La visita que cada pocos días le hacía el abogado en la cárcel tenía por objeto más la firma de los documentos que necesitaban en el Estero, que para informarlo de la marcha del proceso. De lo más importante, la acusación de asesinato, de tarde en tarde le traía alguna vaga noticia tranquilizadora, asegurándole que muy pronto debían pronunciarse sobre el recurso a la denegación de libertad bajo fianza, y de que cuando se viera el juicio, de sobra quedaría demostrada la inocencia. Sin embargo, desde el primer momento las cosas no habían hecho sino empeorar y, salvo en lo que parecía más relevante, Arturo apenas escuchaba ya.
Incluso antes de que el juez hubiera confirmado la prisión provisional, que tenía recurrida, cuando todavía estaba seguro de que sólo permanecería en la cárcel un par de semanas, pidió trabajo y un hueco para ayudar a presos con dificultades en alguna de las múltiples actividades de apoyo que la prisión organizaba. Ambas cosas se las facilitaron de inmediato. Por las mañanas trabajaba en el invernadero y por las tardes ayudaba con los estudios a presos que iban retrasados, con los que mantuvo la poca relación que se permitió tener en la cárcel. Aún le sobraban un par de horas para acudir a la biblioteca antes de la cena. De esa manera conseguía estar ocupado la mayor parte del tiempo, sin desesperar, mientras contaba los minutos que le faltaban para ver a Alejandra.
Ella se había hecho más independiente, aunque apenas salía del apartamento, excepto para ir a clase. Los sábados se marchaba muy temprano para atender la casa del Estero y dar una vuelta por la de Hoya Bermeja. Dormía una sola noche en la casa del Estero, porque en la de Hoya Bermeja le faltaba la madre, aunque en la otra tampoco se encontrara cómoda sin él. La tarde del domingo regresaba al apartamento, donde la necesidad de verlo se le hacía menos acuciante si hacía sus prácticas de dibujo o se enfrascaba con los libros y los ejercicios de clase. Acostumbrada desde niña a permanecer en la casa, no le suponía esfuerzo aquella vida de medio claustro, por lo que solía rechazar las invitaciones para ir al cine con los compañeros de clase o para reunirse con ellos en cualquiera de los tenderetes que no paraban de organizar. Lo que más le faltaba eran las largas caminatas que habían sido su entretenimiento favorito desde que se casó. Dispuesta a no darle ventajas a la adversidad, se había hecho el propósito de continuarlas ella sola, y muchos domingos preparó la mochila y la cámara de fotos, pero ni siquiera llegó a la puerta antes de haber desistido. La única ocasión en que pudo consigo misma y llegó a emprender la caminata, regresó desolada cuando apenas había recorrido unos kilómetros.
* * *
Aunque no había vuelto a importunarla con invitaciones ni comentarios sobre Arturo, Pablo la frecuentaba a diario en los intervalos de clase. En los corrillos de la cafetería, en ausencia de Alejandra, podía salir el tema de la acusación de asesinato que pesaba sobre Arturo, en los que Pablo se destacaba por defenderlo con mayor vehemencia. Alejandra lo sabía y en el transcurso de los meses, de manera muy paulatina, había bajado la guardia. Acompañando a Alicia, la compañera de clase que se había hecho inseparable de Alejandra, él había subido un par de veces al apartamento. Pablo no hablaba de sus planes puesto que los tenía supeditados a los de Alejandra, y dado que ella le había manifestado sus intenciones de ingresar en la facultad de Bellas Artes, él se había hecho a la idea de permanecer en la isla, al menos durante unos años.
Sin haberlo buscado ni deseado fue la relación con Pablo, que Alejandra nunca había pretendido que fuese más que cordial, la que provocó un grave cambio de circunstancias en su vida. Faltaba una semana para el término del curso y con la excusa de la despedida, Pablo la asaltó por sorpresa, presentándose sin aviso en el apartamento, para hacer una cena de despedida, con comida china y una botella de buen vino. Alejandra se preparaba para su habitual marcha al Estero de los sábados por la mañana. Pablo le prometió irse pronto y ella, que no tuvo los reflejos para rechazarlo, lo acogió con cautela. Él encendió las velas y puso música. Cenaron y hablaron. De la botella de vino ella apenas se mojó los labios y Pablo tomó varias copas. La cogió del brazo para bailar, ella se resistió y él dio su palabra de que se marcharía sin insistir.
Después de cuatro largos meses de espera, Arturo recibió la resolución favorable del recurso de libertad bajo fianza, y los abogados habían hecho el depósito de avales y presentado los papeles para la excarcelación. Lo habían puesto en libertad a última hora de la tarde y en aquel preciso momento se apeaba de un taxi en la entrada del edificio. El ascensor esperaba en la planta baja y subió sin interrupciones los tres pisos hasta el apartamento. Como solía, con mucha reserva para no invadir la intimidad de Alejandra, giraba la llave muy despacio, abría y empujaba. Observaba antes de entrar, acaso para prevenir algo como lo que en aquel momento sucedía. Entró con sigilo un solo paso y pudo verlos a través del espejo, envueltos por la inquieta penumbra de las velas, bailando al compás melancólico de «Puente sobre aguas turbulentas», de Simon y Garfunkel. Retrocedió, cerró la puerta con sigilo y se marchó, sin que Alejandra lo hubiera advertido.
Paseó muy despacio durante un par de horas antes de marcharse al Estero, sin desfallecer, pero enloquecido de celos y desconsuelo. El momento que había soñado para poner fin a su calvario, el del tercer aniversario, poco después de que ella hubiera cumplido dieciocho años, tuvo que posponerlo por los estudios. Pensó entonces que debía esperar a que hubiera terminado los exámenes del curso de preparación para la universidad. Sería apenas unas semanas después, cuando ella hubiera decidido el rumbo que debía dar a su vida. Él hablaría con ella de su vida en común. Si ella entendía que nada le debía, si la veía segura de que podría marcharse de su lado cuando quisiera, él podría confesarle lo que sentía y hacer por fin la vida de matrimonio que no habían tenido. El momento con el que había soñado, la ilusión y los planes se derrumbaron en el instante en que un desconocido llevaba a su pequeña, sujeta del talle, a un lugar que él tenía prohibido para sí mismo. Aquel recuerdo nunca dejaría de atormentarlo.
Pensaba que sucedía lo que más pronto que tarde tendría que suceder, lo que era más lógico y racional, lo que de muchas maneras distintas él mismo había propiciado durante aquellos años. Nada tenía que oponer a lo que imaginaba, pero aquella razón no disminuía el dolor, sino que lo aumentaba.
Aunque desafortunada, la situación no era ni de lejos la que pensaba. En el apartamento, cuando Pablo quiso avanzar otro paso, se encontró de nuevo con la mujer fiera que una vez se le mostró y ahora volvía a detenerlo en seco. Cuando intentó besarla, Alejandra se revolvió, se liberó de un empellón y le soltó una reprimenda, que avergonzó a Pablo. Ya no volvió a tener duda de que aquella línea no era posible traspasarla y menos con ardides y engaños. Se marchó desolado y furioso consigo mismo.
Arturo no la llamó hasta la mañana siguiente. Ella, sorprendida, abandonó el desayuno, el orden del apartamento, los paquetes y hasta la prudencia con el coche y corrió al Estero. La esperaba en la casa y la abrazó, con fuerza y ternura, pese a que ella lo sintió traspasado por la derrota.
—¿Por qué no fuiste al apartamento? —le preguntó.
—Tenías visita —contestó él, sin mentirle y haciendo un esfuerzo para no denotar abatimiento.
Ella se ruborizó e intentó explicarse, muy aturdida:
—Lo siento, no sabía que te dejarían libre. Es un amigo.
—No, Alejandra. Por favor, no me lo expliques. Es tu vida, debes hacer con ella lo que quieras. Yo tendría que haber telefoneado antes de ir.
Intentaba hablarle con serenidad, pero ella sentía como una hecatombe que hubiese llegado, después de esperarlo durante tanto tiempo, y que la hubiera encontrado en compañía de otro. Existían ya lugares vedados entre ellos. Una estupidez le había hecho perder lo que consideraba más importante en su vida, pero algo faltaba en la exposición del problema que le impedía analizarlo. Si él estaba celoso o siquiera molesto por la presencia de Pablo, se preguntaba por qué no se lo reprochaba. Si la quería, por qué toleraba la situación sin una censura, sin admitir siquiera una explicación. Lo intentó otra vez cuando él subió a consolarla, pero de nuevo declinó oír la explicación. En realidad, ella deseaba provocar una respuesta en la que evidenciara los celos; sin embargo, no encontraba sino, más acrecentada, aquella ignota amargura, que antes que con cualquier suerte de reproche, a ella le era más fácil hacer coincidir con los gestos de amor que él se iba dejando por el camino.
Pasó el día reunido y supervisando los asuntos de trabajo. Por la noche cenaron poco y con desgana. A pesar del tiempo que llevaban con la vida alterada por la ausencia del otro, pese a todo lo que deberían estarse contando, no se hablaron. Ella buscó sitio en el cuerpo de él para quedarse dormida, pero como él, tampoco pudo hacerlo. Los dos sentían que un muro infranqueable se había levantado entre ellos.
Alejandra había dejado de ser la niña inocente que él llevó un día a la casa y él no era el hombre invulnerable que ella, en su ingenuidad, veía en él. Ella se sentía sucia y él agonizaba. Cuando se despidieron, el lunes por la mañana, por el contrario que en otras ocasiones, no se dijeron cuándo se volverían a encontrar. Aunque el curso terminaría en una semana, Alejandra aún debía preparar dos exámenes y sabía que Arturo no regresaría al apartamento. Era tan espantoso que no quería ni pensarlo.
Con ella no le había servido el patético procedimiento de esperar a que el tiempo le cicatrizara los sentimientos. Por mucho que se hubiera preparado para el episodio que más pronto que tarde debía llegar, Arturo Quíner no fue capaz de sostener la entereza megalítica que tanto le servía en otras contiendas. El incidente era la prueba más fehaciente de los viejos vaticinios de su desventura. Apenas había faltado cuatro meses y ella tenía a uno en su vida, y al menos otra media docena se pavonearía a su alrededor mientras aguardaban turno. Si no lo había encontrado ya, muy pronto hallaría uno con quien él, por muy casado que estuviera con ella, saldría derrotado en cualquier orden de la comparación. Quien estaba fuera de lugar no era el otro, era él.
El tiempo que le correspondía había pasado. En el momento de la verdad, debía decidir si por fin mandaría al infierno sus martingalas sobre la hombría de bien, su heroísmo de pacotilla, su irrisoria condición de célibe en el mismo lecho de la lujuria, o dejaba que su terquedad diera la última y definitiva vuelta de tuerca. Con toda seguridad ambos caminos lo conducirían a un mismo despeñadero. Por uno, el final era más lejano, aunque no menos amargo; por el otro, era inmediato. Si la amarrara a él, era seguro que pasados unos años ella terminara sintiéndose ahogada y huyendo de su lado, odiándolo por haberla dejado malbaratar la vida. Pero si fuese lo contrario, que ella fuera la más feliz por estar a su lado, no estaba dispuesto a aceptar que pagara el precio de renunciar a sus propias aspiraciones a cambio de él. Por lo que continuaba sin tener otras opciones que las del primer día.
Ella lo había devuelto a la vida. Se quedaría con ello, con los recuerdos y con el consuelo de pensar que muchísimas veces, cuando ella quisiera ver el camino andado y echara un vistazo atrás, no lo evocaría en un pasaje de sombras, sino en el de una entrañable amistad. Aquéllas eran las ideas. Pero el corazón se resistía a dejarla en brazos de otro, a entregarla sin presentar batalla, y fueron muchas las veces que estuvo a punto de desfallecer, de arrastrarse para ir a confesarle que estaba enloqueciendo de amor y que prefería morirse antes que pasar un instante más sin ella. No hallaba consuelo. Se calló, se escondió, endureció más el semblante, la tristeza le rezumó más y buscó más obligaciones para ocultarlo.
Fue un tiempo terrible para Alejandra. Lo veía atenazado, supurando por la misteriosa herida que estaba a punto de enloquecerla. Cuando pensaba que el incidente en el apartamento lo había hecho abominar de ella, la lógica le decía lo contrario. Qué era entonces lo que amartillaba aquel dolor intangible que veía hacerse más brutal a cada instante. Por qué no se lo reprochaba. Por qué no hallaba en él una gota de resentimiento. Deseaba ayudarlo y se acercaba, como solía, para diluirle los pesares acurrucándose en él, acariciándole el cabello y abrazándolo, pero esta vez no conseguía el propósito. Notaba en él las respuestas más suaves y tiernas, la atención hacia ella más vigilante, el frenesí del sueño más tortuoso, buscándola con más inquietud, reclamándola con más insistencia, llamándola a veces con desesperación. Quería hablar con él para aclarar las malditas confusiones de su vida en común y pedirle lo que como esposa y como mujer tenía el derecho a reclamar, el amor físico con él, al que no podía ni quería seguir renunciando. Quería que el amor que emanaba de él y ella sentía en el centro del alma, se lo susurrara al oído, quería ser mujer con él, de una vez y por todas. Pero temía herirlo en aquel lastimero estado en que lo presentía. Y no se daba cuenta, pero actuaba como él, acallando sus necesidades, dejando que el tiempo pasara, sumida en las obligaciones.
El verano fue corto y amargo para los dos. Ella presentó los exámenes que le permitirían el acceso a la enseñanza superior y alcanzó el objetivo por el que tanto había luchado. La necesidad de tomar la decisión para los estudios superiores deshizo el nudo de la situación.
—¿Has decidido dónde quieres estudiar? —preguntó él.
—No sé si seguiré estudiando —respondió Alejandra.
—¿No quieres seguir? —preguntó él, muy sorprendido.
—Quiero estudiar, pero no lo haré hasta que no arregle mi vida contigo.
Fue cruda. Arturo lo esperaba.
—¿Y qué es lo que deberíamos arreglar?
—Deberías explicármelo tú, Arturo. ¿Por qué todos los hombres quieren llevarme a la cama, excepto tú, que eres mi marido?
Arturo se sintió golpeado por la rudeza de la pregunta hecha en la forma, con el tono y el momento justos.
Había de ser ese momento el definitivo. Ella tenía la edad para reclamar lo que pedía y él no anhelaba otra cosa que entregarse y hacerla suya, pero estaba obligado a llegar a la última de las consecuencias. Si ella decidía que debían poner, de una vez por todas, el ladrillo que faltaba en su matrimonio, la cogería en brazos, la llevaría al estudio y concluiría lo que habían dejado la tarde en que se lo pidió por primera vez, en el lugar donde, también por primera vez, él renunció a ella. Si ella tuviera alguna sombra de duda, nunca más volverían a hablar de aquello, él debería dejarla marchar y callar ya para siempre.
—Es lo natural, Alejandra. Eres muy bonita y muy alegre. Nos vuelves locos.
—No mientas, a ti no.
Arturo no podía responderle. Prefería morirse antes que engañarla.
—A mí también, Alejandra. Pero cuando nos casamos, no tenías opciones. Eras una niña y yo me habría sentido como un violador. Aunque tú lo desearas yo habría sido el más miserable del mundo.
—Pero yo quería y te necesitaba, Arturo.
—Claro, Alejandra. Querías sentirte amada. Tenías derecho al sexo. Pero no sabías, quizá todavía no lo sepas, que hay cosas que cuando se dan se pierden sin remedio.
—¿Quieres decirme, entonces, qué es lo que hago contigo?
—Crecer, aprender y madurar.
—Como una hija. ¿No es así?
—Como una amiga, una compañera a la que se desea lo mejor.
—Entonces ¿qué debo hacer, esperar a cumplir treinta años?
—No, Alejandra. Debes continuar estudiando. Debes irte, conocer otras cosas, otras formas de vivir.
—¡Otros hombres! ¿Es eso lo que quieres decir?
Tuvo que esperar para responder sin que la voz se le quebrara:
—También otros hombres, Alejandra.
—No puedo imaginarme con otro, Arturo.
—Porque no has conocido a ningún otro. Yo dentro de poco no tendré nada que ofrecerte y tú tienes toda la vida.
—¿Lo dices porque no me quieres? ¿Te casaste conmigo porque te daba pena?
El alma se le quebraba, pero no podía sacarla del error.
—Necesitabas a alguien que te protegiera. Lo hice por ti, Alejandra. No para aprovecharme.
A ella las lágrimas le surcaban la mirada. Arturo tenía que tomar aire varias veces antes de responder, ocultarse tras su falsa serenidad, esconder el temblor desobediente de las manos bajo la mesa.
—Estaba enamorada. ¿Lo sabes? Sigo estando enamorada.
—¿Estás segura, Alejandra? Tal vez creías estarlo. Analiza bien tus sentimientos, quizá sólo hay gratitud.
—No me das otra opción que marcharme de tu lado.
—He intentado que aprendas lo que es la libertad. Tienes el beneficio de tu libertad, pero también la responsabilidad sobre ella. Cuando no tenemos claros los sentimientos es mejor dejarlo pasar. Tú debes seguir haciendo tu vida, si quieres aquí conmigo, pero también si quieres lejos de mí. Sólo puedo aconsejarte, no decidir por ti. Y te aconsejo que vayas a donde puedas encontrarte a ti misma, que huyas de mí. Si encuentras a un hombre, sepárate de mí sin mirar atrás ni por un momento. Entrégate a él sin pensar en mí. Si unos años más tarde, cuando sea, dentro de dos meses, dentro de veinte o treinta años, quieres regresar porque crees que te sentirás mejor, yo estaré aquí.
—Como un padre, ¿no?
Otra vez tuvo que encontrar la fuerza para que la voz no lo traicionara con un quiebro amargo.
—Como lo que tú quieras, Alejandra. Estaré cuando me necesites. Eso no lo perderás nunca. Sólo tendrás que llamar o escribir y yo iré donde sea. Pero busca tu felicidad sin pensar en mí.
Alejandra lloraba sin perder la firmeza en la mirada, desafiante, de frente, tan valiente como era.
—Te tendré… pero no como te necesito.
A él en cada frase le costaba un poco más contener la furia de los sentimientos. Le dolía el estómago, si hubiese estado de pie las rodillas no habrían sido capaces de sostenerlo; tenía la piel erizada bajo la ropa, las manos temblaban ocultas bajo la mesa, pero el semblante inescrutable, sincero, definitivo.
—Cuando pase muy poco tiempo, te habrás olvidado de mí y me verás como lo que soy. Ese día me lo agradecerás.
Se levantó como pudo, se sentó a su lado y la abrazó. Tenía que llegar al final, saber si ella elegiría quedarse o no. Era la ocasión en que ella debía dar el siguiente paso, pero necesitaba asegurarse, forzar un poco más, para que no quedara duda sobre aquel momento que en un sentido o en el contrario les cambiaría la vida. Era consciente de que nunca más podría jugar aquella carta. La jugó y perdió.
Ella sabía que lo quería, pero también que él tenía razón, que no estaba segura de qué tipo de amor sentía por él porque no había sentido otra cosa distinta por él, ni por nadie.
—Necesito pensar. Pronto habré decidido.
Al día siguiente, en el Ministerio de Educación encontró, entre las posibilidades de estudios relacionados con lo que era su mayor interés, una escuela de Nueva York, la opción más alejada y que a él le dolería más que ninguna otra. Porque era al otro lado del mundo en cualquier sentido imaginable. De la inmediatez del Terrero a la inmensidad de Nueva York, pero también porque él acudía allí con frecuencia y porque era allí donde encontró su camino, y tal vez ella también pudiera hallarlo. Al decirle cuál era la decisión, sintió que el golpe lo había alcanzado, aunque él se limitó a preguntarle cuándo tendría que irse.
—En once días —dijo ella—. Lo justo para el pasaporte y algunos papeles.
A partir de ese instante el silencio nunca más sería una opción. Debía dejarla marchar y hacerse el propósito de no interferir en su vida. En adelante siempre debería callar.
Pasaron los once días como un viento raudo sobre sus vidas. Permanecieron casi sin hablarse, escondidos, pegado cada uno al otro. El último día terminaron los preparativos del equipaje y esperaron a la hora de salir al aeropuerto, sentados en el diván de piedra, deshechos, pero decididos a no desfallecer. Llegó la hora. Arturo cargó las maletas en el portabultos.
La tarde de septiembre se había poblado de gruesas nubes que advertían de una noche oscura y tormentosa. La semblanza fiel de lo que pensaba que sería su vida sin ella, un tenebroso y negro pasaje de frío y soledad a cuyo final acaso no llegaría sino con la muerte. Alejandra le pidió que diera una vuelta por el Estero antes de bajar a la carretera y dieron un paseo, tragando nudos pero manteniendo el semblante en paz. Ella lloraba a veces, pero serena e implacable. Emiliano la saludó desde lo lejos.
No hablaron en el trayecto hasta el aeropuerto. Alejandra a trechos se contenía. Arturo se ahogaba, en silencio. Esperaron una cola de cuatro o cinco personas hasta que les llegó el turno. Una azafata, muy sonriente con otros pasajeros, a ellos los atendió muy seria y respetuosa cuando facturó el equipaje. Pasaron el control de seguridad. Esperaron sentados a la llamada para el embarque, ella abrazada a él. Pasó la hora en un instante. Llegó la despedida. La acompañó a la puerta de embarque, ella lo separó de la cola, apartándolo de la gente.
—¡Bésame! —le pidió llorando.
Arturo le rozó los labios.
—No. ¡Como en Roma! ¡Por favor!
Acarició el rostro que tanto amaba entre las manos; fluyeron en su mente, una tras otra, las vivencias de aquellos cuatro años de dicha: la tarde más hermosa de su vida, cuando la descubrió; la fragorosa inquietud del amor y la vergüenza que lo había corroído; el instante en que le pidió que se casaran; su cuerpo desnudo, su rubor, su miedo y el calor de su boca en la noche de la primera renuncia; los días que había vivido junto a ella; la hermosura de aquel amor inconfesable y furtivo. Puso toda la belleza de los recuerdos en el beso que ella le pedía y la besó, primero acariciando con sus labios los de ella, entreabiertos y temblorosos, luego abrazándola, entregándole el aliento de su vida, su amor sin esperanza. El último beso.
Ella lo sintió temblar cuando se fundía con él, atrapando en la memoria aquel instante tan lleno de dolor, preguntándose por qué no había sido posible que la besara así en los cuatro años de complicidad, convivencia y ella creía que de amor. Por qué no había sido posible que la hiciera suya, por qué no había sido posible su amor y, ahora, qué podría hacer, tan lejos, sin él.
—Cuídate mucho, pequeña. Intenta ser feliz —le susurró al oído.
—¡Te quiero, Arturo! ¡Te querré siempre! Y no dejaré que otro me toque mientras esté casada contigo —le dijo mirándolo a los ojos con un fuego irrevocable en los suyos.
—No debes hacerlo. Intenta olvidar.
—Nunca te olvidaré, Arturo.
Entregó la tarjeta y se volvió llorando. Él creyó leer en sus labios: «Te quiero». Y él también lo dijo, quizá no le salió, pero lo dijo: «Te quiero, pequeña. Moriré queriéndote». El oscuro pasillo se la tragó en el nerviosismo de los pasajeros. No podría verla subir al avión. Corrió. Salió de la zona de seguridad. Siguió corriendo por la terminal. Encontró una escalera y subió los escalones de tres en tres. Llegó a la tercera planta, nadie lo detuvo, encontró la puerta de la terraza, estaba cerrada, se prohibía el paso, forcejeó, empujó, una vez y otra, liberó los cerrojos y pudo abrirla por fin. Salió al frío del crepúsculo. Esperó en medio de la terraza, empapándose por la llovizna, los labios pálidos, entreabiertos, tiritando, el cuerpo yerto, los puños cerrados. Se encendieron unas luces, el avión cabeceó, luego se movió más y más hasta que empezó a rodar. Llegó a un recodo y volvió a cabecear, emprendió el recorrido hasta el final de la pista, dio la vuelta, se detuvo y aguardó un minuto. De pronto empezó a rodar despacio. Más rápido después. Pasó por delante y despegó, arrancándola de él, desgarrándola de su vida.
Creía haber llorado lo que le quedaba por llorar cuando aún era un niño, en otra despedida terrible, pero ante la visión de su pequeña Alejandra marchándose lejos de él, las lágrimas regresaron. Gritó.
Permaneció empapándose bajo la lluvia, para que nadie lo viera en estado tan lamentable, pero las lágrimas no cesaron y le daba ya igual y bajó como un sonámbulo, muy despacio, con pasos de borracho, agarrándose al pasamano. Una señora le preguntó si necesitaba ayuda y él no supo qué fue lo que contestó. No pudo encontrar la puerta. Sin saber cómo, estaba fuera. Cruzó la calle sin saber que cruzaba. Un taxi lo atropelló. Le dolía la cadera, pero se levantó, le daba igual el dolor, no oía las procacidades del hombre. Caminó hasta el estacionamiento. Buscó el coche durante diez minutos, pero estaba allí, al lado, junto a él. Las manos le temblaban y tuvo que probar las llaves varias veces. Sacó el vehículo, no se acordaba si pagó, pero era que había confundido la salida con una entrada, dio marcha atrás para encontrar la salida, el vigilante le sacó el dinero del monedero y le aconsejó que no condujera en aquel estado, que era muy peligroso. Condujo muy despacio, parando en el arcén de trecho en trecho, porque las lágrimas y la lluvia le impedían ver la carretera. Llegó al Estero. La casa estaría tan vacía sin ella que no tuvo valor para entrar. Una hora tardó en poder hacerlo. Se sentó en la cocina. Pero no supo qué hacía allí. Subió la escalera, entró en la habitación. No pudo desvestirse. En el estudio se sentó sobre la piedra a llorar las horas de aquella noche maldita. Un día o quizá dos.
Bajó muy temprano, recién afeitado, recién duchado, con la ropa de trabajo limpia y planchada, con las botas reluciendo el brillo del betún recién cepillado, para atender las responsabilidades de la vida, ahora sin ella, como una amarga condena. Y salió de la casa, a un Estero roto, frío, sobrecogido de ausencia.