María, la hija de Dolores Bernal, tendría en adelante, como recurrente recuerdo de su padre, el de la última noche en que lo vio con vida, en la que él resumió en una sola frase el mundo de hiriente soledad en el que estaba a punto de abandonarla. Lo que durante años se le había estado pudriendo en el alma le reventó como una pústula, unas horas antes de morir. Un espantoso dolor de cabeza le sobrevino durante la cena y en la sobremesa se debatía en un sufrimiento que no conmovía ni a Dolores, la esposa, ni a Roberto, el hijo. María, sin embargo, no se apartó de su lado, observándolo compadecida. De pronto desapareció para regresar con una toalla húmeda. Sin hablarle, le apartó el cuello de la camisa y le aplicó la toalla cubriéndole la nuca y las vértebras cervicales. Él cerró los ojos y perdió la noción de la realidad abandonado en el súbito alivio, sintiendo que el frío liberador de la toalla era el amor de la hija, hecho materia tangible para apaciguarle el sufrimiento. Cuando abrió los ojos se encontró, muy cerca, con los de la niña, que lo miraba emocionada. La besó en la frente y en la cara, la apretó contra él con ternura y le susurró al oído lo mucho que la quería y lo orgulloso de ella que estaba, mientras observaba en el fondo de la imagen a Dolores, ausente, con la cabeza metida en una caja en la que guardaba una ridícula colección de escapularios, y al hijo, Roberto, impávido, estirado con desgana, buscando musarañas en el techo. Los sintió tan ajenos que tuvo la certidumbre de que vivían en otro mundo y a una hora distinta. Se puso en pie y, con un vozarrón que remeció los cimientos, soltó aquella frase terminante:
—¡El problema de esta familia es que no es una, sino dos!
Así lo recordaba ella. Un tanto hosco, a veces brusco y un poco maniático, era por encima de todo un hombre bueno, preocupado por el bienestar de los suyos, lo que no terminaba en el ámbito de la familia sino que lo hacía extensivo a las personas de su entorno inmediato, incluyendo a los campesinos que le trabajaban las tierras.
Dolores admitía que en aquella frase, que él pronunció unas horas antes de expirar y que también a ella se le quedó grabada como a fuego, se encontraba la verdad. La suya eran en realidad dos familias distintas. Ella despreciaba al hijo por indolente y holgazán aunque se entendía bien con él, en tanto que reconocía en María muchas de las virtudes que, en otra de las peculiares contradicciones de su carácter, admiraba, pero que al mismo tiempo eran causa de permanente gresca entre ellas.
Durante los últimos años no le dio cuartel al marido con el apremio de ingresar a la hija en un colegio religioso de la capital. En un círculo que no alcanzaba fin, él prometía que la enviarían el curso siguiente, pero cuando se aproximaba el momento entraba en un estado de cavilación y desasosiego crecientes que culminaba en un suspiro de alivio, al tomar la decisión de volver a posponerlo, lo que hacía en medio de otro chaparrón de nuevas promesas, que eran las mismas que acababa de incumplir y que tantas veces antes había quebrantado. Entendía que era una etapa indispensable en la vida de cualquier hija de familia rica, pero no hallaba el valor para renunciar a la presencia de la niña, y sabiendo que el amor era recíproco, tampoco el corazón le alcanzaba para separarla de su lado.
Así que cuando María aún no había terminado de enjugarse las lágrimas por la pérdida del padre, Dolores la envió como interna al colegio. Fue, pese a todo, la circunstancia providencial que la mantuvo alejada de la casa durante la etapa en que Dolores volteaba como un calcetín el mundo de su infancia y establecía el régimen de tiranía que encontró al regreso.
La estancia en el internado sirvió para lo contrario de lo que Dolores esperaba, puesto que María se inclinó antes por sus sentimientos que por lo que pretendieron inculcarle. Al revés, le dio forma de ideas muy personales y concretas a lo que hasta entonces no había sido más que vaga intuición. Por inteligencia y rebeldía en contra del mundo que la ahogaba, decidió que los dogmas y la disciplina religiosa eran la colosal puesta en escena de una obra cuyo texto habían extraviado. Que la disciplina inmisericorde de las monjas, la perfecta pauta de sus métodos y sus prejuicios, la inclemente y sistemática tortura de las misas, rosarios y novenas, no tenían por objeto hacerla una persona mejor y más capaz, sino más sumisa.
Apresó lo bueno con ambas manos, pero desdeñó lo demás, consiguiendo que la experiencia fortaleciera su carácter y arraigara sus convicciones. Tuvo el amparo de dos de las personas más trascendentes en su vida. Su tutora, sor Engracia del Corazón de Jesús, más que tutora, una amiga, cuyo apoyo emocional le dio soporte en el ambiente de hipocresía, rencores y zancadillas del colegio. Era una anciana venerable casi centenaria, viuda, madre de dos hijos fallecidos, monja a los cincuenta y tres años, que le enseñó a encontrar la trascendencia en la simplicidad. Las suyas eran sólo algunas ideas, pero de una rotundidad y clarividencia inapelables: «No es posible llegar a Dios sin la libertad. Pero la auténtica libertad está dentro de nosotros mismos. Con ella se alcanzan la paz y la felicidad. Dios está tras esa puerta». Cuando enfrentaba aquellas sentencias tan sabias y elementales de sor Engracia a la palabrería teológica cimentada sobre el miedo, le salían victoriosas fuera cual fuese el ángulo desde el que las contemplara. Daba igual que tuviesen o no que ver con lo religioso. Para quien supiera verlo, tenían la virtud de hacer mejores personas, para sí mismas sobre todo, y por ello también para los demás.
La otra conocedora de sus secretos, la compañera, confidente y cómplice, fue Rita Cortés. Otra alumna de la misma edad, aunque veterana en el colegio, que la acogió el mismo día de su llegada y con la que trabó una amistad que duraría hasta el final de sus vidas, a pesar de que eran de actitudes y temperamentos divergentes. Rita era inquieta, traviesa en ocasiones y osada en todo momento, aunque con el don natural para hacerse perdonar.
Fue ella quien le habló del mito de las «otras niñas». Así las llamaban, «las otras», «las de caridad» y a veces también «las bastardas», dependiendo de quién lo dijera y a quién. Por la mañana, cuando las señoritas estaban en la misa, o por la tarde, durante el rezo del rosario, se oían las risas de «las otras» en la calle. Un día dejaron de oírse. Fuera de los muros las cosas se hacían más difíciles y el fragor de la guerra era más intenso, pero el manto de protección que las envolvía también se había hecho más grueso.
El de los quince años fue un verano que ambas amigas recordarían como el mejor de sus vidas. Rita lo pasó en casa de María. Fue un año después de terminada la guerra, que mientras duró apenas les había inquietado, porque dos chicas de la burguesía no percibían que tuvieran nada que temer de un conflicto que ni entendían ni les cabía en los planes, mucho menos a los quince años, cuando sólo les interesaban cuestiones relativas a hombres, tanto mejor si eran jóvenes y atractivos. Por supuesto, en aquel terreno Rita llevaba la delantera. Cuando acabó el verano regresó enamorada de un joven cinco años mayor que ella y hecha una mujer en el más elocuente sentido de la palabra, contando los días que faltaban para volver a verlo y repitiéndole a María las confidencias de sus tardes de amor, con los precisos detalles.
Aquel año volvieron a oírse las risas de «las otras» a la hora de las misas o el rosario. Eran la obra de caridad principal, el santo desvelo de la institución del que se alardeaba al tiempo que se hacía saber a las alumnas, con palabras de hierro candente, pronunciadas, eso sí, en tono beatífico, que bajo ningún concepto debían mantener contacto con ninguna de «las otras», «también criaturas de Dios, pero nacidas, por sus inescrutables designios, en circunstancias distintas». Las madres se encargaban en casa de explicar mejor el concepto, advirtiendo a las hijas, con palabras menos vaporosas, de que «las otras», «las bastardas», eran sucias, taimadas y de naturaleza inicua.
A causa de una travesura a la que la empujó Rita, tuvo lugar un incidente que fue para María la experiencia más importante, no sólo de su estancia en el colegio, sino también de su vida. Un día cruzaron al otro lado para ver a «las otras». Para Rita no fue más que otra experiencia; estimulante, pero sólo otra experiencia que, si acaso, le confirmó que era mejor ser rica que pobre. María, sin embargo, entró en ella siendo una adolescente y salió convertida en una mujer que jamás volvería a creer en francachelas teológicas. Se habían puesto enfermas por algo que compartieron en la cena. Por la mañana hubo cierta confusión que las dejó sin supervisión durante las horas de clase. En la enfermería pensaban que debían asistir a la clase y en la clase las dispensaban porque las suponían en la enfermería. Rita había encontrado el modo de subir desde allí a un desván en el que no existía el muro que dividía el colegio en dos mundos, porque permitía caminar sin dificultad, bajo los tejados, de un desván al siguiente.
Desde allí, María descubrió el otro mundo. El mundo por el que muchos todavía morían librando una lucha fratricida, unos para abolirlo y los otros para hacerlo más implacable. Viendo a «las otras», «las bastardas», comprendió el sentido de aquella guerra, y entonces supo que, por lo que le concernía, no la había ganado sino perdido, cuando se vio retratada en el mundo de las de su clase, el de las señoritas saludables de uniformes lustrosos, con limpios cabellos peinados en bucles y adornados con cintas de seda; las señoritas con zapatos de charol y medias blancas, que entraban a misa como ramilletes de ofrenda, en formación de orden cerrado por el pasillo central; que asistían a clase en aulas con pupitres, a razón de no más de quince alumnas por aula, que usaban cuadernos y disponían de libros y acceso a la biblioteca, a las que se les dispensaba el trato de señoritas y disfrutaban del derecho a una tutora por alumna y cuyos castigos salían a escribir tantas veces una frase, o a asistir a tantas misas de refuerzo, o rezar tantos avemarías.
Supo quién era ella viendo el mundo de «las otras», el mundo tras el muro prohibido, el mundo de las niñas que nadie debía ver ni con quien nadie debía hablar; el de las niñas que cubrían sus flacos cuerpecitos con remiendos de retales y ropa desahuciada por señoritas; el de las niñas con el pelo cortado al cero para evitar los episodios de piojos; el de las niñas con alpargatas rotas por la uña del dedo pulgar, sin calcetines, que lucían aureolas de suciedad en los calcañales, que entraban a otras misas como rebaño en el corral; el de las niñas que asistían a clase malbaratando sus espaldas sobre miserables bancos de madera, sin pupitres, a razón de ocho alumnas por banco, a razón de los bancos que cupieran por aula, que escribían sobre pizarrines y compartían entre muchas los libros desahuciados por las señoritas, que no necesitaban acceso a la biblioteca y cuyas tutoras lo eran por aula y no por alumna, cuyos castigos salían a tantos golpes con la vara sobre sus manos indefensas o a tantos minutos de rodillas con los brazos en cruz; las niñas que saldrían de allí siendo más que esclavas, esclavas agradecidas.
Y no sólo descubrió que existían dos clases de alumnas, sino que también existían dos clases de monjas: las que fumaban en la sala de profesoras al amparo de buenos sillones, mientras se les servía el café, el buen vino de sobremesa, el magnífico coñac francés; monjas que deambulaban por los despachos, haciendo como que hacían, que vestían hábitos de sastrería confeccionados con los más finos estambres de importación; monjas de manicura perfecta y piel sonrosada fragante a Heno de Pravia, con el semblante altivo de señoritas. Y las otras, las monjas que comían la sopa con un mendrugo, hacinadas en los bastos tableros de madera que servían de mesa; monjas que fregaban los suelos, cuidaban del jardín, cocinaban, atendían a los animales; monjas con las manos cuarteadas por el aliento abrasivo de la sosa y la lejía, que fregaban kilómetros y kilómetros de corredores puliendo los suelos con las rodillas en carne viva, al compás de galeotes de un avemaría tras otro hasta el fin de los tiempos; monjas que olían a mierda de cabra y creolina, embrutecidas, sudorosas, con la piel de cuero curtido y el semblante humilde de las esclavas.
Existían dos mundos y ella no sentía pertenecer al mejor de los dos. La madre superiora quiso expulsar a las dos amigas, pero el obispo dejó las cosas en su lugar con una reprimenda y unos ejercicios espirituales. Cuando habló de la experiencia con sor Engracia, ella terminó de confirmarle el desorden de lo que había visto: «Si supieras cuánto llevo sufrido pensando en lo que hacemos con esas criaturas».
Le contó que al otro lado del muro las alumnas eran niñas pequeñas porque sólo podían estar hasta cumplir los doce años. Que a continuación tenían que aprender a cuidar de sus casas, a ayudar a sus familias, a prepararse para el matrimonio cristiano y para ser madres de muchos hijos.
Perdió a sor Engracia con las campanadas del ángelus un día de abril. La había acompañado hasta el último suspiro y no se apartó de su vera en las horas del largo velorio. Su vida era todavía corta, pero le alcanzaba ya para un recuento de verdades y decidió que de aquel mundo, sor Engracia era lo único que merecía salvarse. «¡Al carajo!», se dijo, «usted y yo, sor Engracia.» Y decidió que en adelante se quedaría de Jesús con lo que tenía de hombre tolerante en harapos, pero que nada le concerniría a partir de que lo convirtieron en Cristo, cuando lo extraviaron por los laberintos de la retórica y lo enredaron en telarañas de escolástica.
Aunque pasaba los veranos en casa, cuando acabó el internado Dolores vio regresar a una desconocida, a la que tampoco allí habían conseguido hacer entrar por vereda. Más segura de sí misma, solitaria y más rebelde y distante. Antes de irse era la favorita del servicio, pero desde el regreso los consideraba su auténtica familia. Fue la única capaz de hacerle frente a Dolores. A su hermano, Roberto, lo trataba con cordialidad, pero cuanto más lo conocía menos le gustaba.
Los vencedores de la contienda habían dejado muy claro cuál era el papel irrelevante que ella debía desempeñar en la absurda sociedad que sólo a ellos les complacía, pero aquel no era su papel de ninguna de las maneras. Se enclaustró en su habitación y dejó pasar los años siguiendo los dictados de sor Engracia, hallando su paz en lo inmediato, en el trabajo diario, en la lectura, en el disfrute de los bordados, saliendo de la casa sólo para pasear a caballo cuando el tiempo lo permitía, ayudando a cuanto menesteroso andaba por los alrededores o se cruzaba en su vida y permaneciendo lo más alejada posible de las inclemencias de su familia.
No llegó a interesarse por ningún hombre. Cuando cumplió los veinticinco años Dolores comenzó a inquietarse por ello, pero en lugar de darle libertad para hallarlo por sí misma, para acertar o para equivocarse, empezó a buscarle pretendientes que a María no podían despertarle interés, porque los que no le inspiraban compasión le ponían el vello de punta. Tras el filo de los treinta, con motivo de cualquiera de los frecuentes roces, Dolores intentaba humillarla llamándola solterona. No la perturbó. En un lugar muy recóndito de su alma deseaba que él apareciera un día en la cancela que veía desde su ventana, pero al contrario que Rita, desaparecida de su vida cuando huyó a Madrid, ella no haría pruebas con el corazón. Sabía que si llegaba a querer no habría regreso, pues su amor sería tan grande que el corazón no le resistiría si algo saliera mal. El hombre al que ella le entregara tanto sería el definitivo, pero él debería merecerla.
* * *
Se había producido en el establo un acontecimiento que debiendo ser feliz, tenía para los protagonistas un agrio sabor de incertidumbre. Virtudes, la criada más joven de los Bernal, se había quedado embarazada en el primer escarceo de amor completo que tuvo con Paulino, el colaborador en la atención del jardín, los animales y el mantenimiento de la casa. A decir de Dolores Bernal, el mejor que había tenido nunca.
Paulino se acercó a Virtudes en cuanto la vio detenida bajo el dintel, buscándolo con gesto de preocupación.
—No me preguntes —se adelantó Virtudes cuando él se acercaba.
Paulino la cogió de la mano y se sentó junto a ella en un rellano hecho con losas de piedra tosca.
—¿Sabes una cosa? Estoy contento —dijo él rompiendo el silencio.
—¿Por haberme embarazado?
—No. Porque así podremos casarnos sin dar vueltas.
—Para cumplir, ¿no?
—Para cumplir no, tonta. Para que sepas que voy en serio.
—Entonces, lo que yo digo: para cumplir.
—No, Virtudes. A lo mejor es que yo no sé cómo decirlo. Es para que sepas que voy en serio.
—Alguna manera habrá de decirle eso a una chica. Para que ella pueda hacerse idea.
—Claro, una manera hay.
—Pues dila.
—Bueno, pues eso. Que quiero casarme contigo. Por eso, porque te quiero.
Virtudes se enjugó el llanto súbito.
—¿Por qué lloras? —preguntó Paulino.
—Por qué va a ser.
—A lo peor es porque tú no me quieres.
—¿Eso crees? ¿Es que piensas que voy por las cuadras revolcándome con todos los que me encuentro?
—No digo eso —se defendió Paulino—. Digo que también habrá una forma de decirlo para que un hombre lo entienda.
—Sí que la hay —dijo Virtudes, sonriendo, víctima de su propia estratagema.
—Pues dila.
Virtudes asintió.
—Bueno. Que en el fondo yo también estoy contenta. Que lloro porque yo también te quiero.
Paulino la besó. Quedaron ensimismados en su momento de felicidad durante un rato muy largo.
—¿Dónde viviremos? —preguntó él.
—Lo mejor sería aquí, como ahora. En la casa que el ama le deja a mi padre hay sitio para los cuatro. Así podré seguir trabajando y atender al niño cuando venga. Y podré echarle un ojo a mi padre, que ya está achacoso.
—Eso sería lo mejor, pienso yo —asintió Paulino—, porque en casa de mi madre no hay más cuarto que el de ella. Como el ama nunca me da tiempo para mis cosas, no he podido hacer otro cuarto. Y con lo que me paga, tampoco podremos vivir los cuatro.
—Tú, lo del ama, déjame que lo arregle yo, que sé cómo llevarla. El otro día andaba diciendo que otro hombre por las noches sería buena cosa en la casa. Lo nuestro le viene de perilla, pero hará sufrir todo lo que pueda. Ella no va a encontrar gente que le dé la confianza que tiene con nosotros. No dejará que tú te vayas. El daño lo hará conmigo. Es mejor que vea llanto desde el principio, porque hasta que no ve sufrir, sigue retorciendo el pellizco.
Por una perversa costumbre, destinada a establecer el abismo que debía separar a los criados de los miembros de la familia, Dolores Bernal dejó pasar una semana antes de escuchar lo que Virtudes tenía que hablarle. El padre de Virtudes intervino para pedirle que la oyera. Dolores accedió y la hizo llamar a la biblioteca, donde atendía los asuntos de negocio.
—¿Qué es lo que te pasa, Virtudes? —preguntó Dolores.
—Que le pido permiso para casarme, señora —contestó Virtudes.
—Mala cosa si hace falta tanta prisa. ¿Estás preñada, Virtudes?
—Quiero casarme con Paulino, señora.
—¿Paulino? ¿Mi Paulino?
—Él mismo, señora.
—Pero ¿estás preñada o es un capricho?
—Me falla cinco semanas. Debe de ser, señora.
—Qué mosquita muerta me has salido, Virtudes. Sabes que si eso ha pasado, los dos tienen que marcharse. Porque eso no se ha tolerado nunca en esta casa.
—Si nos echa, no tendremos dónde ir. Por lo menos deje que Paulino se quede. Usted dice que es el que mejor le cuida los animales, señora.
—No insistas, Virtudes, no podrá ser. Dentro de dos meses se tendrán que ir. Retírate —dijo Dolores concluyendo la entrevista.
—Con su permiso, señora —se despidió Virtudes, llorando trémula.
María se pasó la tarde consolándola en la cocina y en la sobremesa de la cena intercedió por ella. Virtudes vivía con su padre en una vivienda aledaña a la casa, destinada a los criados. Cuando la abandonara, no sólo se quedaría en la calle, sino que tampoco podría atender a su padre.
Nada de aquello conmovió a Dolores y la conversación con la hija terminó, como de costumbre, en trifulca.
—Vendrá un niño dentro de poco y sabes que no me gustan los niños —quiso concluir Dolores.
—Es usted despiadada, madre —insistió María—. Virtudes lleva trabajando aquí desde que tenía doce años. Paulino entró con nueve. ¿Desde cuándo se tienen nueve años o doce y no se es un niño?
—Es distinto. Eran criados. Pero ahora han manchado el honor de la casa. Deben irse —replicó Dolores.
—¡Ah!, se me olvidaba lo del honor. Ese que a usted tanto le preocupa, el que concierne sólo de la cintura para abajo —dijo, caminando hasta la puerta desde la que se volvió para concluir—: Sepa, madre, que hace muchos años que descubrí que Paulino y yo somos hijos del mismo padre. Así que, por mi parte, cualquier hijo suyo será sobrino mío.
A Dolores le entró un terrible dolor de cabeza. Pensó que aquella hija indeseable terminaría por matarla con su insolencia.
* * *
Cambió la situación un acontecimiento del que Dolores informó a los hijos, pletórica de alegría. Muy pronto alojarían en la casa a un miembro importante del gobierno durante unas cortas vacaciones. Sería menos de una semana, pero lo suficiente para tener contacto directo con la cúpula del poder. Roberto se entusiasmó tanto como la madre. Para María, sin embargo, no era sino otra de las malas noticias que debía lamentar de su familia. Sólo por hospitalidad, haría lo justo para no romper el sosiego de la casa.
La primera condición de la lista de casi dos folios que le impusieron a Dolores Bernal para acoger la visita era: «Una capilla con espacio para veinte personas». Dolores pensó que no podría cumplir con la condición hasta que advirtió que la parte más vieja de la casa era la bodega de piedra. Una antigua construcción de medio siglo, de gruesos muros con tejados de loseta de pizarra. Mandó que la vaciaran y con una cinta métrica de sastre la midió con dificultad, obteniendo la inmediata conclusión de que el nuevo destino de aquel recinto sería el de capilla de la casa. La capilla de Dolores Bernal. Ordenó que la dejaran abierta y no le concedió importancia al olor a vino añejo que saturaba el ámbito de la estancia, segura de que remitiría durante el mes que tenía de plazo para los preparativos.
La segunda imposición era la más difícil: «Cuatro criadas», decía la lista. «Jóvenes», se agregaba a lápiz.
Dolores lo meditó durante días. El panorama de un escándalo con una criada que rechazara al invitado le resultó pavoroso. Así que decidió obrar con cautela y resolverlo con astucia. Llamó a Roberto.
—Tienes que ir a la capital a comprar un sagrario —le ordenó al hijo.
—¿Un sagrario? ¿Dónde se compra un sagrario?
—Yo tampoco lo sé. Mejor vas al obispado y lo preguntas. O mejor aún, intenta que te presten uno. Les dices para lo que es. También vamos a necesitar los útiles para la consagración, que te hagan una lista y los traes.
—Eso me va a llevar todo el día —objetó Roberto.
—Y toda la noche, porque me tienes que conseguir a dos mujeres que puedan hacer de criadas. Pero tienen que ser jóvenes y putas.
—¡Carajo, madre! ¿Dijo putas? —preguntó Roberto sin dar crédito a lo que oía.
—¡He dicho putas! —confirmó Dolores—. Y tienen que ser jóvenes y guapas.
Roberto estaba atónito. Dolores recapacitó.
—Mejor no las elijas tú. Que las elija el maricón —le aconsejó Dolores refiriéndose a Juan Cavero. Roberto la miró a punto de defender al amigo, pero ella lo paró—: Tiene los huevos tatuados por maricón. El tatuaje no se va a ir y la condición tampoco. Esas cosas no cambian. Además, el encargo te lo hago a ti, no a él. No quiero saber nada de él. Pero sé que irá contigo. Así es que si quieres hacer bien el encargo será mejor que las elija él. Se les pagará bien.
Las dos mujeres, sin duda bellas, que Roberto contrató visitaron a Dolores en los días siguientes. Las trató con cordialidad y no sólo por conveniencia. Por una bruma, o tal vez una claridad indescifrable de su mente, le merecían respeto. Las aceptó sin preámbulos y fue generosa en el precio que ofreció. Llegaron con una semana de anticipación y ocuparon una buena habitación que Dolores en persona les mostró. Las dejaba bajar a la playa y sólo las requería por la tarde, durante dos o tres horas de charla y ensayos, que necesitó para asegurarse de su instrucción.
—No me busquen al invitado —les dijo Dolores—. Lo normal es que no pase nada. Pero si se da la circunstancia, me hacen lo que saben hacer. A ningún hombre le molestará eso. Pero cuidado con las palabras y el tono. Debe parecer que son vírgenes salvo por accidente. Se les pagarán aparte los servicios propios de la profesión, siempre y cuando no haya escándalos.
Remató el asunto preparando a las auténticas criadas, en particular a las más jóvenes, en sentido contrario. Les dio instrucciones para que en los días de la visita usaran sujetadores que disimularan sus pechos y fajas que disimularan sus caderas, y la orden expresa de que no se maquillaran. A las profesionales les corrigió el peinado y el maquillaje para que parecieran criadas, pero sus uniformes, aunque discretos, no ocultarían sus elocuencias femeninas.
En la casa se libró una lucha sin cuartel durante las dos últimas semanas. Se podaron y replantaron los jardines, se pintaron las fachadas y el interior de la casa y de las cuadras, se movieron los muebles y se baldearon los pisos. La plata, las finas porcelanas, las caras cristalerías y los bronces brillaron con todo su esplendor. Las camas y el mobiliario se adornaron con las finas pasamanerías que Dolores había atesorado, en los tiempos de más cruenta penuria, con salarios de un kilo de tomates o dos kilos de papas, por jornada de doce horas de trabajo, de las caladoras y encajeras. Estuvo en cada detalle, gobernando sin tregua, sin dejar nada al azar. El visitante, cuyo cargo fue para ella un misterio, debía de ser alguien con poder sobrado sobre haciendas y destinos, una distinción dudosa, a la que pese al honor sería demasiado peligroso renunciar.
Sin embargo, la angustia llegó por donde menos hubiera imaginado. El asunto de la capilla se presentó mal. Habían lavado las piedras, baldeado los suelos, recuperado y barnizado las maderas y los carpinteros terminaban de restaurar la gruesa puerta de caoba, pero el olor del vino no había cedido. A una semana de la visita Dolores empezó a sentir inquietud por el asunto. Ordenó que cubrieran el piso con creolina. Al día siguiente comprobó que la creolina se había sumado al olor del vino empeorando el del día anterior. Ordenó que baldearan con lejía, y otro día más se agravó la situación. Ahora había tres olores imposibles de soportar. Desesperada, mandó a Roberto a pedir consejo al vicario de la diócesis, que envió a dos frailes con incienso y un incensario enorme. Llegaron cuando anochecía y antes de cenar cerraron las puertas y ventanas de la capilla y empezaron con el sahumerio de incienso. Al término, dejaron el incensario pendulear de la viga maestra, invadiendo la estancia de la densa combustión, y pareció funcionar. El aire era irrespirable, pero no se conseguía oler a otra cosa que no fuera a incienso.
A la mañana siguiente, por encima de todos los olores, imponía su criterio el aroma del vino y Dolores estaba fuera de sí. Los frailes intentaron tranquilizarla haciendo nuevos sahumerios, pero ella continuó sintiéndose abandonada en el foso de los leones, a sólo dos días de la importante visita. A la mañana siguiente el olor del vino pervivía al del incienso, la lejía y la creolina no se percibían ya, pero el vino parecía reírse: incluso apestaba. Dolores mandó llamar a Alfonso porque sentía una taquicardia golpeándole el pecho. Él no vio solución de resolverle el síntoma si no eliminaba la causa y se aventuró a darle un consejo:
—La creolina y la lejía están bien por salubridad. Pero no olerá a capilla hasta que no haya dentro de ella cosas de capilla. Acábela cuanto antes y verá que la cosa no es tan grave, ¿o no se celebra la eucaristía con vino? Con el tiempo terminará oliendo a capilla.
Se acalló el tambor en el pecho de la mujer. Recobró la cordura y ordenó que colocaran el altar, los escaños y los reclinatorios, la enorme cruz, el sagrario y los candelabros, que esperaban en el jardín. Cuando estuvo listo el mobiliario, colocaron los cirios y los adornos florales de crisantemos y lirios, y mandó encender las velas y los cirios y dejar la puerta abierta. Funcionó. A sólo doce horas de la visita aunque el olor del vino se percibía, era tolerable, y Dolores terminó por olvidar el infortunio. Se limitó a ordenar que hubiera cirios y velas encendidos y que los adornos florales fueran sustituidos cuando perdieran altivez. Otra vez Alfonso Santos la había salvado.
* * *
El día señalado los criados lucían en perfecto estado de revista. Dolores Bernal y sus hijos estrenaron vestuario completo y hasta los perros lucieron collares nuevos. El personaje llegó, precedido por dos motoristas de la Guardia Civil, en un Mercedes negro.
Se bajó un hombre menudo, enjuto, de rostro inexpresivo y ademanes nerviosos, para preguntar por diversos aspectos de índole protocolaria, relativos a la seguridad del eminente personaje y algunos caprichos que éste había impuesto, más para establecer la importancia del rango que para satisfacer gustos personales. El hombrecillo se acercó al coche y habló por la ventanilla. Dolores Bernal estaba al frente de la formación dispuesta en orden militar: el padre de Virtudes, que haría las veces de ayudante de cámara, las cuatro criadas jóvenes, las dos criadas mayores, las dos cocineras, los tres trabajadores que mantenían las labores de la cuadra y los jardines. Delante de ellos los dos hijos de Dolores y ésta, en cabeza de la formación, vestida de su negro impenitente, con un bastón con mango de oro incrustado de circonitas y algunas de las alhajas más caras de su caja fuerte.
El hombre se bajó del vehículo, altivo y suficiente. Era redondo y grasiento, de escaso pelo negro muy corto y engominado, con una papada brillante, desbocada del cuello inexistente. Tenía treinta y ocho años, pero su aspecto crepuscular le hacía aparentar más de cincuenta. Vestía un denso traje gris sobre una camisa azul adornada por una corbata negra, ensartada por un alfiler con un rubí faraónico. Su semblante displicente, oculto por unas gafas negras de gruesa pasta, lo adornaba con un bigotillo imposible de hacer, afeitado con esmero desde la nariz hasta el labio, salvo los cuatro milímetros perdonados por la hoja.
Dolores Bernal desarrolló el ritual que tanto trabajo le había costado ensayar, acercándose primero, sonriendo complacida para tenderle la mano y hacerle una reverencia de cortesanas novatas. El hombre le estrechó la mano, sin mirarla siquiera, cuando ella presentó a los hijos y al personal. Impasible tras las gafas negras, pasó revista con un movimiento de izquierda a derecha y de derecha a izquierda antes de detener la mirada sobre las criadas, que se alejaban. Y sobre María, allí presente, pero con el pensamiento en otra parte.
El visitante se retiró a su habitación, la mejor de la planta alta, sin compartir el ágape para el que Dolores había dispuesto lo más selecto de la despensa. Comió solo, provocándole a Dolores una terrible desilusión que descargó en una tormenta de ira sobre los criados, culpándolos de sus modales groseros y su aspecto de campesinos sin desasnar. No se dejó ver durante la tarde hasta que bajó para el rosario que ofició el presbítero del séquito, inaugurando la capilla de Dolores Bernal. Todos tuvieron que asistir por la fuerza, salvo los guardaespaldas y María, a quien Dolores no consiguió arrastrar hasta allí.
—La felicito por la capilla —le dijo el visitante a Dolores al término del rezo—. Ostentosa. Pero huele a catedral.
Aquello casi consoló a la mujer, pero le duró poco. Volvió a contrariarla la orden, otra vez pronunciada con una displicencia exasperante y otra vez dictada sin que el personaje se dignara mirarla, de que María le subiera la cena a las ocho a su habitación. No quedaba otro remedio. María tendría que subir la cena y Dolores apearse del orgullo.
—María, hija, su excelencia ha pedido que le subas la cena a la habitación.
Le habló con un tono de dulzura que habría dejado atónito a cualquiera que la conociera.
—¿Que suba yo la cena? ¿Se ha vuelto loca, madre? —respondió María, casi divertida.
—Verás, hija, sé que puede parecer un trabajo de criadas, pero yo lo que me figuro es que quiere conocerte y darnos las gracias a través de ti —explicó Dolores, haciendo el tono de voz aún más pastoso—. Al fin y al cabo también es tu invitado.
—Ni hablar, madre. No estoy dispuesta a tener nada que ver con ese individuo. Es asunto suyo. Resuélvalo usted.
—Hija, comprendo que no he sido muy amable contigo. Te pido perdón. Hazlo por mí. Sabes que se trata de gente muy importante, con mucho poder.
Y fue en ese momento cuando María vislumbró una esperanza para el asunto que más le preocupaba.
—Podría hacer algo si Virtudes y Paulino se casan y se quedan en casa.
Dolores vio los cielos abiertos, pero sabía apurar las negociaciones.
—Hija, Virtudes no puede quedarse. Eso no puede ser. He dado mi palabra.
—Entonces no hay de qué hablar, madre. No subiré la cena.
—A mí… En fin… Paulino lleva tantos años con nosotros. Es tan buen chico y tan trabajador que estoy con un disgusto tremendo porque se tenga que ir. Yo creo que puede llevarse a Virtudes a su casa.
—Está bien. Se casan y Virtudes se va a casa de Paulino. Pero Paulino se queda aquí con salario para mantener a una familia o tendrá que subir la cena usted.
—Hija, tú sabes que no voy a dejarlos que se mueran de hambre.
—Entonces, dígamelo seguido, para yo saberlo.
—¡Está bien, hija desmerecida! Paulino se casará con Virtudes y recibirá aumento de sueldo —dijo Dolores en tono de letanía.
—Entonces subiré la cena ahora —respondió María en el mismo tono.
—Pero Virtudes se va a casa de Paulino —dijo Dolores, para ser la última en hablar.
—El acuerdo es sólo por esta cena. Ni una más —precisó María, antes de llamar a Virtudes, que entró enseguida.
—Mándeme usted, señorita.
—Doña Dolores tiene algo que decirte.
Dolores le echó una mirada de cuchillos al rojo.
—Verás, Virtudes —explicó Dolores empleando su tono bondadoso—, que me da mucha pena que tu hijo no vaya a tener un padre como es debido. No hay necesidad de un escándalo y tampoco sería cristiano que tuvieras al hijo sin haberte casado. Así que he decidido que te casarás con Paulino. Pero debes dejar la casa en cuanto te cases. Él se quedará aquí como hasta hoy. Puedes retirarte.
—Muchas gracias, señora. ¡Que Dios le pague lo bondadosa que es con nosotros! Si no manda otra cosa, señora.
—No. Puedes irte.
—Con permiso de la señora.
—¡Espera, Virtudes! —pidió María.
—¡Madre!… —exclamó María, exigiendo la parte del acuerdo que faltaba.
Dolores volvió a mirar furiosa a su hija.
—Por cierto, se me olvidaba —dijo recuperando el tono bondadoso—, también he pensado que como cuatro bocas son más que dos, Paulino tendrá aumento como regalo de boda.
—Muchas gracias, señora. ¡Que Dios la bendiga!
—Márchate, Virtudes, por favor —le pidió María.
—Con permiso de la señora —dijo Virtudes antes de salir.
—Está bien, madre. Explíqueme el recado.
María subió la cena después de que Dolores le descifrara un sinfín de recomendaciones, atenciones, pormenores y cuidados. Tocó en la puerta, dijeron: «Pase», ella entró a la habitación y lo vio por primera vez tal cual lo imaginaba sin las gafas negras, con sus pequeños ojos negros centelleando el frío brillo metálico de los seres sin alma. Remató la página que leía, antes de abandonar el libro para dignarse mirarla. María confirmó sus peores suposiciones al ver que el título era el del libro de obligada lectura para los que pretendían llegar a ministros en aquella época de clérigos y fanáticos. El hombre le puso cara de perrillo faldero baboso.
—¡Ah, señorita, es usted! ¡Me complace tanto hablar con usted! —dijo con voz de pato fañoso—. ¿Me hará el honor de acompañarme y tomar algo mientras ceno? Terminaré enseguida.
Era insoportable para María sentirse en presencia de aquel ser repulsivo, a quien le había asignado las perversiones que adivinaba en los manejos de la familia y las había multiplicado por el rango obteniendo un resultado estremecedor. El hombre se sentó a la mesa y esperó a que María empezara a servirle, pero ella le acercó el carro hasta donde quedó, dio la vuelta a la mesa, separó una silla y se sentó ocasionándole un alboroto de ideas, que lo hizo naufragar en un océano de varios segundos de desconcierto. Reaccionó dominando su contrariedad y levantándose de la silla para servirse la cena, después de poner una copa delante de María.
—¿Quiere usted vino, señorita? —preguntó.
—Sólo agua, gracias —respondió María con un tono sin vida.
El hombre cambió la copa y le sirvió el agua con movimientos imprecisos y abotargados. Luego se sentó.
—Verá, es que quería saber qué me recomendaría usted para pasar estos días que voy a ser su invitado —dijo retornando a los modales de perrito faldero baboso.
—Yo poco puedo decirle de eso. Dependerá de sus gustos —le respondió María.
—Claro, eso lo primero. Pero si usted me dijera las posibilidades del lugar…
—Existe una cala a trescientos metros con una playa muy buena. También puede montar a caballo, en el establo tenemos cuatro yeguas y un caballo. Cuidado con él, está sin castrar, es un semental. No se lo recomiendo si no es usted buen jinete.
—¡Ah! Caballos. Mi abuelo era tratante de caballos, ¿sabe? Pero yo soy de biblioteca y laboratorio. Soy médico forense, ¿sabe? Aunque ahora estoy con esto de la política, claro.
—Entonces será mejor que olvide lo de los caballos. Será preferible un baño y un paseo por la playa —le recomendó María ocultando su premura por terminar la conversación.
—La playa, claro. Hay pocas ofertas, claro.
María se sentía más incómoda cada vez que él decía «claro» o «¿sabe?». Las muletillas, que empleaba cada pocas palabras y que ponían en evidencia que era un hombre temeroso de expresar sus auténticos pensamientos.
—También puede dar una vuelta por la isla, es muy bonita; pero eso tendrá que hacerlo en coche.
—La isla, claro. Estuve ya una vez y la recorrí. Después de la guerra, ¿sabe? Yo era un crío. Pero ahora me supone un problema con la escolta. No me queda otro remedio que llevarla. Todavía quedan enemigos de la patria, ¿sabe? En fin, tengo la playa, claro. Eso haré, claro. En fin, si quisiera usted acompañarme…
El pecho de María se hinchó con una bocanada de redención:
—¡Cuánto me gustaría! —dijo.
Y lo dejó ahí, suspendido, para hacerlo mayor, más redentor. Para después. Para saborearlo mejor.
—Entonces quedamos para mañana, claro. Es un honor que usted me hace, señorita.
—¡Cuánto me gustaría! —repitió.
Y lo dejó otra vez en el aire. Necesitaba un sabor aún mejor. Una redención aún mayor.
—Después de misa, claro. Puede usted desayunar conmigo. Y con mi confesor, claro —dijo el hombre dándolo por logrado.
—¡Qué lástima que haya hecho votos! —dijo María para rematar la travesura.
El hombre volvió a naufragar y esta vez casi se ahogó.
—¿Votos? ¿Ha hecho votos? —preguntó trémulo.
—No puedo acompañar a ningún hombre, ni a mi hermano, figúrese, hasta que no me case —respondió María con la miel de la diminuta venganza en los labios—. Me siento pecadora por acompañarlo mientras termina de cenar.
—Un voto, claro.
—Por la salud de mi madre. Figúrese, que desde que hice la promesa mi madre casi no sufre dolores.
—Dios es inescrutable, claro. Pero tratándose de un acto de piedad no sería violar el voto, señorita —dijo el hombre intentando salir de su naufragio.
—No crea —explicó María, divertida—. He hablado por teléfono con el párroco para preguntarle si podía subirle la cena. Me ha dispensado por tratarse usted de hombre piadoso y estar invitado. Pero fuera de la casa, sería violar el voto. Con total seguridad.
—Entonces no se puede hacer nada, claro —concluyó dándose por vencido.
—Me encantaría seguir la charla, pero debo bajar a atender la medicación de mi madre. Espero que sepa disculparme. Mandaré que vengan a retirar el servicio cuando usted diga.
—Pueden subir ya, claro —le dijo sin ánimos para terminar la cena.
Dolores Bernal salió a su encuentro cuando María aún bajaba por la escalera. Las profesionales esperaban.
—Pueden subir a retirar la cena —anunció María.
—¿Ha cenado ya? ¿No lo habrás contrariado?
—Se siente como un rey.
Dolores mandó a una de las falsas criadas, que se extendió más de lo previsto en retirar el servicio de la cena, aunque, según confesó, no hubo asistencia profesional. Sólo charla intrascendente y la orden de subirle coñac a las diez y media. A esa hora sí hubo servicio. Muy corto, pero lo hubo, aunque tal vez fuese en grado menor al que comunicó la mujer, que según el acuerdo por el que fue contratada cobraría aparte. De lo que sí hubo seguridad fue de la orden que el despótico visitante trasladó a través de ella y que aumentó la irritación de Dolores. Se celebraría misa a las siete y media de la mañana, de obligación inexcusable para todos, tras la que se serviría el desayuno en el jardín al excelentísimo señor y a su confesor, con el encargo expreso de evitarle presencias inoportunas, tanto del personal como de los miembros de la familia. Dolores Bernal clamó al cielo durante la noche por la ingratitud del mundo que se desmoronaba ante sus ojos. Por la mañana, sin embargo, había perdido cualquier interés en agasajar al visitante y había decidido atenderlo sólo en aquello que ordenara.
A las diez y media de la mañana, María contempló desde la ventana de su habitación el espectáculo más divertido de su vida. Bajo una estridente sombrilla, el hombre iba ataviado con una camiseta de presidiario a rayas rojas y blancas, un pantalón corto y blanco que dejaba al descubierto sus piernas lechosas, canijas para una persona de su corpulencia. Un grueso cinto de cuero marrón, gastado y deslucido, desproporcionaba su redonda barriga. Calcetines blancos, tenis, una boina negra y una toalla de color rosa bajo el brazo completaban el atuendo. El gesto altivo, escondido tras el parapeto de gafas negras, se hacía imposible de combinar con semejante desproporción de ofensas estéticas. En el más absoluto, irremisible y despiadado de los ridículos, se marchaba a la playa con su escolta de matones y confesores.
Los días pasaron fugaces con la misma rutina. Tras la misa, compartía el desayuno con el religioso, en el corredor acristalado. Después marchaba a la playa, de la que regresaba poco antes del almuerzo, y se encerraba en su habitación, de la que no salía hasta la hora del rosario.
Partiría al día siguiente después del desayuno y la casa recobraría sus maneras. La noche anterior pidió que subieran Dolores y Roberto para darles las gracias y un desganado tirón de orejas.
—El gobernador se queja de que hay abusos aquí. Lo que hubo que hacer, debe parar ya. Somos patriotas, no una horda roja —dijo el hombre.
—Excelencia… —intentó hablar Dolores.
—No insista. Gracias por atenderme en su casa y cuidado con los abusos —concluyó la conversación.
En realidad, le importaban poco los abusos. Lo que hacía no era otra cosa que dar aviso de que estaba informado de todo, para requerir el silencio de su presencia en la casa, bajo una clarísima amenaza. Cuando Dolores y Roberto salían de la habitación hizo la última petición:
—Por favor, señora, le agradecería que le dijera a su hija, la señorita María, que me subiera otra vez la cena. Sólo para tener oportunidad de despedirme de ella.
Otra vez tuvieron un altercado María y Dolores. De nuevo María impuso una condición: Virtudes y Paulino permanecerían en la casa tras la boda. Dolores aceptó y María subió la cena al insufrible visitante.
Fue más cordial que la primera noche y le sirvió a María una copa con agua, sin preguntarle si la quería. Esta vez habló de lo tranquila y agradable que había sido la estancia y de lo agradecido que estaba a la familia por haberlo acogido.
María no tuvo jamás recuerdo de cómo y qué fue lo que sucedió. Perdió la coherencia bajo un dulce sopor y quedó ausente, sin consciencia, indefensa ante la perversión de aquel maníaco que recobró el destello en sus ojillos de rata de cloaca, mientras giraba la llave de la puerta y apagaba la luz cenital. La levantó sin otro esfuerzo que cogerla de la mano. Ella se movía de forma automática, sin voluntad. La recostó sobre el diván, levantó su vestido, separó sus piernas, acarició la fina piel de sus muslos, le separó la braga lo imprescindible y la penetró desgarrando la virginidad del cuerpo y del alma de aquella mujer infinita para dejar en ella, en un estertor asqueroso, el sedimento de mierda de su inmundo ser.
Tardó apenas un minuto y medio en cometer la delirante proeza. Jadeando más por la excitación que por el esfuerzo de la eyaculación fulminante, con la misma servilleta que usaba para comer limpió los muslos de María. Luego colocó en su sitio la braga, bajó el vestido, la levantó del diván, la sentó en la silla, encendió la luz, abrió la puerta y llamó a gritos al personal, fingiendo aflicción.
—¿Qué le pasa, señorita? ¿Qué le pasa, señorita?
Entraron a toda prisa Virtudes, Dolores, las falsas criadas y Roberto. Vieron a María ida, casi desvanecida, y al infame hipócrita, atribulado, abanicándola. Nadie habría podido imaginar lo sucedido, salvo una mujer acostumbrada a la lidia de cabestros de semejante ralea: una prostituta, o una mujer con la suficiente maldad en el corazón: Dolores Bernal.
Alfonso Santos llegó de inmediato para atenderla y no le hizo falta más que verle las pupilas para saber que la habían drogado. El estado de pacífica pereza, la voluntad ausente, el brillo acuoso de sus ojos, la certera suposición de que un médico forense metido en los enredos de la política de aquellos tiempos no era por mera casualidad, la falta de signos de lucha que demostraban que la droga no había sido administrada a la fuerza, le dijeron, sin equívoco posible, que la dignidad de aquella noble mujer había sido hurtada mediante la autoridad diabólica de la escopolamina. Tras el interminable ritual de observación, confirmó la más terrible de las conjeturas: María Bernal, la única persona de la familia que le merecía respeto, había sido violada. Y supo, también, que era virgen cuando lo hicieron. Pero aquello había de quedar entre el médico y la paciente.
—Ha tomado algo que le sentó mal. Se le pasará pronto.
No hizo otro comentario sobre el diagnóstico a pesar del insistente interrogatorio al que lo sometió la madre.
Para colmo, la estancia del hombre en la casa había sido del todo fortuita. Debía ir otro que en el último instante tuvo que renunciar al viaje, y Jorge Maqueda, así se llamaba el insigne miserable, solicitó ocupar su lugar.
Por la mañana había salido de la casa de Dolores Bernal. De su vida, ella jamás lo podría sacar.