En cuanto Arturo Quíner conoció al juez que le tocaba en suerte, que entró en la sala como una tromba el primer día de la vista, la sensación fue de alivio. Tenía rango de magistrado y de él le habían llegado dos referencias opuestas entre sí. Quienes lo conocían decían que por conocimientos e imparcialidad se trataba del más deseable para un juicio; sin embargo, para el abogado fue una catástrofe, que intentó eludir mediante una artimaña profesional, que resultó infructuosa. Tenía poco más de sesenta años y la apariencia de erudito. Aunque parecía un tanto despistado, se le veía inteligente y perspicaz y enseguida se adivinaba que, en lo suyo, estaba bien provisto de recursos. Lucía una melena blanca que por detrás le cubría la nuca, sobre las sienes le tapaba a medias las orejas y por delante le adornaba la frente con dos graciosos bucles de cabello alborotado. Tenía un bigote gris bien arreglado y llevaba unas gafas de pequeños cristales cuadrados y montura dorada, que mantenía en equilibrio sobre la punta de la nariz, para mirar a lo lejos por encima de ellas. Tomaba notas de todo y tenía la rara habilidad de escribir de un asunto mientras escuchaba o hablaba de otro distinto sin que una cosa interfiriera con la otra. El aspecto de catedrático le venía de oficio porque lo era, y tanto sus clases como sus juicios tenían el encanto de que llevaba a un lugar las maneras del otro. En la práctica no existía diferencia para él y lo mismo imponía a las clases el aura de solemnidad y rigor de los juicios que, en éstos, explicaba complejidades jurídicas con el mismo tono didáctico que empleaba con los alumnos de primero. En las vistas públicas que presidía, la sala solía rebosar de gente, por lo general alumnos de la facultad y personas interesadas en el derecho, aunque también de ciudadanos sin otro interés que el de verlo actuar. Era fácil que hiciera un paréntesis en el desarrollo de una vista, sobre todo si habían asistido alumnos, para dirigirse a la sala y subrayar la petición de un letrado o explicar por qué aceptaba o denegaba pormenores del proceso. Por facilidad innata, y porque además lo cultivaba como piedra angular del oficio, hacía gala de un dominio virtuoso del lenguaje, cuyo mal uso no pasaba por alto, por lo que no era raro que abroncara a un letrado poco escrupuloso en la oratoria o los escritos como si se tratara de un alumno. Lo que tampoco sorprendía a nadie, puesto que en la mayoría de los casos el letrado había sido alumno suyo. En broma pero con respeto, repetían el sonsonete que en tantas ocasiones le habían oído: «Respeto por la palabra, que letrado viene de letra». Una de sus travesuras más frecuentes era la de pedir que corrigieran un documento mal redactado, en cuyos márgenes habría una anotación en la que diría que lo rechazaba, por impreciso, por tener faltas de ortografía o las tildes cambiadas, porque corría el peligro de entender lo que no se pretendía, y en lugar de justicia le iba a salir un remiendo. No extrañaba que sus sentencias fueran tomadas como ejemplo de claridad y limpieza, no sólo por la ecuanimidad, el rigor y la profundidad de los argumentos, sino por la belleza de la redacción.
Como un buen árbitro, saludó a los miembros de la fiscalía y la defensa y les recordó, en un resumen breve y conciso, cuáles eran las reglas del juego. Nada de trucos, en particular durante los interrogatorios a los testigos. A continuación se dirigió a Arturo, en calidad de acusado, le preguntó si se encontraba bien y lo tranquilizó diciéndole que estaban allí para esclarecer si era o no culpable y de serlo, en qué términos lo era, pero que, entretanto, la principal tarea del tribunal era también la de proteger sus derechos.
Durante el primer día se leyó el sumario y se oyó al forense, en una sesión que resultó áspera y aburrida. Aunque hubo en ella un dato que parecía nuevo, se comprobó que aparecía en el sumario, si bien de manera confusa. La muerte de Cayetano había sido próxima a la hora del suceso en la casa de Beatriz y no en el lugar donde apareció el cadáver.
* * *
Declinaba la tarde. Medio siglo atrás el edificio había sido uno de los mejor situados y más caros de la ciudad y sus cuatro plantas se las repartieron para oficinas y domicilios algunos notarios y abogados de prestigio. La ciudad creció, los juzgados y otros servicios oficiales se mudaron al otro lado, y la zona quedó con la altivez decaída, pero, más silenciosa y apacible, ganó en señorío. En el soportal las trazas de vieja gloria de un tiempo pasado, veladas por la niebla del abandono, le daban apariencia de triste y melancólico. El ascensor, con un cartel descolorido que decía FUERA DE USO, hacía décadas que estaba precintado por la autoridad por no cumplir las exigencias de la inspección técnica. El mármol de las escaleras, manchado, sucio y lleno de mataduras, había perdido el esplendor. La macilenta y paupérrima luz de las bombillas apenas permitía intuir los escalones y creaba en los rellanos un ámbito decadente y sombrío. Arturo se detuvo unos instantes a contemplarlo. En el segundo piso aún continuaba la vieja placa de cobre que alguien mantenía reluciente. Pulsó el botón del timbre, que tardó en sonar y lo hizo con un ruido bronco y cansino. Desde dentro alguien dijo «vamos», pero la puerta tardó un minuto en entreabrirse. En el resquicio un anciano de aspecto distinguido, en bata y pantuflas, lo saludó con reserva, pero con amabilidad, y le preguntó qué deseaba.
—Busco al abogado, el señor Joaquín Nebot —dijo Arturo, señalando la placa de la puerta.
—Hace mucho que no ejerce —respondió el hombre sin prisa.
—Creo que puede estar interesado en hablar conmigo, por asuntos relacionados con una cliente suya.
—Y, sin aceptar nada, según lo que usted dice, ¿quién sería esa cliente? —preguntó, abriendo otro poco la puerta.
—La señora Dolores Bernal.
La puerta se abrió otro poco más.
—Tuve una cliente que se llamaba así. Pero hace mucho que no sé de ella. Era una mujer mayor, debe de haber fallecido.
—Tal vez mi nombre no le suene. Es posible que le recuerde a usted más saber que cuando Dolores Bernal perdió a su hija, yo tuve que huir de la isla. Era un niño. Me llamo Arturo Quíner.
Ahora sí, el hombre se apresuró a franquearle la entrada y a cerrar la puerta tras él.
—Me alegra su visita —le dijo, haciéndole una seña para que lo siguiera—. Me queda poco por molestar y pensaba que no llegaría a cumplir el que es, además del último encargo de mi carrera, la última voluntad de mi patrocinada, la señora Bernal. Lo esperaba a usted.
Mientras hablaba caminaba despacio, arrastrando las pantuflas. El recibimiento era mucho más de lo que esperaba, porque de ninguna manera podía imaginar que Dolores Bernal hubiese dejado nada para él. Ni siquiera que conociese su existencia.
Lo que en otro tiempo fue una oficina muy transitada era ahora una vivienda que no había perdido, o no le habían dejado perder, el fuerte carácter del uso original. El despacho se conservaba como fue. Frente a la mesa de trabajo, de estilo isabelino, con cajoneras a los lados, dos cómodas butacas de piel rojiza. Por el lateral derecho dos ventanas enormes, con gruesas cortinas recogidas a los lados, dejaban entrar la luz del atardecer. La pared del fondo y la del lateral izquierdo, ocupadas, en su totalidad y hasta el techo, por una enorme librería acristalada. En la otra pared un sofá y dos sillones de piel negra y una gruesa alfombra. A la luz de la ventana más alejada, una butaca junto a una mesita de lectura, sobre la que descansaba el segundo tomo del Quijote, con la marca más o menos por donde las bodas de Camacho.
El hombre le pidió que tomara asiento frente al escritorio, mientras abría la caja fuerte, una vieja y ya entrañable Fichet de 1920, instalada con acierto, bien disimulada dentro de la librería. Sobre la mesa el diccionario de la RAE editado por Espasa, un tomo en piel de la Constitución de 1978 y un montón de números del Boletín Oficial del Estado, algunos todavía doblados por la mitad vertical y con la faja, en espera de ser abiertos. Mientras el hombre concluía, Arturo descubrió en una pared, junto a las orlas y títulos académicos, una lámina en huecograbado con el retrato a plumilla de Alfonso XIII, y no pudo resistir el deseo de aproximarse para verla de cerca. El hombre le dejó hacerlo casi con orgullo.
—Me la regaló él en persona. En 1940, en Roma. Si la mira bien, verá que está firmada de su puño y letra.
El hombre hizo una pausa para tomar asiento. Arturo se apresuró a sentarse frente a él.
—Fui a verlo en representación de un cliente para entregarle un cuantioso donativo. Tenía una organización de ayuda a los cautivos de guerra. Una buena obra adelantada a su tiempo. El apoyo que le dio a la dictadura del general Primo de Rivera le costó la monarquía, pero le dolía más el que le dio a Franco durante la guerra. Por supuesto, Franco no estaba dispuesto a compartir el poder con nadie y lo traicionó. Por respeto a su amabilidad le confesé que era republicano. No lo tomó a mal. Me puso la mano en el hombro y dijo: «No se sonroje, amigo, que yo también me estoy volviendo republicano». Se había hecho demasiado tarde para lo que él era, pero todavía no era la hora para lo que le habría gustado ser.
En ese momento sonaron unos golpecitos en la puerta y entró una mujer mayor, aunque bastante más joven que Joaquín. Era discreta, de trato alegre y sabía hacer uso de un poco de desparpajo, sin molestar ni perder distinción. Portaba una bandeja con una tetera humeante y dos servicios de té. Sin preguntar, puso un servicio delante de Arturo y otro delante del abogado. A continuación se retiró.
—Le recomiendo que me acepte una tacita de té con hierbabuena. El que ella prepara es una delicia —dijo Joaquín Nebot, escanciando un chorro, dorado y humeante, cuyo aroma despertaba una sensación reparadora—. Se llama Araceli. Era mi secretaria y es una buena amiga. Claro que ya está jubilada. Está un poco achacosa, la pobre. Figúrese cómo estaré yo. Viene cada día para asegurarse de que no me he olvidado alguna pastilla. Por cierto, no vaya a pensar que el té es por imitación a los ingleses. De ser imitación, ya no sería la hora, y siempre he aborrecido las imitaciones. Es para entretener la nostalgia de una copita de jerez que solía tomar a esta hora, cuando ejercía.
Arturo no sabía si hablaba por astucia, por simple charlatanería o sólo porque ya no tenía con quien hacerlo, pero estaba fascinado. Habría podido continuar escuchándole las historias hasta la madrugada. Aunque ansioso por saber qué era lo que guardaba para él, lo dejó llevar la conversación.
—La señora Bernal lo intentó con anterioridad, pero sólo me hice cargo de representarla en los últimos años, cuando tuve causa justa para ello.
Tomó un sorbo del té. Arturo esperaba a que lo hiciera para tomar también el primer sorbo, que ya le apetecía. Además de la hierbabuena, tenía unas gotitas de limón y era, en efecto, una delicia.
—Era otro tiempo —continuó Joaquín Nebot—. Las leyes estaban hechas para preservar al régimen. Para la impunidad de los suyos y, cómo no, para defensa de los ricos. A muchos abogados no les importaba sacar provecho incluso de la gente más humilde. Algunos teníamos vocación. Yo me especialicé en lo contencioso-administrativo para ganar dinero sin cargos de conciencia. Aparte aceptaba casos de lo civil y algo menos de lo penal, que era lo que me gustaba. Por lo general de gente sin recursos. Gané prestigio y a veces me bastó con dar mi palabra para evitar que un juez dejara caer el peso de la ley sobre un pobre campesino analfabeto. Aunque yo habría preferido leyes justas a cambio del paternalismo de entonces. Lo de ahora —dijo apartando los boletines del Estado y poniendo la mano sobre el tomo de la Constitución— es una luz de esperanza. Si no volvemos a joderla, este momento que vivimos será providencial en la historia de España. La única pena que me da morirme es que no podré saber si nuestra mala saña dejará prosperar este tierno brote de sensatez. Ponga atención a lo que le digo: dentro de muy poco volverán los pueblerinos que tienen la vista clavada en el ombligo, a tirar de la yunta para su sembrado; empezarán a lloriquear sus vetustos privilegios y a darnos en la cabeza con sus falsos perifollos y sus historias falseadas, para exigirnos la reparación de falsos agravios; eso les dará la excusa a la otra pandilla de canallas, la de enfrente, con los credos retorcidos a su conveniencia, que intentarán hacernos regresar a la época de las cavernas, apropiados de los símbolos que son de todos para su uso exclusivo, excluyendo como españoles a los que no piensen como ellos y no sean obedientes a lo que manden. Así hemos estado, con ese estira y afloja demente, desde el día en que nuestros padres le ganaron una guerra a los franceses, para devolverle el trono a un felón… ¿me perdona? A un felón hijo de puta, que más tardó en recobrarlo que en mearse sobre los huesos de la gente sencilla y llana, del pueblo en el sentido más noble, que vertió su sangre para conseguirle el beneficio.
Tomó aliento y el último sorbo de té, y se llevó la servilleta a los labios.
—Por razones que no vienen al caso, creo que lleva usted en la isla algunos años. Era yo quien debía buscarlo. Así que no tengo más remedio que preguntar cómo dio conmigo.
—La historia es muy larga —respondió Arturo—, pero llegar a usted fue la parte más sencilla. Estoy procesado por una muerte de la que soy inocente y alguien está enredando las cosas en mi contra. Unas personas que me ayudan creen que hay relación entre el caso de la familia Bernal, por el que tuve que huir, y este caso de ahora. El responsable de aquello fue Jorge Maqueda, tengo motivos para pensar que es quien intriga para meterme en la cárcel.
Se lo dijo esperando ver la reacción del hombre, que pareció no inmutarse.
—Para mi desgracia —dijo—, conozco a Jorge Maqueda.
—No es que usted tenga nada que ver en mi caso —continuó Arturo—. Lo que sucede es que siguiendo la pista de las propiedades de la señora Bernal, comprobé que había redactado los últimos documentos inscritos en el Registro de la Propiedad. En el Colegio de Abogados me dieron sus señas. He venido a verlo siguiendo un impulso. Más por lavar un viejo dolor que por esperanza de que usted pudiera ayudarme. Me he llevado una sorpresa cuando usted dijo que me esperaba.
Joaquín Nebot asentía muy despacio, en un largo gesto de aprobación. Separó a un lado la bandeja con el servicio del té. De la caja fuerte había sacado una llave que introdujo en la cerradura de uno de los cajones y que giró en sentido inverso. En lugar de abrir la gaveta, una moldura lateral quedó libre y dejó al descubierto un secreter del que extrajo un sobre. Leyó el nombre, se estiró un poco, extendió la mano y dijo en tono un tanto solemne:
—Arturo Quíner, como usted no ha muerto, es destinatario de este sobre que le entrego en cumplimiento de lo ordenado por mi cliente, Dolores Bernal.
Arturo se incorporó para cogerlo. Era un sobre blanco, de folio entero, sin membrete, que parecía nuevo a pesar de los años. Estaba lacrado y no era muy abultado. Rompió el lacre y extrajo los documentos. El primero era una carta manuscrita por Dolores Bernal a nombre de él. La caligrafía, de persona mayor, pese a la incertidumbre del trazo era todavía hermosa; la redacción, anticuada, el contenido, doloroso y conmovedor. Como creyéndolo único perjudicado por cada uno de los desmanes del hijo, Roberto, y de Juan Cavero, durante los años de la impunidad, le pedía perdón. Mencionaba a Ismael, más que excusándolo de la muerte de Roberto, agradeciéndole que lo hubiese quitado de en medio. Se consideraba culpable de los delitos del hijo por no haberlos impedido y consideraba la muerte de María y de Daniel y el rapto del nieto un castigo divino por su necedad. Le rogaba que buscara al nieto, Pablo, cuando éste fuera mayor de edad, y le hiciera entrega de la otra carta que se contenía en el sobre. Quería vengarse de Jorge Maqueda y quería hacerlo a través de él. La carta al nieto era sobrecogedora. Rezumaba tanto amor y tanto dolor como odio y deseos de venganza. Era la declaración formal, sancionada por un notario, en la que relataba al nieto el episodio de la violación de María, el embarazo, las extorsiones de Jorge Maqueda a Roberto, su hijo, y a Juan Cavero, lo sucedido la noche en que lo secuestraron a él y mataron a María, su madre, y a Daniel. Terminaba explicando que Roberto y Juan Cavero tenían órdenes de Jorge Maqueda de acabar con Arturo e Ismael Quíner, y de culpar a este último de las muertes perpetradas en la casa.
—¿Las leyó usted? ¿Las recuerda? —le preguntó Arturo a Joaquín Nebot.
—De la carta al nieto existe otra exacta, también de puño y letra de Dolores Bernal, en poder de un notario. La ayudé a escribirlas, poco después de lo sucedido. Antes de su desaparición quiso dejarle al nieto un testimonio personal y directo que fuera irrebatible. Sufría mucho.
—Lo que no alcanzo a entender es por qué me hace el encargo a mí.
—Por venganza. Y creo que por la necesidad de expiar sus culpas. Usted es joven y tiene tantos motivos como ella para odiar al mismo hombre. Jorge Maqueda todavía hoy tiene mucho poder, y no sólo por el dinero. Sabe mucho sobre muchos. Imagínese el poder que tendría en aquellos días. En cualquier caso, las instrucciones de Dolores Bernal consistían en que le entregara el sobre si conseguía dar con usted. Se cumpliera o no, el otro sobre se entregaría al nieto a mi muerte.
La tranquilizadora franqueza de Joaquín Nebot le permitía acercarse otro poco.
—Según parece, tengo razones para pensar que Jorge Maqueda ha fabricado pruebas contra mí.
—Es fácil suponerlo. Al enterarse de que usted había llegado a la isla me mandó a unos matones. Desde la desaparición de Dolores Bernal, él sabe que tengo instrucciones para entregarle a usted ese sobre, pero desconoce cuál es el contenido, como desconoce que yo he trasladado los deseos de Dolores Bernal a mis últimas voluntades. Jorge Maqueda me paga para que calle y lo mantenga informado sobre los asuntos relativos a las propiedades que fueron de Dolores Bernal. Ahora, con la llegada de la democracia, se le han complicado las cosas. Todos los manejos, incluyendo nuestra muerte, la mía o la suya, Arturo, apenas le servirían más que para ganar tiempo.
—Le mentí en parte cuando le conté cómo había dado con usted. Esas personas que me ayudan descubrieron los pagos que le hace Jorge Maqueda. Lo demás es cierto que lo supe en el Registro de la Propiedad. Otra persona consiguió información financiera sobre usted. Sé que sin ese ingreso de Jorge Maqueda la situación económica en la que usted quedaría sería precaria, cuando menos. Quiero decir con esto que sabía a qué me arriesgaba al venir aquí. Y lo hice por si acaso encontraba la solución que necesito. Lo que debo pedirle es que continúe actuando como si no hubiera pasado nada. Que Jorge Maqueda no llegue a saber que he venido es la mejor manera de echarme una mano. Y eso no lo olvidaré, Joaquín.
—Me pesa no haber acudido a entregarle ese sobre cuando supe que había regresado. Pero además de abogado, sólo soy un pobre viejo con miedo hasta de echar una cabezada. Cómo no se lo iba a tener a Jorge Maqueda. Vaya con cuidado y si cree que es el momento, busque al nieto de Dolores Bernal y entréguele ese documento, pero si puede usted esperar a mi muerte, yo también llevaré el agradecimiento hasta que ella se presente.
—Quede tranquilo, Joaquín. Los dos debemos guardarnos de Jorge Maqueda. Pero tiene mi palabra de que haré lo que me pide en cuanto me sea posible.
* * *
En la vista, al comienzo del segundo día llamaron al testigo que lo señaló la noche del suceso y cuyas declaraciones eran la prueba principal de la acusación. Más bien alto, corpulento, de poco más de cuarenta, de índole innoble y ademanes groseros, lucía una gruesa pulsera de oro en la muñeca derecha, reloj ostentoso en la izquierda y otra gruesa cadena de oro al cuello, que la camisa desabrochada le permitía lucir. Parecía sentirse cómodo en su papel. Respondió con tanta soltura las preguntas del fiscal que se notaban las muchas horas que uno y otro llevaban invertidas en la preparación del interrogatorio. Por las frases concisas, acabadas, poco coloquiales, en las que aparecían términos que el sujeto era impensable que hubiera utilizado jamás en una conversación, se veían las instrucciones del fiscal. Confirmó la primera declaración no sólo punto por punto, sino casi palabra por palabra. Dijo haber visto salir de la finca el coche de Arturo Quíner a las 2.05 de la madrugada, a gran velocidad, por la parte derecha de la calzada. En un lugar próximo giró, se cruzó en la carretera y paró de frente invadiendo un apartadero del lado izquierdo en el sentido de bajada. Dijo haber visto a Arturo Quíner bajarse del coche, dar la vuelta por detrás del vehículo, abrir la puerta del acompañante, tirar de la chaqueta de un cuerpo, volverse y dejarlo caer, abandonando el lugar a continuación, en dirección a Hoya Bermeja. Cuando el fiscal le preguntó si tenía duda de quién era el vehículo, dijo que era el que reconoció al día siguiente, en el cuartel de la Guardia Civil. Cuando le preguntó si tenía duda de que la persona que había visto era el acusado, Arturo Quíner, dijo que no. Sin embargo, cambió la versión de la primera declaración que había hecho a la Guardia Civil, según la cual estaba en el lugar para cazar. Decía ahora que había ido a visitar a un conocido del Terrero, pero que al salir confundió la carretera y no encontró sitio en el que dar la vuelta, sino en un lugar próximo a la finca.
De igual manera, en el turno del abogado las respuestas fueron medidas y precisas. No se equivocó, pero respondió con dificultad a una pregunta sobre la ropa que vestía el acusado. Era momento de que el abogado hiciera el interrogatorio que tanto había prometido, pero lo dejó pasar con una inexplicable falta de interés, tan evidente que el juez preguntó extrañado si había concluido.
Después de un receso, llamaron a declarar a los dos testigos, trabajadores del Estero, a quienes Arturo les había pedido desde el primer momento que declararan la verdad. Uno y otro reconocieron que él y Cayetano Santana no mantenían buenas relaciones y que habían peleado en una ocasión, pero confirmaron también que la noche del asesinato había estado en el Estero hasta las 2.05 de la madrugada.
* * *
De uniforme y con gesto sombrío, el teniente Eduardo Carazo esperaba para intervenir, pero se levantó la sesión poco antes de la hora prevista y el mal trago se pospuso un día. Tendría que volver a levantarse muy temprano y recorrer el largo trecho de carretera para llegar hasta allí, pero sintió como si le hubieran regalado una última bocanada de aire antes de sumergirse en el desastre.
La tarde anterior el sargento Dámaso Antón había ido a visitarlo para pedirle que no hiciera la locura que estaba a punto de cometer.
—Si continúas destinado en el Terrero —le dijo Dámaso—, más tarde o más temprano podrás encontrar al culpable y sacar a Arturo de la cárcel. Si declaras en contra de lo que se espera, tu carrera se irá al infierno y no lo podrás ayudar.
—Tengo que mirarme al espejo, Dámaso. No quiero ver a otro miserable mientras me afeito.
De manera que la decisión la tenía tomada. Según la información que llegaba desde dentro de la sala, estaba todo tan bien hilvanado que no era posible dudar de una conclusión en contra de Arturo Quíner.
* * *
Durante los días de celebración del juicio Arturo pernoctó en un hotel. Hasta la casa de Joaquín Nebot debía dar un paseo de un kilómetro por varias calles, cuyo último tramo era una pendiente no muy pronunciada pero lo bastante larga. Por la otra calle, el edificio retranqueado dejaba una acera amplísima que formaba una especie de parquecito sombrío y acogedor, con tres bancos de piedra bajo la generosa sombra de dos flamboyanes honorables. Al igual que hizo la tarde anterior y casi a la misma hora descansó unos minutos, para no presentarse en la casa jadeando y sudoroso. El sol languidecía. Había concluido el sopor de la siesta, la tarde declinaba y el rincón se hacía más sombrío y acogedor. Se sentó a descansar y observó a una pareja de ancianos que tomaba el fresco, sentados muy juntos a un lado de otro banco, que era con seguridad el suyo de todas las tardes. Él se cubría la cabeza con una boina y ella llevaba un pañuelo sobre los hombros. Como la tarde anterior se cogían de la mano, sin hablarse. Arturo los imaginó con los hijos acomodados y los nietos a punto de estarlo. Imaginó que no les quedaba nada que decirse, ni reproche que hacerse, ni desaire que no se hubiesen perdonado. Sólo estaban allí uno junto al otro, dejándose morir muy despacio de la felicidad de sentir la mano amada en la propia mano. Los envidió durante un rato muy largo, hasta que un malnacido le rompió el embeleso con el estruendo de una moto que se le quedó en el cerebro sin acabar de pasar.
Se puso en pie pensando que de todas formas no tenía el humor para desvanecimientos románticos, sino para ciscarse en la madre de los fabricantes y conductores de motocicletas. Y, sobre todo, en la de los abogados, agregó, sin darse cuenta de que llamaba a la puerta de uno de ellos. Habían repuesto las bombillas fundidas de la escalera y la luz se le antojó un tanto excesiva. Lo sintió como una pérdida, pues habría querido encontrar la semblanza de tristeza de la tarde anterior, que guardaba ya con la de aquellos queridos lugares suyos percudidos de olvido. Pulsó el botón del timbre, que de nuevo tardó en sonar y cuando lo hizo fue con su ruido bronco y cansino. De nuevo alguien dijo «vamos», de nuevo la puerta tardó un minuto en entreabrirse y de nuevo abrió el anciano abogado. Esta vez se apresuró a franquearle la entrada y casi a arrastrarlo al interior, feliz de tener con quien departir a la hora de su té.
—¿Se ha dado cuenta? —dijo Joaquín Nebot casi riendo—. Hemos puesto bombillas por si usted regresaba.
—Me he dado cuenta, pero le confieso que la penumbra de ayer me resultaba entrañable.
—Se lo advertí a Araceli cuando usted se fue. Es un sentimental, le dije. Me alegro de no equivocarme —concluyó mientras llegaban al despacho—. Es oportuna su visita. En realidad se me ha adelantado, iba a mandarle un recado para que viniera a verme mañana. De todas formas su visita es más que oportuna. Si me dice que ha venido porque necesita algo de mí, me llevaré una alegría, pero si me dice que ha venido sólo para charlar, la alegría será mayor. Claro que me reservo la sospecha de que lo hace por el té.
—He venido para aclarar algunas cosas sobre nuestra charla de ayer, aunque estoy solo en la ciudad y, con el humor que tengo, también habría venido a visitarlo de saber que no le incomodaría. Pero es justo reconocer que su té ayuda mucho a dar el paso.
—No es el mío. Cuando lo hago yo es una porquería. Es el de ella —dijo, haciendo una seña a Araceli, que en ese momento entraba con la bandeja y celebró la visita.
Tras las bromas la conversación fue grave, aunque distendida y sincera.
—Hoy aprecio más pesimismo en usted —comentó el abogado—. Entiendo por ello que van las cosas mal en la vista.
—No podría irme peor si el juez fuera la madre del muerto —respondió, casi perdiendo por un instante la templanza de su carácter monolítico—. Perdóneme, pero estoy convencido ya de que los abogados son una peste.
—No hay nada que perdonar —dijo el hombre con una sonrisa de condolencia—. No somos la peste, sino las siete plagas. Y usted tiene razones para pensar así.
Dejó la frase escrutando la expresión de Arturo, que, como esperaba, fue de sorpresa.
—He pasado el día leyendo el sumario de su caso. Me lo trajeron temprano —aclaró—. Haciendo mis deberes.
—¿Y ve si tengo esperanza? —le preguntó Arturo, todavía sorprendido.
—La esperanza se la dan sus enemigos. El modo en que han instruido la causa es tan chapucero que si fuese condenado, un recurso bien planteado lo dejaría a usted libre. No se entiende que se haya podido llegar a juicio con algo así. ¿Tiene usted confianza en el abogado?
—Desde hoy, ninguna —respondió Arturo con alivio—. Es un incompetente. Esta mañana dejó marchar a un testigo que me acusa sin hacerle una sola pregunta de interés. Estuve a punto de pedirle permiso al juez para cambiarlo, pero ¿qué abogado escogería, a última hora y a la carrera?
—Para un cambio de la defensa todavía está a tiempo, pero no es cosa que agrade a los jueces. Mucho menos al que le ha tocado. Hay otros medios, pero antes de darle consejo, quiero estudiarlo mejor. En ocasiones, incluso es posible solicitar una revisión del caso por incompetencia de la defensa. Cuando haya acabado el juicio, venga y hablaremos. ¿Podría decirme ahora qué es lo que no le quedó claro en nuestra conversación de ayer?
Al término de la entrevista de la tarde anterior, Arturo se marchó dándole vueltas a los detalles de la nueva situación y había pasado la noche sin pegar ojo, intentando reconciliar las aristas de los detalles entre sí. Se levantó cansado pero haciéndose una conjetura que, pese a ser descabellada, podía explicarlo.
—Me costó decidirme a venir la primera vez, porque sabiendo que usted percibía dinero de Jorge Maqueda, imaginé que más tardaría yo en tocar en su puerta que él en enterarse —le explicó Arturo en un tono grave, pero de respeto—. Me sorprendió su acogida, me dijo usted que se alegraba de verme y yo creo que fue sincero. Creo que deseaba cumplir lo que su cliente le había pedido para descansar de eso. Pero, a pesar de todo, me he hecho preguntas desde ayer.
—¿Hay algo que no entiende sobre los motivos de Dolores Bernal, o es sobre mi relación con Jorge Maqueda?
—Las razones de Dolores Bernal para delegar en mí parecen de lo más confuso, pero en el aspecto humano, son las que mejor comprendo. Lo que no entendía era por qué, si está usted sostenido por Jorge Maqueda, actúa contra él. Nada le obligaba a ponerme al tanto de cosas que podrían volverse contra usted, no gana nada al hacerlo.
—Esa parte —intervino el hombre— puedo explicársela yo. Verá que no hay trampa ni cartón. Le dije que le tengo miedo a Jorge Maqueda y, sólo en eso, le mentí. La verdad, amigo Arturo, es que me bastaría con un soplo para morirme. Estoy tan viejo que ni el miedo me alcanza. Si Jorge Maqueda mandara a sus matones, tal vez me harían un favor.
—En ese punto es donde encontré una respuesta posible, la pista me la dieron sus comentarios. Detesta usted a la gentuza, Joaquín, se le ve de lejos. Y es usted muy astuto. Así que pensé que no actúa por dinero. Hice que lo comprobaran. El dinero lo retiran de la cuenta, en efectivo, al día siguiente del ingreso. Lo hace una mujer y creo saber de quién se trata.
—¿Y eso a qué conclusión le lleva?
—Si estoy en lo cierto, mi conclusión lo ennoblece a usted, y me complace mucho, Joaquín, debo decirlo. Se refiere usted a la desaparición de Dolores Bernal. Las propiedades las donó al nieto en vida y he visto una esquela en un periódico que dice: «Nos ha dejado la señora Dolores Bernal. Se ruega a las personas piadosas una oración por el descanso de su alma». Pero es una esquela fuera del uso habitual. Incluso he visto una lápida sobre una tumba con su nombre y unas fechas que tienen apariencia de veraces. A pesar de lo que he visto, mi conclusión es que el dinero no es para usted. Está protegiendo a alguien. Usted es abogado, así que pensé que es razonable pensar que está protegiendo a su cliente. Mi conclusión, Joaquín, es que Dolores Bernal no ha muerto.
Lo soltó con suavidad y permaneció escrutando la expresión de Joaquín Nebot, que guardaba silencio, observándolo con una sonrisa entre admirada y paternal.
—Mi conclusión es que está viva y que usted utiliza el dinero de Jorge Maqueda para que la atiendan, donde quiera que ella esté.
Los dos hombres se miraban con atención. Joaquín sonreía con fascinación.
—¡Bravo, amigo Arturo! Me deja estupefacto. Ayer me pareció usted inteligente y noble. Ha demostrado la inteligencia y ahora no tiene más remedio que demostrarme la nobleza. Sé que me hará el favor de mantener este pequeño secreto, será durante poco tiempo. Dolores no puede hacerle daño a nadie y, tanto ella como yo, damos ya nuestras últimas bocanadas a la vida.
—El favor no tiene que pedirlo. Es el mismo que yo le pedí a usted ayer. Nuestras razones son recíprocas y nada de lo que hemos hablado me evitará volver a la cárcel en cuanto el juez termine de redactar la sentencia.
—No se desanime, Arturo. Confíe en la opinión de un viejo abogado.
* * *
En la puerta de los juzgados, Arturo necesitó abrirse paso entre los que se disputaban hueco para asistir a la sesión. Subió la amplia escalera, cruzó por el pasillo abarrotado de gente y se detuvo un instante para saludar a un funcionario y una conserje. Se deshizo con cortesía de tres o cuatro periodistas, se encontró con los abogados que salían de una habitación en la que vestían las togas y esperó con ellos, rodeado de gente, la apertura de la sala.
Tomaba asiento, cuando sintió algo en un bolsillo de la chaqueta. Le habían introducido un papel doblado, en cuyo interior había algo estremecedor: dos fotos muy recientes de Alejandra, una tomada a la salida del edificio donde vivía en Nueva York, otra en la puerta del centro donde estudiaba. Ninguna nota ni detalle que pudiera servir de pista para dar con quien las hubiera tomado. No los necesitaba, pues el mensaje era muy claro. Decía que se cobrarían en ella que él se apartara del guión que le habían escrito.
El primero en entrar a declarar debía ser Eduardo Carazo y a continuación el fiscal lo llamaría a él. Al ser requerido Eduardo entró en la sala, de riguroso uniforme y con el semblante sombrío. Se le veía cansado, con cara de haber pasado mala noche, y por un instante cruzó una mirada muy grave con Arturo, que éste no supo distinguir si era de afecto, de complicidad o de condolencia.
El interrogatorio del fiscal, reglado y previsible, comenzó haciendo otro repaso a la escena donde fue hallado el cuerpo sin vida de Cayetano Santana y los pormenores en las huellas de la calzada. Desde el primer momento el fiscal lo notó tenso y poco entregado a responder según el plan que habían preparado, de manera que continuó el interrogatorio como si Eduardo fuera testigo de la defensa, haciendo preguntas muy cerradas, en cuyas respuestas no era posible introducir una valoración y apenas podían alejarse de un sí o un no.
—¿No es cierto que, con anterioridad a estos hechos, valiéndose de la preeminencia que le daba ser el dueño de la vivienda donde vivía la víctima, el acusado irrumpió en la casa y la sacó arrastrando a la calle?
El hábil retorcimiento en la manera de formular la pregunta hacía muy estrecho el contexto y daba a los hechos la apariencia contraria de lo que eran. Llamando a Cayetano Santana «la víctima», hacía parecer que era Arturo Quíner el responsable de los acontecimientos. Cayetano Santana estaba separado ya de Beatriz, no vivía en la casa, había forzado la puerta, la apaleaba a ella y, sin duda, la intervención de Arturo había evitado un mal mayor.
—Es cierto, pero tengo que decir que fue porque los vecinos se alarmaron… —intentó explicar Eduardo.
—Por favor, responda sólo si es o no cierta la pregunta tal como la he formulado —lo interrumpió el fiscal.
—Es cierta —tuvo que decir Eduardo.
—¿Es cierto que la víctima se vio obligada a abandonar el Estero al verse sin trabajo?
De nuevo la pregunta retorcía los hechos. Cayetano Santana hacía meses que no tenía el domicilio en la casa ni trabajaba en la finca.
—Se marchó de la casa cuando la mujer le pidió la separación —respondió Eduardo.
—¿Y no es cierto que ese acoso a la víctima había dado lugar a amenazas de muerte?
—Cayetano Santana hacía juramentos contra Quíner…
—Por favor, teniente, cíñase a la pregunta. ¿Sabía usted que existían amenazas de muerte?
—Sí, las había —respondió Eduardo con disgusto, sin poder explicar que las amenazas provenían sólo de Cayetano Santana y no como se quería dar a entender, que hubiesen sido de ambas partes.
Con esa perversa sagacidad, continuó preguntando sobre los hechos anteriores a la muerte de Cayetano Santana, deteniéndose en aquellos detalles que incriminaban a Arturo.
—En la escena del crimen, de las huellas que el personal bajo su mando protegió hasta la recogida de muestras, ¿coincidían con exactitud con el dibujo de las del vehículo intervenido al acusado el día de su detención?
—Sí, correspondían —respondió Eduardo, sin posibilidad de aclarar que eran coincidencias superficiales.
El cuestionario que el fiscal desarrolló a continuación, sobre los elementos de la escena del crimen, ni aportaba nada ni había en él prueba que inculpara a Arturo. No era más que humo, pero era muy amplio y formulado con singular maestría, en un tono que iba ganando en dureza y teatralidad, dando la sensación de que fueran evidencia de culpabilidad irrefutable, y terminando con la previsible pregunta sobre el martillo hallado en la casa.
—¿Encontraron los miembros de su equipo un martillo en la casa del acusado, que después se confirmó por los forenses fue el utilizado como arma homicida, todavía con la sangre caliente del infeliz e inocente Cayetano Santana?
—Sí, se encontró —respondió Eduardo, con evidente cansancio.
—No hay más preguntas, señoría —dijo el fiscal con gesto melodramático, dejando detenida una mirada de reprobación exagerada sobre Arturo Quíner.
El juez le había dejado imponer aquel estrechísimo margen en las respuestas, seguro de que en el turno de la defensa el abogado sabría deshacer los excesos con preguntas que permitieran conocer lo que era evidente que el testigo deseaba explicar. No sucedió. El interrogatorio fue flojo y dio vueltas a hechos irrelevantes, con preguntas que no conducían a ninguna parte. Pese a que obligó al juez a reconducirlo en un par de ocasiones, terminó por aburrir a la sala. Arturo escuchaba en silencio, maldiciendo al abogado, seguro de que el propósito de las fotografías era que no se defendiera, durante el interrogatorio del fiscal. Le habían advertido de que las declaraciones de los acusados apenas tenían validez probatoria para la defensa, aunque sí podrían tenerla para la acusación. Bastante ayuda estaba teniendo el fiscal. De manera que al ser llamado a declarar, cortó por lo sano.
—Esta iniciativa la hago a título personal, sin el conocimiento de mi abogado. Creo que las respuestas que yo haga a las preguntas en nada me ayudarán. He decidido responder a cada pregunta que se me formule desde ahora que soy inocente de lo que se me acusa. No quiero que pueda parecer falta de respeto a la autoridad del tribunal, por lo que pido permiso para que se dé por oída esa respuesta a todas las preguntas que quieran hacerme.
El juez lo comprendió, pero lo aceptó a medias.
—Estamos cansados y el acusado hace una petición que no es usual, en el sentido de que debería haberla formulado a través del letrado de la defensa, pero que tiene fundamento —dijo—. Se levantará la sesión para darle a él oportunidad de meditar la decisión y al tribunal de hablarlo con las partes.
* * *
Revuelto por el aviso que le habían dejado en el bolsillo, Arturo no tuvo apetito. Por la tarde, aunque le apetecía un poco de charla con Joaquín Nebot y pensó que otro sorbo del refrescante té de Araceli le ayudaría a levantar el ánimo, tomó un rumbo distinto para dar el paseo, y sin darse cuenta se encontró deambulando por los lugares desolados que descubrió al regreso de América, que tan suyos se hicieron en atardeceres inolvidables y que tan hondo guardaba desde entonces. Algo había distinto, por fortuna, no porque fuesen ellos los que hubieran cambiado, sino porque, quizá también por fortuna, quien había cambiado era él, y en cada una de las estampas amadas no podía dejar de intuirla, de presentirla y a veces habría jurado que de verla a ella. No podía haber duda: el aroma que perfumaba las aguas de la bahía era el olor de Alejandra; era seguro que la espuma de las olas que deflagraban en el roquedo, junto al castillo de San Juan, besaban en ese instante preciso el rostro de Alejandra; y que el sendero de unas huellas diminutas, que el vaivén de la marea lamía sobre la arena, en el extremo más apartado de las Canteras, lo acababan de dejar impreso los pies pequeños y desnudos de Alejandra.
* * *
Algo extraño sucedía en los despachos a la mañana siguiente. A puerta cerrada, el juez habló durante más de media hora con los letrados de la defensa y la fiscalía y, al abrir la sesión, llamó de nuevo a los testigos que habían intervenido el día anterior. Como se encontraban ausentes, pospuso la sesión para darles oportunidad de presentarse.
Lo estaban al día siguiente. En esta ocasión fue Eduardo Carazo el primer requerido por la sala. El fiscal intentó repetir el interrogatorio con las mismas triquiñuelas, pero el juez le negó las restricciones que con tanta habilidad había impuesto dos días antes. Incluso cuando volvió a referirse a Cayetano Santana como la víctima, en un contexto donde no lo era, le exigió que se refiriera a él por el nombre. Esta vez no dejó nada en el aire y con cada pregunta que no le pareció respondida con suficiencia, intervino para aclararla. Así quedó establecido que Cayetano Santana era responsable único de los incidentes en la casa, por las reiteradas palizas a Beatriz Dacia, cuya situación era tan grave que sin la protección de Arturo Quíner quizá habría terminado perdiendo la vida.
Apenas le quedó al fiscal un apoyo consistente en el interrogatorio, cuando se volvió sobre el particular de las huellas tomadas en el lugar donde apareció el cadáver. Aunque Eduardo explicó que correspondía el dibujo del neumático, pero no las magulladuras, el fiscal se dirigió a él con dureza, casi increpándolo.
—¿Sabe usted que existe un informe posterior sobre ese particular, que establece sin lugar a dudas que la huella se corresponde con la de un neumático del vehículo?
—Desconozco la existencia de algún informe en ese sentido —mintió Eduardo—. Se pidió la prueba, pero fue denegada durante la instrucción. Sólo puedo referirme a lo que comprobamos con nuestros medios. Y las huellas que encontramos no correspondían con ningún neumático del vehículo que incautamos. Aunque coincidían la marca y el modelo, el desgaste era distinto. Por tanto, eran de otro vehículo.
Pese a que la repetición en la declaración de los testigos era evidente que intentaba subsanar la falta de rigor en la defensa, el abogado volvió a las cuestiones irrelevantes sobre las que había preguntado dos días antes. El juez le dio a Eduardo Carazo la orden de esperar fuera de la sala, por si era requerido de nuevo.
Fue el turno del principal testigo, que repitió palabra por palabra el interrogatorio anterior, tanto del fiscal como de la defensa, que dio por concluida su actuación muy pronto.
Esta vez el juez no disimuló el enfado, cuando abroncó al abogado en público.
—La manera de presentar su defensa es tan lamentable, que da la sensación de que intenta utilizar su incompetencia para obligar al tribunal a una solución forzada. Le advierto que estoy a punto de acusarlo de desacato.
Entonces se dirigió al testigo, suavizando el tono.
—Ha dicho usted que llegó al lugar de los hechos porque al salir del Terrero equivocó la dirección de la carretera, y no encontró lugar donde dar la vuelta. ¿Lo he explicado bien?
—Sí, señor juez.
—El Terrero está cerca de la costa y la finca, en la falda de la montaña. ¿Es muy pronunciado el desnivel en esa zona?
—Sí, señoría. La pendiente se las trae —respondió el testigo.
—¿Una persona mayor, digamos de mi edad, podría subirla caminando a buen paso? —insistió.
—¡Qué va! Por sitios, a buen paso, ni uno joven, señor juez.
—¿Está bien señalizada la intersección en la que se equivocó?
—Me parece que sí. Que la carretera está pintada.
—¿Y vista desde lejos, se ve la pendiente de la carretera?
—Sí, señoría. Se ve de lejos.
—¿Puede explicar entonces cómo es posible que confundiera el sentido al incorporarse? Si tenía usted que bajar, ¿cómo es posible que decidiera subir?
No fue una encerrona, pero desde esa pregunta el testigo se vino abajo. A la defensiva, se atropelló en las respuestas y no supo decir a qué hora había llegado, si era pariente o amigo de la persona a quien decía haber visitado. Quedó a punto de caramelo para el abogado, que, como el fiscal, no quiso volver a preguntar.
Fue cuanto el juez necesitó. En una especie de procedimiento abreviado, concluyó los pormenores y dio por terminada la sesión y la vista, pero le ordenó a Arturo permanecer en la sala. Con la sola presencia del fiscal y el abogado, se dirigió a él.
—Usted merece una sentencia firme y la tendrá pronto. Pero levanto las restricciones que tiene impuestas.
Fue como una declaración de inocencia sin sentencia. Sólo por lo que dos días antes dijera Joaquín Nebot no se sorprendió por el brusco giro del caso. El viejo abogado lo recibió aquella tarde de buen humor, casi pletórico. Era evidente que conocía la noticia que Arturo llevaba. A la pregunta directa sobre si, por casualidad, había hablado con el juez sobre las circunstancias del caso, le respondió que por supuesto que no: «Debo decirle que aunque eran evidentes los defectos de la instrucción, es delito interferir en la independencia de un juez». Y lo dijo con un destello de picardía en la mirada que expresaba lo contrario que las palabras.
La sentencia tardó dos semanas en hacerse pública y fue más extensa en el alegato contra la falta de rigor de la defensa y del fiscal que en los fundamentos jurídicos.
* * *
Casi con tanta avidez como Arturo, la esperaba Eduardo Carazo, en estado de gracia frente a los superiores por el resultado, que apenas necesitó explicar que cambió el sentido de la declaración por una certidumbre de última hora. Le bastaba haber ayudado a evitar lo que hubiera considerado un desastre, pero el auténtico mérito le correspondía a Dámaso Antón, cuya sagacidad le mostró una pista donde nadie más la habría hallado y tuvo el coraje para llegar hasta el final tirando de un hilo inverosímil.
Eduardo se ausentó durante un par de semanas antes de hacerle la visita que le debía. Como el destino en el aeropuerto era provisional, Dámaso aún ocupaba la vivienda en el cuartel del Terrero, a la que llegó Eduardo de noche y vistiendo el uniforme.
—¡Mi teniente! ¿De dónde vienes?
—He llegado esta mañana de la Península. Me fui sin tener ocasión de hablar contigo sobre la sentencia de Arturo Quíner. Tengo algunas dudas y me parece que tú podrás aclarármelas.
—¿Qué clase de dudas?
—Me extrañó que el juez hiciera un cambio tan repentino de no haber averiguado algo que sólo nosotros conocíamos. Se vio que el abogado y el fiscal comían en el mismo plato, por lo que tampoco supo nada a través de ellos. O el juez estaba disconforme con la instrucción del caso, o alguien puso al corriente a Arturo Quíner. Aparte de mí, tú eres la única persona que conocía esos datos.
—Y quieres que sea yo quien te diga si hablé con Arturo Quíner —dijo Dámaso como si preguntara—. Pues te lo digo: por supuesto que le conté lo que sabía.
—¿Dudaste de mi declaración, Dámaso? ¿Fue ésa la causa?
—Lo hice justo por lo contrario. Por ese muchacho y por ti. Por él, porque es inocente, por ti porque sabía que subirías allí a pecho descubierto y ahora te estarían despedazando. No entiendo por qué Arturo Quíner no utilizó la información que tenía para defenderse. Pero era tan evidente que el propio juez advirtió la turbia instrucción del caso. Desde arriba nadie podrá hacernos reproche alguno.
—Sí, así es, Dámaso. Tuviste la inteligencia para ver que algo no funcionaba y no paraste hasta llegar al fondo. Pensé que por eso te cambiaron de destino y estuve leyendo tu hoja de servicios. Creo que ahora comprendo algunas cosas. Por qué me dices que te conformas con la jubilación, que tampoco está mal haber llegado a sargento, pero lo dices con amargura y ahora quiero saber lo que no me has contado, cuál es la razón de que te hayan estado poniendo tantas piedras en el camino.
—Si has leído mi hoja de servicios, sabes ya lo que hay que saber de mí, sólo tienes que volver a leerla.
—Déjate de bobadas, Dámaso. Lo que quiero saber no está en la hoja de servicios. Desde arriba te han jodido mucho y durante tiempo, y eso no se escribe en la hoja de servicios. He venido a traerte la orden de su reincorporación al cuartel del Terrero. No me ha sido fácil conseguirla, así que necesito saber lo que tienes que contarme como amigo mío, no como sargento.
Dámaso guardó un largo silencio antes de hablar. Aunque primero feliz por la noticia de su reincorporación al Terrero, cambió el semblante con las preguntas de Eduardo, dejando ver lo hondo que le llegaban.
—¿Estás orgulloso de ser hijo de un guardia civil, Eduardo?
—Quiero a mi padre, era guardia civil. Claro que estoy orgulloso de que lo fuera antes que yo.
—Se te nota. En cuanto tienes ocasión, cuentas que lo era. Yo no soy de carrera como tú, sino de oficio. Entré en el cuerpo por recomendación y para llegar a sargento he tenido que hacerlo por el camino más difícil. ¿Has visto alguna vez mis documentos? En la parte donde dice la profesión u oficio del padre, pone «Desconocida». Pero no es verdad. Mi padre también era guardia civil, como lo era tu padre y como lo somos nosotros.
Eduardo hizo un gesto de asombro y agrado.
—No lo conocí —continuó Dámaso—. ¿Sabes que la gran mayoría de los guardias que murieron durante la guerra lo hicieron defendiendo al gobierno de la República? Era el legítimo, cumplieron su deber, así que nada hay de sorpresa en eso. Mi padre fue de los primeros en dar la vida. Sé que ahora te estarás preguntando en qué ha podido afectarme algo tan lejano en el tiempo, pero la realidad es que aquello provocó que yo no haya podido ser sino un pez fuera del agua, un guardia bajo sospecha. Cuando ingresé en el cuerpo era muy joven, cometí el error de contar la suerte que había corrido mi padre y eché sobre mí una maldición que me ha perseguido hasta hoy. Muchos siguen haciéndonos creer que para ser guardia civil tienes que ser afín a las ideas que a ellos les complace. ¿Todavía es el odio, es el mismo miedo, o sólo es mala conciencia? No lo sé ni quiero ya saberlo, Eduardo. Sólo te digo que no tienen más amor que yo a esta maltrecha patria nuestra y, desde luego, tienen mucho menos que el que tenía mi padre por ella.