Jorge Maqueda aún pensaba que de no haberse sabido lo de sus desmanes en el preciso momento en que daba por hecho el nombramiento, habría alcanzado el sueño de llegar a ministro. Aunque hablaban de él, era para el cargo de subsecretario, algo meritorio que se quedaba, sin embargo, en el peldaño anterior al de ministro. Sólo cuando se desvaneció el espejismo, cayó en la cuenta de lo inverosímil de sus pretensiones. Los servicios que había prestado, aunque impagables, no eran sino trabajo sucio. Su papel no había sido más que el de otro peón cualquiera, y en el régimen de castas, que también él patrocinaba, a los peones se les despachaba con una chapa de latón y unas palmadas en la espalda, sin reconocerles ni el derecho a sentarse en la misma mesa que los criados.
El de María Bernal, el último de sus atropellos, fue tardío. Sin relación con él pero coincidiendo en el tiempo, apenas unos meses después del suceso, antes de que naciera el hijo ni supiera lo del embarazo de María, Jorge Maqueda tuvo que rendir cuentas por un caso anterior del que apenas guardaba recuerdo. La mujer, que no era distinta entre la media docena de las que se contaban como víctimas, al menos tan indefensa como las otras, tuvo, sin embargo, quien oyera sus lamentos. Un tío suyo que había llegado a cardenal se enteró de lo sucedido y tuvo al gobierno patas arriba mientras no le brindaron la cabeza de Jorge Maqueda. En la alta esfera acordaron pronto que el asunto no podía salir de los despachos y mucho menos para ir a un tribunal. De acuerdo con ellos, el cardenal aceptó de buen grado el castigo de la inhabilitación.
Aunque conservaba la plaza de médico forense del Ministerio de Justicia, le franquearon un premio de consolación por los servicios, en efecto inestimables, que había prestado. Lo aceptó a regañadientes, pero se entregó a ello en cuerpo y alma. Contra lo que todos, incluido él mismo, habían creído migajas, en el transcurso de unos pocos años de actividad comercial, puso a funcionar una maquinaria de prosperidad fabulosa, empezando desde abajo como representante de algunas compañías farmacéuticas y de suministros hospitalarios. Además de que conocía a la perfección el engranaje sanitario del Estado, quienes ocupaban los cargos que podían facilitarle el negocio eran antiguos camaradas que lo sabían con la complacencia de los gerifaltes, pese al desteñido repudio. Pronto tuvo su propio establecimiento, desde el que ganaba los concursos públicos para el suministro de material y medicinas a los hospitales con el esfuerzo único de preparar la documentación. Vendiendo a varias veces su precio, le sobraba para corromper voluntades, hacer regalos y repartir comisiones y sobornos. Los contratos eran cuantiosos y continuados y cuando decidió el secuestro del hijo, su fortuna personal era ya disparatada. No sólo terminó con más poder que muchos ministros, sino que, al contrario que a ellos, nadie podía destituirlo. En el mismo acto donde se lo sacaron de encima, le entregaron los medios con los que años más tarde se las ingenió para humillarlos. Ajustó cuentas con la mayoría de ellos, en venganzas pequeñas y mezquinas que, como no podía parecer que lo eran, puso en práctica con sigilo y deleite, encubiertas por un artificio de favores fallidos. No necesitó sino permanecer a la espera de que tocaran a su puerta, y uno tras otro fueron pasando por el despacho a pedirle, incluso a suplicarle, que los favoreciera con influencias o para que los dejara participar en alguno de sus tantos negocios, a veces con la irrisoria pretensión de que lo hiciera por lealtad, en homenaje a la vieja camaradería. No se negaba, pero mientras hacía como que se esforzaba en poner los medios para garantizar el éxito de lo que hubiera ideado, por detrás se aseguraba de que terminara en naufragio.
No se dejaba ver en público. Mientras le duró la ilusión del nombramiento, había soportado, y mal, la asistencia a fiestas y actos religiosos, pero desapareció de la escena tras el traspiés con el cardenal. Lo hizo sin pena porque no era amigo de ceremonias, menos aún de festejos, pero, sobre todo, porque de pronto se vio libre para no dejarse ver con la esposa, lo que era, sin más adornos, un consuelo fascinante. Recién salido de la facultad, sin amor ni otro motivo que el de asegurarse la plaza en el Ministerio de Justicia, se había casado, por la vía del reglamento más severo, con la hija de un general de brigada. No habría podido decir que el suyo hubiese sido un matrimonio infeliz, porque eso habría sido decir demasiado. En realidad, no llegó a ser matrimonio.
La mujer carecía de cualquier encanto. Era fea, mojigata, pudibunda, seca de cuerpo, tiesa de carácter, simple de entendimiento y, en esencia, insignificante. Estaba en pie para la primera misa y se acostaba después del rosario, sin que por el medio hubiese hecho otra cosa que parapetarse, en lo que llamaba «sus habitaciones», a pasar el día en el temor de Dios, es decir, a no dar ni clavo. Lo de «sus habitaciones» era un modo decoroso de decir que se quedaba para uso exclusivo con la mitad más soleada de la casa, donde no consentía que nadie la molestara. Como Jorge Maqueda no hacía vida social y habría estado mal que ella la hiciera sin él, no salía a la calle excepto para sus pastiches religiosos. Pasaba horas al teléfono hablando con su camarilla de amigas y parientes, todas sin excepción tan pazguatas como ella. Leía poco y sólo los libros que le autorizaba el director espiritual, a quien llamaba por teléfono varias veces al día o le mandaba notas de urgencia, con los requerimientos y preguntas más mentecatas, como si era más cristiano tomar la ducha o el baño, que el religioso, pillado por sorpresa en medio de una conferencia, no fue capaz de responderle. Ella se le adelantó con otra nota. Por sí sola había llegado a la conclusión de que, pese a ser invento de luteranos, la ducha era más aconsejable que el baño, porque éste exige un protocolo más rico y elaborado, más lúdico, por tanto también más reprochable. Pero el camino de la virtud es muy largo y está plagado de distracciones y emboscadas, y aquella noche la asaltó en mitad del sueño la duda de si sería legítimo o no lavarse…, lavarse…, lavarse…, ¿me comprende, padre?, por supuesto, que de serlo, dando por bien entendido que sólo durante la ducha o, en caso de auténtica emergencia, como Dios manda, en la palangana y jamás en esa obscenidad extranjera a la que llaman bidé, tan del agrado de mujeres…, de mujeres…, de esas mujeres, padre, a las que tanto gozo da ese artefacto, tan impúdico que damas piadosas y devotas nos hemos visto en la obligación de suplicar por carta, a nuestro amadísimo caudillo, que prohíba su uso y propiedad y se asegure de que son retirados de los retretes de la patria.
Excepto las primeras noches de escarceos infructuosos, el marido no había vuelto a dormir en la misma cama que ella, y pasaba días, a veces semanas, sin verla. Cuando Pablo llegó a la casa, Jorge Maqueda le ordenó que corriera la voz de que había reconocido al niño para evitar que lo metieran en un orfanato. La puso en conocimiento de que era hijo natural suyo, pero le prohibió que lo dijera a nadie, mucho menos a un confesor.
—Puedes decirlo, pero entonces yo quedaré libre para contar que este matrimonio está por estrenarse porque nunca has cumplido con los deberes conyugales —le dijo con odio y dejando ver el asco que le daría cualquier cosa con ella.
La mujer se puso muy mala. Estuvo con jaquecas y sofocos durante unos días y necesitó del retiro urgente a una novena para restablecerse de las penalidades de la ingratitud y, aunque transcurrieron otras dos semanas en las que desplegó su prolijo repertorio de hociquines de mártir, dejando a su paso un reguero de gimoteos y pucheros, supo cumplir el recado. No sólo dio la versión sin apartarse de lo que Jorge Maqueda le había ordenado propagar sobre el recién llegado a la casa, sino que la mejoró con su propio estilo, contando que el niño era la respuesta con que el Altísimo, por sus inescrutables designios y gracias a su infinita misericordia, atendía las plegarias del matrimonio de que los bendijera con un hijo, alabado sea el Señor. Quedó así resuelta la única cuenta pendiente que le quedaba con el marido. Pablo fue la solución providencial que le permitió dar por zanjado el fastidioso capítulo de la fornicación y los hijos, y a partir de ese momento pudo entregar el resto de sus días, sin más reparos ni cortapisas, a las mortificaciones y los embelesos de la castidad.
Con la mujer castrada, inútil como esposa, inhabilitado por la vía del matrimonio a cualquier clase de desahogo, y apremiado por el apetito sexual retorcido cuyo estigma lo perseguía, tuvo que buscar el consuelo por la vía común de las prostitutas. En Valencia halló un burdel de mucha reserva y postín que por su lejanía de Madrid le pareció idóneo. Hizo un acercamiento circular, medido y gradual, no por propósito de que lo fuera, sino porque los primeros intentos fracasaron en el instante de cruzar el umbral. Por fin, las urgencias de la carne le dieron el valor para vencer el obstáculo. Le costó entrar, pero en el interior halló la solución definitiva a sus tormentos. Un par de veces al mes escapaba para verse con una prostituta. Lo recibían con minifalda, vestidas de colegiala, de criada, de enfermera o de monja, lo que era especialidad del burdel. A cambio de más dinero, alguna le siguió el juego hasta el final y se tomó la droga para la conclusión fulminante que él necesitaba. Aunque las pidiera jóvenes, no era impedimento que alguna no lo fuese tanto. La de mayor experiencia y más edad tuvo la perspicacia de ver que el desafuero de la droga no era sino simple miedo al ridículo de la eyaculación precoz. Despacio, con mucha habilidad y paciencia lo llevó a su terreno. Mediante unas maneras que parecían afecto, que algún tonto habría podido confundir con cariño, pero que no eran otra cosa que maestría de oficio, lo sosegaba, lo distendía, le hacía olvidar el miedo a condenarse, el miedo a que llegara a saberse, el miedo a la eyaculación precoz, el miedo al fracaso, el miedo a tener miedo. Le enseñó a abandonarse y a continuación se lo llevó babeando detrás de ella por los vericuetos de la piel a donde le dio la gana. Primero lo hizo desistir de la estúpida necesidad de que la mujer estuviera inconsciente, a continuación le hizo sentir que los disfraces y los adminículos eran estorbos, después consiguió hacerle comprender que el sexo es un impulso natural, a cuya fuerza es preferible darle salida por el sitio que sí es, que ponerle impedimentos o intentar sofocarlo, porque su fuerza incontenible terminará reventando, y lo hará por donde no es ni debe llegar a ser. Por último lo llevó a donde era ella quien se moría por ir. Logró que la sacara del burdel y le pusiera un piso a su nombre en Alcalá de Henares y un discreto chalé en la Manga del Mar Menor, que fueron, sin duda, la mejor inversión que Jorge Maqueda hizo en su vida. Ella no podía llegar a quererlo, pero le fue fiel y, lo que era más difícil, también le fue leal. En realidad fue más auténtica y mejor esposa que la oficial.
Jorge Maqueda se preocupó de su bienestar. En el acuerdo, la parte sometida era ella y no cabía que sintiera amor, aunque tampoco impedía que sintiera compasión. Viendo a Jorge Maqueda en paños menores, era imposible hacerse a la idea de que en algún momento hubiera estado tan arriba como él pensaba. Se lo contó en una de las primeras visitas en el piso de Alcalá de Henares. Llegó a tiempo de ver un partido de fútbol y se quitó la ropa para acomodarse. El que era su equipo perdió. Quiso hacer el amor, pero le faltó la inspiración y lo dejó para mejor ocasión. Mientras se vestía, le contaba lo cerca que había estado de llegar a ministro de no ser, según su versión, porque las envidias y los conspiradores le cerraron el paso. Mientras ella oía el relato, él se vestía muy despacio y se iba transfigurando en el hombre vetusto, fúnebre y de maneras crepusculares que era. Lo vio ponerse el pantalón gris oscuro, la camisa azul marino, el grueso cinturón de cuero negro, los tirantes ociosos con los colores de la bandera, la corbata negra, el traba corbatas rojo con el yugo y las flechas negras, la chaqueta oscura, el alfiler en la solapa con el escudo del régimen, el águila y de nuevo el yugo y las flechas. Por último se dio la vuelta para ponerse el peluquín de pelo negro frente al espejo. Visto por detrás parecía una boina sobre el cabello canoso de la nuca. Quedó tan cómico que a ella además de risa le dio pena.
—Cómo iban a tenerte en cuenta, si todavía hoy sigues vistiéndote como un mancebo —le dijo, riéndose, aunque un poco exasperada.
Jorge Maqueda se volvió desconcertado, a punto de responder mal, pero lo desarmó a tiempo la expresión de ternura.
—Los de arriba también se ponen uniforme, pero sólo para las fiestas. Y de militar de alta graduación, del cuerpo diplomático o de perifollos de la realeza —le explicó ella—. Tú no lo ves porque estás acostumbrado, pero te vistes con el mismo uniforme que les ponen a esos chicos que les hacen los recados.
Jorge Maqueda no respondió. Ella había dado tan de lleno en el clavo que lo dejó sin aliento. En un par de semanas, con la dificultad de no poder acompañarlo, consiguió que le cambiara el aspecto. Compró una maquinilla de pelar para cuidarle los cuatro pelos ralos de la nuca, que después le tiñó de castaño oscuro. Le dijo que mandara hacerse un peluquín con un corte más moderno y con el mismo tinte que había empleado para el pelo. Eligió algunos de los programas, que entonces entregaban en las taquillas de los cines al retirar la entrada, para que el sastre tuviera una idea de lo que debía hacer. A Jorge Maqueda le gustó el método. Al fin y al cabo era un importante hombre de negocios. No veía por qué no parecerse a los hombres de negocios de Manhattan, lo que con seguridad le ayudaría en los que cada vez con mayor frecuencia hacía con ellos. No abandonó el bigote del estilo del dictador, muy de moda, pero cambió tanto el aspecto que, en ocasiones, algunos de los antiguos conocidos no lo reconocieron al cruzarse con él.
Como lo de la foto del galán le dio buen resultado, continuó eligiendo la indumentaria siguiendo el modelo del que estuviese de moda. Lo que para su mundo cotidiano, en el despacho y los negocios, iba de maravilla, resultó una catástrofe cuando quiso repetirlo para su estética de los fines de semana, aunque por suerte para él, eran pocos los que lo vieran de esa guisa. Comenzó eligiendo la foto del actor Joseph Evans Brown, que hacía de viejo verde en la película de Billy Wilder, Con faldas y a lo loco, para lo que apenas necesitó la gorra de oficial de marina y la chaqueta azul marino con el ancla bordada en el bolsillo. Aunque quedó un tanto raro, el resultado fue aceptable. Al cabo de un tiempo, la gorra de marino fue de golfista, la chaqueta con el bordado del ancla dejó su lugar al pulóver de color primaveral, el pantalón de lino blanco le dejó el sitio a pantalones cortos de cuadros y colores frenéticos. Pese a que no habría podido jugar al golf, por manco, terminó con la flamante apariencia, entre conmovedora y patética, de los ancianos juveniles de Palm Beach.
Llevó una vida poco notoria. Viajaba más de lo que hubiera deseado, siempre por negocios y nunca por descanso, excepto por sus escapadas al chalé de la Manga para estar con la querida, la única con quien mantenía una auténtica relación personal. Sin ser tacaño medía el gasto, sin embargo, ni al hijo ni en ninguna de las dos casas dejó que faltara nada.
Sólo empezó a ver algún peligro en las postrimerías del régimen. Mientras todo estuvo atado y bien atado no había motivo para temerlo, salvo que un vendaval arrasara las instituciones. El vendaval se llamaba democracia y se aproximaba muy despacio pero de manera inexorable. Fue de los primeros en verlo venir y en prepararse para ello.
El único temor, la gotera que podría derrumbar las murallas que lo guarecían, era que se revolvieran los escombros y salieran a la luz los episodios con muertes a título personal. El enemigo más temible era el muchacho que se le escapó de las manos, que se había vuelto a escurrir de las de sus sicarios, y que una vez más, cuando lo daba por liquidado, desapareció en Buenos Aires, donde lo había localizado al cabo de tres años de costosas pesquisas.
La otra preocupación continuaba siendo el hijo. De inmediato tras el secuestro, en un papeleo fácil, antepuso en los documentos del hijo su apellido, Maqueda, al de la madre, Bernal. Le bastó con firmar el reconocimiento de paternidad de Pablo, que figuraba en el registro como hijo natural, el estigma de fuego con el que el régimen perseguía hasta la tumba a los nacidos fuera del matrimonio católico. Llegó a tener dispuesta otra maniobra para cambiar también el apellido de la madre, Bernal, por el de la mujer con la que llevaba veinticinco años de matrimonio que no había existido sino en las apariencias. Fue caro además de infructuoso. En el último momento los abogados consiguieron hacerlo desistir, puesto que el hijo habría perdido los derechos patrimoniales sobre la herencia de la abuela, Dolores Bernal.
Fue lo único que le quedó a Pablo de su primera infancia. El apellido Bernal. Lo demás era dolor. No tenía una explicación que pudiera ponerle fin al martirio de haber perdido su mundo de la niñez, los seres que le eran tan queridos, la madre, la abuela, el que había llegado a sentir como padre, los compañeros de juegos y el calor del hogar de la única casa que conocía. Ni los mimos excesivos, ni los regalos exagerados, ni la disciplina despiadada fueron capaces de conseguir que el padre lo pusiera bajo control. Pasó los dos primeros años de rabieta en rabieta, con la salud revuelta, resfriándose con frecuencia y con constantes episodios de fiebres altas sin que los médicos hallaran causa específica de ellos. Cuando pareció superar esa etapa se hizo mentiroso, violento, caprichoso e insolente. La euforia de los primeros meses se le transformó a Jorge Maqueda en desencanto y terminó en pesadilla. Lo internó en un colegio religioso de reconocida dureza donde permaneció hasta que lo expulsaron, cuando cumplía trece años.
Le habían hablado de un colegio para chicos con dificultades de comportamiento, situado en las afueras de Londres, que parecía estar dando muy buenos resultados. Poco convencido de que pudiera ser la solución, hizo un viaje con el objeto único de visitarlo. Era más un correccional de lujo que un colegio, con métodos brutales que lindaban con la ilegalidad, pero que aseguraban resultados magníficos. Era lo que Jorge Maqueda buscaba. Pagó con gusto la fortuna que costó la admisión más para alejar al hijo de su lado que por castigo, y más por castigo que por darle la educación. Los primeros años por imposición del colegio, durante los siguientes unas veces por deseo del padre y otras por deseo del hijo, ni un verano, ni una Navidad, ni un solo día aquellos años Pablo regresó a casa. La táctica convenía al procedimiento pedagógico del colegio, porque se evitaba el contacto de los alumnos con el entorno familiar y, por tanto, con el conflicto que estuviera provocando las dificultades, lo que explicaba que la necesidad de aprender otra lengua, que Jorge Maqueda imaginó como un obstáculo insalvable para la admisión de Pablo, fuera un inconveniente menor previsto en el propio plan de estudios.
Jorge Maqueda cumplió su parte al pie de la letra. Tras las dos primeras visitas, que hizo los primeros meses, pasó dos años sin otro contacto con el hijo que la llamada telefónica de cada dos domingos, casi seguro que ordenada por la dirección del colegio, con una puntualidad y celo infalibles, en la que mantenían una conversación apagada y administrativa en la que era imposible que ninguno de los dos hallara un escollo. Después de esa etapa, mientras otros alumnos esperaban las épocas de reunión familiar para retornar a sus casas, Pablo permanecía en el colegio, y era Jorge Maqueda quien solía viajar para pasar unos días con él.
Desde el primer encuentro se hizo patente que la elección del colegio había sido de indudable acierto. Pablo continuaba con su rebeldía y era a veces impertinente, pero no más que cualquier otro adolescente. Salvo aquellos episodios, cuya frecuencia disminuía en cada visita, Pablo era retraído y de ademanes lánguidos. Llevaba con retraso el desarrollo físico, pero el bozo negro y el timbre de la voz anunciaban el brusco asalto a la siguiente etapa de la madurez sexual, que tardó en llegar, pero cuando lo hizo fue un cambio rápido y rotundo que cogió a Jorge Maqueda por sorpresa. Como las salidas del último año Pablo las había pasado en casa de otro alumno, padre e hijo no se vieron sino en la fiesta de despedida, al término de la estancia en el colegio. En ella Jorge Maqueda se encontró con un desconocido: alto, elegante, atento, afectuoso y responsable, que había obtenido las mejores calificaciones y una distinción por su comportamiento. Jorge Maqueda vio por primera vez en Pablo lo que tanto había perseguido y dio por buenos los quebrantos para llegar donde estaba. El hijo, por fin el hijo.
Aunque le había conseguido plaza en una universidad británica, Pablo cambió de criterio en el último momento. Con la vista puesta en los negocios del padre, quería estudiar Farmacia, pero quería hacerlo en España, lo más cerca posible de casa. Los años siguientes fueron cómodos tanto para él como para la familia. Aprovechaba los estudios, a su manera se relacionaba con los jóvenes de la sociedad más selecta de Madrid, no tenía hábitos perniciosos y aparentaba ser feliz.
Pese a todo, no tenía contacto con chicas, ni de sus círculos ni fuera de ellos, por lo que Jorge Maqueda estuvo muy preocupado por si el hijo se hubiera hecho homosexual, en un colegio donde el contacto con mujeres era breve y anecdótico, coincidiendo con el período feroz de la adolescencia.
Pablo había cambiado hasta en los detalles más insignificantes y así como antes era incapaz de someterse a cualquier clase de disciplina, ahora parecía estar cómodo sólo dentro de la rutina. Las cosas cambiadas de sitio, sucias o descolocadas, una falta de puntualidad y hasta la omisión de una tilde, eran suficiente causa para contrariarlo. Cualquiera de esas pequeñas adversidades, en particular un suceso ajeno a él, alguna situación que no hubiese previsto con antelación suficiente y que lo apartara de la pauta de sus costumbres, desencadenaba épocas de borrasca más o menos cruenta, en las que llegaba a pasar varios días reconcomiéndose en una furia silenciosa, y era tal el gesto de callada condena que en su presencia se cuidaban de no incomodarlo con algún descuido.
* * *
—Señor Maqueda, llama el señor Eufemiano, de Canarias —dijo la telefonista—. Usted me dio orden de pasar las llamadas.
—Está bien. Pásela.
—¿Maqueda?
—¡Eufemiano! ¿Cómo va todo?
—Oye que te llamo por algo urgente.
—¿Grave, Eufemiano?
—Eso, lo que tú digas. ¿Sabes quién está aquí? —Jorge Maqueda esperó la noticia—. ¡El chico, Jorge! ¡El Quíner!
—¡Coño, Eufemiano! ¿Qué me dices? —dijo perplejo.
—Regresó hace poco más de un año. Acabo de saberlo hace media hora.
—¡Joder, Eufemiano! Un año. ¿Por qué la tardanza?
—Y te digo que ha sido por casualidad. Esto se ha ido al carajo, Jorge, no es como antes.
—¿Qué hace?
—Según dicen, el hijo de puta ha venido con pasta. Te llamo a ver qué quieres que se haga.
—Claro, Eufemiano. Lo primero ver al vejete. Que lo asusten sin pasarse. Después lo visitas como si no supieras nada y le recuerdas que no nos hemos olvidado de él. Dale una cantidad. No demasiado, cobra bien cada mes. Al Quíner hay que vigilarlo muy de cerca, por si se mueve.
—Mira, Jorge, lo del viejo dalo por hecho. Por lo del otro, ahora no tenemos a nadie cerca. En el cuerpo no queda gente de confianza. En los juzgados queda alguien. Me entero y te llamo.
—Bueno, chico, quedamos en eso. Oye, Eufemiano, de dinero, el que haga falta.
—Eso lo daba por supuesto, Jorge. Ya arreglaremos.
Jorge Maqueda colgó el teléfono con gesto de preocupación y permaneció durante mucho rato meditando la mala noticia.