La mañana del día anterior Venancio se cruzó por el pasillo con una secretaria, que le dedicó una sonrisa de complicidad y abrió la carpeta del correo para mostrarle, por un instante, el sobre manuscrito. «Es de ella», bisbiseó antes de entrar al despacho. Poco después, Arturo dejó aviso de que no regresaría y salió de la oficina. Había llegado a trabajar muy desmejorado y Venancio temió que la carta fuese además portadora de malas noticias. Lo encontró de pie en un punto del paredón que era de su preferencia desde la época en que contemplaba amaneceres con Honorio, observando a los niños en el recreo de clases, con una expresión de firmeza y fatalidad que conmovía desde lejos. Tras un invierno de abundantes lluvias, la primavera se anunciaba impetuosa y eran días de temperatura agradable; sin embargo, se le notaba el rubor en las mejillas y parecía tiritar, señales de la fiebre alta.
Era la imagen de la desolación. Desde que regresara del viaje a Nueva York antes de lo anunciado, no había vuelto a ser el mismo. Decaía poco a poco, trabajaba hasta muy tarde, incluso los días inhábiles, y era fácil encontrarlo solo y pensativo en los lugares más inusuales de la finca. Aunque desde el principio de su aventura en el Estero intentaba tener delegadas sus funciones, tanto por la complejidad del proyecto como porque de esa manera podía estar en todas partes sin estar en ninguna, en los últimos meses había hecho cambios más ambiciosos para que las cosas funcionaran sin él, como en una suerte de despedida, lo que no había dejado de ser motivo de rumores e inquietud por parte de los trabajadores.
Venancio abrió la conversación con temas intrascendentes del trabajo, pero abordó enseguida el asunto del que, en realidad, deseaba hablar.
—Te veo mal, deberías ir a la consulta de Alfonso.
—Esto no parece un simple resfriado —asintió Arturo—. Me tiene bien agarrado.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal? —le preguntó Venancio tras dudar un instante.
—Claro, Venancio.
—¿Cómo te va con Alejandra?
—Las cosas van como deben ir —respondió Arturo, inaccesible.
—¿La echas de menos?
Arturo lo miró con detenimiento antes de hablar.
—¿Tú la echas de menos, Venancio? —le respondió, a su vez, con esa pregunta.
—Todos en el Estero la echamos de menos y todos nos preguntamos si vendrá.
—Hace cosas importantes en Estados Unidos, le va muy bien allí. Era previsible en ella.
—Pero ¿vendrá? —insistió Venancio.
—Seguro. Pronto nos visitará.
—Perdóname, Arturo, sabes que es otra la pregunta.
—Para tu auténtica pregunta, es también la única respuesta que puedo dar, Venancio. Sé que me lo preguntas en lo personal, aunque también piensas en la gente del Estero. Sé que hay rumores. Yo estaré aquí, éste es mi sitio y queda mucho por hacer, pero no tener previsto que pueda pasarme algo sería una irresponsabilidad por mi parte.
—Es lo que explico, pero la otra cuestión me preocupa por ti. ¡Respóndeme, por el amor de Dios! ¿Tú la quieres?
Arturo no le contestó, de nuevo detuvo en él la misma mirada que antes.
—Sí, claro que yo también la quiero —respondió Venancio a su propia pregunta—, todos la queremos. Pero tú te estás yendo al carajo. ¡Maldita sea, vete a buscarla de una vez!
—Todos nos iremos al carajo más tarde o más temprano, Venancio. Al menos yo he decidido mi forma. ¿Qué le llevaría?, ¿los años que le saco de desventaja?, ¿mi carácter alegre? Lo mejor que podía hacer por ella era dejarla marchar.
—¿Y tú, jodido testarudo? ¡Aquí, muriéndote!
—Tú me casaste con ella, Venancio. Eres uno de los contados que conoce las circunstancias en que tuve que hacerlo. Por tus votos y por tu prudencia has sabido guardar lo que no hace falta que nadie sepa. Rita, mi suegra, supo que iba a morir, y dejar a su hija conmigo fue la menos mala de sus opciones. ¿Quién podría reprocharle que lo hiciera? Pero lo cierto es que pagué por Alejandra. La compré, y en mi forma de ver las cosas, en el mismo instante en que lo hice, perdí cualquier derecho sobre ella. Como marido, como hombre, incluso como amigo. Lo que importa no es saber si yo la quiero, lo único que importaría saber es si ella me hubiera querido de haber podido escoger otra cosa. Y eso, Venancio, ni yo ni nadie, creo que ni siquiera ella, podremos llegar a saberlo.
Ésas fueron las últimas palabras que hablaron. Muy temprano en la mañana del día siguiente, sólo gracias a que Venancio acudió a trabajar antes que de costumbre, pudo correr a la casa, donde lo encontró agonizando, con el tiempo justo de que lo trasladaran al hospital, en el que se debatía entre la vida y la muerte.
* * *
Alejandra llegó al apartamento en el lujoso Mercedes azul oscuro de Roberto Gianella, que esperó por ella mientras recogía las maletas, ya preparadas para el viaje, cuyos billetes tenían fecha para dos días después. Alberto, Natalia y David estaban en su apartamento y se apresuraron a subir al de Alejandra cuando ella les comunicó que debía adelantar la despedida. La ayudaron a bajar los bultos al coche y le dieron el adiós, consternados por la noticia. Se emocionó Natalia; se emocionó David, a su forma; se emocionó Alberto de manera inconsolable; y la que, contra la lógica, tuvo mayor entereza fue Alejandra.
No era imaginable que Roberto Gianella no estuviese, una vez más, a la altura de las circunstancias, y el chófer la sorprendió desviando el rumbo para dirigirse al aeropuerto de La Guardia, donde la dejó a unos metros de la escalerilla del avión privado que esperaba por ella calentando los motores y que despegó de inmediato.
Maldiciendo la casualidad de que regresara a la isla como se fue, llorando por él, las secuencias de su vida en común le pasaron por la mente durante las ocho horas de desesperación que duró el viaje. Maldecía haber enviado la carta porque él estaba rindiendo la vida con la falsa idea de que ella deseaba la separación formal, cuando la verdad era justo la contraria.
Regresaba con más edad y experiencia, con una visión más amplia del mundo y, por tanto, con mejor perspectiva para comprender a su marido. Arturo Quíner provenía de donde lo hacía sin que pudiera ni quisiera evitarlo, guardando en él lo más sano de sus ancestros. En el medio urbano es posible medrar, y también en el medio rural en sociedades más modernas, pero en aquel lugar como en tantos otros de la isla, apenas una generación antes la gente debía ser de una pieza. Las tierras escarpadas, lo más común allí, impiden el uso de cualquier apero que no sea una herramienta de mano; casi toda la labranza debe hacerse en bancales, a los que en la mayoría de las veces es imposible llegar con una yunta de bueyes para arar; la maquinaria es inútil; un burrito, compañero de soledad y penurias, fue la única ayuda del campesino. Una generación tras otra, el que no emigró tuvo que hacerse tan duro como lo es la tierra. Los varones fuera de la casa, trabajando para algún terrateniente, los que lo hacían por un salario y los que no, con el ganado en los montes, en la labranza de las tierras más alejadas o pescando en el mar incierto. Las mujeres con la faena de la casa, en otra lucha no menos cruenta en la crianza de los hijos, con el cuidado de la huerta y de los animales de corral, imprescindibles para la economía familiar. Es, por tanto, tierra de matriarcas, de mujeres que se pasan el testigo de una generación a la siguiente y se transfieren por vía de la sangre y de tradiciones seculares la sabiduría para conducir el destino cabal de sus familias. Aunque nunca muestran en público el poder que ejercen en su fuero doméstico, son ellas las que deciden el empleo de cada céntimo. Ser hombre era un honroso y difícil título que en sus casas ellas otorgaban y lo otorgaban cada día, sólo si el hombre lo había ganado, levantándose antes del alba y regresando después del ocaso, dejándose la piel en el intervalo sin un quejido. Así los ha ido cincelando el tiempo y la adversidad, mansos en la casa y con los suyos, solidarios con el vecino, acogedores y generosos con el forastero cuando éste ha sido respetuoso, nobles con todos, incluso con el adversario y hasta con el enemigo derrotado, pero fieros en el trabajo y temibles cuando se les puso en el brete de defender su tierra o a los suyos. No se entregaba esa humilde y a la vez altiva dignidad al hombre que no lo mereciera, al que no mantuviera la palabra, al que robara o engañara, al que diera maltrato a una mujer, a un niño, a un anciano o a un animal.
Arturo Quíner, su marido, no era, por tanto, caso aparte, aunque sí fuera en eso excepcional. Tenía dinero de sobra para vivir con tanto empaque como hubiese querido y la juventud para disfrutarlo; sin embargo, se levantaba temprano cada día para acudir al trabajo y poner su patrimonio, sus bienes y su talento al servicio de los demás. La única manera que consideraba legítima de disponer de la riqueza era destinándola a lo que en realidad importa y en aquella época de cruel cesantía lo único que le importaba era el trabajo de la gente. No era posible verle alguna presunción, odiaba la inmodestia y jamás hacía ostentación de poder ni lujo, aunque firmaba sin titubear costosos contratos para llevar a la finca cualquier medio o maquinaria que ayudara en el trabajo.
Así que cuantas veces se acercaron a ella para hacerle proposiciones, que no sólo fueron de hombres y entre las que hubo de todos los colores, Alejandra no tuvo sino que echar un vistazo para que en la comparación no le quedara ni una sombra de duda. Mucho menos en el mundo que acababa de conocer durante la última etapa de su vida, deslumbrante y atronador pero, en el fondo, pueril y ocioso de punta a cabo.
El avión tomó tierra de madrugada y apenas la detuvieron unos instantes en el control de aduana. Corrió para abrazar a Venancio, que la esperaba cansado, demacrado y sin abandonar los rezos. De camino al hospital la puso al corriente de lo sucedido en las últimas horas, de lo desmejorado que estaba el día anterior, de que Alfonso y los médicos le habían diagnosticado neumonía y de que pensaban que se había golpeado la cabeza al caer por la escalera.
Le dieron permiso para pasar unos minutos y pudo verlo en la cama, con una máscara de oxígeno, con el brazo derecho ensartado por un catéter, el gotero con suero y al menos tres medicamentos que se mezclaban en la solución salina, cubierto de electrodos para el control de la actividad cardíaca y cerebral. En las líneas erráticas en la pantalla de fósforo verde, el encefalograma mostraba lo que a ella le pareció una pavorosa batalla contra la muerte.
* * *
Durante el regreso por la autovía paralela a la costa, Venancio conducía en silencio. Además de las noticias sobre los más allegados, los de la casa de Candelaria y de Alfonso Santos, y la gente del Estero, no hablaron, pues de lo personal era imposible decir algo que no resultara peor que el silencio. Alejandra observaba el mar, inmóvil sobre sí mismo en la noche clara, bañado de plata incandescente por el reflejo lunar. Poco antes de la llegada se anunció el alba tras el horizonte, al paso por Hoya Bermeja, y en la llegada al Estero despuntaba un día radiante que le fue desvelando el florecimiento de la finca durante los más de tres años de su ausencia. Los enormes paredones de piedra apenas se distinguían en el paisaje, ocultos por la vegetación de los bancales. Al fondo, los pinos plantados para contención de las laderas habían crecido y dejaban vislumbrar el hermoso bosque que en algunos años terminarían de formar. En la linde de las parcelas, a barlovento los tupidos setos que servían de protección contra el viento, y a sotavento los árboles frutales habían alcanzado su tamaño y escondían con su fronda las paredes y gran parte de las techumbres de los invernaderos. Las tierras liberadas y el barranco chillaban de verde y la finca entera parecía una selva organizada.
Frente a la casa, el jardín que comenzaba a florecer en el preludio de la primavera bullía con el retozo de los pájaros, despiertos con la primera luz y, en esos días, en pleno fragor de sus trapisondas de cortejo. Venancio detuvo el coche en la parte trasera, bajo la parra exuberante. Alejandra se apeó y se adelantó unos pasos para acariciar con la mirada la casa que cada día había echado en falta desde que se marchó. El amanecer grandioso sobre el océano parecía querer darle la bienvenida y servirle de consuelo, pero ella no podía sentirlo sino como un acontecimiento triste.
Al pie de la escalera, un cerco improvisado con varias macetas y cubierto por un plástico protegía el charco de sangre, que señalaba el lugar donde había caído Arturo. Venancio se ofreció a mandarle a alguien que la ayudara a limpiar, pero ella prefería estar a solas y lo rehusó.
Intentó encender la luz, no funcionó y tuvo que conectar el interruptor de la electricidad. La casa había vuelto a los derroteros de soltería, aunque permanecían, como residuos de una lejana felicidad, los ornamentos que ella había dispuesto mientras vivió allí, ya mustios, descoloridos y con el ángel ausente.
En el dormitorio continuaba la cama deshecha por el lado donde él solía acostarse. Tras deshacer el equipaje y darse una ducha, recorrió la casa deteniéndose en cada rincón y cada objeto. A pesar de los más de tres años que llevaban sin verse, de lo que habían cambiado en ese tiempo una y otra, ambas sentían como si se hubieran despedido apenas media hora antes, porque ninguna de ellas había podido estar completa con la falta de la otra. Subió de nuevo a la habitación y pasó junto a la puerta del estudio, entornada. Empujó y descubrió el mural inmenso con su rostro. En la estantería, junto a un portarretratos con su foto, la colección de muñecas. De esa manera elemental halló la sencilla verdad que tanto necesitaba saber. Las dudas que la atormentaban tal vez no fueran más que las tinieblas del miedo, que en un instante se disiparon ante sus ojos como si no hubiesen existido. Tal vez, aquella rival que no podía olvidar no fuera más que un desliz ocasional, una dolorosa aventura, pero sólo una aventura.
A primera hora de la tarde, cuando se preparaba para salir, oyó ruido en la cochera. Eran Emiliano y Honorio, que hacían como que trabajaban, pero que en realidad esperaban por ella, disimulando mal. Cuando se acercó, Emiliano le sonrió primero, pero enseguida se limpió los ojos, afligido. Ella le tendió los brazos, y él se dejó abrazar dejando escapar sus lamentos altisonantes de sordomudo, gimiendo como lo hubiera hecho un perro. No existían otros lamentos que pudieran sentirse más hondos que aquéllos. Honorio parecía en su sitio, imperturbable, pero, como Emiliano, al abrazarla le costó no venirse abajo. «Vendrá, niña. Seguro que vendrá», dijo para consolarla a ella, consolándose él.
Habría querido dar una vuelta por los viales, pero creyó que formaría un revuelo porque estarían con tantos deseos de verla como lo estaba ella de verlos a ellos. Se detuvo en la oficina, donde muchos la esperaban abatidos. Algunas de las trabajadoras conseguían contenerse, pero otras no podían evitar las lágrimas.
En la casa de Alfonso Santos, Matilde la vio llegar y se apresuró a avisar a Alfonso. La recibieron en la puerta casi sin pronunciar palabra. Matilde estaba muy afectada y Alfonso, desolado, le habló para darle esperanza.
—Ten fortaleza. Los médicos tenemos la obligación de reservarnos la opinión. Él es joven y muy fuerte, sus funciones vitales están bien, busca el camino de regreso y sólo es cosa de tiempo que lo consiga.
Candelaria y Elvira, avisadas por Venancio, esperaban frente a la casa. Candelaria en la cancela, vestida de calle, casi de luto, con un pañuelo en la mano le tendía los brazos. Elvira intentaba no perder la compostura para darle fortaleza a su madre y Alejandra se sumó al esfuerzo, aunque, al contrario de lo que imaginaba, el encuentro con Candelaria fue el de mayor consuelo. Más desesperada y vencida que nadie por el peso de la realidad, la recibió con los lamentos y agradecimientos a la Virgen de sus querencias, pero en cuanto cesó de apretujarla y de decirle lo guapa que estaba, comenzó a enjugarse el llanto imbuida de un misterioso desahogo: «Menos mal que viniste pronto. Tú tienes que estar con él, para que pueda sentirte».
Un par de veces a la semana bajaban del Estero para atender las plantas y limpiar los alrededores de la querida casa de su infancia, que halló mejor que cuando se marchó. Mientras esperaba por ellas tuvo tiempo de recorrerla, incluso de bajar al semisótano y sentarse un minuto a reencontrarse con el ámbito entrañable de su niñez.
El largo viaje por carretera hasta la capital y el posterior regreso era un esfuerzo grande que sentía bien empleado, pese a la escasa media hora que le permitían estar con él.
* * *
Después de treinta horas sin dormir y casi sin comer estaba agotada, pero el caudal de sensaciones que borboritaba en su mente le haría imposible conciliar el sueño: el susto de la noticia, el cambio de horario, el reencuentro con la isla querida, con la gente y los paisajes amados, la imagen de él inerme, solo y tendido en la cama más triste del mundo, perdido en un lugar del que tal vez no pudiera regresar. Pensaba que con él se hallaban las respuestas a las preguntas que necesitaba resolver. Sin embargo, pronto descubriría que nadie estaba más cerca que ella ni disponía de mejores medios para desentrañar las sombras que escondían la verdad.
En chanclas, vestida con un pantalón corto de trabajo y una camiseta, se preparó para limpiar el charco de sangre que permanecía bajo el plástico de la escalera. Necesitó un par de cubos de agua limpia y frotar durante largo rato, pese a lo cual quedó una sombra que parecía indeleble en la superficie de granito. Antes de pasar la fregona, debía limpiar el polvo del pasamano y los balaustres y se disponía a hacerlo, empezando por la consola situada en la parte alta de la escalera, cuando al encender la lámpara la detuvo algo que, más que ver, sintió fuera de lugar. Adornaban el mueble una pequeña vasija de barro, una reliquia romana de la época de Sila que habían traído como recuerdo de su viaje a Roma, y las figuras de bronce de un Quijote y un Sancho Panza.
Dos aureolas, apenas perceptibles sobre la superficie de la madera, que denotaban el lugar que habían ocupado, eran evidencia de que las habían cambiado de sitio. Alejandra se estremeció: la electricidad desconectada, las figuras movidas de su sitio, su marido en coma por un golpe en la cabeza, el recuerdo de un asesino que continuaba suelto y que había tenido el valor de entrar en la casa para dejar un martillo embadurnado de sangre.
Por los cursos sobre seguridad en el trabajo que en la finca estaban obligados a impartir, Arturo se había ido haciendo un poco maniático en la prevención de los accidentes, en particular de los más pequeños y fáciles de evitar, por lo que solía vigilar que los muebles no tuvieran esquinas peligrosas ni sobresalientes que pudieran causar daño, si alguien se golpeaba con ellos. Dos carpinteros que tomaron la escalera por asalto pasaron algunos días sustituyendo piezas, redondeando esquinas y eliminando filos, lo que hicieron con esmero hasta en los lugares más inaccesibles. Ella no dejó un centímetro de la escalera por explorar, a pesar de que no estaba segura de si sería imprescindible o no un filo cortante para producir la herida inciso contusa que se mencionaba en el parte médico, que no provocó fractura pero que necesitó varios puntos de sutura. No halló en los escalones de granito, en la baranda o el enlucido de escayola de la pared una sola arista. En sus circunstancias lo prudente, pensó, era hacerse todas las preguntas, desconfiar de las evidencias, no dejar nada al azar. Abandonó los útiles de limpieza y husmeó en los cajones del escritorio en el estudio.
Según las instrucciones que Arturo le había dado en ocasiones para el caso de que le sucediera algún percance, ella debía comprobar el contenido de la caja fuerte, donde encontraría los documentos y la información que podría necesitar. Una carpeta en el cajón del escritorio tenía en una esquina un número inocente escrito a lápiz, que nada diría a quien no fuese conocedor del secreto, mediante el que tras unas sencillas operaciones aritméticas conseguiría la combinación de la caja fuerte. Además de algunas cosas con más valor sentimental que real, contenía dos millones en billetes nuevos de cinco mil pesetas, un paquete de documentos sobre las inversiones que mantenía en Estados Unidos, escrituras de las propiedades, un sobre grande con la anotación «Cayetano» escrita a lápiz y otro sobre muy delgado con la anotación «Bernal».
En el fondo, como si hubiese querido esconderlo, otro grueso paquete, con las cartas que ella le había enviado durante el tiempo de la ya larga ausencia, delante de las cuales estaba la última y fatídica de petición de divorcio. Y con ellas se escondía el más hermoso de los tesoros que hubiera querido hallar: el cuaderno con su nombre en la primera página. No le sorprendió. No era sino la confirmación de lo que había sabido desde la primera vez que lo miró a los ojos y descubrió en la serena firmeza de su mirada un océano de callado amor. Nada más pudo hacer, excepto leer y llorar sobre el cuaderno, hasta que el agotamiento la venció.
* * *
De los documentos contenidos en la caja fuerte, era inevitable que la atención se le fuera a los del caso de Cayetano Santana y, al menos de momento, no le concediera importancia a los que figuraba con la anotación «Bernal». Volver la vista atrás sobre el episodio que había dado con su marido en la cárcel era también regresar al pasado, a una época de pesadilla que por suerte para ella apenas había vivido, pues era una niña cuando la Constitución de 1978 abrió la puerta a la libertad. Su idea de aquel tiempo, hecha de retales dispersos, no le permitían sino una conciencia imprecisa y vaga de ese mundo. Ahora que lo había observado desde fuera, desde una sociedad que resolvía sus discordancias por la confrontación pacífica, sin la deslegitimación entre sí de los adversarios, empezaba a comprender, y lo entendía mejor por el método de las preguntas que ella misma tenía sin respuesta. ¿Qué clase de sociedad fue aquella en la que un crío tuvo que huir del país para salvar la vida, en que el hermano mayor tuvo que segar dos vidas y perder la suya para proteger la del pequeño? ¿Qué mundo fue aquel de caminos tan estrechos, formalismos tan equívocos, en el que incluso una mujer de la entereza de su madre huyó despavorida del matrimonio, aun cuando estaba segura de amar al hombre con el que iba a casarse? Desconocía las causas, pero no las consecuencias y lo que le faltaba en conocimientos le sobraba por los sentimientos. Desde la perspectiva de sus veintitrés años, aquella época de las imposiciones, los dogmas y los confesionarios, la sentía fea, retrógrada, vengativa y desagradable, en tanto que la España que a ella por suerte le tocaba, más aún vista desde fuera, era amable y humana, empezaba a ocupar su sitio en el mundo y parecía que pronto conseguiría vencer a sus viejos demonios. No existía, sin embargo, una línea divisoria entre una y otra. Los documentos del caso de Cayetano Santana lo demostraban: el juez instructor corrompido soslayando pruebas que cerrarían el caso, un fiscal y unos abogados en confabulación ilícita, una mano en las tinieblas promoviendo el amaño de pruebas, unos guardias civiles impedidos para hacer el trabajo que tenían encomendado.
Estaba resuelto y claro en la sentencia de absolución, aunque, por alguna razón, Arturo había dejado a buen recaudo los documentos que lo condujeron hasta Joaquín Nebot. El apellido Maqueda figuraba por primera vez en una anotación de su puño y letra, cuando Dámaso Antón lo puso sobre la pista que lo condujo a Madrid. Sin embargo, ella no se percató de que, a pesar de lo poco frecuente, era un apellido que no desconocía.
De todo, lo único que hasta el momento le llamaba la atención en los documentos lo hacía por razones muy distintas a las del caso. Se trataba del nombre de Josefina Castro, que le estaba molestando como una chinita en el zapato desde el primer momento en que lo vio escrito.
Era noche cerrada cuando detuvo el coche en el destacamento de la Guardia Civil para preguntar por Dámaso Antón. Un guardia joven le decía que no podría verlo hasta la mañana siguiente y tomaba nota para dejarle recado, cuando Dámaso apareció en la puerta, un tanto desaliñado, vistiendo un chándal que se había puesto a toda prisa.
—¿Está bien Arturo? ¿Ha recobrado el conocimiento? —preguntó, sin saludar, aunque tendiéndole la mano.
—Sigue igual, los médicos no dan un pronóstico claro —le informó Alejandra, mientras le estrechaba la mano.
—No lo dan por si salen mal las cosas. Hay que tener esperanza —le dijo mientras la conducía hasta una mesa de escritorio, donde le acercó una silla para invitarla a sentarse.
—He venido a verlo para agradecerle que nos ayudara con lo del caso de Cayetano y para hacerle una consulta.
—Era mi obligación —respondió Dámaso, quitándole importancia—. ¿La consulta es sobre el accidente de Arturo?
—Tengo dudas de que haya sido un accidente. Hay cosas que no encajan.
Dámaso la observó con sorpresa.
—¿En qué fundamenta esas dudas?
—Él tiene una herida en la cabeza —explicó ella—. Lo encontraron al pie de la escalera. Y no veo dónde pudo haberse herido. Pero no es lo único. En la planta alta, sobre un mueble, tenemos dos figuras de bronce que alguien ha movido de su sitio, y estoy segura de que no fue él. Además, la corriente eléctrica estaba desconectada cuando llegué a casa. Si se levantó de la cama y cayó por la escalera, nada tiene sentido. ¿Para qué querría desconectar la electricidad antes de meterse en la cama?
—¿Y adónde cree que lleva eso? —preguntó Dámaso.
—Se explicaría que las figuras estuvieran desplazadas si quisieron limpiarlas. Lo que me asusta es que el asesino de Cayetano Santana sigue suelto y entró en la casa para dejar un martillo lleno de sangre.
—¡Ése y no otro es el punto que nos está faltando para cerrar el caso de Cayetano! —dijo Dámaso, poniéndose en pie—. ¿Me firmaría una denuncia? Merece la pena que vaya allí con unos compañeros.
Y mientras hablaba introdujo un papel en el carro de la máquina y empezó a escribir.
Había hecho bien en abandonar la limpieza la noche anterior y, siguiendo las instrucciones de Dámaso Antón, no abrió ventanas y evitó caminar por donde pudieran quedar rastros útiles. Despertó un par de veces durante la noche, pero pudo descansar y llevaba más de una hora dando vueltas en la cama cuando sonó el despertador.
A la hora acordada, Dámaso Antón llegó con dos acompañantes, que tardaron casi dos horas en tomar muestras y hacer anotaciones.
—Ésta la han limpiado —dijo un agente, cuando marcaba con la brocha el Sancho Panza de bronce—. En ésta tenemos algo —precisó a continuación cuando lo hizo sobre el Quijote.
En la parte alta de la balaustrada, hicieron otro hallazgo:
—Parece que sangraba antes de caer.
Alejandra los observaba desde lejos y Dámaso se volvió hacia ella para dedicarle una grave mirada de asentimiento, que era bastante explícita.
* * *
Por la tarde de ese mismo día, cuando entró en la sala del hospital, se despedían otros dos agentes, personados allí para tomar huellas de Arturo y requerir una de las radiografías que le hicieron al ingreso.
Le habían retirado la mascarilla de oxígeno y le comunicaron que daban por concluido el episodio de neumonía, salvo por la necesidad de terminar el tratamiento de antibióticos. Él permanecía inmóvil, con la misma posición en la cama, la misma serenidad en el sueño, la misma ausencia, el mismo ritmo en los trazos verdes de la pantalla. Al igual que ella, Candelaria y Elvira, que la acompañaban cada tarde, habían pasado de la desolación a un estado de espera angustiada.
* * *
No caía en la cuenta de que el único nombre de mujer que le era imposible identificar entre los nombres que había encontrado en los papeles de su marido era el de Josefina Castro. De haberlo hallado entre decenas de otros nombres de mujer, las entrañas continuarían gritándole que era ella la que aparecía en las fotos malditas, que no le habían dado sosiego desde la noche en que las encontró al abrir la puerta de su apartamento.
Marcó el número, segura de que llamaba a su rival.
—¿Es usted Josefina Castro?
—Sí, soy Josefina.
—La llamo para darle una mala noticia. Soy Alejandra Minéo, la mujer de Arturo Quíner.
—¿Le ha pasado algo? —preguntó con premura.
—Está en coma.
—¿Vivirá? —preguntó Josefina, arrebatada ya por el llanto.
—Los médicos no lo saben.
—¿Te importaría si voy a verlo? —preguntó Josefina, tuteándola.
—Por eso he llamado. Porque suponía que querrías verlo —también la tuteó Alejandra—. Llámame para decirme en qué vuelo llegarás. Le pediré a alguien que vaya a buscarte.
Le facilitó los números de teléfono donde podría encontrarla y colgó derrotada, dando por probada la terrible sospecha. Fuese o no la mujer de las fotos, parecía conocerlo. Tendría que ser fuerte cuando hablara con ella, porque necesitaba preguntarle lo que no figuraba en los papeles de Arturo.
La vio llegar a lo lejos, en el pasillo del hospital, acompañada por Agustín, que había ido a recibirla. Intentaba parecer indiferente, pero ansiaba descubrir si era o no la mujer de las fotos. Lo era y Alejandra la recibió distante, pero Josefina eludió el escollo al presentarse.
—Tenía muchas ganas de conocerte —le dijo, abrazándola.
Alejandra apreció sinceridad en el gesto, pero no supo interpretar el sentido de las palabras y no le dio respuesta. Josefina pasó diez minutos con Arturo y salió compungida, con un pañuelo en la mano. Cuando se interesó por las cuestiones médicas y sobre cómo lo habían hallado, notó tensa a Alejandra, pero no podía imaginar que tuviese alguna clase de recelo y lo atribuyó al difícil momento que atravesaba. Por su parte, Alejandra necesitaba respuestas, y no era posible eludir la cuestión esencial.
—¿Hace mucho que lo conoces? —preguntó Alejandra.
—Menos de dos años. Cuando fue a Madrid buscando información que le ayudara en su caso con los tribunales. Se quedó en mi casa dos días.
Alejandra oscureció el semblante y Josefina adivinó sus dudas.
—Estás preguntándote si tuve algo con él —se aventuró Josefina a ir por la línea recta.
—¿Lo tuviste? —preguntó Alejandra aceptando el desafío.
—Por supuesto que no —respondió Josefina—. Pero no porque yo no lo intentara. No lo tuve porque él no lo quiso. Y no quiso porque está loco por ti.
Alejandra no respondió y se hizo una pausa que la propia Josefina tuvo que romper:
—¿No te lo crees?
—Sí, te creo —respondió Alejandra, menos tensa, pero aún con abatimiento—. A lo mejor es que necesito creerlo. Sé que es lo que dirías, si lo hubieras tenido y no quisieras hacerme daño, pero lo conozco y si hay un hombre capaz de hacer algo así, es él.
—Tú no pareces una mujer controladora del marido. ¿Por qué has llegado a pensar que hubiera algo entre nosotros?
—Tengo motivos que tal vez tú puedas explicar.
—¿Qué clase de motivos?
—Unas fotos que alguien me echó por debajo de la puerta.
—¿Sigue Pablo detrás de ti? —preguntó Josefina en su línea de resolver la cuestión por la vía directa.
Alejandra tardó en responder con otra pregunta. Se sintió una tonta porque no fue hasta que tuvo que pronunciar el apellido para saber que el Maqueda de los papeles, el de las pesadillas de su marido, y el Maqueda de Pablo tenían el mismo origen.
—¿Te refieres a Pablo Maqueda? —le preguntó.
—Me refiero al hijo de Jorge Maqueda, el hombre para el que trabajo —respondió Josefina.
—Hace años que me persigue. Incluso se trasladó a Estados Unidos cuando yo me fui a estudiar. No ha habido nada entre nosotros, sólo somos amigos. Pero aparte de ser el hijo de ese hombre odioso, ¿qué tiene que ver él con esto?
—Si alguien te ha hecho llegar unas fotos en las que aparezco con Arturo, no puede ser más que Pablo. Si además está detrás de ti, ya sabes la razón para hacerlo.
—¿Qué has tenido que ver con él?
—Un noviazgo —le dijo, y añadió—: Un noviazgo muy desgraciado.
Alejandra entendió que le faltaba hablar con Josefina algo más que unas frases en medio de un pasillo.
—¿Cuándo regresarás a Madrid?
—Mañana por la noche.
—¿Tienes dónde quedarte?
—Pensaba pedirte ayuda para encontrar sitio.
—Acogiste a Arturo en tu casa. Estoy obligada a ofrecerte la mía y me gustaría que aceptaras pasar la noche allí. Así podremos hablar. Tengo muchas cosas que preguntarte.
Josefina aceptó la invitación. Por el camino hizo el relato de su noviazgo con Pablo, que desde las primeras palabras Alejandra intuyó que no era el relato de una mujer despechada, sino liberada. Contó la muerte del primer novio, el acoso de Pablo, lo extraño de su carácter atento y tranquilo excepto por los inesperados cambios de humor, y contó el idilio que terminó de la forma más violenta imaginable. Alejandra escuchó en silencio, oyendo en las palabras de Josefina el relato que ya conocía de su propia historia, satisfecha de haber puesto a Pablo en su sitio desde el primer día. Sin dudar de lo que oía, porque cada detalle que la interlocutora refería, Pablo lo había repetido durante los cinco años que llevaba tras ella. Sin embargo, no podía evitar sentir compasión, porque veía con más claridad el intenso dolor que intuía tras sus maneras evasivas y el comportamiento atormentado de Pablo. Al menos hasta que Josefina explicó lo que se hablaba de él en una cinta de vídeo, que Alejandra se apresuró a rescatar de la caja fuerte y que tuvo que reproducir varias veces para comprender lo que su inconsciente se negaba a admitir.
A lo que Josefina contaba del hombre acuchillado en Madrid, correspondió Alejandra con el relato del suceso que involucró a Pablo en el caso de la menor negra. Y no fue hasta ese momento cuando admitió que nunca lo había llegado a creer del todo, y del que ya no tuvo duda en cuanto oyó al rufián desahuciado que aparecía minutos después en la cinta.
La conversación duró hasta la madrugada. Antes de la partida de Josefina, tuvo ocasión de enseñarle la finca y acompañarla en un paseo, triste para las dos, por el Terrero y por Hoya Bermeja. Desde Nueva York, Alberto ya había confirmado que Pablo Maqueda continuaba sin dar señales de vida.
* * *
El sobre con la anotación «Bernal», que había quedado en la caja fuerte era, sin duda, el centro del embrollo. La carta en que Dolores Bernal le pedía a Arturo Quíner que buscara al nieto para hacerle entrega del documento manuscrito, con la misma caligrafía, cansada pero todavía hermosa, en el que relataba la verdad sobre la tragedia que había deshecho a la familia Bernal y provocado el desastre para Ismael y Arturo Quíner.
Incluso conociendo lo que ahora sabía, Alejandra no podía evitar sentir un poco de compasión también por Pablo. El drama de María, su madre, violada; la tragedia del niño, arrancado de su hogar, del amparo de su madre, separado de lo que conocía y puesto en otro mundo que a todas luces habría sido para él demasiado hostil, era algo tan brutal como lo eran las palabras de Dolores Bernal, en aquellos papeles empapados de amargura y deseos de venganza. Debía de existir una poderosa razón para que Arturo no hubiese hecho uso de ellos y quien tenía la respuesta era el abogado Joaquín Nebot.
* * *
Al entrar en la oficina del destacamento, antes de que Dámaso la saludara, supo que habían hallado algo en las muestras que se tomaron en la casa el día anterior.
—Llevabas razón, chiquilla —le dijo Dámaso desde lejos, colgando el auricular del teléfono, tuteándola—. Hablaba con el forense. Dice que juraría que lo golpearon con la figura de bronce.
—¿Y sabe de quién es la huella? —preguntó Alejandra.
—Sabemos que es de alguien ajeno a la casa, pero sólo tenemos una muestra pequeña. Habrá que contrastarla con muchas fichas y tardará. Aunque será una prueba muy consistente.
—Tal vez yo pueda facilitarles el trabajo, pero necesito que usted me haga un favor personal, Dámaso. Es posible que permita aclarar las cosas. ¿Conoce usted a un abogado de la capital llamado Joaquín Nebot?
—No creo haber oído ese nombre, pero me llevará unos minutos saber quién es.
—Tengo el teléfono y la dirección, aparece en los documentos que guarda mi marido. Necesito saber por qué los ocultaba, antes de hacer algo con ellos, y la única persona que puede explicármelo es ese abogado. Quiero hablar con él y me gustaría que usted me acompañara. Pero necesito que me prometa respetar la voluntad de mi marido, si no sacamos nada en claro.
Dámaso fue reticente a circunscribir la visita fuera del cauce oficial. Comprendía, sin embargo, las razones de Alejandra y accedió a acompañarla a título personal. Desde el hospital, mientras esperaba por Alejandra, telefoneó para concertar la entrevista y una hora después pasaban junto al ascensor precintado por la autoridad que continuaba con su cartel FUERA DE USO y subían por la escalera que de nuevo tenía una bombilla fundida y volvía a ser melancólica y oscura.
La mujer los esperaba en la puerta y les pidió que la acompañaran al despacho de Joaquín, que los recibió de pie, tras el escritorio. Tanto él como la mujer vestían como si acabaran de llegar de un acto solemne. Por la gravedad de los gestos parecía que fuese del funeral de alguien allegado. Dámaso, después de mostrarle su credencial a Joaquín Nebot, que tal vez esperaba ver a un sargento de la Guardia Civil de uniforme, le explicó que la conversación era de estricto interés personal y que acudía en calidad de acompañante de Alejandra. En cuanto supo quién era ella, preguntó por Arturo y la noticia de que estaba en el hospital en estado tan grave le dio de lleno. Se dejó caer en el respaldo de la butaca con gesto de sorpresa y abatimiento.
—Las malas noticias suelen venir con compañía —dijo, muy apesadumbrado.
—Entre los papeles de mi marido he encontrado unos documentos que él debía hacer llegar a otra persona. La pregunta que he venido a hacerle es muy sencilla. ¿Sabe usted por qué los retuvo?
—Por supuesto que lo sé —respondió Joaquín Nebot—. Los papeles se los entregué yo por deseo de una cliente. Él los retuvo para protegerla a usted y porque yo se lo pedí. De mis razones, pronto quedará libre de la palabra que comprometió conmigo. Yo también protejo a una persona, a la que, por desgracia, apenas le quedan unas horas de vida.
—¿Esa persona es la señora Dolores Bernal?
—En efecto, es la señora Dolores Bernal.
—¿Se opondría usted a que yo hablara con ella? Tengo contacto con el nieto. Tal vez pueda hacer que la vea.
Joaquín Nebot la miró con detenimiento, sin responder, y se apresuró a escribir una dirección al dorso de una de sus tarjetas de visita.
—¡Corra entonces! Haga lo posible para que llegue a tiempo.
* * *
Dámaso Antón esperó en el coche mientras Alejandra visitaba el convento, en la dirección que le había facilitado Joaquín Nebot. En la puerta dos monjas, que se apresuraron a cerrarle el paso, fueron contumaces en el intento de enterarse de qué quería hablar con la superiora antes de que accedieran a llamarla. Alejandra, advertida de esa eventualidad por Joaquín Nebot, fue al principio inexpugnable, aunque sólo como argucia. Primero dijo que no podía tratar sino con la superiora y a continuación dijo, como si cediera: «Es para un ingreso». Dio resultado. Una de las monjas la condujo por el claustro hasta una puerta en la que se oía ruido de cacerolas. Esperó apenas un minuto a que otra monja, que salió secándose las manos en el delantal, la atendiera. Era grandota, muy amable, y enseguida se le veía que estaba investida de ese raro don natural para ejercer el mando y dirigir.
La condujo primero a un despacho, pero en cuanto estuvieron a solas y Alejandra mencionó el nombre de Dolores Bernal, sin llegar a tomar asiento la mujer le pidió que la siguiera hasta la calle.
El edificio contiguo, de dos plantas, era al tiempo anexo del convento y domicilio particular de ancianos pudientes. La monja abrió con una llave del manojo enorme que llevaba sujetas en una argolla gigantesca. Los pequeños apartamentos, soleados, con baño y cocina propios y un salón que era a la vez dormitorio, se alineaban en torno a un patio amplísimo, bien ajardinado y en cuyo centro resonaba el eco apacible del agua que vertían los grifos de una fuente de piedra. Entre la cristalera del patio y los apartamentos quedaba un corredor común desde el que se disponían los medios para atender a los residentes, incluyendo un servicio sanitario, sobrio pero adecuado a la necesidad. Por uno de los extremos, ese pasillo tenía comunicación con el edificio del convento por el que las monjas iban y venían de unas dependencias a otras sin necesidad de salir a la calle. También el trato de las monjas era allí distinto y Alejandra sospechó que no sólo por la presencia de la superiora. Un hombre con bata y un fonendoscopio al cuello llegó desde el fondo cuando las vio entrar. Aparentaba poco más de treinta años y bajo la bata vestía sotana. Se alegró al saber que la visita era para Dolores, aunque se tratara de una desconocida. «Dolores no necesita unos días más de vida, sino morir bien», dijo el hombre.
—Ella quería mucho a mi madre. Dígale que soy la hija de Rita Cortés —le recomendó Alejandra a la superiora, que se adelantó para avisar a Dolores.
—Se ha puesto muy contenta. Se acuerda de Rita. Está muy débil, no la canses. Tienes diez minutos —dijo al salir, facilitándole el paso, pero la retuvo un instante del brazo para hacerle una última petición—: Por favor, no necesita nada que le remueva la conciencia. Tiene bastante tortura con la suya.
Entre recostada y tendida en la cama, la mujer inextinguible de otro tiempo se deshacía, cansada, anciana, un poco acezante pero cuerda, consciente y dueña de su mente. Aún tuvo fuerza para sonreír y levantar la mano temblorosa, y hasta para intentar rodearle el hombro con el brazo, cuando Alejandra la abrazaba.
—Te pareces a tu madre, pero eres más guapa. ¿Cómo está Rita? —preguntó Dolores.
—Está con mi padre. Se han ido muy lejos. No puede venir.
Le mintió, aunque sólo a medias.
—¿Y tú, cómo me has encontrado?
—La encontró mi marido, él me pidió que viniera a verla.
—¿Y quién es tu marido?
—Se llama Arturo Quíner. ¿Sabe quién es?
—Sí que lo sé, aunque no lo conocí. Ese pobre chico, que perdió al hermano. Me han dicho que regresó, que hizo dinero en América —dijo, pero tuvo que hacer un largo descanso—. Dicen que es muy buen hombre, que está dando mucha ocupación a la gente.
Alejandra tuvo que tragar un nudo antes de continuar hablando.
—Le han dicho la verdad, es muy bueno, y tampoco ha podido venir.
—Cuánto me alegro de que te haya mandado, porque eso querrá decir que no me guarda rencor —dijo, como preguntando.
—No se lo guarda, me pidió que le dijera que pronto podrá cumplir el encargo que usted le hace en una carta.
—¡Ay, niña!, es lo único que necesito para morirme. No he podido ver a mi nieto, pero él tiene que saber la verdad y debe saberla por mí.
La amargura de la anciana conmovió a Alejandra. La abrazó para despedirse, susurrándole unas palabras de consuelo.
—Aguante. Ese milagro puede suceder.
—Cuida mucho a tu marido —le dijo Dolores acariciándole la mejilla—. Ese pobre chico perdió a su hermano y pagó culpas que eran mías.
—Descanse, Dolores. Él lo hizo en cuanto pudo enterrar a su hermano. —Y tuvo que tragar otro nudo, para terminar con la última frase—. Y sí que cuidaré de él. Hasta el último momento.
Salió de la habitación tomando aire para evitar las lágrimas porque tal vez ese momento no estuviera lejos, si no se había producido ya.
* * *
No existían ya las razones para ocultar los documentos, pero sólo los entregaría si la huella que estaban cotejando entre muchas era la de Pablo Maqueda. Dámaso se apresuró a telefonear para dar el nombre. En apenas treinta minutos le devolvían la llamada para confirmar que la huella correspondía a Pablo Maqueda. Alejandra hizo la entrega de los documentos y las cintas de vídeo, que Dámaso Antón y Eduardo Carazo esperaban con impaciencia.
La declaración de puño y letra de Dolores Bernal, que contenía tantos indicios de delito, relataba unos hechos ocurridos más de dos décadas atrás. Sin otra prueba adicional bien contrastada, ningún juez los dejaría actuar bajo ese capítulo. Sin embargo, era seguro que no les pondría inconvenientes en unir la denuncia formulada por Alejandra al caso de Cayetano Santana, porque éste permanecía abierto y porque existía, además de un idéntico modus operandi en el allanamiento de la vivienda, el soporte de las huellas halladas en la casa, nada menos que en un probable intento de asesinato.
A media mañana del día siguiente, Dámaso Antón la esperaba en el cuartel con una lista de preguntas sobre su relación con Pablo Maqueda. Había visto el vídeo y leído los documentos tantas veces que conocía los detalles mejor que ella misma. Evocando un revoltijo de recuerdos y sentimientos enfrentados, hizo el relato desde el día en que Pablo Maqueda se puso detrás de ella en la cala de Hoya Bermeja, para husmear cómo hacía un dibujo de la escultura de Francisco Minéo, comenzando entonces una persecución en la que no había dado tregua.
Por experiencia, Dámaso se había adelantado, solicitando información sobre el paradero de Pablo Maqueda y le habían dado una respuesta provisional: no constaba que hubiera regresado de Estados Unidos, lo que era contradictorio con la huella obtenida en la casa.
—No sé cuándo ni cómo habrá llegado, pero está aquí —dijo Alejandra—. Si tenía intención de cometer un delito, habrá querido ocultar su viaje. Se esconde en la casa grande de Hoya Bermeja o en un piso que tiene en la capital, y yo puedo hacerlo salir.
Dámaso le tomó la palabra porque presentarse por asalto a practicar una detención siempre podía ser peligroso y, de no salir bien, podrían dar ocasión de destruir pruebas. Era preferible detenerlo en la calle, por sorpresa, cuando no los esperara.
Le preocupaba que Jorge Maqueda tuviese tiempo para actuar. Dado que Pablo podía estar vinculado al caso de Cayetano Santana, tal vez el juez podría hacer extensiva una orden contra Eufemiano y Jorge Maqueda, que sólo se justificaría si encontraban alguna prueba sólida en el registro. Lo pidieron y el juez dejó una puerta abierta. Si se encontraba esa prueba, autorizaba a tomar declaración a Jorge Maqueda y a las personas que figuraban en la declaración de Dolores Bernal.
Fue la única tarde en que Alejandra faltó a su cita en el hospital, para esperar la llegada de los agentes que intervendrían en el registro. Tres vehículos civiles de la policía la protegían cuando tocó en el timbre. Nadie respondió. Echó por debajo de la puerta el sobre que contenía una nota escrita por su mano, en la que figuraba la dirección del convento, el nombre de la superiora y una sola frase: «Date prisa, tu abuela está allí». Lo que suponían se confirmó enseguida. Apenas unos minutos después, Pablo Maqueda salía con la moto por la puerta de la que fue primero bodega, después capilla y cobertizo de los coches por último, y lo hizo con tanta prisa que dejó la puerta entornada, facilitándole a los policías acceder a la casa sin forzar cerraduras ni hacerse notar.
Los mismos agentes que tomaron las muestras en la casa del Estero, apenas en unos minutos, dieron con la prueba más importante: un vehículo, de la misma marca y modelo que el coche de Arturo, con la moqueta manchada de sangre, que alguien, poco esmerado, había querido limpiar con lejía. Desvelaba la confusión con las huellas de neumáticos aparecidas junto al cadáver de Cayetano Santana y confirmaba, además, que las manchas de sangre halladas en la ropa corroboraban la hipótesis del primer informe, en el que se decía que lo habían trasladado sentado en el asiento de un coche. Una caja de herramientas de carpintería, algunas con el troquel de identificación del Estero, y unos guantes de trabajo confirmaban la relación de Cayetano Santana con el lugar. Huellas suyas en las herramientas, huellas de Pablo Maqueda por la casa, junto con otras huellas difíciles de identificar, sobre las que Dámaso Antón hizo un comentario:
—Este chico es joven y en el caso de Cayetano Santana intervino alguien maduro. Alguien muy templado, que hizo salir a Arturo Quíner para tener ocasión de entrar en la casa a dejar un martillo ensangrentado. Quien hizo eso tendría también el temple para prestar una declaración falsa y mantenerla. Esas huellas tienen que ser del individuo que se personó en el cuartel para incriminar a Arturo Quíner.
La Guardia Civil de tráfico estaba advertida del paso de la moto y de que era previsible que lo hiciera a toda velocidad. Debían dejarlo pasar. Con cien kilómetros de distancia una de la otra, dos patrullas de la Guardia Civil de tráfico dieron noticia de la hora y el punto exacto por donde había pasado.
En la capital, frente al convento, esperaban dos policías de paisano, en el recinto interior sin cristales de una furgoneta con publicidad comercial un poco maltratada. La única apariencia de que estaba fuera de lugar la habría hallado alguien instruido en componendas de vigilancias, porque habría advertido en el extractor, situado en lo alto del techo, el hilillo de humo de los cigarrillos que en el interior se consumían.
La secretaria del juzgado, que debía estar presente en el registro, llevaba las órdenes de detención de las personas que Eduardo Carazo había pedido, si se encontraban pruebas en la casa. A simple vista, lo que habían hallado era más de lo que esperaban, pero en una comparación preliminar de huellas, apareció el vínculo señalado por Dámaso Antón. Además de las de Pablo Maqueda, unas huellas con rastro de sangre en un plástico de la guantera correspondían con las del hombre que él había señalado: el falso testigo, lo que cerraba el círculo en torno a Eufemiano y desde él a Jorge Maqueda.
Adelantándose a ello, el Gobierno Civil tenía la operación preparada por si se confirmaban las órdenes de detención. Cerca del galpón desolado del extrarradio, un coche con varios policías de paisano controlaba a Eufemiano. También en Madrid esperaban por la orden. Frente a las oficinas de Jorge Maqueda, otro coche camuflado y una furgoneta de la Policía Nacional, muy próxima, aguardaban instrucciones. El falso testigo estaba en su domicilio, controlado también por policías de paisano. Con diferencias de minutos irrumpieron en los distintos lugares para efectuar las detenciones.
De madrugada, las primeras declaraciones y los registros habían dado fruto: tanto Eufemiano como Jorge Maqueda guardaban pruebas contra el otro. El falso testigo había declarado cómo fue la muerte de Cayetano Santana, acusando a Pablo Maqueda de lo que no fue un asesinato sino un homicidio.
* * *
Los policías que esperaban a Pablo Maqueda vieron llegar la moto en la dirección contraria a la permitida en la calle. No había tráfico y ningún vehículo se le cruzó. Dejó la moto casi de cualquier manera, invadiendo un paso de cebra. Entró a la carrera y preguntó a las monjas que le salieron al paso por el nombre que tenía escrito en la nota de Alejandra. Otra monja lo acompañó al despacho, donde lo recibió la superiora, primero con un poco de zozobra, pero reaccionó enseguida en cuanto el joven trémulo y todavía aturdido, con el casco de motorista colgando del brazo, le dijo quién era. Con paso ligero lo condujo por el largo pasillo hasta la calle y después por la acera hasta la puerta principal del edificio anexo. Subieron la escalera y, delante de la habitación, le pidió que esperara mientras ella entró.
—Está dormida —dijo al salir—, pero sólo duerme a ratos, no la despiertes, está a punto de dejarnos. No le hables de nada que no la ayude a morirse en paz, que es lo único que ahora importa. A ella le bastará con verte.
Pablo entró muy despacio, casi de puntillas, atontado aún por la noticia y anonadado por una situación que no hubiera podido soñar, que era al mismo tiempo la más feliz y más dolorosa. Habían pasado veinte años y él recordaba a la mujer postrada en la cama tan vieja como ahora, pero fuerte e invulnerable, y sintió la irreversibilidad del tiempo en la imagen de la anciana aniquilada por el rigor de la edad. Se dejó caer al suelo, junto a la cama, y cogió la mano vieja y exánime entre las suyas, se la llevó a la boca para acariciarla apenas con los labios y la retuvo después en la mejilla, abandonándose al llanto en el silencio, contemplando las arrugas de aquel rostro que amaba a la par y casi tanto como el rostro de su madre, que nunca podría volver a contemplar. Reconcilió el llanto mientras regresaba al tiempo feliz de sus primeros años, a la casa grande de Hoya Bermeja, a la morada de su madre, al lugar de plenitud, al territorio de sus primeros juegos y ahora, ya lo sabía, al único tiempo feliz de su existencia, en el que ella tenía para él previstos y dispuestos los remedios para todos los contratiempos, las respuestas a todas las preguntas, el refugio para todo el miedo y todas las pesadumbres. Tal vez segundos, tal vez minutos, acaso una hora, le costó regresar de ese tiempo remoto y recobrar la conciencia. Al alzar la vista, vio los ojos de la anciana detenidos en él, llenos de llanto y contemplándolo con una expresión de consuelo y felicidad como no había visto en otros ojos.
—¡Pablito, mi niño Pablito! Creí que me había muerto ya. Pero eres el milagro que pedí —dijo sonriendo, con un hilo de voz casi inaudible.
Pablo se dejó caer en el regazo de su abuela mientras ella apenas con la punta de los dedos le acariciaba la cabeza. Estuvo así hasta que fue él y no ella quien tuvo que recobrar el aliento para hablar.
—Abuela, me dijeron que estabas muerta, te habría buscado si hubiera sabido que aún vivías.
—No importa ya. Pronto no estaré, pero te he visto. Moriré en paz.
Atendida con mimo por el nieto, las últimas horas de vida fueron para Dolores Bernal la paz que no había tenido desde la noche maldita en que lo arrebataron de su casa. Tomó unas cucharadas de sopa y algunos sorbos de agua, y pudo ganar aliento para contarle la verdad. Muy débil y haciendo muchas pausas para tomar aire y decirle lo buen mozo que era y lo guapo que estaba y para contarle, sin perder el hilo ni extraviar un solo recuerdo, lúcida, con una claridad de exposición inaudita en una persona de su edad y en su estado, hizo el recorrido de los hechos fatales que deshicieron la familia. Por si no le alcanzaba la vida, empezó por el final y sólo por lo más relevante, pero sacó fuerzas de las entrañas y pudo remontarse después a la época del horror, señalando a su hijo Roberto por sus crímenes y sin descargarse la conciencia de la parte que a ella le tocaba, por haberlo impulsado primero y consentido después. Habló de la violación de María, sin quitarle dramatismo pero asegurándole que ella lo quiso desde que nació, y que si no se marchó de la casa ni quiso saber de ningún hombre fue por él. El episodio más difícil de rememorar había de ser el de la noche en que murió y lo raptaron a él, pero no lo pasó por alto, como no lo hizo con la figura de Daniel, el único hombre que María había conocido, del que estaba enamorada, con quien se habría casado y quien era, de hecho, el que Pablo había sentido como su padre. Y en una línea marginal del relato dejó en el sitio que debía a los chicos de Terrero, como decía para referirse a Ismael y Arturo Quíner, de quienes contó que nada tenían que ver con los hechos, sino que Jorge Maqueda quiso hacerlos desaparecer para culparlos de lo sucedido. No olvidó explicar que la tierra del Estero no le perteneció a la familia, que, por el contrario, fue ella quien obligó al alcalde a expropiarla en otro de sus atropellos.
Pablo no se separó de ella sino cuando las monjas tuvieron que atenderla o levantar la ropa de la cama para asearla. Una, que era de carácter más adusto, parecía, sin embargo, la que congeniaba mejor con Dolores y la que estaba más al corriente de sus asuntos. En cuanto terminaban, él regresaba a su lado, temiendo por el desenlace dramático que sabía inminente. Pablo apenas comió, y con desgana, un bocadillo y un vaso de leche que la superiora en persona llevó para él poco después del anochecer. Sentado en la silla, sin pegar ojo, pero sin ánimo para hacerlo, pasó la noche a su lado. Por la mañana, mientras Dolores dormía, el que era médico además de sacerdote, en una ceremonia que tenía de ambos mundos, le tomó el pulso, la auscultó y a continuación se puso la casulla sobre el fonendoscopio, rezó una oración e hizo admoniciones, en lo que Pablo imaginó que sería otro acto más de extremaunción. Abatido y, en cierta forma que no hubiera podido explicar, liberado, Pablo tuvo ocasión de compartir con ella veinticuatro preciosas horas antes de que Dolores muriera, sin dolor y apenas sin darse cuenta de que se iba. Después de almorzar dos o tres cucharadas de papilla, durmió una siesta larga y sosegada, de la que despertó complacida y todavía estrechando la mano del nieto.
—Dame un beso —le dijo.
Pablo la besó primero en la frente y después en la mejilla, y ella sonrió embelesada. Tosió un poco y él se levantó de la silla para darle el agua. Dolores tomó dos sorbos. Pablo le limpió los labios y ella cerró los ojos, como si quisiera volver a su siesta. Él puso el vaso sobre la mesilla y se detuvo un instante para doblar la servilleta. Se volvió para acomodarle la almohada y entonces vio que se había ido. Se arrodilló en el suelo y rompió a llorar con la cabeza sobre el cuerpo sin vida de su abuela.
La monja que era de carácter más severo y que más pendiente de Dolores había estado oyó algo y se acercó diligente a la puerta. Supo que acababa de morir cuando vio a Pablo llorando en el regazo de la anciana y cogiéndole las manos inermes para acariciarse con ellas la cabeza, como si tuvieran el poder de eximirlo del suplicio que lo torturaba por dentro. La monja hizo una cruz en el aire, se arrodilló en medio del pasillo con los dedos de ambas manos entrecruzados en el pecho y rezó. Otras monjas la vieron, algunas se arrodillaron junto a ella y otras lo hicieron en el mismo sitio donde estaban.
Le dejaron a Pablo el tiempo que necesitó. Cuando por fin fue capaz de ponerse en pie, Pablo Maqueda volvía a ser Pablo Bernal, otro distinto del que había llegado. Transmutado por la verdad, transfigurado por el amor y las palabras de la anciana moribunda, que acababa de fallecer, salió muy despacio de la habitación, por el corredor interior llegó al claustro, caminó por otro corredor larguísimo, bajó la escalera y alcanzó la calle. De lejos, vio la moto, pero había olvidado el casco. No importaba ya, daba igual. Respiró hondo; con las manos en los bolsillos caminó muy despacio mirando el rostro de la gente, las calles, el cielo azul y el sol de la tarde espléndida de marzo. Todo seguía igual, pero todo era distinto porque era él quien había cambiado.
Paseó por las calles sin rumbo fijo sin saber siquiera por dónde andaba. De toda la verdad, algo le dolía más. Era hijo de María Bernal, pero también lo era de Jorge Maqueda. La madre, hurtada de entendimiento por una droga, violada por el padre, era con exactitud el alivio que se procuraba el Pablo Maqueda más siniestro, el que tantas veces se complació de chicas indefensas, en noches de tinieblas. Sí, también era hijo de Jorge Maqueda. Paró un taxi y se marchó al hospital. En la puerta enseñó la documentación y pidió ver a Arturo Quíner. La recepcionista le dijo que estaba en la unidad de cuidados intensivos, pero rectificó enseguida. «Lo están trasladando ahora», y le dijo en qué habitación lo encontraría.
* * *
Aquella tarde trasladarían a Arturo de la unidad de cuidados intensivos. Permanecía estable, y con el proceso de neumonía ya superado, nada podrían hacer por él allí que no fuese posible hacerlo en una habitación.
En el interior de un coche, a cierta distancia del convento, Dámaso se incorporaba a la operación para detener a Pablo Maqueda, lo que harían en cuanto él saliera del edificio. Los acompañaba Alejandra, que se había ofrecido por si la necesitaban como medio de distracción. Además de los policías de la furgoneta, ya en el tercer turno de vigilancia, esperaban ellos, un poco alejados, vigilantes a la entrada y la moto, pero ninguno consciente de que podría hacerlo por la puerta del convento, de la que salió, escabulléndose del cerco que sin saberlo tenía en torno a él. Notaron algo extraño cuando vieron a dos monjas entrar agitadas al edificio y Dámaso Antón se preguntó si aún continuaría dentro. Alejandra, la única que podría interesarse por el estado de Dolores Bernal sin llamar la atención ni poner en peligro la vigilancia, entró por propia iniciativa y pidió hablar con la superiora, enterándose de que el deceso de Dolores Bernal había ocurrido tres horas antes y que el nieto había desaparecido sin que nadie lo viera marchar.
La frustración por el esfuerzo inútil duró poco. En ese momento ella tuvo el terrible presentimiento de que Pablo Maqueda hubiera podido ir al hospital. Dámaso Antón la tranquilizó, pero dio orden de abrirse paso con las sirenas y atravesar la ciudad. Alejandra subió a un ascensor, en el que a duras penas Dámaso Antón consiguió darle alcance, corrió enloquecida por los pasillos y llegó a la habitación que ocupaba Arturo y en la que, en efecto, estaba Pablo Maqueda. Sobrecogida, miró el monitor de fósforo verde, y vio con un suspiro de alivio la actividad incesante, que no entendía pero de la que sólo necesitaba saber que aún tenía esperanzas. Entonces se encaró con Pablo, sentado al fondo de la habitación, en el lado opuesto de otra cama, ausente, con la vista perdida en el infinito. Sólo alzó la vista cuando ella lo increpó.
—¡No te acerques a él, maldito!
Y Dámaso Antón tuvo que levantarla en vilo para evitar la salva de golpes que habrían caído sobre Pablo.
—No he venido a hacerle daño, Alejandra. Sólo quería saber cómo estaba.
Lo dijo sin inmutarse pero sin defenderse, con un inquietante tono de paz. En realidad, librando una dura batalla interior para poner orden en el mundo que se le había vuelto del revés durante las horas que pasó con su abuela.
—Está así por tu culpa, canalla —le dijo Alejandra, llorando de rabia—. Tú has intentado matarlo y, si muere, me habrás matado a mí también.
Las palabras de Pablo tenían un tono de grave severidad, de culminación y madurez, que Dámaso, interpuesto entre ambos, creyó que eran síntoma de que se había rendido y no deseaba ocasionar más problemas. Le habló tranquilizándolo.
—Sabemos que no quieres hacerle daño ya. Soy guardia civil, ven conmigo y lo aclararemos.
Pablo pareció sentirse aliviado, como si hubiera decidido entregarse.
—¿Va a detenerme por lo que le hice a él?
—Estoy obligado —le informó Dámaso, con las esposas en la mano.
—Es lo mejor —dijo Pablo, poniéndose en pie y cruzando las manos en la espalda para que lo esposara.
Dámaso lo entregó a los policías que habían corrido tras ellos y esperaban en la puerta de la habitación.
—¡Yo estaba confundido, Alejandra! ¡Lo siento mucho! ¡Perdóname! —gritó desde el pasillo cuando se lo llevaban.
* * *
Las declaraciones, que se extendieron hasta el amanecer, fueron las más tranquilas y limpias que Dámaso recordaba en sus años de servicio. Pablo Maqueda no negó haber sido el causante de la herida que tenía en coma a Arturo Quíner. Tranquilo, aunque avergonzado, contó lo sucedido con profusión de detalles, incluyendo los que sólo podría conocer la persona que esa noche estuvo en la casa, y otros que hasta el momento eran desconocidos, pero que pudieron confirmar. Contó que había desconectado el interruptor de la electricidad, que estaba tras la puerta trasera por la que accedió a la vivienda. Contó que golpeó a Arturo con una pesada figura que cogió de un mueble, que él rodó por los escalones y que lo creyó muerto porque no tenía pulso, que volvió sobre sus pasos para limpiar la figura y se marchó de la casa enseguida.
No negó su participación en la muerte de Cayetano Santana, de la que hizo un relato que se iba haciendo más verosímil en la medida en que ponía de manifiesto la enorme precariedad emotiva y el espantoso fárrago mental, del que ya se entendía que era más víctima que verdugo.
A Cayetano Santana lo conocía poco y dijo que no le caía ni bien ni mal. Quien lo conocía, y bien, era el hombre que Eufemiano le mandó desde la capital, en calidad de asesor inmobiliario, para que resolviera los arreglos de la casa. Aunque lo veía poco, compartieron la casa al menos durante dos meses. Estaba seguro de que su padre se valía del hombre para tenerlo vigilado a él. Fue quien señaló a Arturo Quíner como responsable de la muerte, era quien tenía el contacto con Cayetano Santana, al que contrató para hacer aquellos trabajos menores de carpintería, y desmontar y trasladar el altar de la capilla, que dejó sitio a los vehículos.
El día del suceso fatal llegó a la casa para rematar el trabajo, como tenía por costumbre con unas cuantas copas encima. Hizo la tarea sin pausas, pero bebiendo una cerveza tras otra, y a ratos conversando con el amigo. Concluyó el trabajo de noche, muy tarde, y salió con el otro a buscar lo que Pablo Maqueda creyó que se trataba de hachís. Al regreso, pasada la medianoche, algo había sucedido por el camino. Cayetano Santana estaba encendido y el otro lo increpaba y le tomaba el pelo por lo bruto que era.
Pablo Maqueda dijo que cuando llegaron bajó para saber lo que ocurría. Cayetano Santana echaba pestes de su mujer y de Arturo Quíner, aunque de la gente del Estero no dejó títere con cabeza: el cura, dijo, era maricón; Agustín, el director de administración, cornudo; Honorio, pelota y arrastrado. Y en la misma carrerilla, añadió al final un exabrupto que ni en la situación más enloquecida alguien hubiera imaginado que pudiese costarle la vida. Dijo que Alejandra era una puta y lo adornó con un par de obscenidades que le haría si la trincaba. Pablo oyó el insulto y las procacidades en la misma frase que el nombre de Alejandra y, sin mediar palabra, dio cuatro pasos y le asestó un golpe en la cabeza con lo primero que encontró a mano, matándolo en el acto. Cayetano Santana, que estaba sentado sobre el capó del vehículo, se quedó inmóvil, con los ojos desencajados y sin que se le cayera la botella que tenía en la mano, petrificado, manando un fino hilo de sangre que le caía sobre la camisa y el pantalón.
El otro hombre, atónito, sin dar crédito a lo que acababa de presenciar, tardó en reaccionar, pero hizo frente a la situación, después de abofetear a Pablo. Tras la llamada a Eufemiano, improvisó para eliminar los rastros de lo sucedido, empezando por sacar el cuerpo de Cayetano Santana de la casa. Mandó a Pablo a vestirse con ropa oscura y buscar alguna prenda con la que cubrirse la cabeza. Después subieron el cuerpo de Cayetano Santana al todoterreno y lo sujetaron con el cinturón de seguridad.
Enterado de que Pablo conocía el teléfono de Alejandra, ingenió la treta con la que hizo salir a Arturo de su domicilio. Para que funcionara debía asegurarse de que no pudiera hablar por teléfono con Alejandra. Desde la única cabina telefónica de Hoya Bermeja repitió varias veces la operación de llamar a su número y colgar cuando ella respondía. En el tercer intento Alejandra se cansó y dejó el teléfono descolgado. Entonces llamó a Arturo Quíner para decirle que su mujer había tenido un accidente y estaba en el hospital.
Ocultos en el cruce de Hoya Bermeja esperaron el paso del vehículo de Arturo Quíner, tras lo que subieron al apartadero de la finca donde se deshicieron del cadáver.
A continuación, le entregó el martillo, refregado en la sangre y envuelto en un plástico, para que lo llevara a la casa de Arturo Quíner, trepando por uno de los paredones sin iluminar. De regreso, mientras Pablo huía a la capital, el hombre se hacía cargo de limpiar el coche y del mal trago de presentarse en el cuartel de la Guardia Civil para denunciar a Arturo Quíner.
Lo que sucedió a continuación, la manera de implicar a Arturo Quíner en la muerte, no fue otra cosa que el frenético intento de Jorge Maqueda de proteger al hijo, empleando cualquier medio que desviara la atención hacia Arturo Quíner. La sangre fría del hombre que se deshizo del cadáver, su dominio en el manejo de la situación y la lealtad en el trabajo que después le encomendarían, Jorge Maqueda lo pagó con generosidad, y continuó haciéndolo para asegurarse de tenerlo cerca, en especial por las sucesivas declaraciones que hizo hasta la última de las comparecencias en el juicio.
Estaba detenido y esta vez la sangre fría le duró lo justo. Intentó decir que conocía a Cayetano Santana, pero que nada tenía que ver con su muerte, sino que confundió a Pablo Maqueda con Arturo. Pero cayó en una maraña de contradicciones y terminó confirmando la declaración de Pablo y reconociendo que había seguido las órdenes de Eufemiano y recibido mucho dinero de Jorge Maqueda.
En realidad, fue quien más cárcel pagaría por la muerte de Cayetano Santana, a pesar de que nadie salió impune. En las pruebas que Eufemiano guardaba, había para incriminar al antiguo abogado de Arturo, al fiscal y al juez instructor del caso. Llevaban el característico sello de las modalidades de coerción que con tanta eficacia administraba Jorge Maqueda: cuanta más extorsión, mejor, dulcificada con un poco de dinero como consuelo.
* * *
Una chapuza en los procedimientos de la prisión, tras la que con seguridad hubo algún amaño de Jorge Maqueda, sus contactos y sus abogados, dejó a los detenidos con la posibilidad de verse y hablar entre sí, lo que en la fase preliminar de la investigación es una negligencia imperdonable. Pablo se encontró con su padre al segundo día. Eufemiano y Jorge Maqueda también se encontraron, tan atemorizados uno del otro que no se quitaban el saludo afectuoso, y ambos sin perder la esperanza de que las cosas no hubiesen cambiado tanto como para que no pudieran salir indemnes aun con todos los indicios en contra.
Pablo parecía poco afectado por la estancia en la cárcel, y por buen comportamiento y trato respetuoso se estaba ganando la confianza del personal de la prisión. Pastoreó a su padre y a Eufemiano muy despacio, fue amable y afectuoso, a veces compasivo, los llevó a su terreno y consiguió, al fin, encontrarlos a solas y juntos en el baño común.
A Eufemiano, más gordo y paquidérmico que nunca lo había sido, no le costó clavarle un cepillo de dientes en el cuello, rozando la yugular. El hombre ni siquiera tuvo ocasión de gritar. Sabiendo que nada lo impediría, se fue muriendo por el surtidor, que con cada latido expulsaba un manantial de sangre, contemplando a Pablo, entre la bruma de la muerte, ejecutar una siniestra y metódica tortura con Jorge Maqueda. Lo tenía contra el suelo, inmovilizado. Una rodilla sobre el único brazo que Jorge podía mover, la otra en el abdomen, sobre el diafragma; una mano le cerraba la nariz, la otra le tapaba la boca.
—¿La recuerdas, hijo de puta?
Aflojaba la presión, lo dejaba tomar un soplo de aire y de nuevo cerraba la nariz y la boca.
—¿Recuerdas a mi madre, cabrón, hijo de la grandísima puta? ¡Recuérdala!
De nuevo aflojaba para dejarlo expulsar apenas el aire y volvía a presionar. Jorge Maqueda intentaba patalear. Con las arterias a punto de reventar se ponía azul; más y más azul con cada segundo de tortura.
—Recuerda cómo la violaste, cabrón. —Y aflojaba un instante—. Recuerda cada día que fue mi madre y yo su hijo. —Y aflojaba de nuevo—. Recuerda cuándo le dijiste a ese cerdo que disparara. Recuerda cómo murió. Era mi madre, hijo de puta. Sufre. Así me he sentido desde que te cambiaste por ella. ¿Creías que no la vengaría? ¿Creías que podría quererte como la quería a ella?
Jorge Maqueda fue expirando los últimos inacabables instantes, descubriendo en ese instante fatídico que Pablo tenía los mismos ojos de su madre. Murió viendo a María Bernal en el rostro del hijo.
* * *
Pablo Maqueda de nuevo tuvo que declarar. Esta vez lo hizo con la asistencia de un abogado del turno de oficio, delante de una juez, una mujer muy tranquila, que lo escuchó menos revuelta que conmovida por la historia, a la que le explicó lo que, de todas formas, constaba en papeles incorporados al otro sumario, acusándose de una manera como tal vez no se hubiera visto que alguien lo hiciera.
—¿Por qué lo hizo? —le preguntó, no con el tono solemne de una juez, sino con el de una mujer con hijos de la edad de Pablo.
—Para vengar a mi madre. La violó y ella quedó embarazada de mí. La mató cuando yo tenía siete años para raptarme. Él y Eufemiano —explicó liberado, sin emoción—. Está en los papeles.
—Entonces ¿se declara usted culpable?
—Culpable, señora. He tardado dos días en preparar la hora y el lugar para hacerle justicia a mi madre. Lo tenía calculado y los he matado con toda la crueldad que pude.
—Eso es ensañamiento.
—Sí, señora. Con el ensañamiento que me fue posible. —Y se detuvo un instante para agregar después—: No deje que nadie me quite eso. Que nadie diga que estoy loco o que lo hice sin control de mis actos. Lo volvería a hacer tantas veces como pudiera.
Al término de la declaración la juez empezaba a disponer que un psiquiatra lo atendiera, más condolida por el evidente estado de sufrimiento que interesada en las consecuencias jurídicas del informe, cuando oyó el estrépito en el pasillo por donde se lo llevaban. Se abalanzó sobre la puerta, pero tuvo la fortuna de no llegar a tiempo de ver lo que acababa de suceder.
Pablo se había zafado de los funcionarios que lo conducían, había corrido los veinte metros de pasillo y se había descalabrado en la pared del fondo, muriendo al instante, dejando sobre la superficie blanca, impresos en rojo y ámbar, los tormentos de su vida.
* * *
Alejandra se enteró por Dámaso Antón antes de que saliera en los noticieros. Aunque no pudiera perdonarlo, tampoco pudo evitar unas lágrimas por él. En el trayecto al hospital juntó piezas que, menos de una semana antes, o no hubiera creído ciertas o desconocía, y pudo hacer una semblanza del interior de Pablo que tal vez algún especialista hubiera necesitado muchas horas de charla para establecer.
Sin saberlo siquiera hasta el final fatídico en que descubrió que era Pablo quien estaba detrás de los percances de su marido, ella era la persona más cercana a él y su único sustento emotivo. Como antes sucediera con Josefina Castro, Pablo también vio en ella a la madre que buscaba. Cuando llegó al intercambio sexual con Josefina, el icono se le derrumbó, lo que ocasionó que pusiera fin al noviazgo con tanta desmesura. Por el contrario, ella había sido inaccesible en ese terreno, y cuanto más lo era más nítida se le hacía a él la imagen que creía y quería ver en ella. En un trágico vericueto del inconsciente, él identificaba en los hombres que ellas querían al que le había arrebatado a la madre. En realidad, el odio que proyectó hacia el prometido de Josefina Castro primero y hacia Arturo Quíner después, era el que iba destinado a Jorge Maqueda. Al conocer la verdad por testimonio de su abuela, la rabia que guardaba emergió contra quien de verdad era causante del mal que lo atormentaba.
La cuchillada que Dolores Bernal le había asestado a Jorge Maqueda fue mortal, pero lo fue también para su nieto.