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El menor de sus hijos no había cesado de llorar, torturado por la inflorescencia de la dentadura y la noche había sido larga y mala para Eduardo Carazo. Muy temprano un guardia golpeó con los nudillos la puerta de la casa, dentro del cuartel. Con el pequeño en brazos, Eduardo Carazo entreabrió para atender al guardia.

—Perdone la hora, mi teniente. Es urgente. Arturo Quíner ha matado a un hombre cerca del Estero.

—¿Quién es el muerto? —preguntó Eduardo Carazo.

—Cayetano, mi teniente. El que agredía a la mujer.

—¿Se ha entregado Arturo?

—No, mi teniente. Es lo que dijo el que vino a denunciar.

—¿Dónde está el cadáver?

—Por debajo de la finca, en un apartadero.

—¿Está avisado el juez?

—Fue lo primero. También avisé al equipo forense de la comandancia.

—¿Quién está allí?

—El sargento Dámaso con otro guardia.

—Avísele de que subo enseguida.

Lo primero que le enseñaron antes de vestir el uniforme fue que el sobresalto sería la rutina más segura de sus días. Nada le dijeron sobre cómo cumplir las obligaciones que traspasaran el umbral de la vida personal, pero aprendió pronto que el rigor profesional, también en aquello, era el remedio más eficaz. En esta ocasión, sin embargo, la frialdad fue más aparente que real y la ligera inquietud que sintió al oír el nombre dio lugar a una fragorosa comezón para cuando terminaba de afeitarse y vestía el uniforme. Le aturdía la noticia de una muerte, le fastidiaba el anuncio de trabajo y papeleo, le abrumaba que estuviera tan claro el nombre del homicida y, sobre todo, le dolía que ese nombre fuera el de Arturo Quíner.

Llegó al lugar apenas media hora después del aviso. Como en tantas ocasiones, adelantándose a lo que él mismo habría ordenado, el sargento Dámaso había acordonado la zona en un perímetro de doscientos metros, controlaba la entrada y salida de personas de la finca y se había puesto de acuerdo con un responsable de la oficina del Estero para que cortase las comunicaciones de radio y teléfono con el exterior.

Doscientos metros por debajo del acceso principal del Estero, el cuerpo de Cayetano estaba tirado en una cuneta, sobre la espalda, con los brazos tendidos a los costados y las piernas juntas. Tenía un agujero en medio de la frente, hecho por un instrumento de punta cuadrada, y la camisa y el pantalón empapados de sangre. Cerca del cadáver habían señalado una pisada muy clara y profunda y la huella de unos neumáticos muy anchos. Ciento cincuenta metros más arriba, otras pisadas de barro marcaban una senda de algunos metros en la calzada que desaparecía de pronto.

Eduardo acababa de hablar con el testigo que señalaba a Arturo Quíner cuando llegó el juez instructor, acompañado por el secretario y un forense. El juez saludó con cordialidad y comenzó con un interrogatorio más destinado a conocer los hechos que al protocolo técnico, mientras echaba un somero vistazo al cadáver y daba sus primeras órdenes. Era un hombre de edad cercana a la jubilación, y por el rigor, los ademanes pausados y las órdenes diligentes, daba la exacta imagen de autoridad y experiencia que Eduardo esperaba ver en él.

—¿Se conoce quién es el muerto? —preguntó.

—Se llamaba Cayetano Santana. Era trabajador del Estero, pero fue despedido hace algún tiempo. Tuvimos una denuncia por malos tratos a la mujer. Estaban separados, pero según parece anoche volvió a las andadas y entró a la fuerza en la casa. La golpeó y tuvieron que llevarla al hospital. Al parecer está fuera de peligro, pero continúa ingresada.

—¿Se sabe quién es el responsable?

—La persona que nos dio aviso está dispuesto a testificar que vio al dueño del Estero huir después de abandonar el cadáver.

—¿Es testigo de calidad?

—Parece estar muy seguro, señoría. Aunque creo que miente en algo —explicó Eduardo—. Dice que su presencia aquí, a esa hora tan extraña de la madrugada, se debe a que es cazador. Hoy es día de caza controlada, pero él no ha traído pertrechos ni por esta zona hay donde practicarla. El único coto de caza de los alrededores es propiedad del Estero y tienen prohibida la caza.

—Quizá trate de ocultar algún lío de faldas —dijo el juez, quitándole importancia—. ¿Qué más se sabe?

—Si el forense confirma que la única herida es la de la frente, parece que lo mataron en otro sitio y abandonaron el cadáver aquí. En esa posición, tendido boca arriba, es imposible que se formen las manchas del pantalón y la camisa. Da la impresión de que estaba sentado cuando lo golpearon. Quizá en un coche. Además, las huellas de barro corresponden con las de sus zapatos. Pero terminan en la carretera, muy separadas del arcén. Como si hubiera subido a un vehículo. Hay un coche implicado. Tenemos huellas de neumáticos junto al cadáver.

—Trabajaremos con esa hipótesis. Asegúrese de que confirman que las pisadas corresponden con los zapatos del fallecido. ¿Se ha encontrado el objeto que provocó la herida?

—Hay dos guardias buscando, sin resultados de momento.

—¿Se conoce el paradero del inculpado?

—Anoche, después del suceso en la vivienda, salió de la casa y no ha regresado. Estamos intentando localizarlo.

—¿Lo conoce bien?

—He hablado con él en ocasiones. No tiene antecedentes, es joven, sobre los treinta, muy trabajador. Es hombre de carácter, pero no parece violento. Es muy apreciado aquí. Ha dado mucho empleo y tiene fama de ayudar cuando puede.

—¿Qué móvil podría tener?

—Tuvo un altercado con Cayetano por el asunto de la mujer. Pelearon. La mujer puso la primera denuncia porque se sintió protegida por él. Cayetano andaba jurando que se vengaría, pero pensábamos que eran bravuconadas.

—¿Es posible que hubiera relación sentimental entre este Arturo Quíner y la mujer del fallecido?

—No, señoría. Con seguridad. Las palizas del marido eran continuadas. Habría terminado matándola de no ser por la separación. Y pudo separarse porque Arturo Quíner le dio trabajo y la vivienda, que es propiedad de la empresa.

—Si no hay otro motivo que la enemistad, ¿qué ganaría con esta muerte?

—Nada. Al contrario, perdería mucho. Aunque tal vez fue Cayetano quien lo atacó y él lo mató al defenderse. Pero eso no casa con las pisadas. Si son del cadáver, como creemos, el vehículo es casi seguro que no fue el de Arturo Quíner. Cayetano estaba muy enemistado y de ninguna manera se habría subido al coche de Arturo Quíner.

El juez dio el visto bueno al control de entrada y salida de la finca y la intervención de los teléfonos, y ordenó el registro de la vivienda del Estero. Agustín y Venancio, que sólo conocían lo sucedido la noche anterior en casa de Beatriz por los comentarios y el rumor de que había un cadáver, aguardaban a que se levantaran los controles, sin imaginar que la tragedia era mayor hasta que fueron requeridos para que facilitaran la entrada en la casa. En el registro intervinieron, además del secretario del juez y el forense del juzgado, Eduardo Carazo y dos guardias del equipo forense de la Guardia Civil, que acababan de llegar. Como esperaban, la puerta trasera de la vivienda permanecía abierta. Apenas tardaron dos minutos en encontrar lo que buscaban. Escondido con poca cautela entre los útiles de limpieza, había un martillo manchado de sangre, con el anagrama del Estero y un número de seis dígitos troquelados. Agustín confirmó que era un número que se le asignaba a la herramienta a su entrada en el almacén, antes de ponerla en servicio.

Tras firmar la orden de búsqueda y captura de Arturo Quíner y ordenar el levantamiento del cadáver, el juez habló con franqueza cuando se despedía de Eduardo Carazo.

—Búsqueme al homicida donde alguien quiera perjudicar a este hombre. Una de dos: o este Arturo, además de homicida, es un lerdo capaz de llevar a su propia casa el arma que lo incrimina, o tiene enemigos muy aplicados. Y no pienso consentir que insulten mi inteligencia con semejante disparate, aunque para ello tengamos que comprobar cada detalle cinco veces.

Eduardo Carazo participaba de esa opinión. Entre las pruebas los pormenores más discordantes eran los que señalaban a Arturo Quíner. Con excepción del martillo, no habían hallado ni una sola evidencia de refutación de la hipótesis de su culpabilidad. Si Cayetano hubiese esperado a Arturo Quíner cerca de la casa, deberían haber hallado alguna prueba de su paso o rastros del encuentro en las inmediaciones. En particular manchas de sangre, que no habían encontrado. Y estaba seguro de que si en el transcurso de una hipotética pelea hubiera ocurrido una fatalidad, Arturo se habría entregado.

 

* * *

 

Él y Alejandra estaban de camino. Tras interesarse en el hospital por Beatriz Dacia, ante la imposibilidad de comunicarse con la oficina del Estero, había llamado al ayuntamiento donde lo advirtieron de que la Guardia Civil tenía acordonada la entrada de la finca, aunque desconocían la causa.

El juez acababa de marcharse cuando Eduardo Carazo vio al matrimonio apearse del vehículo y acercarse a él con evidente desconcierto. Pensó que no era aquélla la actitud de personas que ocultaran algo.

Arturo saludó y quiso informarse pero se adelantó el sargento Dámaso Antón, preguntando en un tono muy grave:

—¿Es usted Arturo Quíner?

—¡Claro, Dámaso, sabe usted que sí! —respondió Arturo, muy sorprendido.

—Arturo Quíner —dijo Dámaso, sin dramatismo, pero inexorable—, ¡queda usted detenido por la muerte de Cayetano Santana!

Estupefacto, Arturo no reaccionó mientras Dámaso le enumeraba los derechos, le ponía las esposas y lo hacía subir al coche oficial. Eduardo tranquilizaba a Alejandra y le pedía que los acompañara para declarar.

—¿Ha entendido sus derechos, Arturo? —le preguntó Eduardo, de camino hacia el cuartel.

—Los conozco y los entiendo —respondió Arturo, sin salir del aturdimiento.

Eduardo Carazo le avisó de que tendría que interrogarlo y que sería duro cuando lo hiciera, pero fue impecable en las formas. En el informe de la detención dejó constancia de que el detenido se había entregado por voluntad propia, lo que sin ser cierto con exactitud, era lo más cercano a la verdad. Esperó la llegada del abogado antes de tomarle declaración y procuró que estuviera cómodo en el calabozo. Tras la declaración de Alejandra, incluso los dejó a solas durante unos minutos.

Fueron concesiones menores que de ninguna manera estorbaban el desarrollo de la investigación, y a las que Eduardo Carazo se creía obligado. La primera vez que habló con Arturo Quíner fue con motivo del descubrimiento del cadáver de Ismael. Salvo por algún comentario en el que fue fácil adivinar la envidia, las referencias que le habían llegado sobre él eran inmejorables. El disgusto por la acusación que hizo señalando como responsable directo de la muerte de su hermano a un cabo de la Guardia Civil ni siquiera duró unas horas. En la práctica, Eduardo estaba recién llegado y desconocía los secretos del lugar. Sin salir del cuartel supo que la acusación era el secreto a voces más clamoroso del Terrero. Ni siquiera necesitó hacer pesquisas para hallar las pruebas que lo demostraban. El casquillo de un cartucho OTAN de 7,62 milímetros, hallado muy cerca del cadáver, mostraba en el culote la delatora muesca del percutor que lo había disparado. El arma, un mosquetón máuser, estaba ya fuera de servicio, pero continuaba en el armero, todavía con destino en aquel destacamento bajo su mando.

Arturo Quíner le había dado palabra de que si el asesino estaba vivo no pararía hasta verlo delante de un juez, pero que ni siquiera mencionaría el nombre de la Guardia Civil. Con el cabo Liborio muerto, cumplió su palabra y enterró al hermano en el más impenetrable silencio sin dar a conocer siquiera el informe oficial.

 

* * *

 

Ante pequeñas injusticias Arturo Quíner podía ofuscarse y llegar a mostrar un poco de mal genio, pero quienes lo conocían de cerca lo habían visto florecer en las adversidades. Asistido por un estado de fría paz interior, cuanto mayor fuera la dificultad con mayor aplomo y más serenidad la afrontaba. Aunque el interrogatorio fue largo y Eduardo se mostró implacable, nada consiguió confundirlo. Fue exacto en los detalles y respondió tantas veces y de tantas formas como le preguntaron el itinerario que había hecho durante la noche anterior. El aviso del percance de Beatriz, la extraña llamada telefónica, la carrera a la capital, la apresurada llegada al hospital primero y al apartamento después, la visita a Beatriz a primera hora de la mañana y la llamada al ayuntamiento, en la que supo que algo grave había sucedido en las inmediaciones del Estero. Con diferencia de pocos minutos, las declaraciones concordaban con las hechas por Alejandra y los que auxiliaron a Beatriz y los niños durante la noche. Al día siguiente repitió lo dicho en el cuartel delante del juez, antes de ingresar en la cárcel por la orden de prisión provisional sin fianza.

 

* * *

 

El único mérito del Terrero para acoger un destacamento de la Guardia Civil tan señalado era la localización geográfica en el punto mejor comunicado de una extensa comarca. Un cabo había sido el miembro de mayor rango, y seis guardias, aniquilados por los servicios de veinticuatro horas, la mayor dotación, hasta que la comandancia obtuvo los recursos para ampliarlo y ponerlo bajo el mando de un teniente. Eduardo Carazo era por tanto el miembro de mayor rango que había tenido el destacamento del Terrero. Era guardia civil por tradición familiar, pero también por vocación, y sentía que el uniforme era un privilegio que exigía un alto sentido de la justicia. Para merecerlo, se comportaba como un profesional abnegado que ponía todo el empeño en cumplir de la manera más rigurosa.

Además del tricornio y el uniforme verde, la otra imagen distintiva de la Guardia Civil es la pareja de guardias con el mosquetón al hombro. Pero se trata de algo más que una imagen. Cada guardia civil es sólo una mitad y como las ruedas de un mismo carro, cada uno no es nada sin el otro. Eduardo era teniente, pero tenía también una mitad inseparable. En lo que él consideraba el mayor de los privilegios, el otro extremo de su mancuerna lo ocupaba el sargento Dámaso Antón. Había llegado al grado de sargento desde el escalón más difícil, el de simple guardia, estudiando y aprovechando cada oportunidad de ascenso, asistiendo a todos los cursos y presentándose voluntario a cuanto servicio ingrato aparecía. En casi treinta años de servicio había pasado por todos los destinos y conocido todos los servicios imaginables, de modo que ningún ángulo de la institución le era desconocido. Eduardo era número uno de su promoción en la academia y, por tanto, en experiencia y conocimientos lo que a uno le faltaba al otro le sobraba.

Dámaso era veinticuatro años mayor que Eduardo, a quien trataba más como amigo o como hermano menor, lo que no mermaba su sentido de la disciplina sino que, por el contrario, lo obligaba a ceñirse más al reglamento, para evitar que Eduardo se viese obligado a la difícil elección entre la amistad y las exigencias del servicio.

Los pormenores de la investigación se fueron desgranando en los días siguientes sobre la mesa del despacho y cuantos más datos tenían y más ciertos se hacían, más seguro parecía que Arturo Quíner quedaría pronto en libertad bajo fianza. Con ser concluyentes, tanto la declaración del testigo como el hallazgo del martillo en la casa eran pruebas que se volvían inconsistentes en cuanto se intentaba confrontar con las otras.

Le habían enviado una copia del plano que levantó el equipo forense con la situación del cadáver y las pisadas de la carretera, y cientos de fotografías de los detalles. Una huella de zapato de la talla 39 se descartaba que fuese la de Arturo. También se descartaban las huellas de los neumáticos, de la misma marca y modelo que las del vehículo que le habían intervenido, pero con desgaste distinto. Salvo por diferencias de pocos minutos, la coincidencia de las declaraciones de Arturo y Alejandra era absoluta y tampoco existía disconformidad con las declaraciones del personal de vigilancia del Estero.

Tras cuatro días de intenso trabajo Eduardo Carazo pudo redactar el informe, que sin revelar lo sustancial del caso sí desmontaba lo accesorio. Personas que vieron huir a Cayetano de la casa, pero que no habían declarado, confirmaban la hora de las declaraciones. No había duda de que Arturo Quíner abandonó la finca a las 2.05. En el servicio de urgencias del hospital, para atender a quienes preguntaban por un ingresado, el coordinador tomaba nota en un simple cuaderno de la hora y el nombre del paciente. Dámaso consiguió la fotocopia de las anotaciones durante la noche de los hechos. En ella constaba que a las 3.40 de la madrugada alguien se interesó por la paciente Alejandra Minéo, con resultado de no ingresada, corroborando lo declarado por Arturo Quíner.

Sin embargo, el itinerario de Cayetano Santana, desde el mediodía hasta que apareció en la puerta de Beatriz, era un misterio. Vivía con la madre desde que se marchó del Estero. Sobre el mediodía salió para rematar un trabajo y retirar las herramientas, se tomó un café y un par de copas en Hoya Bermeja y desapareció. Siguiendo la pista del trabajo, Dámaso habló con un contratista que confirmó que solía emplear a Cayetano cuando tenía alguna reforma, pero que hacía más de dos meses que no lo veía. Tenía noticia de que hacía unos arreglos en la casa grande de Hoya Bermeja. Dámaso acudió a horas distintas durante varios días, antes de dar por hecho que la casa estaba vacía.

El mismo día que obtuvo la fotocopia en el hospital, Dámaso pasó por la comandancia a recabar información sobre el único testigo. La sorpresa fue que se trataba de un antiguo policía. Además de un rosario de delitos menores y faltas, una sentencia firme lo inhabilitó para cargo público, expulsándolo por tanto del cuerpo de policía, por un oscuro caso de violación a una detenida. Trabajaba para una agencia de cobro de morosos, cuando no hacía de portero en tugurios de alterne.

 

* * *

 

Eduardo Carazo firmaba el registro cuando le dijeron que debía acudir al despacho del juez, situado al fondo de un corredor, cuya estrechez habían empeorado con una estantería de legajos, hasta el techo y en todo el recorrido. Golpeó con suavidad en la puerta y entreabrió.

—Pase, Eduardo —dijo el hombre desde dentro.

De nuevo fue cordial y Eduardo agradeció que recordara su nombre. Sin embargo, tras esa primera impresión, parecía una persona distinta. Jugueteaba nervioso con los objetos del escritorio y cambiaba de postura en el sillón con frecuencia, sin sostener la mirada.

—Seguimos sus instrucciones. Hemos comprobado las declaraciones y nos inclinamos a pensar que usted estaba en lo cierto. Excepto el testigo y el martillo, nada inculpa a Arturo Quíner. Todo lo demás parece exculparlo.

—Lo del martillo fue una conjetura de la que el fiscal me ha disuadido —dijo el juez, quitándole importancia.

—Pero hay una prueba más concluyente. Se trata de las huellas junto al cadáver. La de zapato es de la talla 39 y hacen falta 160 kilos de presión para dejarla. La talla del inculpado es la 43. El informe forense habla de que es de un hombre que cargaba con algo muy pesado. Casi seguro que el cadáver. Además, el informe de las huellas de neumáticos habla del mismo fabricante y modelo, pero de neumáticos distintos.

—No pierda más el tiempo con eso, Eduardo. El fiscal tiene un testigo fehaciente que lo vio abandonando el cadáver.

—Cierto, señoría, pero ese testigo mintió en la declaración. Nunca ha tenido licencia de caza.

—Eso, Eduardo, le corresponde a la defensa del acusado. Nosotros hemos hecho ya nuestra parte.

Estaba claro que el hombre tenía prisa por concluir y Eduardo continuó, limitándose a responder a las preguntas sin entrar en valorar los datos.

—Las pruebas periciales de fibras y pelos en el interior del vehículo de Arturo Quíner tardarán en llegar —continuó—. No hay huellas en el martillo. La sangre es la de la víctima.

—¿Algo sobre el fallecido?

—No pudimos averiguar lo que hizo aquel día. Desde que desapareció al mediodía hasta que entró en la vivienda nadie lo vio.

—La mujer del inculpado —dijo el juez, consultando el nombre en uno de los muchos folios que tenía en la carpeta abierta, delante de él—, Alejandra Minéo, ¿podría haberle ayudado a cometer el crimen?

Eduardo estuvo a punto de perder la compostura. Tomó aire y le respondió de la forma más escueta que pudo.

—Las declaraciones están confirmadas. Una vecina suya la llamó a medianoche para que le abriera la puerta de la portería. No habría tenido tiempo de llegar al Estero para la hora en la que sucedieron los hechos.

Regresó desconcertado y con la certidumbre de que el juez estaba a punto de cerrar la instrucción del sumario y confirmar el encarcelamiento de Arturo Quíner. Sólo tardó dos días en hacerlo, denegando la libertad condicional.

Tanto la prensa como la radio y la televisión le habían dado un trato ecuánime y proporcionado en el apartado de sucesos, sin embargo, la noticia se hizo la más relevante durante unos días. La información real era poca y estaba mal contrastada, pero se publicaron artículos, comentarios y hasta columnas de opinión. El contenido fue de color disparejo pero excesivo para hechos tan irrelevantes como la muerte de un desconocido y la entrada en prisión de otro. Por la noche Dámaso se presentó en la casa de Eduardo, con los ejemplares de periódicos de varios días en la mano.

—¿Una cerveza, Dámaso? —le preguntó, invitándolo a pasar con el gesto de franquearle la entrada.

—¡Bien fría, si tienes, mi teniente! La estoy necesitando —le respondió Dámaso mientras tomaba asiento.

Al hacerlo, el niño mayor se sentó junto a él y Eduardo le puso al más pequeño en los brazos antes de dirigirse a la cocina.

—Mira, mi teniente, a mí esto no me gusta. Aquí se necesitaba un culpable pronto, aunque no fuera el auténtico, y nos están utilizando.

—¿Has encontrado algo nuevo en los periódicos o siguen dándole vueltas a lo mismo? —preguntó Eduardo mientras le alcanzaba la cerveza y volvía a coger al pequeño.

—La cosa se ha moderado, pero siguen en la misma línea. Dan por hecho cosas que sólo nosotros podíamos saber, pero que no hemos dicho. Cosas que son falsas o no están comprobadas.

—¿Y quién es el que filtra eso?

—Cuando pasa, suele ser la fiscalía, para preparar el terreno. Esta vez está demasiado cogido por los pelos.

—Anoche casi no dormí, Dámaso. Está claro que si queremos poner las cosas donde deben estar, no tenemos otro remedio que encontrar al verdadero culpable. Si es Arturo Quíner, llevándole al juez las pruebas que lo incriminen. Pero si no lo es, dando con quien lo hizo.

—¿Todavía tienes dudas de que haya podido ser él?

—No, mi sargento —le respondió Eduardo—. Dudas no tengo. ¿Cuánto tiempo lleva ir a la capital desde el Estero?

—Con un cronómetro no lo he comprobado —respondió Dámaso—. Pero de día, con tráfico de camiones, por la carretera hasta la autovía, media hora por lo menos, y otra hora y pico de autopista. Por unas dos horas, debe de andar la cosa.

—¿De noche, con poco tráfico y sin lluvia?

—Poco menos de dos horas.

—Lo digo porque en las declaraciones Arturo Quíner dice que salió del Estero a las 2.05 y eso tú lo has confirmado. Si llegó al hospital a las 3.40, ¿a qué velocidad hizo el trayecto?

—Lo calculé y me pareció que lo había hecho con un cohete. Me salieron 118 kilómetros por hora, de media —explicó Dámaso.

—El todoterreno que se le intervino alcanza esa velocidad de sobra, aún más por la autopista. Pero por la carretera habrá ido a poco más de 50 por hora.

—Máximo a 50 por hora.

—O sea, que por la autopista a 150 por hora, al menos. O miente con lo del hospital o no tuvo tiempo de pararse ni un segundo desde que salió de la finca. Aunque existe otra posibilidad: que llamara a otra persona para que se presentara en el hospital.

—Eso lo comprobé. La mujer que tomó la nota en el registro de urgencias lo recordaba y lo describió bien.

—Entonces tendremos que hacer lo que nos corresponde, mi sargento. Seguir buscando hasta dar con el responsable. Tenemos el problema, pero nos han quitado los medios, de manera que otra vez corre a cargo de nuestras costillas.

—Entonces, sin novedad. Que en nuestro negocio, es lo más común.