Arturo Quíner acababa de llegar a Nueva York, temprano. Era una mañana muy fría y había entrado en una cafetería de los alrededores de la Estación Central para calentarse y desayunar, cuando vio en la televisión la imagen del anciano dictador. Pensó que tal vez hubiera muerto; sin embargo, la noticia urgente que recorría el mundo era que una bomba había hecho volar al presidente del gobierno español, el que debía dar continuidad al régimen, hasta la cornisa del patio interior de la residencia de los jesuitas, dos toneladas y media de coche con conductor incluido. Aunque en ese preciso momento decidió regresar, tardó dos años en emprender el viaje. Se decía que por no abandonar el negocio de inversión en la bolsa que había ido a emprender y que marchaba mejor que bien, pero no se engañaba, pues de sobra sabía cuánto temía el regreso.
Conseguía sin dificultad la información veraz que necesitaba para no errar el tiro en las continuas apuestas de inversión y se mantenía cerca de quienes le habían brindado, por el único interés del afecto, impagables consejos, pero añadía de su parte, además de talento, el temple lo bastante frío para arriesgar sin inquietud, en un juego de prudencia y osadía con el que obtenía magníficos réditos. Así que le habría bastado con hacer un alto de quince días para viajar y poner el pasado en orden, antes de regresar pronto a su lucrativa ocupación. Sin embargo, ésa habría sido la manera de regresar sin hacerlo de verdad y él soñaba con la vuelta definitiva.
* * *
El deseo de ver a los suyos, la premura por hallarse con lo que había abandonado tantos años atrás, la inmediatez de sus planes, perdieron la urgencia en cuanto bajó del avión. Paralizado, sin hallar el valor para hacer efectiva la vuelta, deambuló por la ciudad primero y por la isla después, en una peculiar trashumancia que le servía menos para conocer la tierra que para ponerle orden al corazón. Por las mañanas solía ir a la biblioteca municipal para leer periódicos y revistas atrasadas. Por la tarde acudía al cine o se adentraba por los vericuetos de la ciudad antes de retirarse a la habitación del hotel.
Imaginaba que a todos los viajeros les sucedería como a él y de cada ciudad que visitaban les quedaba un recuerdo recurrente, una evocación que en adelante tendría la capacidad de emplazar la memoria que sobre ella guardaran. Desconocía si los iconos de otras personas serían como los de las películas: la estatua de la Libertad en Nueva York, la Giralda en Sevilla, la Sagrada Familia en Barcelona, la catedral en Santiago de Compostela, o acaso fueran como los suyos, iconos menores. Su evocación de Nueva York era la niebla del Hudson sobre las vías del tren; la de Madrid, la fachada de un edificio abandonado que hacía esquina en una calleja del barrio de Tetuán. Como aquéllas tenía de las ciudades más importantes de ambas Américas, sin embargo, de la ciudad que llevaba más dentro del alma, de la suya, no tenía ni más recuerdo ni otro icono que el de las luces tristes y amarillas titilando en las aguas oscuras del muelle, vistas mientras se alejaba por la bocana, en la madrugada aciaga de la huida.
La ciudad y él eran desconocidos uno del otro, pero ella pronto le entregó estampas que se le harían entrañables y que durante toda la vida le vendrían a la mente cuando oyera pronunciar su nombre. Presencias para él bellísimas aunque en muchos casos las hubiese hallado en lugares desahuciados: el moribundo barrio de los Llanos, junto al antiguo lazareto, macerado por los incesantes alientos del bosque de chimeneas de la refinería, con sus ruinas de murallas, su edificio de la Pólvora, su castillo de San Juan, los viejos galpones del recinto de Industrias Químicas, desbaratados, rotos y percudidos de rojo por la pátina de siglos de inconfesables óxidos venenosos; los eriales del barranco de la Ballena, las construcciones desvencijadas de Guanarteme, dando la espalda para mirar al mar, con los pies hundidos en la arena húmeda de la playa de las Canteras; los edificios cenicientos de las Alcaravaneras en el estruendo colosal del devenir incesante de coches; las humildes y sencillas casas de los antiguos barrios de pescadores de la Isleta y del Pilar; y, cómo no, el señorío urbano de los cascos antiguos de Vegueta y La Laguna.
Había echado tanto de menos la isla, le había dolido tanto la nostalgia de ella, que había creído conocerla, pero no era sino una desconocida y ahora, frente a ella, hasta el amor que sentía profesarle le resultaba ridículo. Dejó de parecérselo en cuanto se aventuró por las carreteras y descubrió sus rincones, en lo que siempre consideró una bienvenida, un agasajo sin fin: puestas de sol en Valverde, Agaete, Garachico o Tejeda; amaneceres en la Caldera de Taburiente y Las Cañadas del Teide; noches de plata en Playa Blanca, Corralejo y Hermigua. Nada quedaba fuera del inagotable repertorio de paisajes y estampas imposibles de hallar en otro lugar de dimensiones tan reducidas: mal países como océanos de piedra borboritante, ríos petrificados, playas tendidas hasta el horizonte, ciclópeos acantilados, médanos desérticos, mares de nubes hasta los confines del mundo, impenetrables bosques de laurisilva donde pueden verse morir los cúmulos húmedos de los alisios; atalayas, volcanes, calderas, collados, gargantas y barrancos; árboles legendarios, dragos ancianos y venerables, asombrosos tajinastes, sabinas invencibles retorcidas al viento, palmerales de semblantes del cuaternario, tupidos brezales y pinares de estaturas ingentes.
En la oscuridad fresca del recibidor del cine de las cuatro conoció a Elena Salazar. Fueron los dos únicos espectadores que en aquella sesión vieron 2001, una Odisea del Espacio. La comentaron con el coche escondido en un rincón oculto, frente al mar, cenando bocadillos calientes y cerveza fría. En los días siguientes ella lo recogía pronto por la mañana para enseñarle la isla recóndita, la que sólo conocían los observadores más intrépidos y porfiados, los capaces de llegar a lugares que en realidad no existían puesto que nunca más se volvían a ver. Paisajes ligados a un instante irrepetible, que Elena explicaba diciendo que estaban de paso, que al día siguiente podría verse otra estampa, otra semblanza, pero jamás una igual a otra. Lugares con misterios de desaparecidos o encontrados, de fantasmas que en ocasiones habían dejado testimonio de su presencia. Historias de viejos que alimentaban los miedos y las ilusiones de nietos atónitos por sus relatos, que habían iluminado la inspiración de poetas, que habían formado tradiciones de hombres y que explicaban extraños comportamientos de lugareños o peculiares disposiciones de calles, plazas y edificios.
El paisaje humano en los pueblos y aldeas no había cambiado del que recordaba. Las mujeres, fuertes, ardientes y hermosas en la juventud, se convertían en matriarcas veneradas en la vejez. Los hombres recios, impenetrables, rudos y, por lo general, de llana y recóndita nobleza. Gente sin doblez, de una sola palabra, que continuaba teniendo a orgullo el cuidar de sus ancianos y enfermos y que seguía acogiendo a los visitantes con el calor de una hospitalidad legendaria.
Se despidieron una noche y ella insistió en que se llevara el coche. Al entrar en la casa volvió a darse de bruces con el ámbito desolado de su vida y necesitó salir a buscarlo. No esperaba encontrarlo en la esquina donde se habían despedido, sin embargo, allí estaba, tan desamparado como ella. Y comenzaron a conjurarse las soledades con retahílas de ternura que terminaban en explosiones de amor, por rincones obscenos y a horas de ultraje. Un amor sereno y adulto cuyos objetivos terminaban justo donde acaba el deseo, sin censura ni merma de libertad, hasta cuando el otro quisiera. Sólo hasta cuando el otro quisiera. Guardando el corazón para que la libertad del otro no lo dejara maltrecho. Ambos lo aceptaban de esa manera, aunque a él le entristecía esa clase de amor que debe dejar el corazón a salvo. Le parecía que le faltaba como un ápice imprescindible de locura para considerarlo amor de verdad.
Fue ella quien lo sacó del sopor. Sabiendo que estaba de paso le preguntó en ocasiones sobre su destino, y él no había sabido responderle sino alguna vaguedad que a Elena no podía sonarle más que a disculpa.
—¿Sabes lo que pienso? Creo que temes enfrentarte con tu pasado. No sé dónde está ni sé qué te hicieron, pero fue terrible y te lo hicieron allí. No esperes ni un minuto más. ¡Vete ya!
* * *
Zarandeado por las palabras sin misericordia de Elena, emprendió la visita al Terrero. Las carreteras habían mejorado sobre las que tenía en el recuerdo, pero le llevó dos horas llegar desde la capital. Pasó despacio por Hoya Bermeja antes de subir por la cuesta del Terrero. Encontró el pueblo igual que lo dejó, sumergido en el marasmo de su silencio, pequeño, pobre y mustio, agazapado en sí mismo, con sus muros percudidos por la tristeza. Nadie había cambiado un átomo de aquel lugar cargado de recuerdos y olvidado del mundo. Allí estaba todo: la mínima iglesia con su plaza, sus calles adoquinadas, la lonja de puertas imponentes con su carpintería pintada de verde, los balcones de madera desiertos, los tejados con sus verodes, las casas con su gente viviendo en la parte de atrás, los ancianos compartiendo los recuerdos al calor tierno de las cuatro.
Halló la casa de Candelaria deshabitada y se dirigió a la consulta de Alfonso Santos, donde esperó a que hubiera atendido al último de los pacientes, antes de entrar en el despacho. Los años habían hecho ganar a Alfonso en distinción y autoridad. Alzó la mirada para devolverle el saludo, sin reconocerlo.
—Siéntese y dígame qué le trae —le pidió, con tono cordial.
—Soy Arturo Quíner —dijo él permaneciendo de pie.
Alfonso se levantó aturdido, se acercó a él, le tendió la mano primero y lo abrazó después.
—¡Chico, me has dejado sin palabras!
—Discúlpeme que no le haya avisado. No sabía si seguiría en esta casa y tampoco tenía decidido en qué momento venir —explicó Arturo.
—¿Cuándo llegaste?
—Hace casi dos meses. He estado arreglando asuntos de papeles y averiguando cómo anda el país.
—Qué alegría se van a llevar Matilde y las chicas. Seguro que Matilde te invitará a cenar. Por favor, no la defraudes.
La cena fue agradable y la sobremesa, entretenida, en cuanto se superó el escollo de la desaparición de Ismael. Cuando se despidió del hermano lo había dado por muerto. La causa que lo detuvo para hacerse presente en el Terrero era oír que estaba desaparecido.
Candelaria era la que llevaba peor la ausencia. Vivía en Hoya Bermeja, con Elvira, que había vuelto a casarse apenas dos años antes. Las gemelas de Alfonso estaban terminando la universidad y tenían ya planes de matrimonio. Chano había muerto de un colapso cerebral y estaba sepultado junto a los padres de Arturo, porque durante años había pedido, a cuantos creía con autoridad sobre aquella cuestión, que cuando muriera lo enterraran al lado de Lorenzo.
Arturo les contó que había llegado primero a Montevideo y continuó viaje a Buenos Aires, donde permaneció durante tres años trabajando por la cama y la comida en un garito del barrio de San Telmo. Con dieciséis años, un grupo de científicos de Estados Unidos lo llevaron, más en calidad de adoptado que de contratado, a Comodoro Ribadavia, en la Patagonia, donde debían hacer estudios sobre depósitos petrolíferos. Hacían prospecciones geológicas y estudios de campo para una compañía de inversiones, y le costaba trabajo explicar si eran más científicos o aventureros, porque eran al tiempo una cosa y la otra. Continuó con ellos como un miembro más del grupo durante seis años, al cabo de los cuales había conocido las tierras más remotas de ambas Américas, desde Tierra del Fuego hasta Alaska, por lo que le resultaba más familiar cualquier selva o desierto del nuevo continente que la diminuta isla donde nació. Entre una expedición y la siguiente solía pasar algunas semanas en Nueva York, donde se instaló por último. Y calló, por decoro, que allí consiguió hacer fortuna mientras esperaba la oportunidad del regreso.
Al día siguiente repitió la travesía para ver a Candelaria y a Elvira, que habían sobrevivido a duras penas la tragedia. Cinco años tardó Elvira en aceptarle las visitas a su actual marido, otros dos dejarse convencer para el matrimonio y tres más para celebrarlo. Candelaria tampoco se recuperó. Dejó ensombrecer su carácter; las salidas, cada vez menos frecuentes, las hacía a la iglesia y de tarde en tarde a su deteriorada devoción por la Virgen, a la que le reprochaba que la tuviera tan desamparada en sus peticiones. Las oraciones se le confundían siempre con el llanto, y la interpretación resignada y respetuosa que antes hacía de los designios del dios de sus ideas se había quedado en una suerte de expectante escepticismo. Sus plegarias a la Virgen desde el día del horror las hacía por Arturo, cuyo regreso sería el único recurso que podría reconciliarla con el mundo. Cada día esperaba el paso del cartero para preguntar si le traía noticias y solía visitar a los que llegaba a saber que emprenderían viaje al extranjero, para pedirles que se interesaran por él allí donde fueran, lo que había ocasionado comentarios crueles sobre el estado de su salud mental. Tenía el consuelo de ver a la hija casada de nuevo con un buen hombre que las había emancipado de la necesidad de trabajar, y las visitas casi a diario de Chona. Aunque todavía se reunían en su casa con las viejas amigas, para entretener las tardes con quehaceres de costura, aquellos encuentros no alcanzaban a ser tan radiantes como los de las tardes de antaño, de tertulias y novelas de la radio.
Arturo llegó con facilidad a la casa de Hoya Bermeja que le había indicado Alfonso. Reconoció a Candelaria desde lejos, entretenida en el pespunte de una prenda, sentada bajo un bonito chamizo del jardín. Paró el coche delante de la casa. Desde la reja había una discreta distancia hasta el lugar donde se hallaba Candelaria. Ella oyó el cerrojo y levantó la vista extrañada. Se quitó las gafas con gesto incrédulo y las dejó sobre la mesa, mientras se ponía de pie con pausa. De repente se llevó las manos a los cachetes y comenzó a correr en dirección a Arturo extendiéndole los brazos, arrebatada por el llanto y gritando:
—¡Ay, Elvira, que es el niño!, ¡que no está muerto!, ¡que ha venido, Elvira!
Nadie habría podido reconocer en el hombre fornido de casi un metro ochenta que entraba por la portezuela al niño que un día tuvo que desaparecer, salvo Candelaria, Yaya, como él la llamaba. Candelaria se agarró a él, lo abrazó y lo llenó de besos y lágrimas, hasta que se le agotaron las fuerzas.
—¡Ay, Madre santa, perdóname que haya dudado!
Tras ella Elvira, perpleja, había salido y se acercaba despacio, sin dar crédito a lo que veía, pero en los últimos metros echó a correr y se sumó a las lágrimas y los abrazos mientras los perros ladraban con desconcierto de un lado a otro del patio. No le soltaban el abrazo, reprochándole que no les hubiera escrito en tantos años.
Pasó el día con ellas cosido a mimos y preguntas, hasta el atardecer. Nadie tuvo el valor de mencionar a Ismael, pero Elvira se enjugó las lágrimas muchas veces en el transcurso de la conversación, que ahuyentó temores y dejó descansar en paz la maraña de finales no resueltos, de dolores antiguos, de incertidumbres y desconsuelos.
Esa misma tarde Arturo subió al Estero. La diminuta casa aún estaba en pie, con la techumbre desvencijada y los enseres arruinados por la intemperie. No le sorprendió encontrar las tierras vacías y se consoló al ver que desde los linderos hasta la montaña nadie había dejado su huella en aquellos años. La naturaleza había reclamado para sí el terreno frente a la casa poblándolo de tabaibas, retamas y chumberas. Allí estaban los dos bosquecillos de sauces detrás de la casa, más frondosos y bellos, y la piedra en la que solía sentarse con su hermano, desde la que contempló, tras una apoteósica caída de la tarde, cómo un inmenso globo lunar plateaba el mar sobre el horizonte y le desbocaba los recuerdos que lo ahogaron hasta bien entrada la noche.
Con enorme alegría, supo que la orden de expropiación del Estero había quedado sin efecto al no haberse satisfecho el exiguo importe fijado en el expediente.
Acababa de comprar un todoterreno nuevo, porque subir al Estero con un turismo era imposible, pero encontró en un solar lo que quedaba de un jeep Willys, el vehículo mítico de las tropas aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, que conocía de sus andanzas por América, y no resistió el impulso de hacerse con él. Cuando había dado por perdida la esperanza de hallar quien lo arreglara, alguien le dijo que Emiliano, el sordomudo, estaba especializado en recuperar aquella clase de vehículos. En dos meses, Emiliano se lo devolvió flamante de mecánica, chapa y tapicería, sonando como de fábrica y pintado de un amarillo vivo, no porque le gustara el color, sino porque pensó que era el más apropiado para que pudieran localizarlo cuando se desplazara por la finca.
Con la tierra se repitió la incertidumbre de la llegada. Los ambiciosos planes que tenía para ella, meditados y calculados hasta en el detalle más insignificante, perdieron el suelo firme y otra vez la indecisión lo paralizó. Tuvo que empezar de nuevo, convencido de que lo que había creído planes no eran sino sueños, que se evaporaron nada más enfrentarse a la realidad. Llegaba temprano cada mañana, antes de que despuntara el sol, y contemplaba el amanecer sentado sobre una pequeña loma, preguntándose cuál debía ser el destino de la tierra.
En esos días conoció a Honorio Real. Se adentraba por los lugares más apartados para fotografiar las especies de flora y fauna y anotar en un cuaderno los datos de dispersión y tamaños aproximados, ayudándose de un grueso manual, y divisó a lo lejos la figura de un hombre acompañado por un perro. El hombre se acercó y lo saludó entre cortés y distante. Utilizaba un trozo diminuto de la finca para mantener unas cabras y una pequeña siembra de secano, y quedó muy preocupado cuando Arturo le dijo quién era.
—No se preocupe, Honorio. Nadie lo echará de aquí. Puede dejar las cabras y cosechar lo que tenga sembrado. Hay mucho sitio. Cuando yo empiece el trabajo encontraremos acomodo.
Honorio no contestó, pero la sombra de preocupación desapareció de su semblante.
—¿Cuál es su oficio? —le preguntó Arturo.
—Era capataz en una finca de plátanos, pero hace dos años el patrón me echó por viejo. Ahora tengo las cabritas y las habichuelas, pa entretenerme.
—No aparenta usted viejo.
—Eso dice la mujer.
—¿Qué edad tiene?
—Cincuenta y seis. Pa Todos los Santos.
Tras la primera conversación, Arturo no tuvo dudas de que Honorio era un hallazgo.
—Voy a necesitar alguien que me ayude. ¿Quiere trabajar conmigo?
—Eso… va a depender —le respondió el hombre.
Arturo adivinó en la respuesta una socarronería a la vez astuta e ingenua.
—Nos pondremos de acuerdo con el salario más tarde —le dijo.
—Pos… más tarde le diré —concluyó con mansedumbre.
Se marchó para aparecer poco tiempo después con un zurrón en el que traía un queso tierno, de leche de cabra, un pan agreste, crujiente y delicioso, que olía a leña de brezo, y una botella de vino fresco, recio aunque joven, con taninos suficientes para teñir de negro el ánima de los vasos y de calor la de las personas. Arturo aportó sus refrescos y su pollo frío y compartieron la comida como dos viejos amigos que se conocieran de toda la vida. Al día siguiente Honorio llegó temprano para decirle que aceptaba el trabajo, alegre por volver a sentirse útil después de un intervalo estúpido.
Desde ese día los dos compartieron la contemplación de amaneceres, la incertidumbre, los trabajos, la comida y los silencios. Honorio entendía lo de las catas de la tierra para los análisis, pero lo de fotografiar y contar tabaibas, retamas y lagartos, lo dejaba escapar por los aliviaderos de la mente para evitarse percances de la cordura, aunque poniendo lo mejor de sí mismo en hacerlo bien.
—¿A usted qué le parece el Estero, Honorio?
—Grande —dijo, e hizo una larga pausa—. Y tiene una de piedras… —añadió, subiendo el tono y dejándolo caer alargado hasta el infinito.
Hicieron otro silencio.
—¿Qué querrá que hagamos con él? —preguntó Arturo como si pensara en voz alta.
—Lo quiere todo —respondió Honorio—. Claro, eso si no tuviera tanta piedra. Y si hubiera agua pa tanta finca —dijo—. Es que es grande. Y tiene una de piedras… —repitió, otra vez subiendo el tono y otra vez dejándolo caer alargado hasta el infinito.
Entretanto, un equipo de topógrafos levantaba un mapa de cotas y elaboraba un proyecto de desmonte. En pocas semanas comenzaron los trabajos. La tierra, casi llana en su totalidad, tenía el mayor desnivel en la parte más alejada de la montaña, por donde se situaba la precaria vía de acceso. Para salvarlo, en el primer tramo se hicieron galpones que servirían de almacenes, talleres y oficinas; en el siguiente tramo, a lo largo de una franja de cincuenta metros de ancho, se construyeron cinco niveles de bancales, con paredones de piedra tosca, que se destinaron al ajardinamiento con especies silvestres del lugar. En el primer paso de la operación de desmonte, se apartaba la capa fértil, que se repondría tras el allanado. Los pedruscos que tanto atormentaban a Honorio eran en realidad un tesoro. Tras el cernido de la tierra por las máquinas quedaba una provisión excelente de gravas y piedras de todos los tamaños que se utilizaban en la construcción de los bancales frontales, en el asfaltado de los viales y en la cimentación de cuatro estanques de agua en la cota más alta. Por las laderas de la montaña se provocaron desprendimientos de la tierra inestable y se replantaron pinos.
En donde estuvo la vieja casa, se levantó otra, no muy grande, con tejados a dos aguas y un balcón en la planta superior que cruzaba la fachada. En la primera planta tenía la cocina y una bodega amplias, un baño, un taller en el que montó un pequeño laboratorio de fotografía y, en la parte delantera, junto al vestíbulo, el salón enorme. En la planta alta, el dormitorio principal con baño propio y guardarropa, otras dos habitaciones con sus respectivos guardarropas, otro baño y el amplio estudio biblioteca. Los pilares y las vigas se construyeron allí reforzados para que soportaran el peso de la enorme piedra, que tuvieron que subir con una grúa antes de construir el tejado. Al instalarse, la cubrió con un jergón de lino e improvisó un diván con varios almohadones grandes.
En efecto, Honorio resultó ser un capataz excelente. Realizaba sus cometidos con precisión y tomaba las decisiones con prontitud, adelantándose a los problemas y mandando con justicia y firmeza sin que a nadie le ofendiera su autoridad.
Durante las obras no se presentaron las temidas lluvias que formaran lodazales que retrasarían los trabajos, con excepción de algún aguacero ocasional que no llegó a crear correntías.
—Ahora veremos qué hacer con lo del agua —dijo Arturo cuando concluyeron.
—Esta semana no habrá que hacer nada —previno Honorio—. Pa mí que esta noche va a llover.
En lo que parecía un buen augurio, llovió sin violencia pero sin cesar durante varios días. Aprovechando el paso del barranco, habían dispuesto un sistema de recogida del agua de lluvia que interceptaba el caudal en la parte superior y lo dirigía a un depósito de decantación que al rebosar vertía en los estanques. El sistema funcionó y los cuatro estanques quedaron llenos hasta los rebosaderos. La tierra se cubrió en los días siguientes de un manto verde que por último se engalanó de amapolas, margaritas y trevinas. Por la nueva carretera que facilitaba el acceso, llegó gente de todas partes a contemplar el espectáculo. Estaba tan hermoso que les acongojaba que tuvieran que continuar trabajándolo.
Desde el primer momento Arturo supo que para la colosal obra del Estero las ventajas de su juventud sólo le servirían si se rodeaba de personas que aportaran la experiencia y los conocimientos de los que él carecía, y el acierto con Honorio, cuya circunstancia de desahucio laboral en el mejor momento de su vida era muy frecuente, le mostró el camino que debía seguir.
El siguiente en aparecer fue Venancio, el sacerdote franciscano que oficiaba como adjunto en la parroquia del Terrero. Era grande, fornido y de semblante firme. Tenía la tez de sol de los labradores, la barba espesa, corta y bien cuidada, la dicción de cura sobre una voz potente y grave, y era de trato amable y sincero.
—He venido a verlo porque me dijeron que está contratando personal y quizá pueda ayudar a un buen hombre que usted conoce —le dijo Venancio después de presentarse—. ¿Le reparó el jeep Emiliano, el sordomudo?
—Más bien me lo hizo nuevo —le respondió Arturo.
—Eso me habían dicho. Es que le han quitado el taller y la casa —explicó—. Asunto de bancos. Está con las cosas en el borde de la carretera. Vengo a pedirle el favor de que le permita guardar aquí lo poco que le han dejado. Aunque, en realidad, si pudiera usted darle un trabajo, también haría una buena obra.
—Tratándose de él, le buscaremos lo que sea, no porque sea buena obra, sino porque será un buen negocio.
En el mismo coche que había reconstruido Emiliano fueron a buscarlo seguidos por un camión.
—Donde él está no es de su parroquia —objetó Arturo.
—Es que yo tengo una parroquia itinerante —le dijo con una carcajada—. Se va cambiando de sitio según las dificultades del día. Hoy tocó ésta.
—¿No usa sotana?
—Sólo en el pueblo. Para los asuntos religiosos o de la parroquia.
Guardaron silencio durante largo rato.
—No deje de avisarme cuando necesite otro peón, si le vale uno que sea cura —dijo Venancio.
—Si no va a celebrar misa en horas de trabajo, me vale igual que uno calvo, y puede empezar desde mañana a las ocho.
—Me parece que usted me cayó bien —dijo Venancio con otra carcajada.
—¿Por qué quiere trabajar?
—Como cualquiera, para ganarme el sustento. A Su Ilustrísima le di el disgusto cuando le pedí permiso, me lo dio con condiciones. Yo creo que por tenerme lejos.
Arturo no se lo dijo, pero también pensó que aquel hombre empezaba a caerle bien.
Emiliano permanecía al borde de la carretera, junto a un montón de enseres muy humildes, rodeado de un ambiente de feria, con la mirada inocente sin llegar a comprender del todo lo que sucedía. Se alegró cuando los vio llegar y saludó con un gesto. Venancio, en el lenguaje críptico con el que se hacía entender, le explicó lo sucedido y Emiliano contestó con una sonrisa ancha y agradecida mirando a Arturo y encogiendo los hombros en señal de resignación. En el trayecto de subida, puso la mejilla en el salpicadero. A continuación tocó en el brazo de Arturo y le hizo una seña que no costaba interpretar:
—Coche, sonido, mucho, bueno.
—Sí, suena muy bien —dijo Arturo repitiendo la seña.
Por la tarde, al acabar la jornada, Honorio estaba maravillado con él.
—Es bueno pa cualquier tarea que tenga que hacer alguien con cabeza —dijo Honorio—. ¡Si es que sabe de todo! —concluyó.
—A mí me parece que lo que no sabe, lo inventa —le confirmó Arturo.
Emiliano tocó el brazo de Honorio para llamar su atención.
—Coche, Arturo, yo —dijo con gesto de orgullo.
—¡No le digo! ¡Si es que hasta sabe lo que se habla! —dijo Honorio aún más maravillado.
En poco tiempo estaba a cargo de las instalaciones de riego y suministro de agua, del mantenimiento de vehículos y maquinaria, feliz y orgulloso del trabajo. También era maniático del orden en lo relativo a las herramientas y el taller, que mantenía en perfecto estado de revista. En lo humano era cariñoso, tranquilo, sin capacidad para la malicia, y se le notaba que sufría con los gestos de desapego o de burla. Arturo no dejaba de admirarlo por la forma en que era capaz de superar sus dificultades, aprender lo mucho que de novedoso llegaba al Estero, hacerse comprender con su prodigio mímico y gestual y sorprender a cada instante con sus ideas, la habilidad para resolver los problemas y su inventiva, para los que no contaba con otro recurso que una capacidad de observación extraordinaria como preámbulo de una inteligencia prodigiosa.
Aunque Venancio llegó al Terrero para hacerse cargo de la parroquia, al ver el estado de tristeza que aquello provocaba al anciano sacerdote, habló con el obispo, a quien le había dado ya más de un dolor de cabeza, para pedirle que lo mandara sólo como coadjutor, comprometiéndose a cuidar del párroco. No podrían mantenerse dos personas y entonces le hizo la proposición más arriesgada: que le diera permiso para tener algún empleo. El obispo accedió sólo con la esperanza de que desaparecieran sus jaquecas, pero pronto tuvo que admitir que lo que al principio le pareció una idea descabellada, fue la solución tanto para los problemas económicos de la parroquia como de la salud del anciano párroco. Las convicciones religiosas de Venancio eran profundas, pero también lo era su deseo de trabajar y vivir como el resto de la gente. No quería dejar de ser sacerdote, pero quería hacer la misma vida que hicieran sus feligreses. Arturo le dio flexibilidad con los horarios para facilitarle el empeño, y empezó trabajando como peón, pero a las pocas semanas comenzó a confiarle tareas que por su naturaleza se salían de los cometidos de Honorio. A cambio, obtuvo en Venancio un colaborador muy cercano, con gran capacidad de trabajo, de preparación indiscutible y de lealtad inquebrantable. Por su carácter tolerante se imponía el dogma de no hacer jamás un juicio sobre nadie, de modo que en el entorno clerical menos cercano, donde no lo conocían salvo por referencias de terceros, lo creían seguidor de la Teología de la Liberación. No le incomodaba, aunque eso nada tuviera que ver con el impulso que lo había llevado a su peculiar situación, a la que había llegado por un sentimiento de caridad. Solía tener siempre algún candidato con necesidades en cuanto había un puesto de trabajo. Así, de su mano, llegó Agustín. Otro acierto. También pasaba de los cincuenta y era padre de cinco hijos. Era perito mercantil y había trabajado con los números desde la adolescencia. Se hizo cargo de la administración, organizó archivos y papeles, llevó los libros, ordenó controles e inventarios, puso normas administrativas, hizo previsiones financieras y exigió las mejores condiciones a los banqueros.
En unos meses se habían levantado muros de protección contra el viento en las parcelas destinadas a las plataneras, en otras se levantaron invernaderos y se edificaron unos corrales, al fondo de la finca. Llegaron los animales: veinte vacas con un semental, sesenta cabras con dos sementales que se sumaron a la media docena de las que tenía Honorio, y doscientas gallinas ocuparon el espacio previsto para que tuvieran libertad de movimientos.
Allí se formó un pequeño tumulto de opiniones encontradas, porque decía Honorio que «van a oler mal», pero «mire, Honorio, que con tanto espacio podrán andar en libertad y el estiércol estará repartido, y retirándolo a diario no tiene por qué oler mal», aunque decía Agustín que «yo lo que temo es que no vayan a ser rentables», pero «fíjate, Agustín, que sólo con el estiércol pueden empezar a serlo, porque nos hará falta y es caro, además, a ver dónde conseguimos tanta cantidad y, en todo caso, el nuestro será de mayor confianza y, al fin y al cabo, así aprovechamos el desperdicio de las cosechas, que va a dar pena tanta hortaliza, tanto tomate y tanto plátano de desecho tirado a la basura», sin embargo, Emiliano estaba de parte de Arturo, porque pensaba él que «huevos, leche, mucho, fresco, mucho bueno» y «claro, sí», le respondió Arturo. Y además de eso:
—¿Verdad que son bonitos?
—No, si pa bonito no se encuentra nada mejor —dijo Honorio.
Y todos estuvieron de acuerdo en eso.
—Por cierto, jefe, que me gustaría echarles una bendición y un rezadito, si no te incomoda —propuso Venancio.
—¡No me jodas, Venancio! ¿Qué quieres que le diga yo a un cura franciscano sobre bienvenidas a unos animales? —casi se defendió Arturo—. La gente lo espera y querrá participar. Si les ponemos el refrigerio y el vino, verás lo poco que tardan en sacar un timple y una guitarra y que alguien empiece a entonar una folía.
—Pa mañana entonces, pero después de la faena —previno Honorio, en su papel.
* * *
Para conservar el recuerdo de la finca, desde antes de comenzar las obras, una avioneta de aeroclub había sobrevolado la finca una vez cada dos semanas, para tomar fotografías con las que se obtuvo la completa historia gráfica de los trabajos. De ellas Arturo seleccionó algunas vistas generales que adornaron las paredes de las oficinas, con fotos del mayor tamaño que la mayor ampliadora de las islas fue capaz de hacer. Pese a que las había visto muchas veces, no se detuvo en un detalle, en apariencia trivial, que apenas se adivinaba en una de ellas. Una mañana mientras hablaba por teléfono, notó como manchas de un mismo color de algo que las cámaras fotográficas habían puesto de manifiesto. Cuando terminó la conversación pidió una escalera y se encaramó para comprobar de cerca lo que de lejos sólo se adivinaba. Un cierto orden en la disposición de las manchas, una estructura lineal que comenzaba en la mitad de la falda por un lado de la montaña y terminaba al pie por el otro lado. Le llevó un par de días de exploración, bien provisto de arneses y cuerdas, comprobar el origen de las manchas. Como imaginaba eran rocas. Un estrato impermeable que podría estar llevando el agua a un acuífero lateral, justo en el lado opuesto donde lo intentaron abriendo la antigua galería.
Con algunas perforaciones y unas cuantas detonaciones, descubrieron el acuífero. En los meses siguientes se excavaron doscientos metros de galería y se instaló una embotelladora de agua en las naves de manipulado, para consuelo de Agustín, que empezó a ver ingresos entre tanto desatino de egresos.
El hallazgo facilitó pensar en la más descabellada de las ideas: construir viviendas para los trabajadores en las inmediaciones de la finca. Lo apartado del sitio obligaba a desplazar al personal a diario, lo que era caro y poco eficaz. Disponer de un suministro de agua de calidad permitió plantearse la construcción de las viviendas para el personal, cuya inversión se facilitaría mucho si contrataban con preferencia a matrimonios.
Una propiedad abandonada, colindante con el Estero, parecía ser un lugar propicio para la edificación de las viviendas. El dueño que figuraba en las escrituras era Francisco Minéo. Alfonso Santos lo informó de que estaba muerto, pero que había dejado viuda y una hija, y que se daba la coincidencia que vivían justo en la casa colindante con la de Elvira.