17

 

 

 

 

La semana fue tormentosa para Candelaria. Apenas comía, dormía mal, se levantaba muy cansada y pasaba el día en un frenético trajín, repitiendo quehaceres, equivocando el orden de las cosas, farfullando medias frases y suspirando sin parar. El domingo por la mañana regresó de misa peor de lo que se marchó porque las palabras del padre Venancio, el único sacerdote que ella aceptaba desde la primera homilía que le escuchó, no podían brindarle consuelo, sobre todo porque ella no creía en la absolución de los pecados, mucho menos cuando eran ajenos, por mucho arrepentimiento que hubiera sobre ellos. Fue Venancio quien llamó a Arturo para avisarlo de que la había visto con aquel terrible desasosiego. Él se preparaba para bajar a la casa, donde solía almorzar los domingos, y sólo tuvo que adelantarse a su hora de costumbre.

Candelaria, sin dejar de enjugarse el llanto, le hizo el relato más desolador que él hubiera oído. La historia, que le percutió en las sienes como un lamento de tambores, de alguna manera que no habría podido explicar, le concernía en primera persona y hubiera parecido el comienzo dramático de un cuento de hadas de no ser porque no se le adivinaba final feliz o lección sobre las virtudes humanas. Después de algunos días en los que Alejandra faltó por primera vez a la clase de costura, había llegado el domingo anterior desconsolada, contando que en un mes debería casarse con un hombre pasado de los treinta. Había una cuantiosa deuda por medio, con la casa como garantía.

Tras el matrimonio de Elvira, cuando se trasladaron a vivir a Hoya Bermeja y Candelaria descubrió a la belleza de doce años que bregaba en las inmediaciones de la casa vecina, haciendo las tareas con mayor dominio que muchas personas adultas, no tardó en advertir el desorden de que fuese la hija quien cuidara más de la madre que la madre de la hija. Siguiendo la inclinación natural de gallina clueca que la había hecho ser tan querida, se acercó cuanto le fue posible a la pequeña, para atraerla bajo sus alas dejándole ver que estaría cerca si la necesitaba. Alejandra era ingenua pero madura para su edad, despierta, de trato fácil y de temperamento alegre pese a que en ocasiones la cruzara el ramalazo de tristeza que dejaba ver la sombra de una profunda soledad. Fue sencillo para Candelaria entablar la amistad con ella y más fácil aún incorporarla a la reunión de mujeres de la tarde, entusiasmándola con la idea de que le enseñaría a confeccionarse su propia ropa.

La familia permanecía atenta a ella para aliviarla en lo que podían, aunque con discreción y cautela para no herir el orgullo de la madre, a la que sólo conocían de algún saludo ocasional y por las referencias de Alejandra. La más severa en sus opiniones sobre Rita era Elvira y, como de costumbre, Candelaria tenía dudas que oponer a la censura. Ella, que había conocido la tragedia de un familiar aniquilado por el alcohol, tenía en ello el asidero mediante el que evitaba hacer la condena. Cuando no era suficiente, acudía a otro argumento que no dejaba lugar a discusión, como era que de haber sido Rita una mala madre, no hubiera podido dar una hija de tan buenos sentimientos y de tan atento comportamiento como era Alejandra. Como antes hiciera con tantos otros, eludía el juicio y dejaba que la figura de Rita deambulara por aquel territorio suyo de la comprensión y el perdón inagotables.

Elvira intentaba tranquilizar a Candelaria quitándole hierro a la situación, pero a solas con Arturo, le confesó que en aquella ocasión la angustia tenía fundamento. Ella también estaba preocupada y era la propia madurez de Alejandra la causa de la inquietud. Mientras lo contaba, le enseñó un bordado elaboradísimo en el que Alejandra había invertido un año de trabajo. Durante la semana no había asistido a la clase de costura, pero el viernes hizo una visita muy breve para regalárselo a Candelaria. Ninguna de las dos mujeres veía en ello un buen augurio.

Antes de marcharse Arturo tranquilizó a Candelaria con la promesa de que se haría cargo de la deuda de Rita, que acudiría al día siguiente para resolver el asunto. En un lugar apartado, frente al mar, detuvo el coche y permaneció meditando la situación durante algunas horas, al cabo de las cuales decidió que no tenía nada que meditar: no consentiría que Alejandra, su niña amada, pasara por un instante de sufrimiento que él pudiera remediar.

Al regreso a la casa de Elvira no necesitó pedirle que llamara a Alejandra. Estaba allí y las dos mujeres se apresuraron a dar una excusa para dejarlos a solas.

Alejandra estaba desolada. Le oscurecían la dicha de verla el pesar y el abatimiento que ella transmitía. Tras unas frases triviales se hizo un largo silencio que él rompió con suavidad.

—Me ha dicho Elvira que vas a casarte.

Alejandra asintió, escondiendo la mirada.

—¿Cuándo será?

—Dentro de un mes poco más o menos —respondió Alejandra.

—Parece que no estás muy feliz con esa idea.

Ella inclinó la cabeza negando y lloró en silencio. Él sintió que un trépano le taladraba el estómago.

—Es una decisión muy difícil. Es lógico que estés asustada, pero quizá no sea tan grave.

—Es muy grave. No me gusta ese hombre —replicó Alejandra—. No quiero que me ponga la mano encima.

—Entonces no te cases.

—No tengo otro remedio. Perderíamos la casa y no tenemos adónde ir.

—Lo del dinero puede solucionarse. Tu madre puede conseguirlo de otra persona. Yo pagaré la deuda, Alejandra. Y no tendrá que devolverme nada.

—Ella no lo aceptará. Ha dejado de beber y no quiero que vuelva a hacerlo. Sólo me tiene a mí y yo haré lo que tengo que hacer.

En efecto, en las últimas palabras parecía decir algo más. Él se sentó a su lado, le levantó la barbilla y vio en el semblante bellísimo de la niña desconsolada la implacable mirada de una mujer dispuesta a llegar al final.

—Escúchame, Alejandra. No consentiré que hagas ninguna tontería.

—Me casaré con ese hombre, soportaré lo que sea. Tú no puedes evitarlo.

—Sí puedo. Si tú quieres, sí puedo, Alejandra.

—¿Cómo puedes?

Se hablaban mirándose a los ojos. Ella desafiante, él conmovido. Apenas se conocían, eran las primeras palabras que intercambiaban, pero mientras hablaban, entre una frase y la siguiente los silencios se acrecentaban para dar lugar a que las miradas sostuvieran una conversación mucho más honda, más intensa y trascendente que la de las palabras. Sin tregua, sin un parpadeo, a través de los ojos cada uno se mostraba al otro. La respuesta se demoró todavía, pero fue inexorable.

—Casándome yo contigo, Alejandra. Si tú quieres.

Ella creyó que el corazón se le salía del sitio, inclinó la cabeza sobre el hombro de él para llorar. La abrazó y no pudo ver que el llanto no era ya de desesperación, sino de consuelo, pero la sintió aferrarse con tanta fuerza, estrujarle la manga de la chaqueta de tal manera como si le suplicara que no la abandonara. Cuando contuvo el llanto y dejó ver el rostro, había aflojado el nudo que la aprisionaba. Él enjugó el rastro de las lágrimas preguntándose cómo era posible que pudiera acariciar algo tan hermoso.

—Sólo me has visto dos veces antes de ahora. No me conoces. ¿Te burlas de mí?

Estuvo a punto de sucumbir. De decirle lo que sentía desde el instante en que la descubrió, de contarle el amor desesperado que escondía su vergüenza en las hojas de un cuaderno, pero lo calló. Creía de sí mismo que no era sino otro viejo intentando sacar ventaja de una niña indefensa. El amor enloquecido que sentía por ella tal vez le otorgara un cuanto de legitimidad, pero sólo mientras fuese capaz de entregarlo sin obtener nada a cambio. Tenía que renunciar a todo, empezando por renunciar al deseo que lo consumía, de acariciarla, de besarla y susurrarle al oído con cuánta ansia la llevaba amando desde que la vio por primera vez. Era dichoso sólo por verla, pero empezaba a saber que estaba en una encrucijada de la que no podría salir, que no tenía otra opción que el silencio, pero que el silencio era una espantosa grieta de dolor que terminaría por desgarrarlo.

—También soy mayor para ti. Aunque te prometo que nunca te obligaré a nada, que podrás hacer tu vida y ser libre. Pronto habrá ley de divorcio y cuando tú decidas podrás continuar tu camino.

—Yo no te veo mayor —se apresuró a objetar ella.

—Porque no me has mirado bien.

—Sí que te he mirado bien.

Dijo la verdad. Desde que empezó a frecuentar la casa de Elvira, mientras él estuvo en paradero desconocido, era un fantasma que rondaba silencios y pesares, y desde que regresó la cuestión principal en las conversaciones. Sin embargo, el interés por conocerlo no se le despertó hasta tiempo después de su regreso, cuando lo vio por primera vez, una tarde en que se apeó del todoterreno amarillo y entró en la casa. No lo dejó saber, pero adquirió el hábito de vigilar tras los visillos las visitas que él hacía, maldiciendo el día en que la buena educación tuvo la ocurrencia de establecer que fuera indecoroso presentarse en casa ajena cuando recibían visita. La tarde en la que oyó hablar a su madre con un desconocido que resultó ser él, se apresuró al jardín para verlo de cerca al término de la entrevista.

Apenas tardó en salir unos minutos que a ella le parecieron la eternidad. Se olvidó del saludo y sólo fue capaz de sonreírle, pero él se detuvo casi hipnotizado y le devolvió el trazo de una sonrisa. Algo que estaba a punto de sucederle y que pese a ser un paso sin retorno la mayoría de las veces no tiene un momento definido, ella lo vivió de manera consciente. Por primera vez un hombre que la atraía la miró como mujer y ella descubrió el inmenso poder de atracción que por serlo tenía sobre él. Incluso con su fuerza tremenda, el deseo hasta aquel instante era todavía en ella poco más que pura química, algo inconcreto y vano, más intuido que sentido. Sin embargo, en aquel instante vomitó fuego en sus entrañas, reventó el prieto capullo de inocencia que todavía la guardaba y dejó florecer de súbito a la mujer incontenible que llevaba dentro. Al seguirlo con la vista ella miraba también al hombre.

Pasaron los días. Estaba decidida a mandar al cuerno la compostura y presentarse en casa de Elvira en cuanto descubriera en la puerta alguno de los dos coches que anunciaban la visita, cuando él volvió a la casa y Rita los presentó.

Desde aquel día apenas habían pasado unas horas de ensueño y una semana de consternación en la que él no dejó de aparecer en sus pensamientos. En más de una ocasión, durante los días de tribulación, hizo planes para ir a pedirle que la socorriera. Había llegado a intuir que él no la abandonaría, y allí estaba ahora, entregándose a ella, apartándola de la desolación. Áspero e imperturbable, casi severo, había en su mirada resolución y coraje, y dejaba percibir, allá en la lejanía, una sombra de tristeza y dolor. Pero en primer plano, delante de lo demás, ella veía renuncia, veía devoción y felicidad; veía amor.

—¿Qué dirá mi madre?

—Tu madre sabe negociar. Aceptará.

—¿Quién se lo dirá?

—Hablaré con ella esta tarde, si quieres —contestó él.

—Mejor mañana. Le gusta estar preparada para recibir visitas —dijo Alejandra—. Le diré que irás a las cinco.

Se apoyó en él, recostó la cabeza sobre un hombro y lo estrechó.

—Todavía no me has dicho si quieres casarte conmigo —recordó él.

—¿No te lo he dicho ya? ¿No vale así?

—No puede haber duda, Alejandra. Debes decirlo con palabras.

—Sí que quiero. Quizá me despierte y sólo seas un sueño, pero eres el sueño más bonito que he tenido en mi vida.

 

 

Fue una larga noche de insomnio y contemplación desde el ventanal del estudio, meditando la turbulencia del día que le cambiaría la vida, feliz porque no hubo en Alejandra ni un instante de duda. Muy pronto la vería cada día, dormiría a su lado y despertaría junto a ella. No tendría que contemplarla en la fotografía furtiva del cuaderno.

Alejandra tampoco durmió hasta la madrugada. Segura de que él acudiría a la hora prevista para dar conclusión al infortunio, dejaba atrás la desesperación y hacía planes. Imaginaba cómo serían la boda y el matrimonio y en un denso amasijo hervían en su corazón el pudor, el deseo y el temor por el amor físico con él.

El día siguiente pasó despacio para los dos. Él estaba seguro de que Rita aceptaría la proposición porque de haber inconveniente se resolvería con dinero, y no pensaba regatear aunque saliera hecho un pordiosero.

Alejandra pasó la mañana arreglando la habitación, sacando la ropa que llevaba tiempo sin ponerse, aprovechando el intenso y seco calor de aquellos días para lavarla y dejarla planchada, en su lugar y oliendo a limpio. No le había dicho a la madre de qué tratarían los pormenores de la visita de Arturo. Aunque las relaciones entre ellas pasaban por el peor momento, el desasosiego de días anteriores había dado lugar a un tipo distinto de inquietud.

Un minuto antes de las cinco el motor de un coche anunció la llegada de Arturo. Adusta, imperturbable, con el mismo dominio con que apabulló con su presencia en la sala de espera de la notaría, Rita lo recibió en la puerta. De nuevo vestía para la ocasión. Pantalón, blusa y rebeca, llevaba el pelo suelto y se había maquillado. El talante, ahora más duro, dejaba ver que también ella había pasado días muy difíciles.

—¿Cuál es el motivo de esta reunión? —preguntó abriendo la conversación con crudeza.

—Señora, necesito hablar con claridad. Espero no ser ofensivo. Se trata de Alejandra. Sé que tiene usted un compromiso para casarla.

—En realidad, el compromiso lo tiene mi hija.

—La deuda es suya.

—Es cierto, la deuda es mía. Pero afecta también a mi hija.

—Le propongo una oferta mejor. Yo pagaré la deuda y le entregaré a usted una cantidad adicional.

—¿Y eso por qué?

—Por casarme con Alejandra.

Rita lo miró sin sorpresa, en un silencio muy largo y grave.

—¿Cuándo sería?

—Lo antes posible.

—Tendré que hablarlo con ella. No sé si estará de acuerdo.

—Está de acuerdo. Lo decidimos ayer.

Rita hizo otro silencio de fuego.

—Entonces será mejor que ella esté presente.

Al requerirla, Alejandra tardó apenas unos segundos en aparecer en la estancia. Se acercó a él alegre, sonriendo feliz. Lo saludó y lo besó en la mejilla con familiaridad, y permaneció cogida a su brazo, haciendo alarde de él, orgullosa, para no dejarle a su madre duda de sus deseos.

—Me parece que ustedes se han dicho lo que hubiera que hablar. ¿Qué puedo agregar yo?

—Entonces ¿le parece buen día mañana para concretar lo demás? —preguntó Arturo.

—¿A la misma hora? —le respondió ella con otra pregunta que amarraba el acuerdo del dinero.

—A la misma hora —confirmó Arturo.

Lo acompañaron a la puerta, Alejandra cogida de su mano. Rita los sorprendió:

—Ve con él, hija.

 

* * *

 

La diferencia de edad y los temperamentos contrarios no dejaban ver a simple vista lo similares que eran sus vidas y lo trabados que estaban sus destinos. La primera en apreciarlo fue Candelaria, quien no tenía dudas de que aquél era otro arreglo de la Señora, por supuesto, en atención de sus plegarias, por supuesto, sin sorpresas porque, al fin y al cabo, le había hecho aquel mismo favor con Elvira, la hija, y con Ismael, que en la paz eterna descanse, y ahora lo repetía con sus predilectos, sus niños queridísimos, a los que no hubiese podido querer más aunque los hubiera parido, porque la Madre Santa, bendita sea, no dejaría de agradecérselo, vio donde los mortales no alcanzan y supo lo bien hechos que estaban el uno para el otro, los dos desde tan chicos, teniendo que afrontar iniquidades de tanta inhumanidad que hasta la gente grande se asusta sólo de pensarlas.

 

* * *

 

La seguridad que exigía la decisión más importante de su vida la había obtenido Arturo de la conversación en la que Candelaria y Elvira lo pusieron el corriente de la situación, y del estado de desesperación que sufría Alejandra, en el que no cabía fingimiento. Cuando la conoció mejor, durante los días siguientes, sólo confirmó lo que el corazón le decía. Era noble, generosa y de una fina sensibilidad; de espíritu inquieto, de carácter firme, y de una inteligencia abrumadora. Adoraba los recuerdos del padre y pese a la enfermedad de la madre, pese a su abandono, pese a la última semana de pesadilla, estaba orgullosa de ella y la quería. Tener que dejarla sola era la única preocupación que le causaba el matrimonio. La mayor desilusión de su corta vida era que había abandonado las clases porque iba a la zaga de las otras alumnas y le causaba vergüenza que hasta las más pequeñas supieran más que ella. Daba por perdida la esperanza de realizar su mayor anhelo, que era aprender algo relacionado con el oficio del padre y del abuelo. Arturo le devolvió la esperanza asegurándole que con un poco de esfuerzo y constancia, en dos o tres años alcanzaría a los de su edad y podría terminar los estudios, incluso una carrera relacionada con el arte, al mismo tiempo que cualquiera de ellos.

Conociéndola se hacía fácil comprender que hubiese podido llevar la vida que había tenido. Adulta antes de tiempo, sin amigos ni parientes, angustiada por la precariedad económica y la enfermedad de la madre, a la que veía derrumbarse desde la impotencia, había vivido en la más terrible soledad, aunque no por ello hubiese perdido candor ni alegría. Cuanto más sabía de su vida y mejor la conocía, más seguro estaba de lo oportuno de su decisión. Y más convencido quedaba de lo cruel y canalla que sería aprovecharse de ella.

Cada tarde, a las cinco en punto, la recogía en la puerta de la casa, donde la dejaba después de las ocho. El primer día se entusiasmó con la casa del Estero, aunque, según dijo, le diera pena verla tan lejos y tan sola, como si tuviera miedo del mundo.

—Te sientas en una piedra para ver el mar, como hacía mi padre —dijo, divertida con la observación al sentarse en el diván—. Aunque tú lo miras desde más lejos —añadió, al tiempo que una sombra cruzó su semblante—. Es mucho mejor así —dijo con tristeza—. El mar no podrá llevarte.

Después de una pausa lo besó en la mejilla, se acurrucó en él y concluyó:

—Me moriría, si te robara a ti también.

Él guardó silencio; no podía decir nada, miraba enternecido y callaba, pero lo había sentido como una declaración de amor.

No tenía ni idea de cuál debía ser el comportamiento adecuado en circunstancias tan difíciles, tan fuera de lo común y contrarias a la lógica, pero algo le decía que debía guardar las formas hasta en el más insignificante de los detalles. Cualquier chica que esperara para casarse tendría un anillo de pedida y Alejandra debía tener el suyo, por lo que a primera hora de la mañana recorrió más de trescientos kilómetros entre ida y vuelta para comprarlo donde nadie lo conociera y fuese menos deshonroso hacer sus preguntas de párvulo. No tenía ni idea de cómo debía resolverse el espinoso asunto de la entrega y optó por lo más simple y personal: cogió la mano de ella entre las suyas, en un solo movimiento le puso el anillo en el anular y se la llevó a los labios para besarla. Era una pieza muy sencilla, con un diminuto brillante legítimo, apenas un chispazo de luz que le aseguraron era el idóneo para una chica joven.

Ella observó el anillo emocionada, casi a punto de llorar, y después tomó aire, lo besó en la mejilla y volvió a apretarse en él.

—¡Qué bonito! —dijo.

De pronto se irguió y volvió a sorprenderlo:

—¿Me abrazas?

La abrazó, la besó en la mejilla y dejó que su cara acariciara la de ella.

—Bésame —le pidió ella a continuación.

Con la cara entre las manos, mirándola a los ojos, muy despacio, la besó primero en la frente, a continuación en una mejilla y luego en la otra, la separó lo justo para mirarla de nuevo a los ojos y muy despacio dejó que sus labios se acercaran para acariciar los de ella. La besó con los labios cerrados sobre los de ella entreabiertos, hasta que la sintió prendiéndose en el fuego peligroso que no podía permitir. Aunque a ella el deseo le estaba diciendo que faltaba mucho, que tras aquella puerta había mucho más, le pareció el instante más hermoso de su vida.

Al mismo tiempo él era el hombre más dichoso y el más desgraciado. La tenía en sus brazos, dispuesta para él, pero estaba atrapado en la contradictoria fatalidad de que cuanto más sentía amarla, más debía renunciar a ella. Para evitar caer en las encerronas del deseo, aprovechó el interés que le despertaba el jeep, su favorito entre los coches que le había visto a él, para enseñarle a conducir. La hacía practicar mientras le enseñaba la finca y al término de una semana, aunque muy despacio, era capaz de conducirlo sin enredarse con los pedales al cambio de las marchas.

 

 

La más urgente de las visitas era también la más difícil. No había vuelto a encontrarse con Elena. Ella tenía seis años más que él y era un caso, todavía poco frecuente, de mujer independiente en todos los ámbitos de su vida, en lo económico, en lo emocional y en lo sexual. Estaba orgullosa de serlo y era vehemente en la forma de manifestarlo y hasta brutal al defenderlo, aun cuando no hubiera causa. Tenía además la experiencia de haber llevado a cabo la separación del marido con ejemplaridad y sabiduría, sin un reproche que impidiera la amistad. La noticia le dio de lleno, pero supo contenerse y él lo agradeció.

Pese a su impericia en negocios de amor, o por el contrario, gracias a ella, él tenía una ventaja. La suya era una visión idílica, de libro, a veces pensaba que incluso pueril, de cómo debía ser el amor, en la que el ingrediente primordial es la renuncia a la libertad. Creía que el amor son dos líneas trazadas en el paisaje azaroso de la vida y que cada cual dibuja la suya más donde puede que donde quiere. Si ambas líneas son concomitantes, se interfieren poco y cada uno ciñe la suya a la del otro, el amor será fructífero para ambos y pervivirá al avatar del tiempo. Cada vez que una de las líneas invade el territorio que no le corresponde, estará robando un trozo de libertad que tal vez el otro no pueda entregar. Si por el contrario las dos líneas dejan una tierra de nadie entre ellas, el vacío que resulta terminará convirtiéndose en un despeñadero en el que el amor sucumbirá más pronto que tarde. La grandeza del amor radica en que entrega, en silencio y sin contrapartidas, mucho territorio de la propia libertad a la persona que se ama.

 

* * *

 

La premura del acontecimiento, la edad de Alejandra, el desconocimiento de las auténticas razones del caso, en un pueblecito tan pequeño y de maneras tan pausadas, harían que la noticia levantara un vendaval de rumores entre los que ni al más inocuo se le adivinaba un rasgo de compasión. Le traían sin cuidado los que le afectaran a él, pero haría lo imposible por evitar los que pudieran herir a Alejandra. Puesta a un lado la cuestión religiosa, lo que él hubiera elegido para celebrar la boda habría sido el puro trámite civil en el acto más alejado, más sencillo y más íntimo posible, pero eso, con exactitud, cocinaría el sancocho de murmullos que debía evitar. Lo que convenía era lo contrario, guardar las formas, hacer lo que allí se tuviera por costumbre, como cualquier otra pareja del pueblo, y hacerlo con la mayor sobriedad, sin tapujos y donde todos lo vieran. Como el apremio impuesto por las circunstancias no dejaba transcurrir sino unas semanas desde que se conociera la noticia hasta la ceremonia, lo más inteligente era apurar esa ventaja y guardar reserva hasta el último momento.

Esperando por Venancio, sentado en el último escaño de la pequeña iglesia, observó primero el estado de pobreza y abandono del recinto, los desconchones de las paredes, los desgarros del techo, el alabeo de las baldosas, las puertas desvencijadas y los bancos decrépitos. Observó a continuación a tres mujeres que correteaban de un lado para el otro imponiendo cada una su orden en el desorden que ellas mismas iban creando, disputándose a codazos las tristes migajas de la gloria incierta de las indulgencias. Parecían la misma mujer repetida, dos gordas, una flaca, las tres mojigatas, con un aire de resentimiento. Sin duda, pensó, ellas eran las guardianas del recato y la decencia, el santo oráculo de las buenas maneras en el Terrero. Allí estaría bien lo que ellas otorgaran que lo estaba y mal todo lo demás. En ese momento tuvo una inspiración. Si conseguía ganarlas para la causa, involucrarlas en su asunto, serían un muro de contención de los comentarios dañinos que pudieran herir a Alejandra.

Venancio llegó, con su habitual afabilidad, cuando terminó de confesar a dos feligresas.

Jefito, ¿qué haces aquí?

Le había oído a algún trabajador llamarlo Jefito, y en la oficina podían referirse a él como Eldire, si lo hacían en tercera persona, incluso si estaba presente. Más que motes, eran seudónimos cariñosos que no le molestaban. Un jefe tan joven, en especial si se le tenía aprecio, estaba claro que bien podía ser el Jefito. Lo de Eldire era uno de los tantos gracejos con los que Agustín atemperaba la disciplina de hierro que el cargo de administrador le obligaba a imponer. Tenía a orgullo que por la zona se refirieran a él por el nombre de pila, incluso gente que no lo conocía, porque era señal de que lo habían hecho suyo, como en tiempos hicieran con su hermano Ismael. Arturo podía ser cualquiera, pero el Arturo de ellos, sin más averiguaciones, sólo era él.

—No se te habrán traspapelado los principios —dijo Venancio en tono de burla amistosa.

—No te asustes, no se me han traspapelado.

—¿Se trata de algo del trabajo?

—Es algo personal. Mejor lo hablamos con un vaso de vino.

—Dicen que eres demasiado serio, pero yo siempre he dicho que tienes un don de gentes arrasador —bromeó Venancio, soltando otra de sus carcajadas de barítono—. Espera a que me cambie.

Desapareció para regresar pronto sin la sotana. Caminaron despacio hasta la taberna de Ovidio, en esa hora mermada de clientela, y eligieron la mesa más alejada.

—Ahora sí que podrás tomarme el pelo a gusto —le dijo Arturo para abrir la conversación.

Hacía referencia a una broma recurrente de Venancio, que le decía que llamándose Arturo y construyéndose un Camelot —el Estero—, sólo le faltaba casarse con una jovencita para completar la leyenda mítica. En efecto, lo primero que hizo fue reírse un poco, pero enseguida se puso serio. Sin conocer a los protagonistas y desconociendo el rumbo que había tomado la situación, tenía conocimiento de la historia por Candelaria. Por prudencia no entró en las razones de Arturo, pero se sorprendió con agrado de que quisiera casarse en la iglesia.

—A ella le hace ilusión —se apresuró él—, pero hay otras razones.

Ocultando el fuego que lo carbonizaba, lo puso al tanto de la situación. Venancio estaba de acuerdo en que fuera una ceremonia sencilla, al uso, y en esperar al último minuto para dar la noticia. Lo de involucrar a las mujeres de la guardia pretoriana de la parroquia lo recibió con otra de sus carcajadas, pero cuando supo la manera en que pensaba ganárselas, costeando arreglos de la iglesia, casi lloró de alegría. Arturo le encargó que pidiera los permisos y que, desde el día siguiente, trasladara al personal con lo necesario para acometerlos. Cuando llegara el momento, debía explicar a las mujeres que se trataba de una donación a la parroquia en pago por los trastornos que a ellas les ocasionaría la ceremonia.

El único a quien de momento podía informar de sus planes era Alfonso Santos. Él no mostró sorpresa, ni por la noticia de la boda ni por el nombre de la novia. Era evidente que estaba al tanto de la situación.

—Eres muy afortunado —le dijo—. Además de ser la belleza que se ve, no hay chica más inteligente ni más noble.

—Querríamos que fuera usted nuestro padrino.

En eso sí se sorprendió Alfonso y con agrado.

—No lo esperaba, pero, con franqueza, me habría desilusionado si no me lo hubieras pedido.

Los trabajos en la capilla tardarían al menos un mes, lo que obligó a posponer la fecha unas semanas. Durante aquel tiempo, los actos religiosos debieron celebrarse bajo una carpa, cedida por la Jefatura de Intendencia, que se había instalado en la propia plaza. Bajo ella, en la misa del domingo dos semanas antes del día previsto, en la que hizo de altar el portalón de la iglesia, enquiciado, raspillado, lijado, vuelto a encolar y todavía sujeto por las mordazas de carpintero, Venancio dio la noticia. Excepto por alguna referencia muy remota nadie conocía a la novia, de modo que el único comentario que circuló era que Arturo, el Arturo a secas que todos conocían, se casaba.

Arturo evitaba hacer condenas y con Rita tenía además la ineludible razón de que Alejandra, pese a todo, la quería. Salvo por las ocasiones de negocios, entre las que, por supuesto, incluía el acuerdo por la hija pagado con dinero contante, no había tenido más trato con ella, que permanecía replegada en sus murallas y de las que la obligó a salir la causa menos pensada de todas.

Era muy poca la ropa que Alejandra tenía como suya sin que antes lo hubiera sido también de la madre. Las prendas, dos décadas después, todavía guardaban la apariencia del refinado esplendor de otro tiempo, pero incluso tras las composturas de Alejandra, tenían aspecto de anticuadas y aunque ella, por gracia y donaire, pudiera permitirse lucirlas sin recato, habrían hecho pasar a cualquier otra mujer por una loca escapada del manicomio. Por sus modos austeros, él tenía un guardarropa bastante exiguo en el que contaba con un traje para el invierno, otro para el verano, dos pantalones de calle, dos jerséis, dos pares de zapatos, cuatro camisas, dos pijamas iguales, doce calzoncillos iguales y doce pares de calcetines iguales. Para el trabajo las prendas eran una repetición de lo mismo: cinco pantalones vaqueros del mismo modelo, comprados con seguridad el mismo día, cinco camisas de verano repetidas, cinco camisas de invierno repetidas, dos pares de botas repetidos, dos chaquetas de piel repetidas, algunas camisetas repetidas y dos sombreros de fieltro, al uso de los campesinos isleños, repetidos. Todo repetido.

Cuando hacían su lista de preparativos y Alejandra echó un vistazo al ropero, hizo una fiesta, más condolida que divertida por el inexplicable grado de incompetencia en asuntos menores que acaba de descubrirle.

—Ahora sé por qué me parecía que no te cambiabas de ropa. Me preguntaba cómo conseguías ir tan limpio con la misma ropa del día anterior.

Era tan bisoño en menudencias del hogar, tan ignorante de que el mundo doméstico es muchísimo más rico y por tanto más complicado y menos evidente que el de los negocios, que el capítulo de preparativos y compras casi terminó en desastre. Lo afrontó como hacía con los asuntos de la finca, para lo que le bastaba con tomar nota de lo necesario con sus requisitos y formalidades, buscar la mejor opción y comprarlo sin darle demasiadas vueltas. Por la mañana, muy temprano, recogía a Alejandra y partían a la capital con una lista larguísima que habían hecho durante los días anteriores y que en lugar de simplificarse no cesaba de crecer, pero que esperaban poder concluir con algunas escapadas. Al regreso del segundo día llegaron extenuados, apenas con unas bolsas y con semblante de náufragos. Rita se conmovió cuando Alejandra le contó los escollos que habían encontrado en la aventura mundana de las tiendas. Algo trivial en apariencia pero que en la práctica es una cruzada, de la que no salen indemnes sino los iniciados en un saber milenario, al que Alejandra no alcanzaba por edad y Arturo por despiste y desapego. En cada una de las cosas de su lista había tanto recoveco, tanta minucia, tanto que decidir y tanto que responder, y el mundo de los contrincantes estaba tan lleno de celadas, tan empedrado de acechos y artimañas de mercachifles, que creían haber terminado con cara de pánfilos pagando lo que les pedían por lo que habían querido ponerles en las manos.

A la mañana siguiente, sin que se lo hubieran pedido y sin aviso de que lo haría, Rita se sumó a la marcha y se puso al frente de la batalla que ellos estaban dando por perdida. Nada tenía que ver con la mujer abandonada de sí misma, casi aniquilada, que Arturo conoció en la primera visita. La siguieron maravillados. Callejeó sin prisas por las zonas del comercio tradicional de La Laguna, de Triana y del Castillo, se metió por vericuetos y callejones, entró en tiendas diminutas y en grandes almacenes, desbarató escaparates, desnudó maniquíes, desoló a los que no tuvieron género, complació a los que sí lo tuvieron y los dejó a todos honrados por el honor de la visita. Desistía de unas tiendas, pero entraba en otras siguiendo sus inspiraciones, apercibida por detalles ignotos, echaba una mirada en redondo que le sobraba para saber si debía detenerse o continuar el camino. Culebreaba por estantes y tenderetes con soltura y dominio, seguida de cerca por uno o dos dependientes incapaces de seguirle el paso. Los trataba con respeto, atenta con todos, pero firme, con autoridad y sin concesiones. Miraba la prenda de un lado y del otro, la palpaba, la acariciaba, leía la etiqueta y la abandonaba sin interés o la sacaba del perchero para ponerla ante los ojos y verla al completo, y a continuación frente al que tuviera que usarla, preguntaba detalles y precios y separaba para el probador la que superaba el minucioso escrutinio. Airosa, radiante, resplandecía en sus dominios; muy cerca Alejandra la seguía orgullosa y atenta; él las observaba maravillado, seguro una vez más de que aquél era un señorío de mujeres en el que los hombres no sirven ni para llevar paquetes, porque cuando se sentía ya exhausto, desfallecido, anegado por el caudal inagotable de pormenores que era menester considerar para no errar en la decisión, sin fuerza para dar un paso más, ellas apenas estaban entrando en calor. Permanecía atrás observando, viendo a Rita sortear dificultades y encaminar detalles con sabiduría; divertido en contar los minutos que tardaban en ocupar el espacio, porque daba igual lo grande que fuera el recinto y lo concurrido que estuviera que ellas terminaban por llenarlo, embobándolos por belleza y distinción y Alejandra, además, por juventud. Veía a los dependientes disputarse el atenderlas, a los tenderos embelesados, a las mujeres mirarlas de soslayo y a veces con envidia, y a los hombres perseguirlas con la mirada. Hasta cuatro personas llegaron a tener atendiéndolas a la vez, con las cintas métricas y las tizas de marcar composturas inservibles, porque las prendas que eran de su talla a Alejandra le sentaban mejor que a los maniquíes.

Además de que nadie habría hallado manera de que Alejandra desistiera de vestir el traje de novia que Rita no llegó a usar y que se conservaba en el mismo baúl, tan impecable como el día que ella lo abandonó, no existía opción más satisfactoria. No sólo por el ingrediente emotivo que era para Alejandra darle en su propia persona el uso que no llegó a tener, sino porque habría sido muy difícil y costoso conseguir otro que lo mejorara. Una visita a la tintorería y una disminución de pocos centímetros en la cintura, para la que se había ofrecido Candelaria, lo harían resplandecer tanto que la dificultad estaría en elegir un vestuario para Arturo que a su lado no parecieran trapos. Una vez descartado el atrevimiento de la levita, excesiva para una ceremonia en el pueblo, Rita aconsejó para él un conjunto de pantalón y chaleco gris marengo y una chaqueta larga gris oscuro, casi negro.

Para el viaje hicieron reserva de dos semanas en un hotel de Roma. También lo aconsejó Rita y él lo decidió, contento de que fuera aquella opción la que despertó mayor interés a Alejandra.

Los preparativos eran para ella un motivo de ilusión en tanto que para él, que odiaba ser el centro de atención, eran como otro episodio de una pesadilla. Del simple acto burocrático que hubiera deseado, en una oficina del juzgado y sin otra concurrencia que la imprescindible, a la boda en una iglesia, rodeado por una multitud, la diferencia era angustiosa. Sumaba a ello que debía casarse con una chica que todos deseaban conocer, porque a esas alturas todavía continuaban preguntándose quién sería. Incluso quienes la conocían tenían un recuerdo de ella tan nebuloso que no terminaban de ponerle rostro, porque nadie caía en la cuenta de que no podían hacer coincidir el recuerdo de una niña con el semblante de una mujer lista para casarse.

Sin embargo, aunque el trago de la ceremonia terminó siendo más largo de lo que imaginaba, no fue tan amargo. Sólo con los vecinos del Terrero y los trabajadores, el acto sería multitudinario, aunque fue la decisión de hacer reparaciones en la iglesia la que formó una pelotera monumental. Parecía imposible, pero lograron que las obras, salvo remates menores, hubieran concluido unos días antes de la fecha señalada. La carpintería recuperada, el tejado reparado, el enfoscado renovado, la fachada rehabilitada y pintada, las maderas barnizadas, dejaron flamante la diminuta iglesia. El alcalde tuvo instinto y reflejos. Imaginó que cuando terminara el arreglo, la fachada del ayuntamiento quedaría depauperada de un día para el siguiente, y ordenó la reparación y pintado urgente de las fachadas en el perímetro de la plaza. Como a continuación se le quedaría fuera de tono el mobiliario urbano y los jardines, también ordenó su urgente repaso.

Venancio, como coadjutor de la parroquia, había previsto celebrar una misa de agradecimiento una semana después de la boda, pero el anciano párroco confundió la fecha con la del día siguiente al de la boda, de modo que la ceremonia se celebraría el sábado por la tarde y la misa de inauguración el domingo a mediodía, lo que causó un embrollo porque al final nadie sabía a qué hora era qué cosa ni qué era lo que se celebraba. Los vecinos aún guardaban la costumbre de limpiar la calle y la acera en el frente de sus viviendas o negocios, más o menos puestos de acuerdo a la misma hora, para los acontecimientos que atrajeran visitantes. Para facilitar la tarea y en prevención de accidentes, las calles donde era previsible que se agolpara la gente se cerraban al tráfico. Como no terminaba de quedar claro cuándo se celebraría cada cosa, aprovechando que el día amaneció despejado y luminoso, muchos vecinos pusieron mantillas y banderas en las ventanas y los balcones, como hacían en la fiesta del patrono, la de mayor boato. A la confusión se sumaron los grupos de danza y música popular que aparecieron el propio sábado por la tarde. Al enterarse del error, no se pusieron de acuerdo en si debían quedarse o marcharse hasta que puso orden el miembro más antiguo y respetado de ellos, José Miguel Pérez, un ciego que era para unos virtuoso del laúd y profesor de esperanto, y para otros, virtuoso del esperanto y profesor de laúd, y para todos era quien mejor vista tenía para las cuestiones complejas. Dijo que el que quisiera marcharse que se marchara, pero que supiera que se iba a perder algo bueno, porque la mejor parranda empieza por accidente y nadie sabe cuándo termina. Al final decidieron quedarse y entrar en calor para el día siguiente interpretando el Arrorró Canario dedicado a los novios.

Así que cuando Arturo llegó con Candelaria, se encontró justo en medio de lo que le causaba más pudor. Esperaban cientos de personas incluyendo a las autoridades municipales, que le dieron las gracias por los arreglos en la iglesia y a quienes lo único que les faltaba para terminar de dar apariencia de un acto oficial eran las bandas, los emblemas y las levitas.

Frente al altar supieron que Alejandra había llegado cuando el clamor de la calle cesó de pronto. No se rompió el silencio ni cuando los saludó el alcalde ni cuando empezaron a caminar por el sendero rojo de una alfombra que conducía hasta la entrada de la iglesia. La gente miró primero con interés por descubrir quién era la novia, después con asombro por su belleza, y cuando reaccionaron el rumor creció y en mitad del recorrido alguien dijo «¡Guapa!» y la tarde se vino abajo sobre el Terrero en una exaltada salva de aplausos y piropos. Con un poco de recato, en el interior de la capilla se repitió la escena. Al verla aparecer se hizo el silencio, mientras avanzaba el sordo rumor de los cuchicheos creció hasta que terminó en otra explosión de aplausos y piropos. Tenían razón, sin lugar a dudas Alejandra era la novia más bonita y hermosa que se había visto y que no se volvería a ver en el Terrero.

La ceremonia fue corta. Lo justo para que tuviera validez sin perder decoro, y tuvo su parte más emotiva cuando empezaron a sonar las guitarras y los timples con los primeros compases del Arrorró Canario, que los músicos interpretaron con sentimiento y ejecutaron con limpieza.

 

* * *

 

—Ahora sé por qué el novio tiene que entrar en la casa con la novia en brazos —dijo Alejandra al llegar.

—¿No es por tradición? —preguntó Arturo.

—Eso pensaba yo, pero acabo de darme cuenta de que es por necesidad —dijo primero, muy seria—. Con tanto trapo, yo sola no podré ni salir del coche —agregó riendo con una carcajada.

Él se apeó y caminó hasta la casa pensando que ella era como un diluvio de alegría. Abrió la puerta, regresó, la cogió en brazos, la entró y se enfrentó a la escalera sin dejarla en el suelo.

—No podrás —dijo ella.

—Sí podré.

—No podrás —repitió ella riendo.

—Verás que sí.

Sí pudo y sin esfuerzo. Con agilidad, como si no pesara, subió la escalera, entró a la habitación y la puso sobre la cama, mientras ella lo celebraba con otro regocijo.

La ayudó a desabrocharse y desapareció para dejarla en la intimidad mientras se cambiaba de ropa. Cuando terminaron de arreglarse, ella se había puesto un pantalón vaquero, una blusa blanca, un pequeño jersey de tonalidad marfil y unos zapatos de piel vuelta, de aspecto juvenil con un tacón fino, no muy alto. Se había dejado el pelo suelto y su dorada y larga melena le cubría los hombros y la espalda. A él le costaba decidir cómo estaba más bonita, porque cada vez que la miraba la veía más hermosa que la anterior.

Nadie había podido convencer a Rita de que asistiera a la ceremonia. La explicación se la había dado a la hija la primera vez que habló del asunto con ella. La había obligado a casarse por una cuestión de dinero, a la edad de quince años recién cumplidos. Era mejor que no acudiera. Se lo pidió Alejandra, se lo había pedido Arturo, que incluso le regaló un vestido y unos zapatos para que los estrenara en la ceremonia. Y se lo pidieron Candelaria y Elvira, que llegaron a la casa para ayudar a vestir a Alejandra y para alguna compostura de último momento, y que conocieron a una mujer contraria a la que imaginaban, una anfitriona atenta, que estuvo en su sitio y que demostró saber y comedimiento en los detalles. El mismo día por la mañana, Alfonso Santos había dicho, en los lugares propicios para que se corriera el comentario, que le había prohibido salir de la casa por motivos de salud. Fue ella quien se encargó de peinar y maquillar a la hija. Consiguió hacerla aparentar cinco años mayor de lo que era, apenas con unos retoques en los ojos y con el perfilado imperceptible del carmín en los labios.

De camino para el aeropuerto pasaron por la casa para despedirse y mientras Alejandra recogía su equipaje, Arturo tuvo ocasión de hablar a solas con ella. Aguardaban uno frente al otro, sin nada que decirse, aunque ninguno se sentía incómodo con la presencia del otro. De pronto Rita habló, traspasándolo con la mirada:

—¿Cuidarás de ella? —preguntó.

A Arturo le pareció ver en la expresión de la mujer, a la que no podía decidir si debía odiar o respetar, un tránsito de súplica y temor.

—Le responderé si usted insiste, pero me gustaría saber qué piensa usted sobre eso.

—Pienso que la protegerás con tu propia vida. ¿Me equivoco?

—En nada se equivoca usted.

—Las dos perdimos a su padre. Yo la he tenido a ella, pero ella no me ha tenido ni a mí.

En aquel instante Arturo se alegró de haber evitado tener censura para la mujer.

Mientras él cargaba el equipaje en el portabultos Alejandra se despidió de ella. Estaba a punto de subir al coche cuando corrió de nuevo a su lado.

—Mamá —quiso empezar a hablar, pero se interrumpió abrasada por el rubor.

Rita sabía cuál era la pregunta sin oírla. Acarició la mejilla de su hija y la abrazó.

—No tengas miedo ni vergüenza. Eres muy bonita, pasará cuando llegue el momento, sin necesidad de que hagas nada. Será muy hermoso.

Aterrizaron en Madrid a la hora prevista, pero el avión para Roma salió con retraso, a causa de una huelga de celo de los controladores aéreos. A ese inconveniente se había sumado el fallo de los equipos de aire acondicionado en los primeros días de la primavera, que para colmo de despropósitos fueron calurosos. El aeropuerto estaba abarrotado y la gente, indignada, dormía sobre el mobiliario, por el suelo, con los equipajes tirados donde encontraban hueco y un aliento de humanidad flotaba por las estancias, denso, como vaho de estiércol. Era otra vivencia que Alejandra vio necesitada de su atención y que exploró en todas las dimensiones para no olvidarla jamás.

Aunque la noche anterior apenas había dormido unas horas y el día fue frenético, durante la boda estaba fresca y resplandeciente, y todavía de madrugada tuvo energías para caminar arriba y abajo en el aeropuerto hasta que facturaron los equipajes, pero con las luces del alba, poco antes de aterrizar en Roma, se desplomó. Todo había sucedido con tanta rapidez que él tenía que repasar la vertiginosa sucesión de acontecimientos que lo había llevado hasta allí, para terminar de creerse que de verdad le estaba sucediendo. No podía apartar la mirada de ella. Nunca en su presencia podía hacerlo. Era tan bella, tan joven, la veía tan delicada, que no se atrevía ni a tocarla. Y dormida sobre él, estaba tan deseable que necesitó contener el imperioso deseo de besarla en la boca roja que lo enloquecía. No fue capaz. Sólo algún beso imperceptible, eternizado, en la sien, aspirando el olor de su piel, el perfume que le enajenaba el alma.

Durmió apoyada en él mientras esperaban por el equipaje, volvió a dormir en el taxi y a duras penas consiguió llegar hasta un sofá en la recepción del hotel, donde se derrumbó mientras él arreglaba la burocracia. Tuvo que llevarla en brazos hasta la habitación, sin que ella llegara a despertar del inquebrantable sueño de adolescente. La tendió en la cama y la desnudó del jersey, la blusa y el pantalón vaquero y permaneció contemplándola durante minutos, cubierta sólo por la ropa interior gris que agigantaba la tremenda sensualidad de su desnudez. Era una diosa llegada desde un averno del paraíso para hacer de él su esclavo con un maleficio de amor y lujuria del que ningún hombre podría liberarse; del que ningún hombre querría liberarse.

Separó las ropas de la cama, la levantó con mucho cuidado, volvió a tenderla y la cubrió sin despertarla. Deshizo los equipajes sin hacer ruido, colgó la ropa, se aseó, se puso el pijama, se acostó junto a ella, se acercó hasta que pudo sentir la caricia de su cuerpo y volvió a consolar el enorme deseo de besarla en la boca con un beso largo y tibio en la frente. Sin despertar, ella lo besó en el pecho, arrastró la mano en una caricia larga, rodeándolo con el brazo, respiró muy profundo y se quedó quieta en el sueño. Él permaneció, no supo cuán largo rato, contemplándola en la penumbra, extasiado en su frenesí de amor hasta que el sueño lo venció.

—Tú me desnudaste —dijo ella como si preguntara, ruborizándose, mientras cenaban en un pequeño restaurante del centro.

—Sólo te quité el pantalón y la blusa.

—Me da mucha vergüenza.

—No miré.

—¡Sí miraste! —dijo, como si le desafiara—. Pero no me importa —añadió después con un mohín de coquetería.

Aquella cercanía con que lo trataba era para él como un bálsamo. Creía que su carácter contenido lo alejaba de las personas, pero era una arista de la personalidad más aparente que real, que Alejandra sorteaba con facilidad. A ella le sobraba espontaneidad para saltar por encima de cualquier obstáculo en la relación con los demás y sobre todo con él. Se sentía segura y transmitía esa seguridad, logrando que él estuviera cómodo a su lado y se dejara llevar. Era tan expansiva y cordial, tan desenvuelta y de gracia tan exuberante que a veces le costaba trabajo seguirla. En la estancia en Roma no hubo pedrusco, ni cuadro, ni monumento, ni persona que no le despertara interés. Desde el tercer día era popular ya entre el personal del hotel. La conocían por el nombre y ella les correspondía acordándose del nombre de cada uno. Se hacía entender medio en español, medio en italiano o por señas cuando no alcanzaba con una cosa ni con la otra, aprendía las palabras y las recordaba al primer intento. Llegaron a saber que acababa de cumplir quince años y que estaba recién casada y le pidieron al director que invitara a la cena de la última noche, en la que trajeron un pastel de crema y chocolate que decía: «Alessandra», y que compartieron en la cocina, en una despedida que terminó siendo muy emotiva.

Para ambos, el peor trago fue al tiempo el más explosivo. La segunda noche habían llegado pasadas las doce, dando un largo paseo. Mientras ella se cambiaba la ropa, él hizo su aseo nocturno. Ella entró en el baño vestida con un pijama de pantalón corto y una bata de cama, haciendo juego. Él se puso el pijama y la esperó en la ventana, observando la calle. Absorto en los pensamientos, meditaba cómo debía resolver el difícil momento que ella deseaba sin decirlo pero que él no podía permitirse, hasta que de pronto la sintió detrás de él. Se volvió y la encontró, mirándolo a los ojos con los suyos abiertos, temerosa y encendida de rubor, ofreciéndose a él desnuda, con su ingenuidad de mujer a medio hacer y su cuerpo de hembra definitiva palpitando de miedo y de deseo ante él. La melena de su pelo rubio sobre los hombros; el talle escueto sobre las caderas rotundas; las piernas largas de contorno diáfano; los pechos tiernos, medianos, sólidos e irrevocables; la boca temblorosa, los labios rojos, entreabiertos; las fosas nasales dilatadas; los lóbulos de las orejas y la nariz ruborizados; los pezones endurecidos más por el miedo que de deseo, con las aureolas enrojecidas; el vello de seda del pubis del color del oro oscuro, la piel inmaculada de su juventud ruborizada y erizada de temor. La mirada detenida en él, le imploraba delicadeza y amor. Enloquecido por la visión pavorosa de la desnudez inagotable que le ofrecía, acuciado por el torrente que hervía en sus arterias, se acercó a ella, la estrechó por la cintura y la besó en la boca. Fue un beso voraz y violento, pero también delicado, tembloroso, largo, muy, muy largo, apretándose cada uno en el cuerpo del otro, incinerándose cada uno en el fuego del otro, un minuto, dos minutos, tres minutos, hasta que se impuso la maldita cordura de su tormento. No podía ser. No allí. No así. O no con él. La alejó con suavidad y la cubrió con la bata.

—¡Lo siento, Alejandra! ¡Perdóname! No debí hacerlo, es una locura.

Paralizada, ella se ahogó en el desconcierto mirándolo desconsolada.

—Me gustas mucho, Alejandra. No es culpa tuya, es por mí. No estoy preparado.

Ella no pudo contener el llanto. La cogió en brazos, la tendió en la cama, se acostó junto a ella, la rodeó por detrás con los brazos, la besó con ternura y le susurró al oído, y la besó en las lágrimas calientes y le susurró y la besó una y otra vez, y le dijo lo bonita que era, y lo orgulloso que estaba y lo feliz que era por estar con ella, pero explicándole que así no podía ser porque él necesitaba tiempo, que no debía dejarse arrastrar por el deseo porque podría hacerle daño y ella terminaría odiándolo, que llegaría el momento y sería una noche tan hermosa como aquélla. Ella se consoló muy poco a poco y se fue quedando dormida en sus brazos, como una niña, otra vez.

A él le quemaba la boca de Alejandra en la suya. Continuó quemándole en los sueños y cuando despertó al día siguiente le quemaba. Le quemaría en adelante, como le quemaría el recuerdo de la visión de su pequeña ofreciéndose a él, desnuda, implorándole con la mirada su ternura y su amor, erizada de miedo y rubor.