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El plan de trabajo que Roberto Gianella le encargó a Margaret Stoddard se desarrolló con eficiencia y la culminación de la primera parte estaba a punto de concluir con un éxito rotundo. Las agencias que habían desarrollado las campañas anteriores se encontraron con presupuestos reducidos, limitados a mostrar en los carteles publicitarios y los anuncios de televisión el nombre de la marca, un paisaje o un espacio interior de suaves tonalidades grises con algún ligero toque de color, que dejaba intuir la ausencia del motivo central y que éste había de ser, por fuerza, la figura de una mujer. El mensaje: «La mujer que viene». El grueso del presupuesto fue para la campaña central, dirigida por Margaret Stoddard. Paralela y sincronizada con la anterior, buscaba candidatas para un fabuloso contrato de publicidad, sin mencionar ni la marca ni el nombre de la empresa, pero sobre la que se filtraban oportunos rumores.

Margaret no falló. La expectación que levantó el ardid de Roberto resultó por sí sola mayor de lo esperado, pero ella supo echar carbón en la caldera. Las revistas de gran tirada publicaban artículos, hacían el seguimiento de las selecciones que se sucedían en cada ciudad, fabricaban listas de las candidatas con mayores o menores posibilidades, con detalles personales y profesionales. Para involucrar a las cadenas de radio y televisión, comenzaron patrocinando los programas, pero según lo previsto por los colaboradores de Margaret, pronto se disputaron el espacio entre ellas y el coste se redujo a los gastos del gabinete que facilitaba la información. Cada cierto tiempo un nuevo rumor ponía en el centro el nombre de la marca, regalándole a la compañía de Roberto Gianella, sin que ésta negara ni confirmara nada, una ingente publicidad que mantuvo atento a gran parte del público en Estados Unidos y Canadá.

En medio del huracán, todavía lejos de la conclusión, podían decir que la idea había dado frutos. En unos meses, el porcentaje de penetración que se les resistía crecía sin alcanzar el punto de equilibrio, pero en contra del final sosegado de la batalla que los suyos esperaban.

Roberto cambió el rumbo a última hora. Le convenía detenerse, tensar un poco más la cuerda, incrementar el suspense antes de levantar el velo y mostrar los resultados que esperaban conocer: que en efecto se trataba de su empresa la que estaba detrás de tan osada estrategia publicitaria y, sobre todo, quién sería la que pondría el rostro de la siguiente campaña. Sin embargo, las razones de Roberto no eran las de recoger las últimas migajas. Los buenos resultados del trabajo de Margaret habían elevado las expectativas de tal manera que no podían permitirse defraudarlas, lo que nadie como Roberto veía con tanta claridad, escarmentado de que el propio éxito lo hubiese tenido maniatado durante años.

Margaret presentó la selección de sus veinte finalistas. Roberto miró con detenimiento las diapositivas y las películas, mientras ella ampliaba los datos. Separó una al primer vistazo. Fue rechazando a otras, susurrándole a la hija que tomaba notas en un cuaderno: demasiado gruesa, demasiado flaca, demasiado alta, demasiado baja, sin gracia, ancas de yegua, bella pero hueca, demasiados huesos… De las cuatro que no excluyó, en el segundo vistazo descartó a la que era, sin decirlo, la preferida de Margaret: una cabeza muy chiquita sobre dos zancos. A la siguiente la rechazó con una frase enigmática: «Es guapa, pero desabrida». Otra cayó en la quinta diapositiva: «Está tatuada», dijo. Margaret miró incrédula. Le costó verlo, pero encontró el tatuaje y le rechinaron los dientes. De manera explícita se decía en el formulario de solicitud que no se aceptaban aspirantes con tatuajes, cicatrices o marcas en la piel, incluyendo algunas que lo fueran de nacimiento. Sus colaboradores habían puesto extremo cuidado en no pasarlo por alto, ella lo había comprobado: a las del grupo que en ese momento presentaba les había vuelto a preguntar y las había vuelto a comprobar, y habría jurado con la mano en el fuego que ninguna de ellas lucía un tatuaje. Sin embargo, apenas perceptible junto a las cervicales, en tinta de varios colores, aparecía el dibujo clarísimo de una serpiente.

Descartada ésa, sólo quedó la primera que Roberto había separado en el primer momento, justo la que menos hubiera deseado Margaret.

—No es demasiado guapa, ni muy elegante. Se pasa un poco de alta y está flaca, pero es la que nos conviene. El problema principal es que cualquier periodista, con un poco de mala idea, nos la hará picadillo en la primera entrevista —dijo, sin abatimiento y dedicándole a Margaret unas palabras de consuelo—: La felicito por su trabajo, Margaret.

Ella agradeció el reconocimiento, pero Roberto la notó disconforme con la elección.

La explicación que le debía se la ofreció en la siguiente reunión de seguimiento que hacían una vez a la semana.

—No diga nada, Margaret —se adelantó él, en cuanto se saludaron—. Ya sé que está usted disconforme con mi elección.

—No quiero discutir sus razones —dijo Margaret—, pero en mi opinión, se ha quedado usted con la más alejada de lo que me pidió que le buscara. Usted no empleó esa palabra, pero cuando dijo que no era guapa ni elegante, lo que entendí es que quería evitar decir que era vulgar.

—Entonces usted opina como yo. Eso quiere decir que elegí con acierto; es decir, con arreglo a nuestros intereses.

Con expresión de no entender nada, Margaret esperó a que Roberto la pusiera en conocimiento de lo que ella desconocía.

—La chica que elegimos ayer es un señuelo. La auténtica, tendrá que seguir buscándola usted. Y no puedo darle demasiado tiempo. Búsquela en el metro, en las cafeterías, en los institutos y las facultades, indague por otras agencias, búsquela debajo de las piedras. Haga lo que usted sabe hacer. Necesitamos una que nadie sepa que tenemos. Créame que estoy obligado a hacerlo de esta manera.

—Lo tenía usted pensado desde el principio, Roberto. No puedo creer que lo haya guardado hasta hoy por desconsideración. ¿Qué razones lo han obligado a esto?

—La razón es simple. No debo decirlo, pero usted merece la respuesta: la empresa está en peligro. Si bastara con mi dimisión como presidente para impedirlo, dimitiría, pero con ella sólo adelantaría el desenlace fatal.

Margaret asintió, con gesto de preocupación.

—¿Y qué haremos con la chica que usted seleccionó?

—Seguiremos con nuestros planes. Trabajaremos con ella con tanto secreto y oropel como tenga la fórmula de la Coca-Cola. Si nadie lo filtra, lo haremos nosotros. Que trabajen sus colaboradores con ella. Usted dedíquese a la cuestión que importa. Consiga la que necesitamos. Llegado el momento, mostraremos a la auténtica.

 

* * *

 

A falta de trámites menores, exhausta y orgullosa, Alejandra cumplía el propósito, a veces pensaba que insensato, de terminar los tres cursos del primer ciclo de la carrera en sólo dos años, que le pesaban como si hubiesen sido cuatro. Para lograr el objetivo necesitó mucho coraje, rebañar horas a las noches y vencer cada día el agotamiento, pero se enfrentó a la batalla con el puñado de las buenas herramientas que llevaba con ella y que llegada aquella hora rentaron inestimables beneficios. La necesidad de realizar los anhelos le iluminaron el camino; la madurez, el sólido carácter que había forjado cuidando de la madre y de la casa, le dieron la fortaleza; la férrea disciplina de estudios, que tan buenos resultados le había brindado hasta allí, la certeza de que el esfuerzo no sería inútil. Cada mañana era la primera en entrar y la última en abandonar la biblioteca o los talleres por la tarde, a los que acudía incluso los sábados. Estudiaba hasta la medianoche, se levantaba casi de madrugada y el único descanso que se permitía, algunas horas de los domingos, lo empleaba para acudir a exposiciones y visitar algún museo. La elección de las materias que estudiaba, el talento y las cualidades que por inclinación natural tenía para ellas, le facilitaron la tarea. No resultó en vano que antes de que aprendiera a escribir, incluso antes de que supiera coger una cuchara, la hubiesen puesto a practicar trazos y figuras geométricas sobre el papel, pues no hubo otro alumno que la aventajara en habilidad con el lápiz y el carboncillo. En la asignatura de fotografía le bastaron los exámenes teóricos y algún trabajo práctico para que le dieran por ganadas todas las acreditaciones. Aunque al principio no le despertaron mucho interés, resultó tener aptitudes para el dibujo técnico y el diseño industrial. Prometía con las acuarelas y los óleos, sobre todo en el apartado de retratos, pero encontró dificultad en el tallado y el modelado, que era justo lo que la había impulsado a llegar hasta allí, y que fue motivo de cierto desasosiego que los profesores apaciguaron asegurándole que lo único que le faltaba era encerrarse en el taller a practicar durante algunos meses.

La relación con Arturo no había hecho sino decaer. De manera muy paulatina, tanto las cartas como las conversaciones telefónicas habían languidecido, se hacían más fugaces e intrascendentes y perdían en frecuencia lo que ganaban en delicadeza y amargura. Hablaban sobre lo trivial y cotidiano, sin entrar jamás en las arenas movedizas de las emociones propias, por respeto a las del otro. Poco a poco ella se había acostumbrado a la separación y tenía la engañosa certidumbre de que los sentimientos se le reposaban cuando llegó la noticia de la sentencia que lo declaraba inocente. Desde ese momento comenzó a desesperar al paso de los días sin verlo aparecer.

En el fragor de la batalla había intentado en vano olvidar al que al mismo tiempo era la causa de que ella hubiera llegado tan lejos y, sin que quisiera ni pudiera evitarlo, también era el propósito final de la decisión de hacerlo. Firme en sus razones, ni un segundo había perdido husmeando para hallar a otro con el que sustituir al que en su corazón era irreemplazable de todas las maneras que podía imaginar. El camino comenzaba para ella en el hombre que la había empujado a emprenderlo, separándola de su lado, pero terminaba en él.

Él era la causa de su decisión de acortar el tiempo de los estudios. Visto desde fuera, no era una resolución inesperada en alguien que tanto se había dolido del retraso en los estudios de años atrás, que tanto se había esforzado en ponerse al día y que tenía tan sobradas razones para pensar que conseguiría lo que a otros les llevaría el doble de tiempo. Con el objetivo casi alcanzado, estaba más claro que la causa principal de aquella decisión no era otra que la de correr lo antes posible junto a él. La de ir a decirle que había cumplido la última prueba, que no era ya la niña desvalida que él conoció, sino una mujer segura de sus deseos.

Y cuanto más se acercaba aquel momento más miedo tenía. El miedo, al que tanto temor le daba enfrentarse, al que cuanto menos se enfrentaba más miedo le causaba y que ella creía que eran muchos distintos, pero que en la realidad no eran sino el mismo miedo, repetido hasta el infinito por ese artificio de espejos enfrentados, mediante el que el inconsciente se fabrica visiones de pavor con aquello que no es capaz de superar.

Aunque había ido cambiando con ella, continuaba siendo el mismo miedo al rechazo del primer día. Como en una espiral diabólica, en la medida en que maduraba dejaba de verlo de una manera, pero empezaba a percibirlo de otra distinta y tardaba más en darse cuenta de que los temores que la hacían sufrir eran una simpleza, como caía en la cuenta de que podrían existir causas más complejas, razones más profundas; entonces se daba a sufrir otro trecho, hasta que encontraba las nuevas conjeturas carentes de fundamento y daba otra vuelta de tuerca. Así como en el primer momento fue que era demasiado niña para él y luego que tal vez se hubiera cansado de ella y más tarde empezó a cocinarse en el caldo de los celos que provocó el fantasma de una desconocida, después lo fue que él la habría olvidado, que quizá no le perdonara que lo hubiese abandonado en una situación que podría devolverlo a la cárcel. Por último, no sólo encontraba razones para su miedo en él, sino también en ella. ¿Y si era que en realidad no lo quería? ¿Si sólo era que aún se sentía desamparada sin él? ¿Si era que había confundido el amor con la gratitud? ¿Si él tenía razón y sólo evitaba aprovecharse de una cría testaruda que tenía hecho un revoltijo entre el deseo sexual, el agradecimiento y la amistad?

Para colmo, en ese embrollo de sentimientos bajo sospecha, metía por medio el recuerdo de la madre, por cuya falta aún sangraba como si acabara de morir y sin cuya intervención Arturo no habría sido otra cosa que una ilusión momentánea, un efímero destello en la vida de una adolescente.

Se lamentaba de que Rita le hubiera callado que iba a morir, impidiéndole estar a su lado hasta el final. Se maldecía por no haber comprendido que si había dejado de beber era por una razón muy importante, y que, desde hacía mucho, ella era la única razón importante en la vida de su madre. Si alguna vez llegó a dudar del amor de la madre, de inmediato tras su muerte, los sentimientos se le asentaron. Le quedaron en el recuerdo los últimos días de Rita, en los que no fue más una alcohólica abandonada de sí misma, sino una mujer que empleó el último aliento, y su particular sabiduría sobre el corazón de los hombres, para buscarle un refugio seguro en el muchacho que acababa de llegar de manera tan providencial a la vida de ambas.

De alguna misteriosa manera, de un solo vistazo Rita llegó a saber de ellos más que ellos mismos. Vio, donde nadie más habría podido verlo, que él protegería a la hija, que no la abandonaría a su suerte. Tuvo la inteligencia para urdir un plan que lo instigara a dar ese paso, que la empujara a ella a los brazos de él, y la firmeza de carácter para sostener la situación brutal que ese plan exigía. Los apremió, cada uno a los brazos del otro, obligándolos a tomar una decisión que en cualquier otro caso habría sido prematura y temeraria.

Intentando responderse esa pregunta, Alejandra se había hecho una conjetura que, por simple, podría ser la explicación, aunque planteaba otra pregunta más terrible: ¿no podría ser que Rita y Arturo hubiesen hecho un acuerdo? ¿Podría ser que él esperaba el momento en el que ella pudiera defenderse por sí misma para pedirle el divorcio? Detrás de esa conjetura, cayó en la cuenta de otra que podría ser todavía peor: que tal vez él creyera que ellas hubiesen conspirado para obligarlo a casarse. Unas y otras hipótesis eran tan terribles que de nuevo necesitó apartarlas a un lado para que no le estorbaran al paso de la vida y, como solía, las abandonaba en el trastero hasta que hallaba un momento propicio para resolverlas.

Frente a tanta incertidumbre le quedaban las viejas certezas. Ni por un solo instante, desde la primera tarde, había dejado de sentirse amada. No existía en el mundo fuerza capaz de hacerle creer que era ilusión el fuego que él escondía detrás de tanta ternura, de tanta dedicación y entrega a ella, detrás del agónico silencio que la atormentaba. El fuego en el que necesitaba incinerarse ya de una vez por todas, que la abrasó en el beso de la despedida y que permanecía en la imagen de su obsesión. Solo, en medio de la terraza inmensa del aeropuerto, diminuto en el vacío espectral, ella intuyó que enloqueciendo de desesperación por verla marchar. De modo que pensaba regresar para enfrentarse a él y creía tener de su parte lo único que necesitaba para conseguirlo.

Aunque no se daba cuenta de que regresaría otra muy distinta de la chica valiente, pero muerta de miedo, que se marchó del pueblo para enfrentarse a un desafío que en aquel momento ni siquiera entendía bien. Estaba a punto de conseguirlo, pero se había transformado en la lucha. Lo había demostrado, era ya una mujer segura de sí misma y capaz de alcanzar sus propios anhelos, pero lo que la hacía distinta es que era una mujer incapaz de renunciar a ellos.

 

* * *

 

Apenas se vio en libertad para salir del país, Arturo emprendió el viaje. Por la época del año no esperaba un tiempo tan frío en Nueva York, por lo que necesitó hacer un alto para hacerse con un abrigo, antes de meterse en el hotel. Se había dicho y repetido que no se acercaría a ella, se había jurado y vuelto a jurar que no iría a verla. Había hecho planes para mantenerse ocupado, listas de los lugares que deseaba reencontrar. Llevó trabajo que podría hacer en la habitación del hotel, cargó con algunos libros que escogió para encerrarse con ellos a solas, y hasta le pareció que el tiempo quería ayudarlo en el propósito, acogiéndolo con una llovizna helada que le hizo recordar los buenos tiempos de otras tardes gélidas de aquella misma ciudad, en las que se refugiaba en la habitación a soñar con el regreso y a leer, confortado por el calor de las palabras y la soledad. Pero no fue capaz de resistir la tentación. Al adolescente enamorado que ocultaba dentro de la cáscara de granito le daban igual el frío de las calles, el cansancio, los juramentos, la sensatez, el calor de los recuerdos, y estaba harto del infierno maldito de los celibatos por amor. Su niña amada se encontraba muy cerca de él y necesitaba verla. Salió de la habitación, corrió al ascensor y llegó al vestíbulo, donde otra andanada de lucidez lo obligó a dar media vuelta y subir al ascensor. Frente a la puerta de la habitación desfalleció de nuevo. Regresó al ascensor, bajó al vestíbulo, llegó a la calle y subió a un taxi que lo dejó veinte minutos después frente al edificio del apartamento de Alejandra. Nadie respondió en el portero automático. Cruzó la calle y entró en una cafetería. Esperó tomando té caliente con un panecillo. Sobre las nueve de la noche, Alejandra salió por el acceso del metro, acompañada por Natalia y Alberto, enfundados en los abrigos y con enormes carpetas de dibujo. La reconoció enseguida y hasta pudo ponerle nombre a los acompañantes. Los conocía por una foto y porque ella solía mencionarlos en sus cartas. Se pararon un instante a dos escasísimos metros del lugar en el que él se hallaba, medio oculto tras la cristalera. Alejandra no lo vio. Ella se cubría la cabeza con una boina y llevaba el cuello envuelto en la bufanda. La vio deliciosa y tuvo la sensación de que era feliz y estaba bien. Cruzaron la calle y él pudo ponerse de pie y contemplarla cuando abrían la puerta del edificio. Esta vez tuvo que contener una lágrima cuando la veía perderse por el umbral oscuro.

Repitiendo la misma rutina, por la mañana ponía en claro los asuntos, que en realidad sólo eran la excusa que lo llevaba allí, y por las tardes corría a la cafetería a esperar por ella. Para no llamar la atención y que le permitieran ocupar una mesa durante ratos tan largos, tenía que dejar estupendas propinas y tomar más té del que le apetecía y más del agua de borrajas a la que llamaban café de lo que era prudente. Ella llegó con menos de una hora de diferencia unos días que otros, acompañada por alguno de aquellos amigos que él podía identificar. Después de verla regresaba al hotel entre desconsolado, dichoso y avergonzado. Cada noche se decía que era la última que iría, pero cada tarde sucumbía a sí mismo y volaba al escondite de la vergüenza.

También el sábado estuvo allí a la misma hora, y pese a que no tenía esperanza, pudo verla por última vez, antes de emprender el regreso.

 

* * *

 

Los episodios de desolación de Pablo Maqueda no habían vuelto con la violencia de las etapas anteriores, en Madrid y en la isla, pero no lo abandonaban. Se presentaban de la manera más intempestiva y en los momentos menos pensados. A veces duraban unas horas y a veces semanas. En ocasiones llegaba encogido y cabizbajo, y se pasaba ausente un rato muy largo hasta que, de buenas a primeras, levantaba el ánimo y terminaba convirtiéndose en el centro de la reunión, contando chistes y haciendo sus bromas. Otras veces se marchaba en lo mejor de la bulla, sin disculparse ni dar explicación, y lo mismo aparecía recompuesto una hora después, como si nada hubiera sucedido, que se pasaba huido un par de semanas, sin responder siquiera al teléfono. Su predisposición a la amistad de los buenos momentos se ganaba el afecto y el trasfondo tormentoso en el que se debatía lo incrementaba. Sobre todo para Alberto y, muy en particular, para Alejandra, que no podían evitar un tanto de compasión. Era una emoción lógica que, sin embargo, restablecía las cautelas de Alejandra. Cautela para no dejarlo acercarse más de lo imprescindible, pero cautela también para no rechazarlo de plano. Pablo la había perseguido desde la cala de Hoya Bermeja a la ciudad, desde allí al otro lado del mundo, pero ella continuaba sin saber que se trataba del mismo Pablo que vivía al otro lado de la tapia de su casa y que recordaba, siendo muy chiquita, meciéndola en el columpio.

 

 

Era sábado por la noche. Un hombre hizo señas para que los policías de patrulla por Sugar Hill detuvieran el vehículo. Nervioso, les dio unas indicaciones y ellos se apresuraron, evitando poner la sirena y apagando las luces de identificación de la policía. Giraron en una calle, muy despacio, y se acercaron a una ranchera con los cristales traseros tintados, a tiempo de evitar un desastre.

El teléfono sonó de madrugada en el apartamento de Alejandra.

—¿Es usted Alejandra Minéo? —preguntó la voz de un desconocido.

—Yo soy Alejandra Minéo. ¿Quién llama?

—Soy abogado del turno de oficio. Un amigo suyo, Pablo Maqueda, me ha dado el teléfono y las señas. Está detenido. El juez ha impuesto una fianza para dejarlo en libertad y Pablo le pide que venga a verlo.

Ella y Alberto corrieron al rescate. Pagaron la fianza y oyeron con incredulidad y asombro la acusación de abusos a una menor negra que hacían sus familiares. Pablo, libre pero con cargos, negaba los hechos.

Jorge Maqueda llegó el lunes para hacerse cargo de la situación del hijo. Apenas dos días después, padre e hijo, en una sala de reuniones, secundados por dos abogados, se entrevistaban con otros dos abogados que representaban a la familia de la chica. Uno de los abogados tendió un cheque y unos documentos a los representantes de la familia. Firmaron, guardaron el cheque y los documentos, saludaron y salieron.

Jorge Maqueda recogió otros documentos, abrió el maletín y sacó un sobre.

—Tu antigua novia parece que ha encontrado con quien entretenerse —le dijo tendiéndole el sobre.

Pablo reconoció a Josefina Castro, pero también a Arturo Quíner, que aparecía visto por detrás, un poco de lado. Jorge Maqueda no lo conocía en persona y había pasado por alto su identidad.

—¿Cómo las conseguiste?

—Un tipo se presentó para ofrecerlas. No lo recibí, pero me contaron que al hombre no le parece bien que una mujer soltera viva sola en una casa. Y menos que reciba visitas. Ordené que le dieran una propina.

 

 

En medio del alborozo que se formó en el apartamento cuando Pablo trajo la noticia, Alejandra notó a Alberto taciturno. No necesitó preguntarle. Como esperaba, poco rato después de que ella se despidiera, él subió detrás y entró sin ocultar la desolación.

—Antes de que me preguntes te diré que estoy preocupado, no veo claro lo que ha pasado —le dijo—. Ojalá que me equivoque, pero tengo muchas dudas sobre este tropiezo de Pablo. Gilbert y yo dimos una vuelta por donde vive la familia de la chica y hablamos con ellos.

—Han retirado la denuncia. ¿Qué dudas podemos tener?

—No te haces idea de lo repugnante que es lo que vimos allí. El sitio es asqueroso, la gente, envilecida y la situación, un espanto. Lo más cochino es que a esa pobre chica estoy seguro de que la prostituyen los propios familiares. Y a nuestro Pablo lo detuvieron en un coche con ella. De eso no hay duda.

—Dice que le tendieron una trampa —objetó Alejandra.

—Y yo lo creo así. Es evidente que sólo querían dinero, pero es lo secundario para mí.

—Desde que lo conozco Pablo tiene sus rarezas. Pero no creo que pueda ser capaz de algo así y menos con una menor.

—Ni yo lo creía, Alejandra, me cuesta creerlo incluso ahora, a pesar de lo que he visto. Te llevaría a ese sitio si no fuera por el miedo que me da regresar. Pablo es joven, bien parecido y agradable, tiene mucho dinero y el porvenir asegurado. Podría conseguir a la mujer que quisiera, pero además de esa obsesión por ti, no lo hemos visto con ninguna. A su edad eso es muy extraño.

—Pero no creas que es una obsesión como la de cualquier otro. Lleva pegado a mí cinco años y puedo decirte algo de lo que estoy segura. Pablo conmigo no busca sexo y tampoco una relación normal entre un hombre y una mujer. Es algo distinto. Algo que él tampoco sabe qué es. Parece como si le bastara con que yo no tenga a un hombre a mi lado.

—Pues eso no es nada tranquilizador, Alejandra.

—Ahora empiezo a creerlo. Aunque me cuesta pensar que pueda ser verdad lo de este sucio asunto.

—Lo han pillado con una menor, Alejandra. Porque él negó que hiciera algo con la chica, pero no negó que estuviera con ella.

—Dijo que la encontró llorando en el coche y subió para ver qué le pasaba. Si han retirado la denuncia, tal vez es porque lo acusaban en falso —lo defendió Alejandra, aunque cada vez con menos fuerza.

—O porque quienes lo acusaban han conseguido lo que buscaban —precisó Alberto—. Yo creo que Pablo dice la verdad, que le tendieron una trampa. Pero el cebo fue la chica, y eso es lo que me desespera. ¿Es que Pablo ha podido caer en esa tentación? ¿Se ha prestado a ir con una menor?

La pregunta de Alberto no daba lugar a la réplica.

—Se ha cerrado el asunto en un par de días y sin llegar al tribunal —continuó—. Te habrás dado cuenta de que en este país, más que en cualquier otro, lo que no se resuelve con dinero no se resuelve. Y en algo tan feo, con seguridad, ha circulado mucho dinero y con mucha prisa. Seguro que están todos muy contentos. Todos, excepto la pobre chica, claro. Y yo, que pude ver su cara —dijo, rozándole la mejilla para despedirse—. Tú, por si acaso, ten mucho cuidado con él, por favor. Por cierto —dijo desde la puerta—, ¿ha llamado o ha escrito ese hombre tuyo?

Alejandra negó con un gesto de abatimiento.

—¡Qué desconsiderado!, traernos a los dos por esta calle de la amargura. Que te lo haga a ti, que te casaste con él, bueno. Pero ¿a mí, que ni siquiera lo conozco? —concluyó con un mohín de coquetería, en el que puso, adrede, unas cuantas plumas de más.

Solía despedirse de ella con cosas así, esta vez con más empeño para aliviar la tensión del áspero asunto de Pablo, al que en adelante Alejandra no dejaría de darle vueltas. Ella pensó en las mil apariencias desafortunadas que hubieran podido confundir a Alberto, pero se quedaba envuelta ya en la sombra de una terrible sospecha.

 

* * *

 

Pese a que Margaret Stoddard había dedicado todos los recursos a su alcance para conseguir lo que Roberto Gianella le había pedido, el resultado fue nefasto. Apenas media docena de candidatas en una carpeta con fotos y una cinta de vídeo para presentarlas a Roberto, como él había pedido, sin que nadie más ni dentro ni fuera de su organización lo supiera. Coincidían en que ninguna estaba a la altura, ni siquiera de la que utilizaban como opción fallida.

Margaret abandonaba las oficinas de la firma, que ocupaba dos plantas de un céntrico edificio. Cuando se abrieron las puertas del ascensor, una chica de cautivadora belleza cruzó frente a ella. Margaret corrió detrás, sin conseguir darle alcance. Pasó varias horas preguntando por despachos del edificio si conocían a una joven con aquellas señas en un esfuerzo que resultó infructuoso. Lo repitió al día siguiente con la ayuda de varias personas, también sin resultado. En las propias oficinas de la firma de Roberto, le dieron, por fin, una pista fiable. Alguien le dijo que la joven que buscaba podría ser una a la que habían entrevistado dos días antes, y de la que no podían decirle quién era, pero sí dónde encontrarla.

 

* * *

 

Era costumbre que los alumnos que se graduaban entregaran una obra para los fondos de la escuela, que a su vez exponía en su galería una selección de las piezas destacadas en los trabajos de prácticas o las que por propia iniciativa presentaran los alumnos. De buen grado, Alejandra accedió al deseo de la directora, que llevaba tiempo insistiéndole, casi implorándole, que su donación fuera la de una acuarela por la que sentía predilección, pese a que el tema, un paquebote navegando por el río con los edificios al fondo, lo consideraba poco adecuado para la acuarela, pero que componía una escena muy original y con un aire bucólico de gran seducción.

El cuadro para la exposición fue un óleo sobre lienzo que le llevó meses de trabajo, que hizo por petición del profesor en homenaje a Salvador Dalí, de cuyo precario estado de salud llegaban noticias cada vez más frecuentes y desalentadoras. Como a los demás, a ella le molestaban la exageración y las excentricidades legendarias del anciano maestro y, al igual que ellos, admiraba su obra. Le habían pedido que fuese un retrato y, repasando en la biblioteca la obra de Dalí, se detuvo en el Cristo de San Juan de la Cruz que, con su perspectiva aérea, le recordó el que era tema central de su vida. Pensó que si en la pintura de Dalí el espectador mira desde arriba, podría sacarle partido al retrato, en la misma perspectiva, pero con el rostro visible, con la mirada detenida en el espectador, como a la espera de una respuesta. La altura del apartamento no le permitía emplear las dimensiones de la tela de Dalí y tuvo que limitarse a dos tercios del tamaño, guardando la proporción. Sobre el fondo oscuro la figura del hombre, descalzo, con los brazos a los costados, vestido sólo con un pantalón blanco muy leve, el torso desnudo, el cabello largo rozando casi los hombros, el rostro duro y masculino, la mirada quieta, dejando adivinar en la expresión la pregunta y la fatalidad.

Le daba las últimas pinceladas en los días en que el hombre del retrato esperaba por las tardes durante horas, a unos metros de allí, sólo por si tenía la suerte de verla pasar. No le puso título, lo que obligó al director de la exposición a tomar una decisión al vuelo. Después de contemplarlo con detenimiento, no quedó claro si había dicho «qué dilema», o «el dilema», pero de esa manera quedó en su sitio, definiendo lo que en realidad no era el dilema de la crucifixión, que muchos creyeron por la evocación inmediata del cuadro de Dalí, sino otro dilema, mucho más humilde y personal que el de la mitología pictórica, pero que era el que a ella le dolía en el centro del alma.

Lo entregó con miedo a perderlo y con un sentimiento de pudor del que no llegó a persuadirse pese a que fue el cuadro más visitado de la exposición. Contra lo que esperaba le asignaron un lugar preeminente, en el centro del paño al fondo de una sala, donde lo visitaba a veces, en las horas de menor tránsito de público y acompañada, como solía hacer para evitar que le cayesen encima los dos o tres pelmazos de costumbre. Una mañana se arriesgó a ir sin compañía y pudo quedarse a solas con él y contemplarlo como no lo había hecho hasta entonces.

Allí comenzó a comprender la intensa relación de amor y odio que la unía a él. La lucha cruenta que desencadenó consigo misma en el instante que lo vislumbró. Con los primeros esbozos que terminaron en la bolsa de papel para reciclado; cuando tuvo que tomar la dolorosa decisión de emplear otra perspectiva, porque con la de la pintura original, los pies apenas se verían, porque el pantalón, de que se valía para dotar a la figura de una leve intención sexual, no se parecería al que recordaba, porque el hombre desaparecería tras la cabeza; cuando los materiales se burlaron de ella haciendo lo contrario de lo que debían, y el lienzo se hinchaba de un lado y se encogía del otro, sin someterse a ninguna de las razones de la preparación de las telas; cuando la pintura se corría de manera inexplicable, parecía que derretida, o por el contrario, se endurecía tanto que impedía deslizar el pincel y terminaba reseca y cuarteada; cuando los colores que la tarde anterior le parecían opacos, al día siguiente se habían arrebatado, obstinados siempre en no parecerse a los que había imaginado, por mucho esmero que pusiera en las mezclas. Con la última tela, la que quedó después de varios intentos infructuosos, o con las anteriores que terminaron en la basura, lloró, sufrió, se revolvió y luchó por el cuadro y contra él, en un revoltijo de pasiones que en segundos pasaban de la ensoñación al hastío, del deleite al desengaño, del entusiasmo a la desesperación. Fueron tantas las veces que se durmió evocándolo y tantas las noches que le interrumpió el sueño, apremiándola a levantarse para corregir con dos pinceladas un destello que no había acabado de quedar, fueron tantos los días en que no deseaba otra cosa que llegar a su lado y encerrarse con él, como fueron las veces que lo maldijo y deseó tener el coraje para volver a hacerlo picadillo con unas tijeras y empezarlo de nuevo, o peor aún, de apartarlo para un lado y abandonarlo en el olvido. Pero siguió adelante hasta que no le quedó aliento ni supo dónde dar otra pincelada.

Entonces es el momento en que descubre que no es como le han dicho, que la obra no es posible darla por concluida, sino que se desiste de ella y se abandona; sino que encuentra algo mucho más terrible: que es la obra la que se deshace con rabia de quien la ha creado, tirándolo a cualquier rincón como a un trapo viejo, después de haberle destilado hasta la última gota, y no ha dejado en su alma sino una espantosa sensación de cansancio y vacío.

O tal vez no. Tal vez se tratara de un intercambio, de una entrega recíproca; tal vez con cada pincelada se reconstruían una y otra, y mientras ella le daba vida a la pintura, ésta la forjaba a ella como artista y la maduraba como persona. Tal vez la revelación consistía en que al cabo de cada nuevo empeño, ni como artista ni como persona, jamás se vuelve a ser quien se había sido.

No podría dejar de recordar aquella pintura de otra manera que a través de la humareda de esa batalla encarnizada. Pero ahora, que separadas entre sí eran dos realidades distintas, percibía en ella defectos y virtudes que desconocía. Con desasosiego, veía aun desde la distancia el estrépito de imperfecciones que en el caballete, bajo los focos y con la lupa, no se revelaron. Y de la misma manera, el inconsciente había dejado sobre la tela improntas que ella ni siquiera había imaginado, y de pronto descubrió con asombro que aquella nada, que tanto esfuerzo le costó y cuya intención fue la de dotar de ingravidez a la figura central, era una nada inacabada. Una nada que podría ser real, pero que podría no serlo, reforzando con ello el tema de la obra: si la nada puede no ser, el universo también puede no ser y, por tanto, tampoco el hombre que se hace la pregunta.

Otra cosa que había llegado a saber era que, desde que colgaron el cuadro allí, ya no le pertenecía. No tenía ya, ni volvería a tenerlo, derecho alguno sobre él. Un pequeño zascandileaba de un lado a otro mientras sus padres observaban la exposición con especial avidez. A su edad lo único que le interesaba de aquella aventura era que daba gusto corretear sobre un suelo tan limpio y despejado, pero de pronto se detuvo frente al cuadro y permaneció inmóvil, muy serio, empapándose de él durante los veinte segundos que dura para un niño la eternidad. Ese pequeñín era desde ahora su dueño. Lo era un jovencillo, muy tímido, con cara de empollón, que le sacaba fotos a hurtadillas, con tanta devoción como si estuviera robando un tesoro. Lo eran dos monjas, que no faltaban cada día a la misma hora y se sentaban sin quitarle la vista durante un rato muy largo.

También de esa manera, pensó, el hombre que, sin dar su consentimiento ni saberlo, le había servido de modelo, no podría dejar de ser suyo. Lo había retratado en un vano intento de conjurar la obsesión que la consumía, pero ponía en él la interrogante que ella se hacía. Muy pronto lo vería. Por Navidad, pensaba, estaría con él. Preparaba la marcha, casi tenía la fecha decidida y las maletas a medio hacer, ella y los amigos descontaban con congoja los días que faltaban para la despedida. Se iba orgullosa, pero sentía que con las manos vacías, ansiosa por verlo, más muerta de miedo que cuando vino, y más cuanto más se aproximaba la fecha.

El dinero que sufragaba la carísima estancia en Nueva York y las cuantiosas facturas de la escuela provenía de él. En los preparativos del viaje, hizo una holgada provisión de fondos en la cuenta bancaria que le exigían para el visado del pasaporte, cuyo saldo reponía cada final de mes con una puntualidad infalible, de modo que ella no había tenido que preocuparse de la economía durante su estancia de estudios. La cantidad íntegra de dinero que Rita le dejó a su muerte, por la venta de la tierra y por el acuerdo de la boda, Arturo no consintió que se tocara, por lo que había aumentado con el pago anual de unos intereses exiguos, y con los salarios que ella había ganado por los trabajos en la finca. Las cuentas bancarias de su vida doméstica y las tarjetas de crédito eran comunes, excepto aquella cuenta, que era de su exclusiva titularidad. El saldo que mantenía en ella era importante en la isla, pero no le habría alcanzado para sus estudios en Nueva York.

Con Arturo o sin él, debía darle rumbo a su vida, aunque tras los dos años de durísimo trabajo, necesitaba un descanso durante el que pensaba encerrarse en su casa de Hoya Bermeja, con las herramientas venerables de Francisco, a practicar las técnicas de tallado que se le habían resistido. A continuación completaría los estudios en Europa, tal vez incluso en la isla, pero sin prisas y de ser posible con un trabajo que le diera independencia económica. Compatibilizar aquellos planes y la vida en común con él complicaba más las incertidumbres de su futuro.

 

* * *

 

Entonces irrumpió Margaret Stoddard. Llegó con paso apresurado, casi jadeando, se detuvo a su lado, muy cerca, y observó la pintura mientras cogía aliento. Le preguntó en inglés si era la autora y Alejandra se lo confirmó apenas con dos palabras.

—Te felicito. Es muy buena —dijo, y añadió—: Hace tres días que estoy detrás de ti. Además de guapa, tienes talento.

Alejandra la miró con sorpresa. La mujer le sonrió y le tendió la mano para terminar de presentarse. Lo hizo por el nombre: Margaret Stoddard, y por la ocupación: representante publicitaria, entre otras cosas. Alejandra fue más expresiva y preguntó por qué la buscaba. Nada más la oyó pronunciar la primera frase, la mujer abrió los ojos y dulcificó la sonrisa.

—¡Tú eres española! —exclamó en perfecto español.

—De Canarias —respondió Alejandra con sorpresa y sonriendo muy complacida.

—Pues de casa las dos —dijo cuando terminó de reír, más emocionada que divertida—. Hablas con Margarida Prats, catalana, de la provincia de Barcelona, a mucha honra. Lo de Margaret lo traduje por el trabajo, aunque me empieza a parecer que fue por tonta. Lo del apellido Stoddard, no hay duda, eso fue por amor, y para bien.

Margarita, como la llamaría Alejandra en adelante, confesó que sentía cierto pudor por la manera en que la abordaba, pero le garantizó que lo único indecente de la proposición que traía era la cantidad que podría darle a ganar.

Del relato, que Alejandra escuchó con interés, no expuso más que lo que debía saber. No mencionó la extrema fragilidad por la que atravesaban Roberto Gianella y su empresa.

—Así que estoy aquí para pedirte que me ayudes —le dijo Margaret.

Cogida por sorpresa, Alejandra ni siquiera quiso hablar del asunto. La negativa fue rotunda y Margaret no insistió. Pero era una catalana de haz y envés, hecha a sí misma, acostumbrada a sortear obstáculos, y que jamás había aceptado un no por respuesta sin presentar batalla. Aprovechando que en ese momento se presentó Natalia para comer con Alejandra, las invitó a las dos, en un hábil movimiento circular para procurarse la oportunidad de seguir hablando del asunto que le convenía sin aparentar que lo hacía. Tuvo la complicidad involuntaria de Natalia, encandilada por la situación y que daba signos de no entender la postura de Alejandra. Margaret las llevó a su territorio, un restaurante del que era asidua cliente, discreto, elegante aunque sin pretensiones, muy cercano a su centro de trabajo, lo que convenía mucho al plan desesperado que intentaba culminar.

Durante la comida habló de las ilusiones rotas de las chicas que habían participado en el concurso, de las que habían abandonado a familias, novios e hijos, habló de los magníficos productos de la firma de Roberto, de lo encantador y buena persona que era. Habló del mundo nuevo que conocería la que por fin pusiera rostro a lo que todos esperaban ver, las cosas que necesitaría aprender, los lugares que debería visitar y las personas que habría de tratar. Hizo un amago de insistencia, y de soslayo, para decir que una estudiante de arte con talento, con el dinero que ganaría bien administrado, en lo sucesivo podría dedicarse a la actividad artística sin tener que preocuparse del sustento, y más aún, que con las personas que tendría ocasión de tratar no encontraría dificultad para dar a conocer su obra, y seguro que tampoco para venderla. Alejandra se limitó a sonreírle.

—Soy muy firme de ideas —le dijo.

Al término del almuerzo, Margaret se las arregló para que la acompañaran al despacho. Por supuesto, había hecho una llamada desde el restaurante y su gente la esperaba con el terreno preparado. Se mostraron desenvueltos y fueron alegres y afectuosos, menos porque Margaret lo hubiera pedido que fascinados con Alejandra. Filmaban la visita un par de cámaras disimuladas en lugares estratégicos, y Margaret pidió tomarse un par de fotos con las dos amigas, «para tenerlas como recuerdo», dijo. Ellas accedieron, aunque ambas sabían que no las utilizaría sólo como recuerdo. Al despedirlas, ahora sin trucos, le insistió a Alejandra, que se reafirmó en la negativa, pero accedió a encontrarse de nuevo con ella al día siguiente para repetir el almuerzo.

Por la tarde, los técnicos revelaron las fotografías y editaron las cintas grabadas, lo imprescindible para mostrar una secuencia coherente que Margaret pudiera enseñarle a Roberto Gianella. Necesitaba tanto la opinión de él como el veredicto implacable de las fotografías. Por experiencias, a veces amargas, sabía que de algunas que eran bellezas vistas en persona, no era posible conseguir una foto en la que no parecieran vulgares, y a la inversa, las que eran de lo más corriente en persona, pero eran perfectas vistas en fotografía. Les gusta mucho, le dijeron, refiriéndose a las cámaras, en la jerga fácil en que se entendían.

 

 

Por la tarde, halagada y desconcertada, Alejandra había decidido no darle más vueltas al asunto. No se veía en un papel que no cabía en sus planes y que le supondría adentrarse en un mundo que lejos de cautivarla le parecía frívolo y pueril. Imaginar que su foto en un cartel o en una revista pudiera ser del interés de alguien le daba risa.

Alberto, que por su trabajo para las revistas de moda solía estar al cabo de cuanta cuchipanda se organizaba bajo las carpas de la bambolla, se llevó las manos a la cabeza. No por lo insólito del encuentro; no porque alguien pudiese salir corriendo detrás de Alejandra y pasarse un par de días buscándola, puesto que él mismo se había presentado a ella siguiendo ese impulso la primera vez que la vio, y le parecía lo más natural del mundo; ni siquiera porque Alejandra hubiera podido vivir sin saber nada de un fregado del que, sobre todo en aquella ciudad, era imposible ir de una esquina a la otra sin tropezarse con él; sino por lo descabellado de que lo rechazara de plano sin haber hablado siquiera de ello.

—Tú estás loca o tonta —le dijo Natalia, todavía encandilada por Margaret y que parecía haberse tomado como una ofensa personal la negativa de Alejandra—. Se presenta la oportunidad de tu vida y la rechazas sin dar tiempo ni para pensarla.

—No he trabajado tanto para meterme en esto —explicaba Alejandra—. Es un mundo que no me gusta. No me veo en él.

—Lo que tú tienes es que te jode que siempre vengan a buscarte porque eres guapa. Pero esta señora ha venido de frente, con algo serio.

—Para empezar, yo no me veo tan guapa. Soy un poco más agraciada que algunas. Pero eso cierra más puertas de las que abre. Una se encuentra el camino lleno de trabas que otras no tienen. Me han acosado de frente y por los lados, tanto compañeros como profesores; cuando han visto que no tenían nada que sacar, me han odiado o me han hecho la puñeta. Por la envidia me he encontrado con la inquina de gente que ni siquiera conocía. Por eso nuestra pandilla es mi único círculo, y por eso me aferro a una idea que mi marido siempre repite: estudia, trabaja, practica y terminarás venciendo. Es lo único que he hecho, estudiar y trabajar para conseguir mi propósito y largarme lo antes posible a casa. Lo siento, pero lo que me propone esta señora no está en mis planes.

—Lo de esta señora no tiene nada que ver con lo otro —intervino Alberto—. Es un negocio, nada más.

—Tal vez no tenga nada que ver. Pero me pone el dedo en una herida que sangra demasiado.

—¿Qué hay de ofensivo en hacerle a una mujer una oferta de trabajo por el hecho de que sea guapa? ¿Es que no buscan también actores feos para algunos anuncios? ¿No piden enanos, viejos, niños o tuertos? ¿Qué debería hacer Harrison Ford si le ofrecen un papel de galán? ¿Ofenderse? Tienes las cualidades que tienes, Alejandra. Si quieres decir no, di que no, pero, por favor, que no sea por un prejuicio.

—No es por un prejuicio, es porque mis planes son otros. Y porque además me daría miedo fracasar.

—Son excusas, Alejandra. Tú ahora sólo estás deseando irte con él. Que eres guapísima salta a la vista de cualquiera. Pero estás en Nueva York, en Estados Unidos de América. Aquí no importa sino triunfar en lo que sea. En esta ciudad debe de haber miles de chicas como tú, de cualquier raza que puedas imaginar, y todas estarán deseando una oportunidad así. Cualquiera la aceptaría con los ojos cerrados, aunque sea pensando que después podrá dedicar el resto de su vida a mirar las nubes. Tú vas allí y haces las pruebas; que te gusta, te quedas, que no te gusta, te vas. Por alguna razón, ellos buscan a alguien que no tenga ni idea, de manera que el miedo a fracasar queda descartado. Si por último encuentras alguna razón para mandarlo al cuerno, nada será más fácil. Y ese marido tuyo, que tanto nos duele a los dos, me dará la razón. Estoy seguro de que si le pides que venga —dijo cogiendo el teléfono—, tardará en llegar aquí lo que tarde el avión en traerlo. Llámalo.

Se dio por vencida en los argumentos, pero no en la cuestión principal. Lo habló con Margaret al día siguiente y le explicó cuáles eran sus planes. Deseaba continuar con los estudios, encontrar algo relacionado con ellos, pero le dijo también que estaba cansada, que echaba de menos la isla, la casa del Estero, la de Hoya Bermeja, y se calló cuánto lo echaba de menos a él, pero Margaret entendió que había un hombre y fue certera:

—¿Lo quieres mucho? —preguntó muy seria.

Alejandra asintió en silencio. Necesitó tragar saliva y a duras penas se contuvo.

—Es mi marido —consiguió decir, y una raya, que no pasó desapercibida, le atravesó los ojos.

—¿Es el del retrato?

—Es él —confirmó Alejandra.

—Ahora sí entiendo —dijo Margaret—. Si decidieras quedarte, sólo te ocupará poco más de un año. Después podrás correr a su lado, y llevarás la valija tan cargada que no te arrepentirás.

Margaret la comprendía muy bien. Una sola vez en su vida ella también había corrido detrás de una quimera de amor. Conoció a su marido delante de la Sagrada Familia, cuando él realizaba un documental sobre Gaudí y ella golpeó por accidente una pata del trípode de la cámara y le estropeó una toma. En su casa estaban seguros de que ella terminaría siendo una solterona, incluso ella lo pensaba, porque con algo más de treinta nunca se había interesado por un hombre. Sin embargo, la noche en que se despidió del que habría de ser su marido, vivió con él un atropello de caricias y besos, que no pasó a mayores pero que la cambió. Apenas tardó una semana en disponer de los ahorros, hacer las maletas y presentarse en una casa de Springdale a terminar lo que habían dejado sin acabar en un portal sin luz del barrio Gótico de Barcelona.

—¿Te importaría hacerme un favor personal, Alejandra?

—Por supuesto que no me importará.

—Me gustaría que conocieras a Roberto Gianella. Para que sepa que he intentado convencerte. Te llevará apenas un par de horas, pero me ayudará mucho en lo profesional.

—¿No insistirá?

—Seguro que lo hará. Pero tú pareces saber bien lo que quieres.

—Iré a conocerlo por ti, Margarita, pero eso será todo.

 

 

Roberto Gianella aguardaba con ansia la entrevista desde que viera las fotografías y la cinta que Margaret le envió al despacho, y tenía en el escritorio el currículo que Alejandra había entregado en las oficinas de su empresa. Un taxi las dejó frente al edificio y a la hora exacta cruzaron el umbral del despacho. Roberto Gianella las esperaba de pie y la mirada se le iluminó en cuanto vio a Alejandra. Al verla evocó a las mujeres de su tierra y entonces reparó en el apellido y lo comprendió. El azar quiso que corriera sangre italiana por las venas de Alejandra y que su apellido también tuviera origen italiano, a pesar de que hubiese llegado por otro camino distinto al de la sangre. Ahora un italiano viejo ponía en ella sus esperanzas. Roberto lo intentó en su idioma y se llevó la sorpresa de que ella no sólo entendió, sino que le respondió, también en italiano, con dificultad pero de manera inteligible, que su estancia en Roma había sido de quince días y que sus conocimientos no le alcanzaban sino para decir hola y adiós y entender alguna frase suelta.

Sin preámbulos entró en la cuestión que le interesaba. Reprodujo un vídeo con un reportaje de la empresa, deteniendo la imagen para hacer comentarios, demostrando conocer los pormenores de su organización y hasta parecía que a cada una de las personas que trabajaban en ella, con nombres y detalles personales. El recorrido fue amplio y se detuvo más en las personas, desde especialistas en los laboratorios, los mercadotécnicos y el personal de administración en las oficinas y personal de manufactura y técnicos en las fábricas. De una mujer dijo que era una de las mejores bioquímicas del país y que se llamaba Elizabeth, de otra señora, muy entrada en carnes, dijo que se llamaba Dora y que su trabajo consistía en supervisar la esterilización en la planta de envasado.

—Yo sólo soy el que tiene la suerte de contar con esas personas —dijo, apagando el televisor—. Y Elizabeth, Dora y yo estamos en un pequeño lío y necesitamos que alguien nos ayude. Estoy seguro de que usted podría brindarnos esa ayuda. Mi pregunta es qué podría hacer para que usted se sintiera cómoda con nosotros y reconsidere su negativa.

Ponerle nombre propio y de personas concretas a sus razones era una argucia evidente del hombre astuto que era, por encima de lo demás, Roberto Gianella, pero se habría quedado sólo en astucia si él no lo hubiera acompañado de sinceridad. Tras la franqueza de las palabras, la sencillez de las maneras y la calidez del trato, Alejandra vio la enorme calidad humana de Roberto Gianella, que explicaba el afecto y el respeto indudables que los suyos le prodigaban casi con veneración.

—He hablado con Margaret sobre esto, Roberto. Me halaga que ella y usted me pidan esa ayuda, pero debo decirle que no tengo experiencia ni siquiera en otros trabajos y temería no hacerlo bien. No sabría qué hacer al encontrarme con alguna dificultad o algo que me desagradara. En realidad, tendría miedo a defraudarlos.

Le manifestó sus reticencias con la misma sencillez, la misma franqueza y el mismo tono de afecto que él empleaba.

—¡Ah, niña! Entonces ¡su miedo y el mío son el mismo miedo! —exclamó Roberto, cogiéndole una mano y estrechándola entre las suyas—. Eso quiere decir que tal vez podríamos superarlo juntos. Su sinceridad ha conseguido que yo deje de sentir la mitad de mi miedo. ¿Cómo podemos hacer para ayudarla a superar el suyo? Con su actitud y la experiencia de Margaret, estoy seguro de que podríamos encontrar la manera de hacerlo a su gusto.

—Además, ella me ha contado lo que pasaron las chicas que buscaban esta oportunidad. Yo me sentiría culpable de quitarles las ilusiones sin haberlo ganado. Le agradezco mucho sus palabras, Roberto, pero mi negativa es firme.

 

 

Dos días empleó en terminar de meter bártulos en cajas para el traslado y en preparar el equipaje para el viaje. Tenía los billetes de avión en el bolso, con la salida cerrada. Cenó con los amigos en el apartamento que era, en teoría, de Alberto, pero que parecía la casa de los padres de todos y cada uno. Dentro de la congoja, intentaban que la reunión fuese alegre. Alejandra les prometía estar de visita en un par de meses, para retirar el lienzo depositado en la galería y pasar algunas semanas con ellos, y que ni siquiera pensaba en abandonar el apartamento. Todos la querían, pero Gilbert la adoraba desde el día en que ella se sentó cerca de él en los escalones para hacerle compañía, y era el que más sufría y menos lo ocultaba. Pablo, escondido en el trasfondo de su misterioso carácter, reía alegre, pero era el que más se reconcomía. En un instante, se puso en pie, dijo «perdón» y abandonó la reunión sin decir adiós.

La tarde del día siguiente, víspera del viaje, Alejandra hizo una última visita a la galería. Atendía a algunos alumnos y profesores, cuando observó un movimiento inusual del personal de seguridad. Pensó que se trataba de una autoridad, pero era Roberto Gianella, más informal, distinguido como era pero vestido sin el rigor del despacho. Ella se alegró de verlo, y él de que ella estuviera allí y de poder presentarla a su esposa.

Los negocios habían quedado cerrados en la entrevista anterior. Roberto no cometió la imprudencia de insistir, aprovechando la casualidad de encontrarla, pero agradeció como un gesto de aprecio personal que ella se prestara a servirles de guía en la exposición. Antonia, la esposa de Roberto, quedó cautivada por Alejandra. Quiso dar otra vuelta y dejó a Roberto a solas con ella, sentados frente al lienzo que exponía, que Alejandra les mostró en último lugar.

—Es una obra de mucha madurez para alguien tan joven. ¿Quién le sirvió de modelo? —preguntó Roberto.

—Es mi marido, pero tuve que hacerlo de memoria y con fotos.

—Imagino que la razón de marcharse tan deprisa es para verlo.

—Hace más de dos años que no lo veo. Está muy ocupado con sus negocios.

—¿A qué se dedica?

—Agricultura, un poco de ganadería y la explotación de un curso de agua subterránea. Tiene una finca muy grande, con muchos trabajadores. Es mucha responsabilidad.

Ella dejó la mente volar. Calculaba que en menos de cuarenta y ocho horas estaría con él. Regresaba con su prueba cumplida. ¿Por qué sentía tanto miedo y tanta incertidumbre?

Roberto, también ausente, meditaba otro problema. Por supuesto, el trabajo de Margaret con la chica que servía de señuelo se había filtrado a los accionistas. Los que estaban detrás de hacer bajar los activos de la compañía habían corrido la voz de que el resultado final del arriesgado plan de Roberto terminaría en fracaso. Las ratas abandonaban el barco y los que intentaban hacerse con el mando ni siquiera necesitaban comprar las acciones a precio de saldo. Lo hacían el propio Roberto y sus allegados más fieles. Si todo fracasaba, no sólo habría perdido la empresa, sino los bienes personales.

—¡Perderé la empresa! —le dijo a Alejandra, sin mirarla, casi en un susurro.

Alejandra, sorprendida, detuvo en él la mirada, muy seria, esperando una aclaración.

—Quieren nombrar a otro presidente. Alguien que sirva de marioneta y les permita venderla a los competidores. Cerrarán los laboratorios, las plantas de producción y las oficinas. Despedirán a toda la plantilla. Los accionistas que siguen confiando en mí lo perderán todo.

Alejandra lo miró conmovida, pero no añadió nada. Volvieron al silencio. Ella le cogió la mano y Roberto lo agradeció con una sonrisa. Al despedirse, cuando Antonia regresó de su segunda ronda por la exposición, Roberto le dio la mano, pero ella se acercó, rompiendo todas las normas, para besarlo en la mejilla.

—Seguro que usted encontrará la solución —le dijo al oído—. Ya verá que Margaret le conseguirá una chica mejor que yo.

Roberto volvió a agradecerle el gesto y la valentía de hacerlo.

 

 

Llegó al apartamento temprano. Quería estar descansada para el viaje. Tenía que hacer la última limpieza y preparar la última maleta. Cuando abría la puerta, encontró un sobre blanco en el suelo, sin membrete ni dirección. Estaba abierto y contenía cuatro fotos. Nada más ver la primera de ellas, las lágrimas manaron como nunca lo habían hecho en su vida.

En las cuatro fotos se veía a una pareja. De noche, Arturo casi de espaldas, una mujer joven de frente. Ella era muy guapa y hubiera jurado que la mirada era la de una mujer enamorada. En otra foto él la abrazaba. No se veía si se besaban, pero en la última foto, estaba la mujer sola y seguro que lloraba.

Dejó las fotos sobre la mesa y lloró con amargura durante horas. Ahora encontraba una explicación. Cómo podía pensar que un hombre joven y atractivo como era su marido estuviera sin una mujer durante tantos años, si cualquiera de las que lo rodeaba se habría ido con él sin pensarlo, para lo que a él se le antojara y donde hubiera querido llevarla. Qué tonta era al intentar dilucidar el conflicto más importante de su vida, obstinada en no querer mirar a la realidad.

Comenzó a deshacer el equipaje, a planchar la ropa y colocarla en su sitio, desconsolada, sin parar de llorar.

De madrugada, le costó marcar el número y la línea tardó en dar la señal, pero sonó dos veces cuando al otro lado levantaron el auricular. «Allí es demasiado temprano y ha cogido el teléfono muy pronto. Otra vez ha pasado la noche en blanco.» Lo pensaba mientras contenía su dolor para decir las trivialidades de las que ambos se habían acostumbrado a hablar.

—¿Cómo estás?

—Yo estoy bien. ¿Y tú?

—Yo también. Perdóname por llamar tan tarde, nunca me acuerdo de que para ti es de madrugada.

—Ya me arreglaba para ir al trabajo. ¿Ha pasado algo, Alejandra? ¿De verdad que estás bien?

—Me ofrecen un trabajo. Es mucha responsabilidad, y no sé qué hacer.

Ni siquiera llegó a enterarse bien de qué se trataba y la animaba a aceptarlo.

—De no hacerlo —le dijo—, pasarás la vida lamentándote. Al mirar atrás, el error que más duele es el de haber dejado algo por hacer. Pero es tuya la decisión. Nadie puede ponerse tu piel.

—Tengo miedo de no hacerlo bien.

—No debes tenerlo. Nunca te he visto fracasar en nada de lo que has hecho. Anímate. Iré si necesitas que esté contigo.

No podía creer que hubiera otra. ¿Por qué se ofrecía a venir de inmediato? ¿Para decirle que todo se había terminado o de verdad había esperanza en aquellas palabras? Cuanto más dependiente de él se mostrara, más se alejaba de la solución que ella deseaba. Habría dado lo que fuera por poder decirle que acudiera junto a ella, por poder decirle cuánto lo estaba echando de menos y cuánto lo necesitaba. Lo sintió hondo, monosilábico y lejano. Tan lejano como si habitara en otro mundo, no sólo remoto en la distancia sino también remoto en el tiempo, un mundo que se hundía en la ciénaga de un pasado, doscientos, trescientos o mil años atrás. Seguro que amando a otra.

 

 

En aquella misma ciudad, cerca de donde ella estaba, y con la edad aproximada que ella tenía en ese momento, su marido había encontrado la manera de no regresar con las manos vacías. Ella también lo haría. Regresaría no sólo hecha una mujer y con sus objetivos alcanzados, sino también independiente de él en lo económico, para hablarle cara a cara.

A una hora cualquiera del día siguiente, llamó a Margaret.

—Margarita, quiero ver a Roberto Gianella. ¿Podrías quedar con él para mañana?

—Por supuesto que sí. Se pondrá muy contento. —Y se detuvo un instante antes de preguntar—: ¿Te ha pasado algo, Alejandra?

—Estoy bien. Gracias por tu interés, Margarita. Es que he cambiado mis planes.

Como era costumbre en él, Roberto las esperó de pie, en medio del amplio despacho.

Alejandra se dirigió a él, sin haber tomado asiento.

—Aceptaré su proposición de trabajo, Roberto, pero pondré algunas condiciones. Le daré un año. Nada más. Aprenderé a hacer lo que las chicas de Margaret hicieron y quiero que usted lo vea, en las mismas condiciones que a ellas. Si no estoy a la altura o al fin resulta que no soy la que les conviene, me iré a casa, sin decepción ni amargura, y quedaremos como amigos. Si piensa que podré cumplir el trabajo, seguiremos hablando, pero ni usted ni yo tendremos nada que reprocharnos. Si seguimos adelante, nunca vestiré pieles de animales, ni usaré ningún objeto que ponga en peligro sus vidas o el medio donde viven. Tendré la última palabra si el resultado de alguna imagen no me satisface.

Roberto la miró, primero muy serio, después cruzó los brazos y dulcificó su expresión con una sonrisa leve y tierna a la vez. A continuación mostró las manos abiertas, complacido, con orgullo y agradecimiento.

 

* * *

 

Mientras Margaret preparaba las pruebas de Alejandra, Roberto Gianella, seguro ya del éxito de sus planes, dio el golpe que sus enemigos no esperaban. Filtró que había descontento por los resultados de la campaña de nueva imagen que iban a presentar con tanto boato publicitario. Las acciones ya bajas, cayeron más. Para resarcir la pérdida, muchos de los accionistas que vendían jugaban a la baja, es decir, para ganar si aún caían más. Entonces un misterioso inversor hizo una oferta a precio de saldo y en unas horas se quedó con un paquete enorme de acciones. El inversor actuaba en nombre del propio Roberto y algunos de sus incondicionales. Corrió el riesgo de que el enemigo que presionaba desde fuera se adelantara, pero acertó en suponer que esperaba la debacle final, porque no imaginaba que él pudiera disponer de una carta que le daría la vuelta a la partida.

Era una cuestión de finanzas, ajena por completo a los consumidores, que en el último año habían dado su bendición a la estrategia publicitaria ideada por Roberto. La partida que debía jugarse a otra única carta era la de no defraudar las enormes expectativas que habían provocado. Llevaban un retraso de meses sobre el calendario, daban por perdidos los preciosos meses del otoño, pero si apuraban el paso podrían llegar con lo mínimo para presentar la nueva campaña en los preliminares de la Navidad, todavía a tiempo de arañar un poco del mercado.

En la presentación al consejo que debía dar la aprobación, delante de cada miembro, había una carpeta con fotos de la joven que Roberto utilizaba como señuelo. Fotos enormes de ella en atriles dispuestos en puntos estratégicos de la sala, y en una pantalla se proyectaban los anuncios. Eran simples, desvaídos y sin gracia. El ambiente entre los consejeros era de insatisfacción cuando Roberto tomó la palabra.

—Acabamos de superar la más terrible tormenta en la ya larga historia de esta empresa y evitado su seguro naufragio. Justo cuando ganábamos cuota real de mercado a nuestros competidores, algunos se perdieron por la codicia y a otros les entró el pánico. Ahora se han recuperado los activos, el valor de las acciones es un poco menor que cuando empezó la batalla. En la parte positiva, las ventas ya superan a las de todo el ejercicio pasado. Nos queda pendiente una reestructuración a fondo del consejo, pero hoy estamos aquí para dar la aprobación a la campaña, que se ha retrasado algunos meses por los inconvenientes que no debiéramos haber tenido.

Hizo una pausa para mirar al pequeño auditorio. Escuchaban con atención, sin alegría.

—Hemos conseguido que el mercado nos preste atención, ahora debemos cumplir nuestra promesa. Ofrecer ese cambio completo de la marca mostrado en campañas anteriores. Todo será nuevo: el fondo musical, el estilo, el color y el mensaje, con esa cara nueva que el público desea que mostremos. Está todo preparado. Tanto las revistas como la radio y la televisión tienen una buena reserva de espacios para nuestra publicidad, por lo que es de esperar que nos den su beneplácito. Nos falta cumplir lo prometido a los seguidores del concurso que la agencia de la señora Stoddard organizó para nosotros. Durante el próximo año tendremos que acudir a las ciudades más importantes, para agradecerles con nuestra presencia la atención que las participantes nos prestaron. Supongo que han visto ustedes las fotografías y la película de presentación, y los creo al tanto del plan presupuestario para llevar a cabo el reto que nos espera.

Tomó agua, hizo otra pausa para mirar al desalentado auditorio y continuó:

—Por último, aprovecho para dar mi gratitud a los miembros del consejo que me dieron su aliento a pesar de que se veían en el trance de perder hasta la camisa. Pero debo hacerlo diciéndoles que tuve que hacer una pequeña trampa, mentirles un poquito para capear el huracán. Es decir, me falta confesarles la verdad.

Hizo una pausa teatral antes de continuar.

—La verdad es que yo tampoco estoy contento con esta imagen nueva que les estoy presentando.

Todos aguardaron con atención a lo que Roberto les iba a desvelar. Esperaban que reanudara el discurso, que diera explicaciones, pero hizo lo contrario. Hizo preguntas.

—¿Verdad que ustedes también creen que esta campaña será un desastre? —inquirió, provocando el desconcierto—. ¿Verdad que no les parece que ese estilo sea tan renovador ni tan refrescante? Díganlo conmigo en voz alta: ¡no está a nuestra altura!

Se miraron unos a otros, muchos asintieron, se oyeron comentarios, creció el rumor.

Entonces Roberto hizo una seña. Su hija, vicepresidente de publicidad, se puso a su lado, algunas azafatas entraron y tomaron posición junto a los atriles.

Con otra seña, la iluminación, un poco mortecina, se hizo más brillante; la película que se mostraba dio lugar a otra distinta: sobre el fondo de una hermosa melodía, los espacios grises, a falta de la mujer del tema central del año anterior, se iluminaban y llenaban de color al paso de unas piernas preciosas; la imagen se fundía, revelando el secreto rostro que guardaba Roberto; los auxiliares quitaron la primera foto de los atriles y dejaron ver la de una joven distinta, mientras otras azafatas cambiaban en la mesa las carpetas de fotos dispuestas para los consejeros.

—Se llama Alejandra, tiene veintidós años, es española, estudiante de Bellas Artes, una pintora excelente, y es el premio que nos merecemos por haber confiado en nosotros mismos.

Puestos en pie, felices como niños abriendo sus regalos, los miembros del consejo le dedicaron a Roberto Gianella un aplauso atronador.

 

 

Fue la bajada de batuta que arrancó la campaña. Alejandra, requerida por todos al tiempo, cumplió mejor de lo que ella misma imaginó que podría hacerlo. Roberto Gianella, desde la tramoya, intentaba darle confianza, ocultando que tras el semblante de distinguida y serena firmeza estaba tan nervioso y con tanto fragor de tripas como un adolescente en la primera cita. Los medios los distinguieron con notas en las portadas y hasta algún pequeño titular, favorables siempre, con el criterio compartido de que tanta espera había merecido la pena. La bolsa dio la bendición con una subida espectacular del precio de los títulos de la compañía.

La avalancha esperada en las revistas y periódicos del mundillo de la moda estaba asegurada. En su mayoría siguieron la línea de los medios de mayor prestigio, aunque como sabían entre ellos aguardaban muchos con las armas dispuestas para la carnicería: que si extranjera, que si baja para ser modelo, que si española, que si enchufada, que por qué no una negra, que si italiana, que si demasiado niña, que si hablaba con acento, que si no respondía más que a las preguntas que le daba la gana, que si no hablaba más que de lo que le habían escrito, que si inexperta, que si estirada por no aceptar invitaciones, que si cobarde por no atreverse a ir al plató (al de ellos, claro) a dar la cara.

Un murmullo de unos días, que en la mayoría de los casos ni siquiera llegó a los oídos de Alejandra, cubierta por el impenetrable manto de protección que Roberto había dispuesto. Antes de la firma del acuerdo, sin que ella lo supiera, una simple llamada telefónica lo puso en marcha. Delante del edificio donde vivía, un equipo de varias personas comenzó los turnos de una guardia tan disimulada y bien practicada que nadie, ni siquiera ella, lo advirtió. Porque lo que nadie le había dicho a Alejandra era que, siendo el colofón que culminaba un plan tan arriesgado, todas las bofetadas que a Roberto Gianella le quisieran dar, intentarían dárselas en la cara de ella. Ése era el riesgo que ambos deberían correr, pero él no estaba dispuesto a consentir que el de ella fuera ni un ápice mayor, como tampoco podía permitir que los intereses de los trabajadores y colaboradores de su organización, ni de sus accionistas, se vieran perjudicados por una inoportuna salida de tono de una persona joven y todavía inexperta.

El mismo día de la firma de los papeles, la trasladaron a un apartamento de la compañía donde el equipo de seguridad tendría menos dificultades para hacerse cargo de la protección.

El requisito era impuesto por las compañías de seguros, pero también por la prudencia. Los riesgos eran enormes. Desde los inoportunos o molestos a los peligrosos de verdad, entre los que el que más preocupaba no era el consabido de lo que algunos estarían intentando, ni lo que podrían esperar o temer de otros, sino aquel que ni siquiera llegaban a imaginar. La nube de paparazzi que revoloteaban en las inmediaciones de la compañía intentando conseguir un reportaje cuya cotización alcanzaba cifras que mareaban, los molestos pesados de costumbre, los locos con deseos de hacerse notar, la gente de toda índole que intentaría involucrarla en un sinfín de iniciativas, desde las loables a las descabelladas. Sólo para contener semejante oleaje se hacía imprescindible el dique interpuesto frente a ella, aunque lo que preocupaba no era nada de lo previsible y probable, sino de lo que siendo improbable podía suceder: el loco de verdad dispuesto a hacer daño auténtico, el crimen profesional para utilizarla como medio de extorsión a la compañía o cualquier otra que ni se les pasara por la imaginación.

Como un buen prestidigitador, Roberto Gianella había puesto en escena un truco que era muy simple. Llamaba la atención sobre su compañía, con su marca y sus productos, escondiéndose un poco primero, haciéndose de rogar un poquitín en el redoble de los tambores. Todos atentos a él. En el acorde final, con las trompas y los violines resonando en la apoteosis triunfal, se mostraría con una cara nueva. La de una joven, de ser posible de clase media, que se dedicara a una actividad profesional o, en su defecto, que estuviera formándose para ella, moderna, de una nueva generación, pero que en el trasiego no hubiera perdido su feminidad. Podría ser un chasco espantoso de no llevarse a cabo con comedimiento y elegancia, lo que era la razón de tantas cautelas.

Desde el principio supo que no se debía intentar llegar ni un milímetro más allá de lo que la persona que pusiera ese rostro pudiera dar; sin embargo, Alejandra le entregaba con creces más de lo que llegó a soñar. Era tiempo, por tanto, de mostrarla sin recato, llevarla, incluso de su brazo, a que luciera el tipo, a presumir de ella, a dejar que se le aproximaran y la vieran de cerca, que le preguntaran y ella les respondiera. Cuando la hubiesen visto lo suficiente, con los símbolos y el nombre de su marca a un lado, debajo o detrás de ella, haría que cesara el vendaval, que él había creado y alimentaba, y que a su paso habría arrasado el estigma de ocaso y postrimerías que tanto pesaba sobre ellos.

Así, estaba obligado a ser el protector atento que fue, comportarse como un padre o, según él decía, como un abuelo.

Fue él mismo quien se puso ese título para salir de un pequeño lío. Se la presentaba a un senador, que le pareció que a Roberto se le caía la baba con ella, y le preguntó si eran familia.

—No, no somos familia, pero yo la quiero como a una hija —dijo Roberto.

Y nada más decirlo se dio cuenta de que acababa de meter la pata, pues unos días atrás el senador había tenido un disgusto tremendo con una hija, que para denunciar una ley que él acababa de presentar en el Senado, organizó un escándalo delante de la Casa Blanca, manifestándose tan en cueros como una recién nacida.

Roberto rectificó enseguida y dijo:

—Discúlpeme, la quiero más que si fuera una hija, la quiero como a una nieta.

Salvó el escollo con gracia y todos rieron, pero Alejandra se dejó llevar por el impulso y le devolvió el afecto cogiéndolo del brazo y haciendo un gesto de cariño. De esa manera quedó rubricado el punto de sincera complicidad entre ambos, que por extensión alcanzó a Antonia, la mujer de Roberto, y desde ellos hacia abajo, a la familia y a la compañía. Aunque por respeto al papel que ambos interpretaban, el afecto quedara limitado al ámbito doméstico, en las proximidades lo intuían y nadie hubiera osado alzar la voz o dejar escapar un comentario malévolo sobre ella sin que Roberto pidiera explicaciones.

 

 

Margaret Stoddard, Margarita para Alejandra, pensaba haber llegado con ella a la culminación de su carrera. Mejoró mucho las condiciones del contrato que la compañía ofrecía a la que ya era su pupila, un diamante al que ella le sacó hasta el último resplandor. No sólo la preparó para que fuera capaz de estar a la altura profesional que se le exigiría, sino que dio los instrumentos para estar prevenida y defenderse de la muchedumbre de tiburones que pronto estrecharían en torno a ella un círculo de asedio implacable.

Margaret, reconocida en su mundo por la dureza, no le dio concesiones en lo profesional y le exigía más que a ninguna de sus alumnas, pero se deshacía por ella en lo personal. El coraje con el que Alejandra se enfrentaba a la vida le hacía recordar a ella misma, treinta años más joven. La manera en que la vio meterse nada menos que a un hombre como Roberto Gianella en el bolsillo, como un puñado de calderilla, le hizo admirarla. La forma en que la vio emocionarse al hablar del marido ausente, le hizo quererla. El valor y la inteligencia que necesitaba para enfrentarse a todo lo que de nuevo descubría día a día, le hacían respetarla.