Aquel año el viaje fue difícil desde el principio. Le costó tomar la decisión de emprenderlo y estuvo a punto de cancelarlo en el último momento. Sin las excusas del año anterior, creía que en esta ocasión era obligado hacerlo. En la isla nadie conocía la peripecia vital y profesional de Alejandra, excepto él y a través suyo los más allegados, en la casa de Candelaria y la de Alfonso Santos. Lo callaba y les pedía a ellos que lo callaran para evitar el incordio de vivir con un periodista pisándole los talones. De vez en cuando se detenía en el aeropuerto para comprar las revistas de Estados Unidos, en las que cada vez era más fácil encontrarla, y no sólo en los anuncios, sino en las páginas de cotilleos. A veces, en el intermedio de los noticieros, la descubría en un anuncio, bellísima pero con tanta utilería, tanto apaño y maquillaje, que no parecía ella, por lo que no era de extrañar que nadie allí la hubiera reconocido.
En uno de los semanarios que consideraba más serios, apareció ocupando la portada: «Alexandra: América rendida», decía el titular bajo una foto en la que sí parecía ella. La historia que relataba era somera y exacta. La joven que llega a Nueva York para estudiar arte, a la que una publicista persigue por la calle, que en un año cumple un cometido muy complicado y que termina disputada por las agencias de moda y publicidad, y rechazando propuestas de algunos productores de cine. La mala noticia era para él y estaba al final del artículo, en la forma de una pregunta sobre el creciente rumor de los amoríos con un actor, postulado por sí mismo como el galán plenipotenciario en los estudios de Hollywood. «Es algo muy personal», era la respuesta concisa, que sin otro comentario cerraba el capítulo de las preguntas.
Volvían a mencionarla en la misma revista, en las páginas finales destinadas al confeti de cotilleos, en un pie de foto del famoso con el que le adjudicaban el amorío. Salía del hotel donde decían que se alojaba la comitiva de Alejandra, con aspecto de haber pasado una noche revuelta, desaliñado, sin afeitar y vistiendo todavía el traje de fiesta. El rumor era que anunciarían planes de boda en cuanto ella terminara sus compromisos.
Conociendo a Alejandra se le hacía difícil creer lo que estaba impreso, no sólo porque era impensable que ella hubiera llegado a tanto sin habérselo hecho saber, sino por la naturaleza del personaje. Lo más patente de él era su índole de tarambana, de la que no era fácil saber si la utilizaba como decorado y él mismo la cacareaba más de lo que era o, por el contrario, que no encontraba manera de evitar que saliera a la luz. Acababa de cumplir los cuarenta, era pretencioso y calavera, amante del lujo, de los coches caros y de organizar en su casa fiestas estruendosas y algazaras épicas, con el solo propósito de aparecer en las revistas rodeado de las celebridades de la pantalla. Durante la adolescencia interpretó un papel, nada más que correcto, en un serial de televisión y pasó al cine protagonizando una película de gran presupuesto, en la que sólo por talento del director consiguió hacer el único trabajo destacable de su carrera. Había intentado serlo todo en la pantalla y en todo resultó mediocre. Para la comedia carecía de vis cómica y le faltaba espontaneidad; su carita de repelente niño de papá le quitaba intensidad para el drama; pese a las horas de ejercicio diario con las mancuernas, su naturaleza pícnica lo dejaba en ridículo cuando intentaba hacer de héroe con músculos. Por lo demás, lo que ganaba como productor en proyectos ajenos, que sí hacía con acierto, lo dilapidaba en las producciones propias, en cuyos papeles de estrella no había llegado a dar la talla a pesar de que se los escribían a medida.
Arturo no daba crédito a cotorreos de revistas, pero sí sentía, desde que ella comenzó con la aventura de la publicidad, que se alejaba de él. No lo cogía por sorpresa; ardiendo en la fiebre de los celos, se preparaba para ello, seguro de que bastarían unos meses lejos de él, de la casa, de la isla, de su influencia, para que ella encontrara lo que fuera capaz de romper el vínculo que la unía a él. No era la niña que lo necesitaba, sino una mujer con sus intereses y compromisos, con su dinero, sus inquietudes y deseos, en definitiva, con su vida propia. Cuando ella decidió marchar, estaba a punto de hablarle con la sinceridad que le debía. Tal vez ahora debiera repetir el intento, sin ocultarle nada más que aquello que de todas formas no tendría sentido decir.
No era algo que debiera abordar por teléfono, menos aún en el lastimero fangal que eran por último sus conversaciones, cada vez más infrecuentes y superficiales, porque Alejandra pasaba de puntillas en el capítulo de los planes sobre el futuro, en particular los que le afectaban a él.
Así que esta vez no necesitaba excusa para el viaje, acudiría a preguntarle si ella deseaba disponer ya, también en lo formal, de la libertad que siempre gozó en la práctica. Dicho con brutalidad, si quería romper el vínculo administrativo que la unía a él. Y creyó que ponerse delante de ella por sorpresa, sin aviso de su presencia, sería la mejor manera de saber cómo estaban las cosas.
Fue una mala idea y un viaje inoportuno que empezó mal y terminó peor. Ella le había dicho que no llegaría a Nueva York hasta el día de Acción de Gracias, pero que tendría una semana libre de compromisos. Escarmentado de ocasiones anteriores, no desconocía que serían fechas poco propicias para meterse en enredos de aviones, por lo que decidió hacer el viaje con unos días de anticipación. Desde mediados de noviembre, los controladores aéreos habrían levantado la veda del viajero indefenso y la única sorpresa que se esperaba sería la de comprobar mediante qué clase de artimañas, viejas o nuevas, tomarían sus rehenes en los preámbulos de la Navidad. De momento sólo les tocaba hacer un ensayo preliminar, desembotar cuchillos, engrasar la maquinaria con un amago de dificultades, una insinuación de fuerza, apenas unas gotas de insoportable chulería.
Lo pilló de lleno en Barajas, donde pasó dos días y tres noches de deambular, dormitar, leer y desesperar, antes de conseguir el vuelo que lo sacó de allí. A pesar de ello, no pudo echar una cabezada ni concentrarse en la lectura durante el trayecto, y llegó al hotel tan cansado que se estiró en la cama antes de deshacer el equipaje, y todavía sin quitarse la ropa ni descalzarse, se quedó dormido y no despertó hasta pasadas cinco horas. Le bastó ese descanso. Las seis y media de la mañana, reconfortado con una ducha y un café, sería la mejor hora para reencontrarse con una vieja y querida amiga, la ciudad que lo esperaba, tranquila y solitaria. Caminó despacio por las calles, ahora entrañables, sin recordar que en los momentos de mayor desesperanza, durante el tiempo del exilio, llegó a sentirlas como una prisión.
Roberto Gianella estaba metiendo en el cierre de la campaña hasta el último centavo del presupuesto, y la imagen de Alejandra emergía como una marea incontenible en las páginas de los semanarios, en vallas publicitarias, autobuses, furgonetas y escaparates, y él casi tuvo que sacudirse para no terminar de creer que era el protagonista de una película que rodara Orson Welles. Un quiosquero terminaba de colocar los paquetes de la prensa acabada de llegar. En los expositores, a ambos lados de las pilas de periódicos, la vio repetida muchas veces. Cogió un periódico y le dio un billete al hombre. Mientras esperaba el cambio la vio pasar en el cartel enorme de un autobús, y cuando terminó de pasar la vio de nuevo en el escaparate larguísimo, al otro lado de la calle, otra vez repetida en los relucientes cuerpos de plástico de diez maniquíes, vestidos de noche, de fiesta, con salto de cama, con esmoquin de mujer, con vaqueros, con abrigo, rubia como era, pero también morena y pelirroja, con el cabello rizado y la piel de las mujeres negras, o con la piel cobriza y la cabellera lacia y negra de las indias. Apenas unas decenas de metros más allá, volvió a encontrarla en el escaparate de una perfumería, esta vez en las diversas versiones de una muñeca que regalaban como reclamo para las ventas: de mujer vikinga, con un vestido de piel de ante, largo hasta los tobillos; de vaquera con su sombrero tejano, sus zahones y su lazo; de guerrera del futuro con su pistola láser; y la más notable, una muñeca de las abuelas, que movía los ojos al acostarla y que simulaba estar hecha de porcelana y tenía un precioso vestido de época. Tuvo la sensación de que Nueva York y él eran la misma cosa. Que la ciudad se había convertido en una metáfora de lo que era su vida desde que la conoció: un yermo gris sobre el que no existía otra cosa que ella, poblando los paisajes, habitando cualquier rincón en donde detuviera la mirada.
El ambiente, apresurado pero distendido y casi festivo del miércoles víspera del día de Acción de Gracias, lo invitaría a deambular sin rumbo fijo. Por la mañana visitó el despacho donde le atendían los asuntos legales para firmar documentos, y dedicó la tarde a dar un largo paseo y acercarse a la sala donde Alejandra exponía. La gente se apresuraba en hacer las compras de última hora y la ciudad se preparaba para el desfile multitudinario de la mañana siguiente.
En la puerta principal una ujier lo saludó como si lo conociera de toda la vida. Pensó que lo confundía con alguien, pero un grupo de personas también lo observaba sin apartar la mirada, desde la distancia, muy respetuosos aunque sin disimulo. Al llegar a la sala central entendió la causa. Sin sorpresa, descubrió que la única circunstancia de aquella pintura que ignoraba era al mismo tiempo la que más le concernía, puesto que él, sin saberlo ni imaginarlo, había servido de modelo. Le admiraba que ella hubiese sido capaz de conseguir un retrato tan fiel, con el apoyo único de algunas fotografías y la memoria. Que hubiese podido expresar el desgarro del alma en el momento más intenso de su vida, el de la despedida, significaba que había intuido con cuánto dolor se separó de ella.
Parecía como si a ella también le hubiera dolido el dolor de él. Pero no cambiaba las cosas. Nunca tuvo dudas de que lo quisiera, ni de que estuviera dispuesta a dejarlo todo por él. Lo que a él le impedía dar un paso era el recuerdo de la bolsa llena de billetes que entregó para tenerla. Lo que no podía aceptar era que ella sintiera que debía pagarlo con su cuerpo o con amor fingido, mucho menos por pena. Además, lo que figuraba en la tela se había pintado antes de la odisea en la que ella, con seguridad, habría cambiado. Ahora imaginaba, y creía tener razones para hacerlo, que ella estaría deseando su libertad.
Aún no sabía si habría llegado a la ciudad, por lo que no intentó la primera llamada hasta la tarde del día siguiente. Llamó antes al número del antiguo apartamento, donde nadie respondió. Al intentarlo en el otro número descubrió lo mucho que habían cambiado las cosas desde la visita clandestina del año anterior. No sólo por las cautelas que él se imponía para no irrumpir en su vida, sino por la dificultad del cambio horario y la agenda de la universidad, desde su llegada era ella quien telefoneaba. Por supuesto, él disponía del número de teléfono y las señas del nuevo apartamento, en el que ella pasaba los pocos y cortos intervalos de estancia en Nueva York. Lo que desconocía era que para verla debía superar la infranqueable barrera que habían interpuesto entre ella y el mundo. Lo atendió una desconocida a la que tras varias llamadas no pudo convencer de que él era el marido y no le dejó otra opción que la de personarse para aclararlo.
Delante del edificio una nube de fotógrafos y cámaras de televisión, que no relacionó con ella, apenas dejaban acercarse. Un vigilante lo detuvo unos minutos, otro lo acompañó hasta una puerta lateral, donde le indicó que hablara con una mujer, vestida de uniforme, que hacía las veces de recepcionista y a la que nada más oyó pronunciar unas palabras, supo que era la inexpugnable interlocutora con la que no consiguió entenderse por teléfono. Era más amable en persona y además del inglés hablaba perfecto español con acento puertorriqueño, pero no terminaba de creer que fuese el marido ni siquiera al ver las fotos que le mostró.
—Compréndalo, usted debe de ser el quinto marido que la llama esta tarde. De amigos o novios, no llevamos la cuenta —explicó la mujer—. Además, hoy nos han complicado las cosas.
En un pequeño televisor que nadie miraba, sentada en una ventana, Audrey Hepburn acariciaba una guitarra y cantaba «Moon River», mientras George Peppard la contemplaba enamorado desde otra ventana. La actriz y el actor, la canción y la película, la novela de Truman Capote que estaba detrás, eran de su preferencia.
—¿El lío es por ella? —preguntó mientras escribía una nota siguiendo las indicaciones de la mujer.
—Viene a verla ese novio que va detrás. Parece que la cosa va en serio —explicó, y algo debió de ver en la expresión de Arturo que le hizo creer que de verdad era el marido.
Él no terminó de escribir el mensaje, rompió el papel, devolvió el bolígrafo, se disculpó con la mujer y se marchó. Cuando salía dos gorilas de la puerta lo apartaron de un empellón para franquear la entrada a la comitiva del lustroso figurín que esperaban, y que era causa del tumulto. En persona le pareció más desabrido, más pretencioso y más intrascendente que en la pantalla.
Arturo se marchó cabizbajo pero agradeciendo haber estado a tiempo de remediar el desastre de presentarse en el momento más inoportuno, más penoso y violento posible, y del que hubiera tenido que marcharse a continuación avergonzado, si no humillado. Maldijo la mala ocurrencia que lo llevó a acudir allí sin aviso, y lo que era peor, la de haber hecho un viaje que no tenía objeto. En ese momento creyó entender que decirse que había ido a aclarar las cosas no era sino otra excusa. Como hiciera el año anterior, había ido sólo para verla un instante. Ahora también para descubrir si todavía él significaba algo para ella. Había ido a hacer el papel que de ninguna manera querría hacer jamás, el del marido sin nada que ofrecer, que va a implorar, aunque no fuera con las palabras, que regresara con él.
En el hotel, recogió el equipaje, liquidó la cuenta y pidió un taxi que lo llevara al aeropuerto. Se detuvo en la perfumería donde descubrió las muñecas y se hizo con tantos lotes de potingues como necesitaba para tener derecho a cada una de las cuatro versiones distintas. Cerca del aeropuerto volvió a pedirle al taxista que se detuviera junto a unos hombres que se preparaban para pegar un cartel en una de las vallas.
—¿Es ella? —preguntó señalando un grueso tubo de carbón.
—Todo es ella —respondió el hombre.
—¿Cuánto vale?
—No se puede vender.
—Tengo mil dólares —insistió Arturo enseñándole el fajo de billetes.
El hombre dudó, sólo un instante. Se guardó el dinero, sacó otro tubo de la furgoneta y subió a la escalera.
—Si preguntan, tendré que decir que me lo ha robado —advirtió—. Vaya con cuidado.
En lista de espera consiguió plaza en un vuelo para Lisboa, desde donde podría enlazar con Madrid.
* * *
Al regreso, dedicó un día a empapelar la pared libre del estudio con el cartel. En la vitrina de la librería, protegidas del polvo, dispuso las muñecas. A la que vestía de vikinga, le acortó el vestido un poco por encima de la rodilla y las mangas cerca del hombro, para transformarla en la princesa guanche de la leyenda, la que a él le gustaba pensar que fue abuela suya.
A continuación se tumbó en la piedra cubierto por una manta, para recordarla, observarla y sufrirla como cada día desde que la vio por primera vez. De ella sólo le quedaban los recuerdos, un diario con vergüenza de sí mismo, la pared con su rostro y el dolor enquistado de la ausencia. Siempre pensó que no podría amar a otra como la amaba a ella, pero que sería capaz de seguir adelante. Ahora pensaba que no era así. Que ella lo había invadido todo y que al marcharse no dejaba un espacio vacío, sino que se llevaba consigo el gigantesco trozo de alma que llegó a ocupar, y que en ese lugar quedaba la nada misma, gimiendo como un espantoso chirrido de dolor. El camino que tenía ante sí no conducía a ninguna parte. No sólo empezaba a sentirse cansado, sino que la realidad era que empezaba a no ser tan joven. La vida que le quedaba la presentía gélida y sombría, apurándolo a soltar las tan escasas y frágiles amarras que lo ataban al mundo.
* * *
De nuevo, lo que él creyó una evidencia era sólo un equívoco. Al contrario de lo que imaginó y que muchos creían, el episodio con el insólito pretendiente no era sino un descosido en la urdimbre impenetrable del servicio de seguridad que custodiaba a Alejandra. Al promotor de los rumores se lo habían presentado en Los Ángeles, durante un brindis, en los días previos a la gala de entrega de los Premios de la Academia de Cine, y él se las ingenió para salir junto a ella en tantas fotos como pudo y hacerle proposiciones que ella declinó.
Por el nombre y porque sabía cómo procurarse que hablaran de él, era muy difícil ponerlo en su sitio sin perjudicar la discreción que convenía a los intereses que Roberto Gianella le había confiado. Como con cualquiera de los que le salían al paso se mostraba atenta y evadía, con cordialidad y sin levantar revuelos, las proposiciones que a diario se le presentaban y que iban de las inocentes a las impertinentes y de las toscas a las groseras, con la completa gama de matices intermedios. Decir que estaba casada era un pretexto magnífico que solía bastar para que dejaran de atosigarla, pero aquél era un caradura tan engreído que daba por hecho que para doblegarla le bastaría con meterla en cualquiera de las jaranas que organizaba en su casa, deslumbrarla con la suntuosidad de la mansión, la obscena colección de coches de lujo, o la más notable, la rutilante colección de amistades de doscientos quilates.
Sus ensueños empezaban por el del disfrute en la cama de semejante quimera de juventud y belleza y pasaban por otro disfrute, para él no menos intenso, como sería la vanagloria de pavonearse con ella del brazo por los círculos de la farándula, pero no terminaban ahí. Hacía tiempo que en las páginas de la prensa especializada, le abrían más hueco los alborotos de su vida personal que los méritos en la pantalla y Alejandra Minéo estaba en la cresta de la ola, era bella, alegre y desenvuelta, la vida aún no le agriaba el carácter y en asuntos de amor parecía tan inocente como un corderito dispuesto para el degüello. Pero en el intento de explotar el aura que ella irradiaba en aquellos días, en beneficio de la que él fabricaba para sí mismo, se le enredaron los pies. Lo imaginaba fácil y se jactó de ello con los amigos.
Lejos de impresionarse por el ruido del personaje, Alejandra, acostumbrada a fijarse más en la persona que en la vestimenta, veía a un tipo desmañado e insolente, a veces soez, fatuo, superficial e insensato y, para la desgracia de él, le causaba tanto repelús como el hombre odioso que saqueó los tesoros de su padre y suministraba las botellas de veneno a su madre, el detestable Juan Perelo de la adolescencia. La nefasta imagen que tenía de él era la contradicción de que, empezando a ser un viejo verde, fuese todavía pueril e inmaduro.
El rechazo fue discreto y amable, pero los incondicionales a quienes él había hecho sus bravatas no desaprovecharon la oportunidad de pasarle una sabrosa cuenta de burlas y chacotas. Se lo tomó como un demérito de la hombría y volvió a intentarlo con más osadía.
—Lo hago por hacerte un favor —le dijo a ella donde todos lo oyeran—. Para que sepas lo que es un hombre.
Ella se acercó, hizo como que lo miraba con detenimiento, regresó sobre sus pasos, dio media vuelta y le habló, desde una distancia donde los demás la oyeran:
—Desde los quince años comparto la cama con un hombre de verdad. Tú no te pareces a él.
Fracasó con mayor estrépito, para colmo en público. Que una mocosa de veintitrés años lo mandara al cuerno con tanto donaire no podía soportarlo. Necesitaba una revancha, apaciguar el bochorno de tan lamentable encuentro, y se lamió el orgullo con lo que creía que no era sino una travesura, pero que por poco no lo llevó a los tribunales. Apenas un par de contactos y una exigua cantidad de dinero le bastaron para poner en práctica una artimaña que era ya vieja antes de que el mundo diera vueltas. El espacio para que publicaran cualquier bobería suya lo tenía asegurado, así que se las ingenió para dar la falsa apariencia de que había pasado una noche de desenfreno con ella. Fue torpe hasta el agotamiento y dejó detrás un reguero de evidencias tan claro que parecía el rastro de un caracol.
Que Alejandra hiciera cualquier desmentido le convenía al bullicio que buscaba, de manera que, tanto si se defendía como si no, la tenía en sus manos. Por su parte, a falta de unos meses para concluir su contrato, ella prefería no entrar en la batalla y, de acuerdo con Roberto y Margaret, lo dejó pasar sin hacerle el favor ni de un triste comentario. Sin embargo, Roberto encontró pronto la gotera. Alguien del equipo de seguridad avisaba del momento y el lugar exacto donde habían pernoctado, incluso confesó haber facilitado el acceso para que se tomaran algunas de las fotos mediante las que se dio verosimilitud al engaño.
La tarde de aquel viernes fue en realidad la única vez que Alejandra consintió en encontrarse con él. Y lo hizo, por acuerdo de los abogados, para zanjar aquello de buenas maneras y sin complicar las cosas más de lo que estaban. Que fuera en Nueva York, que acudiera a la casa, donde a la salida podría hacer el desmentido, era lo que convenía incluso al protagonista de aquel estúpido naufragio.
Para Alejandra no fue sino un trámite molesto al que ni siquiera le dio la importancia de cambiar los planes de pasar aquellos días atendiendo a los amigos. No estaba sola en el apartamento durante la corta entrevista. Faltaban Gilbert, Natalia y David, de visita a los familiares, pero estaba Nieves, recién llegada a la ciudad para pasar unos días con ella, Alberto y Pablo. El hombre se tomó una limonada, a solas con ella en la cocina. Se disculpó en repetidas ocasiones y no se defendió de las palabras con que Alejandra terminó de ponerle en claro las cosas. No lo humilló, pues era bastante humillación que se hubiera sabido de qué manera infantil fabricaba las falsas noticias y cómo hacía correr el rumor, pero sí le dejó claro que de repetirse acudiría a los tribunales, con lo que tuviera, incluyendo las pruebas que ahora quedarían a buen recaudo en un cajón. Él se marchó pronto y cumplió bien el acuerdo al desmentir los rumores, diciendo que se trataba de la broma inocente de unos amigos comunes.
Mientras tanto, la mujer que había impedido que Arturo subiera al apartamento esperaba ansiosa la oportunidad de ponerla en conocimiento del extraño visitante, que siendo tan obstinado al principio se marchó casi huyendo. Alejandra la escuchó en la puerta del apartamento, fuera de sí. La sujetó del brazo y la hizo caminar unos metros.
—¿Era ése el hombre? —preguntó señalando un retrato a carboncillo que tenía enmarcado en la pared.
La mujer lo confirmó. Alejandra se puso un abrigo, agarró a Alberto y se lo llevó casi arrastrando al ascensor. En la calle subieron a un coche de los vigilantes y se precipitaron por las calles, perseguidos de cerca por otros dos vehículos. Conocía bien los hoteles en los que él podría haberse alojado. En el segundo que intentó le confirmaron que acababa de liquidar la cuenta y marcharse al aeropuerto. Llegó exhausta, entre abatida y furiosa, a la ventanilla donde media hora antes él había cambiado el billete. El avión con destino a Lisboa que se lo llevaba de allí despegaba en ese momento. Llevaba tres años sin verlo, había estado a unos metros de ella y se había marchado, como si huyera.
Al regreso todavía esperaban las cámaras y los periodistas, pero no necesitó tranquilizarse antes de bajar a confirmar que era fruto de una broma poco afortunada.
Ni la conclusión de aquel asunto tan irritante, ni la presencia de los amigos pudieron enderezarle el ánimo. Era un desastre, cada vez que él había intentado llegar a ella, se la había encontrado en un episodio con otro. No le gustaba hablar de aquello con nadie y no habría hecho mención de no ser porque debía dar a sus acompañantes una explicación de lo sucedido en la puerta. De nuevo Alberto desnudaba la situación para verla en sus partes más elementales y acertaba. Veía la mala suerte de que Arturo hubiera llegado sin avisar y en el peor momento, pero entendía que se hubiera marchado al encontrarse el alboroto de la puerta, quizá intentando evitar una situación que habría sido violenta. Su conclusión y su consejo eran los sabidos:
—Llámalo, dile que lo esperas.
Nieves, que solía decir, adornándolo con su bulliciosa risa caribeña, que era catedrática en aspavientos de hombres, lo explicó mejor:
—Pues me da que se fue despechado —dijo, primero muy seria—. Yo en tu lugar, lo obligo a volver mañana. ¡Que se joda con el sube y baja de aviones, por pendejo! —agregó con un poco de ternura y a continuación soltó una carcajada de hembra emancipada para dejarlo remachado—: Me pongo guapa de provocar, lo trinco del fundamento y le meto un repaso que hago saltar hasta los plomos. Veremos si se me vuelve a marchar.
En medio, inmóvil, desencajado, aterido y en silencio, parecía que ausente en sus tinieblas pero sin perder detalle, Pablo asistía a la conversación que le aclaraba las cosas más que ningún otro discurso.
* * *
Ni Alberto ni Nieves entendían que la situación era más compleja. De no serlo, ella no habría llegado a Nueva York y por tanto ni siquiera se hubieran conocido, y si llegó desde tan lejos fue porque su marido la impulsó a marcharse. Sólo ahora, cuando había conseguido mucho más de lo que fue a buscar, entendía las razones que él habría tenido para hacerlo. Incluso comprendía que hubiera llegado a su casa sintiéndose un intruso, pues cualquier otra mujer que hubiese recorrido el mismo camino que ella, con seguridad, habría olvidado quién era y de dónde venía. Por el contrario, ella cada día estaba más segura de que lo único que le faltaba era con exactitud lo que había dejado cuando se marchó. De ser ciertas las conjeturas, que por último se hacía, él estaría tan atrapado por las circunstancias como lo estaba ella y la solución, por tanto, era deshacerse de lo accesorio, dejar desnudos los sentimientos, los de él y los de ella. Necesitaría mucho coraje, pero estaba dispuesta a ello.
Tomó la decisión todavía ofuscada, siguiendo el impulso del corazón, pero con las ideas muy claras. Hasta Navidad no lo llamaría, y cuando lo hiciera tendría una conversación superficial. En cuanto quedara libre de compromisos, le pediría el divorcio, pero recogería los bártulos y se marcharía con él a continuación para descubrir la que fuera la verdad. A encontrarlo con otra o a encontrarlo solo, a que la rechazara o la acogiera, pero nunca más a dejar que el amor se le continuara escurriendo como el agua entre los dedos.
Pudo cumplir. Ni habría sido adecuado ni tenía valor para hablar de ello por teléfono, pues no habría podido articular una sola palabra que lo hiciera sufrir, y comenzó a esbozar, de nuevo, el borrador de la carta que hacía un año había decidido enviar y que había terminado en la papelera docenas de veces, pero que con cada nuevo intento ganaba en concisión y hermosura, hasta que llegó a ser un cántico cuyas palabras decían una cosa y cuya tonalidad expresaba lo contrario, alcanzando la nota exacta de sus sentimientos. Sólo con pensar que tendría que enviarla le producía una angustia que muchas veces pensó que nunca sería capaz de superar. Se quedó estorbándole en el bolso, pero tenía puesta en ella las esperanzas y cuando la echó al correo, con los preparativos hechos para su viaje de regreso, la sensación fue de alivio.
Lo hizo a finales de febrero. Pese a que comenzó con los preparativos del viaje a principios de año, con la agenda concluida, pospuso la marcha para asistir a la junta de accionistas, que Roberto le había pedido como favor personal. Tuvo así la oportunidad de pasar unas semanas en el antiguo apartamento, al que se trasladó en cuanto quedó libre de los compromisos, seguida por una parte del equipo de seguridad, porque Roberto no quiso correr riesgos de última hora.
Mientras le daba vueltas a su dilema practicó dibujo y pintura, hizo los preparativos del traslado y compartió los últimos buenos momentos con los incondicionales que vivían dos pisos más abajo.
* * *
En ese capítulo la parte más difícil era la de Pablo. Llevaba desaparecido desde la tarde en que sintió perdida cualquier esperanza con ella, al verla desesperada y corriendo detrás del marido. Tras más de dos meses sin dar señales de vida, sin atender el teléfono, ni acudir al trabajo, apareció tan deshecho como en los peores episodios que recordaba. Aunque fue evasivo con los demás, la abordó a solas para preguntarle por sus planes.
—Sabes que llevo detrás de ti cinco años y nunca me has dado oportunidad —le reprochó Pablo.
—Nada tengo que decir sobre eso, Pablo. Desde el primer día te dije cuál era mi situación y cuáles eran mis sentimientos. No los puedo cambiar por mucho que tú o quien sea insista en que debo sentir otra cosa. Tampoco podría nadie impedir mi sentimiento de amistad hacia ti. El único que podría hacerlo eres tú, si me traicionaras.
No eran razones para Pablo. Se marchó decepcionado al saber que ella no tenía previsto regresar a Nueva York hasta algún tiempo después, y que cuando lo hiciera esperaba venir acompañada de Arturo. Alejandra intuyó que desaparecería de nuevo y que cuando volviera a encontrarlo, con seguridad, sería en la isla.
* * *
Tras seis meses de espera, Fabio Nelli daba por perdida la esperanza de recibir una carta o un telegrama de Alejandra, hasta que en un intercambio de valijas llegó un sobre manuscrito, con letra de mujer y con el simpático dibujo de un velero sonriente bajo los datos del destinatario, hecho al bolígrafo y de un único trazo, sin alzar la mano. Alejandra le decía que por supuesto estaba deseando conocer a algún pariente de la familia de su padre, por lejano que pudiera ser. Le daba dos teléfonos y dos direcciones de Nueva York, donde podría llamarla o escribirle. Fabio se apresuró a solicitar a la compañía el cambio a cualquier buque de los que hacían escala en Nueva York.
En ocasiones le había sobrevenido un ataque de angustia al recordar a Rita y no había dejado de pensar en Alejandra desde que supo de su existencia. Obsesionado con la foto que había tenido en sus manos, estaba decidido a visitar de nuevo la casa de Hoya Bermeja para pedirle a las mujeres el favor de fotocopiar la del portarretrato, cuando sucedió el milagro de que llegara por sí sola a sus manos en la portada de una revista. Había visto la imagen apenas durante el minuto en que tuvo en sus manos la que Elvira le mostró, pero le quedó de manera tan nítida en la memoria que Fabio reconoció a su hija en cuanto puso la mirada en la portada de la revista. Entonces se dio a entretener parte de su mucho tiempo libre en rebuscar fotos de ella en periódicos y revistas, recientes o atrasadas. Las guardaba en una carpeta y pasaba horas enteras observándolas en la soledad del camarote, a veces con emoción, y siempre con ternura y mucha tristeza.
A pesar de todo, Fabio Nelli no había dejado de ser el truhán que fue durante toda la vida. Antes de que descubriera la ocupación última de Alejandra, evaluaba la manera de sacar beneficio de ella o del marido, seguro de que estarían en disposición de ayudarlo, dado que el alto coste de los estudios en Nueva York no era posible sufragarlo sin una economía lo bastante holgada. Cambió los planes por otros más ambiciosos cuando descubrió la campaña en la que Alejandra prestaba su imagen, imaginando la fortuna que a ella le estaría reportando. Tanto los primeros propósitos como los posteriores pasaban por descubrirle la verdad a la hija. Seguro de que cuando lo hiciera ella pasaría algún tiempo de consternación, pero terminaría por aceptar la realidad y era más que probable que no fuese capaz de volverle la espalda.
La nota que Alejandra recibió en un sobre cerrado del servicio de correos contenía un facsímil remitido por Fabio Nelli, que la avisaba de que el buque donde viajaba estaría atracado durante varios días en la terminal de cruceros de Cape Liberty, en Bayonne, New Jersey, donde él esperaría con impaciencia su visita. El encuentro no era importante para ella, el desconocido que decía ser pariente lejano de su padre apenas le despertaba curiosidad. Además de que ella había comprometido la palabra, la invitación llegaba en el momento oportuno, cuando hacía un descanso de varios días. Enseguida dio aviso al servicio de seguridad, que envió a dos personas para establecer los pormenores del encuentro. Fabio Nelli no había previsto que Alejandra llegara precedida por semejante requisitoria protocolaria. Quedó sorprendido y dio palabra de atender los pormenores que le pedían e informó al capitán y al gerente del crucero, que no sólo le brindaron colaboración, sino que le facilitaron el mejor reservado del comedor más importante, cerrado para el pasaje a la hora del encuentro.
Arreglado con lo mejor de su vestuario, que necesitó del avío de alguna prenda en préstamo, Fabio recibió a Alejandra en el muelle, de pie junto a la escalerilla, acompañado por un oficial. Para ella fue un momento sin especial emoción, otro instante a los que durante el último año había tenido que habituarse. Sin embargo, Fabio Nelli, nervioso como un principiante, al verla descender del vehículo y acercarse, sintió que aquél era sin duda el mejor momento de su vida. Vio en ella a mucho de Rita Cortés y un poco de él, pero lo demás lo ponía ella. Sencilla, sin alardes, ágil y suave en las maneras, de una belleza que dejaba en poco lo que le habían contado y visto en fotografías, y con un calor humano y una grandeza en el trato que obligaba a quererla en las primeras palabras. Al estrecharle la mano y acercarse para besarla le costó evitar que una lágrima lo traicionara.
—Los anuncios no te hacen justicia —dijo.
—La de los anuncios es otra distinta —respondió ella riendo divertida—. Ésa es la que queda cuando han acabado de darme una paliza.
Después del saludo al capitán y los oficiales de servicio, que la recibieron en perfecto estado de revista, con los uniformes y la sonrisa de reglamento, hicieron un breve paseo por las cubiertas y una somera visita, tras la que tomaron asiento en el reservado del comedor con mejores vistas. La tarde era oscura y los edificios de Nueva York, al otro lado de la bahía, comenzaban a mostrar luces.
A la estrategia de Fabio no le convenían las preguntas sobre Rita Cortés porque cuanta menos información sobre ella hubiera expuesto Alejandra en la conversación, más evidente se haría lo bien que él la había conocido. Cuando mostrara sus cartas, algunos detalles irrebatibles y el notable parecido por la cercanía de sangre no dejarían lugar a la duda, de modo que comenzó preguntando por Francisco Minéo. Apenas necesitó insinuar una pregunta sobre él para que Alejandra se emocionara.
—Yo era muy chiquita. Por cómo lo recuerdo, debió de ser todo para mí —dijo, y necesitó callar para sosegarse—. Nací por casualidad —continuó—. Él fue el primer novio de mi madre, pero a ella le entró pánico cuando iban a casarse y huyó a Madrid. Él lo pasó muy mal y estuvo muchos años sin ver a nadie y casi sin salir de casa más que para sentarse a contemplar el mar. Cuando mi madre enviudó, regresó a pedirle perdón. Ella quedó embarazada y se casaron para que yo naciera bien. Cuando el mar se lo llevó, mi madre no fue capaz de hacer una vida normal. Se abandonó y se dejó apagar poco a poco. Yo tuve que cuidar de ella. Murió de un infarto poco después de que yo me casara.
—Debías de ser muy joven.
—Quince años, casi recién cumplidos.
—Entonces ¿tu matrimonio fue, creo que podría decirse, impuesto por las circunstancias?
—Sí y no —contestó Alejandra—. Sí, porque la situación en casa era muy mala. No teníamos ingresos, mi madre sabía, o intuía, que iba a morir. Yo era menor de edad y habría quedado sola. Entonces apareció Arturo. Cuando se enteró de mi situación quiso protegerme, pero debía casarse conmigo para ser mi tutor legal. En eso sí fue un matrimonio forzado, pero no en lo demás. No, porque si hubiera tenido más edad, me habría casado con él si me lo hubiera pedido; no, porque estaba enamorada de él, aunque no supiera lo que significaba estarlo; no, porque volvería a casarme con él cuantas veces me lo pidiera. El día más feliz de mi vida sigue siendo el día que me lo propuso y el peor, el que me separé de él para venir a estudiar.
—¿Sueles verlo con frecuencia?
—Hace tres años que no nos vemos. Desde que llegué aquí no hemos podido vernos, aunque hablamos por teléfono y nos escribimos. Él tiene sus compromisos y yo los míos. Me falta poco para ir. Echo de menos aquello. Sueño con la casita donde fui tan feliz con él. Con la finca y con la gente del pueblo y de la isla.
Al hablar, Alejandra había ido ensombreciendo el ánimo. Fabio cambió el sentido de la conversación, que se alejaba de sus intereses, aunque esto, comenzaba a pensar, no fuera ya primordial. Desplegó su encanto y su bien provisto repertorio de argucias sin referirse a nada que pudiera comprometerlo. Habló de viajes y personalidades, de títulos nobiliarios de la Europa vetusta, debatió con ella de arte, de los maestros que a ella le interesaban, le contó misterios de la ciudad de Roma y Florencia que pocos conocían.
Ella lo escuchó fascinada, aportando también sus vivencias, como las experiencias de aprendizaje en la escuela, del éxito de la pintura con el retrato de Arturo que exponía. Habló sin entrar en detalles, de lo orgullosa que estaba de haber podido ayudar a Roberto Gianella a salvar su empresa, de lo emocionante que había sido el último año de su vida, pero de lo deseosa que estaba de terminar los compromisos para quedar libre de encaminar su vida. Fabio Nelli escuchaba sin intervenir, la dejaba extenderse, pormenorizar, divagar y llegar a cualquier recoveco donde su mente optara por entrar. Y con las palabras de ella algo misterioso se fraguaba en el interior de él.
—Ahora, que ya hemos hablado de todo —dijo ella, para no continuar por las arenas movedizas del corazón—, me gustaría saber más de usted. Porque acabo de darme cuenta de que yo he llegado a cosas de las que no hablo con nadie, pero usted no me ha contado nada.
El momento para introducir la cuestión que a Fabio Nelli le interesaba Alejandra lo ponía en bandeja, pero él acababa de saber que habiendo ido allí en busca de su hija, en realidad se había encontrado a sí mismo, y no le gustaba lo que descubrió.
—Antes de eso, demos la bienvenida a la noche —dijo Fabio para tomarse un minuto de reflexión.
En el lado opuesto de la estancia, el personal de comedor comenzaba los preparativos de la cena. Fabio Nelli, en silencio, elevó la mirada para contemplar los preámbulos de la noche que se precipitaba sobre el perfil de edificios de la ciudad. Ahora no meditaba cómo desvelar el secreto que había ido a revelar, sino qué parte de verdad revelaría a su hija, porque no deseaba ser otra vez el miserable que siempre fue, no quería ser ya lo bastante canalla para decirle toda la verdad.
Alejandra era su hija, no había duda sobre ello. Lo veía en el brillo emocionado de sus ojos al hablar de la madre; en los quiebros y la gesticulación, en la firmeza de carácter y la inteligencia que él recordaba de Rita; lo veía en la pena con que hablaba de Francisco Minéo, el que ella creía, maldito destino, que era su padre; lo veía en la ternura con que hablaba de sus islas, de su gente, de su pueblo, del Estero y de su casita escondida del mundo; lo veía en el amor que vertía al hablar de aquel hombre afortunado que era el marido, fuese quien fuese; lo veía en la gata de garras afiladas que le habían asegurado que era para quien intentara arrancarle alguna de aquellas cosas. La voz de la sangre lo llamaba a un gesto de amor por ella y decidió que la oportunidad que él había imaginado sería otra oportunidad perdida. Que la única oportunidad ganada sería la de hacer la única cosa decente que hizo en toda su vida.
—Nunca hablo de mí mismo. No pienses que por buena educación o por timidez, porque te equivocarás. Nunca hablo de mí porque nada bueno tengo que decir de mí. Nada he hecho de lo que pueda sentirme orgulloso. De ir huyendo de un lado a otro, se me han pegado cuatro idiomas. Estudié en colegios caros, aprendí un poco de historia y algo sobre arte; como me gustaba el lujo y moverme por los salones, aprendí protocolo, pero siempre lo he utilizado para vivir sin dar golpe. No hablo de mí porque en suma nunca he hecho más que holgazanear.
—Está siendo duro con usted mismo —intervino Alejandra—. Y me sorprende que me lo cuente a mí, si nunca lo ha dicho antes.
—Eso tiene explicación, Alejandra. Puedo hablar así porque ya miro hacia atrás. No me preguntes la razón, lo cierto es que escuchándote he sentido la necesidad de hacer una confesión. Creo que no tanto de hacértela a ti como de hacérmela a mí mismo. Debe ser porque no queda ya nadie de mi sangre a quien pueda hacerla. Es una confesión fácil de resumir: me aproveché de las pobres mujeres que tuvieron la desdicha de quererme y traicioné a los locos que por amistad creyeron en mí. He pasado por la cárcel un par de veces. Menos de las que habría merecido. Lo pago bien; al final he conseguido estar tan solo como he merecido estarlo.
La noche había caído sobre la bahía. Fabio hizo un silencio para contemplarla. Alejandra no lo interrumpió.
—No lo olvides, niña. Hay dos clases de hombres nada más. Durante nuestra vida útil, los varones tenemos menos obstáculos que una mujer, y será bueno para ti, por serlo, que lo tengas muy presente. Creo que ya lo sabes, pero déjame que te inste a disolver cualquier duda. Sólo existe la clase de hombre que es ese tipo con suerte que te espera en la isla, y la clase de los tipos como yo en el lado contrario, todos luchando por estar más cerca de un lado y alejarse del otro. Un hombre de verdad no lo somos ni yo ni ese que va presumiendo de coches y mujeres al que tuviste que pararle los pies. No lo es el que fue capaz de hacer daño, aun cuando haya sido por cobardía, como en mi caso, o el que ha conseguido hacer fortuna sin entregar algo de provecho a cambio. Lo es el que se levanta cada día a trabajar en algo útil para los demás. Para eso sí que hay que tener valor. Para mí es tarde ya pero tú estás empezando. La felicidad que esperas es esa de la que has hablado. Esa casita en la isla al lado de la persona a la que quieres. A tu manera lo has sabido siempre y tienes toda la razón. Esto de aquí, el ruido, el brillo, el oropel, no son más que fuegos de artificio, pólvora quemada, Alejandra; no existe, sólo es humo. ¡Corre! ¡Vete a su lado!
Calló un instante para coger la mano de Alejandra y despedirse.
—Es más que probable que nunca volvamos a vernos. Te recordaré todos los días de la vida que me quede y cada uno de ellos desearé que estés siendo muy feliz, Alejandra.
Por la mañana visitó la galería donde exponía su hija, orgulloso como nunca lo estuvo de otra cosa en su vida. Por la tarde contempló las maniobras de desatraque desde la cubierta y se despidió de Nueva York, que se fue haciendo pequeña en la distancia, encapotada de hermosas nubes de otoño. Al paso bajo el puente de Verrazano-Narrows se despidió de ella. Nunca regresaría. Se marchaba tan pobre como siempre pero más rico que nunca lo fue, porque había descubierto qué poderosa fuerza es el amor. Alejandra no llegaría a conocer la verdad que faltaba; él no merecía que ella la supiera, pero qué bello recuerdo, qué hermosa sensación de paz se llevaba, qué colmado se iba de allí.
El buque dejó en la popa las luces de Staten Island en la Bahía baja y se enfrentó al Atlántico. En su particular viaje sin puerto de salida ni de destino, en su travesía infinita de la nada a la nada, Fabio Nelli había hecho una sola escala, aunque al menos una, que podría recordar sin avergonzarse.
* * *
El favor que Roberto Gianella le pidió a Alejandra, de asistir a la concurrida reunión de accionistas de la empresa, fue otra de sus argucias. En el discurso de apertura Roberto debía mencionar los buenos resultados del ejercicio anterior, por tanto no tenía otro remedio que referirse a ella. Lo hizo alabando las cualidades que había demostrado y agradeciéndole que hubiera desempeñado el encargo con tanta lealtad. La llamó para presentarla a la concurrencia, que la recibió en pie con un aplauso muy largo. En pocas frases Alejandra explicó lo emocionante e instructivo que había sido y dio las gracias. Entonces Roberto hizo algo que ella no esperaba. La retuvo para entregarle un documento que la hacía titular de un paquete de acciones de la compañía, que ella recibió conmovida y agradecida en medio de otra larguísima ovación.
Fue el último trámite. Tras recuperar el lienzo de la exposición y asegurarse de que el embalaje fuera seguro y que estuviera en orden el papeleo para sacarlo del país, junto con otros dibujos y pinturas, lo envió a su nombre a la dirección del Estero.
Roberto no la había dejado libre aún. Debía encontrarse con él y con Margaret, en el despacho, para otra proposición de negocio. Antes incluso de haber hablado con ella la primera vez, junto al currículo que le hicieron llegar, se encontraban las series de bocetos para envases. Roberto había vuelto a él muchas veces para observar los dibujos. De los tres bosquejos, uno le gustaba en particular porque se sustentaba en proporciones clásicas, pero era muy moderno. De seguir insistiendo en lo que habían hecho ya hubiera terminado por aburrir, pero aprovechar para crear una línea con el nombre de ella, con una estética que bien podría ser la de aquellos dibujos, era una oportunidad de negocio que acariciaba desde que comenzó la aventura que acababan de concluir.
Para Alejandra fue una emoción mayor que la de la primera vez. Conocía a Roberto y si las ideas de los dibujos le hubieran despertado la más ligera duda, ni siquiera habría mencionado el asunto. Era una perspectiva profesional más estimulante que la del último año y se aproximaba a la de los sueños que la llevaron allí. Aparte de permanecer en contacto con los técnicos de la empresa, con los que sin duda aprendería mucho, apenas tendría que firmar unos documentos y hacer algunos dibujos. Era un trabajo que podría desarrollar en la isla y que no le quitaría tiempo para sus planes. Los aspectos legales y de intermediación los dejaba en las buenas manos de Margaret, su amiga Margarita Prats, quien tenía ganada de sobra tanto su lealtad como la de Roberto.
Hablaban de ello cuando irrumpió la secretaria de Roberto. Sin disculparse siquiera, se aproximó a él para decirle algo al oído, en una actitud por completo fuera del protocolo de trabajo. Roberto la escuchó mirando a Alejandra y ella se puso en pie muy despacio, demudada y palideciendo, porque no necesitó que él hablara para saber que la noticia era para ella y que era muy mala.
Al otro lado del teléfono respondió la entrañable voz de Venancio. Muy desalentado, le dio la noticia de que esa mañana había encontrado a Arturo agonizando, que lo habían llevado al hospital, que estaba en coma y que los médicos no daban esperanzas.