VI

La bahía

ERA una bahía salpicada de corales a flor de agua. Bordeada por colinas que suavizaban el viento, se irisaba en los reflejos del color que le prestaban las montañas frondosas, y los ríos de deshielo se mezclaban a sus aguas sazonándolas en sabores agridulces. De las montañas bajaba el viento fresco y desbravado que erizaba su piel de gata lujuriosa, y con esto la bahía sonreía al barquito, que la miraba atento desde su desembocadura, como parando las orejas se quedó el barquito cuando la vio, era la primera vez que veía una bahía.

Esa bahía no estaba en su derrotero. Había pasado muchas veces frente a ella sin enterarse, mirándola como un simple meandro del mar. Ahora estaba en su desembocadura por azar. El capitán deseaba hacer unas mediciones y ordenó torcer ligeramente el rumbo para entrar en la bahía, un poco por medir y otro para abrigar el barco. Lo que para el barquito había sido siempre una simple curva del mar era ahora como su florescencia, tan tibia, tan mezclada al agua dulce que bajaba de la nieve, languidecida en una escollera donde dormitaban abandonadas unas enormes caracolas.

—Ven—dijo la bahía.

El barquito tiritó, se fue empequeñeciendo hasta convertirse en un esquife, ahora las palabras varar o encallar le parecían hermosas viendo cómo la bahía suavizaba los filos de sus crestas hasta convertirlos en espuma. Creía que bogaba pero era la propia bahía que lo llevaba hacia su centro por los caminos de agua dulce que no se mezclaban con la mar salada. Se sentía maravillado de ser un barco que existía desde la chimenea hasta la quilla, palpando una singladura que iba desde los remotos días del astillero hasta los lejanos días del naufragio, todo ese tiempo temblándole en un punto vivo.

La bahía, en cuanto lo vio entrar por la desembocadura, pegó un oído al casco y escuchó el latido del corazón del barco. Y viendo que estaba vivo concentró sus impulsos en un remolino y lo esperó en el vórtice. El barquito iba a la cita navegando de bolina y sintiendo que aguas primaverales ablandaban sus betunes.

Los barcos, a pesar de la belleza de sus formas, son finalmente un instrumento del rumbo. Olvidado de su origen, del que no tuvo conciencia, el barco tiene como asidero el rumbo y como caída su naufragio. El barquito se deslumbró cuando vio que la cita con la bahía no pertenecía a ninguna de esas dos nociones. La cita era asomarse a lo secreto, aquí la propia mar se oponía a su naufragio, lo llamaba, ven barquito le decía suavizando sus crestas. En la bahía la mar se olvidaba de todo y el barquito sentía que navegando por ese olvido podía ir más allá de su propia realidad, podía salir del rumbo sin que el vigía gritase desesperado ¡a la deriva! ¡a la deriva! Era la propia mar quien consentía la alteración, y los vigías, como si no existiesen, se quedaron tumbados contra las bordas. Desde la bodega un grumete hacía respirar largamente el fuelle de su acordeón; la música hacía vibrar la madera del barquito, que tiritaba como si tuviese frío.

—¿Quién eres? —farfulló tontamente.

—Una bahía —dijo ella y le acarició la quilla.

El barquito echó una ojeada y vio que estaba solo. Los marineros dormían, el acordeón había callado, abandonado con el fuelle abierto en los brazos cansados del grumete dormido. El único ruido ahora era el chocar del agua contra maderas y betunes, y el rumor de los deshielos por las laderas, que morían en espumas salpicando a las grandes caracolas. Al abrigo del viento, el barquito y la bahía se ocultaban del mar y podían oír sus propias voces.

Voces que eran ritmos. El del barquito, un ritmo de proa a popa imitado por su sombra, Iarguísima porque el sol se estaba poniendo, sombra de barco dibujada por Doré. En el balanceo del ritmo, el punto de la popa donde se unían las bordas de babor y estribor se iba hundiendo casi hasta llegar a ras de agua, mientras emergía como un pecho desnudo el mascarón, velludo de algas que escurrían la espuma de la bahía, espuma de mar hibridada con la nieve que bajaba de las montañas. El mascarón, antes de iniciar su descenso, se detenía en lo más alto de sí, en su madera en trance de mar emparentada con el más vivo de los elementos, y descendía en situación de barco a pique en los bordes del vórtice. El bauprés se asomaba al fondo del remolino que giraba hacia adentro semejante al hueco momentáneo que dejan los barcos al hundirse, sobre los que caen chorros de agua como un río en cataratas hasta llenarlo y devolver a las aguas, cuando el barco desaparece buscando el fondo, el nivel eterno de la mar momentáneamente interrumpido por el naufragio.

Mientras las cuadernas del barquito crujían con una tremenda tensión en las escoas, la bahía entraba en el ritmo sin saberlo, mirando al barquito llegado como un gran pez desconocido. El barco y su larga sombra, donde se aterciopelaba: la bahía sentía que el barquito se agrandaba en su sombra para cubrirla más, larguísima la sombra se estiraba según bajaba el sol, y llegaba hasta los confines de la bahía, toda ella tocada por el barco o por su sombra.

El ritmo de la bahía era una invención de aguas agridulces acopladas al movimiento del pez desconocido. Se movía maravillada de que pudiese existir ese movimiento, inexistente si lo pensaba desde los arbitrarios rumbos de los barcos o desde la soledad de las bahías. Situación de dos, ritmo de dos, aunque parecían más, el barquito estaba ahí con su sombra para ser más. Y la bahía en ese momento se apropiaba de todos los barcos que siempre pasaban a lo lejos, el barquito con su sombra los contenía a todos.

Bahía, dijo el barquito pronunciando su primera palabra. Y ella, al sentirse nombrada, se mecía en un ritmo a mitad de camino entre los "Juegos de agua" de Ravel y la "Ondina" de Debussy, y con esto lo navegaba. Me navegan, soy la mar, pensó el barquito procurando ser bahía, y abrió los poros de su casco para que penetrase la espuma. Soy un barco, dijo la bahía y sintió que le brotaba un bauprés. Somos una isla, dijo el barco, sin sombra, viendo que ahora estaban encerrados en una lluvia mansa como bajo un techo, aislados del horizonte marino. Hacia la parte del continente, la lluvia caía en polvo de serrín sobre la desembocadura de los ríos que la alimentaban. Y era tanto el caudal de los ríos que en casi toda la extensión de la bahía era posible ver las corrientes de agua dulce cortando la amargura del mar. En la escollera abandonada se pudrían unos remolcadores encallados, y en la orilla la selva invadía las ruinas de antiguos bastiones y las chozas de madera de marineros enterrados hacía ya cien años. En el otro extremo y casi en los límites con el mar, la bahía terminaba en una especie de escollo balizado cardinalmente, aunque el color de las boyas había desaparecido y parecían formas del oleaje. Desde su cofa el barquito miró atentamente y vio que en realidad se trataba de los restos de un naufragio, un viejo pesquero del que solamente quedaba afuera un mástil quebrado y una parte del castillete de popa. Enterrado de cabeza, el pesquero olvidaba a soles y lluvias el final de su hermosura. El barquito lo miraba con miedo, como bajando las orejas y sin tener un solo pensamiento claro sobre la evidencia del naufragio. Por fin se preguntó cuánto tiempo podría vivir un barco.

Ven aquí, dijo la bahía encrespada de fríos, y él tembló en sus cordajes y penoles, no sabía si por el pesquero muerto o por la bahía que lo llamaba en remolinos.

A todo esto había ido creciendo el ritmo de barco y de bahía, a una eslora del vórtice iba avanzando de bolina, trepándose en el viento hería con la proa lo que creía agua y era espuma, queriendo ir más allá de ella hundía su espolón, pero ella era de la naturaleza de la espuma y no se podía ir más allá, ningún barco ha poseído jamás una bahía, salvo que muera en ella como el pesquero o los remolcadores que blanqueaban sus huesos al socaire de la escollera empedrada de caracoles. En el vórtice el barquito perdió su ritmo que ahora era enteramente de la bahía, y la proa al hundirse y levantarse buscaba inútilmente el agua. De aire y de espuma era la bahía, espuma impenetrable y dulce escapando a las redes.

Los marineros, sacudidos por el movimiento, saltaron de sus literas y corrieron hacia los puentes encendiendo las luces de naufragio y de socorro. Vaya bahía, dijo el vigía oteando la extensión desde la cofa, y maniobraron para separar al barco del peligro. Un poco más y zozobramos, dijo el contramaestre despertando de su corto sueño. No sé qué pasó, el timón dejó de responder; esto, más que una bahía, es un pozo de remolinos y turbulencias; así se explica que la abandonaran; quién sabe la cantidad de barcos hundidos que habrá en el fondo de estas aguas dulces, dijo el timonel.

En eso dejó de lloviznar y el sol sanguíneo doró la extensión de la bahía v el barquito que se alejaba hacia el mar abierto. Vuelve, barquito, vuelve, dijo la bahía asirenándose, pero ya no podía oírla, acababa de divisar su rumbo y esto ganaba toda su atención. Al salir de la desembocadura, el sol se había puesto y lo único visible de la bahía rápidamente ensombrecida eran las corrientes de agua dulce que finalmente se perdían en la sal y en la oscuridad.

Se queda sola con el barco muerto, pensó el barquito cuando recuperó su rumbo, aturdido todavía por el contacto con la naturaleza de la bahía y con la suya propia. De la bahía le quedaban gestos, actitudes como palabras que sobreviven a un naufragio. Se concentró en un remolino y me esperó en el vórtice, me acarició la quilla, oyó latir mi corazón y demoró todo lo que pudo el paso de la espuma por mi casco, como para que pudiera tocarla; y a lo lejos las caracolas; y el agua tibia derritiendo los betunes, recordaba el barquito reconstruyendo el contacto con la bahía ya desaparecida, fragmentos innecesarios de un hecho que sólo existe por su integridad. Navegando entre esos fragmentos se iba a su exilio como cualquiera de nosotros.

¿Cómo era?, se dijo en alta mar. Difícil de saber, no hay una red para la espuma. Ni el más insignificante de los peces coleteando en el fondo de la red. Ni algas. Ni caracolas. Ni arenas. Ni siquiera espuma. Ella había sido la promesa de conocer la naturaleza de la mar. Y solamente la había podido tocar, sin conocerla. Navegaba tan ignorante de lo que era la mar como antes del encuentro con la bahía. Recordaba fragmentos de un tacto. Se iba sin saber si se trataba de la bahía de una isla o de tierra firme. ¿Qué habría más allá de la bahía? Quizá remontando uno de sus ríos se llegase a un recodo que la conectase con un estrecho, y allá en su fondo apareciese la extensión de otro mar. Acaso más allá de los bastiones en ruinas hubiese extraños animales y frutos desconocidos, una selva virgen que terminaba en el otro mar, donde podían flotar unos enormes navíos luminosos que dominaban el secreto del mar y las bahías. Y veía a la bahía como límite o escollo entre esos navíos inmortales y el pesquero muerto, al que tanto, según vio, se parecía él mismo. Se iba el barquito por su rumbo como recién bautizado, la bahía había sido su bautismo de agua de la misma forma que existe un bautismo de fuego, y pensaba en ella, qué haría a estas horas la bahía a solas con su muerto. Bautismo de ritos bellos y violentos, feo movimiento de proa a popa como para hundirse, y al final el placer de la espuma breve y después nada, volver a ser barquito en su rumbo para terminar como el pesquero sin poder cruzar al otro lado por el estrecho y encontrarse con el otro mar donde acaso los navíos vivan para siempre, sin vientos ni tormentas ni escollos ni naufragios. Como un exiliado de ese otro mar se iba el barquito.

Ahora comprendía que la bahía había sido un pequeño regalo de la mar salada para que él, en caso de dudas extremas, no decidiera hundirse por sí mismo, que para la mar es el error más grave que pueda cometer cualquier barco. Cada barco en su rumbo, dice la mar, con la promesa de una bahía (a la que a su vez le han prometido un barco), y el sueño de los mares luminosos que pueda haber detrás de ella. La mar sabe que lo único verdadero que tiene son los naufragios y nos regala las bahías como refugios de la desgracia.

Con sus breas todavía ablandadas por las aguas primaverales se iba recuperando horarios y en su rumbo, sin saber nada de la bahía enteramente, recordando sus movimientos suaves y su violencia dulce, sabiendo que esa bahía no estaba en su derrotero, fue un azar producido por el viento. Al volver pasaría lejos, ni se enteraría. ¿En qué momento habré pasado frente a la bahía?, se diría llegando al puerto de regreso. Acaso fuera de noche, acaso lloviera como entonces, acaso fuera esa mancha gris que le pareció un islote. Tan lejos que ella tampoco lo vería. La bruma y todo eso. Aunque quizás ella pudiese ver, si era de día cuando pasara de vuelta, la nubecita de humo de su única chimenea y, si todavía se acordaba de él, alzaría como un brazo el mástil roto del pesquero muerto para decirle adiós.

—Vamos, vamos, porquería —dijo un marinero—, será la última vez que te dejemos entrar en una bahía.

Al oír esto, el barquito sintió que se le morían por dentro un montón de cosas que hasta entonces lo habían acompañado y que en un instante pasaban al olvido. Ahora dejaba de ser un barquito para ser un barco como cualquier otro. Las palabras del marinero, antes, hubieran pasado desapercibidas, no hubiese captado su sentido. Después de haber gozado con la bahía y ser un barco de verdad, adulto como todos, las palabras significaban humillación. Inmediatamente después del placer, ese dolor. Obligado a marchar con el máximo de su potencia para recuperar el tiempo perdido en la bahía, y ya en la noche que de algún modo era artificial, apresurada por la marcha forzada, el barco sintió que empezaba a envejecer de popa a proa, que además de avanzar sobre la mar lo hacía sobre su propia edad marchando sobre el mismo destino del pesquero; que en adelante tendría que ir cediendo al mar todo lo que no fuera estrictamente necesario para el viaje, aligerando pesos. Esa cofa ya es inútil y los marineros insaciables la arrojan a estribor; tiren esos obenques por la borda, ordena el capitán; vamos, de prisa, dice el timonel encadenándolo en su rumbo; aquí hay cosas que sobran, descubre el contramaestre, descubre el sueño que él tenía sobre la bahía y lo que pudiera haber más allá de ella, y en un instante se hunden los barcos luminosos del otro mar, sus altas arboladuras desaparecen en la estela que va dejando el barco adulto en su estricto derrotero.

Bogando todavía entre dos aguas, las de barco y las de barquito, barquito por la proa y vieja barcaza por la popa, se aferró al último resto de su inocencia de barquito para llorar lo que perdía y recibir lo que venía, pero la velocidad no le dio tiempo, lo pasó al otro lado, a la ruta del pesquero muerto en la bahía, y entonces el Cristóforo arrugó en un gesto definitivo su mascarón de proa para contener las lágrimas, qué podía valer una gota salada en la extensión del mar.

—Bueno—dijo el capitán —, ya hemos recuperado el tiempo. Ahora, don Cristóforo, podrá usted seguir navegando por su derrotero con la velocidad de siempre.