Por la obstinación en acabar lo antes posible con aquella etapa de su vida, obligada a sumar acreditaciones durante el verano, Alejandra no podía permitirse ni unos días de descanso. Lo necesitaba más de lo que admitía y sólo por su juventud tenía la fortaleza para continuar el durísimo ritmo de trabajo que se imponía. Lo tomaba como el pago de una condena que se había impuesto a sí misma. Se sentía culpable de haber elegido Nueva York como lugar de estudio, sólo para obligar a Arturo a reaccionar, para obligarlo a pedirle que permaneciera cerca de él, estudiando en la isla. Pero él, dolorido, no puso impedimento en nada, ni por el coste económico, ni por la lejanía, ni por la ciudad brutal donde ella habría de desenvolverse. Alejandra no escondía sus auténticas razones. Terminar para correr a su lado. Pero era consciente de su miedo a regresar y encontrarse con algo que no querría hallar.
Sin un momento exacto de solución, los problemas de los primeros meses en la ciudad fueron quedando en un segundo plano casi testimonial. Había necesitado aprender inglés a las bravas, porque no tenía más remedio, pero lo aprendía bien. En las clases dibujó a diario, aunque no sobre los temas clásicos que ella imaginó, sino figurines de época, caricaturas, tiras de diseño de producción cinematográfica y diseños industriales. Mejoró los conocimientos de corte de sus clases con Candelaria, diseñó coches, aspiradoras y tazas de té, modeló en arcilla, hizo prácticas de cerámica, aprendió técnicas de fotografía y, como magnífico consuelo, comenzaba a hacer pruebas con los óleos.
No tenía amigos nuevos porque no los había deseado y porque no habría tenido tiempo para ellos. Por casualidad, había terminado siendo el centro de la cuadrilla de amigos que conoció durante las primeras semanas. El día de Acción de Gracias, unas semanas después del incidente con los pandilleros, Alberto la llamó de madrugada, llorando. Ella se vistió a toda prisa y en menos de media hora, un taxi la dejó frente al apartamento que Alberto compartía con Natalia y David. Ellos se habían ausentado para ver a los familiares durante aquel fin de semana largo. La puerta estaba abierta, y el interior, revuelto. Alejandra llamó desde la puerta.
—Pasa, Alejandra, estoy en la cama.
Alberto, tendido, tenía una bolsa de hielo sobre un ojo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Alejandra, horrorizada.
—Me ha hecho daño, estoy orinando sangre, Alejandra.
El causante de aquel desastre volvía a ser Denis, el de la ocasión anterior, aunque esta vez en propia persona, de nuevo para sacarle dinero. Él era la causa de que Alberto acogiera a la pareja de amigos en su apartamento. Imaginando que ellos habrían ido a visitar a sus familias, no desaprovechó la oportunidad de hacer otra de sus visitas a Alberto, que no se atrevía a denunciarlo por miedo a que la reacción fuese peor.
Contra la voluntad de Alberto, Alejandra llamó a la ambulancia y él quedó hospitalizado esa noche. No se separó de él durante el día de Acción de Gracias ni la noche siguiente. El lunes por la mañana le dieron el alta, pero Alejandra no consintió que regresara al apartamento, sino que lo llevó al de ella.
Mientras acordaba con el administrador del edificio las condiciones de un apartamento libre para alquilar, dos pisos por debajo del suyo, Natalia, David y Gilbert, sin que Alberto lo supiera, hacían el traslado de pertenencias del antiguo apartamento. Cuando lo tuvieron todo dispuesto, Alberto sólo tuvo que bajar dos pisos para volver a encontrarse en casa. El tal Denis tendría más difícil dar con él, y cuando lo hiciera, Alberto no se vería solo.
Entre todos consiguieron convencerlo, por fin, de que pusiera la denuncia y nunca más tuvieron noticias del bravucón violento que lo acosaba.
Pese a ser la de menor edad, Alejandra pronto terminó por ser el centro de la cuadrilla de amigos. Fue la que introdujo a Gilbert y a Pablo Maqueda y, por la fuerza de las circunstancias, se había convertido en protectora de Alberto, que a su vez hacía de hermano mayor de todos.
Pablo Maqueda tenía sitio especial. En cuanto puso pie en Nueva York y se encontró con Alejandra, halló su paz de pentagrama, aunque él, como ella, no olvidaba el final del último encuentro en la isla y, también como ella, tampoco deseaba pasar por una situación similar. Dispuesto a evitar un nuevo rechazo, Pablo desistió del asedio frontal y se acercó por los flancos, muy poco a poco. De nuevo se abrió hueco a través de los amigos. Atento, servicial y previsible en el trato en sus etapas de sosiego, llegó a ellos con facilidad. Solía aparecer los fines de semana sin avisar, pero muy pronto se habían acostumbrado a sus maneras metódicas y lo echaban de menos cuando faltaba.
Trabó amistad con todos, pero al igual que con Alejandra, el que más se acercó fue Alberto, que por ser el que conocía alguna confidencia de Alejandra, no tardó en darse cuenta de lo peculiar del comportamiento de Pablo hacia ella. Aunque era evidente su obsesión, parecía conformarse con aquellos encuentros del fin de semana, a veces distanciados en el tiempo y en presencia de otros, nunca en la intimidad que Alejandra rehuía. Para seguir adelante sin sobresaltos, parecía que le bastara con echar un vistazo de cuando en cuando y cerciorarse de que el marido continuaba tan ausente que ni siquiera aparecía en las conversaciones, y que ella seguía siendo inaccesible al acoso de tanto pretendiente como le salía al paso. Se conformaba con ocupar aquel latente segundo plano, aferrado a su hipótesis de que ella lo aceptaría en cuanto hubiera liquidado el matrimonio, que él todavía continuaba considerando sólo de conveniencia.
Durante aquel tiempo en el que ella hizo menos concesiones, cuidándose de no dar falsas esperanzas, aprendió, sin embargo, a quererlo. De una manera muy distinta a la que él buscaba, y por las razones que menos hubiera deseado, pero era un cariño sincero. No fue su caso el de una excepción. Pablo era cicatero en lo relativo a sí mismo, pero a cambio entregaba todo lo demás con enorme generosidad. Compartía cuanto tenía, sin encontrar impedimento ni en el dinero, ni en el esfuerzo, incluso más allá de donde podía y muchas veces sin que nadie se lo hubiera pedido. Pero era tacaño en lo relativo a su persona, hermético en su mundo interior, críptico en sus sentimientos y tan evasivo, incluso en lo trivial, que ni siquiera habían conseguido sacarle cuál era el lugar exacto donde trabajaba o su ocupación, quién era la familia o en qué fecha cumplía años. Si no habían podido saber algo sobre cuestiones tan intrascendentes, llegar a la causa de sus cambios de humor era impensable, incluso para Alejandra.
El silencioso y entrañable Gilbert, con anterioridad tan carente de afectos, siempre atento a ella, era el más querido por todos. No tenía rival con los aerosoles, lo que le costó una condena por daños en la propiedad pública y otra, también por daños, en la propiedad de un importante banco. Era menos hábil con el lápiz y el pincel, pero en el modelado era un artista consumado. Una serie de bajorrelieves con imitaciones de piedras naturales le habían hecho conseguir como patrocinador a una empresa dedicada a la escenografía, que le becaba los estudios a cambio de asegurarse de que trabajaría en ella durante unos años.
Alberto era el confidente en casi todo, Natalia lo era en asuntos de chicos o de amor, aunque no del amor con nombre propio que Alejandra guardaba sólo para su corazón. Natalia no lo comprendía y estaba siempre haciéndola interesarse por alguno de los de la estela de pretendientes que iba detrás de Alejandra como las turbulencias tras la popa de un barco.
—No sé cómo puedes vivir sin un poquito de amor —le decía para reprocharle el desinterés en algo que ella consideraba esencial.
—Lo que tú me aconsejas no es amor, es sexo —replicaba Alejandra—. Casi todos confunden una cosa y la otra, pero el sexo no tiene nada que ver con el amor. De hecho, a veces es lo contrario.
—De acuerdo en que será otra cosa, pero es igual de importante. Yo, de no tener a David, que está siempre dispuesto, tendría que encontrar a otro. Si tuviera para elegir tantos como tú, es posible que no quisiera a ninguno fijo.
—Se te olvida que yo estoy casada, Natalia.
—Pero no lo ves nunca. ¿Se enteraría si tuvieras alguna aventurilla? ¿Si dejaras que alguno te hiciera un favor?
—Me enteraría yo. Y pasado el momento, me sentiría muy mal. La satisfacción, si es que la hubiera, duraría un rato y el malestar, toda la vida. ¿Dónde está el beneficio?
Existía bajo la rotundidad de aquél razonamiento otra que no confesaba. La promesa que entregó en el instante en que se despidió de su marido, de que no se consentiría un desliz con otro mientras permaneciera casada con él, de que de ninguna manera liquidaría el que consideraba un matrimonio en toda ley por una veleidad. Sin embargo, siempre dudó de que no fuese aquélla una manera desesperada de amarrarlo a él, de exigirle que cumpliera también esa prueba de lealtad, o fuera, tal vez, un desafío para sí misma, una manera de saber cuán cierto era su amor hacia él, midiendo el dolor de la separación sin buscar otro consuelo, sin husmear a otro ni echar en falta otras caricias.
* * *
En el cuartel general de una importante firma de cosmética, Roberto Gianella, el fundador, presidente y mayor accionista, presidía la reunión para la planificación estratégica de los años siguientes. Cerraban cada ejercicio con incrementos exiguos en los beneficios, el valor de las acciones se mantenía o crecía y las ventas aumentaban, pero no tanto como aumentaba la población, de modo que el dato inquietante era el porcentaje de mercado, que pese a las enormes inversiones en publicidad, en el mejor de los casos, sólo se mantenía. No conseguían atraer nueva clientela y en unos años comenzarían a perder terreno real frente a los competidores. Roberto Gianella quería retirarse y dejar el control a sus hijos, pero asegurando el futuro de la empresa.
Era italiano, de Piamonte, y llegó a Estados Unidos al término de la Segunda Guerra Mundial, en un buque de la armada, sin entender una palabra del idioma, con el corazón lleno de esperanzas, unas pocas monedas sueltas en el bolsillo y con la idea de salir adelante como fuera, valiéndose de lo único que le quedaba, la receta de un ungüento para tratar úlceras y heridas, cuyo secreto era patrimonio familiar desde hacía cuatro generaciones. Lo preparaba en el mismo cuartucho donde dormía y lo vendía en la calle, sólo en propia mano y sólo a inmigrados italianos en los que tuviera confianza. Dedicando veinte horas de trabajo cada uno de los siete días de la semana, en un par de años consiguió los medios para contratar a un químico y sufragar el coste altísimo de las patentes y los permisos, y pudo establecer el negocio por la vía legítima. Lo consiguió a tiempo. El remedio era eficaz, pero el precio de los antibióticos bajaba cada semana, por lo que muy pronto no le quedaría clientela a la que venderle. Tuvo visión para darse cuenta de ello, y también para ver cuáles eran los productos que demandaba el mercado. Con los medios someros con que producía el ungüento fabricó barras de cacao y cremas hidratantes, que llegado el momento, por las artes de birlibirloque de la mercadotecnia, apenas con unos cambios mínimos en las fórmulas, algún ajuste en la producción y con envases y etiquetado distintos, se convirtieron en lápices de labios y cremas de belleza.
Roberto Gianella prestó atención en silencio a los comparecientes en la reunión. Oyó a su hijo mayor, vicepresidente económico, decir que las inversiones que necesitaban requerían un sustancioso incremento de ventas o un severo recorte de plantilla.
Oyó al vicepresidente de mercados explicar los exiguos incrementos de mercado, a pesar de la buena acogida de los nuevos productos y del enorme gasto en publicidad.
Oyó a su hija, vicepresidente de publicidad, decir que la última campaña no terminaba de funcionar porque no estaban en sintonía con las de la competencia, señalando, sin decirlo, al propio Roberto, cuya visión era aún más rígida en todo lo que afectara a la imagen de la marca.
Oyó el batiburrillo de pullas, evasivas y comentarios que solían ocupar los silencios que él guardaba, y que sólo por respeto a su persona no llegaban a hacer sangre.
Se levantó, se aflojó un poco la corbata, la hija se apresuró a preguntarle si se encontraba bien, él la tranquilizó con un gesto y dio unos pasos hasta la cristalera. Con las manos en los bolsillos contempló una bandada de patos que sorteaba el laberinto de los edificios interpuestos en su ruta de migración al sur. Cuando pasó el último se volvió para hablar. Sin que necesitara interrumpir, todos guardaron silencio.
—Nunca he vendido nada de lo que no estuviera seguro, ni siquiera cuando se hacía el producto en un caldero. Gastamos mucho en investigación para garantizar que nuestras clientes no se maquillan con veneno o se limpian con un cancerígeno reconocido. Nuestros competidores tal vez prefieran no invertir en eso, sino destinar los recursos a publicidad y abogados. Nosotros elegimos el camino difícil, pero hemos ganado un premio que ellos no tienen: tardamos más en captar el mercado, pero nuestras clientes no nos abandonan jamás. ¿Pueden presumir de eso los competidores?
Roberto calló para acomodarse y continuó:
—Podríamos encargar nuevos análisis de mercado, podríamos hacer nuevas prospecciones financieras con los ordenadores más potentes de IBM, podríamos despedir a toda la plantilla y renovarla por otra. Volveríamos a equivocarnos, porque seguimos sin decirnos la verdad. Dejemos de engañarnos. Digamos las cosas como son. Esas mujeres que llevan tantos años confiando en nuestra marca han envejecido con nosotros. Y el mercado que necesitamos para renovarnos, el de las mujeres jóvenes, nos tiene identificados con lo viejo. ¡Por Dios!, ¡si vendemos las cremas de sus abuelas y sus mamás! ¿Qué chica no querrá probar otra cosa? Nuestro problema es que todavía no hemos sabido hacernos atractivos para una joven. Demostrarle que tenemos experiencia, que lo que ha dado tan buenos resultados a tantas mujeres y durante tanto tiempo puede servirle también a ella. Ése es el reto. Así que, por favor, busquemos la solución sin despedir a nadie —dijo, echando una mirada de reprobación al mayor de sus hijos—. Busquemos de nuevo la manera de presentar el producto, de hacernos atractivos para esas mujeres, pero sin cambios que puedan levantar sospechas a nuestra clientela consolidada —dijo, mirando al vicepresidente de mercados—. Y tú, hija, tienes la parte más difícil. Sé que mi opinión te dificulta las cosas, pero no olvides que la publicidad de nuestra competencia dicen que es agresiva para evitar llamarla vulgar, que es lo que mejor la define. Es ruidosa, grosera y masculinizadora. Es irrespetuosa con las mujeres. Nos hemos distinguido por la excelencia, eso es la calidad, pero también la elegancia. —Y tomó aliento, meditando su conclusión—. Nos guste o no, el mundo cambia cada día y nos obliga a seguirle, pero cuando en una mudanza se quedan cosas buenas en el camino, no es un traslado, es una huida en desbandada. Debemos adaptarnos, pero conservando lo que nos distingue.
Se marchó a casa antes que de costumbre, cabizbajo y ensimismado. Su mujer, Antonia, italiana como él, sufrió un ligero alboroto de negros augurios cuando lo vio llegar, tan pronto y tan fuera de sus hábitos, temiendo por su salud, y se apresuró a preguntarle si se encontraba bien.
—Estoy bien. ¿Te parece que nos vayamos a casa?
—¿Toda la semana?
—Un poco más, creo —respondió Roberto, sin énfasis, sin abandonar el sopor de las cavilaciones, con la voz debilitándose, hundiéndose en lo profundo de sus abstracciones.
Antonia, después de cuarenta y cinco años casada con él, lo conocía bien y sabía que no serviría de nada discutirle, porque estaba segura de que cualquiera que fuera la respuesta que su marido perseguía, aparecería de pronto. Y no había para ello como marcharse a casa, como él decía cuando se refería a su Piamonte natal, a su Italia. Pero sabía que algo más le preocupaba.
—Dime lo que no me quieres decir para no preocuparme —le dijo, acariciándole el pelo, sin admitir negativa.
—Quieren sacarme de la empresa.
—¿No tienes el control con las acciones de tus hijos?
—Hay accionistas muy fuertes. Algunos siempre estarán conmigo, pero no si ellos o alguno de nuestros hijos decide abandonar el proyecto.
—¿Por qué crees que quieren quitarte?
—Seguro que para vender el nombre de la marca y las patentes a la competencia. Después despedirán a la plantilla al completo y harán desaparecer la empresa.
—Si creen que pueden hacer eso, es porque no te conocen como te conozco yo —le dijo, besándolo—. Además de tontos se habrán vuelto locos.
Tardó cuarenta y dos días en regresar y entró descansado a la reunión que convocó para el mismo día de su incorporación al despacho. Sabían de antemano que Roberto Gianella estaba a punto de hacerlos librar una dura contienda, con seguridad emocionante y meditada hasta en los más ínfimos detalles. La idea que tenía era simple, descabellada y peligrosa, aunque brillante y a su altura. En torno a ella, dos equipos de profesionales, uno dentro de la empresa y otro fuera de ella, trabajaron sobre la hipótesis, sin datos reales y sin posibilidad de pronóstico fiable. Ambos la desaconsejaron, pero, adelantándose a ello, Roberto les había pedido un plan alternativo. Adjunto a sus informes entregaron algo parecido a los de campañas anteriores, maquillado y más complejo, pero idéntico en la sustancia a los que habían demostrado de sobra su ineficacia. Los votos del consejo se repartieron por igual, de modo que tuvo que tomar la decisión sin apoyos. Es decir, que serían suyos tanto la responsabilidad del fracaso como el mérito del acierto.
—Nos hemos dicho por qué no debemos hacerlo. De manera que tenemos una idea clara de dónde podemos equivocarnos. Ahora debemos poner cuidado en evitar esos errores, porque no disponemos de alternativa. Yo asumo toda la responsabilidad.
Margaret Stoddard era el nombre de casada de Margarida Prats, una catalana de tierra adentro. Andaba sobre los cincuenta, que lucía muy bien llevados. Era de complexión fuerte, todavía con buen tipo, capaz, inquieta, tenaz, de temperamento explosivo, hacía difícil seguirle el paso. Implacable y astuta en los negocios, tenía fama por su formalidad profesional y sabía desenvolverse como una fiera auténtica en la jungla auténtica de Manhattan. Fuera de ese ámbito, quien supiera mirar enseguida vería que era dueña de un corazón que no le cabía en el pecho.
Acudió al despacho de Roberto Gianella para una reunión que no había podido preparar, porque no le habían dicho el asunto del que trataría. Roberto Gianella estaba al menos tres escalones por encima del más alto al que ella tenía acceso por cuestiones de trabajo.
La recibió de pie, en medio del despacho, y fue muy atento con ella, dentro del modo, un tanto informal, en el que hablaron.
—Le he pedido que viniera porque necesito de usted un trabajo especial —dijo Roberto, entrando en la cuestión sin hacer una breve introducción—. ¿Tendría su agencia capacidad para organizar un concurso por todo el país?
—Mi agencia es muy pequeña —respondió Margaret—. Enseñamos a jóvenes que quieren entrar en el mundo de la publicidad, o personas que ya están dentro pero quieren mejorar o necesitan representación. Es lo que hemos hecho para su empresa. Pulir un poco a sus modelos.
—El trabajo que le propondré, que sepamos, no se ha hecho nunca. No podemos fallar. Esto quiere decir que tendrá presupuesto adecuado al objetivo. Para entendernos enseguida: mucho presupuesto.
—¿Cuál es ese objetivo?
—Necesito tener a todas las chicas del país pendientes de nosotros durante un año. ¿Será posible hacerlo?
—Con la televisión, sin duda. ¿En qué ha pensado?
—En un concurso, digamos que de idoneidad para poner imagen a nuestros anuncios. Para una chica guapa, que dé bien en la imagen. Pero no valdrá cualquiera. Tendrá que representarnos.
—Podría prepararle dos o tres borradores de trabajo, para que usted pueda darles forma. Si lo que cree necesitar resultara fuera de las posibilidades de mi agencia, rechazaré llevarlo a cabo, pero usted tendrá más claras sus opciones.
—Póngase al trabajo. Tiene que tener en cuenta que el nombre de mi firma no puede saberse nunca; no lo utilice usted ni en sus borradores. Utilicemos un nombre para saber a qué nos referimos. ¿Le parece bien «Espacios»? Nadie sabe de esto. Así que nada debe responder a nadie, incluyendo a los vicepresidentes de la empresa. Incluyendo a mis hijos.
—Necesito hacerle una pregunta y querría una respuesta clara, Roberto.
—Haga su pregunta sin reserva.
—¿Por qué alguien tan pequeño? ¿Por qué mi pequeña agencia? ¿Por qué yo?
—Sólo para usted y para mí, Margaret: porque no puedo fiarme de los que me fío.