Tras la encarcelación del hijo, Lorenzo Quíner y Ana Tristán apenas se dejaban ver en el pueblo, y había pasado un año cuando Alfonso Santos los encontró en su consulta, apoyados uno en el otro. Lorenzo envejecido, pero Ana, pese a que era la que decía sentirse mal, resplandecía en una segunda juventud. No estaba enferma sino embarazada y floreció en los meses siguientes devolviéndole el valor a Lorenzo. Vivían en las afueras del pueblo desde la expropiación de la finca, pero al conocer lo del embarazo comenzaron a frecuentar la casa del Estero, incluso para pernoctar sábados y domingos, porque no existía fuerza capaz de disuadirlos de que no conservaran sobre ella un derecho moral mayor que cualquier otro que otorgara una ley hecha por los hombres.
El parto se presentó allí cuando Ana todavía no salía de cuentas, en lo que Alfonso pensó que más por deseo de ella que por casualidad. Llegó de improviso aunque con tiempo de que lo avisaran, por lo que tuvo ocasión de atender a la madre y al recién nacido, un robusto varón al que tenían decidido llamar Arturo.
La presencia del bebé les dio aliento para sobreponerse al dolor por la ausencia del otro hijo, del que apenas habían tenido alguna noticia. La correspondencia con él era incierta en todos los sentidos. Los primeros seis meses transcurrieron sin haber recibido una sola carta, por lo que sospechaban que en el Terrero interceptaban la correspondencia, lo que les impedía conocer las señas donde escribirle. Tras un largo periplo por los despachos, en el que fue decisiva la influencia de Alfonso Santos, Lorenzo consiguió saber su destino y pudo hacerle llegar una carta en la que le pidió que escribiera a la dirección de unos parientes de la capital. Se estableció así el intercambio de correspondencia, que de todos modos fue exiguo y penoso, pues eran contadas las cartas que, de un lado o del otro, llegaban al destinatario, abiertas y a veces con trozos recortados, lo que ponía de manifiesto la inutilidad de intentar hacerle llegar un paquete con ropa o, mucho menos, una cantidad de dinero. Apenas se entrecruzaron media docena de misivas en las que poco relevante escribían, puesto que cualquier palabra inconveniente podía originar graves consecuencias tanto para el remitente como para el destinatario.
* * *
El hijo pequeño había cumplido dieciocho meses, que pasaron en la felicidad precaria que dejaba la ausencia de Ismael. Una mañana de octubre cubierta de un gris metálico sobrecogedor, Ana se levantó sacudida por un pálpito atroz del sueño. Se sentía tan mal que intuyó que debía arreglarse para algo más que para una simple visita a Alfonso Santos. A duras penas, cambió las ropas de la cama, planchó algunas prendas y lavó la ropa del pequeño Arturo. Se aseó, despertó al niño, le dio de comer, lo bañó y lo vistió. Se puso el vestido de misas y funerales, el único que consideraba digno para dejarse ver con él, se arregló y, extenuada, esperó la llegada del marido, jugando y hablándole con dulzura a su hijo.
Cuando llegó Lorenzo, Ana estaba ya segura de que el tiempo sólo le alcanzaría para decirle que se estaba muriendo. Él intentó salir en desbandada a buscar a Alfonso, pero ella se lo impidió.
—Me moriré sola si te vas. Quédate, Lorenzo.
Como dijo, no le quedaba tiempo. Rodeada por los brazos de Lorenzo, con el pequeño Arturo sobre su pecho, sintiendo la cálida piel del hijo en una mejilla y las lágrimas del marido besándole la otra, con toda la dignidad con la que vivió su vida, Ana Tristán se marchó, serena, sin amargura ni dolor, en paz con la vida, en un leve suspiro lleno de quietud.
Lorenzo Quíner la enterró inescrutable. Nadie lo vio quejarse, pero enterraba con ella lo más importante de su vida. Tenía dos hijos. Al menos uno que lo necesitaba y que preguntaba sin sosiego por su madre. Era su deber permanecer allí, aunque en realidad estaba más cerca de ella que del mundo de los vivos. No fue capaz de continuar en la casa del pueblo y se marchó con el pequeño al Estero, la tierra querida donde nació y donde quería llorar a su mujer.
Pasados diez días, Alfonso Santos, después de su ronda a los pacientes impedidos, aunque no lo había previsto ni tenía razón para hacerlo, decidió acercarse a visitar a Lorenzo. El coche subió sorteando socavones hasta donde le fue posible, por los casi dos kilómetros de difícil camino, que en muchos tramos era una abierta barranquera. Dejó el coche y caminó haciendo algún descanso por el sendero que zigzagueaba hasta la casa. Fue un mal presagio que los perros no ladraran al olor de su llegada y se le acercaran gimoteando y con el rabo entre las patas, levantándole un temor que casi se confirmó cuando oyó el llanto del niño en el interior. Sin romper la tradición la puerta estaba abierta.
La imagen que Alfonso Santos vio en ese momento se le quedaría grabada a fuego agrietándole su inconmovible fe en la vida. El pequeño Arturo, sentado junto al cadáver del padre, lloraba desesperado y lo golpeaba en la cara para despertarlo. Nada pudo hacer por el hombre. Bajó con el niño en brazos, se lo dejó a Matilde en la casa y fue al puesto de la Guardia Civil a denunciar el fallecimiento.
* * *
Candelaria Díaz oyó desde media mañana el lamento incesante de las campanas doblando por otra pérdida irremediable. No se sorprendió porque hacía mucho que en su corazón la presencia de la muerte había dejado de ser un sobresalto dramático para convertirse en una espera resignada.
—¡Virgen santa, qué vieja soy! —se dijo—, no me espantan ya los anuncios de la muerte.
Rezaba por el alma de quien fuera mientras se daba prisa con las tareas, para acercarse a la plaza a conocer el nombre del finado. Se le adelantó Chona, su comadre, que le trajo la noticia, igual que de costumbre, como un vendaval, con sus chismes, su palabrería incesante, sus opiniones y entremetimientos. Candelaria no le guardaba recelos por el tropel de pequeños defectos, porque Chona la ayudaba desde siempre buscándole trabajos de costura, llevándole cuando podía alguna cosa para el caldero, interrumpiéndole la soledad con sus cuentos sobre las cuitas del vecindario y dándole su apoyo solidario. Le bastaba el buen corazón de la mujer para distinguirla con su amistad.
—Comadre, que vine a traerte un cuartito de azúcar para la niña y un poquito de café para ti. Café de verdad, del cambulloneo, que tiene una las tripas aburridas ya de tanta achicoria. Se lo regaló Ovidio el Ventero a mi marido por la matanza de un cochino.
—¿Y quién será el que se ha muerto, que llevan doblando toda la mañana?
—¡Ay, comadre! —se lamentó Chona al tomar asiento y acomodarse—, que te digo yo que no sé qué habremos hecho los pobres para que Dios nos mande tanta cosa seguida. Se lo había dicho yo a doña Matilde, la del médico, que me parecía a mí que ese pobre de Lorenzo Quíner se había muerto con la mujer. Y mira, el pobre, ni dos semanas duró. Ayer se nos fue. Si es que se veía venir. El pobre hombre no podía con más. Primero lo de la tierra, que dicen que es una tierra que no vale nada, pero de ellos toda la vida y la desgraciada esa de la Francesa manda al maricón del hijo… ¿Yo te conté que el hijo, Roberto el Marrajo, y el otro, Juan Cavero el Relamido, son maricones?
Hizo una pausa escrutando el semblante de Candelaria y continuó:
—Sí, mi niña, sí… Muchos lo pensábamos, pero saberse no se sabía. Hace dos años se supo. Pues sí, que dicen que fue que la Francesa encontró al hijo con el otro. Pero por lo visto en lo peor… ¿Tú me entiendes? Pues la Francesa le metió un cartuchazo a cada uno. ¿Qué te decía?… ¡Jesús, qué cabeza de pajarito! ¡Ah!… pues sí, que manda a esos dos para que le quiten la mitad de la tierra. Porque fueron ellos los que le dijeron al alcalde que se la quitara. Ahora, que estuvo bien el castigo, porque dicen que cavaron meses y meses y no encontraron ni gota de agua. Y encima, a Lorenzo después le vino lo del hijo, porque la Manuela, la de Pancho el Cañero, lo denunció. Dijo que el chico la había forzado. Y eso que vivían allí gracias a Lorenzo. El propio Pancho le contó a mi marido que Lorenzo le regaló unas cabritas y papas de semilla para que no pasaran vergüenza pidiéndole a nadie, además de que le dio permiso para vivir en la finca y lo ayudó a levantar la casa. Yo eso del hijo de Ana y Lorenzo no lo he creído, porque para mí que la Manuela, si es que tuvo algo con el chico, fue porque ella quiso. ¿Tú me entiendes? Por lo guapo que era el chico… Pero yo a Manuela la conozco y es mujer de casa y de su marido. ¡Ah! Porque hay que ver lo guapo que es el chico de Ana. Bueno y trabajador y daba gusto ver lo bien que sabe respetar. Y de hombre como el padre. Fíjate tú, que Manolo el guardia le dijo al Ventero que se estaba dejando matar por no decir que había abusado de Manuela, cuando de todas formas lo iban a mandar a un penal.
Candelaria le sirvió el café y se sentó frente a ella a escuchar en silencio. Chona buscó el impreciso hilo del relato antes de seguir.
—Aquí nadie se cree lo que dijeron de él, porque primero el chico es todavía muy joven para tanta maldad y luego, que si hubiera sido verdad, no habría hecho falta que la Guardia Civil fuera a buscarlo, porque el mismo padre lo habría deslomado a cintazos y lo habría traído arrastrando. Además, que dicen los Poceros que el chico llevaba tres días trabajando con ellos, en el Lomo Pelado, que para venir de ese sitio tiene que ser caminando, y se lleva casi un día. Nadie lo dice, pero todos sabemos que eso es cosa del Marrajo y el Relamido, ¿o no es eso lo que han hecho siempre? De mi primo Moisés también dijeron lo que quisieron antes de que no se volviera a saber de él. Bien que la Francesa puso una bomba de gasolina en la tierra que él tenía al lado de la carretera. Y esto es lo mismo. Algo hay que no se sabe, Cande, porque Ana no era de ir contando por ahí. Pero a mí me llegó que Manuela, el mismo día que se iba, fue a pedirle perdón. Y no hace mucho, Ana me dio a entender que no podía tenerle rencor a Manuela, porque si había hecho algo fue por defender a su hijita.
—Pero tómate el café, que se te va a enfriar —la interrumpió Candelaria.
Chona hizo una pausa para remover el café y tomar un sorbo.
—¿Qué te estaba diciendo?… ¡Ah!… Que esto te lo cuento porque tú hace poco que estás aquí. Pero las que llevamos toda la vida nos conocemos lo que pasa, por mucho que digan esto y lo otro. Que no, comadre, que lo del chico de Ana es mentira. Que a este pobre de Lorenzo lo hicieron sufrir mucho. Mira qué maldad, que dicen que las cartas que les escribió el hijo las tiene la Guardia Civil. Que según parece, Liborio, el cabo, le dio órdenes al cartero de que no se las entregara a los padres. Para hacerles creer que había muerto. Dicen que mueren tantos penados… Pobrecitos.
Paró para terminar el café y Candelaria, ahora en extremo interesada, la dejó continuar sin interrumpirla.
—¡Ay, comadre! No sé qué habremos hecho los pobres para merecer tanto. Fíjate que cuando nació el niño, el pequeño, hará poco más de año y medio o por ahí, estaban tan contentos. Son tiempos tan malos y tener un hijo así. Porque la madre estaba un poquito desmejorada para quedarse preñada. Y la pobre estaba tan delgadita y tan pálida desde que se llevaron al hijo mayor.
Hizo una larga pausa para enjugarse unas lágrimas incipientes.
—¡Es que era muy buena! ¡Muy buena! ¡Que descanse en paz! Y claro que la pobrecita tuvo que sufrir más que nadie lo del hijo mayor. Las madres siempre sufrimos más. Pero con lo delgada que estaba y fíjate que el niño nació hermoso; casi cuatro kilos, dice doña Enrica. Es que el médico sigue contando con doña Enrica para las parturientas. Para que no le falte lo poquito que ella gana con eso. Y Ana se sentía tan contenta con su hijo. Y con seguridad que se quedó con una anemia o algo peor. Que estaba sin fuerza, pero seguía dándole el pecho al niño. Porque lo hermoso que se veía el niño, de los mismos huesos de la madre tuvo que salir.
De nuevo se enjugó las lágrimas.
—Y se murió de buenas a primeras. Seguro que de anemia murió la pobre. Y ahora le tocó al marido. De no poder vivir sin ella.
Volvió a hacer otra pausa para bregar con las lágrimas en rebeldía.
—Y menos mal que el médico se fue ayer por la mañana a verlo. ¡Qué hombre tan inteligente y tan bueno este médico que tenemos! Que te decía que menos mal, porque si no, a estas horas, el niño también estaría muerto. Yo creo que este médico es un consuelo que nos mandó Dios, porque mira que irse hasta aquel peladero de chivos a ver a uno que no estaba enfermo, sino por si acaso que estuviera. ¡Qué buena persona!, a mí que no me digan otra cosa. O que Dios se lo barruntó, para que fuera a buscar al niño. Que también puede ser.
Se detuvo para atender sus lágrimas.
—Que dicen que cuando don Alfonso llegó estaba el pobrecito allí, llorando…, ¡mi niño chiquito!, al lado de su padre muerto. Pegándole en la cara… para despertarlo, ¡angelito mío!
Ahora las lágrimas la ahogaron durante una pausa muy larga. Las enjugó con el pañuelo, se acomodó los pechos de un lado y del otro, reajustó el tirante del sostén y continuó, recompuesta, después de tomar aire varias veces.
—Y ahora sí que don Alfonso está con un problema, porque ya me dirás, con la mujer embarazada y fuera de cuentas para parir gemelas. Es que dice doña Enrica que van a ser gemelas. Total, que no queda otro remedio que al niño se lo lleven a la capital, a la casa cuna. Claro que allí están las monjas y seguro que son buenas, pero como una madre no va a encontrar. Si por lo menos el hermano se supiera que va a venir enseguida. Pero, según dicen, eso va a tardar, si es que no lo matan antes. Lo peor es que si el hermano viene no va a encontrar a nadie de la familia. Y lo que va a pasar es que si quiere tener al niño no va a poder sacarlo de la casa cuna. Si es que para ese día no se lo han regalado a alguien. Yo te digo, comadre, que me quedaría con el niño hasta que viniera el muchacho. Total, una boquita más no iba a hacernos más pobres. Pero con la edad de mi marido y la mía, seguro que van a criticar.
Chona miró el viejo reloj de péndulo y dio un salto.
—¡Ay, Cande, qué tarde es! Que tengo que ponerle la comida a mi marido. Y arreglarme un poco para ir al funeral —terminó de forma tan abrupta como había empezado.
—¿A qué hora es? —le preguntó Candelaria viéndola desaparecer por el pasillo.
—¡A las cuatro y media me dijo el cura! —se oyó su voz desvaneciéndose en la penumbra.
Fue un funeral sentido en el pueblo y una tarde de grave solemnidad cuyo silencio fue roto sólo por los lamentos inconsolables de Chano.
* * *
Candelaria regresó del funeral apesadumbrada y comenzó a cambiarse la ropa de luto absorta en una sombría congoja. Se sentó en combinación sobre la cama y tras un intervalo, perdida en los pensamientos, cambió de idea y volvió a vestirse. Cogió un paquete que tenía encima del aparador y se fue a la casa de Alfonso Santos, acompañada de su hija, Elvira.
La recibió Matilde, con una barriga desmesurada, hablándole a Arturo, cogido de su mano, en tono de consuelo. Se alegró de ver a Candelaria y le agradeció las prendas de punto que ella le había hecho para lo que estaba por venir. De cada color para que no hubiera problema por si se trataba de varón o hembra o, si se daba el caso de que se presentasen gemelas, según los vaticinios de doña Enrica, que nadie allí se atrevía a discutir. En la conversación, Candelaria no dejó de mirar al niño que de vez en cuando lloraba en silencio, con una amargura adulta, con la pequeña mano a veces en la cabeza, a veces secándose las lágrimas.
—¿Éste es el huerfanito? —preguntó, venciéndose a sí misma—. Qué pena da verlo llorar como si fuera una persona mayor.
—Mucha pena. No ha parado desde ayer. A veces se calla un rato, pero vuelve a empezar —explicó Matilde.
—¿Es verdad que lo tienen que llevar a la casa cuna?
—Por ley tiene que ser así. Aquí no puede quedarse. Yo querría tenerlo, pero mire cómo estoy. Y Alfonso tiene que salir corriendo a cualquier hora del día o de la noche.
—Yo puedo cuidarlo —dijo Candelaria—. En la casa hay sitio y ya ve que Elvira está hecha una mujer.
De la gente del pueblo, Candelaria era la primera de una lista muy corta, entre las que Alfonso tenía previsto buscar a la que pudiera hacerse cargo del pequeño, durante el tiempo que Matilde necesitara para reponerse del parto, que, en efecto, el fonendoscopio le había anunciado sería de gemelos. No estaba dispuesto a dejar que se llevaran al niño a un orfanato, con seguridad con la misma falta de medios que en cualquier otro de los que conocía y, lo que consideraba mucho peor, con la misma falta de preparación de las personas que atendían a los huérfanos. Así que el inesperado ofrecimiento de Candelaria se adelantó a sus intenciones, confirmándole la suposición de que no había en las inmediaciones nadie más indicada para cuidar del niño que ella. Incluso cuando Elvira le tendió la mano, el pequeño Arturo se la cogió casi con un gesto de consuelo que fue liberador para el matrimonio. Conocían a Candelaria y sabían que la responsabilidad que asumía con aquel gesto no era para ella una frivolidad, sino un compromiso irrevocable. Así era. Desde lo más íntimo y en el trayecto hasta su casa, con el crío en brazos, murmuraba la oración que improvisó para el caso.
Por la edad y por el carácter obediente de Elvira no tuvo dificultad para explicarle la situación y pedirle que la ayudara en el cuidado del niño.
—Verás que nos devolverá el cariño aumentado dentro de poco.
* * *
Para que el asunto del pequeño se resolviera en el pueblo Dolores Bernal era al mismo tiempo el escollo principal y la única solución posible. Alfonso la visitó empleando como excusa otro frasco del remedio infalible contra dolores.
—¿Arregló ya lo del huérfano? —preguntó Dolores, disimulando el interés.
—Quiero que usted me ayude para que se quede en el Terrero —le contestó Alfonso.
—El huérfano debe irse a la casa cuna. Lo manda la ley —rectificó Dolores.
—El niño se queda en el Terrero aunque lo diga la ley —replicó Alfonso.
—¿Y con quién se va a quedar?
—Conmigo.
—¿Va usted a recoger a todos los huérfanos o éste es un capricho? —le preguntó Dolores sin disimular la ironía.
—Me voy a quedar con los que yo quiera, empezando por éste —replicó Alfonso.
—Ese niño tiene su sitio en la casa cuna. Allí lo cuidarán bien.
—Ese niño tiene su sitio en el Terrero y usted me va a conseguir que la ley lo pase por alto.
—¿Yo? Qué tendré yo que ver. Eso es asunto del alcalde. Yo sólo le aconsejo a usted que no se meta en los enredos de la gente de arriba.
—Mire, vieja insidiosa, se lo voy a decir una sola vez, pero con todas las letras. Aquí todo el mundo, incluido el alcalde, hace lo que usted quiere. Usted ha dicho que el niño se va y bastará con que se le lleve la contraria para que no encuentre descanso hasta que se haga su voluntad. Considero cierto que usted puede llegar muy arriba, pero yo tampoco estoy cojo ni manco, y puedo garantizarle que lamentará muchísimo el día que descubra lo arriba que puedo llegar.
Dolores Bernal lo miró atónita.
—No sé por qué me habla así —dijo, desconcertada.
—Debería estar acostumbrada. ¿No es así como tiene usted por costumbre hablarle a la gente?
—Lo siento. Estoy dispuesta a hacerle cualquier otro favor, pero ése no puedo —intentó concluir la conversación.
—Debe hablar con el alcalde, Dolores. Porque si no lo hace, esto que tengo aquí —dijo Alfonso enseñándole el frasco— se me va a olvidar cómo carajo era que se hacía. Y usted podrá pedirme cualquier otro favor, pero sufrirá más que un huérfano de la casa cuna.
Dolores comprendió que estaba perdida.
—Hablaré con el alcalde. Le diré que me haga ese favor. Pero no sé qué va a decir. Es un delito.
—La tortura, el robo, la violación y el estupro, sobre todo si es violento, también lo son —respondió Alfonso, acercándole el frasco—. Y el alcalde y la Guardia Civil hacen la vista gorda.
Dolores se apresuró a coger el frasco.
—Por esta vez no lo cobraré —dijo Alfonso—. Favor por favor.
—¿Cómo está su esposa? —preguntó Dolores para aliviar la tensión.
—Cumplida. Le daré saludos de su parte.
—Mándeme aviso cuando dé a luz.
—Se lo mandaré. Esta discusión que hemos tenido hoy por mi parte queda olvidada.
—Qué afortunado es usted —dijo Dolores—, yo no la voy a olvidar nunca.
* * *
A pesar de su pobreza Candelaria Díaz consiguió que al pequeño Arturo no le faltara de lo que consideraba imprescindible. La ayudó Alfonso, que durante los primeros meses visitó la casa a diario para ver al niño y se ocupó de que Chano les acercara leche y huevos de sus animales. Jamás necesitó recomendar algo sobre los cuidados del pequeño. Elvira se pasaba el día dándole juegos, enseñándole a hablar, a comer, a lavarse, a vestirse y cuidándolo como no lo hubiera hecho una madre, lo que suponía un gran alivio para Candelaria. Le divertía mucho oírlos cuando Elvira intentaba enseñarle a decir «Candelaria», con el mismo resultado:
—Di: «Can».
—«Can» —repetía.
—Ahora di: «De».
—«De.»
—Ahora di: «Laria».
—«Laya.»
—Ahora todo junto: «Can-de-laria».
—«Can-de-yaya».
—¡Candeyaya no!, ¡Candelaria!
Arturo la miraba muy serio, negaba con la cabeza y repetía:
—¡Yaya! —Y escapaba corriendo, mientras Elvira lo celebraba riendo con regocijo.
Fue infructuoso porque jamás consiguió que la llamara Candelaria, ni siquiera de mayor. Para él siempre fue Yaya. Era pequeña, de semblante amable, y tan bondadosa que en cada ocasión hallaba un modo de disculpar a los demás y compadecerse de sus infortunios. Aunque aquella cualidad podía llevar al engaño, pues, según para qué cosas, sacaba un temple inédito que había dejado perplejo a más de uno. Abandonó al marido, después de descalabrarlo con el lebrillo del gofio, cuando lo descubrió chispeado de vino tocando a la hija con evidente lascivia. Ni el murmullo de la gente, ni las presiones de tres párrocos puestos de acuerdo, uno tras otro y palabra por palabra, en que no era cristiano vivir separada del marido, la hicieron cambiar de idea. Lo dejaba visitar a la hija, sin más restricciones que la de que no estuviera bebido, y sólo en presencia de ella, pero en lo personal no quiso saber de él, ni siquiera para aceptarle ayuda, hasta el día en que una borrachera se lo llevó, y para asegurarse de que lo enterraran con dignidad. No consintió que la hija oyera, ni de su boca ni de la de ningún otro, comentario alguno sobre los pecados del padre que no fuera acompañado de unas palabras de misericordia.
No le faltaban sus trabajos de costurera en una época en la que casi todo había de ser hecho a mano. Se dejaba la vida puntada por puntada a la luz incierta de los candiles de carburo, la mayor parte de las veces sobre prendas usadas. Sus encargos solían ser composturas imposibles de trajes deshechos, dar la vuelta a cuellos y puños, reforzar hombreras y devolver la dignidad de prendas estragadas por el cansancio. Ganaba poco y para colmo la precedía su fama de mujer compasiva, lo que la hacía víctima de los aprovechados y de otros que, sin ese afán, acudían a ella en busca de ayuda, sin que llegaran a plantearse que era ella quien más ayuda necesitaba.
Cada tarde se reunían en su casa Chona y otras mujeres para coser juntas, mientras celebraban sus tertulias o escuchaban los seriales de la radio. Era entonces cuando Chona buscaba la complicidad de las otras y hacía los esfuerzos más denodados para convencer a Candelaria de lo catastrófico que resulta ser tan buena persona.
—Es que yo no entiendo cómo te dejas llevar por cuentos de Pascua. Si todo el mundo tiene más que nosotras —le decía—. Tú tienes que ganarlo para los niños.
—Yo sé que a veces se aprovechan —explicaba Candelaria—. Pero no sé decir que no. A lo peor a ese pobre sí que le hace falta. Hay tanta necesidad… Se pasa tanto sufrimiento… Una no sabe. Además, quien se aprovecha peca, pero quien no ampara al que lo necesita, también.
—Sí, pero dejar que se aproveche quien no lo necesita es pecado mayor, y el que se cometa para no morirse de hambre seguro que es pecado menor —replicaba Chona.
—Los pecados son del tamaño de la conciencia de cada quien —aclaraba Candelaria—. Y aunque digan que los curas tienen el poder de borrarlos, es mentira. Lo dicen para que la gente no piense que está condenada ya y se siga condenando más.
Aunque Candelaria interpretaba las creencias con una firmeza insobornable, lo hacía a la luz de su inteligencia, sin darle demasiado crédito a las palabras de los clérigos y, pese a que no faltaba a las misas de precepto ineludible, había puesto los asuntos de Dios a un lado y los religiosos a otro, puesto que pocas veces los encontraba juntos en sus ideas.
—Yo no entiendo lo mal que te caen algunos curas con lo devota que eres —decía Chona.
—Porque la devoción es un sentimiento —explicaba Candelaria—. No se puede creer en lo que no se siente. Y se oye cada cosa en la iglesia. Además, yo, lo que se dice devota, devota, soy de la Virgen. Por eso, porque es la que me llega. Debe de ser porque lo común en las madres es que pidamos para los hijos.