DOSTOIEVSKI CON MEDIDA

(1946)

La petición de la Dial Press para que escribiera la introducción a una edición de las novelas más cortas de Dostoievski, los seis relatos que abarca este volumen, tuvo inmediatamente mucho atractivo para mí. Hay algo tranquilizador en la mesura editorial que determina esta edición, algo incitante para este comentador, que se asustaría, por no decir que se espantaría, de hacer objeto de su estudio y comentario todo el cosmos inconmensurable de la obra dostoievskiana, y que sin duda no hubiera llegado en esta vida ya a pagar su tributo crítico al gran escritor ruso sin esta ocasión de hacerlo, por así decir, con mano ligera, en un espacio fijado, con un propósito determinado y con esa autolimitación que la finalidad le impone caritativamente.

No deja de ser curioso: mi vida de escritor ha traído consigo extensos estudios tanto sobre Tolstói como sobre Goethe, varios sobre cada uno de ellos. Sin embargo, sobre otras dos experiencias formativas a las que no debo menos, que han conmocionado mi juventud con no menos fuerza, y que en mis años de madurez no me he cansado de renovar y profundizar, nunca he escrito sostenidamente: ni sobre Nietzsche ni sobre Dostoievski. He quedado a deber el ensayo sobre Nietzsche que los amigos me han pedido tantas veces y que parecía hallarse en mi camino. Y sólo momentáneamente, para desaparecer enseguida, surge del fondo de mis escritos el «profundo, criminal rostro de santo de Dostoievski» (esta fue una vez mi expresión). ¿Por qué esta circunspección, esta reserva y este silencio –que contrastan con la elocuencia sin duda insuficiente pero devota que despertaba en mí la grandeza de aquellos otros dos maestros y astros? Sé muy bien por qué. Los homenajes cordiales, entusiastas e impregnados de ironía, me resultaban fáciles ante las imágenes de los divinos y escogidos, de los hijos de la naturaleza en su excelso candor y exuberante vigor: ante el aristocratismo autobiográfico del creador de una cultura personal mayestática, Goethe, y ante la titánica fuerza épica, la inmensa frescura natural del «gran escritor de todas las Rusias», Tolstói, con sus prodigiosamente torpes y nunca logrados intentos de espiritualizar moralmente su corporeidad pagana. Mi pusilanimidad, una profunda y mística pusilanimidad que fuerza al silencio, comienza ante la grandeza religiosa de los malditos, ante el genio como enfermo y la enfermedad como genio, ante el prototipo del obseso y del alucinado en el que el santo y el criminal se funden

Sobre lo demoniaco hay que hacer literatura, no escribir, ésa es mi convicción. Ha de hablar, a ser posible envuelto en un velo humorístico, desde la profundidad de una obra; dedicarle ensayos críticos me parece, como poco, una indiscreción. Quizá, o muy probablemente, esto es sólo un embellecimiento de mi pereza y de mi cobardía. Es incomparablemente más fácil y saludable escribir sobre el vigor divino-pagano que sobre la enfermedad sagrada. Porque con aquéllos, los hijos afortunados de la naturaleza y su candor, nos podemos divertir, en cambio, con los hijos del espíritu, los grandes malditos y pecadores, los sagrados enfermos, no. Me sería completamente imposible bromear sobre Nietzsche y Dostoievski, como lo he hecho en ocasiones en la novela sobre el niño mimado y egoísta Goethe y en el ensayo sobre la descomunal fantochada del moralismo de Tolstói. De lo que se deduce que mi reverencia ante los íntimos del infierno, los grandes religiosos y enfermos, es mucho más profunda, y por eso más callada, que la que siento ante los hijos de la luz. Está bien que se la invite desde fuera, por fin, a cierta expresión, aunque limitada prácticamente y contenida.

«Del transgresor pálido» –no soy capaz de leer este título de un capítulo de Zaratustra, una obra genial marcada como es notorio por una inspiración enfermiza, sin que se me aparezca la fisionomía doliente y trágica de Fiodor Dostoievski como la conocemos por una serie de buenas fotos. Aún más, tengo la sospecha de que también la tuvo presente al escribir el arrebatado enfermo de migraña de Sils Maria. Porque la obra de Dostoievski jugó un papel extraordinario en la vida de Nietzsche; le cita a menudo, tanto en las cartas como en sus libros (mientras que yo no sabría decir si dedica una sola palabra a Tolstói); le llama el más profundo psicólogo de la literatura universal y, con una especie de entusiasmo modesto, su «gran maestro», aunque en verdad apenas pueda hablarse de discipulado en su relación con el hermano espiritual del este. Pues eran sobre todo eso: hermanos en el espíritu y hermanos en el destino, lanzados más allá de toda medida hacia lo trágico-grotesco, a pesar de las diferencias fundamentales de su origen y de su tradición –el profesor alemán, cuyo genio luciferino (bajo el estímulo de la enfermedad) se desarrolló a partir de las premisas de la formación clásica, la erudición filológica, la filosofía idealista y el romanticismo musical, y el Cristo bizantino, que de entrada carecía de ciertos frenos humanistas, que condicionaban al otro, y que podía ser aceptado como el «gran maestro» sencillamente porque no era alemán (escapar a su condición de alemán era el empeño más violento de Nietzsche); porque actuaba como liberador de la burguesía moral y confirmaba la voluntad de la afrenta psicológica, del crimen del conocimiento.

Resulta imposible hablar del genio de Dostoievski sin que se nos imponga la palabra «criminal». El eximio crítico ruso Mereshkovski la utiliza una y otra vez en sus diversos estudios sobre el autor de los Karamazov, y lo hace con doble sentido: aplicándola tanto al mismo Dostoievski y a la «curiosidad criminal de su conocimiento» como al objeto de ese conocimiento, el corazón humano, cuyos móviles más ocultos y criminales pone al descubierto. «Cuando le leemos», dice, «nos asustamos a veces de su omnisciencia, de esa capacidad para penetrar en una conciencia ajena. En su obra nos encontramos con nuestros propios pensamientos secretos, que no confesaríamos jamás a un amigo, y ni siquiera a nosotros mismos.» El caso es que se trata sólo en apariencia de investigación y adivinación objetivas y, por así decir, médicas, en el fondo es lírica psicológica en el sentido más amplio del término, es confesión y escalofriante desahogo, es el desnudamiento implacable de las propias y criminales profundidades de conciencia –y de ahí el tremendo poder moral, la sacudida religiosa de la sabiduría psicológica de Dostoievski. Basta leer a Proust y establecer la comparación con las nouveautés psicológicas, las sorpresas y bijouteries que abundan en su obra, para comprender la diferencia en el acento, en el matiz moral. Los hallazgos psicológicos, las novedades y las audacias del francés son pura diversión comparados con las lívidas revelaciones de Dostoievski, un hombre que estaba en el infierno. ¿Podría Proust haber escrito Raskolnikov (Crimen y castigo), la novela policiaca más grande de todos los tiempos? Saber no le faltaría para ello, pero sí conciencia… Goethe, que también era un psicólogo de primer orden, declara sin ambages que no había oído de un crimen del que él mismo no se sintiera capaz. Esto es la frase de un pupilo del examen de conciencia pietista; sin embargo, en ella predomina el elemento de inocencia griega. Es una frase serena, un desafío a la virtud burguesa, cierto, pero más bien frío y arrogante que cristianamente contrito, más audaz que profundo en un sentido religioso. Tolstói era esencialmente de su casta, a pesar de todas sus veleidades cristianas. «Yo no tengo nada que ocultar ante los hombres», solía decir. «¡Por mí, que sepan todos lo que hago!» Compárense con esta salida las confesiones del héroe de Memorias desde un sótano allí donde habla de sus secretos excesos. «Ya entonces –dice–, llevaba en mi interior el amor de la clandestinidad. Me aterraba que me pudieran ver, descubrir, reconocer». En su vida, que no soportaba la sinceridad última, la entrega última ante los ojos del mundo, reinaba el secreto del infierno.

No cabe duda de que en todo momento el subconsciente e incluso la conciencia de este gigantesco creador estuvo lastrado por un pesado sentido de culpa, por el sentido de lo criminal –y de que este sentido no era en absoluto exclusivamente de tipo hipocondríaco. Estaba relacionado con su enfermedad, que era la enfermedad «sagrada», la enfermedad mística por antonomasia, la epilepsia. Sufría de ella desde joven, pero debido al proceso al que fue sometido muy injustamente en el año 1849, cuando contaba veintiocho años, por conspiración política, y debido al shock que le produjo la condena a muerte (estaba ya en el patíbulo mirando a la muerte a los ojos cuando en el último momento le llegó la conmutación a cuatro años de trabajos forzados en Siberia) se reforzó fatalmente la enfermedad que, según su propia opinión, había de terminar necesariamente con el agotamiento de sus fuerzas espirituales y físicas, en la muerte o la locura. Los ataques se presentaban con un promedio de una vez al mes, a veces con más frecuencia, hasta llegar a dos veces por semana. Los describió muchas veces: de manera directa y también trasladando la enfermedad a figuras psicológicamente privilegiadas de sus novelas, el siniestro Smerdiakov, el héroe de El idiota, el príncipe Mishkin, el nihilista e iluminado Kirilov en Los demonios. Según su descripción la epilepsia tiene dos características: el sentimiento incomparable de arrobo ante la iluminación interior, de armonía, de alegría extrema, que precede unos momentos al ataque epiléptico introducido por un grito inarticulado, apenas ya humano –y el estado de terrible depresión y de profunda tristeza, de perturbación y de desolación mentales que le sigue. Esta reacción me parece ser aún más característica para la enfermedad que el éxtasis que inicia el ataque. Dostoievski lo describe como algo tan fuerte y dulce «que uno daría diez años de su vida o incluso toda su vida por la felicidad de esos pocos segundos». La posterior resaca extrema consistía, según la propia confesión del eminente enfermo, en que «se sentía como un criminal», en que le parecía que sobre él pesaba una culpa desconocida, un grave crimen.

No sé lo que piensan los neurólogos sobre la «enfermedad sagrada», pero según mi opinión tiene sus raíces inequívocamente en el ámbito sexual y es una manifestación desordenada y explosiva de su dinámica, un acto sexual transpuesto y transfigurado, un exceso místico. Insisto en que el ulterior estado de remordimiento y de postración, el misterioso sentimiento de culpa, me parece apoyar más esa tesis que los segundos de placer iniciales «por los que uno daría su vida» iniciales. Está claro que por mucho que la enfermedad amenazara las facultades mentales de Dostoievski, su genio estaba estrechamente relacionado con y marcado por ella, que su iniciación psicológica, su conocimiento del crimen y lo que el Apocalipsis llama «profundidades satánicas», sobre todo su capacidad de sugerir una culpa misteriosa y dejarla formar el fondo de la existencia de sus a veces espantosas criaturas, están relacionadas inseparablemente con ella. Así en el pasado de Svidrigailov (en Crimen y castigo) hay «un asunto criminal con un regusto de bestial y, por así decir, fantástica brutalidad, por el que con toda certeza hubiera sido enviado a Siberia». Queda a cargo de la más o menos dócil fantasía del lector adivinar de qué se trata: por lo que parece, de un crimen en el terreno de la sexualidad, probablemente la violación de un niño, –pues éste es también el secreto, o parte del secreto, de la vida de ese gélido y desdeñoso hombre despótico, adorado por las naturalezas más débiles postradas en el polvo, Stavroguin en Los demonios, quizá la figura más siniestramente atractiva de la literatura universal. Existe un capítulo de esta novela publicado más tarde, la «Confesión de Stavroguin», en la que éste relata entre otras cosas la violación de una niña pequeña. Según Mereshkovski se trata de un impresionante fragmento, de un realismo aterrador, que sobrepasa los límites del arte. Parece que este infame crimen ocupaba constantemente la fantasía moral del escritor. Dicen que en una ocasión se reconoció culpable de un pecado de este tipo ante su famoso colega Turguéniev, al que odiaba y despreciaba por sus simpatías europeo-occidentales; sin duda era una confesión inventada con la que sólo pretendía asustar y confundir al transparentemente humano y nada satánico Turguéniev. En San Petersburgo, como hombre de más de cuarenta años y celebrado autor de un libro sobre el que había llorado el mismo zar, habló una vez en el círculo de una familia en el que había niños y muchachas muy jóvenes de un plan literario de su juventud, una novela en la que un terrateniente, hombre bien situado, honorable y tranquilo, recordaba que una vez hacía veinte años, después de una noche de juerga y azuzado por amigos borrachos, había violado a una niña de diez años.

«¡Fiodor Mijailovich! –exclamó la madre de la casa llevándose las manos a la cabeza–. ¡Tenga piedad! ¡Los niños están escuchando!»

Debía de ser un personaje extraño este Fiodor Mijailovich.

La enfermedad de Nietzsche no era la epilepsia, aunque nos podemos imaginar bien al autor del Zaratustra y del Anticristo como epiléptico. Compartía el destino de muchos artistas y especialmente de un número llamativo de músicos (entre éstos se le puede contar, en cierto modo): sucumbió a una parálisis progresiva, un mal que es clara y unívocamente de origen sexual, ya que hace tiempo que la ciencia ha reconocido en él un resultado del contagio luético. Desde el punto de vista naturalista-médico, una perspectiva sin duda muy limitada, la evolución espiritual de Nietzsche no es más que la historia de una desinhibición y una degeneración paralíticas, es decir, del verse lanzado de la normalidad altamente inteligente a las esferas heladas y grotescas del conocimiento mortal y de la soledad moral, hacia un grado del saber espantoso y criminal, para el que este hombre delicado y, en el más amplio sentido del término, necesitado de cuidado, no estaba dotado sino, como Hamlet, sólo llamado.

«Criminal» –repito la palabra para caracterizar el parentesco psicológico de los casos Nietzsche y Dostoievski. No en vano aquél se sentía tan fuertemente atraído por éste que le llamó su «gran maestro». El exceso, el desenfreno arrebatado del conocimiento, además un moralismo religioso, id est satánico, que en Nietzsche se llamaba anti-moralismo, les era común. El sentimiento de culpa místico del epiléptico, que hemos comentado, fue desde luego ajeno a Nietzsche. Pero que su sentimiento de la vida personal le familiarizara con el del criminal queda atestiguado por uno de sus aforismos que en este momento no puedo encontrar pero del que me acuerdo perfectamente. En él dice que toda separación y todo distanciamiento de lo burgués reconocido, toda independencia y toda desconsideración intelectual están emparentados con la forma de existencia del criminal y conceden, desde el punto de vista de la vivencia, un acceso a ella. Creo que se puede ir más lejos y afirmar que toda originalidad creativa, todo arte en el más amplio sentido del término, lo hace. Fue el pintor y escultor francés Degas el que dijo que un artista ha de entregarse a su obra con el mismo espíritu con el que el criminal comete su crimen.

«Son los estados de excepción», dijo Nietzsche mismo, «los que condicionan al artista: los que están profundamente emparentados y familiarizados con las manifestaciones enfermizas: de manera que no parece posible ser artista y no estar enfermo.» El pensador alemán seguramente no conocía el carácter de su enfermedad, pero sabía perfectamente lo que le debía, y sus escritos, tanto las cartas como la obra, están llenos de alabanzas heroicas al valor que tiene la enfermedad para el conocimiento. Es propio de la parálisis ir acompañada, probablemente por hiperemia de las partes del cerebro afectadas, de oleadas de un sentimiento intenso de felicidad y fuerza, de una potenciación subjetiva de las energías vitales y de una real, aunque hablando en términos médicos patológica, elevación de la capacidad productiva creadora. Antes de sumergir a su víctima en la noche espiritual y matarla, le regala engañosas –engañosas en el sentido de la salud y de la normalidad– experiencias del poder y de la ligereza soberana de la iluminación y de la inspiración embriagadora, que le llenan de espasmos de veneración ante sí mismo y de la convicción de que no ha sucedido nada parecido en milenios, y le hacen sentirse como un portavoz divino, como un recipiente de la gracia, incluso como un verdadero dios. Tenemos descripciones de este estado eufórico de entrega y de arrobo ante la inspiración en las cartas de Hugo Wolf, al que suelen seguir en su caso períodos de vacío espiritual y de impotencia artística. Sin embargo, la descripción más grandiosa de la iluminación paralítica se halla en un obra maestra estilística, el Ecce Homo de Nietzsche, en el tercer párrafo del capítulo sobre Zaratustra: «¿Hay alguien –pregunta–, que a finales del siglo XIX tenga una idea clara de lo que los escritores de épocas potentes llamaban inspiración? En caso contrario lo describiré yo». Se ve que siente su experiencia como algo atávico, demoniaco-regresivo, algo que pertenece a otros estados de la humanidad más «potentes» y más próximos a Dios, y que está fuera del alcance de las posibilidades psicológicas de nuestra época débil y racional. Y en realidad –¿pero qué es la realidad: la experiencia o la medicina?– está describiendo un nefasto estado de excitación que precede como una burla al colapso paralítico.

Probablemente su concepto del «eterno retorno», al que tan enorme importancia concedía, es un resultado de la euforia, poco controlado intelectualmente, y ni siquiera de su propia cosecha sino más bien una reminiscencia. Sobre el hecho de que la idea del superhombre ya aparece en Dostoievski, en los discursos del ya citado epiléptico Kirilov en Los demonios, ya ha hecho hincapié Mereshkovski. «Entonces habrá un hombre nuevo –dice el visionario nihilista de Dostoievski–, todo se renovará. La historia se dividirá en dos partes: desde el gorila hasta la destrucción de Dios, desde la destrucción de Dios hasta la transformación física de la tierra y el hombre», es decir, hasta la aparición del hombre-dios, el superhombre. Pero me parece que ha quedado sin notar que también la idea del eterno retorno aparece ya en Dostoievski, en los Karamazov, en el diálogo de Iván con el diablo. «Sí, ¡tú siempre piensas en nuestra tierra actual! –dice el diablo–. Pero nuestra tierra actual quizá se ha repetido miles de millones de veces; bueno, envejeció, se congeló, se partió en dos, cayó en pedazos, se desintegró en sus elementos, volvió a aparecer el agua, «sobre lo sólido», después, de nuevo el cometa, luego el sol, luego la tierra descendiendo del sol –este proceso quizá se repite ya innumerables veces, y todo siempre de la misma manera hasta el último detalle… ¡es el más indecente aburrimiento!»

Dostoievski califica por boca del diablo de «indecente aburrimiento» lo que Nietzsche bendice con afirmación dionisiaca y acompaña con su «porque te amo ¡oh, eternidad!». La idea es la misma, y mientras que en el caso del superhombre creo en una coincidencia de fraternidad en el espíritu, me inclino a ver el «eterno retorno» como el fruto de la lectura, un recuerdo de Dostoievski inconscientemente teñido de euforia.

Desde luego, puede que se trate de un error cronológico mío; dejo el caso a los historiadores de la literatura para su comprobación. Lo que me importa es, primero, un cierto paralelismo en el pensamiento de ambos grandes enfermos, y luego el fenómeno de la enfermedad como grandeza o de la grandeza como enfermedad –es la diferencia de las perspectivas bajo las que puede considerarse la enfermedad: como reducción de la vida o como exaltación de la vida. Ante la enfermedad como grandeza o la grandeza como enfermedad el mero punto de vista médico se demuestra pedestre e insuficiente, o al menos unilateralmente naturalista: el asunto tiene su aspecto espiritual y cultural, que tiene que ver con la vida misma y su exaltación, su progresión, y sobre el que el simple biólogo y médico entiende poco. Digámoslo claramente: un humanismo madura o se recompone a partir del olvido, que arranca el concepto de la vida y de su vigor de las manos de la biología, que cree tener un derecho especial y exclusivo sobre él, y se compromete a administrarlo de una manera más libre, también más piadosa, y sobre todo más acorde con la verdad. Porque el ser humano no es un ser exclusivamente biológico.

Enfermedad –ante todo importa quién está enfermo, loco, epiléptico o paralítico: un necio vulgar, en cuyo caso la enfermedad carece del aspecto espiritual y cultural –o un Nietzsche, un Dostoievski. En sus casos resulta de la enfermedad algo que es más importante y provechoso para la vida que cualquier normalidad aprobada médicamente. La verdad es que la vida jamás ha podido arreglarse sin la enfermedad, y difícilmente habrá una frase más tonta que la que dice «de la enfermedad sólo puede venir enfermedad». La vida no es melindrosa, y puede decirse tranquilamente que la enfermedad creativa, generadora de genialidad, la enfermedad que toma los obstáculos al galope, salta de roca en roca con ímpetu audaz, le es mil veces más cara que la salud que camina arrastrando los pies. La vida no es puntillosa y hacer una distinción moral entre salud y enfermedad le interesa muy poco. Agarra el audaz producto de la enfermedad, lo devora, lo digiere y en cuanto se apodera de él lo convierte en salud. Una bandada, toda una generación de muchachos ávidos y sanos como manzanas se lanza sobre la obra del genio enfermo, del genializado por la enfermedad, la admira, la celebra, se la lleva consigo, la modifica en su seno, la deja en herencia a la cultura, que no vive sólo del pan casero de la salud. Sobre el nombre del gran enfermo jurarán todos los que, gracias a su locura, ya no necesitan ser locos. Se alimentarán de su locura con sano juicio, y en ellos él estará cuerdo.

Con otras palabras: ciertas conquistas del alma y del conocimiento no son posibles sin la enfermedad, la locura, el crimen intelectual, y los grandes enfermos son crucificados y víctimas, ofrecidas en sacrificio a la humanidad y a su elevación, a la ampliación de su sensibilidad y saber, en resumen: a su salud superior. De ahí la aureola religiosa que rodea tan ostensiblemente la vida de estos seres y que también influye profundamente en su conciencia de sí mismos. De ahí también los sentimientos, por así decir anticipados, de fuerza y victoria, y de una vida extraordinariamente exaltada, a pesar del sufrimiento, que conocen estos mártires, sentimientos triunfales que sólo pueden ser definidos como engañosos en un sentido médico pedestre: una fusión de enfermedad y fuerza en sus personas que invalida la asociación habitual entre enfermedad y debilidad y contribuye por su paradoja a la coloración religiosa de su existencia. Nos obligan a repensar las ideas de «enfermedad» y «salud», la relación entre enfermedad y vida; nos enseñan prudencia ante el concepto de «enfermedad», al que estamos demasiado dispuestos a dar un signo biológico negativo. Precisamente se discute este punto en una nota de Nietzsche para la Voluntad de poder. «Salud y enfermedad –dice–, ¡seamos cautelosos! La medida sigue siendo la florescencia del cuerpo, la elasticidad, la audacia y la alegría del espíritu, también naturalmente qué cantidad de enfermedad puede cargar sobre sí y asimilar, es decir, puede sanar». (El subrayado es de Nietzsche.) «Eso que destrozaría a seres más delicados forma parte de los medios estimulantes de la gran salud.»

Como un hombre sano de gran estilo, al que la enfermedad le sirve de estimulante: así se sentía Nietzsche. Pero si en su caso la relación entre enfermedad y fuerza se presenta de manera que la sensación de potencia, junto con su plasmación productiva, aparece como un producto de la enfermedad (como corresponde al carácter de la parálisis), en Dostoievski, el epiléptico, estamos casi obligados a ver en la enfermedad el producto de una fuerza excesiva, una explosión y un exceso de enorme salud, y a convencernos del hecho de que la vitalidad extrema puede llevar los rasgos de la pálida endeblez.

Nada contribuye tanto a confundir los términos biológicos como la vida de este hombre que siendo un convulsivo manojo de nervios, atacado a cada momento por espasmos, «tan sensible como si le hubieran desollado y el simple aire le causara dolor» (una cita de Memorias desde un sótano), llegara a cumplir nada menos que sesenta años (de 1812 a 1881), y en las cuatro décadas dedicadas a la producción erigiera una obra colosal de insospechada originalidad y audacia, de borrascosa riqueza pasional y visionaria, una obra que además del «criminal» furor cognoscitivo y confesional con el que ensancha la ciencia del hombre, encierra una asombrosa dosis de travesura, de comicidad fantástica y de «alegría del espíritu». Pues este crucificado era, entre otras cosas, un humorista muy grande.

Si Dostoievski no hubiera escrito más que las seis pequeñas novelas que aquí se presentan, su nombre merecería sin duda un destacado lugar en la historia de la literatura narrativa universal. Sin embargo, no forman ni la décima parte de lo que escribió realmente, y amigos familiarizados con la historia íntima de sus creaciones nos aseguran que ni la décima parte de todas las novelas que Fiodor Mijailovich llevaba dentro, por así decir, acabadas y de las que era capaz de hablar detallada y entusiásticamente, fueron efectivamente trasladadas por él al papel. No tuvo sencillamente tiempo para llevar a cabo todos estos innumerables proyectos. ¡Y pretenden que creamos en la enfermedad como expresión del empobrecimiento vital!

Los monumentos épicos que levantó, Crimen y castigo, El idiota, Los demonios, Los hermanos Karamazov (por cierto, no son epopeyas sino dramas colosales, compuestos casi por completo en escenas, en los que una acción, que revuelve todas las profundidades del alma humana, a menudo apretada en pocos días, se representa en diálogos hiperrealistas y febriles), los creó no sólo bajo la férula de la enfermedad, sino también bajo los golpes de las deudas y de denigrantes apuros económicos, que le obligaban a trabajar a una velocidad poco natural –una vez escribe para cumplir un plazo determinado tres pliegos y medio de imprenta , que son cincuenta y seis páginas, en dos días y dos noches. En el extranjero adonde huyó de sus acreedores intentó resolver su pobreza en la mesa de ruleta, en Baden-Baden y Wiesbaden, y remachó así, en más de una ocasión, su ruina. Entonces escribía cartas mendigando donativos, en las que empleaba el lenguaje miserable de una de sus más abyectas criaturas novelescas, Marmeladov. La pasión por los juegos del azar era su segunda enfermedad, quizá relacionada con la primera, una verdadera adicción; le debemos la maravillosa novela de El jugador, que se desarrolla en un balneario alemán con el inverosímil y poco inspirado nombre de Roulettenburg, y en la que desnuda con increíble realismo la psicología de esta pasión junto con la del demonio azar.

Esta obra maestra fue escrita en 1867, entre Crimen y castigo que data de 1866, y El idiota que es de 1868 y 1869, y a pesar de toda su calidad es un simple entretenimiento. Es la más tardía de las obras aquí presentadas, ya que las otras se sitúan entre 1846 y 1864. La más temprana es El doble, una extravagancia patológica que fue publicada en el mismo año que la primera gran novela de Dostoievski, Gente pobre (1846), y que tras la profunda impresión que esta obra había hecho en Rusia produjo decepción, no sin cierta razón; pues a pesar de detalles geniales de la narración fue sin duda un error del joven autor creer que había superado con ella a Gógol, por el que ciertamente está muy influido El doble. Y tampoco supera con esta novela el William Wilson de E.A. Poe, que trata el mismo tema de gran raigambre romántica de una manera moralmente más profunda, que disuelve más limpiamente lo clínico en lo literario.

Pero poco importa, ¡qué «entretenimientos» o qué avances de grandes obras venideras son las que reúne nuestra edición! En la época de antes del proceso de Dostoievski y de su destierro a Omsk en Siberia se sitúa el relato El eterno marido, publicado en 1848, con la figura desagradablemente equívoca del marido engañado nato, de cuyo infame sufrimiento psicológico se extraen los efectos más fantasmales. Luego sigue el intermedio de los trabajos forzados, la terrible experiencia de la katorga, que más tarde en Petersburgo hallaría su plasmación en el libro Memorias de la casa muerta(1861), que conmovería hasta las lágrimas a toda Rusia e incluso al zar. Pero la reanudación de la actividad literaria de Dostoievski se produce con Stepanchikovo y sus habitantes (1859) escrito aún en Siberia, famosísimo por la insuperable figura del tiránico hipócrita Foma Opiskin, una creación cómica de primer orden, irresistible, a la altura de Molière y Shakespeare. Hay que decir que después de este prodigio El sueño del tío que le siguió inmediatamente significa un paso atrás. Es, si se me permite un juicio, una farsa demasiado extendida para el contenido que tiene, cuya parte final trágica, la historia del joven profesor tuberculoso, es de un insufrible sentimentalismo introducido en la obra de Dostoievski por la influencia temprana de Charles Dickens. Como compensación tenemos en El sueño del tío la figura de la bella Sinaida Afanasieva, ese prototipo de la noble muchacha rusa, que merece el amor evidente y muy sugestivo de un autor cuya caridad cristiana generalmente se centra más en la miseria humana, el pecado, el vicio, los abismos de la lujuria y del crimen, que en la nobleza del cuerpo y del alma.

De esta caridad y de una terrible experiencia constituye un ejemplo que inspira terror y veneración la pieza principal de nuestra selección, las Memorias desde un sótano. Por su contenido es la que se sitúa más cerca de las grandes obras características de Dostoievski: generalmente se ve en ella un punto de inflexión en la creación del autor, un paso hacia el encuentro consigo mismo. Hoy, cuando las penosas y escarnecidas conquistas, las sinceridades de esta novela, que sobrepasa desconsideradamente los límites de lo novelesco y literario, han entrado definitivamente en la cultura moral, nos cuesta imaginar la sensación sombría, la protesta del «sentido de la belleza idealista» y, por otro lado, la aceptación apasionada en el sentido del amor fanático de la verdad, que despertó con su publicación. Hablé de desconsideración, Dostoievski o el yo-héroe, el antihéroe o no-héroe de estos apuntes, se la reserva a través de la ficción de que no escribe para un público, para la imprenta o para un lector sino exclusivamente para sí mismo y en secreto absoluto. Su pensamiento es el siguiente: «En los recuerdos de cada hombre hay cosas que no descubre a todo el mundo, sino quizá sólo a sus amigos. Hay además cosas que no descubre tampoco a sus amigos, sino quizá sólo a sí mismo, y bajo el sello del silencio. Por fin hay cosas que el hombre se resiste a descubrirse a sí mismo, y de estas cosas se acumula una buena cantidad en todo hombre decente. Sí, hasta puede decirse que cuanto más decente es un hombre, mayor será el número de este tipo de cosas. Yo al menos me he decidido hace muy poco a recordar algunas de mis vivencias tempranas; hasta ahora he procurado evitarlas, incluso con cierto desasosiego…».

La plasmación increíblemente comprometedora de estas «vivencias tempranas» constituye el contenido de la «novela», en la que se mezcla de una manera hasta entonces desconocida lo abyecto y lo atractivo. El autor, o el personaje que él convierte en autor, hace un experimento con su relato. «¿Es posible –pregunta–, ser completamente sincero consigo mismo y decir toda la verdad sin turbación?» Cita a Heine, que afirmó que las autobiografías que respondan realmente a la verdad son prácticamente imposibles; de uno mismo se dice con toda seguridad algo falso, como Rousseau que por pura vanidad se autodesacreditó. El autor le da la razón; pero la diferencia entre Rousseau y él, afirma, es que aquél se confesó ante el público; él, sin embargo, escribe exclusivamente para sí, y declara de una vez por todas que cuando escribe como dirigiéndose a los lectores lo hace únicamente por artificio, porque le resulta más fácil escribir así. Que se trata de una forma simple y vacía.

Naturalmente eso no es verdad, porque Dostoievski escribía por supuesto para el público, para la imprenta y para el mayor número posible de lectores, porque, entre otras cosas, necesitaba urgentemente el dinero que le daban por su trabajo. La ficción artística y casi juguetona de la soledad total y de la lejanía de la literatura es útil como disculpa para el cinismo radical de la exhibición espiritual. La ficción dentro de la ficción, por otro lado, la aparente actitud de dirigirse al lector, el constante perorar con unos indeterminados «caballeros», con los que el narrador se pelea, es útil; pues introduce un elemento discursivo, dialéctico, dramático en el relato, algo que Dostoievski domina a la perfección, y que convierte en ameno, en un sentido sublime, incluso lo más grave, maligno y abismal.

Confieso que la primera parte de las Memorias desde un sótano me gusta más que la segunda, la conmovedora y vergonzosa historia con la prostituta Lisa. Reconozco que esta primera parte no es acción, sino palabrería, y una palabrería que en muchos aspectos recuerda el depravado parloteo de ciertos personajes religiosos en las grandes novelas de Dostoievski. Reconozco también que esta palabrería es aventurada en el sentido más fuerte del término, y peligrosamente capaz de confundir a los espíritus ingenuos, porque insiste en la duda frente a la fe y polemiza en violenta apostasía contra la civilización y la democracia, contra los filántropos y los reformistas, que pretenden que el hombre persigue su felicidad y su ventaja, cuando sabemos que busca, por lo menos en la misma medida, el sufrimiento, esa única fuente del conocimiento, no desea en el fondo el palacio de cristal y el hormiguero de la perfección social y nunca renunciará a la destrucción y al caos. Todo esto suena mucho a perversidad reaccionaria y puede asustar a la buena voluntad que hoy parece tener todo el interés en tender un puente sobre el abismo que se ha abierto entre lo conseguido en el terreno espiritual y la realidad social y económica escandalosamente rezagada. El interés es máximo, y sin embargo esas herejías son la verdad: el lado oscuro, alejado del sol, la verdad que nadie al que le importe la verdad en sí, toda la verdad, la verdad sobre el ser humano, debe descuidar. Las paradojas torturadas que el «héroe» de Dostoievski lanza a sus adversarios positivistas están formuladas, por muy antihumanistas que parezcan, en nombre de la humanidad y por amor a ella: a favor de un humanismo nuevo, más profundo y menos retórico, purificado en todos los infiernos del sufrimiento y del conocimiento.

Así como la edición de Dostoievski que nos ocupa está en relación con su obra total, y así como esta obra acabada, a su vez, está en relación con aquello que él hubiera podido y deseado crear si los límites de la vida humana no se lo hubieran impedido –así lo que yo digo aquí sobre el gran ruso está en relación con lo que, en realidad, habría que decir de él. Dostoievski con medida, Dostoievski con prudente limitación, ésta era la consigna. Cuando le hablé a un amigo de mi intención de dar un prólogo a este volumen dijo riendo: «¡Tenga cuidado! Acabará escribiendo usted un libro sobre él».

He tenido cuidado.