ANA KARENINA

(1939)

Hoy a las diez de la mañana hay marea alta. Coronadas de burbujeante espuma y medusas, hijas primitivas del mar, que la gran madre-cuervo dejará abandonadas en seco y entregará a la muerte por evaporación, las aguas se adentran en la playa reducida, casi hasta mi sillón de mimbre, y a veces, huyendo ante una inundación que penetra más de lo esperado, tengo que retirar las piernas envueltas en la manta –con un regocijo excitado y respetuoso en el corazón ante la jugarreta que me hace el poderoso elemento y que mi simpatía, una ternura primigenia y un entusiasmo tranquilo que ensanchan el alma, está muy lejos de considerar molesta.

Todavía no se baña nadie. Esperan el caldeamiento del aire hacia mediodía para, atentamente observados por hombres de seguridad con cinturones de corcho y guardias velando corneta en mano sobre la imprudencia diletante, adentrarse en el mar huidizo con pequeños gritos temblorosos como los que provoca el contacto entre temeroso y audaz con lo excesivo. Mi lugar de trabajo, el más espléndido que conozco, aparece desierto. Pero aunque estuviera más animado, el tumulto ensordecedor del oleaje, los laterales protectores del sillón de mimbre, este refugio familiar desde la infancia y curiosamente acogedor, no permitirían que surgieran perturbaciones. ¡Amada, incomparablemente grata y congenial situación que mi vida me crea una y otra vez con puntualidad! Bajo un cielo sobre el que gigantescos continentes de nubes que se desplazan lentamente estructuran las profundidades azules, el mar, tirando a un verde oscuro contra el horizonte luminoso, se encrespa en siete u ocho líneas de rompientes blancos y espumosos que se extienden infinitamente hacia ambos lados. Un espectáculo soberbio tiene lugar más afuera donde el banco de arena fuerza la primera y más alta caída de las agolpadas olas. La pared de brillos metálicos verde-botella encrespándose, ahuecándose, inclinándose y desplomándose disuelta en espuma en una caída reiterada, cuyo sordo atronar forma el bajo continuo para el hervir y rugir más claro de los rompientes y estribaciones delanteros –el ojo nunca se sacia de este espectáculo, el oído nunca de cansa de esta música.

No existe un lugar más idóneo para mi propósito: el recuerdo contemplativo del poderoso libro cuyo título escribí sobre estas líneas. Desde el punto de vista de la situación se me produce una vieja, casi diría innata, conexión de ideas: la unidad anímica de dos experiencias fundamentales, de las que la una es la parábola de la otra: el mar y la épica. El elemento de la épica con su tumultuosa extensión, su halo de iniciación y condimento de la vida, su ritmo anchuroso, su monotonía entretenida, ¡cómo se asemeja al mar, cómo el mar se asemeja a él! Es el elemento homérico, al que me refiero, lo eternamente narrativo como arte-naturaleza, como grandiosidad, corporeidad, objetividad ingenuas, inmortal lozanía, inmortal realismo. Este elemento era fuerte en Tolstói, más que en ningún otro arte épico del tiempo moderno, y distingue su genio, si no por su rango sí por su esencia, de la grandeza mórbida, del mundo apocalíptico extático y altamente grotesco de Dostoievski. Él mismo dijo sobre su obra temprana Infancia y juventud: «Sin falsa modestia, se parece a la Ilíada». Es la pura verdad, y sólo por razones externas esta verdad corresponde aún más a la obra gigantesca de su madurez Guerra y paz. Corresponde a todo lo que escribió. El poder puramente narrativo de su obra no tiene parangón, cualquier contacto con él, incluso allí donde Tolstói ya no pretendía hacer arte, lo denostaba y lo despreciaba, y se servía por costumbre de sus medios para dar lecciones morales, inyecta al talento que sabe recibir (no hay otro) caudales de fuerza y frescura, de primigenio gusto y vigor creativos. Raras veces el arte se ha presentado hasta tal punto como naturaleza; la fuerza creadora impetuosa y palmaria de Tolstói no es más que otro aspecto de la naturaleza misma, y leerle de nuevo, dejar que actúen sobre nosotros la agudeza animal de esa mirada, la sencilla robustez de esa garra de artista, la diáfana y genuina grandeza de esa épica, no enturbiada por mística alguna, significa volver a tierra firme huyendo de todo peligro de artificiosidad y de jugueteo mórbido hacia la autenticidad y la vitalidad, a lo que en nosotros mismos es vital y auténtico.

Turguéniev dijo una vez: «Todos provenimos de El abrigo de Gógol» –una ingeniosidad fantasmagórica que sintetiza la extraordinaria homogeneidad, unidad y densidad de tradición de la literatura rusa. En el fondo, aparecen todos de repente y a la vez, sus maestros y genios se dan la mano unos a otros, sus círculos vitales se cortan en gran medida. Nikolai Gógol leyó al gran Pushkin páginas de sus Almas muertas, y el autor de Eugenio Oneguin se rió a carcajadas –hasta que de pronto se puso triste. Lérmontov es coetáneo de ambos. Turguéniev, cosa que se olvida fácilmente, porque su fama como la de Dostoievski, Leskov y Tolstói pertenece a la segunda parte del siglo XIX, vino al mundo sólo cuatro años después de Lérmontov y diez años antes de Tolstói, al que imploró en su lecho de muerte que «volviera a la literatura». Lo que yo llamo densidad de tradición lo muestra la anécdota que une muy pertinentemente Ana Karenina, la obra más bella artísticamente de Tolstói, con Pushkin.

Corría la primavera de 1873, cuando el conde Lev Nikolaievich entró una tarde en la habitación de su hijo mayor, que en ese momento leía a su anciana tía uno de los Cuentos de Belkin de Pushkin. El padre cogió el libro y leyó estas palabras: «Los invitados se reunieron en la casa de campo». «¡Así hay que empezar!», exclamó, fue a su habitación de trabajo y escribió: «En casa de los Oblonski reinaba gran confusión». Era la primera frase de Ana Karenina. El comienzo actual, la consideración sobre las familias felices y desdichadas, es un añadido posterior.

Es una pequeña historia deliciosa. Tolstói había empezado ya muchas cosas y las había llevado a cabo con éxito. Era el creador celebrado del poema épico nacional ruso en forma de novela moderna, el panorama gigantesco de Guerra y paz. Y se disponía a superar esta proeza de sus treinta y cinco años, colosal desde un punto de vista formal-artístico y también por lo que se refiere al lenguaje y a la construcción perfecta, con lo que en ese momento estaba gestando y que se puede llamar con toda libertad la novela social más grande de la literatura universal. Pero Tolstói paseaba por su casa intranquilo y buscando ayuda y no sabía cómo empezar. Pushkin se lo enseñó, la tradición se lo enseñó, el maestro clásico de cuyo mundo el suyo propio, el general y el personal, estaba ya tan alejado, proporcionó ayuda a su dificultad de empezar y le recordó cómo se acomete la empresa y con decisión se lleva al lector in medias res. La unidad queda restablecida, la continuidad de esa asombrosa familia de espíritus que llamamos literatura rusa queda preservada por el pequeño factor histórico.

Mereshkovski apunta que de entre todos estos espíritus únicamente Pushkin nos parece histórico y premoderno. Pushkin forma una esfera aparte, una esfera sensualmente luminosa, ingenua y poético-armoniosa. Con Gógol, sin embargo, se inicia lo que Mereshkovski llama «la crítica» o «el paso de la creación inconsciente a la conciencia creativa», que significa por un lado el final de la poesía en el sentido de Pushkin, pero por el otro el comienzo de algo nuevo y lleno de futuro. –La observación es cierta y profunda. Heine habló de manera muy parecida de la época de Goethe, una época estética, un tiempo del arte y de la contemplación objetiva e irónica, cuyo representante y dominador fue el olímpico Goethe, y que finalizó con su muerte. Lo que según Heine se anuncia es un tiempo de las decisiones, de la lucha de ideas, del compromiso social, incluso de la política; en una palabra: de la moral, una moral que impone el estigma de la frivolidad a toda actitud puramente estética.

Tanto en las consideraciones de Heine como en las de Mereshkovski se funde la percepción de un cambio temporal con la percepción de una contradicción intemporal-eterna. Schiller la expresó en su inmortal ensayo con la fórmula de lo «ingenuo» y lo «sentimental». Lo que Mereshkovski llama «la crítica» o «la conciencia creativa», y lo que en comparación con «la creación inconsciente» de Pushkin le parece lo moderno y futuro, es exactamente eso que Schiller define como lo «sentimental» que se contrapone a lo «ingenuo», añadiendo también lo temporal, lo que corresponde al desarrollo, y declarando –pro domo como sabemos, la creación de la conciencia y de la crítica, en una palabra, lo moral, como la fase de desarrollo más nueva y más moderna.

Son dos cosas diferentes decir: primero, que Tolstói por su convicción original se situaba decididamente del lado del principio estético, puramente artístico, creador desde la objetividad y antimoral; y segundo, que a pesar de ello, aquel cambio histórico, que Mereshkovski resalta, aquel cambio hacia la responsabilidad crítica y la moralidad, alejándose de la ingenuidad de Pushkin, adquirió precisamente en él dimensiones tan radicales y trágicas que entre gravísimas crisis y sufrimientos, y sin por cierto poderse liberar jamás de su portentoso talento artístico, llegó a rechazar y negar el arte mismo como un lujo ocioso, voluptuoso e inmoral, y sólo aceptó la enseñanza moral benéfica para el hombre, a lo sumo envuelta en el vestido del arte.

Para volver a lo «primero», poseemos declaraciones suyas muy claras en el sentido de que para él un talento que fuera «puramente artístico» se situaba más alto que uno que tuviera un matiz social. En el año 1859, cuando contaba treinta y un años, pronunció un discurso como miembro de la «Sociedad de los amigos de la literatura rusa» de Moscú, en el que subrayó tan enérgicamente la prioridad del elemento puramente artístico en la literatura sobre todas las tendencias temporales que el presidente de la Sociedad, Jomiakov, le recordó en su respuesta que un servidor del arte puro bien podía convertirse en acusador social, incluso sin saberlo ni desearlo. La crítica contemporánea veía en el autor de Ana Karenina al defensor activo por excelencia de la objetividad libre y artística, al paladín de una representación psicológica del hombre libre de tendencia y de filosofía, e interpretaba este naturalismo como lo característicamente nuevo, hacia lo que un público, acostumbrado por otros a «ideas políticas y sociales» en la obra de arte, debía aspirar. Efectivamente, éste era un lado de la cuestión. Como artista e hijo de su tiempo, el siglo XIX, Tolstói era un naturalista y representaba en este aspecto lo nuevo, en el sentido de una «dirección». Sin embargo, como espíritu estaba más allá de ese planteamiento, o tendía entre sufrimiento y lucha a dejar atrás esa novedad en pos de algo que se situaba más allá de su siglo, el siglo naturalista: en pos de una concepción del arte que lo aproximaba mucho más al espíritu, al conocimiento y a la «crítica» que a la naturaleza; y los comentadores de 1874 que conmocionados por los primeros capítulos de Ana Karenina publicados en una revista, el Mensajero Ruso, pretendían servicialmente abrir el camino al naturalismo de la obra entre el público, no se percataban de que el autor evolucionaba a toda marcha hacia un antiarte que ya le dificultaba considerablemente el trabajo en su obra maestra y ponía en peligro su terminación.

Esta evolución había de llevarle muy lejos, la vehemencia de su empeño no se echaba atrás ante nada –ni siquiera ante lo inartístico, pero tampoco ante lo absurdo y ridículo. No pasaría mucho tiempo y declararía públicamente «lamentar» haber escrito Infancia y juventud, la obra de su más exuberante fuerza juvenil –así de malo, insincero, literario y pecaminoso juzgaba ese libro; hablaría en términos generalizadores de «la verborrea artística» que llenaba los doce tomos de sus obras «y a la que los hombres de nuestro tiempo concedían un significado inmerecido». Era el «significado inmerecido» que concedían al arte mismo, por ejemplo, a los dramas de Shakespeare. Llegó al extremo –y hay que decirlo con respeto y sin sonrisa, o al menos con una sonrisa muy leve y cauta– de colocar a la autora de La cabaña del tío Tom, Mrs. Beecher-Stowe, muy por encima de Shakespeare.

Esto hay que entenderlo bien. El odio de Tolstói hacia Shakespeare, que data de mucho antes de lo que se supone generalmente, significa resistencia ante la naturaleza universal y aquiescente, los celos del atormentado moralmente ante la dicha universal y la ironía del creador absoluto; significaba apartarse de la naturaleza, la ingenuidad, la indiferencia moral y volverse hacia el espíritu en el sentido moral-crítico de la palabra, para escoger la valoración ética y la enseñanza mejoradora. Tolstói se odiaba a sí mismo en Shakespeare, odiaba su propia fuerza vital hercúlea, que en su origen también era natural y artísticamente amoral, y de la cual su lucha por el bien, lo verdadero y justo, por el sentido de la vida, por la fe salvadora, no era más que una forma ascética de expresión, por lo que también corresponde a esta lucha la titánica torpeza que a veces provoca una sonrisa respetuosa. Y a pesar de todo es precisamente este desvalimiento titánico surgido del ejercicio paradójicamente ascético de una fuerza primitiva, el que desde un punto de vista artístico le proporciona a su obra el enorme peso moral, esa resistencia y esa tensión musculares morales dignas de Atlas, que nos recuerdan el mundo de las figuras dolientes de Miguel Ángel.

He dicho que su odio hacia Shakespeare data de mucho antes de lo que se supone generalmente. Pero todo aquello con lo que en años posteriores entristecía a amigos y admiradores como Turguéniev, su negación del arte y la cultura, su moralismo radical, la postura tan respetable como cuestionable de profeta y predicador penitente de su época tardía, se viene fraguando desde muy pronto, y es un gran error imaginarse este proceso psicológico como una crisis de fe que se produjo de repente en los últimos años, y hacer coincidir su comienzo con la vejez de Tolstói. Es el mismo error que se repite en esa opinión popular según la cual Richard Wagner se «volvió creyente» repentinamente en Parsifal –cuando en realidad se trata de una evolución de una consecuencia y de una necesidad grandiosas y fatales, cuyo sentido ya se reconoce clara y nítidamente en el Holandés y en Tannhäuser. Así el francés Vogué tenía toda la razón cuando al oír que el gran escritor ruso «estaba como paralizado por una especie de delirio místico» declaró que hacía tiempo que lo esperaba; que el proceso de las ideas de Tolstói ya estaba presente en cierne en su obra Infancia y juventud y que la psicología de Lievin en Ana Karenina indicaba claramente la dirección de su camino por venir.

Eso es cierto, Lievin, el verdadero héroe de la colosal novela, que marca un hito glorioso e indestructible en el camino lleno de dificultades del autor, monumento de una fuerza creativa elemental y titánica, que es potenciada y al mismo tiempo disuelta por un fermento interior de refinamiento de conciencia y temor de Dios –este Lievin es Tolstói– casi por completo él mismo, excluyendo su aspecto de artista. No sólo trasladó a este personaje los hechos y los datos decisivos de su vida exterior: sus experiencias como terrateniente, su amor y su noviazgo (¡descritos con exactitud autobiográfica!) o el acontecimiento tan hermoso y sagrado como terrible del nacimiento de su primer hijo, sino que también trasladó a él su vida interior, sus remordimientos de conciencia, su cavilar sobre el sentido de la vida y la misión del ser humano, su intenso combate por el bien y lo justo que le alejó tan profundamente de la vida de sociedad urbana, sus persistentes dudas sobre la cultura misma o sobre lo que esa sociedad llama así, dudas que le acercan siempre a la actitud anacoreta y nihilista… Lo que a Lievin le falta para ser Tolstói es sencillamente que no es también un gran artista. Pero para valorar por completo Ana Karenina, no sólo artísticamente sino también humanamente, el lector debería impregnarse de la idea de que Constantin Lievin ha escrito él mismo la novela; y en lugar de hacer de hombre con el puntero que explica las incomparables bellezas del vasto lienzo, haré mejor en hablar de las muy difíciles y desfavorables condiciones bajo las que se realizó la obra.

Ésta es la palabra exacta: la obra se realizó; pero faltó poco para que no se realizara. Una obra de este calibre, tan feliz, tan cautivadora, tan de una pieza, tan perfecta en lo grande y en lo pequeño, da la impresión de que su autor le estuvo entregado con toda su alma amorosa, que la plasmó sobre el papel de un tirón como un obseso dichoso. Esto es un error –a pesar de que, en efecto, la gestación de Ana Karenina coincide con la época más feliz y armónica de la vida de Tolstói. Los años que le dedicó pertenecen a la primera década y media de su matrimonio con la mujer cuyo retrato literario es Kitty Shtsterbatskaia y la que más tarde tuvo que sufrir tanto por su Levotshka, hasta que el anciano poco antes de su muerte la abandonó y huyó. Fue ella la que a pesar de sus constantes embarazos y sus numerosos deberes como hacendada, madre y ama de casa, copió con su propia mano siete veces Guerra y paz, –la primera obra intelectual colosal de aquel período, la que le dio al irresoluto y caviloso escritor una cierta paz en el animalismo patriarcal de la vida campestre matrimonial y familiar, paz que la pobre condesa añoraba desesperadamente cuando su Leo se convirtió en el «profeta de Iasnaia Poliana» y llegó al punto de disolver a base de cavilar y destruir en sí mismo –aunque al final, dolorosamente, no por completo– todas las pasiones sensuales e instintivas, la familia, la nación, el estado, la iglesia, el amor, la caza, en el fondo toda la vida física, pero sobre todo el arte que había significado para él esencialmente sensualidad y vida del cuerpo.

Aquellos quince años fueron, pues, una época buena y dichosa aunque desde un punto de vista ulterior, más elevado, sólo en un sentido inferior, animal. Guerra y paz había convertido a Tolstói en el «gran escritor de todas las Rusias» y como tal se disponía a escribir una nueva epopeya histórico-nacional: imaginaba una novela sobre Pedro el Grande y su tiempo, y durante meses hizo amplios y concienzudos estudios preliminares para ella en las bibliotecas y los archivos de Moscú. «Levotshka lee y lee», escribe la condesa en sus cartas. ¿Leía demasiado? ¿Se enteraba en sus lecturas de demasiadas cosas y perdía el apetito? ¡Curioso! Por fin resultó que la figura del zar reformador, el imperial civilizador por la fuerza, le era antipática en el fondo. Tolstói había querido continuar en el papel congenial del cronista nacional de todas las Rusias, hacer lo mismo que con Guerra y paz. Pero no era posible; inesperadamente le repelía. Tras infinitos esfuerzos preparatorios tiró la toalla, dio por perdidas todas las inversiones en tiempo y estudio, y se dedicó a algo distinto por completo: a la pasión descaminada de Ana Karenina, a la novela moderna sobre la alta sociedad de San Petersburgo y Moscú.

El primer arranque con la ayuda de Pushkin fue fresco y alborozado. Pero al poco tiempo hubo dificultades que el lector ingenuo en su gozo no imagina –durante semanas y meses el trabajo avanzó perezosamente, incluso se interrumpió por completo. ¿Qué sucedía? Problemas domésticos, enfermedades de los niños, altibajos en la propia salud –¡ah!, eso no era nada, una tarea como Ana Karenina es más fuerte que eso –o debía serlo. Lo verdaderamente molesto son las dudas sobre la importancia y la necesidad personal de nuestro hacer, es la cuestión de saber si no haríamos mejor, por ejemplo, en aprender griego para llegar de verdad al fondo del Nuevo Testamento; si las escuelas para los niños campesinos que hemos creado no exigen más tiempo y más reflexión por nuestra parte; si todas las bellas letras no son una tontería, y si no sería nuestro deber y correspondería más a nuestro más profundo deseo sumergirnos en libros teológicos y filosóficos para encontrar, por fin, el sentido de la vida. El contacto con el misterio de la muerte, que trajo consigo el fallecimiento de su hermano mayor, hizo una enorme impresión en la vitalidad, fuerte hasta el misticismo, de Tolstói y exigía una asimilación intelectual –no en el terreno literario, sino en una obra confesional al estilo de san Agustín y de Rousseau. Tenía en la cabeza un libro así, sincero hasta el extremo, y éste le inspiraba creciente aversión hacia el trabajo en la novela. Y en efecto habría interrumpido Ana Karenina y no la habría terminado nunca, si adelantándose a sus deseos no hubiera empezado a publicarse la novela en la Russki Vestnik del señor Katkov, lo que imponía obligaciones al autor hacia el editor y los lectores.

En enero de 1875 y en los tres meses siguientes aparecieron capítulos de la novela en esa revista. Luego se interrumpió la publicación porque el autor no tenía ya más material para entregar. Los primeros meses del siguiente año produjeron de nuevo unos pocos fragmentos, después siete meses de pausa y luego en diciembre otra parte. Lo que a nosotros nos entusiasma y no podemos imaginar más que surgiendo de un estado de perpetua inspiración –Tolstói sufría bajo ello. «¡La aburrida, espantosa Ana Karenina!», escribió desde Samara, donde bebía leche de yegua. Sic! ¡Literalmente! «Al fin y al cabo –dice en marzo de 1876–, debo terminar la novela que me tiene harto.» Naturalmente no lo logró sin que a ratos se restablecieran, una y otra vez, las ganas, el interés, el entusiasmo. Pero precisamente en esos períodos el trabajo avanzaba con quizá más lentitud –debido a una exigencia artística que no se cansaba de pulir, modelar y mejorar, y se empeñaba en una perfección del lenguaje descriptivo que aún trasluce en la traducción más insuficiente. Este extraño personaje se tomaba el arte tanto más en serio cuanto menos creía en él.

Interrumpida una y otra vez la publicación llegó hasta el octavo libro, y ahí halló su fin; pues la cosa se había vuelto política, y el cronista nacional de todas las Rusias había expresado en esta última parte tales herejías sobre la eslavofilia, sobre el entusiasmo por los hermanos búlgaros, serbios y bosnios en su lucha de liberación contra los turcos, sobre la polémica en torno a los voluntarios y los disparates patrióticos de la sociedad rusa, que Katkov no se atrevió a imprimirlas. Exigió cortes y cambios que el autor rechazó ofendido. Tolstói publicó esta parte final con una nota sobre estas diferencias en forma de separata.

 

Lo que yo sin titubear he llamado la máxima novela social de la literatura universal es una novela contra la sociedad, ya el lema bíblico –«La venganza es mía, dice el Señor»– lo proclama. El impulso moral de esta obra es, sin duda, fustigar a la sociedad por la crueldad fría y excluyente con la que castiga el mal paso amoroso de una mujer, en el fondo, de nobles sentimientos y orgullosa, en lugar de dejar en manos de Dios el castigo de su pecado –lo que podría hacer sin mayor preocupación pues, al final, son la sociedad y sus leyes férreas de las que se sirve Dios para imponer su castigo: lo muestra la siniestra fatalidad e inevitabilidad del destino de Ana como se va desarrollando, paso a paso hasta el terrible final, a partir de su ofensa contra la ley moral. Hay una cierta contradicción en el motivo moral original del autor, en esa acusación que dirige contra la sociedad; porque nos preguntamos ¿cómo va a castigar Dios si la sociedad no se comporta como lo hace? Costumbre y moral ¿hasta qué punto se diferencian, hasta qué punto son –en su efecto– una misma cosa, y coinciden en el pecho incluso de la persona socialmente integrada? Esta pregunta flota sobre la obra –sin resolver. Sin embargo, la literatura no tiene que resolver preguntas, sólo necesita acercarlas lo más posible al sentimiento, darles la máxima y más dolorosa fuerza interrogativa, para cumplir con su cometido –y de ello se encarga en este caso el amor del narrador hacia su criatura a la que asigna dolorosamente implacable tantos sufrimientos.

Tolstói ama intensamente a Ana, se nota. La obra lleva su nombre; no podría llamarse por ninguna otra figura. Su héroe no es el amante de Ana, el sólido y honesto, caballeroso y banal oficial de la guardia conde Vronski; tampoco es Alexei Alexandrovich, el marido de Ana, por muy profundo que sea el arte con el que está moldeada esta incomparable, tan desagradable como superior, tan cómica como enternecedora figura de marido engañado. Es otro personaje completamente distinto, que no tiene nada que ver con el destino de Ana, y cuya aparición prácticamente invierte el tema de la novela y relega su primer motivo casi a un segundo lugar: es Constantin Lievin, el reconcentrado, la viva imagen del autor –y es él a través de su mirada y su reflexión, de la peculiar fuerza e insistencia de su conciencia crítica y de su obstinación, el que convierte la gran novela sobre la sociedad en una obra hostil a la sociedad.

¡Qué tipo tan extraño este representante del autor en la novela! Lo que en los dramas de tesis franceses se llamaba el raisonneur, Lievin lo representa en el mundo de la sociedad de Tolstói, ¡pero de qué manera tan poco francesa! Para ser apto como crítico de la sociedad hay que ser probablemente un hombre de sociedad; pero precisamente es lo que no es en absoluto este torturado y radicalmente extraño razonador, aunque sin duda ha nacido en el corazón de la alta sociedad rusa. Fornido y tímido, tozudo y lleno de dudas, de una riqueza y de un desvalimiento de la inteligencia curiosamente antilógicos y primigenios, Lievin está convencido, en el fondo, de que la honradez, la autenticidad, la seriedad y la veracidad sólo le son posibles al hombre en la soledad, en el mudo ser-para-sí-mismo, y de que toda vida social le convierte en charlatán, mentiroso y necio. Obsérvesele en Moscú, en los salones y en acontecimientos culturales cuando tiene que hacer conversación, participar socialmente, expresar «opiniones»: bajo qué luz de necedad aparece ahí la convivencia de los hombres, y cómo él mismo, ruborizándose continuamente, se ve convertido en charlatán, papagayo y necio. Encontraremos que este rousseauniano considera la civilización urbana, junto a todo lo que de espíritu y vida cultural coloquial está relacionado con ella, lisa y llanamente un nido de corrupción y sólo la vida campestre humanamente digna –pero no la vida campestre que el habitante de la ciudad, con condescendencia sentimental, encuentra encantadora (como por ejemplo el docto hermano de Lievin que alardea de encontrar placer en una actividad tan poco intelectual como la pesca), sino la verdadera, la seria, la que obliga al trabajo físico, la que coloca al hombre en serio y verdaderamente en la naturaleza, cuya «belleza» el visitante de paso de la civilización admira sentimentalmente.

La moral y la escrupulosidad de Lievin tienen algo fuertemente físico, referido al cuerpo y supeditado a él. «Necesito el esfuerzo físico», se dice a sí mismo, «si no mi carácter se resiente irremisiblemente.» Y así decide segar con los campesinos, lo que le produce el máximo placer moral y físico (¡un magnífico capítulo verdaderamente tolstoiano!). Su desprecio de lo «espiritual» o, mejor dicho, su falta de fe en lo espiritual, que le asombra a él mismo como hombre civilizado y le hace caer en contradicciones, es radical; cuando ha de justificarse lleva esa actitud hasta la paradoja y hasta opiniones insostenibles entre gente civilizada, como por ejemplo en lo que se refiere a la educación del pueblo, o todavía peor: a la educación en general. Su postura hacia el pueblo es la misma que su postura hacia la naturaleza: «“El mismo pueblo que dices amar.” “Yo nunca lo he dicho”, pensó Lievin. “¿Por qué iba a interesarme por las escuelas, a las que nunca enviaré a mis hijos y a las que tampoco los campesinos quieren enviar a los suyos? ¡Y encima ni siquiera estoy convencido por completo de que sea necesario enviarlos!” “Puedes emplear mejor a un campesino que sepa leer y escribir que a uno que no sepa.” “No, pregunta a quien quieras”, contestó enfáticamente Constantin, “un trabajador con formación escolar es mucho peor…” “¿Reconoces que la educación es una bendición para el pueblo?” “Sí, lo reconozco”, contestó Lievin distraído e inmediatamente pensó que había dicho algo diferente a lo que pensaba realmente». ¡Mal asunto! ¡Un caso difícil y peligroso! Reconoce la bendición de la «educación» porque lo que «realmente» piensa sobre este tema es inexpresable en el siglo XIX y por eso casi impensable.

Naturalmente Lievin se mueve en los esquemas mentales de ese siglo, que son en cierto sentido científicos. Él contempla a «la humanidad no como algo que se sitúa al margen de las leyes zoológicas sino como algo que depende de su entorno, y parte de esa dependencia para descubrir las leyes subyacentes a su desarrollo». Así al menos lo entiende un científico, y es sin duda Taine al que Lievin parafrasea aquí, sólido y magnífico siglo XIX. Pero hay algo en Lievin que, una de dos, o queda detrás del cientifismo de su época –o va más allá de él, algo desesperadamente arriesgado, inconfesado, imposible de formular en una conversación. Tumbado contempla el alto cielo sin nubes. «¿Acaso no sé que esto es un espacio infinito y no una cúpula?», se pregunta. «Pero por mucho que aguce los ojos y esfuerce la vista no puedo por menos que verlo abombado y limitado; y a pesar de mi conocimiento del espacio infinito tengo indudablemente razón cuando me digo que veo sobre mi cabeza una cúpula sólida y azul, y tengo así más razón que cuando me esfuerzo en ver más allá de ella… ¿Sería posible que esto fuera la fe?»

Ya sea fe o nuevo realismo –en cualquier caso no es ya el espíritu científico del siglo XIX. En cierto modo recuerda a Goethe. También la actitud escéptico-realista y reacia de Lievin-Tolstói ante el patriotismo, hacia los hermanos eslavos y los voluntarios de guerra, despierta este recuerdo. Tolstói se niega a participar en el entusiasmo general, está solo en medio de él, exactamente como Goethe estuvo solo en la época de las guerras de liberación –a pesar de que en ambos casos un elemento nuevo, lo democrático, se unía al movimiento nacional, y que por primera vez la voluntad popular determinaba la acción del gobierno. También esto es siglo XIX, y Lievin, o «mi Leo», como decía la pobre condesa Tolstói, no se reconcilia con las verdades para él desoladoras de su tiempo. Va un paso por delante de él, y no puedo evitar calificar de muy peligroso ese paso, que si no está guiado por el más profundo amor a la verdad y la simpatía humana puede fácilmente conducir al oscurantismo y a la barbarie. Hoy no es en absoluto signo de una valentía solitaria tirar por la borda el rigor científico del siglo XIX y entregarse al «mito», a la «fe», es decir, a una vulgaridad haragana y culturalmente asesina. Eso sucede hoy masivamente, pero no significa un paso hacia delante sino cien millas hacia atrás. El paso sólo conduce hacia delante y se da únicamente por la humanidad cuando inmediatamente le sigue otro que lleva del nuevo realismo de «la cúpula sólida y azul» al idealismo, que no es ni viejo ni nuevo sino eternamente humano, de la verdad, la libertad y el conocimiento. Hoy predominan ideas desesperantemente estúpidas sobre el concepto del atraso.

Que conste, pues. Lievin no se acomoda a las ideas de su época, es incapaz de vivir con ellas. Eso que yo defino como su moral y su conciencia físicas se ve profundamente conmocionado por la vivencia del misterio físico-trascendente y transparente del nacimiento y de la muerte, y lo que su época le enseña sobre el organismo y su desintegración, sobre la indestructibilidad de la materia, sobre la ley de la conservación de la energía, de la evolución, etc., no sólo le parece de una ignorancia total ante la cuestión del sentido de la vida, sino también una manera de pensar que hace imposible el conocimiento de aquello que él necesita vitalmente. Que en la inmensidad del tiempo, del espacio y de la materia se separe un glóbulo, un organismo, que éste perdure durante un tiempo para luego desintegrarse, y que ese glóbulo sea él, Lievin, le parece la malévola burla de un demonio al que no se le puede rebatir, al que sin embargo hay que vencer por otro camino que el de la refutación, para no verse uno obligado a pegarse un tiro.

Lo que en su profunda miseria se le aparece como mentira mortal y como manera de pensar que no es un instrumento para el conocimiento de la verdad real, es el materialismo naturalista del siglo XIX, que nace de un honrado amor a la verdad, pero al que sin embargo se adhiere mucha oscuridad y mucha desolación innecesarias. Se impone un poco de luz y de espiritualidad, guardando siempre el rigor, para hacer justicia a la vida y a sus preocupaciones más profundas. Que sea un simple campesino el que muestre al caviloso Lievin la salida a su desesperación no deja de tener ironía. Este campesino le enseña o le recuerda lo que sabe desde siempre: que es sin duda lo natural y a todos innato e impuesto vivir para el bienestar de nuestro cuerpo y para llenar nuestra tripa, pero que eso no es lo verdaderamente importante y decoroso, porque hay que vivir «en la verdad», «para su alma» «como Dios lo desea» y «para el bien», y que esta necesidad milagrosamente es tan natural, tan innata e impuesta a nosotros como la necesidad de llenar nuestra tripa. Esto, en efecto, es milagroso; pues la convicción firme y común a todos los hombres de que es nocivo vivir únicamente para la propia tripa, y que por el contrario hay que vivir para Dios, la verdad y el bien, no tiene nada que ver con la razón, incluso está directamente opuesta a ella; pues la razón nos insta más bien a procurar nuestro bienestar físico y, en interés de este bienestar, explotar a nuestro prójimo con todas nuestras fuerzas. El conocimiento del bien, constata Lievin, no pertenece al ámbito de la razón; el bien se sitúa fuera de la cadena científica de causa y efecto. El bien es un milagro, porque escapa a la razón y, sin embargo, todo el mundo lo entiende.

Hay algo más que la triste ciencia del siglo XIX que renuncia a todo sentido de la vida, algo con lo que la sobrepasamos, algo espiritual, un sentido: la obligación suprarracional del hombre a hacer el bien. Esta solución que provoca la sonrisa por su sencillez, exalta y hace profundamente feliz a Lievin. En su alegría olvida recordar que también la triste ciencia materialista del siglo XIX nació de la aspiración humana al bien, y que niega un sentido a la vida por severo e implacable amor a la verdad. También ella vivía para Dios –negando a Dios. Eso también hay que tenerlo en cuenta, y Lievin lo olvida. No necesita olvidar el arte, porque no sabe nada de él, según parece, sólo lo conoce como la palabrería cultural de la sociedad sobre la cantante Lucca, sobre Wagner y sobre cuadros. Ésta es la diferencia entre él y Tolstói. Tolstói conocía el arte; él sufrió terriblemente con él, bajo él y por él, produjo obras de arte más grandiosas de lo que nosotros podemos esperar producir, y quizá el poderío de su arte explica por qué no comprendía que el conocimiento del bien es todo menos una razón para negar el arte. El arte es el símbolo más bello, más riguroso, más alegre y más piadoso de toda aspiración humana suprarracional al bien, a la verdad y a la perfección; y el aliento del palpitante mar de la épica no nos ensancharía el pecho con tanto vigor si no llevara en sí el exigente y refrescante condimento de lo espiritual y de lo divino.