Lavalle siempre mata,
y ahora mismo en Buenos Aires
anda suelto Rivadavia
cambiando por mercancías
la libertad y la casa.
(El muñeco, ante los aplausos, queda inmóvil como los cantantes de ópera al final de un aria, descolocado, en la ficción interrumpida.)
OJOS SALTONES (por lo bajo, a su mujer): Lo que pasa es que cambian la historia como se les antoja y no respetan ni a su madre.
EL GORDITO: Aquí nadie ha cambiado nada, salvo la historia oficial, donde siempre gana el caballo del comisario.
EL CAPITÁN: Ragazzi, non montare in bestia.
EL COCINERO: Dejad que modifiquen la trama a su aire, que fuera del retablo no podrán hacerlo nunca.
RELATOR (metiéndose nuevamente en la ficción):
Público, público, público,
serenísimos viajeros,
distinguido capitán,
magníficos marineros:
al terminar la aventura
de tintes rocambolescos
de ese señor Rivadavia
marchándose al extranjero,
recuperan voz y voto
los pobres y analfabetos,
las provincias se apaciguan
y es elegido Dorrego.
(Rauch, Lavalle, Sargentos.)
En el cuartel de Lavalle
RAUCH (paseándose pesadamente alrededor del escritorio de Lavalle): Para mí todo está claro, general. Si dejamos que se afiance Dorrego las cosas se pueden poner negras para muchos de nosotros. Ahí tenemos a del Carril y Varela que ya empiezan a golpear las puertas de los cuarteles, sin contar las presiones internacionales. Dorrego es un peligro. O tomamos las riendas del poder o esto se viene abajo. Un país tan rico, qué lájtima.
LAVALLE: ¿Podría dejar de pasearse? Su manera de caminar me pone muy nervioso. Además, me molesta que repita textualmente mis palabras. ¿No se da cuenta que todo lo que me está diciendo es lo mismo que le dije yo anoche a usted? ¿O no puede opinar por su cuenta?
RAUCH: Es verdad, no me había dado cuenta, una lájtima.
LAVALLE: Otra cosa: procure no decir qué lástima a cada rato. Eso también me pone muy nervioso.
RAUCH: Lo haré, mi general.
LAVALLE: Lo he mandado llamar porque la situación es grave. Acabo de recibir una orden del gobernador Dorrego para que me presente urgente en su despacho. Parece que se ha enterado de la conspiración.
RAUCH: ¿Y con eso qué? A las armas las tenemos nosotros.
LAVALLE: Eso también lo sé yo, señor oficial. De lo que se trata aquí es de actuar inmediatamente, no darle tiempo a que busque sus milicias descalzas y levante a la chusma contra nosotros. A ver usted: ya mismo sale y toma el parque de artillería. Usted: organice una manifestación espontánea que dé por derrocado a Dorrego y proponga mi nombre para sustituirlo. Usted: regrese inmediatamente y dígale a Dorrego que en cuanto tenga algún tiempito pasaré por su despacho para levantarle el ánimo.
RAUCH: Y también la tapa de los sesos.
LAVALLE: El resto de la gente que afile los cuchillos.
RAUCH: Vamos, al trabajo, ¿o no han oído? Todo el mundo afilando los cuchillos.
UN SARGENTO: Parte para el general Lavalle: Dorrego ha salido para Cañuelas, donde lo esperan sus milicias de descalzos.
LAVALLE: Pronto, mi revólver, mi caballo, mi cuchillo.
(Hay clarinadas y relinchos, gritos y órdenes de mando mezclados a los ruidos que hacen los afiladores de cuchillos. Todos, salvo Rauch, abandonan la escena apuradísimos. Al cruzar oblicuamente el escenario, se atisba que muchos de los muñecos tienen la mitad de la cabeza en forma de caballo.)
RAUCH (mirando de frente al público, las dos mitades de su cabeza claramente diferenciadas): Como bien dice el general, el gobierno de Buenos Aires nada quiere con las provincias, pero nada, absolutamente nada. Porque a la larga entre porteños nos entenderemos, ¿comprenden? El interior bárbaro y la chusma, que vienen a ser lo mismo, no entran en nuestros planes. Personalmente lo lamento, es una verdadera lájtima, pero nosotros somos la civilización, ¿entienden?, la civilización. Y la democracia, con la que se llenan la boca Dorrego y su gentuza, es un vicio. ¿Está claro? Así de simple: un vicio y nada más. Y a los que no les guste la civilización, lo mejor que pueden hacer es apretarse el gorro y largarse con viento fresco si quieren salvar el cuero, porque esto es una guerra y si queremos comer los huevos forzosamente hay que romper la cáscara, eso está claro, tan claro como el agua Pero los tengo que dejar, qué lájtima, tengo que irme enseguida a repasar el filo de mi enorme cuchillo, ¿me entienden? Y si en mi ausencia llegara a pasar Dorrego por aquí, entonces me avisan enseguida. Tengo muchas ganas de verlo, no se imaginan ustedes las ganas locas que tengo de ver a ese gobernadorcito. Porque si se nos escapa, entonces sí eso sería una verdadera pero una verdadera lájtima.
Dorrego, Lavalle, Rauch, tropas de ambos bandos.)
Campos de Navarro.
(Es un atardecer. Los muñecos proyectan sombras largas contra el horizonte pampeano. Dorrego monta un caballo algodonoso de larga cola de serpentina, frente a su milicia, compuesta por dos columnas: la de los Chusmas, que como sabemos son títeres a mano limpia, sin traje, y la de los Descalzos, trozos de palo de escoba pintados en la punta, en algunos casos tocados con hebras de lana en forma de pelo. El único montado es Dorrego. Llevan lanzas y chuzas. Detrás de estas columnas, armados con palos y herramientas de labranza, hay algunos arrieros, boyeros, carboneros, aguateros y vendedores de empanadas. Lavalle es apenas visible, tapado por sus sargentos. Sus hombres-caballos miran de frente, terribles. Un grupo arrastra un cañoncito. Fusiles y bayonetas caladas. Se oyen los gritos de Rauch a las columnas de fusileros, artilleros, artillería y dragones. Lavalle caracolea nervioso en su caballo, al apartarse los sargentos.)
DORREGO: Conmino a usted, señor general, a que abandone esta absurda sublevación contra el poder legal regresando inmediatamente con la tropa a sus cuarteles.
LAVALLE: Señor Manuel Dorrego, la ciudadanía lo ha dado hoy a usted por derrocado y forajido, en salvaguardia de intereses vitales, y yo he sido elegido gobernador por el voto público de la capital. Lo intimo pues a que se rinda evitando inútiles derramamientos de sangre. De lo contrario, tenga por seguro que no nos va a temblar el pulso cuando pasemos a degüello.
RAUCH: Y a usted le levantaremos la tapa de los sesos, ¿entiende?
(Los descalzos tiritan de miedo, ruidos de palos de escoba entrechocándose, mientras los chusmas se agarran la cabeza, desnuditos.)
DORREGO (alzando la espada de cartón, que se le dobla): Adelante, mis descalzos. A ver los chusmas, atacando por el flanco.
(Suena el primer cañonazo y hay un estrépito de palos de escoba rotos. El sol comienza a ponerse y al alargarse más las sombras de los muñecos, parecen soldados vestidos de negro atacando por la espalda. La batalla, o matanza, es un tumulto y un ritmo de hombres y caballos integrados en un solo cuerpo. Hay dos o tres sables metálicos que reflejan la luz crepuscular cada vez que decapitan un chusma. El chusma deja caer la cabeza, a veces sobre el público, queda la mano desnuda, el dedo índice tirita un momento, degollado, y desaparece. Oscurece y se encienden fogatas. Dedos de Sandra y de Paredes pasan degollados en el resplandor ante el brillo de la espada de Lavalle-Bidoglio, que como en un rasguido pasa la punta sobre una hilera de palitos de escoba haciéndolos sonar y caer al mismo tiempo.)
RAUCH (a gritos): No, por ahí no, imbéciles, es a Dorrego al que queremos. A ver ustedes, a perseguirlo que se escapa. Hay que bolearle el caballo. Y me lo traen aquí de donde sea. Y si da mucho trabajo dejen el cuerpo y traigan la cabeza.
LAVALLE: O el cuerpo, qué más da, en esas cosas no tenemos preferencias.
RAUCH: Pero qué lájtima, qué espantosa y verdadera lájtima, lo han dejado escapar estos imbéciles (de un sablazo degüella tres o cuatro chusmas que trataban de esconderse detrás del ombú).
(Galope lejano del caballo de Dorrego. Cesan ayes y ruidos. Chisporrotean las fogatas. Guitarra lejana toca un yaraví. )
LAVALLE (a Rauch): A ver, léame el parte de batalla.
RAUCH: Todos muertos o huidos. Se les dará alcance. Nosotros, ni un solo soldado lajtimado.
(Dorrego, Oficial Escribano, Oficial Acha, Soldados.)
En un cuartel de frontera.
(Los soldados de guardia reconocen a Dorrego y lo saludan militarmente. Oficiales Acha y Escribano, mirando desde el fondo.)
DORREGO: Soy el gobernador de la provincia. Necesito hablar urgentemente con el comandante Pacheco.
ESCRIBANO (a Acha): Eso de gobernador está por verse, ¿no le parece, mi mayor?
ACHA (a Dorrego): Aquí tenemos noticias diferentes, según las cuales el general Lavalle es el único gobernador.
DORREGO: Llamen enseguida al comandante Pacheco.
ESCRIBANO (acercándose con Acha, en andares oblicuos): El comandante Pacheco se está echando una siestita. En el calabozo, claro.
DORREGO: Sea quien sea la autoridad en este cuartel, es preciso que se me dé el apoyo suficiente para trasladarme a Santa Fe, donde la Convención Nacional conozca esta sublevación y organice un ejército que acabe con los sublevados.
ACHA: Mire, Dorrego, nos va a tener que acompañar.
DORREGO: ¿Y usted, compadre, viejo amigo, es el que me arresta?
COMPADRE ACHA: Cerrá el pico, hijo de puta. A ver, soldados, ya pueden empezar a trasladarlo.
(Lavalle, Rauch, Sargentos.)
En el cuartel de Lavalle.
RAUCH (paseándose): El prisionero está siendo trasladado, pero se teme que su llegada a Buenos Aires remueva el avispero y las turbas alteren la tranquilidad del orden, y eso sería una verdadera . . .
LAVALLE: Cállese de una vez y lea la correspondencia. Y deje de pasearse que me pone nervioso.
RAUCH (removiendo y separando cartas en dos montones): Entonces vamos a ver lo que tenemos. Hay un montón de cartas de felicitaciones. La primera clase de la sociedad lo llama a usted "El héroe de Navarro". Es la gloria, mi general. La gloria, ¿entiende? Tenemos cartas que cuentan y otras que no cuentan. Los rivadavianos que se alegran y lo felicitan, y algún roñoso federal que dirige a usted epítetos francamente intraducibles. La Convención Nacional desde Santa Fe nos trata de sediciosos y traidores. Allá ellos, son cartas que no cuentan. Los ingleses no han dicho ni mu, se quedan en el molde. Y esto, perdone la palabra, es una lájtima. El reconocimiento de su gobierno por parte del representante inglés sería un tapabocas para los de la Convención Nacional, eso está claro como el agua. Vamos a ver, vamos a ver lo que tenemos. Tenemos por aquí un par de cartas de altísimas personalidades que alegrarán a usted, mi general. Nuestro entrañable Salvador María del Carril dice lo que sigue: "La noticia de la prisión de Dorrego y su aproximación a esta ciudad ha causado una fuerte emoción. No se sabe bien cuánto puede hacer el partido de Dorrego en este lance; él se compone de la canalla más desesperada. Ahora bien, general, prescindamos del corazón en este caso, no puedo figurármelo sin la firmeza. . . para prescindir de los sentimientos y considerar, obrando en política, todos los actos, de cualquier naturaleza que sean, como medios que conducen a un fin. En tal caso la Ley es: que una revolución es un juego de azar en la que se gana hasta la vida de los vencidos". Bueno, para más claro echarle agua, ¿no? (con el filo de la mano hace una seña de degollación).
LAVALLE: Los comentarios son para el final. Prosiga.
RAUCH: Hay muchas cartas que cuentan, son la de este montoncito. Vamos a ver qué cuentan las cartas de los que cuentan. Por ejemplo ésta, del no menos entrañable Juan Cruz Varela. Dice así, ¿me escucha? Dice: "Después de la sangre que se ha derramado en Navarro, el proceso del que la ha hecho correr (o sea Dorrego) está formado: ésta es la opinión de todos los amigos de usted. Se ha resuelto en este momento que el coronel Dorrego sea remitido al cuartel general de usted. Estará allí de mañana a pasado; este pueblo espera todo de usted, y usted debe darle todo. Tenga en cuenta, general, que cartas como éstas se rompen; yo no. . ." (se pasa el filo de la mano por la garganta). Clarito, ¿no? En cuanto al reo, está siendo trasladado. Se sabe que le ha escrito al almirante Brown pidiéndole que lo dejemos salir para Norteamérica. Y eso sería una verdadera. . . bueno, eso.
LAVALLE: Está bien. En cuanto llegue el prisionero hágase cargo personalmente de él y proceda en consecuencia en forma expeditiva, sin dilaciones de ninguna naturaleza. Ni consejo de guerra, ni sentencia, ni nada (salen).
SARGENTOS (Cantando. En mitad de la canción, Rauch y Lavalle se asoman brevemente haciendo señas de degollación con el filo de las manos):
Los negocios son negocios.
Carnes saladas y cueros
y lo que deja la Aduana
valen más que ese Dorrego
elegido por la chusma,
que no entra en este proyecto.
Cuatro tiros de fusil
en el corazón del reo
bastarán para lanzarnos
a las vías del Progreso.
Será duro, será triste,
será sucio, será horrendo,
y habrá que romper las cáscaras.
¡Mas comeremos los huevos!
(Rauch, Lavalle, Dorrego, Sargentos, Rolando, un Uruguayo, la Torre de Pisa, Soldados, los Titiriteros.)
En el cuartel de Lavalle, en el Cristóforo.
(Dorrego, en un rincón-celda, custodiado por soldados-perros, medita apoyando en su cabeza sus manitas de trapo. En el otro extremo del escenario, Lavalle conversa con Rauch y otros oficiales. Rauch inicia un desplazamiento hacia Dorrego haciendo sonar rítmicamente sus tacones. Pasos cansados y perezosos. Bigotito rubio y ojos de gato a medianoche, gorra prusiana un poquito inclinada, traje de gala y hebilla de plata en la cintura. Camina de costado, moviendo los hombros como si remase, como si siempre estuviera en el mismo lugar pero sin dejar de acercarse implacablemente. Dorrego levanta la cabeza y al ver a Rauch queda como encandilado por el andar oblicuo y el nunca llegar del prusiano; como remando o arando avanza todo verde bajo su gorra, oblicuo y ascendente hacia Dorrego, y alguien del público que comenta el maravilloso arte del titiritero que maneja ese muñeco—Paredes, qué duda cabe—; un avanzar de tal manera que parece estar apareciendo siempre en el mismo ángulo preciso, encandilando con plasticidad asesina, con relajación tigresca casi unida al zarpazo rápido y certero, un caminar como en burlas con alegría de matar porque sí, un sin sentido de sangre en el final del caminar. )
RAUCH (deteniéndose por fin ante el muñeco acurrucado en su celda, llegando por fin en evidencias ya tangibles, su voz en línea recta contrariando el avanzar, voz sin modulaciones, voz seca de amanecer en tabernas, mecánicamente articulada en medio de un gran frío): Dice el almirante Brown que para dejarlo salir a Norteamérica, o adonde se le dé la gana, sus amigos deben pagar una fianza de doscientos o trescientos mil pesos.
DORREGO: Usted y Brown y el general Lavalle saben tan bien como yo que mis amigos no tienen semejante cantidad de dinero.
RAUCH: Entonces va a tener que prepararse para dentro de una hora.
DORREGO: Dios mío, papel y pluma, por favor.
RAUCH: Si tiene algo que decir, éste es el momento, ¿entiende?
DORREGO: No puedo, no podría. Las palabras se me achican.
UN SARGENTO (entregándole una pluma casi más grande que el muñeco): Tome, y apúrese que el tiempo vuela.
DORREGO: Se me achican, se me achican (las manitas de trapo pegadas a la cabeza sin soltar la pluma).
ROLANDO (en voz baja, a un uruguayo que va a su lado): La verdad, me parece de mal gusto ventilar estas cosas tan íntimas en alta mar. Me da vergüenza.
EL URUGUAYO: La gran desilusión se la van a llevar los chicos, que ven esto como un programa de televisión. Si se fija bien, todos tienen cara de estar esperando que de un momento a otro llegue el personaje que rescatará a Dorrego pese a lo difícil de su situación.
ROLANDO: Súperman, claro. Mire, me da la sensación de que nos vamos llevando los huesos de nuestros muertos a otra parte. Es horrible. Amontonados en el barco, llevándonos unos huesos que todavía no han terminado de podrirse.
EL URUGUAYO: A esto una tía mía lo llamaba sacar los trapitos al sol. Eramos chicos. Ella entró en nuestra pieza y encontró encima del ropero una caja con trapos sucios, con grandes manchas. Por el asco que le daba, eran de sangre o algo parecido. Dios mío, pero de qué son estas manchas, en qué cochinadas andarán metidos, gritaba abriendo cajas y sacando trapos. Nosotros nos mirábamos avergonzados, nadie se animaba a recoger los trapos, por no tocarlos. Asquerosos, a ustedes les sacan los trapos al sol y resultan unos verdaderos canallas, gritaba la vieja agarrándose la cabeza. Voleó los trapos en el patio. Los mirábamos de lejos mientras se los llevaba el viento. Me parece que era la sangre de los gatos y los perros que salíamos a matar de vez en cuando, por divertirnos. Claro, éramos bastante crueles.
RAUCH (al público, mientras los sargentos recorren el escenario apuradísimos trayendo cosas de matar, montando el tinglado para la fusilación. Llevan de un lado para otro, sin decidirse a dejarlos en un sitio fijo, palos, sopas, alambres, cepos, leznas, agujas, cuchillos, candados y sudarios. Actuando sin coordinación, unos muñecos dejan las cosas en un lugar y otros las cambian de sitio): Señoras y señores: esto es una guerra y si queremos comer huevos no hay más remedio que romper las cáscaras. Esto es muy fácil de entender. Primero mataremos a Dorrego, de eso no cabe ya ninguna duda; casi inmediatamente, a sus parientes más próximos; después a sus tíos, si los tiene; enseguida, a sus amigos; y casi al mismo tiempo, a los que dicen no conocerlo. Después, ya veremos: el viaje es largo y habrá tiempo para todo y para todos, ¿me entienden?
VOZ DE BIDOGLIO (impecablemente):
Basta ya de despedidas.
Basta de cartas, Dorrego.
Se acabaron las palabras:
Vengan cuatro fusileros.
LAVALLE (a Rauch): Mátenlo en el corral, así no se mancha la celda. Y dejen por fin las cosas en su sitio, tanto movimiento me pone muy nervioso. Ah, y avisen a los familiares que pueden venir a retirar el fiambre cuando quieran.
RAUCH (acercándose nuevamente a Dorrego, andar oblicuo y en sigilos): A ver Dorrego, vamos, me vas a tener que acompañar hasta el corral, qué lájtima (le arrebata la pluma y de un empujón lo hace llegar trastabillando al centro del escenario. Los fusileros se asoman por las cortinas).
ROLANDO (asqueado, al uruguayo): ¿Me permite? (repitiendo esa palabra va abriéndose paso entre la gente, seguido de cerca por la mirada de interrogador de la señora de Pisa, que lo va envolviendo en una baba, como diciendo en qué cochinadas andarán metidos estos verdaderos delincuentes. Rolando parece ir caminando en la mirada babosa como por un pantano, con los trapitos al sol trata de meterse como puede en el barquito paralelo, al mismo tiempo que se escuchan en todos los rincones del Cristóforo los cuatro tiros de la fusilación, más un tiro de gracia que parece que no basta porque enseguida se oye otro, y éste sí parece que realmente lo despena).
Voz DE SANDRA (durante el lentísimo mutis de Lavalle y Rauch, que se alejan como hablando de otra cosa): Serenísimo público: según cuenta el historiador José Luis Busaniche, cuya Historia Argentina hemos seguido fielmente en la reconstrucción de estos lamentables hechos, "las primeras medidas de Lavalle en el poder fueron encaminadas a imponerse por el terror. Salieron varias columnas militares para someter a las poblaciones con instrucciones severísimas del dictador unitario. El prusiano Rauch, que fue hacia el sur, saqueó las estancias de los enemigos y dejó en su camino huellas bien evidentes de su barbarie, hasta que cayó vencido en las Vizcacheras. Otro oficial de Lavalle, Estomba, que también se internó en la provincia, obró como un loco y al final sus mismos soldados tuvieron que atarlo y volver con él a la ciudad porque, en efecto, aquel energúmeno había perdido la razón. En el combate de las Palmitas, favorable a Lavalle, cayó prisionero el mayor Manuel Mesa, amigo de Dorrego. Fue conducido a Buenos Aires, ultrajado y ahorcado en la plaza 25 de Mayo, no sin que tuviera tiempo para gritar: ¡Lavalle es un asesino! (los sargentos afiladores de cuchillos levantan el tinglado de matar, se llevan alambres y palos, leznas y cuchillos, candados y sudarios; otros arrastran el cuerpo de Dorrego, y el escenario va quedando limpio. Vuelve a oírse un yaraví lejano en la guitarra). Soldados y oficiales prisioneros fueron puestos a la boca misma de los cañones con ensañamiento de crueldad para verlos saltar en pedazos por las descargas. Empezaron las clasificaciones, es decir las listas detalladas de los tenidos por enemigos, para caer sobre sus bienes y privar a todos de la libertad. Los primeros presos, personas de relieve en el partido federal, fueron enviados a inmundos pontones o confinados a regiones entonces tan apartadas como Bahía Blanca. Los amigos requerían la vuelta de Lavalle a la ciudad, pero una vez que hubiera sido organizada con sosiego una gran recepción: "la imaginación móvil de este pueblo—decía del Carril con ese fundamental desprecio del unitario por el pueblo o por el pobre—necesita ser distraída de la muerte de Dorrego y para esto basta bullas, ruido, cohetes, música y cañonazos". Hasta el gobierno inglés puso el grito en el cielo: "Con el gobierno provincial de Buenos Aires destruido por la traición, ha expirado la autoridad delegada para la paz. Los traidores que asesinaron a su gobernante legal pueden, quizá, pretender establecer un nuevo gobierno legal . . . pero no está en el poder de un simple puñado de desalmados derribar las instituciones del país y gozar los frutos de la traición".
(Los muñecos acaban de desmontar el tinglado de la ejecución, y mientras el público va desbandándose por los puentes en busca de sensaciones más edificantes, los titiriteros salen del teatrillo sudorosos y comienzan a desmontar el tinglado del tinglado. El ombú y el tílburi de los ingleses van a parar a una misma bolsa. Rauch y Lavalle, acompañados por Rivadavia, en posición idéntica a la de Dorrego, cabeza abajo colgando de un alambre. Las cuatro tablas del quiosquito, rápidamente desclavadas. Muñecos y decorados son arrojados con pocos miramientos dentro del baúl, la tapa abovedada cae cerrándose en estrépitos. El baúl mismo es retirado y desaparece por una escotilla. La gente y los titiriteros, esfumados. La cubierta serenísima, ni un solo ruido ahora, apenas el del mar, y en un tono más bajo el murmullo del agua que roza el casco del Cristóforo bajo una luna de hechicerías y presagios múltiples.)