El régimen de fatigosos traslados del hospital a la casa se invirtió y así como antes Alejandra hacía el trayecto para pasar unas horas en el hospital, ahora la visita breve la hacía a la casa. Él continuaba en el mismo estado, alimentado por una sonda y orinando por otra. Los del personal de enfermería, atentos a él y afectuosos con ella, la dejaban lavarlo a diario y hasta le habían enseñado a descifrar los trazos cíclicos del monitor que tantas preguntas le habían hecho formularse. Supo así que salvo algunas ondas cerebrales, las funciones vitales, en especial las cardíacas, eran las de un hombre rebosante de salud.
A media mañana, cuando llegaban Candelaria y Elvira, ella acudía a la casa para atender su higiene personal y cambiarse de ropa. Desde que lo instalaron en la habitación Candelaria vivía en aquel estado de afligida confianza, segura de que él no tardaría en regresar, en lo que, por supuesto, no podía ser sino otro de aquellos acuerdos invencibles que hacía con la Señora de sus plegarias, cuyo requisito primordial consistía en que debía darlo por hecho desde el instante de requerirlo. Así llegaba cada día, resignada, sin que le flaqueara la esperanza.
Con la ayuda de Venancio, Alejandra hizo cambios en la casa. Antes de permitirles entrar en el territorio sagrado del estudio, arrancó el enorme cartel de la pared y se deshizo de él por su propia mano. Mientras los pintores devolvían la limpieza a las paredes, un par de albañiles sustituían las piezas de granito de la escalera, de la que no había sido posible sacar la sombra que quedó tras limpiar el charco de sangre.
Durante aquel tiempo no había dormido sino a cabezadas. Intentaba sobreponerse al abatimiento, aunque con frecuencia tenía la urgencia de llorar y no se contenía. Aquella noche, pudo tumbarse a su lado y recostó la cabeza en él. Tras media hora de sueño involuntario, que le pareció como un siglo, se levantó y se estiraba la ropa cuando creyó verle mover la punta de los dedos, como si la buscara. Se apresuró a cogerle la mano y sintió una leve presión que la hizo llorar de felicidad. Volvió a sentirlo un par de veces durante la noche y por la mañana, cuando informó a los médicos, no salieron con la cara de circunstancias de días anteriores, incluso percibió que habían salido bromeando.
Al saber la noticia, Candelaria apenas si soltó una lágrima que se enjugó enseguida. «¿Ves, como era lo que te decía?»
De madrugada Alejandra volvió a tumbarse junto a él y el agotamiento la derrumbó. Despertó con la primera luz del amanecer. Vio su rostro, con los ojos cerrados, pero sintió que la estrechaba con suavidad. Había despertado. Una lágrima fulminante corrió por su cara y se quedó en los labios, entreabiertos en una sonrisa de agradecimiento. Contuvo el llanto. Él abrió los ojos, la miró tranquilo y le habló:
—¿Qué haces aquí, pequeña?
—Mientras sigas en esta cama, estaré aquí —le respondió al tiempo que las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—¿Cuánto tiempo llevo?
—Muchos días.
La mañana fue de alborozo en la habitación y en la oficina del Estero, en la que tuvieron noticia cuando apenas empezaban la jornada. Agustín soltó un cohete enorme que tenía reservado para aquella eventualidad y, aunque no había acuerdo sobre ello, lo recibieron como anuncio de que había despertado. Le hicieron pruebas durante la mañana y le dieron permiso para ingerir líquidos. Por la noche incluso pudo comer un poco de alimento en papilla y durmió. De madrugada, ella se tumbó a su lado y durmió como él. De nuevo, al despertar, él la sujetaba del hombro.
—Se ha convertido en una costumbre —dijo ella.
—Esa costumbre la has tenido siempre —rectificó él.
Aún tuvo que guardar convalecencia unos días en el hospital, para algunos exámenes médicos y los ejercicios de recuperación.
Pararon en la oficina el tiempo imprescindible para el saludo. En la casa los recibió el estruendo de los pájaros, en otro alarde del talento arrollador de aquella primavera explosiva. Apenas por una frase, en la que Alejandra no fue explícita, Arturo pensaba que ella regresaría a Nueva York aquel mismo día. Nada sabía de los acontecimientos sucedidos durante su ausencia, ni tan siquiera el hecho que lo había llevado al hospital, porque ella había pedido a los que lo visitaron que no hicieran comentario sobre ello, de modo que él se encontraba en la misma situación en que estaba el día anterior al del suceso, aunque dando por hecho que los papeles del divorcio estarían preparados para la firma. Ahora que veía en Alejandra a la mujer hecha y libre, capaz de saber lo que ponía en juego para aceptarlo o rechazarlo, era cuando más debía callarlo.
Al llegar Arturo se afeitó y se dio una ducha, tras lo que entró al estudio vestido con el pijama de algodón blanco, como acostumbraba, con la camisa desabrochada. Al igual que él, aunque con más prisa, Alejandra también se había arreglado y cambiado de ropa, y lo esperaba allí, irreverente y muy segura de sí misma. Se había retocado el peinado de su larga melena dorada y se había maquillado. A Arturo le pareció un poco descocada, pero la vio deslumbrante, con la falda abierta a media pierna por un lado, y la blusa, sin botones, cruzada en la cintura. Ambas cosas eran una informalidad que, salvo en la más estricta intimidad, él no le habría imaginado, pero que le hizo verla más deseable. No mencionó la falta del mural, pero el entrecejo se le había contraído al ver abajo, al pie de la escalera, las dos pequeñas maletas y sobre ellas el bolso, anunciándole la inmediata partida de Alejandra.
—Has estado atareada —le dijo.
—Tenías la casa hecha un desastre. No hubo otro remedio que quitar el cartel, pero tengo algo que te gustará más.
Él no respondió. Después de un breve silencio abordó de frente la situación.
—Me imagino que tendrás prisa. —Y quiso decir que con los papeles del divorcio, pero no fue capaz y lo dejó en suspenso.
—Mucha prisa. Un hombre que me necesita lleva esperando por mí demasiado tiempo.
Fueron brutales las palabras y ella le vio endurecer el semblante, recobrar la honda tristeza, el aire de lejanía que tanto la había inquietado.
—Pero si me lo pides esperaré hasta que te repongas.
—Estoy bien. Te agradezco que hayas venido, Alejandra, pero no es preciso que te quedes. Vete.
—¿No quieres saber quién es? —le preguntó después de una larga pausa, y él también tardó en responderle.
—Es algo sobre lo que no debo tener opinión. Prefiero no saberlo.
—Estoy enamorada de él desde antes de que me hablara, pero no sé si me equivoco.
—Eso nunca llega a saberse con seguridad.
—Tenías razón cuando me dijiste que me fuera. Te lo agradezco. —E hizo una pausa—. Tengo que irme —le dijo besándolo apenas con un roce en la mejilla.
Arturo asintió. Ella se volvió en la puerta y cruzaron las miradas. Estaba siendo cruel con él. Convaleciente, arrancado de los brazos de la muerte, a punto de tambalearse y, sin embargo, permanecía allí, de pie, firme en su decisión, intentando una sonrisa que esta vez consiguió dibujar, leve, de orgullo, casi paternal, pero de desconsuelo.
—¡Vete ya! —le dijo.
Ella bajó la escalera y abrió la puerta trasera. Venancio aguardaba en el coche. Arturo oyó cerrarse la puerta de la casa y a continuación, una tras otra, tres puertas del coche. Desde el ventanal lo oyó arrancar y alejarse, y lo vio aparecer un minuto después en la carretera y lo siguió con la vista hasta que desapareció en el último recodo. Esta vez, el dolor no lo aturdió. Llegó como una quemazón consciente y cristalina que le surcó la cara con dos ríos de llanto, sobre el rostro impasible, con la mirada alta, proyectando en ella el fuego de la decisión de la que tan seguro estuvo durante aquellos años. Al intentar sentarse en el diván las rodillas se le aflojaron y quedó sentado en el suelo, con la espalda apoyada, ocultando la cara entre las manos.
Alejandra subió la escalera descalza, sin hacer ruido, con los zapatos en la mano. Lo vio tal como sabía que lo encontraría. Se acercó, dejó los zapatos sobre el escritorio, se arrodilló delante de él, le separó las manos y contempló, esta vez cara a cara, las lágrimas que no habría podido imaginar en aquel rostro. Sorprendido, él intentó ocultar la cara, pero ella la sujetó y lo obligó a mirarla.
—¡Mírame! ¡Quiero verte!
La miró y no fue capaz de callar. Descubierto, reía y lloraba al mismo tiempo. Era la primera vez que ella lo veía llorar, y era también la primera vez que de verdad lo veía reír.
—¡Tramposa! —dijo.
—¿Quieres decirme por qué te quedas así?
No respondió enseguida, pero al fin dijo lo que no tenía sentido continuar callando.
—Porque te quiero tanto que ya no puedo dormir.
Ella asintió conteniendo el corazón para que no se le notara que no le cabía ni un poco más de dicha.
—Nunca me lo has dicho.
—Para quererte bien, debía callarlo, pequeña.
—¿Por qué debías callarlo?
—Para que no te sintieras atada. Para que hoy puedas irte sin mirar atrás.
—¿Por eso no me quisiste como mujer?
—Sí que te quería, Alejandra. Desde la primera vez que te vi no he podido hacer otra cosa que amarte y desearte, pero no tenía derecho a tocarte. ¿Sabes lo bonita que era la niña de la que me enamoré? Era tan ingenua, tan valiente y tan generosa que ni siquiera se daba cuenta de lo sola que estaba. Llenaste nuestras vidas de alegría, Alejandra. La mía sobre todo. Pero estabas indefensa. Sé que es difícil de entender, pero no te rechazaba. Podrás comprenderlo si te haces las mismas preguntas que yo me hacía. Sé que te entregabas con tanto deseo como yo, pero ¿podrías asegurarme que, en el fondo de sus sentimientos, junto con el deseo, aquella niña no creía deberme algo? Respóndeme.
Alejandra guardó unos segundos de silencio, asintiendo.
—Sí que creía deberte, y era mucho —respondió.
—Si yo le hubiera dicho a ella con cuánta pasión la amaba, ¿puedes asegurarme que no habría renunciado a su vida por mí?
De nuevo asintió.
—Sí, ella habría renunciado a todo sin pensarlo ni por un momento —dijo.
—Esas cosas, Alejandra, sólo pueden entregarse desde la libertad, pero la libertad es poder elegir y tú no tenías opciones. Si yo hubiera hecho otra cosa, me habría sentido un canalla. Además de eso, Alejandra, soy un hombre. Si te hubiese tenido una sola vez no habría sido capaz de renunciar a ti. Dejarte marchar habría sido aún más doloroso. Contra mi voluntad, mi inconsciente no habría hecho más que interponer todas las tretas imaginables para tenerte amarrada a mí. ¿Puedes entenderlo?
—Lo entiendo —dijo ella—. ¿Ahora qué harás?
—No importa lo que yo haga, importa lo que hagas tú. Sal por la puerta y vete a donde crees que te aguarda la felicidad. Agárrala con las dos manos y no la dejes escapar. No temas, ahora no podré llorar. Cuando anochezca y piense que estás en medio del Atlántico, podré contenerme. No te engañaré: de madrugada te imaginaré en los brazos de ese hombre y es seguro que no podré evitarlo. Tú me conoces bien, sabes que soy fuerte. Me costará, pero saldré adelante.
—Y estarás aquí cuando yo decida regresar. ¿No era eso lo que me dijiste?
—No puedo prometértelo, pero es lo más probable. Tú sabes lo cabezota que soy.
—¿Y qué te queda de mí?
—Amamos la tierra que pisamos, el aire que respiramos, amamos el paisaje o la noche, amamos cuanto creemos que nos es grato, y el paisaje y la noche ignoran que los amamos. Al igual, las personas pueden no ser conscientes de que son amadas. No importa. La única parte del amor que nos corresponde son nuestros sentimientos. Nadie puede llevárselos. Podemos dar lo que queramos dar, lo demás es cosa del otro. Ni siquiera tenemos derecho a pedirlo. Aquella niña preciosa estará en mí. Tú estarás en mí y nadie podrá arrebatármelo.
—¿Por qué te marchaste de Nueva York sin verme?
—Me engañaba a mí mismo diciéndome que había ido a preguntarte si querías disponer de tu libertad también en lo formal, con los papeles. Podría decirte que a causa de mi maldita manía de presentarme en los sitios sin avisar, llegué en el peor momento, cuando esperabas visita. Pero lo cierto es que fui porque no era capaz de seguir viviendo ni un día más sin verte; lo cierto es que me marché huyendo, Alejandra, porque me dio miedo descubrir la verdad.
—¿Te gustó el retrato?
—Es muy bueno, has aprendido mucho, pero aquel tipo no soy yo, Alejandra.
—Sí, sí que eres tú. Yo también tengo cosas que decir. Que allí está la única verdad que habrías descubierto, porque tú también estás en mí. Que tenías razón cuando me dijiste que debía irme de tu lado, que debía conocer lo que había fuera. Me costó mucho, pero conseguí hacerlo y por fin entendí lo que querías. Tenías razón, algún día habría querido verlo y es casi seguro que habría terminado odiándote si por tu causa no hubiese podido hacerlo. Pero fui y lo vi. Me ha costado estar separada de ti, pero no cumplir la promesa que te hice al despedirnos, de que respetaría nuestro matrimonio. Sigues siendo el único que me ha besado, pero ahora sé qué puedo esperar de los hombres y tengo decidido qué es lo que quiero hacer y con quién quiero hacerlo. ¿Y sabes a quién quiero? Las maletas están abajo, vacías, y en el sótano está todo lo que tenía en el apartamento con mis pinturas, incluyendo ese retrato tuyo, porque no me voy a ninguna parte. El hombre del que hablaba, el que lleva tanto tiempo esperando, del que me enamoré antes de que me hablara, es aquel chico serio y un poco triste que corrió a protegerme cuando supo que lo necesitaba. El que estaba tan muerto de miedo como estaba yo, de que no fuera cierta tanta felicidad, el día que fue a buscarme a casa. El hombre al que he querido y sigo queriendo con toda mi alma es el que me hizo soñar mis propios sueños y cada día me ayudó a conseguirlos. Sólo te pedí el divorcio para que tú tampoco te sintieras atado cuando viniera a decirte que lo quiero a él, que quiero a mi marido, que te quiero a ti como estoy segura de que no es posible querer más. Ya no dependo de ti, pero si tengo que chantajearte presentándome aquí como una mendiga, lo haré. Lo daré todo, incluyendo la casa de mi padre, para los niños pobres, y vendré descalza y con un saco por encima para que no tengas más remedio que acogerme. Para librarte de mí tendrías que decirme mirándome a los ojos que no me quieres y, aunque llegaras a decírmelo, esperaré por ti toda la vida, porque yo también estoy dispuesta a esperar todo el tiempo que necesites para volver a casa. ¿Qué creías, que mi amor desaparecería cuando terminara de hacerme adulta o estuviera separada de ti? Con cualquier otra habrías tenido razón. Yo también llegué a creerlo. Pero yo no soy ese paisaje ni esa noche que se ama, soy una persona y las personas necesitamos sentirnos amadas. Y tú, aunque no me lo dijeras, desde la primera vez que hablamos me has hecho sentir muy amada. No entendía tus razones para callar, pero el eco de tu silencio me resonaba en el alma. Era algo extraordinario y hermoso. Demasiado hermoso para renunciar a él.
Ahora era ella quien hablaba emocionada y él, quien veía desvanecerse sus viejos tormentos. Aunque le costaba trabajo entenderlo, más la había estado ganando para sí cuanto más había renunciado a ella.
—¿Así que ya tenías tus planes? —Fue todo cuanto necesitó preguntar.
—Sueño con mis planes hace mucho. Ahora me voy a cobrar los besos que me debes desde aquella tarde —dijo sentándose a horcajadas sobre él—. Y me voy a seguir cobrando los que me debes en la cama, y en cada rincón de esta casa. Quiero que me acompañes a Nueva York para que conozcas a mis amigos y para que me ayudes a venderle a Roberto Gianella frascos para sus potingues, pero pararemos en Roma a repetir nuestro viaje como es debido. Como no me gusta eso de andar por ahí luciendo el palmito, volveremos a casa. Dentro de tres o cuatro años voy a tener dos críos, un niño para llamarlo Ismael y una niña para llamarla Rita, y los meteré en el parquecito de madera que hizo mi padre para mí, para vigilarlos mientras pinto o le doy porrazos a un tarugo de madera y me enfado con los materiales. Y seguiré haciendo eso aquí o donde sea, pero contigo, mientras los criamos a ellos y nos hacemos viejos. —Hizo una pausa, tomó aliento y concluyó el discurso con una orden—. ¡Bésame, para empezar!
Él bromeó rozándole los labios.
—¿Tendré que pedirte, cada vez, que como en Roma?
Nada había dejado al azar y bajo la falda leve y la fina blusa no llevaba ni la ropa interior, sólo su espléndida y limpia desnudez. Él lo había notado cuando ella se sentó sobre él y ella notó que él lo había notado. Se afirmó más sobre él, lo apretó contra su cuerpo y esta vez, y en adelante siempre que quiso, fue ella quien lo besó, con tanta avidez como estaba deseando desde la primera tarde.