El timonel
MEZCLANDO italiano y español, el timonel trataba de explicar lo que entendía por maravilla. Según él, eso tenía que existir forzosamente, de lo contrario el cúmulo de esperanzas y aburrimientos que llamamos vida no tendría explicación. Llamando a las leyendas maravillas provisionales, su pensamiento se movía entre diluvios, continentes que se desplazan, cambio de posiciones del eje de la tierra y otros sustos prehistóricos. Tenía unas tremendas manos huesudas, más de escarbar la tierra que de conducir barcos, más traza de pastor de ovejas que de timonel. Hablaba mirando el mar a través de los cristales de la cabina, de vez en cuando se volvía hacia nosotros y podíamos ver sus grandes ojos atosigados de consultar leyendas, y cuando nos daba la espalda nos secreteábamos reconstruyendo malignamente su bibliografía de quiosco de la esquina. Cuando Paredes lo apuró para que definiera bien su presunta maravilla empezó a saltar de palabra en palabra entre dos lenguas achacando a la mezcla el no poder hallar las palabras que precisasen la naturaleza de lo maravilloso. Mira, explicó, yo no puedo decirte si existe y no la vemos, o sea que hay que descubrirla, o si es algo que tendremos que construir nosotros. Tampoco sabría decirte si es un suceso una presencia o vaya a saberse qué. Lo que puedo asegurarte es que no se trata de una fantasía. Todo lo que sé es que tiene que haber una maravilla, pero de cómo es no tengo la menor idea. Soy de los que piensan que el primer mono que se puso en pie no lo hizo para darle la razón al señor Darwin y enredarse para siempre en una pelea sin sentido. Sin saberlo, iniciaba un camino hacia la maravilla. Ahora estamos en la mitad de ese camino, como quería Dante, pero a oscuras por habernos apartado del rumbo. ¿De dónde proceden los rioplatenses?
Sandra, el Gordito, Bidoglio, Paredes y yo nos escudriñamos las caras en busca de raíces. Alguien amagó con los aztecas y los incas pero enseguida lo frenaron.
—Un momento, no nos pongamos a pedir tradiciones prestadas. Él ha preguntado concretamente sobre Argentina y Uruguay.
—Entonces, qué sé yo. Andá a saber. Ya sé que vas a salir con lo de siempre, que venimos de un barco. Pero también estaban los indios, no hay que olvidarse de eso.
—El indio Contardi, por ejemplo, o Sandra Romanutti. En cuanto llegó la gringada, a los indios se los dio por desaparecidos y desde el vamos se acabaron las raíces. Los únicos indios en serio son los del Martín Fierro. Nosotros no somos América latina.
—Vos te emperrás demasiado. Ahora resulta que ni siquiera somos América latina. ¿Me podés decir qué somos entonces?
—Tanos o gallegos, viejo; y medio judíos si vamos al caso; y si te descuidás, medio esquimales. ¿No ves la cara de trasplantados que tenemos todos?
—Che, no se imaginan cómo me gustaría ser un indio peruano. Y tener uno de esos sombreritos que usan para bailar o tocar la quena.
—Mirá, en el Cono Sur no había nada; era puro yuyo, un pajonal; y si no hubiera sido por el estrecho de Bering...
—Pará un poco. Pongamos las cosas en claro. Acordate de Florentino Ameghino.
—¡Ameghino! ¡Tenés razón! Un loco lindo.
—Un loco lindo, no. Era un científico a nivel de cualquier otro de Europa. Lo que pasa es que se le fue la mano con su Homo pampeanus o como se llame.
—El Tetraprothomo nada menos. Un bicho de la pampa que andaba en cuatro patas como todo el mundo y ante la falta de comida no tuvo más remedio que ponerse en dos y alzar la vista a ver si al otro lado de los yuyos había algo para morfar. El primer hombre acababa de nacer en la Argentina. Pero nos duró poco, claro; los científicos europeos cavaron más hondo, encontraron huesos más viejos y el Tetra se nos fue al carajo.
—Cuando yo me enteré de ese asunto era hincha de Boca y estábamos a punto de ser campeones. En el colegio nos enseñaban que la teoría era cierta, así que además de ser el país más rico y más valiente éramos de paso el origen del hombre. Con razón éramos buenos en todo, desde la guerra hasta el fútbol. Con lo de Ameghino y los dos goles que Severino Varela le metió a River de cabeza ese domingo, yo andaba por la calle sacando pecho.
—Decirle a este hombre algo claro sobre nuestro origen debe ser tan difícil como para él explicar en qué consisten esas maravillas.
—Sobre todo si le buscás la vuelta por el lado de los indios, que no es nuestro caso. Entonces te enredás en las teorías, que son como noventa, y todas contradictorias. Te paso un dato: he leído por ahí que los estudios lingüísticos han demostrado que entre el quechua y el turco las similitudes son pasmosas.
—Hacé el favor, ahora resulta que los incas eran turcos.
—O melanesios, o australianos, andá a saber.
—Bueno, che, pero este hombre ha hecho una pregunta.
—La cosa es simple. Somos de origen poco claro. Gente sin lugar fijo que va y viene. Cuando nos corren de un lugar nos vamos para el otro, y así andamos desde que cruzamos el estrecho de Bering como dicen. No somos de ninguna parte y se acabó. En el caso concreto de los rioplatenses, se simplifica más. Descendemos de un barco como éste. Hombres-barco como niños-probeta, que se pueden criar como cualquier otro, no necesitan una mamita que les dé la teta.
—Florentino Ameghino. Quién diría, ¿no? Su teoría, un golazo como los de Varela aquel domingo. Con la única diferencia de que Ameghino estaba offside.
—Y vos qué querés; ¿que con ese nombre de plaza de pueblo que tenía sus teorías fueran ciertas?
—No, pensaba en lo que dijo recién el timonel, el mono que se pone en dos patas para ir a buscar una maravilla. En el caso de nuestro Tetra, ni eso. Se quedó en el apronte, en la largada. Ni siquiera pudo pasar al otro lado de los yuyos.
—Hay una teoría mucho más bonita —dijo el timonel, y el titiritero me sopló por lo bajo: (La terre s'en va, de Louis Jacot, editorial La Table Ronde, París, del año no me acuerdo)—. Ustedes ni son del Cono Sur, ni bajaron de un barco europeo, ni cruzaron el estrecho de Bering para ir bajando desde el norte y llegar al Río de la Plata y comérselo a Solís. Si a un texto de historia le arrancamos una página, después será difícil coordinar los hechos. Eso sucede con el continente al que ustedes pertenecieron, del cual han quedado unos archipiélagos por los que pasaremos cerca dentro de pocos días (rápidamente le sugerí a Paredes: Atlantis, de Ignatius Donnelly, Londres, mil ochocientos y pico, pero el titiritero se quedó dudando). Ahora mismo estamos navegando sobre ese continente hundido. Ustedes no tienen ni cara, ni habla, ni costumbres europeas. Tampoco son indios. ¿Qué problemas tienen entonces para considerarse atlantes? Tienen la cara justa para eso, lo pensé en cuanto los vi subir al barco. ¿O es que nunca se han mirado en los espejos? La Atlántida existió, tal como lo afirma Platón en su Timeo. Y hoy sabemos que estaba formada por una meseta central y un gran valle en cada extremo, que la comunicaban con Europa y América. Cuando esa gran isla se hundió, según Platón en un solo día y una noche, ustedes se refugiaron en América como especies de príncipes destronados, y eligieron el Cono Sur, que poblaron hasta el Pacífico. Resistirse por olvido o por lógica a ser atlantes, sobre todo en circunstancias tan especiales como este nuevo exilio, es negarse una posibilidad, hacer desaparecer un reino, arrancar del libro una página importante de la historia, o sea de la vida. Hay que ir preparando los ojos para cuando aparezcan las verdaderas maravillas.
Como no necesito mucho para convencerme, miré a los demás y vi que cada uno tenía en los ojos un pequeño brillo atlante. Era como ver las fotos de personas que conocimos viejas, cuando eran adolescentes. Paredes era un dibujo a la carbonilla, el Gordito un niño hipnotizado, Sandra una especie de infanta egipcia, y la nueva situación explicaba por fin la parte rara de la cara de Bidoglio. Pero duró muy poco, como el Tetraprothomo.
—Qué pasa, ¿me has encontrado cara de mapuche? —dijo el Gordito rompiendo su pompa de jabón.
—Todo eso, a pesar de las buenas intenciones de Platón, ha sido refutado por la ciencia —se despintó el titiritero.
—Acaban de romper una maravilla —aseguró el timonel—. Abrieron la jaula y el pajarito se voló.
—Lo que no entiendo —protestó el Gordito— es cómo un hombre adulto como usted, un europeo civilizado, puede creer todavía en esos cuentos. Aquí no hay ninguna maravilla. Lo que hay es un despelote descomunal.
—No comprendo —dijo el timonel.
—Una especie de caos universal —tradujo Bidoglio.
—No quise decir tanto —aclaró el Gordito—. Un despelote es sólo un despelote y puede tener arreglo.
—El universo no es un caos. Yo creo que es un lugar perfecto para la maravilla, como la Atlántida es un lugar perfecto para los que se encuentran sin origen. El problema ahora somos nosotros, monitos recién erguidos que todavía andamos peleando por una cueva y un poco de comida. Pero en el futuro hay una maravilla antidarwiniana que, como les he dicho, me cuesta definir. El mundo no está hecho para que lo usemos como lo usamos. No hay relación. El mundo es bello y la vida no lo es en la misma medida, con sus trabajos, muertes y otras violencias. Tiene que haber algo más que equilibre las fuerzas, digamos un puente entre la maravilla y el desencanto. Y supongo que eso está en el futuro, ya que somos muy jóvenes en relación con la edad de la tierra. Además, en cualquier momento puede emerger un continente y sepultarse otro, en cualquier momento ustedes vuelven a ser atlantes. No cerremos los ojos a esas posibilidades, ni a esa juventud. Dejemos crecer al niño.
—Al monito, ¿no? Aunque cada día se parezca más a un tigre.
—No estoy defendiendo a los monos —aclaró el timonel—, creo que se han equivocado y deberían volver para atrás en penitencia. Trato de proteger la maravilla que está más allá del mono.
—Aquí la única maravilla que hay que proteger —dijo Sandra acariciándole la barba—es la de los timoneles que todavía creen en esas cosas y que además llevan a la gente de un continente para otro abriéndole otros horizontes.
—No lo creas; los timoneles no llevamos a nadie a ninguna parte que valga la pena. Ser timonel es como barrer los pisos de una casa, trasladando la basura de un lado para otro.
—Nos gustaría que nos dejara conducir un poco el barco —le dije—. En realidad vinimos a la cabina para eso.
Y me entregó el timón, más fácil que un coche, más liviano que un violín, el barco se navegaba solo.
—Cuidado, ¿eh? Somos setecientos, sin contar a los tanos.
—Che, ¿estás seguro de que va por el mismo rumbo? Me parece que te torciste un poco a la derecha.
—Los antiguos pilotos que hacían la derrota a las Molucas inventaban historias sobre las islas que tocaban, muchas de ellas desconocidas. Quiero decir que tenían un espacio para sus invenciones y deseos. Nosotros no lo tenemos. Cuando hablo de encontrar esas maravillas que digo lo hago a partir del desencanto. En realidad lo que me interesa es encontrarles una isla, un espacio para que sucedan. Cuando exista ese espacio, lo que yo llamo maravilla a falta de otra palabra será un suceso tan simple que tu vecino, al darte los buenos días, agregará como se agregan siempre las palabras obvias a los saludos circunstanciales: ¿se ha dado cuenta? Hay un equilibrio perfecto. Como si dijera: calor, ¿no? Algo así como un descanso de vivir, como un perdón o, mejor, como una conciliación.
—Pero entonces usted espera que los demás hagan esa conciliación y mientras tanto se queda cruzado de brazos.
—Claro, en ese sentido, los que luchan a lo Darwin, en cierto modo se acercan a esa conciliación, como víctimas o como verdugos, mientras usted se pasea por el mar en bicicleta.
—Una conciliación con víctimas y verdugos en el medio, o sea mediante la fuerza, que es ficticia, ya no sería una maravilla. Si la precariedad en que vivimos proviene de la fuerza, yo no quiero la misma fuerza para mis maravillas. Prefiero que sigan esperando. Lo que yo llamo maravilla no puede venir del lado del poder, que es inmoral por naturaleza. Cuando tengamos el espacio o la isla para ella, aparecerá como un estallido, así como el viento se produce por una diferencia de presiones. Y no quedará espacio para el poder ni nada que se le parezca porque todo estará ocupado, supongo que por la alegría o el asombro. En cuanto a quedarme cruzado de brazos, no es exactamente eso. Me ocupo de pensar un hecho para que pueda suceder. Si no las pensamos, las maravillas se cansan y se van. Es necesario alimentarlas hasta el día en que el vecino la pueda anunciar con el saludo.
—Música y vaguedades —comentó el titiritero.
—O descubrirla como el chorro de la ballena.; Ahí sopla y resopla! Sin arpón, por supuesto. Y mirar a los seres más perfectos de la creación, las maravillosas ballenas, que es como decir las maravillosas nubes, y mirarnos en ellas adaptándonos a su grandeza. Las ballenas, que anduvieron un tiempo por la tierra pretendiendo erguirse como los tragicómicos monitos. Y cuando vieron que la lucha era a muerte, con víctimas y verdugos en el más puro estilo Darwin, decidieron volver al mar y amamantar a sus crías bajo el agua y quedar como reservas que procurasen alguna otra vez una evolución menos sangrienta. Las ballenas son los únicos seres vivientes que perciben maravillas. Ellas se postergaron oponiéndose a un hombre surgido de la rapiña y de la muerte. Por eso volvieron al mar, a la espera de la maravilla o el milagro. Redujeron su cerebro para no pensar y aumentaron su volumen para contener más ilusiones o presentimientos. Mientras tanto los monitos, en cuanto pudieron hacer flotar unas maderas atadas, se lanzaron al mar para matarlas y con su aceite iluminar sus caras velludas en la noche. Y cuando el aceite ya no fue necesario para alumbrar sus plazas y ciudades, las siguieron matando por vicio o por costumbre, empeñados en hacerlas desaparecer del mar para salvar el espíritu de Darwin. ¡Ahí sopla y resopla! Es una ballena que está mirando una maravilla. Y ellos le arrojan el arpón.
Me apartó del timón y se lo ofreció al Gordito.
—Bueno, si voy a conducir yo, por lo menos dígame qué rumbo tengo que seguir para encontrar sus maravillas.
—Á sotavento, por el través.
—Entonces para ese lado voy a hacer el traslado de basura.