Pese a que pocos lo conocían y menos aún los que pudieran presumir de haber conversado con él, nadie olvidó a Francisco Minéo en Hoya Bermeja. Sobre los riscos, en el espacio lejano donde él no debería faltar, los viejos vecinos sólo hallaban el desasosiego y la tristeza doliéndoles como duele el recuerdo del amigo que no regresará. Su ausencia les dejó un incómodo vacío, un espacio inacabado, una zona inconclusa que sentían igual que si los hubiesen despojado de la brisa del mar o del rumor de las olas. En la misma semana del funeral sin cadáver, cuando se le dio por muerto, algunos pidieron al ayuntamiento ponerle su nombre a una calle. Pese a que consideraban la propuesta una minucia, el consistorio la denegó. A cambio, sin aviso ni ceremonia, un empleado del ayuntamiento colocó una triste placa muy cerca del lugar donde se lo llevó el mar, lo que les sonó casi a burla porque la solución además de burocrática tenía el mismo defecto que la de ponerle el nombre a una calle, puesto que por el nombre nadie lo conocía, y la placa no decía nada ni siquiera en aquel lugar. En una reunión vecinal, el concejal a cargo del asunto se despachó con una frase que, interpretada al revés, daba con lo que deseaban, todavía sin saberlo: «Si te parece, le hacemos una estatua, ¡no te jode!». La atraparon al vuelo. No se enfrentaron a él, un edil del régimen con el poder y la impunidad para arruinar la vida de cualquiera, pero lo que comenzó siendo una tímida propuesta, terminó como un empeño irrenunciable. Por propia iniciativa recaudaron fondos y le encargaron a un famoso escultor una estatua de bronce de tamaño natural. Entusiasmado con la historia y con el personaje, más aún porque había conocido al padre de Francisco y respetaba su trabajo, y hasta divertido con la frescura de rebeldía y desobediencia cívica que había quedado como trasfondo del asunto, el hombre la hizo a precio testimonial, bien provisto de las fotos que cedió Rita, y de las que los vecinos le habían sacado a hurtadillas durante años. Quedó exacta a lo que recordaban, en la misma piedra que ocupaba Francisco, tal como había sido, largo, enjuto, sentado con los brazos apoyados sobre las rodillas, con el sombrero de ala ancha y el pelo cayéndole sobre los hombros, con la camisa suelta, arremangada por encima de los codos y las perneras recogidas por debajo de las rodillas, con el rostro tranquilo y la mirada perdida en el horizonte.
Y no lo olvidaron ni por un instante en la casa. No lo olvidó Alejandra y no lo pudo olvidar Rita. La mujer que, todavía adolescente, supo mantenerlo en el estado de feliz atolondramiento con el que él se dejó mangonear y someter a caprichos y antojos, sin que hubiera demostrado sentirse de otra manera que como el más dichoso del mundo; la mujer que lo llevó casi a empellones hasta las puertas del matrimonio en las que, sin embargo, lo dejó tirado en medio del escándalo y la vergüenza, muriéndose del dolor de no haber tenido de ella ni una explicación, ni una palabra de misericordia, ni un piadoso adiós; la mujer de las dos vidas, la que fue capaz de vivir con tanto rigor en una como frivolidad vivía en la contraria; la mujer enamorada que se dejó arruinar y humillar por un sinvergüenza a quien, sin embargo, tuvo arrestos para enterrar en el olvido sin un instante de pesadumbre; la mujer que fue la única en la vida de Francisco, con la tragedia de su desaparición, se disolvió como una gota de sangre en el océano que se lo arrebató. También él, de muchas maneras distintas, había sido el único en su vida. El primero y el último y el único que en realidad la había amado, pero también, no le quedaban dudas de ello, el único a quien de verdad ella había amado.
Lo había llorado como no imaginaba que fuese capaz de llorar por un hombre, pero no fue sino meses después de los funerales, cuando se rindió a la evidencia de que estaba muerto. Echaba de menos el sosiego que la había cautivado a su llegada, con su ausencia volvía a sentirse extranjera y paria incluso en el ámbito protector del hogar y de su hija. Vació roperos y cajones y quitó de en medio las pertenencias personales que no cesaban de traérselo a la memoria. No dejó sino los retratos en la habitación de Alejandra. Hizo una hoguera con la ropa, los zapatos y todo cuanto pudiera traerle algún recuerdo y metió en una caja lo que consideró que algún día pudiera tener algún valor sentimental para la hija. Viendo las dimensiones de la pequeña caja, que de todas formas estaba medio vacía, y observando el triste fuego que alcanzó a dar todo lo poco que Francisco necesitaba para vivir, la humareda que se alzaba densa y oscura pero que apenas unos metros más arriba se deshacía en el cielo del atardecer y se confundía con el crepúsculo, tuvo conciencia de lo efímera y fugaz que es la vida.
En el taller del sótano, en un estante junto a las cajas de madera con las iniciales RC, depositó la otra de cartón, en el intento de abandonar en ella la memoria. Era inútil, más en aquel recinto que en ningún otro lugar, porque allí sentía que todo estaba tan empapado de él como lo estaban sus huesos. El olor a madera se lo traía a la memoria con tanta claridad que le parecía que su espíritu aún rondaba por la estancia. Rendida a la evidencia, se sentó donde él solía hacerlo y se abandonó en el ensueño: casi llegó a verlo esperando por ella en la orilla de un océano de aguas quietas y cristalinas del más allá.
Desde aquel día no faltó a la cita. Bajaba a ratos de media hora primero, que se fueron alargando cuando la hija empezó a ir a la escuela y terminaron siendo de días enteros. Acudía a su refugio a recordarlo en el fondo de las cajas, a presentirlo en el orden de la estancia, a respirarlo en el olor de la madera. Pero acudía con los recuerdos y una copa, a evaporar el dolor y lavar la culpa en la copa, a evadir la soledad y consolarse con la copa hasta que no tuvo ya remedio porque sólo le importaba la copa.
Se le fue de las manos sin apenas darse cuenta de ello. En los primeros años hacía el esfuerzo durante el día, tomando lo imprescindible para mantener el pulso firme, pero cuando acostaba a la niña bebía hasta derrumbarse. Antes de que sucumbiera al desastre, si el tiempo lo permitía, solía bajar a la cala dando un paseo con la pequeña, para desearle buenas noches a Francisco. Ni eso le quedó después. Abandonó la costumbre cuando no fue capaz de vivir sobria y comenzó a no dejarse ver. En esa época, alguna madrugada, después de asegurarse de que la hija dormía bien, bajaba a sentarse junto a la estatua. No llamaba la atención porque la costumbre de ir a la cala se había puesto de moda, y no era difícil ver allí a algún solitario o una pareja, incluso en horas de la madrugada.
Al cabo de unos años, cuando el exceso comenzaba a quebrantarle la salud, terminaba las noches durmiendo la mona tirada por cualquier rincón, donde la hija solía encontrarla al levantarse, en un estado y a una hora en la que era inútil que la niña intentara acudir a la escuela. Apenas con diez años cumplidos, Alejandra tenía la costumbre de levantarse a media noche para atenderla. Lo más habitual era que hubiera terminado su refriega con la botella, doblada sobre la mesa del taller, aunque alguna madrugada en la que la borrachera de la tarde anterior no hubiese sido tan inclemente, podían reencontrarse madre e hija, lo que bastaba para que Alejandra rehabilitara la figura de su madre.
Fue una niña de carácter tranquilo y de una madurez casi adulta en cualquiera de las etapas de su desarrollo. Rita lo atribuía al hecho de que su principal compañero de juegos en la niñez más tierna fue Francisco, de quien Alejandra no se separaba. Era tanto el amor de la hija por él que Rita no alcanzó valor para confesarle la verdad, porque no llegó a encontrar causa que justificara herir a la hija con algo irrelevante en el fondo, puesto que salvo por el accidente biológico Francisco era el mejor padre que cualquier madre pudiera desear para una hija. Tanto lo fue, que la propia Rita llegaba a olvidarse de ello y en muchas ocasiones se descubrió hallando parecidos entre la niña y él, tras los que recapacitaba para lamentarse de que no llevara su sangre.
La enfermedad de la madre, el estado de permanente dependencia y, en particular, la obstinación de no dejarse ver por nadie, había tenido el efecto perverso de que Alejandra llegara a la adolescencia casi sin haber tenido contacto con chicos de su edad, en ninguna de las etapas del crecimiento, ni siquiera el roce más elemental de una amiga con la que intercambiar confidencias. A veces, cuando oía a los chicos jugar en la calle echaba de menos salir para meterse en la cuadrilla. De inmediato ahogaba el deseo. No sólo había dejado de asistir a las clases por no desatender a su madre, sino porque se sentía una adulta incluso con los mayores que ella. Mientras otras niñas de su edad jugaban con muñecas, ella aprendía por sí misma a mantener el orden de la casa, a hacer la compra, a economizar, preparar la comida y cuidar de la ropa, mientras vigilaba que su madre no provocara algún accidente o se hiciera daño, en cualquiera de sus frecuentes malos momentos.
Pese a que le gustaba aprender, estaba tan retrasada en las clases y la asistencia a la escuela era tan fortuita que nadie la echó en falta en el comienzo de curso en el que no se presentó. Fue ella misma quien tomó la decisión cuando le llegó la menarquia, muy poco antes de cumplir los doce años. Tal era su estado de incomunicación e inocencia que descubrió el trance de la menstruación de la más cruel de las maneras. Una tarde, pese a que le dolía el vientre y no se sentía bien, hacía sus tareas, cuando de pronto advirtió dos gotas rojas sobre la tela blanca de la alpargata. Al ir levantando la falda descubrió primero el rastro de sangre en la pierna y la braga empapada después.
A través del vapor de la quinta copa, Rita vio a la hija paralizada bajo el dintel, con la falda recogida en la mano mostrando el estrépito rojo, mirándola aterrada, con los ojos muy abiertos en una expresión de miedo y desconcierto. El sopor se disipó, de pronto la imagen se le hizo tan cristalina como su propia vida. Aunque no podía recordar en qué momento, estaba segura de haber tratado aquel asunto con la hija. Pensaba que era ya una mujer capaz de manejarse con los contratiempos de la vida, pero al instante recordó que era una niña que por no tener no la tenía ni a ella sino en momentos fortuitos. Rita sintió que era la peor mujer que hubiera nacido y la peor madre imaginable. Corrió al inodoro, se metió la mano en el esófago y vomitó hasta la primera de las copas. Se lavó y, con una toalla empapada, fue a darle a la hija la tarde que le estaba debiendo desde hacía muchos años. Después de limpiarla, la sentó en el sofá, sin parar de pedirle perdón, la consoló entre los brazos explicándole que lo que le pasaba no era malo sino bueno porque había empezado a ser una mujer. Una mujer, que ya se vislumbraba, tan bella y hermosa que dentro de poco le bastaría una sola mirada para volver loco a cualquier hombre.
Alejandra adoraba a su madre, aunque la temía. La pesadumbre que la condujo a la catástrofe de la bebida había hecho que Rita pudiera ser tierna en un instante pero implacable en el siguiente. Aunque lo peor era que parecía insensible al sufrimiento de la hija. Alejandra lloraba a escondidas y no sólo por esa causa. El miedo a que le faltara su madre, a la que veía aniquilarse un día tras otro, y la angustia por la penuria económica que empezaba a percibir eran un duro tormento al que se enfrentaba desde la soledad, sin refugio ni el consuelo de alguien a quien acudir para disolver una duda o hacer una confidencia. Para bien y para mal, sólo tenía a su madre y sólo en las ocasiones, cada vez menos frecuentes, en las que no hubiese cruzado a la otra orilla de la botella.
También se escondía en el taller. En horas distintas a las de Rita, solía bajar para mantener el orden y el cuidado de los enseres y las herramientas. Había aprendido la importancia de ese menester sin recordar cómo, porque en los primeros años de su vida observaba a Francisco desde el corralito donde la ponía a jugar, mientras él adiestraba las habilidades del oficio. Cada poco, Alejandra vaciaba los cajones y desalojaba los estantes y en un pausado ritual, casi con devoción, con un paño humedecido en aceite primero y con otro seco después, limpiaba las herramientas y artefactos, indescifrables para ella, pero sin excepción cada uno de ellos venerable, devolviéndolos al exacto lugar y en el preciso orden en el que Francisco los dejó.
De la misma manera, sin darse cuenta de cómo fue, Francisco le había enseñado a dibujar desde muy pequeña. Como todos los críos empezó pintando monigotes, pero al poco, le enseñó a dibujar líneas rectas, después curvas, a continuación cuadrados, triángulos y círculos, y antes de que tuviera edad para ello, la puso a copiar dibujos sencillos. De la madre, había cogido la costumbre de bajar antes de desayunar a darse un baño en la cala. Esa escapada y esconderse en el taller eran las únicas evasiones que se permitía.
Desde la primera regla de su hija, Rita puso de su parte para intentar mantenerse sobria la mayor parte del tiempo, de modo que muchas tardes Alejandra no tuviera que estar tan pendiente de ella. En la casa contigua, al término de unas reformas que la dejaron resplandeciente, se trasladaron a vivir dos mujeres con las que Alejandra entró en confianza desde el primer momento y que aliviaron su soledad. Eran Candelaria y Elvira. Empezó a frecuentar la casa donde se sumaba a la tertulia de mujeres que cosían mientras escuchaban novelas de la radio. No faltó ni un solo día a las clases en las que halló refugio y afecto sinceros.
—Tú llámala Yaya —le dijo Elvira al oído, en tono de complicidad, la primera tarde.
Alejandra lo hizo sin forzar la ocasión. Al oírlo, Candelaria la miró con sorpresa y cierta tristeza y después la agasajó con una sonrisa ancha y silenciosa que pareció brotarle en el alma. Alejandra supo que acababa de ganarse el cielo.
Después la vio levantarse las gafas para enjugarse las lágrimas con un pañuelo.
—¡Ay, niña mía! Si tú supieras…
* * *
Casi tres años después llegó Arturo a la puerta de Rita Cortés. En su discreto encanto la casa le pareció abandonada, salvo por los parterres de jardín que alguien debía mimar. Necesitó tocar tres veces antes de que Rita Cortés abriera la puerta, apenas unos centímetros.
—Quiero hablar con la señora Rita Cortés.
—Rita Cortés no suele hablar con nadie —advirtió ella.
—Vengo a traerle un negocio.
Desde la penumbra, con la puerta entreabierta, ella lo miró con firmeza, de arriba abajo y a los ojos. Pidió un momento, cerró, se recompuso la bata, se alisó el pelo y abrió para franquearle la entrada. Una vez dentro, le pidió que se sentara con la manifiesta soltura de sus buenos años.
El rostro abotargado, la voz grave, macerada por el alcohol, la actitud dura, el maquillaje inexistente y el peinado desatendido daban la idea opuesta de la que denotaban la bata descolorida, aunque sin duda cara, la forma de hablar y los modales, que expresaban que un largo sendero en el pasado de la mujer había discurrido por la cima de las cosas.
—¿Qué negocio es el que quiere proponerme?
—He sabido que es usted la dueña de una tierra junto a una finca que tengo. Estoy interesado en comprarla.
Rita conocía la historia por los retazos que Alejandra le había ido trayendo de la casa de Elvira.
—Entonces ¿es usted el dueño de esa finca enorme?
—Quiero construir viviendas para el personal. Harán falta permisos, pero antes de hablarlo necesito saber si usted desea venderla.
—Dependerá de su oferta.
Rita habría aceptado por la mitad de lo que Arturo le ofreció. Acordaron un pago como reserva del derecho de compra, que formalizarían mediante la firma de un documento privado en los días siguientes.
Mientras lo acompañaba a la puerta, terminó de pasarle revista. Bajo su penetrante mirada los hombres eran de materia transparente. Arturo le causó buena impresión. La honradez que demostró en el buen precio que fijó por la tierra le hizo suponer que era hombre de palabra. La expresión inteligente, los gestos serenos, el aplomo de la mirada, la corrección de los modales y la forma de hablar, casi brusca de tan concisa, sugerían que se había preparado para la vida en la propia batalla. Rita lo supuso, por tanto, entre los que defienden los principios hasta la última sangre. El contraste de su juventud enfrentada a los ademanes de hombre ya maduro, la indudable belleza masculina adornada por las prematuras y dispersas hebras blancas del pelo, y el aura de tristeza y lejanía que creyó apreciarle, le hicieron sentir un ápice de simpatía por él. Con aquel simple vistazo, Rita Cortés obtuvo un retrato bastante fiel del alma de Arturo Quíner.
En la semana siguiente regresó para firmar los documentos y entregar el talón por el importe acordado para la reserva de compra. Llegó puntual a la cita. Rita se había arreglado para la ocasión y rememoraba a la mujer que había sido.
Se alejaba por el jardín tras despedirse cuando Arturo Quíner fue requerido por el destino. La niña, casi una mujer, le sonreía desde la distancia de unos metros. Él le devolvió la mirada y el esbozo de una sonrisa, temiendo que se le hubiese notado que un relámpago acababa de partirlo en dos.
Luchó consigo mismo para no volverse a mirarla, una vez, sólo una vez más, y perdió. Y luchó de nuevo para no volverse a mirarla, otra vez, sólo una vez más, y perdió de nuevo. Y cada una de las dos veces ella lo seguía con la mirada y le sonreía, y cada una de las dos veces él creyó que no había sido capaz de devolverle más que una mueca. Tras el visillo, Rita Cortés observaba la escena y también a ella se le escapó una sonrisa que en su caso tenía mucho de añoranza.
Si en aquel momento el demonio le hubiera propuesto dejársela ver por un instante más, aunque fuese desde tan lejos, y a cambio le exigiera que volviera a pasar por el infierno diez veces, Arturo habría firmado sin dudarlo.
Aquella noche no fue capaz de pensar en nada más. Inerme, sentado en el diván de piedra, no fue consciente de que tras el ocaso llegó la noche de plenilunio más radiante que pudiera recordar. Donde quiera que mirase, no veía más que la impronta de la niña cuyo resplandor tenía impreso en las retinas. Al cerrar los ojos revivía cada uno de los precisos detalles. La camisa de blanco inmaculado abotonada sobre el pecho adolescente, rotundo y tierno a la vez. La cintura breve, ceñida por una falda azul de vuelo amplio hasta media pierna que resaltaba las caderas, ya poderosas. La coleta de cabello dorado sujeta en la coronilla que terminaba a media espalda. Los pies menudos en las pequeñas alpargatas de lona blanca. Las piernas largas. La espalda recta. El talle esbelto. El cuello largo y delicado. Los ojos grandes, diáfanos, entre azules y grises. Las cejas delgadas, en un arco leve y preciso, con un ligero rictus de decisión hacia el entrecejo. La nariz recta, pequeña, perfecta. La boca bien dibujada, apenas roja. Los dientes blancos, bien alineados. La mirada ingenua, la sonrisa generosa.
Avergonzado por consentir que la imagen de una cría, que apenas tendría quince años, le sublevara el espíritu de semejante manera, intentó pensar en otra cosa, intentó leer, intentó hacer bocetos de viviendas, intentó dormir. Era infructuoso. El recuerdo de aquella niña imponía su enorme autoridad y hacía que lo demás pareciera banal y penoso. Esa noche tuvo que rendirse a la evidencia de que la lucha sería inútil, que estaba derrotado y que tendría que aceptar el designio de su corazón. Pero en la capitulación también hallaba el consuelo. Era cierto que la llevaría donde quiera que fuese porque no habría fuerza que lograra sacársela de la mente, pero de la misma manera en la que era ya un tormento, sería también el refugio al que podría acudir sólo con cerrar los ojos.
A la mañana siguiente, un grueso cuaderno de finas cubiertas tenía dos páginas escritas al fragor de una tormenta de amor avergonzado de sí mismo, insensato e inverosímil. Un amor que jamás podría conquistar y que nunca podría manifestar. Pero un amor que, antes que cualquier otra cosa, era inevitable, porque había decidido que prefería morirse antes que evitarlo.
* * *
Junto a él, en la sala de espera de la notaría, aguardaban turno otras doce personas. El leve cuchicheo de las conversaciones cesó para prestar atención al paso pequeño y decidido de unos tacones que se aproximaban por el fondo del pasillo, anunciando la presencia de una mujer acostumbrada a pisar el mundo sin remilgos. Rita Cortés se detuvo en la puerta y dio los buenos días, que los presentes, sin excepción, le devolvieron. Era otra Rita Cortés, la que Arturo había intuido que estaba detrás de la viuda venida a menos que conoció en la primera visita a la casa. Estrenaba ropa y zapatos, había pasado por la peluquería y se había maquillado. Llevaba el vestido idóneo para una espléndida mañana de primavera. El traje de falda y chaqueta de un verde muy tenue; la falda hasta la rodilla, la chaqueta sin solapas hasta la cadera, ceñida al talle; la blusa abierta, de otro verde más tenue; gafas oscuras, una gargantilla de perlas diminutas con los pendientes a juego; a tono con el traje, los zapatos y una pamela pequeña, que hubiera sido excesiva para cualquier otra pero que ella lucía con tanta soltura que no era sino la minucia que ponía el perfecto remate del atuendo. Sin duda, todavía quedaba en ella la mujer que había sido. Al pasar, las mujeres la miraron fascinadas y cualquiera de los hombres se habría sentido dichoso si ella le hubiese dedicado una sonrisa de caridad.
Arturo, tan hechizado como los otros, estaba a la vez desolado. La hija no la acompañó. El suplicio de las dos últimas semanas lo había consolado con la esperanza de volver a ver a la que había desatado el fuego de amor que lo abrasaba.
Sin embargo, pocos días después, en la que debía ser la última visita a la casa, cuando le llevó a Rita las copias definitivas de las escrituras, ella lo sorprendió pidiéndole que esperara y apareciendo al instante acompañada por la hija. Los presentó. Alejandra le tendió la mano entre tímida y orgullosa y él se la estrechó sacudido por un calambre.
¡Alejandra! Por fin sabía su nombre.
Absorto en el ensueño, flotando sobre una nube, salió de la casa, subió al coche, condujo muy despacio, sin advertirlo llegó a la finca, paró bajo la parra, subió al estudio y en la primera página del cuaderno anotó: «Alejandra».
Y se avergonzó de sí mismo durante la tarde, y el amor y la vergüenza fueron lo último antes de que conciliara el sueño y lo primero al despertar. Intentó sumergirse en sus tareas y proyectos, en las implacables jornadas de trabajo, en la complejidad de los planes, pero fue inútil. La imagen de Alejandra se imponía para recordarle lo triste, lo efímero y banal que era el mundo sin ella.
De los retos de la vida, en aquel de los amores era en el que más indefenso se sentía. Suponía que para madurar en el terreno de los enamoramientos febriles, también habría una edad de aprendizaje, que con seguridad era la adolescencia o una juventud más tierna que la suya, algo de lo que el destino lo había despojado con la tragedia. Tenía una conmovedora falta de recursos para ubicar los sentimientos o enfrentarse a ellos y una vez más lo intentaba por el método torpe de ocultarlos al mundo, abandonados en la memoria, con la absurda esperanza de que se fosilizaran y dejara de sentirlos. Pero en aquel caso la lucha era inútil. Una tarde abandonó las obligaciones para hacer guardia, en un lugar desde el que, tras varias horas de espera, consiguió sacar algunas fotos de su pequeña. Todas resultaron inservibles para el propósito. Pese a ello, amplió una y la pegó en la contraportada del cuaderno. La contemplaba a cada instante y cada vez que lo hacía la vergüenza agrietaba la consideración que tenía de sí mismo.
Hasta entonces, las pocas veces que descansaba del trabajo acudía a la capital para visitar a Elena, con la que había continuado la relación fácil y adulta de los primeros días. Sin embargo, desde la aparición de Alejandra no había deseado juegos amorosos. Elena lo notó, pero no preguntó.
* * *
Informó a los más allegados del proyecto de las viviendas que se edificarían en torno a una pequeña plaza, con una guardería, una escuela y un lugar de ocio, con cantina, biblioteca y sala de actos. Del tamaño justo para no ser apretados sin ser excesivos. Lo primero que hizo fue trazar una línea blanca que continuaba la franja de tierra liberada del Estero, para escarnio de Honorio, que no acababa de comprender el significado y que guardó silencio mientras lo ayudaba con la cal, pero que veía que estas cosas el patrón sabrá pa qué las hace, pero cualquier día nos vamos a ir a la ruina con tanto desperdicio.
Trabajó las jornadas implacables, inmerso en la complejidad de los proyectos y la puesta en práctica de la empresa colosal que era el Estero, sin dejar de soñar el sueño que lo embriagaba ni por un instante. Porque Alejandra triunfaba sobre todo lo demás.