XV

¿Fin?

A mí los finales nunca me han convencido mucho. Siempre me parecieron arbitrarios. En música sobre todo, los finales casi siempre resultan rebuscados. En general, casi todos tienen algo de tonto como el chan chan final de los tangos. Porque claro, como decía Strawinski, no es tan fácil poder encontrar lo uno entre lo múltiple. Se ve que Beethoven, por ejemplo, tenía problemas con los finales. En muchas de sus obras el final empieza como diez páginas antes de las barras de conclusión; y el tipo da vueltas y vueltas buscando posibilidades, amagando con un par de proposiciones va y viene modulando como negro, sufriendo ante el dilema de tener que elegir una sola de las posibilidades, dejando el resto en el tintero, y para siempre. Realmente patético. Y lo peor de todo, que al final siempre se termina con algo que viene a ser una manera rebuscada de decir chan chan.

Por otro lado están los olvidos, los arrepentimientos, los amores fallidos. Entre los primeros, el olvido imperdonable de lo que nos sucedió en esas horas de escala que hicimos en Lisboa. Tendría que haber contado eso antes de la aparición de El Colibrí, y sería absurdo que ahora que estamos por llegar a Barcelona volvamos a la ciudad de Pessoa para contar lo que nos pasó allá, por más importante que sea. Es una lástima. Pero paciencia. Se tendrá que quedar en el tintero, como una especie de final frustrado. Engolosinado con el Colibrí, me pasé por alto Lisboa y el estrecho de Gibraltar, que cruzamos una madrugada clara, y me metí en el Mediterráneo para llegar cuanto antes a la Costa Brava. Paciencia, hermano, y que me perdonen los portugueses y sobre todo Pessoa. También está el olvido de Nieves. Apenas si volví a hablar de ella. Teniendo en cuenta la importancia que tuvo después Nieves en Madrid, merecía un tratamiento mejor. Y entre los arrepentimientos y amores fallidos está Sandra. Después de lo que pasó en mi camarote me quedó como un remordimiento. Entre lo que hicieron los carceleros con ella y lo que hice yo había poca diferencia. No seas tonto, no le des importancia, total vos te vas a Madrid y yo a Estocolmo, y andá a saber si volvemos a vernos algún día, decía ella, y entonces uno sentía que pensaba como Dostoyevski: no es ante ti ante quien me inclino, es ante el dolor de la humanidad. Mentiras, yo no me había acostado con el dolor de la humanidad, me acosté con Sandra en un final de borrachera, y no me voy a poner aquí a jugar a ser Dostoyevski. Entonces mejor dejar las cosas bajo esa cómoda palabra que es arrepentimiento.

Una de las posibilidades que ofrece la modulación es el difuminado. El barco va llegando a la ciudad condal, ya se avistan sus torres, sus agujas, y mientras nos apiñamos contra las bordas viendo aparecer en la bruma los contornos de la costa, la cámara se va alejando, el barco se empequeñece poco a poco en aguas serenísimas, y todo termina como en esas partituras que acaban en un diminuendo, en un sonido que se pierde en una especie de arrepentimiento. Para evitar el chan chan del final el autor no encuentra nada mejor que esto por ejemplo:

____________

Claro, se evita el chan chan, pero pareciera que se tratara de un final escamoteado del cual el autor estuviera arrepentido. A mí, por lo burdo, un final así me parece un equivalente con sordina del chan chan que se trata de evitar. Para eso, mejor ponerle el chan chan y listo. Lo ideal entonces sería que la historia se acabara de un apagón. Cortarlo todo en medio de una acción procurando que la última palabra sea como ésas que le gustan a Paredes, que acabe en ele si es posible para prolongar la última vocal como una gran arcada de violín. Decir por ejemplo que el barco, deslumbrado por las altas torres que aparecían en el horizonte esa madrugada clara, fue ralentando lentamente mientras sus setecientos pasajeros, llenando puentes y cubiertas, se asomaban asombrados al ver aparecer ante ellos los muros milenarios de la ciudad; y sin poner punto final, ni siquiera una humildísima coma, dejar flotar libremente la palabra condal para que dure todo lo que quiera o lo que pueda, y a renglón seguido estampar sin arrepentimientos de ninguna naturaleza la palabra

 

FIN

 

Porque aquí parece que hubiera solamente dos soluciones: o el apagón directo o prolongar el discurso y caer finalmente en la terminación tanguística o en cualquiera de sus equivalentes. Salvo que recurriéramos a esas fórmulas verbales que usan las viejas contadoras de cuentos folklóricos de La Rioja, que usan repetidamente y sin ningún problema aunque se parezca a nuestro socorrido FIN:

Y entré por un zapato roto

para que usté me cuente otro.

El problema está en que la historia no acaba ahí, porque en realidad yo me proponía escribir otra cosa, quería contar las aventuras de un grupo de exiliados en Madrid y otras ciudades europeas. Como tenía que decir algo del viaje, contar cómo salieron del Cono Sur, me propuse escribir un capítulo breve sobre la salida del barquito en el puerto de Buenos Aires, para pasar inmediatamente a Madrid, que es el núcleo de esta historia. Pero las cosas se complicaron. Y no puedo echarme atrás, lo de Madrid tengo que contarlo, aunque sea en una segunda parte. Y entonces de ningún modo puedo poner la palabra Fin cuando en realidad las cosas empiezan a suceder en ese momento de la llegada a Madrid. Por eso me atraía lo del apagón, como en el teatro, para cambiar el decorado. Y enseguida, al encenderse las luces nuevamente, vemos a Sandra, una mañana lluviosa, bajar por la Ribera de Curtidores, en otoño, con su sombrerito pobre, la cartera que le cuelga de un brazo, envuelta toda ella en su tapado marrón. O esta variante:

La farola de la calle del ángel

El Madrid más frío en muchos años, el helado Madrid de Gómez de la Serna recibió a Rolando aquella mañana cuando salió del taxi que lo había traído desde Chamartín, en la Plaza de la Cebada. Ahí tiene usted la calle del Humilladero, dijo el taxista, y Rolando se levantó las solapas del sobretodo. Empezaba a nevar. Sacó su papelito del bolsillo y leyó:

Calle del Humilladero, 3

Escalera derecha, 2° Iz.

Queda muy cerca de Ia

plaza de la Cebada, en

la Latina. Es en Madrid.

Acuérdate: la tapicera,

de parte de su

tío Rafa, el marinero

Miró desorientado en varias direcciones. Una viejecita vestida de negro que salía del mercado, al ver la nieve apoyó contra el muro mojado su bastón. y hurgando largo rato en un bolso consiguió finalmente encontrar su paraguas, que pajareó bajo la nieve. Cruzó la calle con mucho trabajo y bajó despacito hasta perderse cerca de una iglesia con dos o tres cúpulas que entre los vapores del aguanieve parecían las antenas de un gigantesco caracol.

En el portal de la casa de la tapicera había un olor como de nueces o almendras. Los escalones de madera tiritaron bajo los pasos nerviosos de Rolando. Antes de llamar estuvo un rato mirando aquella puerta, demorando presentimientos.

—¿Vive aquí Nieves, la tapicera?

—Sí. ¿Pero no es usted, por un casual, Rolando, un pasajero del Cristóforo Colombo? --dijo el vejete en un dulce parlar montañés.

—El mismo.

—Hemos recibido una carta de mi hermano Rafael. Le esperábamos. Pase usted, por favor. Enseguida vendrá Nieves.

El viejo, en tremendas semejanzas con el guardafaro, desapareció tras una puerta, y Rolando oyó su voz:

—Nieves, ha llegado Rolando, nos trae noticias de Rafael.

Esperaba la aparición de Nieves mirando un enorme tapiz de El quitasol sin terminar, la mitad de la sombrilla perdiéndose en la trama verdosa.

La historia debía comenzar por ahí, tras el brevísimo capítulo del barco que nos trajo y que acababa en apagón. Y por corte directo aparecía Nieves, que justo cuando llegó Rolando estaba por salir a comprar castañas calentitas para su padre que era un viejo farero. Ven, acompáñame Rolando, decía Nieves colgándosele de un brazo salían del portal y abrían el paraguas verde como el de Goya. ¿Tienes el duro a mano para la castañera?, decía, Nieves, y al final de la calle del Ángel ella le mostraba una gran farola que se abría en racimos entre la nevisca, y se quedaban mudos de alegría mirando la farola, Rolando especie de bravo capitán velludo, Nieves idéntica a la hija del viejito guardafaro ante el racimo de faroles.

Ahora ya no queda tiempo para eso y lo único que se puede hacer es hallar la perilla que corresponda para el apagón, y producida la oscuridad sobre la escena poner decorosamente al final de la pagina.

 

FIN DE LA PRIMERA PARTE

 

O, si no se puede conseguir un apagón perfecto, modular y modular tratando de llegar al final sin caer en el remanido chan chan o en cualquiera de sus equivalentes. Navegar y navegar entre modulaciones acercándonos cada vez más al puerto de Barcelona. Precisamente aquella noche el barquito de madera que señalaba la posición sobre el mapamundi estaba a un par de centímetros de la ciudad condal, y muchos impacientes tenían ya las maletas preparadas, porque al amanecer el barco ya estaría amarrado y nuestro descenso se produciría alrededor de las ocho. El titiritero propuso que esa noche juntáramos las mesas y tuviéramos una cena de despedida, presidida por Contardi, pidiéndole a los tanos que nos dejaran comer en el primer turno para acostarnos temprano, preparar las valijas y tener tiempo para descansar y estar bien despejados a la llegada a Barcelona. A Bidoglio la idea no le gustó nada y se encargó de que la cosa se frustrara. Che, eso va a ser un plomo, una Ultima Cena traida de los pelos, imaginátelo a Contardi con sus bucles en el medio de a mesa sermoneándonos toda la noche. No seamos masoquistas, por favor. ¿Acostarse temprano? Ni loco. De ninguna manera estaba puesto a aceptar la situación de don Antonio Machado, encontrarme una mañana pura con el barco amarrado a otra ribera. Despertarse y sentir que una enorme ciudad crece y se mueve a nuestras espaldas. ¿Tai loco, negro? Más bien le hagamos una despedida a Sandra, un baile en la cubierta, miren que ella no se baja con nosotros, sigue hasta Génova y de ahí por tierra hasta Estocolmo; una despedida alegre en la cubierta, que se lleve un buen recuerdo de nosotros pobre piba.

Pero es inútil navegar o modular hasta la llegada y el descenso en Barcelona teniendo encima el peso de lo que sucedió en Lisboa. Imposible mantener la tonalidad cuando se oye a cada rato la interferencia de esa musiquita. Además, no tengo el menor interés en llegar enseguida a la ciudad condal. Entonces por ahora le vamos a hacer un apagón (aquí tengo la perillita a mano) al asunto de la llegada para sintonizar la interferencia, escucharla y que se acabe de una vez. Interferencia en portugués muy dulce la de aquel hombrecito junto al muelle en el puerto de Lisboa, que miraba distraído llegar los paquebotes como quien cuida su rebaño.

—Eu nunca guardei rebanhos, mas é como se os guardasse —llega ahora clarísima la interferencia.

En homenaje a ese hombrecito de sombrero y gafas que miraba los paquebotes como ovejas, le vamos a poner un encabezamiento a la pequeña historia de la escala en Lisboa:

O GUARDADOR DE REBANHOS

El hombrecito, solitario en el muelle desierto, limpió sus gafas y vio que por la embocadura de la barra del Tajo, envuelto en la mañana y la distancia, iba entrando el Zampanò con el misterio alegre y triste del que llega y parte. A pesar del humo que salía por su única chimenea, el Zampanò a lo lejos parecía un velero, y el hombre lo miraba con el aire de quien siempre quiere partir pero siempre se queda, temblando por la criatura que había ido a esperar esa mañana al muelle y que nunca llegaba en ningún barco, por culpa, acaso, del misterio de cada ida o llegada y la dolorosa inestabilidad e incomprensibilidad del imposible universo. Temblaba y miraba al Zampanò con el miedo ancestral de alejarse y partir, temeroso del llamamiento confuso de las aguas. Con ansias de partir abandonando la estrechez de su incapacidad de mirar el mundo cara a cara, parecía pensar:

Ah seja como for, seja por onde for, partir. Largar por aí fora, pelas ondas, pelo perigo, pelo mar. Ir para Longe, ir para Fora para a Distância Abstracta, indefinidamente, pelas noites misteriosas e fundas, ir, ir, ir, ir de vez. Todo o meu sangue raiva por asas.

Entre el deseo de partir y la voluntad de quedarse, de estar, y sabiendo que en ese barco tampoco llegaría la criatura que esperaba, el hombrecito de gafas y sombrero sentía que la única hermandad que tenía con las cosas era una despedida y que si iba al puerto no era para partir ni llegar; ni siquiera para ver entrar o salir los paquebotes; iba para meter fríos oceánicos en sus huesos y en su existencia y a jugar con palabras, que era su manera de estar solo. Porque el muelle no necesitaba al viejo. Si el viejito de las gafas hubiera muerto un día antes, los paquebotes hubieran seguido entrando y saliendo. Él lo sabía y por eso iba a mirarlos, pensaba que la naturaleza nunca recuerda nada y que por eso es bella.

El Zampanò entraba en el río despertando la vida marítima, seguido por remolcadores, embarcaciones pequeñas y velas que se erguían muy temprano en la mañana. El guardador de rebaños tenía los ojos cerrados tras las gafas y el sombrero caído sobre la frente. Era la única persona que había en el muelle, acurrucado contra unas piedras y como apocándose.

—A ver quién es el primero en ver un portugués —propuso Sandra cuando el Zampanò empezó a entrar.

—Ahí, a la izquierda —estiró después Bidoglio un dedo largo, señalando un bulto chaplinesco y oscuro sobre unas piedras en el muelle.

El Zampanò pasó tan cerca que pudimos ver sus gafas y el sombrero. El guardador de rebaños no nos miraba.

—Un borracho.

—Más bien un mendigo, ¿no?

—O un trasnochado, andá a saber.

—Es una persona —dijo el Gordito.

La respuesta del hombrecito llega ahora con la interferencia:

—Não sou nada. Nunca serei nada. Não posso querer ser nada. A parte isso, tenho em mim todos os sonhos do mundo. Eu nunca guardei rebanhos, mas é como se os guardasse.

Enseguida lo perdimos de vista. El Zampanò, tras el largo cruce de las Grandes Salinas, entró al puerto de Lisboa como un inválldo, los remolcadores eran unos perritos que se le acercaban para hacerle fiestas.

Al bajar, nos desbandamos. Un grupo grande salió tras la señora de Pisa, que tenía una lista de los principales monumentos a fotografiar. yo me perdí las excursiones que se organizaron, esperando a Sandra al pie de la escalera. Bajó como media hora después, con su sombrerito pobre y su tapado marrón. Y nos fuimos derecho para el lado del hombrecito del muelle.

—No sé, pero me recuerda al guardafaro —dije.

—Vos ves fareros por todas partes. Dejalo como guardador de rebaños, eso le va mejor.

Nos dijeron que si le dábamos unos escudos al hombrecito hablaría, contaría cosas muy bonitas para los turistas.

¡Un organito!, dijo Sandra en cuanto el viejo empezó a largar su musiquita portuguesa sobre el río de su aldea: O Tejo é mais belo que o rio que corre pela minha aldeia, mas o Tejo não é mais belo que o rio que corre pela minha aldeia porque o Tejo não é o rio que corre pela minha aldeia. La música del organito siguió diciendo que el Tajo, como todo el mundo sabe, descendía de España y entraba en el mar por Portugal, pero muy pocos sabían cuál era el río de la aldea del organillero y hacia dónde iba y de dónde venía, e por isso, porque pertence a menos gente, é mais livre e maior o rio da minha aldeia. Y se afligía el hombrecito del muelle porque por el Tajo se iba al mundo, y más allá del Tajo estaba América, pero nunca nadie pensó en lo que había más allá del río de su aldea.

Se calló el organito, dejó de funcionar como una máquina tragamonedas. Sandra le echó otro escudo y el viejo siguió dándole vuelta a la manijita: "Olá, guardador de rebanhos, aí a beira da estrada, que te diz o vento que passa?". "Que é vento, e que passa, e que já passou antes, e que passará depois. E a ti que te diz?". "Muita coisa mais do que isso, fala-me de muitas outras coisas. De memórias e de saudades e de coisas que nunca foram". "Nunca ouviste passar o vento. O vento só fala do vento. O que Ihe ouviste foi mentira, e la mentira está em ti."

—Ya pueden ustedes seguir echándole escudos todo el día. Sabe a Pessoa de memoria —nos dijo un portugués.

El viejo, viendo que no teníamos más escudos, nos regaló una copla:

Cantigas de portugueses

São como barcos no mar

Vão de uma alma para outra

Com riscos de naufragar.

—Muito obrigada —se despidió Sandra.

—Boa viagem, meu pobre amigo casual, que me fizeste of avor de levar contigo a febre e a tristeza dos meus sonhos, e restituir-me à vida para olhar para ti e te ver passar. Boa viagem. A vida é isto —se despidió el hombrecito y se quedó mirando hacia la barra del Tajo, por donde venía entrando un paquebote.

Y ésta es la historia del guardador de rebaños que se había quedado en el tintero.

Me desagrada esto de resucitar olvidos y frustraciones. Hubiera sido mucho más tranquilizante dejarlos cómodamente muertos en la tinta. Pero el organito del guardador de rebaños decía también —y esto me dejó pensando— que acaso uno pudiera llevarse para otra parte lo que soñó, pero parecía difícil llevarse lo que no se soñó. Las cosas por soñar eran el verdadero cadáver y no tenían esperanza alguna en ninguna parte. Algo así como desaparecidos.

La responsabilidad, entonces, es muy grande, y esto de dejar olvidos en la tinta, sinceramente me está dando un poco de miedo. No hay derecho a abandonarlos en el lado de la sombra y darlos por desaparecidos. Hay un par de cosas que sucedieron en Lisboa que están pidiendo a gritos salir a la luz como el organillero. Una de ellas es Sandra, y la vamos a ver rápidamente, aunque sea usando la técnica del difuminado para no llevar las cosas a la larga y conseguir que este barco pueda llegar por fin a Barcelona.

 

Mini historia de Sandra

 

Como ya dije, me perdí las excursiones que se organizaron, esperando a Sandra al pie de la escalera. Apareció allá arriba como media hora después. Como esas mujeres espléndidas que en las películas se asoman en lo alto de la escalera echando una mirada indiferente a la fiesta que hay abajo, en la que van a ser protagonistas, con la misma mirada fría bajaba Sandra caminando demorada como para que la cámara la pudiera enfocar siempre de cerca. Con la diferencia de que ella no estaba, como en las películas, en un traje blanco y tan largo que el ruedo hace fru fru rozando las alfombras: Sandra bajaba con su sombrerito pobre y su tapado marrón y la cartera bamboleante. Una mina perfecta para estar a la luz de un farolito. La vi por primera vez en su realidad verdadera, y lo que nos pasó en el camarote el día de la borrachera se hizo más cierto y creció una barbaridad. Y claro, un poco de amor entre tanto elemento de naufragio no sólo no venía mal, era una bendición del cielo. Que los de la Cruz Roja o los de Amnesty se quedaran esperándola en el puerto de Génova y que el tren que la llevaría a Estocolmo saliese con un asiento vacío. Peor para ellos. No sabían lo que se perdían. Aquí no hay Génova que valga, te bajás en Barcelona como casi todo el mundo, y desde allí a Madrid en tren nadie nos para. Sandra dentro del Quitasol. Parecía mentira. Todo un orgullo para el Quitasol, si vamos al caso. Y lo mejor que puedo hacer con el papelito del cocinero es arrollarlo y tirarlo al agua. Sandra a la luz de un farolito bajaba sin mirarme, la mirada se le perdía por las grúas del puerto, fría en la mañana fresca. Y a la luz del farolito el nombre Sandra me pareció diferente, ahora tenía connotaciones, resonancias. Un nombre totalmente nuevo. Cuando llegó abajo y me vio se le desenfrió la mirada.

—No sabía que me esperabas. Qué lindo.

Después de escuchar al hombrecito del muelle nos largamos por una avenida larguísima con edificios de un solo lado, el otro era un murallón, probablemente de ferrocarril. Y por la avenida se nos fue despintando todo poco a poco, no había farolitos, ni madreselvas trepando por la vieja pared, ni tu nombre era María, ni caminitos bordeados de trébol, y sus veinte años no temblaron de cariño. Transitábamos la letra de un tango cursi y lacrimoso pero ella no era ya la pebeta arrabalera. Ibamos por la avenida gastando palabras, tratando de poner palabras a las cosas, y no había cosas. Hablábamos sabiendo de antemano que al final de la avenida todo acabaría en un chan chan. ¿Te imaginás? Un bulín para los dos en Madrid. Y te olvidás de Suecia. No sé, Rolando, lo veo muy difícil, dejame que lo piense un poco, todavía faltan unas horas para llegar a Barcelona No sé, no soy nada, no soy una persona, iba diciendo Sandra en desencantos onettianos. Quiso sacar a relucir otra vez lo de los carceleros y no la dejé. Caminaba llorando de a poquito, como si no se animase o no pudiese. Después vimos que las palabras no nos servían para nada porque no coincidían con las cosas. No sé, no soy una persona, fue lo último que dijo Milonguita en la avenida larga de Lisboa. La cosa es que todo lo de Sandra se fue desparramando por la vereda del lado del muro del ferrocarril, ni farolitos ni madreselvas para el sombrerito pobre y el tapado marrón. Nos fuimos difuminando por aquella avenida; del tango aquél ni siquiera se oyó el chan chan del final.

Bueno, hasta aquí lo más grueso de las interferencias. Queda un par de cositas prescindibles, que no tienen la fuerza suficiente como para molestarnos en el resto de la navegación, y sin ellas podríamos llegar tranquilamente a Barcelona. Pero me entra la lástima. Se trata simplemente de un tranvía y de algo que les sucedió a los riojanitos. Un pequeño flash, digamos, porque no alcanzan para una historia, no tienen argumento, son embriones de cosas.

 

Flash del tranvía lleno de cerezas

 

Para no pasar otra vez por la avenida volvimos por una calle que nos llevó directamente al puerto. Sandra me pidió que no me ofendiera si ella volvía al barco. En las películas, la mujer espléndida vestida de blanco que baja la escalera lentamente, después de algunas secuencias contradictorias en la fiesta, generalmente sube de una manera muy distinta a la que bajó. Uno no se ha enterado bien de lo que pasó en la fiesta, pero después de bailar con ella sube corriendo la escalera levantando un poco el ruedo del vestido para no rozar la alfombra, y cuando llega arriba hay un portazo y en contracampo queda tendida boca abajo llorando sobre una cama la heroína. ¿Algo de eso, Sandra, aunque sin vestido blanco? Bueno, al menos es lo que uno se imagina.

La dejé al pie de la escalera del barco y no la vi subir. Le eché una rápida ojeada a Lisboa con sus ondulaciones, sin enterarme de nada. Al otro lado de aquella colina sin duda había monumentos, plazas y fuentes y grandes avenidas, vaya uno a saber. Por ahí andarían los excursionistas, metiendo ruido. Decían que había tiempo para ir hasta Setúbal. Y hasta Coimbra. Nombres que muchos de nosotros oíamos por primera vez. Pero cómo, ¿vos no fuiste a Setúbal? Entonces no sabés lo que te perdiste. ¿Así que no viste Coimbra? Che, es un crimen. Imperdonable, viejo. Bidoglio, el Gordito, seguro que cualquiera de ellos lo diría después. Coimbra, Setúbal, lindos nombres.

En una esquina descubrí al grupo de riojanos que cruzaron el Atlántico casi sin abrir la boca. Rodeaban a un vendedor callejero, lo tapaban.

—¿Se ha dado cuenta don Rolando? ¡Cerezas! —habló el padre del changuito que tocaba la guitarra—Fíjese que a esta fruta no la hemos visto nunca.

Como a los tranvías, claro. Y en Lisboa tenían las dos cosas. Agarraban los grandes cucuruchos de cereza que les entregaba el vendedor y todos volvían la cabeza cuando talán talán pasaba a sus espaldas, a menos de un metro de ellos el tranvía.

Los tranvías, que nunca llegaron a La Rioja, por demoras, por olvidos. Y cuando hubieran podido llegar, en todo el país ya los habían quitado de la circulación. Sin olvidar que fue un riojano a quien por los años veintitantos un porteño le vendió un tranvía. Comemos las cerezas y se vamo pal barco, don Rolando.

Tan juiciosos. Tan callados. Tan diezmados. Y la guitarra que ya no sonaba. Ahora la usamos nomás para hacer ruido. ¿Siente?, dijo el changuito haciendo un rasguido. Más que de guitarra, era como el ruido de unos alambres sueltos, de cualquier cosa que se cae al suelo. Y la baba marina se pegaba a las maderas que habían mirado las vicuñas en la cordillera.

El flash se produjo de repente cuando yo, un rato más tarde, iba medio apurado sin saber para dónde y me di con una calle empedrada, de edificios con faroles colgantes. Preciosa. Un enorme juguete con la ruedita del troley sacando chispas de los cables pasó dorándose al sol por la rua do Arsenal como un paquebote por la barra del Tajo. Talán talán se abría paso el tranvía por la rua, repleto de riojanos y cerezas. Todo el tranvía para ellos, para ellos toda la calle empedrada por donde se iba el tranvía rojo de cerezas, y un changuito que asoma la cabeza y me grita ya se vamo pal barco don Rolando.

Habíamos quedado en ¿qué? En que Bidoglio demostró a medio mundo que una cena de despedida con Contardi en el centro de la mesa sermoneándonos resultaría un verdadero plomo. Opinión compartida por el Toto, que se apuró a decir: mirá, si se hace esa última cena y el viejo sale con sus sermones, te lo juro que yo hago de Judas y lo entrego. Descartada la cena, se discutía una despedida alegre para Sandra; que se lleve un buen recuerdo de nosotros pobre piba. Pero había un pequeño problema: Sandra se había encerrado en su camarote con una mufa galopante. Por otra parte el Gordito había empezado a chupar temprano, quería ver dos Barcelonas cuando llegara, y entrar por la ilusoria.

Claro que es difícil llegar. Pasada la medianoche, todo el mundo tenía sus valijas cerradas y alineadas al lado de la puerta del camarote. Nos paseábamos por el barco sin mirarlo, echándole esa ojeada final y apurada que se le hace a un cuarto de hotel antes de salir. una última miradita al baño a ver si el cepillo de dientes o el desodorante no quedaron sobre la repisa, o una camisa en el último cajón del placard. El barco ya no tenía función, se iba acabando a medida que llegaba. Por eso no prosperaron ni la cena presidida por Contardi ni la despedida alegre para Sandra. Cada uno comió en la mesa de siempre. Contardi en su camarote, y Sandra no apareció por el comedor ni por la cubierta. A estribor, de tanto en tanto, veíamos el resplandor de ciudades y pueblos españoles. El Zampanò, acabándose, parecía cualquier cosa menos un barco. Sitios antes familiares, brillaban en la penumbra mediterránea, vacíos de gente, como algo que no sirviese para nada. Había perdido la costumbre o familiaridad de un vehículo, conservando apenas la estructura utilitaria y fea del camión de la mudanza. Ya no era el Zampanò, claro; demasiado nombre para un camión donde se cargan trastos. Su nombre de Cristóforo Colombo le venía bien otra vez, estampado en su casco; sólo había que agregarle unas letras para hacer más evidente su función y contenido, de modo que se leyese así:

Cristóforo Colombo SRL

Mudanzas y traslados

Precios de ocasión

Un camión diseñado estrictamente para ese tipo de trabajo, barandas reforzadas contra roturas y caídas de muebles en las calles polvorientas del Cono Sur, y un sistema de sogas para atar los muebles evitando que las patas de las mesas, acostadas para ganar espacio, se deslizasen en una curva cualquiera y rompiesen la luna del ropero, o que se abriese el cajón de los cubiertos, y tenedores y cuchillos, sin tintinear, fueran a parar al fondo del Atlántico. Un camioncito perfecto. Hasta las begonias llegaban intactas, el canario en su jaula seguía cantando como siempre, y el retrato del abuelo cagado por las moscas no había sufrido daño alguno envuelto con trapos y algodones en el fondo del baúl.

¿Pero ni siquiera un primo, o una tía lejana, qué sé yo, alguno de esos parientes que uno ni siquiera sabe que tiene? Nada, che, los parientes que teníamos en España se murieron todos, y si alguno quedaba seguro que la palmó en la guerra civil. Llegamos en pelotas, como ellos cuando se fueron para allá. Por eso lo mejor es esquivarle el bulto a Barcelona, tratando de entrar no por la real sino por a que te hace ver la curda. Entrás por la ilusoria, ¿viste?, y entones no hay problemas, es como si no hubieras entrado, y entonces que te importa si tenés parientes que vayan a esperarte o no. Además eso de tener un pariente donde apoyarte a la llegada es una boludez. Más o menos lo mismo que un mundial de fútbol, cuando Hungría, por ejemplo, mete un gol en Buenos Aires. ¿Quién querés que los aplauda? Un gol de Hungría en Buenos Aires a nadie le importa tres carajos. Y suponiendo que hubiera un húngaro en la tribuna, ¿quién le va a dar bola por más que se desgañite gritando gol de Hungría? Estas son cosas que hay que tener muy en cuenta cuando se va a jugar en cancha ajena. Todo lo que pueden hacer los húngaros, después de meter el gol, es abrazarse entre ellos amariconándose, sin que nadie les dé bola, en medio de un silencio de hospital. Y qué ganás con eso. Como chupar un clavo.

Tiene razón el Toto. Lo que va a llegar a Barcelona no es el Zampanò, precedido de músicas preparatorias de ambientes; ningún catalán va alzar los ojos de sus negocios para asomarse siquiera a la ventana y decir que ha arribado Zampanò. Sin pena ni gloria el Cristóforo Colombo, alias Zampanò, va a amanecer amarrado al puerto de la ciudad condal esperando descargar hombres y bultos, sin tener en cuenta que se trata de una tercera o cuarta generación de españolitos bastardeados que regresan fracasados de las Indias. Señor Conde, volvemos. ¿Y a mí qué carajo me importa? (suponiendo que los condes hablaran así).

Ese día que estaba por amanecer, España, que siempre se desangra, estaba por recuperar nada menos que setecientas vidas. Una noticia para la primera página, si vamos al caso. Pero como de nuestro amo el conde, muerto hacía más de un siglo, no quedaba ni siquiera la peluca, había que conformarse con la rápida mención del hecho en la columna de los barcos que entraban ese día, en la página de las palabras cruzadas y el horóscopo, correcta en cuanto a procedencia y bandera pero con un grueso error de imprenta acerca del contenido de la carga.

 

MOVIMIENTO MARÍTIMO

 

En el puerto de Barcelona

 

Entran hoy

Nombre

Bandera

Agente

Procedencia

Carga

Amarra

Hora

H. Wesch

Alemana

Internac.

Odesa

Pasaje

D. 3

10

Zeronski

Polaca

Soler

Gdynia

General

D. 2

11

C. S. Ana

Española

Amarsac

Génova

General

D. 1

10

C.Colombo

Italiana

Crocce

Bs. Aires

Lastre

D. 4

08

Feder F.

Soviética

Milanowski

Odesa

Pasaje

D. 6

09

Difícil llegar, ¿no? Claro, como que estábamos volviendo, sin saber que se vuelve. En más de cien años de ausencia migratoria, cualquiera olvida que ha salido. ¿Se dan cuenta de la importancia que para estos casos puede tener un diario de a bordo? Si mi abuelo hubiese dejado anotado algo de estos movimientos marítimos que saltan sobre las generaciones, uno ahora, con la punta del hilo, podría recorrer con algún conocimiento el camino inverso. Abrir al azar el diario de a bordo del abuelo y leer por ejemplo: "A las ocho de la tarde de hoy, cinco de junio, el vapor que nos lleva para América abandonó la ría de Vigo y entró en el mar abierto. Los sentimientos que nos embargan son de alegría y tristeza al mismo tiempo. Los gastos de último momento nos han dejado sin blanca, y estábamos pensando cómo afrontar los primeros días en Buenos Aires cuando el bueno de Manolo, poco antes de que subiéramos al vapor, apareció en el muelle con un jamón tan bien curado como sólo él sabe hacerlo. Tomad, para entreteneros en las pampas, dijo. También nos dio unos cuartos. En fin, que Dios provee. Hemos guardado el jamón en el baúl, bajo llave, para tenerlo al abrigo de las ratas que según dicen siempre hay en estos barcos. También fue a despedirnos al puerto tía Tecla, pero llegó tarde, no pudimos darle un abrazo, ya estábamos arriba. No pudimos oír lo que decía, movía mucho las manos, reía y lloraba al mismo tiempo. A ella le hubiera gustado venirse con nosotros, América siempre ha sido un sueño suyo. Pero en fin, las cosas no se dieron como ella esperaba, Dios dirá. Puede que algún día, si Dios quiere, le enviemos un dinerillo para el viaje y podamos tenerla con nosotros. Aunque parece que tía Tecla ya está un poco vieja para esta clase de viajes". La punta del hilo. Y seguir desenrollando hasta llegar al pueblo escrito en aquellos sobres que despachaba yo, Villanueva de la Serena. Con un diario de a bordo así cualquiera vuelve sin problemas. Mire, le decíamos al Conde, aquí están las pruebas. Y se acabó. Pero sin ese diario uno no sabe si llega o vuelve. Claro que yo también fracasé con el mío. Para el futuro emigrante no va a tener ninguna utilidad algo tan pobre como anoche empezaron a cambiar las estrellas. Y la doble historia del viejo farero, supuesto que pueda descifrar la enrevesada escritura de Sandra, tampoco le dirá gran cosa. Con un diario de a bordo las migraciones pueden tener un contenido, abandonar su aparente naturaleza flotante y conectarse con el tiempo. Cualquier pájaro sabe más que nosotros de las migraciones. Las cigüeñas y las golondrinas llevan ese diario de a bordo en la memoria y así tranquilamente son de todas partes. Esa falta de memoria que tenemos se puede suplir con un diario de a bordo. Será todo lo difícil o tonto que se quiera, pero bien vale el sacrificio. Porque las migraciones, con el consecuente abandono forzoso de raíces, van a seguir sucediendo según viene la mano. Si cada desterrado tiene la precaución de llevar consigo un cuadernito donde anotar los datos principales, llegará un momento en que se formará con ellos una especie de trama o de tapiz, una figura clara capaz de orientar a eualquiera en situaciones imprevistas, algo así como la congruencia del exilio. Abrir el cuaderno del abuelo como quien abre la memoria, y evitar así que nos desborden los mares y los puertos. Tan sencillo como las cigüeñas y las golondrinas. Ese cuaderno será el verdadero pasaporte. Únicamente pueden salvarnos las palabras que anotemos.

En la mitad de una escalera oscura casi chocamos con Bidoglio. El subía y yo bajaba.

—Che Rolando, ¿no sabés adónde se ha metido el Toto?

—Me parece que se fue a dormir la mona. Y Paredes se acostó hace rato.

Desde arriba volvió la cabeza para hablarme, yo me paré en el último escalón.

—Oíme, viejo, un par de horas más y este cascajo estaciona en Barcelona. A ver si nos ponemos de acuerdo para vernos alguna vez en alguna parte. ¿Vos te vas a Madrid?

--Sí

—¿Y el Toto, no sabés?

—Creo que lo oí hablar de Rotterdam. ¿Y vos?

—Caete de espaldas. A Andorra, viejo. Tengo un amigo ahí.

—Hay que joderse.

—Paredes también se va a Madrid. ¿Pero no te parece que podríamos quedar de acuerdo, qué sé yo, en algún sitio para dentro de un tiempo o ver la manera de comunicarnos?

—Andá a saber —le dije ganando el primer escalón de la otra escalera para seguir bajando—, andá a saber con este despelote.

El corredor con las valijas alineadas al lado de las puertas de los camarotes, de donde llegaba el ruido de la gente preparándose para el descenso. En el de Sandra no se movía un pelo, no había sacado afuera las valijas. Llamé varias veces. Sandra, soy yo podríamos despedirnos si es que has decidido irte no más a Suecia. Con las pastillas que siempre tomaba para dormir difícil que me oyera. Por otra parte yo sabía que nuestro tango no iba a tener chan chan. Mejor así, pensé, mejor que se vaya borrando por aquella avenida de Lisboa. Y afuera venía clareando, como en la zamba de Yupanqui.

* * * * *

Volviendo al caserón de piedra del principio, ya podemos decir que no vale la pena poner otro tronco en la chimenea, el fueguito que arde todavía es suficiente para acabar esta parte de la historia. Pronto va a amanecer y con la luz del día las historias de fantasmas y aparecidos ya no tienen sabor, se disgregan en la luz como si fueran falsas, las podemos creer por el ambiente, por lo que ayuda el escenario. Mi barquito ralenta viendo Barcelona en claridades indecisas, la mira como asustado levantando una oreja y pensando que se puede tratar de otra bahía. En esta casa de palabras ya no nieva ni silba el viento. Con la marea baja el mar no bate contra los acantilados y el faro pronto apagará su ojo de reptil, de modo que habrá que empezar a desmontar el tinglado porque el escenario ya no sirve. Con el amanecer se terminan nuestros poderes mágicos, y lo demás es una crónica muy simple. El sol secará pronto la humedad casi chorreante de esta vieja casona de piedras, goteará todavía un poco el hielo del tejado sobre los ligustros sombríos, se acabará el encanto con la llegada de la luz y el lento despertar de la aldea, y entonces el barquito habrá perdido su consistencia, se irá desguazando poco a poco bajo la luz aldeana, mientras los pescadores pongan a solear sus redes para después echarlas otra vez al mar, ignorando para siempre lo que pasó esta noche en el caserón abandonado.

 

Poner la palabra fin al pie del párrafo anterior, qué tremenda tentación. De todos modos dejo un espacio en blanco por si acaso. Considerémoslo por ahora una pausa, un silencio, en cualquier momento podemos volver y ponerle las barras de conclusión. Me gustaba para final porque sonaba bien, pretendía no dejar nada más allá y se difuminaba solo. Pero desgraciadamente quedan todavía unas pocas cosas más que también esperan sus palabras, y no queda otro remedio que seguir modulando como se pueda. Mantenerse despierto para ver acercarse y desmesurarse las agujas y las torres de la ciudad condal. Que no nos sorprenda dormidos la llegada, que no tengamos que despertarnos con el barco amarrado a otra ribera don Antonio, llegar es lo mismo que partir, en cualquier punto hay pañuelitos sospechosos.

Desde que empecé a contar esta historia del barquito me he ido yendo de mí con las palabras. No soy el mismo que la empezó, las palabras me han ido transformando. De allá salió un Rolando contando Buenos Aires y es otro el que llega contando Barcelona. He venido en una deriva de palabras. Y no por duplicar las cosas o explicarme nada; más bien para ser o seguir siendo navegándome, saltando de Rolando en Rolando. Y como navegué hacia el este, a lo mejor gane un Rolando no previsto que me servirá para ir tirando en el exilio. Aquí más que la historia importan las palabras, esas olas que nos transportaron. Vamos a sobrevivir según tengamos esas olas. Las palabras, antes simultáneas de la vida, ahora parece que van adelante. No definen un cuerpo en sus exterioridades; funcionan en el quimismo de las células. Y entonces hay que tener cuidado, compañero. Llegaremos a Barcelona si encontramos las palabras, esas olas.

Con este asunto del final me pasa un poco lo que a Fede, el que hizo la guitarra. Preferiría no llegar al fin. Borrar todas las mañanas lo escrito el día anterior, y seguir en ese juego hasta que caigan otra vez las hojas y vuelvan a brotar y caigan otra vez. Demorar con palabras el final, la terminación de la guitarra, porque todo final es una violencia. Quiero seguir mirando yo la historia del barquito, de ningún modo deseo que la historia me pueda ver a mí. He trabajado mucho, y como el señor de la Biblia me parece que tengo derecho a contemplar un poco mi obra antes de abandonarla, ¿no? Contemplar la obra hecha, en una especie de arrepentimiento. Porque haber tumbado un árbol para hacer una guitarra es también una violencia, el final de otra cosa que sin duda no quería acabar, como cualquier cosa de nuestro hipotético mundo. Los finales no llevan un diario de a bordo, por eso son inconexos y se pierden. Cada final debería tener su diario de navegación, su cuadernito, para que algún día los finales también puedan tener congruencia. Crear una memoria de finales, tan simple como la que tienen las cigüeñas y las golondrinas. Entonces cualquier cosa que vaya a finar podrá encontrar la puerta salvadora de un hilito: el vapor que va saliendo un cinco de junio de la ría de Vigo y entra en el mar abierto, los cuartos y el jamón que nos trajo el buen Manolo, todo bien guardado en el baúl al abrigo de las ratas que siempre hay en estos barcos.

Porque los finales son especies de asesinatos. Para elegir uno hay que matar otros posibles, ahogarlos en tinta para siempre. Me encantaría acabar con la imagen del barquito que se va desguazando bajo la luz aldeana y los pescadores que ponen a solear sus redes ignorando lo acontecido en la casona abandonada. Pero eso sería abandonar a su suerte al camión de la mudanza justo en el momento de descargar los muebles, acabar cómodamente esta historia de desaparecidos haciéndolos desaparecer de un apagón en el puerto de Barcelona. Lo que en buen romance se llama una putada.

Ya sé que llegará el momento de tomar decisiones y tendré que meter la cuchilla en las maderas como Fede y matar un cello y un laúd por lo menos, si quiero hacer una guitarra. Pero mientras tanto es posible irle arrimando palabras al asunto, empujarlas hacia el final y que ellas después hagan lo que quieran de acuerdo con sus propios juegos y necesidades, yo sólo voy a poner las intenciones.

Como Fede hay que buscar algunas cosas que demoren la llegada del momento final del lustre del instrumento, con lo cual ya dejará de pertenecernos, se irá difuminando como Sandra en aquella avenida con su murallón. Cuando pongamos el lustre amanecerá y con la luz intensa las palabras, igual que las películas vírgenes, se velarán. Los pescadores volverán al mar después de la tormenta. La historia se olvidará de mí y yo de ella, porque la naturaleza olvida y por eso es bella según el viejito tragaescudos del muelle de Lisboa. Y la historia vivirá más que yo, es decir, me olvidará más tiempo todavía. Entonces, imitando a Fede, podemos intentar unos dibujos alrededor de la boca de la guitarra, allí donde se acaba sin solución el instrumento vamos a poner un par de pinturitas.

 

Boceto de un vidalero

 

Aunque en el barco no se le oyeran vidalas, el riojanito que tocaba la guitarra era un vidalero. Porque ser vidalero es sobre todo una manera de mirar las cosas, una forma de vivir. Este changuito lo miraba todo con ojos de vidalero. Los ojos de los vidaleros tienen un asombro manso, miran gozando para adentro el reflejo del paso de vicuñas, guanacos y corzuelas, o las chispas eléctricas del troley del tranvía en una calle empedrada de Lisboa. Además de cantar, cultivan nueces, uvas y aceitunas. Todo en pequeña cantidad porque casi no llueve en el país de la vidala. También suelen ser maestros de enseñanza primaria. En la antigüedad fueron el extremo sur del imperio incaico. En la actualidad, extremo norte del imperio porteño. En el siglo pasado fueron diezmados durante cuarenta años por fusiles ingleses que empuñaban soldaditos criollos, por reclamar más libertad que la fijada en el hinterland por los parientes de Sir Francis Drake, tan hábiles entonces en la expoliación de América, y por negarse a usar los ponchos tejidos en fábricas de Manchester prefiriendo sus propios ponchos salidos de telares rústicos, tejidos en los valles con lana de vicuña por mujeres morenas de ojos verdes. Entre fusiles ingleses y enfermedades endémicas, han quedado muy pocos. Apenas ciento cincuenta mil, desparramados en trescientos mil kilómetros. O sea medio vidalero por cada kilómetro cuadrado. Menos que los pobladores de un barrio en cualquier ciudad de Europa. Los vidaleros tienen la mirada mansa, no se sabe si por la pobreza o por la memoria de exterminios y saqueos. Usan todavía palabras de una lengua que se muere de a poco en sus últimos sonidos. Llaman ulpisha a la paloma, tumiñico al colibrí, suri al avestruz, tushi al sexo de las hembras. Su país no tiene hidrografía, pero cuando llueve en los cerros el mapa se les satura de líneas azules y sinuosas, por los miles de ríos espasmódicos que sólo duran unas horas y se llevan a veces animales y personas. Para un vidalero, lo más difícil es llegar vivo a los cinco años, período que más bien pertenece a los insectos, las sequías, la falta de leche. Pasado todo eso, los ojos se le amansan definitivamente y ya está en condiciones de cantar su primera vidala.

En la mirada de un vidalero hay mansedumbre y alegría al mismo tiempo, es la manera de mirar que tienen los ojos donde se reflejan vicuñas y guanacos. En la del vidalero del barquito había mansedumbre solamente, y no había reflejos de vicuñas y otros animalitos andinos. Eran otras cosas. En Lisboa se sinceraron los viejos: nosotros en realidad somos los padres de Federico, el que hizo la guitarra. A los verdaderos padres del changuito se los llevaron una noche, entre linternas y ladridos de perros y otras cosas. Delante del changuito. Y él, claro, lo vio todo. Ya se le va a pasar. Ahora es feliz con las cerezas y el tranvía, fíjese qué regalo.

Y el dibujo que sigue me gustaría que tuviese una forma oriental, ya que al fin y al cabo son camélidos los animales andinos que tuvieron algo que ver con la madera que usó Federico para su guitarra, y con la mirada de los vidaleros.

Arabesco para Fede

(in memoriam)

Querido chango: muchas veces hemos cantado vidalas juntos, los cuatro, con Noelia y el Flaco. Tiempo después comprendí lo que decías siempre entonces: "las vidalas necesitan que sean mejores las guitarras".

Cuando todavía interesaba la vida de los demás, aunque fuera para criticar, decían de vos: es que el Federico lo único que hizo en su vida fue hondear pájaros en el monte y después una guitarra.

Cuando te fuiste (a tiempo), la Noelia y el Flaco se pusieron a hacer un hijo para tu guitarra.

Los padres del hijo para tu guitarra desaparecieron una noche que ladraban mucho los perros y se cruzaban las luces de un montón de linternas hurgando en armarios y baúles.

A Noelia no la vi más. Al Flaco sí. Estuvo unos días con nosotros. Al cruzarnos en los pasillos, nos pedía que no tiráramos los fósforos usados, sobre todo los de madera. Con fósforos y trapos pretendía hacer una máquina para volar. Según sus cálculos, con un millón de fósforos, que se juntaban en pocos años, sería suficiente. Alcanzó a juntar alrededor de quinientos, al menos esa fue la cifra que contamos el día que se lo llevaron al degolladero.

La música de tu guitarra, gracias al hijo del Flaco y la Noelia, llegó intacta por lo menos hasta la mitad del Atlántico, o sea que los guanacos y vicuñas que miraron sus maderas se asomaron hasta el centro del océano. Y eso es bastante, viejo, teniendo en cuenta que vos no conociste el mar. Te diré que es muy aburrido. Chochea como un viejo. Tose y escupe todo el tiempo. A veces le llueve encima, como si necesitara agua. Y él es el agua. Cosas de gringos, como ves.

Estos dibujos los pensé para vos. También te dedico un tranvía lleno de riojanos y cerezas, porque adentro iba tu guitarra. Me pongo estúpidamente melancólico, cosa que no corresponde a un vidalero que se precie.

Lo bueno de todo esto es que tu final fue bien elegido. Te fuiste a tiempo, ignorando lo que vendría después. Es un final con privilegios.

Porque después de lo que pasó, no hubieras encontrado guanacos y vicuñas en los lugares habituales. Se dice que la noche que sacaron de sus camas a los padres del hijo engendrado para tu guitarra fueron tantos los ruidos, que las vicuñas y los guanacos, de por sí asustadizos, abandonaron la cordillera y se los vio correr por las salinas calientes tiritando de miedo en un escalofrío.

Tu guitarra ya no suena más. Suponemos que es por los defectos del mar. En cuanto estemos en tierra firme le pasaremos un trapo embebido en aceite de nueces machacadas, según tus últimos conseios. Y cuando recupere sus voces volveremos a cantar vidalas en unas ciudades que nunca sospechaste, tan ricas y egoístas que en muchos casos, sólo para nombrarse, desperdician, doblándolas. consonantes y vocales (Rotterdam es un ejemplo), de la misma manera que el mar desperdicia las lluvias.

Los riojanos que vamos en este barco no somos muchos, ni siquiera en proporción. La mayoría no pudo salir, o siguen presos, o los trasladaron. En general en nuestra tierra las cosas siguen como en el siglo pasado. De haber podido salir todos los que querían, este barco estaría lleno solamente de vidaleros. Somos poquitos. Pero en Lisboa llenamos un tranvía. Fue una alegría ver aquello.

Aquí hemos podido comprobar que el mar no es para nosotros, tal como sospechábamos. Nos pasa lo mismo que a tu guitarra: es como si perdiéramos el temple.

Al Cleto lo vimos en Buenos Aires, libre. Nos llevó un paquete de yerba al puerto. Según él, pronto volveremos a estar juntos, allá. No puede ser, compadre, porque una cosa así no tiene nombre, decía el Cleto tan seguro, por el solo hecho de que él desconocía la palabra éxodo, tan fea por otra parte porque parece un ácido.

Tus padres viajan con nosotros. Según parece, no los molestaron mucho; los soltaron a los pocos meses. Ellos alcanzaron a cosechar la uva. Después levantaron la casa en una semana y se largaron con los demás. Y creen, como Cleto, que volveremos pronto, casi a tiempo para podar las viñas.

Antes de que se te diera por hacer la guitarra, cuando cantábamos juntos, decías que las vidalas eran tan hermosas que necesitaban que fueran mejores las guitarras. Del sonido de tu maravilloso instrumento, antes de traerlo al mar, puedo decirte, cumpa, lo siguiente:

"Esta guitarra necesita que sean mejores las vidalas."

(Una frase que escrita en redondo alrededor de la boca de la guitarra y alargando un poco los trazos de las letras, parecerá tranquilamente un arabesco.)

* * * * * *

—¿Pero no te parece que podríamos quedar de acuerdo, qué sé yo, en algún sitio para dentro de un tiempo, o ver la manera de comunicarnos?

—Andá a saber con este despelote.

Las escaleras del Zampanò eran un hervidero de valijas y conosureños de diverso color. Los más impacientes ya estaban haciendo cola en la cubierta para bajar, y allá en Barcelona, todavía lejos aunque visible, venía clareando.

Atahualpa Yupanqui se anticipó al exilio en cuarenta años por lo menos. Eramos chiquitos cuando al clarear se iba Yupanqui, al clarear sobre el Aconquija se iba y le parecía que no iba a volver nunca. Y hasta la zamba se le volvía triste porque claro, había que decir adiós, y hasta las espuelas decían algo cuando Atahualpa se iba por los senderos pedregosos. Tristísimos. Pero el de Yupanqui era entonces un exilio de entrecasa, ni siquiera había que salir de la provincia. A lo mejor se iba simplemente de Monteros a Famaillá, o a Lules, todo lo más a Tafí Viejo. Lo que pasa es que como se iba a caballo parecía todo muy lejos. Si Tucumán es una miniatura de provincia. Pero cómo dolían esas partidas, esos andares entre senderitos collas llenos de piedras, tan difíciles de trepar que al otro lado del cerro ya era el exilio.

Venía clareando, pues, en Barcelona, y el Mediterráneo se rizaba en la luz mañanera como los arroyitos de las sierras cuando sopla el respetable Viento Sur. Al clarear había que ensillar en Barcelona y desde allí empezar a trepar los caminitos del indio, los senderos y pedregales que llevaban a Rotterdam, Estocolmo, Madrid, París, Bruselas, taloneando sobre el burrito déle trepar los vidaleros, que ya venía clareando sobre los Pirineos y en el Aconquija.

—. . .ver la manera de comunicarnos? Yo voy a dejar mis señas en el correo de Andorra para el que pregunte.

—Che, ¿pero cómo se llama la capital de Andorra?

—Ni puta idea —gritó Bidoglio desde el otro puente—. Andá a saber si tiene capital el paisito.

El corredor, sin valijas alineadas, parecía aquella avenida de Lisboa; todos los corredores vacíos, las escaleras vacías, y arriba todo el mundo arracimado en la cubierta, a ver quién divisaba primero Barcelona mientras venía clareando.

Clareando y oscureciendo al mismo tiempo. La neblina más densa en muchos años barrió las luces que quedaban prendidas todavía allá en la costa, las luces de los faros potentes que prendieron para paliar la niebla parecían velas a punto de apagarse, y cuando descendió todavía más ese humo negro y húmedo el Zampanò, que estaba a punto de apagar sus luces, tuvo que prender las luces de emergencia, mermar la marcha y hacer sonar una sirena fea como ladrido a medianoche, respondiendo a las sirenas de los otros barcos que salían o entraban en el humo, todos los barcos como grandes perros asustados.

Como vicuñas y guanacos perdidos disparándole al ruido por las pampas salineras iban los barcos por esas neblinas traicioneras, asustándose cada vez que un bulto salía penosamente del humo y volvía a perderse enseguida parpadeando con sus luces y tosiendo con su sirena, enfrente mismo de la ciudad condal, de agujas y de torres invisibles.

—Con estas cosas del mar nunca hay que cantar victoria antes de tiempo —decía el titiritero sentado sobre su baúl lleno de muñecos, los pies colgados taloneaban contra la madera—. Miren, no se ve ni la popa.

La cara de la gente arracimada en la popa se desdibujaba en la neblina. Entre los primeros podíamos reconocer a los gauchos judíos por sus barbas. Bidoglio salió del humo y se sentó en el baúl con el titiritero. De su radio portátil salían ruidos.

—Che, estuve viendo en un librito que la capital de Andorra se llama Andorra la Vella; pero en el mapa dice Andorra la Vieja, supongo que será lo mismo.

Sintonizó mejor el aparato y se lo pegó al oído.

—¿Qué ruidos son ésos? —le preguntó Paredes.

—Radio Andorra, hay que ir familiarizándose, ¿no te parece?

—Dios mío, qué idioma.

—Parece que estuvieran discutiendo, ¿no? Como si se insultaran.

—Supongo que podrán apagar esa porquería, me imagino —dijo el Gordito saliendo de la neblina, recién afeitado, de sombrero—. Esto, más que neblina, parece una guerra nuclear. Se agarraron por fin, y se están insultando por radio. ¿Querés apagarla, por favor?

Bidoglio bajó el volumen.

—Está bien, está bien, pero después de todo no podés quejarte; entre esta Barcelona que no vemos y la que vos querías ver en curda no hay mucha diferencia que digamos.

El Zampanò apenas se movía, miedoso como un caballo en el Aconquija, sobre todo porque en vez de clarear venía oscureciendo. En estos casos los caballos pueden desbarrancarse y de ellos quedar apenas un morral solitario; y los barcos pueden chocar y desbarrancarse también y de ellos quedar apenas una chimenea solitaria. Un oscuro lazo de niebla podía pialar al Zampanò en el Aconquija, y entonces, si como dicen, hay cielo para los barcos, en fin, por allá andará el Zampanò, galopando, galopando.

El Cristóforo Colombo SRL apenas se movía, como si lo remolcaran. Del otro lado de la neblina llegaban los ruidos de una Barcelona invisible que se despertaba. De a ratos la neblina se aclaraba un poco y era posible ver casi toda la cubierta con la gente apretujada, los uruguayos por su lado haciendo señas hacia Barcelona como si se pudiera ver algo, los riojanitos que se habían puesto a cantar alrededor del vidalero que tocaba la guitarra que ya era pura percusión, el rebaño de sicólogos paciendo en la neblina, los sindicalistas cordobeses haciendo chistes en su jerga, los cinco o seis chilenos que por lo menos sabían usar el tú. Los sicólogos hacían circular un billete de cien pesetas. Pero después lo devuelven, miren que es mucha guita. ¡Miren! ¡Gustavo Adolfo Bécquer en un billete de cien mangos! Es increíble. Claro, es como si en nuestros billetes pusieran a Almafuerte o Evaristo Carriego. O a Homero Manzi, por qué no, estaría mucho mejor.

—Aquello que aparece ahí, ¿no será el puerto? —apuntaba el titiritero con un dedo

—Más bien pareciera otro barco, ¿no?

—Todos turcos. Parecemos todos turcos —dijo Bidoglio echando una ojeada a la gente apretujada.

—¿Lo decís por la neblina?

—La primera vez que vi llegar un barco fue acompañando a unos vecinos turcos que iban a esperar a su primo Mustafá. Salimos en tren por la mañana desde Chivilcoy y me tuvieron podrido todo el viaje hablándome de Mustafá. Yo tendría unos diez años y lo único que me interesaba era ver un barco de verdad. Mustafá, que al oírlo nombrar en el tren por primera vez en cuanto salimos, y que me sonó a cosa que se come, a mostaza o algo parecido, al llegar a Buenos Aires a fuerza de insistencias era ya casi un príncipe de las Mil y una noches. Mustafá el más lindo, el más bueno, el más generoso y trabajador de los muchachos, ya vas a ver cuando lo conozcas. Era un barco entero lleno de turcos que se peleaban por bajar. Un barco inmenso, qué sé yo, cabrían allí lo menos dos mil turcos. Y todos igualitos. Una gota de agua al lado de la otra. Pero cuál es Mustafá, preguntaba yo a los turcos de abajo, que eran los dueños de la tienda más grande del pueblo. Ya va a bajar, ya va a bajar, decía la turca que de paso estaba bastante buena.

Se calló Bidoglio cuando desde la neblina de babor llegaron voces en castellano defectuoso.

—Por favor, por favor, quiénes son los que se harán cargo del señor Contardi para llevarlo a tierra.

Poco a poco fueron saliendo del humo dos marineritos que traían al pintor en una silla. La humedad enrulaba más sus bucles de angelote cabezón. Lo sentamos en el baúl de los muñecos, al lado del titiritero. Los niños que todavía no habían visto al viejo, cuando lo vieron salir de la neblina soltaron un ioh! de fuegos artificiales. El viejo parecía contento, enseguida se puso a charlar con el titiritero y como él a talonear sobre la madera del baúl.

—Es un regalo para usted—le dijeron dos chicos riojanos entregándole una caja de zapatos llena de basuritas para sus cuadros.

El viejo, engolosinado, palpó cuidadosamente los corchos, lanas de distintos colores, hilos trenzados, tapitas de botellas, bolitas de vidrio, serpentinas, fósforos usados y dos enormes botones marineros, de nácar, forrados con metal dorado.

—Es una verdadera maravilla—dijo el pintor guardafaro

En cuanto llegue a Madrid haré con estos materiales un paisaje de La Rioja.

—Che, y qué pasó con los turcos—se entusiasmó el Gordito

—La cuestión es que habían puesto la escalera para que bajaran los dos mil turcos pero parece que no se podía, faltarían trámites o papeles, cuatro marineros guardaban la salida y contenían a los más apurados que no veían la hora de bajar. Y el parloteo de los turcos discutiendo con los marineros era más o menos como el ruido de la radio de Andorra. ¡Mirá!, le gritó el turco a la turca, ¡allá está Mustafá! Es verdad, es verdad, Mustafá querido, lloriqueó la turca. Pero cuál, les dije yo. Ese que alza los brazos, explicó el turco, ése que saluda. Pero además de ser todos igualitos, los dos mil turcos estaban alzando los brazos, saludando a la parentela que como bien sabemos en nuestro país es bastante numerosa. ¡Y también está Munir, Munir querido!, gritó la turca. Pero cuál, adónde está Munir. ¿No lo ves? El que está al lado de Mustafá, ¿no te das cuenta? ¿Viste qué lindo es Mustafá? Por fin los dejaron bajar y salían como moscas y no terminaban nunca de bajar y eran todos igualitos, y al llegar abajo se abrazaban con tenderos llegados de toda la república. Yo, por no esperar, hubiera elegido a cualquiera y siempre hubiera sido Mustafá. Porque la gente que llega como llegaron ellos, o como nosotros ahora, no tiene identidad, eso está clarísimo. Quiero decir, estando juntos. Porque después, cuando nos dispersemos, va a ser lo contrario, vamos a parecer moscas en la leche.

—¿Pero se encontraron con Mustafá?

—No me acuerdo, che. Claro que lo encontraron. El caso es que después, en el tren, iba con nosotros uno de esos turcos, cualquiera de ellos seguramente. Hablaron todo el tiempo en su lengua y a mí ni Mustafá ni sus parientes me dieron cinco de pelota.

—¿Y el otro turquito?

—Ah, ¿vos decís de Munir? Mirá, no tengo la menor idea. A mí de todo eso lo que me quedó fue la duda. Siendo todos iguales, ¿cómo hacían para reconocerse entre ellos mismos? Y a mí, qué querés que te diga, me parece que en estos momentos somos setecientos turcos, igualitos como dos gotas de agua una al lado de la otra. A lo mejor el que iba en el tren de regreso no era el Mustafá propiamente dicho, se trataba de Munir y era lo mismo, nadie podía darse cuenta de la diferencia. A lo mejor cuando llegaron a Chivilcoy la turquita le dijo: Che Mustafá, sos tal cual como te imaginaba; y el otro le contestó: Que Mustafá ni Mustafá, yo soy Munir, boluda. O sea un problema tipicamente borgeano, ¿viste? (*)

(*) Con perdón, pienso que la historia debería ir terminándose por aquí, al menos alegremente. La secuencia de los turquitos me parece perfecta como final imprevisto, sin el chan chan que tanto parece preocupar epilépticamente a nuestro narrador. Es optimista y metafísica al mismo tiempo, se trata de un raro momento en que todos los personajes están bien. Creo sinceramente que cualquier otro detalle que se agregue será producto de la sensiblería, solemnidad o pedantería del autor. ¿Para qué masoquearse con el archiconocido jueguito de la diáspora? Mejor dejar a los personajes en la neblina frente a Barcelona, y que cada cual haga su dispersión como pueda, a caballo o en burro o como le parezca. Si se ha conseguido que esté contento nada menos que Contardi, pese a sus desaparecidos, entonces para qué agregar más leña al fuego, a qué seguir contando lo de siempre, la historia que empezó con esa especie de Tetraprothomo de Ameghino pero más evolucionado, me refiero al hombre de la Biblia que es el más respetable de los exiliados, echado del paraíso no por un cabo o un sargento de turno sino por el mismísimo Jehová de los Ejércitos. Pero él no se hizo muchos problemas ni contó la historia. Seguir dándole cuerda a este barco será como volver a contar lo del hombrecito de la Biblia, de Neandertal o de Cromagnon o como se llame, y entonces el rollo no se terminará nunca. En ese caso, son preferibles los mini exilios de Atahualpa Yupanqui. Las diásporas son todas parecidas. El juego de los turquitos intercambiables, en cambio, nos parece una solución casi perfecta para este melodrama. Y si al narrador le parece oportuno seguir llevando adelante esta historia que a nuestro parecer debería acabar con la mención feliz de Munir y Mustafá, allá él. Pero será una verdadera lástima.

(Nota de un curioso)

 

—Debe ser hermoso —comentaba el pintor— acercarse desde el mar a una ciudad sin niebla, ver aparecer de a poco sus murallas Sentir que se llega, no que la ciudad lo asalte a uno. En primer plano los mástiles de los barcos atracados, y un poco más allá las estribaciones que rematan contra los acantilados, sobre los que la mano del hombre ha agregado todavía más volumen convirtiéndolos en fortificación y protección de la ciudad. Y detrás de los acantilados, más altas que ellos, las torres de catedrales y parroquias y los grandes palacios apretándose como un montón de mástiles de barcos, todo tan armonioso mientras el barco llega, como esos grabados de la Europa de los antiguos parapetos. Esos grandes edificios que remataban en cruces, agujas y veletas, guardadas por cigüeñas silenciosas. Esas ciudades del pasado que eran verdaderas alabanzas. Esas torres con sus altos miradores desde donde los hombres sabios desempolvaban cartapacios de una antigua ciencia y observaban el movimiento de los astros y al descubrir cualquier nuevo detalle de la armonía del mundo les brotaba en los ojos el brillo de una alegría mansa. Ciudades cuya belleza no era una estridencia afirmativa sino un agradecimiento por la vida. Aquellos silenciosos hombres que las habitaron no dejaron sus huellas en batallas y cruzadas criminales o torpes, dedicados a levantar esas ciudades en acción de gracias por la congruencia del mundo que los protegía pese a sus misterios, o quizá gracias a ellos. Hombres que al mismo tiempo eran sabios y menestrales, y en esas cúpulas y torres dejaron a la vez su pensamiento y su orfebrería como un simple "gracias" que es saludo y adiós al mismo tiempo. Debe ser realmente hermoso acercarse desde el mar y ver aparecer de a poco una ciudad como ésa, créame, Paredes. ¿No piensa usted que todavía es posible construirlas?

—Una especie de Ciudad de Dios, dice usted. Opino que ya ha pasado el tiempo para eso.

Se ve que la neblina no era ningún problema porque los preparativos del descenso empezaban a cumplirse. Por los altoparlantes dijeron la temperatura en "Barchelona", adonde llegaríamos en cuestión de media hora. Enseguida salieron a relucir las libretitas de las direcciones, los nombres y las señas que uno o dos años después no sabríamos a quiénes corresponderían. Del grupo nuestro, el único que tenía domicilio fijo, en Rotterdam, era el Gordito. Nos dio una tarjetita a cada uno, donde ya había tachado el domicilio en Buenos Aires y agregado el de Holanda. Decía: Dr. S. S. Ruibal. Asuntos laborales. Asesoramiento a gremios, mutualidades, etc. Horario de consulta, etc., etc.

—¿S. S.?—le dije.

—Mirá, mis nombres son medio absurdos. Guardá esa tarjeta y seguí llamándome Gordito; o Toto, como te parezca. Escribime manandome tu dirección, que en cualquier momento caigo por Madrid.

Europa es chica, che. Dentro de poco vamos a andar tropezándonos por la calle. ¿Sabés algo de Sandra?

—Ella sigue hasta Génova, y de allí a Suecia. Parece que no quiere despedirse de nadie. Está triste, claro.

—Y bueno. Pobre piba. Pero no va a estar tan sola. Casi todos los uruguayos van a Suecia. ¿Y usted, Paredes?

—Creo que llegaré a Madrid dentro de seis meses. Los titiriteros tenemos otra forma de viajar. Paramos en todos los pueblos y hacemos representaciones, los muñecos no le permiten a uno viajar rápido. En fin, ya es una costumbre.

—¿Y ustedes, che?

—Nosotros se vamo a Logroño.

—¿Y tienen la dirección?

—No señor, no tenemos.

—Dios mío, qué desparramo.

El barco también nos pasaba papelitos con sus señas. Unas ragazzas velocísimas blanquearon la cubierta con tarjetas, en una especie de corte publicitario antes de la escena de las despedidas.

EL CRISTÓFORO COLOMBO

Se siente muy agradecido por su elección

y le recuerda que será grato poder

recibirlo en su próximo viaje.

Presentando esta tarjeta obtendrá interesantes

descuentos. Hasta pronto y

¡Feliz cambio de clima!

El Capitán

—¡Miren! ¡Miren qué buque! —gritó uno de los chicos.

Una mole impresionante parecía que avanzaba hacia nosotros cortando la neblina pero estaba quieta, éramos nosotros los que nos acercábamos a ella empequeñeciéndonos. El Cristóforo, al lado de semejante mole, volvía a ser el Zampanò. Era su lado de babor sin duda, nos doblaba en altura, tenía cuatro o cinco puentes por encima de nuestra chimenea, acristalados y muy luminosos por adentro. Por afuera, una serie de altísimos faroles con forma de mandolinas proyectaban chorros de luz oscurecida por la neblina. Asomándonos a las bordas, vimos unos vehículos muy pequeños y también figuras de hombres. Estaban arrimando una escalera para el trasbordo. Los vehículos, con sus pequeñas luces, eran luciérnagas ruidosas. El Cristóforo dio un último resoplido y quedó quieto, se espejeó en el agua. Barcelona empezó a agrandarse convirtiéndose en una gigantesca nave, de la que el Zampanò era apenas una de sus chalupas. El edificio de la Aduana, al lado del cual estábamos atracados, era apenas su mascarón de proa. La neblina empezó a retirarse para el lado del mar y desde el puente donde estábamos pudimos ver la ciudad condal que nos esperaba tan quieta en el amanecer como el camión de la mudanza del titiritero, mojada por el rocío de la noche.

—Ahora todo consiste en empezar a bajar como los turcos —dijo Bidoglio con la radio pegada en una oreja.

El titiritero sacó unas cuentas y nos mostró el papelito:

—Fíjense; hace exactamente siete días nos cruzamos justo en la mitad del viaje con el gemelo del Cristóforo. ¿Se acuerdan que se saludaron con las sirenas, como los camioneros en la ruta? Según mis cálculos, el gemelo está cargando más exiliados en Buenos Aires, precisamente ahora mismo. Operaciones simétricas. Cargando otros Contardi, otros Bidoglio, otros titiriteros. Y se cruzará con éste en el mismo punto, con éste que volverá por más, dentro de siete días. Todo muy bien calculadito, ¿no? Los gemelos trabajando acompasadamente, en el mismo ritmo. Precisos como los pájaros que emigran, que llegan a los lugares de destino, y salen de ellos, con errores mínimos. Seguro que si no hubiera sido por la neblina, en el momento en que el Cristóforo echaba las anclas aquí, el gemelo las levantaba allá. La diferencia, si la hubo, debe haber sido a lo sumo de unos cuatro o cinco minutos. Lo cierto es que en estos momentos están subiendo al barco en Buenos Aires, vigilados por los gendarmes, otros titiriteros.

—Flor de negocio el de los tanos —comentó el Toto—. Deberían ser más francos en la propaganda y agregar en la tarjeta: especialidad en transporte de exiliados. Y hacernos descuentos especiales. Después de todo somos nosotros los que les llenamos los barcos. En cuanto afloje la cosa ya verás que suspenderán los viajes al cono sur. Aquí si no fuera por nosotros los únicos pasajeros serían esa señora de las fotos y su bestia de marido, y ocho o diez alemanes aburridos. Y es seguro que ya mismo están cargando lastre en este barco, no creo que consigan ni un solo pasajero que quiera ir para allá.

—Che— señaló Bidoglio hacia el edificio de la Aduana—, parece que se está juntando bastante gente allá adentro. Esa es gente que viene a esperar.

—A nosotros, ¿no? —ironizó el Gordo—. Cómo en el 36 cuando llegaban allá los exiliados españoles y se juntaban veinte mil gallegos en el puerto para esperarlos y había amistad y laburo para todos. Igualito.

—Quise decir que deben ser los curiosos que van siempre a los puertos a ver llegar la gente, como hacíamos nosotros con el barco de los turcos. Bueno, parece que se empezó a mover la cosa. ¿No te dije? Mirá cómo van bajando los Mustafás. Gordo, vamos a hacer la sillita de la reina para bajar al maestro. Usted, Paredes, ayude a subirlo.

—Me parece una exageración, si todavía puedo caminar—dijo Contardi en mitad de la escalera, montado sobre Bidoglio y el Gordito—. Además, visto desde abajo, este descenso debe parecer ridículo. Miren cómo nos miran. La verdad, me da un poco de vergüenza. Por favor, no se olviden de mis valijas.

—Usted tranquilo. Peor debe haber sido el descenso de ese argentino ricachón, que además tenía una úlcera, y se vino a Europa con una vaca para tener leche fresca todos los días. ¿Se acuerda que las úlceras antes se curaban tomando cuatro litros de leche fresca por día? La cuestión es que el tipo se plantó en lo alto de la escalera con su vaca, en un puerto francés. La llevaba atada de una tirita y con una varilla la animaba a bajar. Pero la vaca no quería saber nada con la escalera, no quería bajar ni por putas. Los franceses pelaron sus máquinas y le sacaban fotos. La vaca, claro, mugía. Tenía un miedo pánico. Pero el tipo iba muy tranquilo, todo estaba en regla, la vaca tenía pegado en la frente un papel con sellitos, especie de pasaporte, un laissez paser previamente acordado y certificados de vacunación. El único problema eran los escalones. Y los franceses, que por supuesto se cagaban de risa. Pero al tipo, engominado a lo Gardel, no se le movía un pelo. Usted tranquilo, que entre el Gordo y yo lo vamos a llevar hasta el asiento del tren. Bajar una vaca debe ser mucho más complicado. Con estos escalones, lo más probable es que el bicho se le cayera al agua. Salió en los diarios, con foto y todo. Un tío mío guardó muchos años el recorte.

—De todos modos, pienso que con estos pelos blancos y los brazos abiertos, visto desde abajo debo parecer un pajarraco. Ridículo.

—Usted tranquilo, Contardi, que más ridículo fue ese vasco que volvió a Guipúzcoa después de hacer la América —empezó a contar el Dr. Ruibal, con unas gotitas de sudor bajo el ala del sombrero—. El tipo era dueño de media Patagonia, además de no sé cuántas centrales lecheras en otros puntos del país. Y como se sentía solo y se aburría quería llevarse unos cuantos vascos para esas soledades. Se dice que nadie podía cortarle la cabeza por menos de diez mil ovejas. De entre ellas eligió un lotecito de sesenta, las más grandes y lanudas, las metió en un jaula y se las trajo en el barco para demostrarle a su primo Iñaki y a los demás parientes que valía la pena dejar el caserío y largarse para allá. Y bajar sesenta ovejas por las escaleras de los barcos de entonces parece muy difícil, pero como usted sabe los vascos son tozudos y cuando una cosa se les pone en la cabeza no hay Dios que se la saque. Al llegar a San Sebastián, las ovejas, que habían salido de la Patagonia en pleno invierno y ahora se morían de calor, rompieron las puertas de las jaulas y empezaron a trotar por la cubierta buscando la escalera de salida. Cuando la hallaron, bajaron en tropel. Como es seguro que durante la travesía algunas habían tenido cría, iban seguidas por los corderitos que balaban desesperados. Y el vasco en vez de avergonzarse se reía, si ése era el efecto que buscaba, demostrar la riqueza de las pampas patagónicas. Enseguida las ovejas y sus corderitos se desparramaron por las calles de la ciudad y trepando por las lomas se fueron a los caseríos. Y no hubo ningún escándalo. El vasco, con la guita que tenia, podía comprar el barco, indemnizar al capitán y doblarle el sueldo a la tripulación. Por eso usted tranquilo, Contardi. Y no se haga mala sangre que ya estamos abajo. Venga, vamos a tomar posesión de estas tierras.

—¿Quién trae mis valijas, por favor?

—Los riojanitos. Enseguida bajan.

Caras y caras, todas las caras juntas, caras bajando al trotecito. ¿Sabés que tenés razón, Bidoglio? Todas iguales, como una gota de agua al lado de la otra. Y qué cantidad, mi Dios, parece que no se van a terminar nunca. Esos que van ahí parecen del norte. Tucumanos por la pinta. Y esos de más abajo, por lo que dicen, santiagueños, clavado. Y ya esto se va pareciendo a un festival folklórico, en cualquier momento aparecen los chalchaleros. ¿Pero había tanta gente en ese barco? Yo a los santiagueños no los había visto nunca. ¿Y quien los conoce aquí? ¿Quién les va a dar trabajo? ¿Y cómo haran para ir tirando los primeros días, sin el jamón curado del bueno de Manolo? En fin, que ya estamos de vuelta, señor Conde.

—Che, supongo que no vamos a ponernos aquí a despedirnos, a dramatizar la cosa, como los húngaros cuando meten un gol en Buenos Aires y se abrazan entre ellos mientras la tribuna bosteza. Ya te dije que en menos de un año tropezaremos entre nosotros por las calles de Madrid o de Rotterdam. Nos vamos a ver hasta en la sopa, como los gallegos exiliados allá. Así que lo mejor será tomarse un cafecito juntos por ahí, instalar al maestro en el tren y decirnos hasta la vista como si estuviéramos en Baires. ¿No te parece? Si esto es un barrio, viejo. Como cualquier otro.

Los sicólogos barbudos, que era muchos más de los que habíamos visto, en cuanto asomaron para bajar recibieron un aplauso de un montón de gente que los esperaba abajo. Saludaron especialmente a Contardi y nos dieron una tarjetita.

—Tomá, éste es mi nombre y el número de nuestro kibbutz, por si las moscas. Hay que tratar de estar comunicados. Nosotros salimos ya mismo para Israel.

—Miren qué sol espléndido, ni rastros de neblina —dijo Contardi sentándose en las valijas del Gordito.

Apenas asomaron los riojanos, el vidalero tropezó con el primer escalón, abrió los brazos, giró en falso, se agarró de la baranda y la guitarra se le fue.

Y a esta pequeña historia final de la guitarra le vamos a dar un nombre de vidala, en homenaje a las vicuñas y guanacos que por miedo a los ruidos se perdieron en las pampas salineras:

 

La volvedora

 

—No llores, chaval, no te aflijas—dijo un peón del puerto acercándose al vidalerito—. Te traeré algo para que la cojas.

El español se fue para un galpón y los falsos padres del músico, ya abajo, se asomaban al agua agarrándose la cabeza.

—Tranquilos, tranquilos —calmaba Bidoglio—. Lo que hay que hacer es evitar que la guitarra llegue al chorro de agua que sale del barco porque en ese caso se llenará de agua y se hundirá. Pero mientras flote no hay que afligirse.

El instrumento flotaba allá abajo, la boca hacia arriba, girando, atraído por el chorro. Los viejos, abriendo ojos asustados, miraban la guitarra como a un riojanito que se enferma antes de los cinco años en tiempos de sequía, como si la guitarra girase entre insectos v diarreas estivales.

—Un alambre, por favor un alambre—lloriqueaba la vieja.

Se levantó un vientito que fue muy útil para el instrumento, empujándolo en la dirección contraria a la atracción del chorro. Y con eso las fuerzas se equilibraron. La guitarra no podía salir de la atracción pero tampoco el chorro la atraía. El mango se movía como un péndulo.

Era un viento que acabó de llevarse la neblina dejando limpio el horizonte marino.

Todos los riojanos estaban asomados a los bordes del mar mirando la guitarra de Fede, vacilante entre el chorro y el viento que la protegía. Cuando bajó el último conosurense retiraron la escalera y el barco quedó desvinculado de la tierra firme.

Desde la borda del primer puente uno de los marineros que pintaban el barco descolgó una cuerda con un gancho en la punta. Le fallaba la vista. Detuvo el gancho a medio metro de la guitarra creyendo que había llegado.

—¡Más abajo, más abajo!—le gritábamos, pero el italiano no entendía y trataba de enganchar la guitarra en el aire, una guitarra que él veía pero no existía.

—Un poco más abajo, manazas—le gritó un español, y el viejo marinero-pintor sonrió arriba, incrédulo, tratando de entender.

Miramos hacia el galpón adonde había ido el peón del puerto en busca de algo largo para por lo menos orientar a la guitarra de Fede, y lo vimos salir con las manos vacías. Vestido de azul, alzaba los brazos tratando de explicar vaya a saberse qué, y se metió en otro galpón.

Los falsos padres del vidalerito optaron por no mirar más esa guitarra vacilante y se paseaban por el muelle como quien espera el resultado de una operación delicadísima. En cualquier momento aparecían los médicos moviendo las cabezas negativamente, lo lamentamos, es que no tenemos ni suero ni algodones, y además está esta maldita sequía, una lluvia a tiempo lo solucionaría todo.

—Vamos a ver —dijo el Gordito—. ¿Nadie tiene por aquí una caña de pescar?

El gancho del marinero italiano se puso por fin a la altura de la guuitarra, pero entre el movimiento del agua y las oscilaciones de la cuerda tampoco había entendimiento. El Cristóforo dio un sirenazo, no sabíamos si pregonando con retraso su reciente arribo o anunciando una partida inminente. Y si se trataba de lo segundo había que pensar también en el peligro de que, por la atracción de las aguas, el barco arrastrase consigo a la guitarra hasta llevarla al vórtice de sus hélices. En cuyo caso, por el contenido precioso de las maderas, habría, entre ruidos y crujidos ahogados por el mar, una secreta desaparición de guanacos, vicuñas y corzuelas, y una tristeza muy grande en el velorio de los angelitos que mueren antes de la llegada de las lluvias

El peoncito español apareció con una caña larga y se arrodilló con nosotros en el muelle. Apenas alcanzaba; el hombre debía inclinarse mucho sobre el agua para sumar a la caña la longitud del brazo. Ruibal y Bidoglio lo sujetaron para que trabajase tranquilo. Procuraba meter la Punta entre el Sol y el Re para encajar entre las cuerdas el último nudo de la caña, que actuaría como gancho, pero las oscilaciones del instrumento hicieron que la punta entrase por un costado de las cuerdas y llegase al fondo de la caja. Esto permitió alejarlo de la atracción del chorro y de la corriente que produciría el barco en caso de zarpar. Casi se podía decir que estaba fuera de peligro. Empujándolo por la orilla del muelle, el español la alejó del buque. Allí, a la vista del mar abierto, la visibilidad era mayor. Sin la sombra del barco, era posible ver las gotitas de agua que bailoteaban por las cuerdas.

--Sujetadme por las piernas, por favor —dijo el español acostándose boca abajo para que no se le fuera la guitarra, que tendía a alejarse del muelle por el movimiento de las olas.

Cuando logró atraerla nuevamente quitó la caña de la boca del instrumento y con un golpe de banderillero la incrustó entre la tercera y cuarta cuerda.

La punta de la caña tocó el fondo de la caja. El último nudo quedó encajado, por debajo de las cuerdas, entre el Sol y el Re. Hubo dos ruidos casi simultáneos: el de la punta contra el fondo de la guitarra y el de la caña, que se quebró a la altura del cuarto nudo. El trozo, separado del resto, sobresalía unos cuarenta centímetros por encima de las cuerdas, ligeramente inclinado hacia el lado del mango. El impulso de las olas alejó rápidamente la guitarra a unos diez metros del borde del muelle. El español quedó tendido, agitado, Y dejó caer el resto de la caña.

--Lo siento, fue una chapuza, de verdad lo siento, chavalín

--¡Mi pañuelo!—gritó la falsa madre del vidalerito llevándose las manos a la cabeza, de donde se lo había arrancado el viento.

El pañuelo dio unas volteretas arremolinándose, y cayendo en vaivenes fue a posarse sobre el pedazo de caña encajado entre las cuerdas a manera de mástil. Allí quedó como una vela bien braceada y recibió las brisas. El instrumento, al garete, vacilaba por diferentes rumbos. Unas veces avanzaba hacia el muelle, otras se alejaba. Por momentos se detenía y se inclinaba como si estuviese escorado. Girando sobre sí mismo en remolinos se acercó al muelle, al alcance de una escota. Cabeceaba frente a nosotros, y el mango, convertido en bauprés, daba golpes contra el agua. La vela, enrollándose en el mástil, con sus puntas daba zurriagazos sobre las cuerdas del pequeño navío musical arrancándole sonidos. En una seguidilla de golpes a manera de rasguidos sobre las tres primeras cuerdas, se oía un acorde enriquecido por el sonido de dos armónicos producidos por el roce de la caña, y la bordona al mismo tiempo sonaba por simpatía, todo mezclándose al cloqueo del agua. Un golpe de viento desenrolló el pañuelo, y con la vela desplegada la guitarra orzó hacia barlovento. Un extremo del pañuelo fue a clavarse en las puntas sobrantes de las cuerdas, en el soporte. El paño blanco gualdrapeó contra el mástil y se infló lo mismo que una vela. Unas brisas encontradas hacían dar bandazos al navío de seis cuerdas, pero cuando consiguió alejarse del muelle, en aguas más tranquilas, recibió un viento de popa y empezó a alejarse de nuestra vista mar adentro.

Los chicos sacaron sus pañuelos y estuvieron mucho saludando un punto que parecía brillar en el horizonte por barlovento. Un punto que al final estaba más en la imaginación que en el mar porque la guitarra, siguiendo un rumbo sur suroeste, hacía un buen rato que había desaparecido.

Viendo que su mujer lloriqueaba, el falso padre del vidalero le dijo:

—La pérdida de una guitarra viene siendo algo así como la muerte de un angelito. Y en los velorios de los angelitos no se llora, porque son muertos diferentes. Los angelitos no se mueren: se escapan.

—Y tú— le dijo el español al vidalero—no tienes por qué afligirte tanto: estás en el país de las guitarras.

Bidoglio tuvo que cargar con nuestras valijas mientras Ruibal y yo llevábamos a Contardi al edificio de la Aduana en la sillita de la reina. Allí nos prestaron una silla de ruedas y con esto pudimos hacer tranquilamente la cola para que nos pusieran en los papeles el sellito de prohibido trabajar en Espana, setecientas veces el sellito como sacando chispas.

El Cristóforo empezó a moverse como queriendo cabecear igual que la guitarra cuando golpeaba contra el agua su magnífico bauprés encordado, entre el zumbido de los remolcadores.

—¿Ustedes creen que volveremos? —nos miró el pintor grandote como aniñándose, en cuanto le pusieron el sellito.

—Más pronto de lo que se imagina—aseguró el Dr. Ruibal.

Estábamos a la altura del puente del Cristóforo donde se había juntado la gente que seguía viaje, saludando o despidiéndose. Podíamos verlos perfectamente a través de los ventanales, aunque posiblemente ellos a nosotros no. Hacia popa el grupo de los uruguayos, con Osiris y Schubert perfectamente visibles contra la borda, Sandra un poco más atrás, con su sombrero. Alzaban los brazos sin saber concretamente de qué se despedían, con la multitud que siempre hay en los puertos nunca se sabe, y en realidad es del puerto de lo que uno se despide, con respetos ancestrales. Los sindicalistas, cuyo destino era Génova, abocinaban sus bocas con las manos hablándole a un grupo, invisible para nosotros, que estaba abajo al pie del muelle. Detrás de ellos, sobre una elevación, la señora de la Torre de Pisa, cámara en mano, colgada del brazo de su marido ojudo. Fugazmente, por la cabina de comando, vimos pasar el perfil quijotesco del timonel, especie de superviviente de la Atlántida. Hacia abajo, y casi en el límite de la visibilidad impuesto por el ventanal de la Aduana, por un ojo de buey apareció la cara del cocinero. Miraba fijamente hacia la ventana donde estábamos nosotros, haciendo señas hacia abajo. Me pegué contra los vidrios y moví las manos para que me viera, seguro que me veía, y no dejaba de señalar hacia abajo. A ver si había venido su sobrina a Barcelona para verlo. A ver si me estaba perdiendo yo un encuentro inmediato con Nieves allá abajo, y un maravilloso viaje juntos a Madrid. El Cristóforo, tirado por los remolcadores, giró haciendo desaparecer primero las manos y después la cara del cocinero. Cerca de la proa aparecieron los viejitos que pintaban el barco.

—Addío, addío—decían levantando sus brochas.

Bidoglio, que había estado tomando fotos, enfundó la cámara

—Si algún día caés por Andorra te pasaré las fotos. Creo que la de Sandra ha salido preciosa.

El Cristóforo, aguzándose, fue tomando poco a poco la dirección opuesta al rumbo seguido por la guitarra.

—Bueno, che —cortó el Gordito—, no nos vamos a quedar aquí esperando que desaparezca ese armatoste; vamos a ver adónde queda la estación. ¿Saben lo que más me jode de todo esto? En Buenos Aires era imposible decir adiós y acá ni siquiera podemos decir hola. Para mí los viajes son eso; una despedida alegre y una llegada todavía mejor. Esto es lo menos parecido a un viaje que he visto en mi vida. Imaginate lo que será llegar a Rotterdam. No conozco a nadie ni tengo idea de la lengua.

—Pero por qué te vas a Holanda. Elegí otro país.

—Es el país que me aceptó como refugiado. Y por lo menos tengo que cumplir, ¿no te parece? Cualquier día bajo a Madrid o aparezco por Andorra. Miren, ahí tenemos un taxi.

En la vereda de enfrente, apiñados, estaban los riojanos. Contardi y los demás los saludaron desde el coche. Yo crucé la calle y alcancé a darles un abrazo. Por la esquina apareció Paredes, arrastrando su baúl de muñecos. Apenas pudimos saludarnos, desde lejos.

 

Y bueno. Las demás cosas con minucias, papeleos, cafecitos.

Estos son los últimos compases, repetitivos, y con el rabo del ojo ya podemos ver a la derecha las barras de conclusión, afortunadamente sin ritornello.

Bidoglio y Ruibal me ayudaron a acomodar a Contardi en la cabina, y se quedaron parados en el andén al lado de nuestra ventanilla esperando que saliera el tren. El viejo me agradecía que viajara con él hasta Madrid.

—Mire, llegar solo a esa ciudad hubiera sido difícil para mí

Cuando el tren empezó a moverse, el Gordito, muy formal, nos saludó a la antigua, amagando sacarse el sombrero, poniendo apenas los dedos sobre el ala. Bidoglio, distraído con su radio, procurando entender algo de los ruidos que llegaban desde Andorra, ni siquiera se dio cuenta de que nos íbamos.

—Por lo que veo, vamos a llegar de noche a Madrid. Usted me deja en una pensión cualquiera y después no se preocupe. Tengo los teléfonos de varios pintores que llegaron antes que nosotros.

Ibamos sobre un mapa que no habíamos dibujado nunca en el cuaderno con una idea muy vaga de sus contornos. A babor y estribor, mesetas pedregosas que acaso transitó mi abuelo camino del autodestierro. ¿No pasaría el tren por Villanueva de la Serena? A lo mejor en una de ésas aparecía el cartelito. El viejo, que había cerrado los ojos para dormir, me dijo sin abrirlos:

--¿Usted cree que volveremos pronto?

--Justo a tiempo para podar la viña.

Era un viejo enorme, blanco, desorbitado. Me recordó los caballos de Paolo Ucello, ocupando todo el cuadro. Iba como llenando la cabina, con sus bucles y su boina.

Me fue entrando el sueño y cerré los ojos. Me quedé pensando en la viña sin podar. La viñita. El viejo respiraba a mi lado y yo podía presentir su cabezota, su tamaño desmesurado. Era como estar entrando en España al lado de un gran caballo blanco.

 

Madrid, 4 de octubre del 81 -13 de enero del 82.