Tras retirar el equipaje, Pablo Maqueda ni siquiera necesitó echar un vistazo para encontrar al que debía recibirlo en el aeropuerto. Mientras se acercaba a la puerta, la cristalera opaca del fondo dejaba ver al trasluz la silueta de un gigante, y su padre le había dicho al despedirse que no habría error posible en aquello: «El que te parezca una montaña, ése es Eufemiano».
Lo hizo todavía muy contrariado con Pablo. De nada le habían servido los múltiples obstáculos, las artimañas y coacciones que interpuso para impedir el viaje del hijo. Pablo no había conseguido el inefable compás que necesitaba para vivir tras la ruptura con Josefina. Había terminado el curso con un par de asignaturas pendientes y, de las que había conseguido sacar adelante, las calificaciones no eran satisfactorias. Aparte de la intranquilidad que le causaban las crisis del hijo, Jorge Maqueda no tenía otros motivos de preocupación sobre su conducta. Lo veía salir de ellas al cabo de algunos días, recompuesto y alegre, acudía a las clases y los resultados de los estudios, con ser mediocres, no habían sido malos. La última de las crisis fue más larga de lo habitual y se había cerrado en falso. Jorge Maqueda lo veía desubicado y esperaba por el previsible cambio de humor que devolviera el orden, seguro de que esos aspavientos vitales eran los propios de un joven que no terminaba de asentar el carácter. El cambio de humor llegó, pero en el sentido contrario, de manera que cuando Pablo le comunicó su deseo de pasar el verano en la isla, Jorge Maqueda estaba desprevenido y sintió pánico.
Durante el proceso de educación y adoctrinamiento del hijo, Jorge Maqueda fue sistemático e inflexible. La versión que le había dado sobre la desaparición de la madre era la misma versión oficial, según la cual murió asesinada, junto a Roberto, su único tío y el hermano de su madre, por un tal Ismael Quíner a causa de un asunto de las tierras del Estero. Había conseguido que Pablo llegara a la mayoría de edad odiando el apellido Quíner; sin embargo, en aquella versión existían demasiados cabos sueltos a los que Jorge Maqueda no les concedía importancia, ignorante de que los hijos no descansan hasta poner en orden las piezas que los padres se han dejado fuera de su sitio.
La realidad se abría paso por sí sola. Lo que bullía en la mente de Pablo tenía origen en el momento brutal en que lo arrancaron del mundo de su infancia. No fue sino el deseo de alcanzar un instante de paz lo que le impulsaba al viaje a la isla. Consciente de que la realidad era irreversible, deseaba pasar aquella negra página de su vida, por lo que llegó con la sola intención de liquidar las propiedades que había heredado de su abuela y enterrar los saldos del pasado. Lo que le había quedado como heredero universal de Dolores Bernal era un piso en la capital, la casa grande de Hoya Bermeja y unos terrenos sin valor en el Terrero. Por el piso de la capital, podía conseguir un buen dinero y rápido. Con más tiempo, habría obtenido una fortuna por la casa grande, pero dispuesto de antemano a aceptar cualquier oferta. Nada valían los terrenos del Terrero, que pensaba donar al ayuntamiento. Y de la finca que creía suya, que según los embustes del padre eran los que habían conducido a la muerte de su madre, daba por perdida cualquier esperanza, puesto que según supuestos criterios de supuestos abogados consultados por Jorge Maqueda, no existía posibilidad legal de reclamarla.
Conoció la isla y se acomodaba en el piso de la capital, cuando decidió visitar la casa de Hoya Bermeja. La primera vez ni siquiera fue capaz de bajarse del coche durante la media hora que permaneció estacionado delante de ella. Pasados unos días repitió el viaje, convencido de que si quería olvidar debía empezar por enfrentarse a la verdad que estaba tras la puerta de hierro. Abrió la cancela y paseó por los alrededores. Dos horas le llevó sentirse con fuerzas para entrar en la casa. Tenía paredes y techos maltratados por el abandono, las maderas necesitaban la intervención urgente de una mano que evitara el desastre, rellenando huecos y corrigiendo vicios.
Los recuerdos de sus días más felices llegaron en tromba y recorrió las estancias tan queridas llorando con amargura por su madre, por su abuela, por un amigo de juegos de la misma edad al que recordaba como a un hermano, por un hombre, al que llamaba Daniel, que creía que era su padre y a quien quería como si lo fuera, lloró por el recuerdo de los criados, de los perros, los gatos y los caballos. Continuaban vivos y limpios en el único espacio de felicidad que existía en su memoria.
Las lágrimas fueron un remedio eficaz. No lo llevaron a otro de los socavones de sopor, sino que halló en ellas el asidero que le permitió andar otro trecho. Al día siguiente regresó con el equipaje dispuesto a pasar allí lo que quedaba del verano. En el silencio y la soledad, sin teléfono ni conocidos que lo importunaran, recobró la calma y pudo dar un buen repaso a las asignaturas que tenía suspendidas, al tiempo que se reconciliaba con sus recuerdos. A veces eran tan nítidos que le parecía que si levantaba la mirada, vería a Dolores con el bastón en ristre impartiendo las órdenes que mantenían al mundo girando como debía. Le parecía que si miraba a la butaca de mimbre, podría verla a ella, su madre, leyendo mientras la tarde declinaba y el sol de las cinco repicaba en sus cabellos, y que, si miraba mejor, podría verla alzar la vista de la lectura para dedicarle una sonrisa con la ternura que sólo a él le dedicaba. Al principio le costaba no llorar y cuando lo hacía no podía parar. A fuerza de contenerse consiguió recordar sin tener que llorar, y a fuerza de contenerse más no fue capaz ya de llorar ni cuando lo necesitaba.
Como en sus etapas de tranquilidad era sigiloso y comedido, no llamaba la atención ni sobre sí mismo ni sobre la casa. Salía por una puerta minúscula en un lateral, que a su vez era salida de la que fue casa de los criados. Al entrar ponía cuidado para no dejarse ver. Nadie lo conocía ni notó su presencia. Ayudaba a su anonimato que desde niño hubiese perdido el acento isleño en los colegios de Madrid y que Hoya Bermeja fuese parada de viajantes y camioneros, y lugar de paso para turistas despistados y veraneantes. Solía bajar a la cala y muchas veces se sentaba lo más distante posible en la cafetería para observar a la gente. En la primera impresión los isleños parecían recelosos y socarrones y se adivinaba la retranca en lo que decían, pero eran cordiales y enseguida se les imponía el sentido de la hospitalidad.
Desde allí, una tarde, poco antes del crepúsculo, vio a la pareja pasear por la cala y sentarse junto a la estatua de bronce. «Qué pedazo de mujer está dando esa niña», dijo uno, y «qué hombre con tanta suerte es Arturo Quíner», respondió otro. Pablo no miró a los que habían hablado, pero hacía rato que él observaba pensando, con algo de envidia, que hacían la pareja más bonita que había visto, y al oír el comentario el vello se le erizó: «Quíner». Según le habían hecho creer, el apellido de quienes lo habían despojado de la felicidad. Como en tantas ocasiones sintió en el centro del pecho el rugido del odio, el deseo parejo y cristalino de la venganza.
El domingo subió a una guagua que lo llevaría, anónimo entre dos docenas de personas, a una visita por el Estero. Era una iniciativa de las autoridades locales como medio de dar a conocer los modernos sistemas de explotación agrícola, en los que el Estero tenía a orgullo ser tomada como modelo. La visita era un paseo guiado por los invernaderos, las huertas, la embotelladora de agua, las cuadras y las instalaciones de lavado y empaquetado de productos. Regresó enamorado de la tierra, lamentándose de tener que dar por perdido el derecho sobre ella y sin haber podido ver de cerca a su enemigo, que era, sin saberlo, lo que en realidad había ido a buscar.
Lo encontró de manera ocasional, una tarde al regreso de una caminata por las montañas cuando se cruzó con la pareja. Los dos lo saludaron con cordialidad y se detuvieron un instante para intercambiar con él unas frases sobre la esplendidez del día. Apenas pasados unos días sucedió lo que fue para él como un milagro. Salía a dar su pequeño paseo, cuando vio salir a Alejandra de la casa colindante y descubrió que su vecina era la misma que acompañaba a Arturo Quíner en las dos ocasiones en que los había visto.
De nuevo el pasado. La conocía desde niño, incluso recordaba su nombre. Era muy chica cuando él la divertía empujándole el columpio o moviéndole el balancín. El corazón le dio un pálpito porque descubrió que ella era cuanto quedaba con vida del mundo deshecho de su infancia. La siguió. Llevaba un bolso y un cuaderno de dibujo. Al llegar a la cala, sacó una cámara fotográfica con la que disparó un carrete a la escultura de Francisco Minéo, variando de ángulos y distancias. A continuación se sentó en el suelo, abrió el cuaderno y comenzó a dibujar con trazos muy leves y firmes. Pablo la observó impasible, según sus mañas de león al acecho, hasta que el boceto pareció tener el encaje definitivo. Caminó muy despacio y se paró detrás de ella.
—¿Se puede mirar? —preguntó.
Alejandra lo miró sonriendo y un tanto sorprendida.
—Dicen que éste es ahora un país libre. Claro que puedes, si no me tapas la vista.
—Eres buena. Lo has dejado perfecto, apenas sin corregir.
—Gracias, pero no es mérito mío. Es por el modelo, que no se ha movido —respondió divertida.
—Esta semana estoy teniendo mucha suerte. Es la segunda vez que te veo.
Alejandra hizo como si no hubiera oído la primera parte.
—Es un sitio muy pequeño, no paramos de vernos unos a otros.
—Espero tener esa suerte contigo —respondió él.
Y ella se limitó a sonreírle, mientras daba por concluido el boceto y recogía los trebejos. Arturo la esperaba en el coche.
—Adiós —dijo, y escapó corriendo.
Pablo regresó muy despacio. Cabalgaba ya, sobre el lomo de otro ensueño.
Al día siguiente solicitó plaza en la universidad para concluir la carrera en la isla, lo que esperaba hacer en un solo curso, si se acomodaba bien. Viajó a Madrid, llenó cajas y maletas con lo necesario para desaparecer por completo durante una larga temporada. Lo envió junto a la moto, y se enfrentó al padre en la peor bronca que ambos recordaban. Que hubiese decidido conservar las propiedades en lugar de liquidarlas, que quisiera terminar la carrera en la isla, era para Jorge Maqueda el desastre que desde el principio había temido y la prueba de que el hijo no deseaba romper la relación con el pasado. No podía impedirlo. Pablo era mayor de edad y disponía de su propio dinero. Ni siquiera podía pedirle explicaciones, sólo le quedaba el recurso de ordenarle a Eufemiano que controlara de cerca las andanzas del hijo.
No era posible entrar a la casa con un vehículo sin abrir la cancela, lo que además de ser un proceso laborioso e incómodo, llamaría la atención. Sin embargo, por el discreto lateral donde estaba la entrada que él utilizaba con tanto sigilo, había un enorme portalón de madera, de ancho y altura sobrados para la entrada de cualquier vehículo. Era la puerta exterior de lo que en tiempos fue almacén y bodega. El que Dolores Bernal tuvo que convertir en capilla, para agasajar al asesino que aniquiló a su familia por dos veces.
Aprovechando los trabajos de restauración que se extendieron durante el verano, lo reformaron para convertirlo en cochera. Retiraron el tabique que hacía de altar y lo desplazaron diez metros desde la puerta. Quedó un lugar amplio en el que cabrían con holgura dos vehículos y la moto. En la casa arreglaron paredes, reforzaron puertas, limpiaron vigas, restauraron ventanas y pintaron, cumpliendo el encargo de no hacerse notar. Eran gente de la confianza de Eufemiano, pese a lo que Pablo se presentó como un trabajador contratado para vigilar la casa mientras terminaban las obras.
Hasta en los detalles sus movimientos atendían a un plan que se iba cerrando en círculos concéntricos en torno a Alejandra Minéo. Continuó sus acampadas en la montaña del Estero, pero lo hacía entre semana para no cruzarse con la pareja, porque deseaba encontrarse con la mujer pero odiaría ver al marido. Había descubierto que Alejandra acudía muchas tardes a su casa de Hoya Bermeja para atender las plantas, y que al menos una vez en semana abría las ventanas y solía bajar a la cala para continuar sus prácticas de dibujo. Él bajaba por si tenía la suerte de encontrarla allí. La tuvo en ocasiones, aunque no siempre habló con ella. Como en la época del fósil que contemplaba a Josefina Castro, la observaba inerte desde la distancia y sólo si llegaba el golpe de inspiración que lo catapultaba como un resorte, se acercaba para saludarla. No cometió el error de volver a una insinuación que pudiera importunarla. Se mostraba suelto y vivaz, y hablaba de cosas de la más absoluta intrascendencia que no pudieran inquietarla.
Supo así que ella empezaría a estudiar en la capital al principio de curso, de modo que desde primeros de septiembre cada lunes esperaba, en el cruce de Hoya Bermeja, al coche de Arturo. Sin embargo, fue ella la que pasó conduciendo su propio coche. Era una conductora muy prudente y le resultó fácil seguirla, manteniendo la distancia para no delatarse, pese a lo que la perdió en dos ocasiones a la entrada de la ciudad. Sin desánimo, pues la tenacidad era su mejor cualidad, y al tercer intento no sólo logró llegar hasta el instituto, sino que descubrió que se alojaba en un edificio de apartamentos a muy poca distancia.
Una vez que consiguió el horario de clases de Alejandra, se encaramó a la moto y cerró el siguiente círculo. A las horas en las que no era previsible que apareciera, su presencia se hizo habitual en la cafetería donde ella acudía en los intervalos de las clases, acompañada por la misma amiga. Dejaba buenas propinas y cultivó la amistad de los más habituales invitando con frecuencia y ayudando si le era posible. Creía que cuando por fin se dejara ver por ella, su presencia en aquel lugar parecería fortuita. Alejandra, en efecto, lo recibió primero con desconcierto y agrado, pero el engaño apenas soportó un par de conversaciones antes de que a ella se le hiciera evidente que era objeto del asedio. Como tampoco le pasó desapercibido que entre el muchacho triste, que durante el verano aparecía en la cala en cuanto ella se dejaba ver por allí, y el motorista efusivo y obsequioso de la cafetería, y que parecían dos personas distintas, mediaba un oscuro y turbulento río de dolor.
Para Pablo verla algunas medias horas perdidas, aunque sólo fuera durante cuatro días en semana y en tiempo de clases, le bastaba para sentir suelo firme bajo los pies. Abandonaba las clases en la facultad y hasta dejaba de comparecer a los exámenes, sólo para verla en la cafetería. No había podido encontrarla sola. Solía pedirle un encuentro, decía que para estrechar una amistad inocente, pero Alejandra interponía el obstáculo de que estaba casada con un hombre al que quería. Sólo era otro escollo en el camino, que Pablo estaba seguro de superar con el tiempo, y no le hacía perder el rumbo, para lo que habría hecho falta que algún acontecimiento se lo cambiara.
Ese acontecimiento sucedió de la manera más casual una fría noche de febrero. En épocas de sosiego, antes de acostarse y según sus hábitos, solía dar un paseo a la misma hora y por el mismo recorrido. Llegaba a la plaza de Santa Catalina, torcía por la calle Luis Morote hacia el paseo de las Canteras, caminaba hacia Fernando Guanarteme primero y la avenida de Anaga después, cruzaba en los Paragüitas, pasaba por la plaza de Candelaria y subía a continuación por la calle Ángel Guimerá. En mitad del recorrido hacía un alto para contemplar las aguas del muelle. Fue allí donde se cruzó con ellos una noche. Los vio acercarse bañados por la luz de una luna llena torrencial, tan absortos uno en el otro que no advirtieron su presencia cuando pasaron junto a él. Alejandra rodeando la cintura del marido, debajo de su brazo, con la cara apoyada en el pecho de él, mirándolo con tanta dicha, con tanta dulzura, tan femenina, tan enamorada, que Pablo sintió que se rompía de celos.
Tras varios días de desconsuelo y sufrimiento en la casa de Hoya Bermeja, apareció en la puerta del instituto, demacrado y ojeroso. Aunque esperaba por ella, sus respuestas fueron evasivas. Estaba tan agarrotado que Alejandra le acarició la cara al despedirse. Fue un gesto inocente que, sin embargo, le dio a Pablo impulso para presentarse al día siguiente a decirle lo que ella intentaba evitar.
—¡No puedo vivir sin ti, Alejandra!
Alejandra fue suave pero terminante.
—Sabes que estoy casada, Pablo. Si no puedes entender eso, será mejor que no volvamos a hablarnos.
Pablo hizo un largo silencio, pero no pudo guardarse más el veneno que lo corroía.
—No te comprendo, Alejandra. Es un viejo egoísta que te quita la vida sin que te des cuenta.
Ella no respondió. Volvió a sentirse como una pantera enjaulada.
—No vuelvas a decir nada de mi marido, porque no volveré a hablar contigo nunca más. ¿Lo entiendes, Pablo? Dime que lo has entendido, o no te acerques más a mí.
Pablo asintió. Hasta ese día el odio hacia Arturo Quíner, con ser intenso, era inconcreto, vano, y carecía del dolor abrasivo de los odios sólidos y personales.
* * *
La noche oscura, son las doce y media. Durante la tarde un aguacero había empapado la tierra. Cayetano da un largo rodeo y atraviesa las parcelas abandonadas para evitar la vigilancia del Estero. Escondido tras la escuela se limpia el barro de las suelas, mientras espera a que en una de las viviendas alguien termine de observar la noche y cierre la ventana. Cruza por una sombra y llega a la que había sido su casa. Encuentra la puerta exterior entornada. Está bebido, pero sabe dónde aplicar la fuerza. Apoya su corpachón enorme en la puerta interior, empuja y hace saltar el pestillo. Los niños duermen en la habitación, frente a la de Beatriz. Cayetano entra al dormitorio con sigilo y se detiene junto a la cama. En ese instante el niño mayor, que se ha despertado, enciende la luz en la habitación. Beatriz se despierta, intenta gritar, pero Cayetano le cubre la boca con la mano y la levanta en volandas. El grito del niño desgarra la noche. Beatriz consigue zafarse, Cayetano resbala en el forcejeo y cae, pero logra atraparla por el tobillo. Ya de pie, la sujeta por el cuello con una sola mano y aprieta hasta que la siente perder la conciencia. La deja caer a un lado, donde queda tendida con la expresión retorcida en una mueca de muerta que espanta la cobarde conciencia de Cayetano. Varios vecinos llegan a la puerta en el momento en el que él sale corriendo y se pierde en la noche por el mismo sendero que lo ha traído.
Arturo se abrió paso en el tumulto y llegó a la habitación donde algunas mujeres atendían a Beatriz. La ambulancia llegó pronto y se la llevó. Seguro de que los niños estaban bien y quedaban al cuidado de una familia, se marchó a casa a coger los documentos que necesitaría para presentar la denuncia.
Salía cuando sonó el teléfono y regresó para atenderlo. Una voz masculina dijo llamar del hospital para comunicarle que Alejandra Minéo había ingresado, víctima de un accidente. El hombre dijo no poder anticiparle nada sobre el estado de la paciente porque era información que le correspondía al personal médico.
Jugándose la vida recorrió los casi doscientos kilómetros de trayecto desde el Estero hasta la capital. Nadie en el hospital sabía nada de Alejandra Minéo y el único accidente que habían atendido era el de Beatriz, ingresada una hora antes de que él llegara. Perplejo, corrió al apartamento y encontró el coche de Alejandra estacionado delante del edificio. Dormía tranquila y se asustó más por el percance de Beatriz que por la truculenta historia de la llamada telefónica.
No habían dejado de verse sino un par de veces durante el curso y ambas después de Año Nuevo. Aquélla habría sido la tercera noche en la que él no durmiera con ella. Por la mañana la comunicación telefónica con el Estero fue infructuosa. Acudieron al hospital para interesarse por Beatriz, que estaba fuera de peligro pero con una fractura en el cráneo que la obligaría a permanecer bajo control médico durante algunas semanas. Ella lo acompañó cuando regresó al Estero, inquieto porque no había podido establecer comunicación telefónica.