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La casa de Dolores Bernal quedó del revés tras la visita de Jorge Maqueda. Por la tarde del mismo día de su marcha, Alfonso Santos ordenó el inmediato traslado de Dolores a un hospital de la capital, donde permaneció durante tres semanas. Al regreso no había perdido la firmeza del carácter, pero era evidente que algo había cambiado en su interior.

María, que no había salido de su cuarto desde el día del suceso, abandonó el cautiverio, delgada y demacrada, para verla apenas unos minutos y cuando regresó a la habitación no salió de ella durante meses. Dolores hizo algo parecido. Atendió los asuntos más perentorios y se escondió en la biblioteca, decaída y pensativa, a echar de menos al marido como no lo había hecho sino en los primeros meses de su viudez, cuando tuvo que ponerle rienda a sus miedos y hacerse cargo de unos negocios que no entendía y de los que en muchos casos incluso desconocía la existencia.

Aunque por razones distintas, María y Dolores actuaban de la misma manera, interesándose por la salud de la otra, pero evitando el encuentro. Dolores empezaba a salir de la biblioteca y a tomar el control cuando Alfonso Santos llegó para confirmarle a María la que era la más terrible de las sospechas: estaba embarazada. Dolores regresó a la biblioteca durante los días que necesitó para recobrar a la mujer con entrañas de pedernal y salió del encierro más brava que nunca lo había sido, aunque cambiada con María en un sentido y en el opuesto con Roberto, con quien tuvo una trifulca épica porque había aprovechado la ausencia para excederse en gastos y cometer desmanes con Juan Cavero.

Visitaba a María varias veces al día, aunque por toda conversación no intercambiaran sino frases triviales, en una tensa relación que se hacía más penosa cuanto más avanzaba el embarazo. El más parecido a un embarazo del revés, que en lugar de hacer revivir el cuerpo de María, lo consumía, en el que los alborotos hormonales tenían el efecto contrario y sólo conseguían postrarla más. Apenas se alimentaba y dejaba pasar los días en la soledad de la habitación, donde Alfonso Santos la visitaba casi a diario, más preocupado por su estado de abandono que por el desarrollo de la gestación.

Una mañana Dolores entró a la habitación para intentar convencerla de que bajara al jardín y acompañara a Virtudes, muy avanzada en su embarazo. María se interesó por Virtudes, pero renunció al consejo de Dolores.

—Virtudes no está para moverse. ¿La está haciendo trabajar, madre?

—No, hija. Está descansando. Le he dado permiso a Paulino para que la atienda. Ella pasea mucho y tú deberías acompañarla. Te haría bien.

—No me apetece, madre. No quiero que nadie me vea así.

—¿Quieres que le diga a Virtudes que venga a hacerte compañía?

—No, madre. Prefiero estar sola.

Dolores se levantó, caminó unos pasos y se volvió para hablarle:

—Terminará pronto. Estarás mejor cuando nazca.

María no le respondió. La miró con tristeza. Por primera vez le parecía ver en la madre a otra mujer.

—¿De verdad lo cree, madre?

—¿No deseas tenerlo ya?

María inclinó la cabeza.

—Deseo arrancármelo y morirme.

Dolores la miró con compasión.

—Lo querrás cuando puedas verlo y tocarlo, funciona así. Figúrate, que yo no puedo dejar de querer ni a tu hermano.

Dio la vuelta y salió de la habitación. Había caminado unos pasos, meditó unos segundos y regresó a la puerta. Estuvo a punto de golpear con los nudillos y volver a entrar, pero desistió. Se encerró con llave en su habitación, se sentó al borde de la cama y reventó a llorar como no recordaba haberlo hecho en su vida.

No podía defenderse. Le suponía a Jorge Maqueda un poder que quizá no tuviera, pero al que sería demasiado aventurado enfrentarse. Sólo ahora, cuando le tocaba a ella ser la víctima y la atormentaba la conciencia, reconocía que no era distinta. Por miedo a perder fortuna y poder al principio, por soberbia y engreimiento después, y hasta por desgana y desinterés al final, había sacado provecho de aquel juego de la brutalidad consintiéndole al hijo la clase de atrocidades de la que ahora era víctima. Le habían dado una cucharada de su mismo jarabe, pero se lo daban en la única parte que era suya y era inocente.

Para poner fin a la barbarie, buscó a quien pudiera administrarle los negocios, le asignó a Roberto una renta con la que podría vivir con independencia y permitirse algún capricho, lo alejó con la orden de que no volviera a repetir ningún abuso y utilizó sus influencias para conseguirle a Juan Cavero una ocupación bien pagada que lo mantuviera alejado de la familia.

El mismo día que Virtudes trajo a su hijo, María tuvo al suyo, con seis semanas de antelación, en un parto que fue fácil y sin complicación. Ambos niños nacieron bien.

Le costó empezar a querer al hijo, pero cuando lo consiguió, a partir de él, muy despacio, regresó a la vida. Fue un proceso parecido el que vivió Dolores, cuyo sorprendente cambio de actitud culminó con la presencia del nieto. Aunque no fue inmediato, las resistencias comenzaron a derrumbarse con las primeras gracias del pequeño, al que terminó por sentir suyo. Como los dos niños eran en la práctica inseparables, Dolores no cometió el desafuero de tener un gesto con el nieto que no tuviera al mismo tiempo con el hijo de Virtudes y Paulino, por lo que acabó convertida en su protectora. Le vino tan bien ese papel, que en la casa no podían creer que la mujer brutal que conocían fuera la misma, feliz en apariencia, que vivía pendiente de dos chiquitines a los que dedicaba los mejores momentos.

 

* * *

 

María Bernal continuaba esperando desde la ventana del cuarto a que apareciera en la cancela aquel con el que soñó en la adolescencia. El que amaría tanto que, aun sin conocer su rostro, podría reconocer en medio de la multitud. El que a su vez la amaría tanto que podría saciarla de amor en una sola noche, tras la que no le importaría morir. No era sino un sueño romántico de juventud, que a su edad sabía ya que no se cumple jamás. Menos aún para ella, que de ninguna manera cambiaría la obediencia a la madre por la obediencia a un marido, puesto que de ninguna manera entregaría a un desconocido la poca libertad que a dentelladas había conseguido arrebatarle a la madre, mucho menos ahora, que tenía un hijo que convertía en imposible lo que antes sólo era improbable.

Sentada en el escritorio de la habitación, alzó la mirada y lo vio a través de los visillos parado en la cancela con una maleta pequeña. Era alto, sencillo en las maneras y el vestir, exquisito en el trato, y estaba envuelto por un aura de abatimiento que ella percibió en cuanto Dolores los presentó.

Cuando se levantaron en su madre los tormentos de la conciencia y apartó al hijo de los negocios, tomó una decisión obligada por las circunstancias pero que resultó ser la más inteligente y conveniente a sus intereses. El administrador a quien había confiado sus asuntos económicos en poco tiempo puso orden en la barbarie. Sin desmanes ni atropellos, mejorando salarios y llevando las cuentas con rigor, obtuvo mayores beneficios. El natural desconfiado de Dolores la llevó a prevenirse del engaño contratando a un secretario que mantuviera los libros y supervisara las cuentas del administrador. Pagaba muy bien el trabajo, pero el cargo llevaba la condición de vivir en las cercanías de la casa. El acuerdo lo hacía por seis meses, en lo que no era sino otra argucia para llevarle a María lo que ella no salía a buscar. Solía contratar a un hombre sin compromisos familiares, de edad y educación similares a los de su hija. Habían pasado seis por el puesto antes de la llegada de Daniel Escobar.

Aunque por solicitud de Dolores él solía cenar con la familia, la relación con María fue de cortesía durante los primeros meses. Después del trabajo solía pasar largos ratos entreteniendo a los niños, que corrían a su lado en cuanto lo veían llegar. Cuando ella advirtió que se había ganado el cariño de Pablo, su hijo, bajó un poco sus puentes. Muy despacio llegaron las confidencias y el consuelo mutuo. Se había quedado viudo en los primeros años de un matrimonio feliz y estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por reconciliarse con la vida. No podía tener hijos, de modo que atribuía su buena mano con los críos, los de dentro y los de fuera de la casa, a que los trataba como si fueran los hijos que no podría tener.

Desapareció un fin de semana para una urgencia familiar, en la que Dolores aprovechó para otro de sus ardides, ocultándole el motivo de la ausencia a María y callando el recado que Daniel le había rogado que le transmitiera. Pablo no cesaba de preguntar por él. María lo llevó a que le preguntara a la abuela y permaneció muy cerca, con aparente desinterés.

—Falta poco para que vuelva —le dijo Dolores al nieto.

Pero María no supo interpretar si era la respuesta que daba para tranquilizar al pequeño o era la verdad. Pocas noches después, cuando acababa de acostar a Pablo, oyó que un coche paraba frente a la casa. Se acercó a la ventana y lo vio delante de la cancela, indeciso, y entonces supo que era el que había esperado toda la vida. Se puso un chal sobre el camisón, salió de la casa, corrió hasta la puerta y abrió. Hizo lo que no habría imaginado que ella fuese capaz de hacer.

—¿Te volverás a marchar sin decirme adónde vas?

Habría parecido la pregunta de una esposa que increpara al marido, pero no era así. Sólo preguntaba, pero preguntaba llorando. Él la miró sorprendido y serio. Reaccionó cogiéndole la mano para besársela con mucha ternura.

—Puesto que me lo preguntas así, te lo diré: no iré a ninguna parte sin ti. Y no me marcharé a no ser que me eches.

Ella tiró de él, cerró la puerta, lo empujó hacia la sombra y se echó en sus brazos.

Dolores, que husmeaba detrás de un visillo, tuvo que enjugarse una lágrima. Siguió conspirando para empujarlos uno al otro, propiciándoles intimidad o enviándolos a la capital con encargos frecuentes. Después de los primeros meses de idilio y escapadas, continuaron una relación más parecida al matrimonio que al noviazgo, discreta pero plena y feliz, que les permitió hacer sin apresuramiento los planes de la boda. Cuando por fin fijaron fecha, habían pasado tres años.

 

* * *

 

Por el extenso historial de delitos no denunciados que pesaba sobre Roberto Bernal y Juan Cavero, a Jorge Maqueda le bastaba con la sistemática administración de las amenazas para someterlos a su control. De esa manera se enteró de lo que no hubiera debido saber: que tenía un hijo.

Casado antes del incidente con María, había dado por perdida la esperanza de los hijos. Con la esposa frígida hasta del alma y él convencido además de estar poco capacitado para producir un embarazo, la noticia convirtió su vida en un calvario. Poco después de nacido el hijo, viajaba con frecuencia para intentar verlo desde la distancia, con el auxilio de Roberto. La inquietud que durante los primeros años sólo fue desvelo, con la aparición de Daniel, en noviazgo con María, empezó a ser obsesiva y, con el anuncio de la boda, desesperada. De su parte tenía otra de tantas leyes insensatas de la época, según la cual mientras el niño no tuviera un apellido paterno, él podría reclamarlo sin que la madre pudiera hacer mucho por evitarlo, pero no en el caso de que ella se casara y el marido le arrebatara la posibilidad adelantándose a darle el apellido.