A Xavier Velasco
Fidel Ramírez entró al salón de profesores con ojeras de mapache y canas nuevas en el bigote. Al servirse un café instantáneo bien cargado, un flechazo de jaqueca le traspasó las sienes. Merecido se lo tenía: toda la noche pensando en ella, deletreando su nombre, dando vueltas en la cama entre pálpitos de ansiedad. El desasosiego apenas le había concedido algunos intervalos de sopor y ahora debía enfrentarse a las fieras de cuarto grado con la guardia baja, sin creer en su propia autoridad moral. Complementó el café con un par de aspirinas, agobiado por una mezcla de ilusión y vergüenza. Qué ridícula zozobra de colegial enamoradizo. Ridícula, sí, más le valía juzgarse con rigor, aunque una parte de su alma, la más débil y contumaz, defendiera ese capricho perverso y hasta pretendiera convertirlo en mérito. Ningún hombre de mundo se perturbaría a tal grado por las aparentes insinuaciones de una lolita.
Lamentó su inexperiencia en el difícil arte del adulterio. Ni en sueños había osado engañar a Sandra en quince años de matrimonio y cuatro de noviazgo. Era un tigre desdentado de circo pobre, que volvía cada tarde por su propio pie a la jaula de la monogamia. ¿De cuándo acá tanta urgencia por lanzar rugidos y zarpazos? Más que la tentación, lo atormentaba la amarga sospecha de no conocerse a sí mismo. Si tuviera más experiencia en lides eróticas quizá no estaría tan atribulado. Manejaría la situación con sangre fría en vez de esperar que un poder superior, los Hados o la Providencia, la manejaran por él. ¿O incluso los conquistadores más cínicos, los más curtidos en placeres egoístas, sufrían de vez en cuando esas rachas alternadas de temor y deseo?
En el patio saludó con una seña a Renato, el atlético profesor de gimnasia, que iba cargando una red con balones de voleibol. De camino al edificio de Bachillerato, unas ardillas juguetonas que salieron corriendo de unos arbustos se le atravesaron en el sendero de grava. A lo lejos vio a un ramillete de muchachas abrigadas con gruesas chamarras para guarecerse del frío. Tomaban café en termos que circulaban de mano en mano, mientras los hombres, en un grupo aparte, pateaban una pelota lanzando glifos de vaho. El Sweet Land College estaba en las faldas del Ajusco, en una zona boscosa que dominaba el plomizo valle del Anáhuac, y en las primeras horas del día los ventarrones gélidos calaban hasta los huesos. Pero Fidel conservaba el calor libidinal acumulado en su larga noche de insomnio y al acercarse un poco al grupo de chicas, la saliva le supo a lumbre. Ahí estaba Irene, con destellos homicidas en los ojazos negros, el pelo castaño arremolinado sobre los hombros, las mejillas de durazno y la boca pequeña de labios gruesos, donde la voluptuosidad libraba cruentas batallas con la inocencia. A pesar del frío, se las había ingeniado para combinar el grueso chaleco térmico con una coqueta minifalda, las piernas ceñidas por unos coquetos mallones negros. Tapadas así lo enfebrecían más aún que al desnudo. La comba de sus muslos, que tantas veces había besado en la imaginación, cuando la veía jugar básquet en el patio de recreo, prometía el edén y el infierno a quien fuera digno de poseerla.
Pero cuidado, ya tenía un conato de erección, vade retro, Satanás. Saludó al corrillo de ninfas con un lacónico buenos días, y apenas se permitió echar un vistazo a Irene, intimidado por la fulminante dulzura de su mirada. Ya tendría tiempo de contemplarla a sus anchas a media mañana, cuando le diera la tutoría. Por primera vez iban a estar solos un largo rato, una confrontación que presagiaba tormentas. Por lo general, sólo los malos alumnos solicitaban tutorías cuando tenían problemas en alguna materia. No era el caso de Irene, una lumbrera con 9.5 de promedio en Historia. La embajadora de la corte celestial en el colegio era también una alumna ejemplar. Si entendía todo a la primera, ¿para qué le habría pedido la tutoría? ¿Tenía o no motivo para abrigar esperanzas y sentir culpas anticipadas? ¿Era justificable o no su noche de insomnio?
Repasó las últimas provocaciones de Irene: el pícaro juego de arrimarle el pezón al hombro cuando le llevaba a corregir tareas al escritorio, la entrega de un cuaderno con la huella de sus labios impresa en la tapa, la obscena separación de piernas que le había dejado entrever el triángulo azul de su tanga cuando deambulaba entre las filas de bancas. Estaba seguro de que esa putilla sería presa fácil para un conquistador sin escrúpulos. Pero el riesgo era demasiado grande. Suponiendo que Irene se le ofreciera con más descaro en la tutoría y él aprovechara la oportunidad para iniciar algo parecido a un romance, ¿cómo lograría imponerle discreción? ¿Estaba dispuesto a jugarse la chamba por un demencial antojo, condenado por todas las leyes divinas y humanas?
A pesar de su crispación impartió las dos primeras horas de clase sin dar señales de inquietud. Para interesar a sus alumnos de cuarto en el tema del día, la Revolución Francesa, les describió la ejecución de Luis XVI y María Antonieta regodeándose adrede en cruentos detalles sobre el funcionamiento de la guillotina. Conquistada su atención, pasó a los asuntos de fondo que de verdad le importaban: la pugna entre jacobinos y girondinos, las principales características del sistema de gobierno republicano, la repercusión internacional de ese golpe demoledor a los privilegios aristocráticos. Dominaba a la perfección los trucos para cautivar a sus alumnos y cuando los tenía así, embebidos en la clase, asistiendo, sin saberlo, al nacimiento de su espíritu crítico, sentía el orgullo de un alfarero que ve a sus figurillas de barro cobrar vida y actuar por cuenta propia. A las diez de la mañana tenía una hora de descanso, que generalmente dedicaba a revisar tareas. Se acomodó en la mesa ovalada del salón de profesores con un altero de papeles, sin prestar oídos al chismorreo de sus colegas. Cuando apenas empezaba a calificar, don Filiberto, el adusto vigilante de la entrada, le entregó una cajita rectangular envuelta para regalo.
—Dejaron esto para usted, profe.
No solía recibir regalos, menos aún en la escuela, y desgarró la envoltura con extrañeza. Era un estuche con dos lujosas plumas Mont-Blanc, negras con filigrana de oro, acompañadas por una nota manuscrita de la señora Jacqueline Álvarez de Gaxiola: “Le agradeceré de todo corazón su empeño por ayudar a David”. ¿Por quién lo tomaba esa vieja engreída? El día anterior, Jacqueline se había entrevistado con Pablo Güemes, el director del colegio, para presentar una queja en su contra. Lo acusó de traer de encargo a su pobre hijo David, de tratarlo con excesiva dureza y de no tener paciencia para darle explicaciones cuando hacía preguntas. Según ella, David había enmendado sus errores del pasado, y a fuerza de sacrificios estaba logrando aprobar todas las materias del curso, menos Historia, donde seguía atorado porque el profesor Ramírez le tenía mala voluntad y no valoraba su gran esfuerzo.
Mandado llamar por Güemes, Fidel escuchó los cargos de la madre ofendida con un sentimiento de ultraje. Más que las acusaciones, lo lastimó su altivez. Hablaba recio, sin concesiones al medio tono de la cortesía mexicana, con el desenfado de una patrona acostumbrada a mandar. Rubia, bronceada, con un cuerpo juvenil esculpido en el gimnasio, debía rondar los cuarenta pero aparentaba diez años menos. Llevaba un fino conjunto de saco y pantalón color menta y en su cuello refulgía una gargantilla de oro con incrustaciones de brillantes. Tras la sorpresa inicial, Fidel se defendió con una convicción serena que la tomó por sorpresa. David nunca prestaba atención en clase, dijo, y por si fuera poco, la saboteaba con actos de indisciplina que perjudicaban al resto del grupo. Se había ganado a pulso los reportes y las malas notas, pues jamás entregaba tareas y en los exámenes dejaba sin responder la mitad de las preguntas. Era, por mucho, el peor alumno de su grupo, el más insolente y malcriado. Ante el cúmulo de evidencias, la madre depuso el tono altanero y se mesó los cabellos.
—No sé qué hacer con este condenado niño. Ayúdenme con él, por favor. Lo he sacado ya de tres colegios. Me cuesta sangre obligarlo a estudiar, pero necesitamos que por lo menos termine la prepa.
Fidel tenía bien diagnosticado el cuadro clínico de David, pero no quiso exponérselo a Jacqueline por temor a ofenderla. Era el clásico príncipe decadente, consentido hasta el empalago, que se limpiaba el culo con los valores éticos y la moral cívica. ¿Para qué iba a estudiar, si de cualquier modo tenía la vida resuelta? En quinto de prepa había reprobado cuatro materias, y en vez de reprenderlo con la severidad que ameritaba el caso, su papi, el magnate Faustino Gaxiola, propietario de una cadena de farmacias, le regaló un Audi descapotable color platino. ¿Así querían enderezarlo? Alto, rubio, de ojos verdes y con un corte de pelo a la Justin Bieber, David tenía derretidas de admiración a un buen número de colegialas bobas que se disputaban el honor de besuquearlo en su flamante carrazo. Por jugar arrancones en las calles aledañas al colegio chocó el carro de un vecino y el director en persona le había tenido que leer la cartilla. Pero ninguna reprimenda lo enderezaba y por la ansiedad de mandril con la que se rascaba los codos en clase, Fidel sospechaba que se había enganchado en alguna droga. Como no podía soltar sin pruebas una acusación tan grave frente a una madre que lo veía con ojos de amor, en la entrevista se limitó a recomendarle que lo llevara a terapia con un buen psicólogo. Jacqueline hizo una leve mueca de irritación. Al parecer no estaba acostumbrada a tolerar críticas, menos aún si venían de un asalariado. Y ahora, con el envío de las plumas Mont-Blanc, su mueca adquiría un significado más ofensivo. Trágate tus consejos, profesorcito, yo sé cómo doblar la voluntad de cualquiera. Pues conmigo le falló, señora, algunos perros no bailamos con dinero.
Salió corriendo en busca de Pablo Güemes, que por fortuna estaba solo en su oficina. Era un cincuentón de cabello entrecano, con bolsas oculares violáceas, abdomen prominente y nariz chata de perrito pug, que siempre tenía el escritorio atiborrado de papeles. Fidel había llegado al colegio contratado por él y en otra época fueron buenos amigos. Se distanciaron a partir de la reestructuración emprendida dos años atrás, cuando los miembros del consejo directivo, alarmados por la progresiva disminución de inscripciones, que atribuyeron a la apertura de otras escuelas en la zona sur, la mayoría con nombres en inglés, decidieron acentuar el perfil bicultural de la institución, cambiando su nombre original, Colegio Suave Patria, por Sweet Land College, una marca con más punch publicitario, que según la circular enviada al personal docente, “mantenía intactos los principios fundacionales de la escuela, evocando el canto patriótico de López Velarde en la lengua de Shakespeare”. Cuando recibieron la circular, varios profesores se burlaron del nuevo nombre, pero sólo Fidel se atrevió a protestar, aprovechando su cercanía con Güemes. Si el colegio era bilingüe en todos sus niveles y los egresados tenían un buen dominio del inglés, certificado en evaluaciones internacionales, ¿qué necesidad tenían de caer en esa gringada? Pero Güemes, ofendido por su impertinencia, zanjó drásticamente la discusión: él no tenía la culpa de que los padres de familia quisieran ser gringos de segunda, estaba en juego la salud financiera del colegio, es decir, el trabajo de todos, y no iba a tolerar disidencias en ese tema. Si no estaba de acuerdo con el cambio de imagen, que presentara su renuncia. La puerta estaba abierta para todos los inconformes. Desde entonces Fidel lo trataba con una distante cordialidad.
—Hola, Pablo. ¿Puedo hablar contigo un minuto?
—Sí, claro, Fidel, adelante.
—Mira nomás el regalazo que me mandó doña Jacqueline —abrió el estuche con las plumas y le entregó la tarjeta firmada por la divina garza—. Aquí en tu oficina parecía muy apenada por el mal comportamiento de su engendrito, pero ahora me quiere sobornar. Esta clase de gente le hace mucho daño al colegio, ¿no te parece?
Güemes examinó el regalo con la frialdad de un inspector policiaco inmunizado contra el asombro.
—Devuelve las plumas y asunto arreglado.
—¿Así nomás, sin ninguna sanción? —respingó Fidel—. El caso amerita una medida disciplinaria más severa: una suspensión temporal o la expulsión definitiva. Así lo estipula el reglamento de la escuela.
Pablo Güemes se quitó las gafas, incrédulo y molesto por ese desacato a su autoridad. Exhaló un suspiro de impaciencia mirándolo fijamente a los ojos.
—¿Vienes a decirme cómo tengo que dirigir el colegio?
—No, sólo vengo a defender mi dignidad.
—Pues defiéndela como te dije. Si rechazas el regalo, tu dignidad queda intacta. David Gaxiola no tiene la culpa de las pendejadas que haga su madre.
—Es obvio que están de acuerdo —Fidel endureció el tono, estrujando el estuche de las plumas—. Como ese imbécil no puede aprobar Historia por la buena, le pidió a la mamá que me ablandara.
—Cálmate, Fidel, estás muy acelerado. ¿Dormiste mal anoche? —Güemes lo miró con suspicacia y Fidel, por un reflejo culposo, temió que adivinara el motivo de su insomnio—. Recuerda lo que dice la Biblia: No castigarás a los hijos por las faltas de los padres, cada quién debe pagar por su pecado. En mis treinta años de magisterio yo también he tenido alumnos difíciles, y te aseguro que la mejor manera de lidiar con ellos es ganarte su confianza. Gaxiola ha mejorado bastante del curso anterior para acá. Eres el único maestro que lo sigue reprobando. ¿No serás tú la mitad del problema?
—¿Eso crees de verdad? —Fidel sacó fumarolas por los ojos—. Manda grabar cualquiera de mis clases y verás cómo se comporta esa lacra.
—No hace falta, Fidel, confío en ti. Pero te pido que en este caso tengas paciencia. Dale a esa señora una lección de profesionalismo y saca del atolladero a su hijo. Los malos alumnos son el principal desafío para cualquier profesor.
Salió de la oficina con una mezcla de indignación y náusea. ¿De modo que el culpable por la holgazanería de David era él? A juzgar por la sospechosa blandura de Güemes, el proceso degenerativo del colegio era ya irreversible. Nada bueno se podía esperar de una prepa travestida en high school que renegaba en forma vergonzante de sus raíces. Junto con la corrupción, el autodesprecio propagado de arriba hacia abajo era el peor cáncer cultural del país. Güemes lo sabía de sobra, pero después de pisotear sus ideales educativos, ahora violaba el reglamento disciplinario para complacer a la oligarquía. ¿Fallar yo? ¡Ni madres! David pasaba de panzazo en otras materias porque tal vez otros profesores sí habían aceptado sus regalos. ¿O Güemes en persona les había pedido aprobarlo? ¿Acaso el papá consentidor había dado un donativo al patronato, a cambio de un trato preferencial para su retoño? Mientras bajaba la escalinata de piedra volcánica entre los macizos de geranios, rumbo a las cabañas construidas en el declive de la montaña, donde tomaban clase los alumnos de sexto, intentó aplacar su coraje con ejercicios respiratorios (inhalaciones largas seguidas de exhalaciones cortas), como le habían enseñado en las clases de yoga. Recuperado el sosiego, entró al salón con la integridad más enhiesta que nunca.
Sentado en la tarima, el enemigo departía con dos compañeros a quienes presumía su nuevo teléfono inteligente. Era imposible no escuchar su voz aguda y nasal, porque hablaba con la misma altanería de su madre.
—Me lo trajeron ayer de Miami, ¿a poco no está chido? Tiene un procesador velocísimo, pantalla con cristal de zafiro y cámara de doble lente. Si se te cae al suelo no pasa nada porque está hecho con liquid metal, un material imposible de rayar —dejó caer el teléfono—. Mira, lo tiro y no pasa nada.
Fidel carraspeó al pasar frente a ellos. Con respetuosa celeridad, la mayoría de los chavos se apresuraron a ocupar sus bancas. David, en cambio, volvió a la suya con una parsimonia de emperador chino, en abierto desacato a su autoridad. Centrado, sin recoger el guante, Fidel arrancó una hoja de su libreta y escribió con letra de molde: Tenga cuidado, señora. Por este camino sólo le hará daño a su hijo.
—Ven para acá, Gaxiola.
David se acercó a su escritorio con la misma lentitud retadora y Fidel le entregó el cuerpo del delito, con el mensaje doblado dentro del estuche.
—Devuélvele esto a tu señora madre. Dile que el reglamento nos prohíbe aceptar regalos.
Hubo un murmullo de asombro, acompañado de risas burlonas.
—¡Guarden silencio! —Fidel dio un manotazo en el escritorio—. No hice ninguna broma. Y tú vuelve a tu lugar, Gaxiola, pero rápido.
David esbozó una sonrisa incrédula, de futbolista inconforme con la marcación de una falta, y volvió a su pupitre haciendo malabares con el estuche, como para dar a entender que el rechazo del obsequio y la repulsa del grupo le venían guangas.
—La semana pasada hablamos de la Decena Trágica, el golpe de Estado que derribó al presidente Madero —Fidel encendió el pizarrón electrónico para mostrar una foto amplificada del sitio de la Ciudadela—. Ahora vamos a estudiar el rumbo que tomó la Revolución después de su asesinato.
Mientras Fidel describía el levantamiento de carrancistas, villistas y zapatistas contra el usurpador Victoriano Huerta, precisando el perfil ideológico de cada facción sublevada, David no tomaba una sola nota en el cuaderno. Se limitaba a contemplar embobado las lámparas de luz neón, las piernas cruzadas con displicencia, mientras daba pataditas en el codo al compañero de adelante, César Maldonado, para no dejarlo tomar apuntes. Fidel tenía demasiado colmillo para caer en esa provocación y prefirió ignorarlo: no cometería la sandez de sacarlo del salón cogido por las orejas, teniendo en su contra a Güemes. Ya se vengaría en el examen final. Pasarás sobre mi cadáver, juró, antes de aprobar el curso. Por lo menos vas a tener que presentar un extraordinario. Y si Güemes se molesta, que me corra: no me caería mal la liquidación y tengo buenas ofertas de otros colegios. Tres filas atrás, la profunda concentración de la bellísima Irene, que lo miraba con hambre de iluminaciones, le infundió confianza en sus virtudes de pedagogo. Esa mirada atenta y dulce lo compensaba con creces por la insultante distracción de David. Sus margaritas indigestaban a los cerdos y deleitaban a los ángeles. ¿Qué mayor aplauso podía pedir? Quizá pecara de cursi, pero en esos momentos de intensa comunión espiritual tenía la certeza de que Irene lo amaba.
Sonó la campana del segundo recreo. Sólo faltaba ya media hora para la tutoría y la pasó en ascuas, leyendo la sección cultural de La Jornada sin retener el significado de las palabras. Partido en dos mitades que se disputaban el mando de su conciencia, presintió la felicidad y la ruina, la apoteosis erótica y el fracaso más bochornoso. El intento de cohecho, la discusión con Güemes y su digna devolución del obsequio lo habían predispuesto a las emociones fuertes, a salirse del guion impuesto por la rutina. Los riesgos vigorizaban el alma, eso debía reconocerlo, y quizá el gran error de su vida había sido eludirlos por sistema. Un amor loco y prohibido, ¿no era eso lo que le faltaba vivir, lo que le dejaría un grato sabor de boca en la vejez? Volvió abruptamente a la realidad cuando Enedina, la prefecta, le señaló entre risillas que tenía el periódico de cabeza. Lo enderezó ruborizado.
¿Y si todo fuera un malentendido forjado al calor de la borrasca hormonal? Desde niño, para vacunarse contra las decepciones, se había acostumbrado a esperar siempre lo peor cuando deseaba muy intensamente algo, y faltando cinco minutos para la cita, volvió a implementar esa táctica defensiva: mantén los pies en la tierra, sólo quiere pedirte orientación vocacional, es veinticinco años más joven y deben gustarle los chavos de su edad. Gracias a la cucharada de pesimismo pudo entrar a la biblioteca con una calma aparente. Las mesas de consulta estaban desiertas, nadie transitaba por los anaqueles y al fondo, en el pequeño cubículo sin ventanas, Irene lo esperaba ya, leyendo una revista con su cabellera de alazana derramada sobre los hombros. Se había quitado el chaleco térmico y su blusa, desabotonada con alevosía, dejaba entrever el hemisferio superior de su pecho izquierdo, salpicado de encantadoras pecas.
—Hola, Irene —la saludó a prudente distancia—. Me tiene muy intrigado que hayas pedido esta tutoría. La mera verdad, no creo que la necesites.
—Después de mucho pensarlo, he decidido estudiar Historia —sonrió Irene, algo cohibida— y quería pedirle consejo para elegir universidad.
Halagado por la noticia, Fidel se ruborizó. Era el responsable directo de haberle sembrado esa vocación, el genio tutelar que la había encarrilado en la apasionante aventura de reconstruir el pasado. ¿Y por qué no fantasear un poco? La admiración reflejada en sus pupilas quizá fuera la chispa precursora de una gran llamarada.
—Me alegra mucho, ¿pero estás segura? La Historia no deja mucho dinero, lo sé por experiencia.
—Ya se lo dije a mis papás y están de acuerdo. Pero no sé a qué universidad inscribirme. Por eso le pedí la tutoría. ¿Usted sabe dónde me conviene hacer la carrera?
Fidel cruzó los dedos de las manos en actitud reconcentrada. Con la mirada fija en la bifurcación de sus pechos, le recomendó la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM o el Instituto Nacional de Antropología e Historia, donde él había estudiado respectivamente la licenciatura y el posgrado, especificando los pros y los contras de cada institución. Sospechaba que los padres de Irene preferirían inscribirla en una universidad privada, pero deliberadamente excluyó esa posibilidad, con la piadosa intención de que esa niña tan adorable no acabara convertida en una académica elitista y mamona.
—Como eres una alumna tan brillante, estoy seguro de que pasarás el examen de admisión en cualquier universidad —concluyó, enternecido—. El que se va a quedar muy triste soy yo. Alumnas como tú no se dan en maceta.
So pretexto de estirar los músculos, Fidel extendió los brazos hacia adelante, rozando casi los vellos rubios del antebrazo izquierdo de Irene, que había recargado los codos en el escritorio. Era una insinuación hasta cierto punto cobarde, pero después de su afectuoso comentario tenía un significado bastante claro. No podía ser más audaz en pleno ejercicio de su labor docente.
—Gracias, qué lindo —Irene lo miró a los ojos con una sonrisa magnética—. Usted ha sido mi ángel de la guarda en toda la prepa. Yo era un desastre, ninguna materia me interesaba. Pero todo cambió cuando asistí a sus clases. Las disfruto tanto que hasta me pongo triste cuando suena el timbre, ¿usted cree?
Irene refrendó su elogio con un intempestivo contacto manual. No se limitó a posar la mano izquierda en el dorso de la suya: la recorrió suavemente con las yemas de los dedos, en señal de franca disposición al estupro. Con su mano libre, Fidel le dio una palmadita paternal en los nudillos, como para desinfectar el peligroso contacto. Pero en su piel había ocurrido una conflagración y no quiso perder esa oportunidad de oro que rebasaba sus expectativas más delirantes.
—Si quieres que te ayude a preparar el examen de admisión, puedo verte cuando quieras fuera del colegio —tartamudeó—. Total, me voy a quedar en la ciudad todas las vacaciones.
—¿De veras? —Irene sonrió ilusionada—. Pero usted está muy ocupado y me da pena hacerlo trabajar horas extras.
—Por eso no te preocupes. Nunca le regateo mi tiempo a los buenos alumnos.
Quedaron de verse el martes de la semana siguiente, a las cinco de la tarde, en un Starbucks del centro de Tlalpan. El simple hecho de haber concertado la cita ya lo podía meter en líos, pues nada le garantizaba que Irene guardara la debida discreción. Era de temerse que ventilara el tema con alguna confidente. Si las mujeres adultas no sabían guardar secretos, mucho menos un atolondrado pimpollo de diecisiete años. Pero a pesar del paso en falso que acababa de dar, Fidel volvió a casa efervescente y optimista, con el motor de la voluntad más revolucionado que nunca. Esa noche jugó PlayStation con su hijo Emiliano, a quien tenía un tanto olvidado, y le hizo el amor a Sandra con una pasión que ya creía difunta. Cuando apagaron la luz no se sintió traidor, sino bendecido por la vida. Se había ganado en buena lid la admiración de una alumna preciosa y aceptar ese regalo del cielo no tenía por qué apartarlo de su mujer ni de su familia. Quizá ocurriera lo contrario: esa inesperada felicidad acaso le dejaría suficientes reservas de gozo para sobrellevar muchos años más de vida conyugal ordenada y tibia. Por más efímera que fuera esa aventura, sus irradiaciones, propagadas en círculos concéntricos, podían tener un efecto salutífero que le duraría años o décadas.
Aunque lo excitara la posibilidad de cogerse a Irene, no quiso catalogar ese devaneo como una vulgar calentura. Tal vez por su inveterada fidelidad conyugal, deseaba entregarse a ella en cuerpo y alma, corresponder a su admiración con un amor profundo, exento de mezquindades. Desde luego, ansiaba con furor ese gran festín de la carne, sin duda el más intenso de su vida. Pero el cuerpo estaba conectado con el alma y él se había enamorado de Irene con todas las potencias del espíritu, como hubiera podido hacerlo cualquier chavo de su edad. Apenas dos días antes de la cita, cuando terminó de preparar los exámenes finales, se dio tiempo para escribirle un poema. No tenía ambiciones literarias, pero antes de volverse un ratón de biblioteca, en sus años de bohemia juvenil, había escrito letras de canciones que él mismo cantaba en las fiestas. Tras varios tanteos infructuosos, por fin atinó a versificar sus sentimientos con honradez y ternura:
Atado a tu sonrisa,
náufrago en el oleaje de tu pelo,
suspendido en la brisa
que sopla de tu boca hacia mi anhelo,
quisiera disipar de mi memoria
los años en que, lejos de la gloria,
en mi árido inframundo de tristeza
viví un triste remedo de la vida,
con el alma enmohecida
por no haber adorado tu belleza.
Bien sé que no merezco
la flor de tu hermosura,
pero tal vez alivie mi locura
reconocer que ya te pertenezco.
No lo quiso firmar, pues ignoraba en qué manos pudiera caer si Irene cometía la imprudencia de enseñárselo a alguna amiguita, pero tuvo la delicadeza galante de rociarlo con su mejor loción. El día de la cita en el café, las manos le sudaban como si fuera a presentar un examen profesional. Irene sólo se retrasó cinco minutos, pero bastaron para infundirle los más acerbos temores de un plantón humillante. Un miedo espantoso al fracaso, alimentado por la íntima convicción de no merecerse tanta ventura, lo impelía a salir corriendo de ahí, pero una voluntad más fuerte lo sujetó a la silla. Cuando por fin apareció, esplendorosa y apenada por el retraso, con tacones de plataforma, barniz multicolor en las uñas, minifalda negra y una blusa de seda amarilla casi traslúcida, se maldijo por tener la fe tan flaca. Nunca iba a la escuela tan ligera de ropa. Venía a entregarse envuelta para regalo. Recobrado el amor propio, se atrevió a saludarla con un beso en la mejilla. No había lugar para disimulos: ambos sabían a lo que iban. Después de todo estaban fuera del perímetro escolar, y en un par de semanas, Irene ya sería una exalumna.
—No sabe cuánto le agradezco que haya aceptado venir —el cuello de Irene olía a selva tropical, a fragante sacrilegio—. Ya me decidí por la UNAM, pero dicen que el examen es bien difícil y en Historia aceptan a pocos aspirantes, porque el cupo es muy limitado.
—No te preocupes, vas a llegar muy bien preparada, de eso me encargo yo —recobrado el aplomo, Fidel se sintió más ligero, como si le hubieran brotado alas—. Sólo tienes que refrescar un poco tus conocimientos. Pero por favor no me hables de usted. Aquí no estamos en la escuela y podemos romper la formalidad, ¿no crees?
Aunque Irene había puesto sobre la mesa su libro de texto, con un busto de Heródoto en la portada, ninguno de los dos quiso empezar tan pronto el árido repaso. Para romper el silencio, Fidel criticó la antiséptica música ambiental de la cafetería y se enfrascaron en una charla frívola sobre sus grupos favoritos de rock. A Irene le gustaban Kings of Leon y The Killers. Más chapado a la antigua, Fidel admiraba la música de Radiohead y los Smashing Pumpkins, que a Irene le sonaba un tanto viejita (de hecho, los llamó grupos de chavorrucos), pero ambos coincidieron en su admiración por los White Stripes. Irene sintonizó en su teléfono Seven Nation Army, la canción más famosa del grupo, y los dos la canturrearon, llevando el ritmo con los tacones.
—Nunca me hubiera imaginado que le gustaba el rock —se alegró Irene—. En la escuela siempre lo veo muy serio.
—¿No quedamos en que ibas a hablarme de tú?
—Perdón, se me olvidó. Es que me da pena.
—El otro día, en la biblioteca, no te vi tan apenada —Fidel se tiró a fondo—. Es más, de pronto sentí que teníamos la misma edad.
Irene se sonrojó como una niña traviesa sorprendida en falta. Pero su turbación no arredró a Fidel. Si ella le había dado entrada en la tutoría, ahora le tocaba pasar a la ofensiva.
—Vas a pensar que soy un chavorruco sentimental, como tú dices, pero en los últimos días he pensado mucho en ti. Me duele mucho que dentro de poco vayas a dejar la escuela, y ayer te compuse un poema. ¿Quieres oírlo?
Irene se quedó un momento perpleja y dubitativa. Hubo un largo intercambio de miradas nerviosas en el que Fidel sudó frío. ¿Y si ahora se asustaba y corría a acusarlo con su mamá?
—Si quieres me lo guardo y asunto arreglado —propuso con un retintín de reproche y comenzó a doblar el papel, pero Irene lo detuvo.
—No, mejor déjemelo leer a mí.
Irene se concentró en el poema con el rostro impasible, sin dar señales de aprobación o repudio. Tal parecía que estaba leyendo una receta de cocina. Cuando terminó, miró a Fidel con una opacidad fría que nunca antes había percibido en sus ojos.
—¿Qué es enmohecida?
—Cubierta de moho.
—Ah, sí, las manchas verdes que le salen a las frutas podridas —Irene jugó cruelmente con su impaciencia—. El otro día vimos una pera así en la clase de Biología.
Desconcertado y un poco herido por la tonta evasiva, Fidel se arriesgó a tomarla de la mano, pero esta vez Irene la retiró con pudor. Carajo, lo había jodido todo por precipitarse. Las chavitas de su edad eran alérgicas a las declaraciones de amor, más aún a las escritas en un lenguaje melifluo. Querían que el galán se las cantara derecha: me gustas para un free, sin cursilerías del Pleistoceno. Para colmo, Irene sólo había puesto atención al peor verso de su poema. No sería el primer poetastro que perdía un ligue por una mala rima. Obligado a retroceder, se resignó a guardar distancias y emprendió el repaso del temario, confiado en la benevolencia de Irene para perdonarle su desfiguro.
—Lo que se califica en el examen de entrada a la UNAM es la visión de conjunto de las principales épocas históricas, no la capacidad de memorizar datos y fechas. Por lo tanto, vamos a concentrarnos en los principales cambios políticos, económicos y sociales que han marcado el desarrollo de la civilización a partir de la Edad de Hierro. ¿De acuerdo?
En el terreno seguro de la docencia se desenvolvió con más naturalidad. Irene tomaba nota con una concentración de beata. Menuda estupidez, cómo pudo haber malinterpretado su inocente caricia manual en la biblioteca. Sólo estaba agradecida por su ofrecimiento de ayudarle a preparar el examen, pero nunca se le había pasado por la cabeza tener un amorío con él. Devuelto abruptamente a la realidad, temió que de pronto llegara al café algún profesor o alumno del colegio. Le resultaría difícil explicar esa entrevista fuera del horario escolar y las habladurías darían al traste con su prestigio. Saltándose varios temas, procuró llenar las lagunas de Irene sobre los periodos de la historia en que andaba floja: Baja Edad Media, Renacimiento y Revolución Industrial. Ella era una fuente inagotable de preguntas, pero su comprometida situación lo angustiaba, y a las seis y media dio por terminado el repaso.
—Hasta aquí vamos a llegar, porque yo vivo en Contreras y luego se hace un embudo espantoso en el Periférico. Con la bibliografía que te di puedes estudiar por tu cuenta. Hasta luego, Irenita, cuídate mucho.
Le tendió la mano por falta de agallas para despedirse de beso.
—¿Ya se va tan pronto? —Irene hizo un mohín de disgusto.
—Otro día resuelvo tus dudas. En las vacaciones vamos a tener mucho tiempo libre.
Le urgía irse de ahí, escapar del escándalo que ya le pisaba los talones. Irene parecía decepcionada de verdad, pero no cometería de nuevo la estupidez de confundir un interés meramente académico con un intento de ligue.
—¿Me puede dar un aventón a mi casa? Vivo a diez cuadras, pero no me gusta caminar con tacones.
Subirla a su coche era más peligroso que haberla citado en un café. Pero si ahora se negaba haría un feo papel de mal perdedor, que podía enemistarlo con esa muñeca, y de carambola, exponerlo a una delación.
—Sí, claro, tengo mi coche aquí abajo, vente.
Bajaron al estacionamiento subterráneo del Starbucks. En el coche, un Chevy azul metálico, Irene le apretó la mano derecha cuando Fidel encendió el motor.
—Espérate, Fidel, primero tenemos que hablar —dijo con un intenso arrebol en las mejillas—. Allá arriba no te dije nada de tu poema, porque estaba muy sacada de onda, pero la verdad es que me fascinó. ¿De verdad sientes eso por mí?
Fidel contempló con arrobo la noche constelada de sus ojos. Irene había girado para verlo de frente y con la pierna izquierda flexionada sobre el asiento le dejó ver a sus anchas el triángulo de encaje azul que custodiaba la puerta del paraíso.
—Me gustas mucho, Irene, y tú lo sabes —susurró—. Nunca me atreví a decirte nada en la escuela, porque los maestros no debemos enamorarnos de las alumnas.
Irene le plantó un beso largo, profundo, lleno de pericia y veneno, el beso de una mujer con amplia experiencia erótica. Los remolinos de su lengua compendiaban más sabiduría que el libro de historia universal. Fidel le respondió con el fuego lento que le correspondía como hombre maduro. En la boca de esa niña encontró un sentido de la vida inaccesible al razonamiento. Esa gula infantil, posesiva, egoísta, lo transportó a un tiempo sin edad, a un edén prenatal donde ninguna necesidad oprimía al ser humano. Tuvieron que separar sus bocas para tomar aire.
—Pero tú eres un hombre casado, y esto no está bien —murmuró Irene, reparando en su anillo de matrimonio—. ¿Has engañado a tu esposa?
—Nunca —se ruborizó Fidel—. Es la primera vez.
—¿De veras? —sonrió Irene, incrédula—. Has de quererla mucho, ¿verdad?
Fidel no quiso responder. Respetaba demasiado a Sandra para involucrarla en esa aventura y temió desalentar a Irene si le decía la verdad. ¿Por qué las mujeres serían tan competitivas? ¿Apenas le había dado un beso y ya rivalizaba con Sandra? Como si leyera sus pensamientos, Irene le tomó el dedo anular y se lo metió a la boca, chupándolo golosamente. Fidel respondió con una erección de bachiller virgen, sintiendo que esa felación digital era el preámbulo de succiones más atrevidas. A punto estaba de bajarse la bragueta, cuando Irene comenzó a sacarle el anillo con los dientes y después, ya en la palma de su mano, lo examinó con recelo.
—Prométeme que a partir de hoy cuando te pongas este anillo vas a pensar en mí —sonrió con malicia.
—Te lo prometo.
—No te creo.
Molesto por su actitud de fichita irrespetuosa, Fidel quiso arrebatarle el anillo, pero ella lo apretó en el puño y se lo cambió de mano con una risilla burlona. Sus escrúpulos de buen marido parecían divertirla. En un rápido movimiento se bajó la tanga azul, le mostró sin rubor su pubis lampiño, y antes de que Fidel pudiera reaccionar, se introdujo el anillo en la rendija de la vagina.
—Si lo quieres, sácalo de ahí.
Su carita angelical irradiaba una picardía de diablesa. Caliente y avergonzado a la vez, Fidel tuvo que incursionar en la húmeda gruta con el dedo índice. Como el resbaladizo anillo no se dejaba atrapar, Irene alcanzó un conato de orgasmo. Al cabo de un minuto lo sacó bañado en el almíbar agridulce de la niña, y cuando iba a limpiarlo con la manga de la camisa, Irene lo paró en seco.
—No, chúpalo.
Fidel le clavó la mirada reprobatoria que reservaba para sus peores alumnos. Ah, canija, diez minutos de faje y ya le imponía condiciones. Pero no quería dar una señal de inhibición o desamor y saboreó el anillo con un gesto lúbrico. La entrada de un auto al estacionamiento dio por terminado el escarceo.
Horas después, a pesar de una minuciosa limpieza con alcohol, Fidel seguía temiendo que Sandra percibiera el olor a salmuera adherido al anillo, pues él no había podido sacárselo de las fosas nasales. Tampoco de la conciencia. A la hora de cenar, cuando Sandra le sirvió un muslo de pollo al horno, atenta y cariñosa como siempre, con la cara morena limpia de afeites, dignamente satisfecha de su modesta paz conyugal, no le pudo sostener la mirada. Por vivir en contacto con adolescentes, sabía que en materia de precocidad sexual dejaban muy atrás a los rebeldes más intrépidos de las viejas generaciones. Pero esto era demasiado. ¿Qué ganaba Irene con mancillar así un matrimonio bien avenido? Y él, ¿por qué le había seguido el juego? Una aventura con ese comienzo no prometía nada bueno. En su fuero interno, estaba seguro, Irene se había reído de su poema, o más bien de su afán por ennoblecer un antojo carnal. Tras lo sucedido en el coche sólo necesitaba un guiño para llevársela a la cama. Pero ya no estaba tan seguro de querer consumar la seducción. Su trabajo consistía en dar lecciones y quizá esa niña majadera necesitara aprender a respetar los lazos afectivos de los adultos. Había querido devaluar la importancia de su matrimonio, sin advertir que, al hacerlo, también lo devaluaba como ser humano. Si el precio por acostarse con ella era sentirse un pelele, ¿valdría la pena pagarlo?
Al día siguiente, de camino al colegio, la satisfacción del conquistador alivió los raspones de su amor propio y juzgó con menos severidad el desparpajo de Irene. A esa edad nadie respetaba ninguna institución social. Él mismo, en la adolescencia, se mofaba cruelmente del matrimonio. La profanación de Irene presagiaba desacatos mayores. ¿Pero no eran esos caprichos perversos la esencia del erotismo? ¿Por qué no apartar de entrada el estorbo de la seriedad, como ella le proponía? ¿Por qué amar siempre con ese lastre?
Contribuyeron a reblandecer sus defensas las coreografías del Festival Vida y Movimiento, un espectáculo para los padres de familia en el que Irene bailó un número de danza moderna con otras compañeras de sexto grado, a las que eclipsaba con su garbo de reina. Desde las gradas, Fidel no perdió detalle de sus gráciles movimientos pélvicos. Por fortuna se había quitado las mallas (a mediodía el sol pegaba fuerte, sobre todo en el patio) y sus piernas sonrosadas, que ya veía con ojos de propietario, lo excitaron al punto de empañarle los anteojos de vaho. Hubiera podido jurar que Irene se le ofrecía en cada vaivén de caderas. Bendijo a esa juventud libérrima que primero entregaba el cuerpo con noble desinterés y después buscaba la química espiritual con la pareja. Bien hecho: ningún cálculo mezquino debía anteponerse al amor. La moral judeocristiana lo había jodido todo al colocar el aperitivo en el lugar del postre, pero esos chavos estaban recuperando el orden natural del banquete: primero a coger y después averiguamos si nos queremos. Nadie debía contaminar el deseo con palabras grandilocuentes, eso había querido decirle Irene con su juguetona profanación. El cuerpo aborrecía las camisas de fuerza, aunque fueran de seda. La conciencia dejaba heridas imborrables cuando extendía demasiado su área de influencia. Era preciso, entonces, restringir sus fueros, dejando para el final la unión de las almas, si acaso podían juntarse entelequias tan veleidosas.
Terminada la coreografía, en un arrebato de insensatez romántica, Fidel quiso demostrar a Irene que también él podía ser un enamorado audaz. Bajó de las gradas y se acercó al corrillo donde tomaban refrescos las bailarinas recién aplaudidas, con la temeraria idea de pedirle una cita para esa tarde, so pretexto de felicitarla. Pero cuando ya estaba a un metro de Irene, cuando ya podía ver las gotas de rocío que le perlaban la frente y aspirar el hálito divino de su juventud, un ataque de pánico escénico lo indujo a darse la media vuelta. Tenía demasiado que perder si alguien oía su cuchicheo. Por ahí rondaba Güemes y no podría explicarle por qué mostraba una preferencia tan marcada por esa alumna, en vez de felicitarlas a todas. ¿O exageraba el peligro para justificar su falta de huevos? En las dos horas de clase que aún tenía por delante se sintió un esclavo miserable del sentido común. Ya era tiempo de recuperar el arrojo de sus mocedades, el glorioso valemadrismo que alguna vez tuvo. Quería protagonizar su vida, no verla pasar como un testigo de piedra. Al término de la jornada, cuando sacaba el coche del estacionamiento, se topó en la puerta de salida con Keith Bishop, uno de los gringos contratados para renovar la imagen del colegio, que tenía su coche en el taller y esperaba un taxi.
—¿Quieres aventón? Yo tomo el Periférico hacia el norte.
Keith era un galán treintañero de pelo negro y ojos azules, alto y musculoso, con la nariz en forma de aleta de tiburón, pómulos afilados y un velo de melancolía en la mirada. Cinco años atrás, cuando la escuela vendió su alma al Tío Sam, Güemes lo había contratado para dirigir el departamento de inglés, y al principio, tanto Fidel como los demás profesores lo boicotearon con disimulo, en solidaridad con Desiderio Sáenz, el exjefe del departamento, despedido con una patada en el culo por el delito de ser mexicano. Pero con el tiempo Keith se había ganado el cariño de todos. Bonachón y de sangre ligera, se tomaba la vida a broma y respondía las agresiones con frases ingeniosas que desarmaban a sus malquerientes. No tenía, desde luego, la experiencia pedagógica requerida para desempeñar su puesto. Como Güemes había querido agringar la escuela sin pagar los altos salarios que devengaban los profesionales yanquis de la enseñanza, se había conformado con reclutar a un aprendiz de profesor, sin experiencia en tareas de coordinación académica.
Fidel había intimado con Keith en una comida navideña en el restaurante Arroyo, cuando apenas llevaba tres meses en la escuela. Estaba aprendiendo sobre la marcha un montón de cosas, le confesó al calor de los tequilas en su rústico espanglish, y temía cometer graves errores, porque antes de conseguir esa chamba sólo había dado clases particulares de inglés, sin aplicar ninguna metodología. Lo que de verdad amaba era el surf, y en esa disciplina sí era un buen instructor, pero cinco años atrás, en la riesgosa playa de Mavericks, donde se alzaban olas de ochenta pies, había perdido el control de la tabla por calcular mal la fuerza de la resaca. La bofetada del océano lo revolcó más de treinta metros y le desvió tres discos de la columna. Desde entonces los médicos le prohibieron surfear y cayó en una depresión catatónica. Sólo tenía fuerzas para odiar la vida. Con un vaso de bourbon en la mano contemplaba sus mejores fotos, en las que jineteaba enormes crestas de espuma, oyendo viejas canciones de los Beach Boys, o se pasaba el día entero hipnotizado frente a la pantalla de su computadora, jugando blackjack en los casinos virtuales. Cuando volvió en sí ya tenía un sobregiro de treinta mil dólares en la tarjeta de crédito. Al recibir la primera amenaza de embargo hizo las maletas y cruzó la frontera por Ensenada en su viejo Camaro. Si ponía un pie en Estados Unidos se arriesgaba a un arresto, por eso había preferido quedarse en México, sobreviviendo a la buena de Dios.
—¿Vas a tu casa?
—No, tengo cita con una amiga en un restaurante de Perrisur —Keith había mejorado mucho su español, pero aún le fallaba la diferencia entre la ere y la erre—. ¿Puedes dejarme ahí?
—Sí, claro, me queda de paso. ¿Una nueva conquista?
—Es una mujer casada —confesó Keith, con más pesadumbre que orgullo—. Yo no quería meterme en líos, pero ya me enamoré y ahora sería un culerro si me rajo, como dicen ustedes.
—Be careful, aquí los maridos son muy rencorosos. No se cogen a sus viejas, pero si les ponen el cuerno van y matan al Sancho. ¿Es bonita?
—Mucho. Ya tiene cuarenta, pero parece más joven.
Fidel estuvo tentado a confesarle sus devaneos con Irene, pero la cautela lo detuvo a tiempo. La propagación de un chisme como ése podría ser su ruina.
—Cuando sea grande quiero ser como tú —suspiró—. Por cierto, ¿no tendrás algo de yerba? La necesito para relajarme un poco, he dormido muy mal.
—Sí, claro, no traigo mucha, pero te puedo regalar un joint —y le ofreció uno de los que ya tenía forjados.
Marihuano empedernido, Keith se fumaba a diario seis o siete carrujos de mota, uno de ellos a media mañana, emboscado en un terreno baldío a espaldas del colegio. Llamaba joint break a esa escapada terapéutica. Era tan macizo que la marihuana, en vez de aletargarlo, le provocaba un efecto parecido al del café. Fidel no quería la mota para dormir: la necesitaba para rejuvenecer y compenetrarse en espíritu con Irene. Por fortuna, Sandra había salido al dentista con el niño, y después de comer la cochinita pibil que halló en el refrigerador, se fumó el carrujo repantingado a sus anchas en el sofá del estudio. Era una mota hidropónica muy pegadora y un duende perverso, salido de las volutas de humo, lo incitó a seleccionar en YouTube Anillo de compromiso de Cuco Sánchez, un himno a la fidelidad conyugal que ahora, paradójicamente, lo incitaba al pecado. El lirismo campirano de la canción y la clarividencia emocional inducida por la yerba le ayudaron a comprender mejor el gesto de Irene. No había querido profanar nada: sólo abolir de golpe la tupida maraña de prohibiciones que pesaba sobre los dos. Con ese bautismo simbólico se comprometía a no comprometerlo, a regalarle una plenitud fugitiva, sin resacas amargas. La inmersión del anillo en su vagina los había unido ante el cielo porque refrendaba la inviolable soberanía del instinto. No era culpable de nada por haberlo sacado de ahí, por concederse un instante la libertad ingenua y rabiosa de los cachorros que retozan en las verdes praderas. La piedad empezaba por uno mismo, qué carajos. Por falta de arrojo, una pasión en ciernes se podía extinguir tan pronto como las luces de pirotecnia. Imaginar la oscuridad posterior a esa extinción le dio escalofríos. Tenía que actuar pronto, dejarse ya de preámbulos estúpidos que sólo delataban su cobardía. Llamó por teléfono a Irene y le dijo que su número de baile lo había convencido de mandar al diablo la prudencia.
—Me traes loco, preciosa. ¿Podemos vernos esta tarde?
—Sí, claro, ¿en dónde?
—Te espero a las seis en el motel Costa del Sol. Búscalo en Google.
Irene no le puso ninguna objeción. Lo sabía, cuanto más cruda y directa fuera su propuesta, mejor efecto tendría en el ánimo de esa pequeña zorra. En el espejo del lavabo, mientras se ponía desodorante y loción, descubrió un encanto misterioso en su rostro moreno y barbado. La calva incipiente no lo favorecía, pero los destellos de inteligencia que le brotaban de las pupilas dejaban entrever una impetuosa virilidad. El orgullo de haber despertado ese amor ya le había cambiado la cara y quizá otras mujeres lo asediaran a partir de ahora. Tenía parque para todas, que fueran haciendo fila de dos en fondo.
El motel quedaba en la carretera libre a Cuernavaca. A las cinco de la tarde se tomó un café exprés para despabilarse, pero sólo consiguió agudizar su estado de euforia contemplativa. Para evitar un posible accidente, prefirió tomar un taxi en la avenida San Francisco en vez de tomar su auto. Por fortuna, el tránsito era fluido, el taxista bajó la cuesta con rapidez y en un santiamén tomaron la planta baja del Periférico. Admiró con ojos de alucinado la escenografía fantasmagórica de la ciudad. La bóveda gris del segundo piso le pareció la caja torácica de una inmensa ballena, un monstruoso Leviatán de concreto que devoraba los autos y luego los eructaba en alguna playa desierta. En Viaducto Tlalpan había un pequeño atorón de tránsito. Miró a los pasajeros de los otros autos con una mezcla de odio y conmiseración. Una esclerosis total de la voluntad parecía inmunizarlos contra la frustración y el tedio. Harto de ver en ellos un reflejo de su vida anterior, la del espectador domesticado, inerte y conformista, se limitó a contemplar la odalisca de hule que colgaba del espejo retrovisor. Quién pudiera poseer a Irene en una tienda árabe, como en los cuentos de Las mil y una noches. Saboreó por anticipado, con una fruición de sátiro, el reflejo de sus cuerpos acoplados en el espejo de pared que no podía faltar en ese hotel de paso. Mía por fin, inmensamente mía, oh sierpe con alas, ángel incandescente, manantial donde voy a saciar mi sed de infinito.
Quince minutos después, cuando el taxi se detuvo en el hotel Costa del Sol, Irene ya lo esperaba en una banca de la bahía para descenso de huéspedes. Se echó en sus brazos como una huérfana en busca de padre, devorándolo a besos. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo que acentuaba su encanto infantil. Cohibido, el botones que hacía guardia en la puerta prefirió mirar a otra parte. A Fidel no le gustaba dar espectáculos, pero la besó con la misma pasión, inflamado por el contacto de sus pezones. En la recepción pidió un cuarto con jacuzzi que costaba mil quinientos pesos. Un gasto fuerte para su maltrecha economía, pero no podía escatimar gastos en la antesala de los más anhelados derroches. Todavía en el vestíbulo, cuando esperaban el elevador, Irene lo perturbó con traviesos mordiscos en la oreja. Ya le había desabotonado la blusa cuando llegaron al cuarto piso. Pero una vez en el cuarto, cuando iban a caer en la cama con las piernas trenzadas, Irene rompió el abrazo en un súbito arrebato de pudor.
—Espérate, por favor. Me siento rara —tembló de angustia, sentada al borde de la cama—. ¿De veras me quieres, Fidel?
Enternecido, Fidel le acarició el cabello.
—Claro que sí, preciosa. Ya te lo dije, estoy enamorado de ti.
—Pero quieres más a tu esposa, ¿no?
Otra vez la burra al trigo, pensó Fidel, impaciente.
—La quiero de otro modo. Pensé que eso no te importaba.
—Pues sí me importa y mucho. Cuando me acuesto con un hombre necesito saber que soy la mujer más importante de su vida. Y francamente no sé qué lugar ocupo en la tuya.
Pues me lo hubieras dicho antes de venir aquí, hubiera querido reclamarle Fidel, pero aún tenía la esperanza de convencerla.
—Ocupas el primer lugar, te lo juro —le besó suavemente el cuello, con la esperanza de reavivar su pasión.
—Suélteme, por favor. Me está lastimando.
El breve forcejeo, su tono quejumbroso y el retroceso al trato de usted le bajaron la erección de golpe. No se estaba resistiendo por juego: lo rechazaba de verdad, ofendida como una mojigata de pueblo. La soltó, confundido y perplejo. Hubo un largo silencio cargado de reproches mutuos que ninguno de los dos se atrevió a proferir. Fidel exhaló un bufido de toro agónico y abrió la puerta del servibar.
—¿Quieres tomar algo?
—¿Me quiere emborrachar? —protestó Irene con el ceño fruncido.
—Claro que no, tonta. Sólo quería aflojar la tensión —dijo Fidel, dolido por su tono acusatorio—. Yo nunca he abusado de ninguna mujer. ¿Quieres que te lleve a tu casa?
—No, gracias, me traje el coche de mi hermano.
Irene se levantó de la cama, tensa y desconfiada, como si lidiara con un violador. Después de componerse el pelo frente al espejo de pared a pared, agarró su bolsa y se fue sin decirle adiós. En el tortuoso y lento camino de vuelta, entre las hordas motorizadas de oficinistas que borraron su efímera ilusión de singularidad, intentó explicarse la jugarreta de Irene. Quizá no fuera en el fondo tan puta ni tan facilona y por eso se había arrepentido en el último instante. Pero entonces, ¿qué necesidad tenía de fingirse una devoradora de hombres? Tímida no era, ninguna chavita fresa se habría metido en la panocha un anillo de bodas. Dominaba a la perfección el perverso arte de calentar braguetas. ¿Por qué había acudido a la cita si no pensaba entregarse? ¿Lo torturaba por diversión?
Tardó más de hora y media en llegar a casa. Como Sandra estaba inquieta por su ausencia, tuvo que inventar una inverosímil junta vespertina de trabajo, a la que todos los maestros del colegio fueron convocados a última hora. No había querido llevarse el coche porque le andaban fallando los frenos, explicó cabizbajo. Pobre Sandra, era tan noble que se tragaba cualquier embuste. Paradojas del buen amor: la confianza más sólida era la más fácil de burlar. Mientras ella diseñaba en la computadora el logo de una guardería, una chamba de freelance que los ayudaría a librar apuradamente el fin de quincena, la miró con una admiración teñida de remordimiento. Entró al estudio, en el que aún no se disipaba por completo el tufo a marihuana, y abrió las ventanas con el firme propósito de borrar pronto ese incidente traumático. Ya era demasiado tarde para hacerse respetar, pero cuando menos debía impedir que esa voluble nenita le hiciera más daño. Sonó el timbre de su celular: ¿sería ella? Tal vez quisiera justificarse, arrepentida de haberlo dejado en el cuarto con la mano extendida. Su primer impulso fue ignorar el mensaje, pero como el número registrado era de otra persona, no tuvo empacho en abrirlo. En la pantalla apareció lentamente, palmo a palmo, un video suyo besándose con Irene en la puerta del hotel. A juzgar por la nitidez de las facciones, lo habían tomado a corta distancia. De perfil, con su cola de caballo y la cara limpia de maquillaje, Irene parecía una niña obligada a prostituirse por un sórdido corruptor de menores. El emplazamiento de la cámara era tan preciso que al fondo se veía claramente el rótulo del hotel. Acompañaba el video un escueto recado:
¿No que muy desentito, güey?
Me apruebas en el examen o rajo con todo el colegio. D. G.
Recordó que en la entrada del hotel había un arriate con una palmera de tronco ancho y un hule de buen tamaño, donde seguramente se había agazapado Gaxiola, con un ángulo perfecto para tomar el video. Estaban coludidos, siempre lo estuvieron, también Irene le bebía los alientos al gigoló de la prepa. No quiso probar bocado esa noche. Más que la amenaza le dolía la humillación, el escupitajo moral en plena cara. Maldijo su torpeza por no haberse olido el tinglado. ¿Y ahora qué? ¿Iba a ceder al chantaje para salvar su buen nombre o reprobaría a David Gaxiola, enfrentando el escándalo con valor civil? Era la única opción satisfactoria para su conciencia, pero quizá le costara el empleo y de pilón el matrimonio, pues temía herir de muerte el orgullo de Sandra. No tardaría en enterarse, pues ella también había dado clases en el colegio, conocía a todos sus colegas y alguna amiga solidaria seguramente le mandaría el video. Nada más doloroso para una mujer tan celosa de su intimidad que verse convertida de pronto en el hazmerreír de la comunidad escolar.
Ni con un Tafil de 10 miligramos pudo dormir esa noche y al día siguiente, asqueado de sí mismo, el estómago hirviendo de jugos gástricos, entró al colegio con el paso vacilante de un reo patibulario. Portador de un virus indeleble y mortal, ya no se consideraba digno de mirar a sus colegas con la frente en alto. Para darle la puntilla, en pleno patio escolar Irene y David le salieron al paso tomados de la mano y se besaron en sus narices con una saña de aves carroñeras. Fingió no haberlos visto, y una hora después, con la bayoneta enemiga clavada en la espalda, tuvo que enfrentarse con ambos en el examen final de Historia. David lo miró a los ojos en actitud retadora, seguro de su triunfo. La dilatación de sus pupilas y su respiración jadeante delataban que se había drogado. Irene, en cambio, esquivó su mirada escrutadora con un distanciamiento emotivo que revelaba una profunda y anacrónica resequedad moral. ¿Cuántos siglos habría vivido a su corta edad para manejar con esa cara dura situaciones tan escabrosas? Repartió el examen a todos los alumnos con un gran esfuerzo de autocontrol, pero no pudo contener un leve temblor de pulso cuando se lo entregó a David Gaxiola.
—Tienen cuarenta y cinco minutos a partir de ahora —advirtió al grupo—. Les recuerdo que está prohibido sacar apuntes y a quien sorprenda copiando o soplando le recojo el examen. Ya saben que yo no me ando con bromas, así que mucho cuidado.
David ni siquiera se molestó en fingir que respondía las preguntas y a los veinte minutos, rozagante y risueño, le entregó el examen en blanco. En el reverso de la primera página había escrito una frase atravesada en diagonal: QUIERO SACARME DIEZ. Faltaba más, el señorito esperaba obtener el máximo beneficio de su extorsión. Pero si exigía esa nota, ¿por qué no hacía bien la faramalla y se esperaba hasta el final del examen? No le bastaba con el chantaje: pretendía exhibirlo, además, como un profesor venal ante el resto del grupo. Todos lo habían visto largarse a destiempo: ¿cómo iba entonces a ponerle diez sin despertar sospechas? Llegó a casa tan demacrado que Sandra le preguntó si estaba enfermo. Y en efecto, empezó a estornudar, víctima de esos virus oportunistas que atacan a la gente con la moral baja. En cinco días hábiles tenía que entregar los resultados de los exámenes. Casi deseaba que la gripe degenerara en pulmonía para eludir el encuentro con su destino. Una muerte prematura o una temprana decrepitud serían la consecuencia lógica de haberse dejado arrastrar a esa encrucijada.
Al día siguiente, un viernes, asistió junto con toda la plantilla de profesores a un curso de actualización académica en la vieja sede de la Secretaría de Educación, en la calle República de Argentina. Lo impartía una pedagoga venezolana guapa y madura, con muchas tablas para exponer sus ideas, que los exhortó a implementar en el aula un trabajo en equipo centrado en la socialización del conocimiento, según la metodología de Kirkpatrick. Puso atención y tomó apuntes, pero por más que se concentraba el tumor seguía ahí, cada vez más ponzoñoso y ramificado. ¿Qué hacer, carajo? No soportaba llevar él solo esa tremenda carga. Por salud mental necesitaba sincerarse con alguien, y a la una de la tarde, cuando acabaron las mesas de trabajo por áreas, le propuso a Keith Bishop que salieran a tomar una cerveza en alguna cantina del rumbo. Era el mejor confidente al que podía acudir, pues Fidel siempre le había guardado el secreto de sus joint breaks y por lo tanto existía entre los dos un pacto de discreción.
Entraron al Salón España, un modesto abrevadero frecuentado por oficinistas, comerciantes y uno que otro reporterillo. A esa hora la cantina estaba semivacía, y por fortuna, el ruido era tolerable. Eligieron la mesa más apartada de la barra, junto a una columna que los aislaba a medias de los demás bebedores. Antes de ordenar, Fidel se tuvo que levantar al mingitorio. Los baños estaban cerrados por una obra de remodelación, pero había otros arriba, le advirtió un mesero. Para llegar a ellos siguió unas flechas anaranjadas. Llegó a una especie de bodega donde la cantina se comunicaba con el pasillo de un viejo palacio del Virreinato, deteriorado por años de incuria y convertido, al parecer, en una colmena de departamentos en ruinas, habitados por gente humilde. Otras señales le indicaron que debía subir una escalera oscura, con las baldosas tan averiadas que prefirió agarrarse del barandal para no dar un paso en falso. Olía a encierro y el salitre había descascarado los muros. Arriba, en el entresuelo, el pasillo se bifurcaba, pero ya no había ninguna flecha que indicara la ruta a los baños.
Dobló a la derecha, espoleado por la urgencia de orinar. Las telarañas del techo y el olor a fruta podrida no presagiaban un baño higiénico. Si era tan difícil encontrar los baños, ¿por qué no cerraban la pinche cantina, en vez de mandar al cliente a una expedición tan larga? Tras recorrer en balde todo el corredor, pasando por varias puertas cerradas, de donde salían ruidos de pleitos conyugales, radios encendidos y horrísonas licuadoras, se dio la media vuelta y volvió sobre sus pasos para tomar el otro pasillo, más oscuro y maloliente. Al fondo del siniestro corredor descubrió una puerta entornada por donde salía una franja de luz solar. Tenía que ser ahí. Corrió en busca de alivio, adolorido ya por la forzada continencia, y al abrir la puerta se detuvo en seco. No era un baño, sino un estudio lleno de libros, envuelto en una espesa humareda de tabaco, donde escribía a lápiz, sentado en un escritorio con vista a la calle, un hombrecillo de barba rojiza y lentes bifocales, con el pelo erizado de los científicos locos y las bolsas oculares de los insomnes crónicos.
—Perdón, andaba buscando el baño de la cantina y me equivoqué de puerta —murmuró Fidel, pero cuando iba a salir, el pigmeo con facha de intelectual se levantó a darle la bienvenida.
—No te vayas, Fidel. Estás en tu casa.
—¿Cómo supo mi nombre?
—Lo sé todo de ti. Nadie te conoce mejor que yo, ni siquiera tú mismo.
Aunque había cierta fatuidad en sus palabras, la calidez de su tono le infundió confianza. Tal vez fuera un olvidado compañero de la primaria.
—Pues yo no tengo el gusto. ¿Quién eres?
—Leonardo Pimentel, para servirte —dijo, y tronó los dedos como un mago—. Ya no tienes ganas de orinar, ¿verdad?
En efecto, se le habían quitado. Temió que el chaparro fuera un hechicero con poderes para controlar las necesidades fisiológicas de sus víctimas. Le habían sucedido cosas tan nefastas en los últimos días que se puso en guardia contra un nuevo peligro.
—¿Cómo supo que me estaba orinando?
El gnomo sonrió con un aire de superioridad.
—Ya te dije que no puedes ocultarme nada. Estás aquí por mi voluntad. Yo te saqué de la cantina para que vinieras a verme.
Fidel empezaba a creer que de verdad Leonardo podía manejarlo como un títere, pero reculó con miedo a la segura trinchera del escepticismo.
—No me digas que eres brujo.
—Algo parecido, soy novelista y tú eres un personaje mío.
Fidel enmudeció de estupor. Su sentido de la realidad se tambaleó, pero aún se aferraba a la razón empírica.
—No jodas, por favor. Ya tengo suficientes problemas para que encima me salgas con esta mamada.
—Comprendo que no puedas aceptarlo. Modestia aparte, la profundidad psicológica de mis personajes me ha ganado cierto prestigio en el mundo literario. Debes sentirte absolutamente real, ¿verdad?
—Yo diría jodidamente real —ironizó Fidel—. Por querer seducir a una alumna estoy metido en una bronca espantosa.
—De eso quería hablar contigo —Leonardo apartó una pila de revistas polvorientas colocadas sobre una silla—. Siéntate, por favor, esto nos va a tomar un poco de tiempo.
—No puedo, abajo en la cantina me está esperando un amigo.
—Keith hará lo que yo quiera. Es un personaje secundario y por lo pronto está fuera de la historia.
Leonardo insistió en ofrecerle la silla y Fidel la aceptó, apabullado por el profundo conocimiento sobre su vida que había demostrado tener ese omnipotente alfeñique.
—Te traje para acá porque no sé para dónde llevar la trama, y pensé que a lo mejor podrías sacarme del atolladero.
Alérgico al pensamiento mágico, desde la adolescencia Fidel había perdido la afición a los relatos fantásticos y tenía una incredulidad demasiado robusta para aceptar fácilmente que su vida fuera ficticia. Pero comparada con el pantano en el que estaba hundido hasta el cuello, esa posibilidad no le disgustaba del todo.
—¿Eso quiere decir que mi problema no es real?
—Buena pregunta —dijo Leonardo y se apoltronó en la silla giratoria—. Para los lectores y para ti es un verdadero problema. Si quieres seguir vivo, tendríamos que resolverlo.
—¿Me estás amenazando de muerte? —Fidel empalideció.
—Tranquilízate, rara vez he abortado una novela, sobre todo cuando ya la tengo avanzada. Pero si no encuentro la manera de continuar la tuya, tendría que dejarla inconclusa.
—¿Y entonces qué pasaría conmigo?
—Te quedarías atrapado por los siglos de los siglos en el dilema que te atormenta.
—¡Qué poca madre! —se sublevó Fidel—. ¡Yo no soy un juguete de nadie!
Quiso largarse, pero las piernas no le respondieron y se quedó pegado a la silla.
—Tu albedrío es una ilusión —Leonardo lo miró con lástima—. Yo te lo regalé y te lo puedo quitar cuando quiera.
—Pinche loco. Te crees Dios, ¿verdad? —se quejó Fidel, esforzándose aún por mover sus músculos atrofiados.
—Lo soy en pequeña escala. Pero si te pones en mi contra los dos saldremos perdiendo. Te conviene colaborar conmigo.
Parecía un interrogatorio policiaco y Fidel, rebelde crónico, no podía tolerar las presiones autoritarias.
—Busca tú solo la continuación de la historia si te crees tan chingón.
—¿Prefieres entonces que la queme?
Con una mueca sádica, Leonardo arrancó una hoja del cuaderno en que había estado escribiendo, encendió un fósforo y quemó una de las esquinas. Fidel se retorció de dolor.
—¡No, por favor! Haré lo que quieras.
Leonardo sopló la llama que había empezado a consumir el papel.
—Perdóname, no quería torturarte, pero te pusiste muy necio. Quiero que explores conmigo todos los hilos argumentales de la trama, como si fueras coautor de la novela, ¿de acuerdo?
—Yo tampoco sé cómo salir del aprieto que me fabricaste —farfulló Fidel, resentido por la quemada.
—Pero estás metido en él y eso te da la lucidez de los condenados. Yo procuro serle fiel a mis personajes, seguirlos a donde quieran ir, en vez de imponerles mi voluntad.
—Entonces déjame salir de aquí.
—Supón que acepto y bajas a confesarte con Keith para aliviar tus penas. Con el sentido práctico de los gringos, él te aconseja ceder al chantaje. Aceptas y le pones el diez a David. La misma noche en que recibe su calificación te manda una foto suya abrazado con una búlgara monumental en un antro de teiboleras y un mensaje de agradecimiento por haberle echado la mano. Pero el hijo de puta no cumple lo prometido y de cualquier modo, tras haber obtenido el certificado de prepa, publica en Instagram el video con Irene y lo ve media humanidad, incluyendo por supuesto a tu esposa.
—Si el cabrón me juega chueco, yo lo mato.
—Ya había pensado en esa alternativa —Leonardo buscó entre sus papeles y sacó una libreta—. De hecho, en el primer esbozo de la novela imaginé cómo podría ser el crimen. Te subes al asiento trasero de su Audi en el estacionamiento de la escuela, bien agachado en el suelo del auto, y cuando salen de ahí, le clavas en la nuca el cañón de un revólver. Lo obligas a subir hasta la parte más alta del Ajusco, donde no hay un alma, y allá, sin testigos, le metes cuatro balazos. Eliminas el video de su celular y luego entierras el cadáver en una hondonada.
—Muy buena idea, ganas no me faltan de matarlo —se entusiasmó Fidel.
—Pero no te olvides que Irene también participó en el chantaje. Y cuando encuentren el cadáver de David, ella te delataría.
—¿Entonces también la tengo que matar a ella?
—Ahí está el problema —Leonardo se limpió con agobio el sudor de la frente—. Un maestro como tú, politizado y justiciero, con principios morales firmes, no se puede poner a matar alumnos de buenas a primeras, aunque le hayan hecho la peor canallada. Si me voy por ese camino, ya me imagino las críticas —engoló la voz imitando a un reseñista lapidario—: “Leonardo Pimentel opta por el trillado camino de la novela negra centrada en la mente de un asesino, para perpetrar un execrable producto de mercadotecnia”.
—Pues la mera verdad, si yo saliera libre de los dos crímenes, me valdrían madre las críticas que te hicieran.
—Eso dices ahora, pero en una buena trama, la cadena de causas y efectos tiene que brotar de motivaciones reales. Si yo traiciono las premisas psicológicas de tu gestación, te volverías un monigote sin vida propia.
—No estoy de humor para lecciones de teoría literaria —se impacientó Fidel—. Cuando regrese al mundo, si me dejas regresar, seguiré teniendo la soga en el cuello. Busquémosle una solución mejor a mi aprieto.
—Así me gusta, ya estás entendiendo lo que te conviene —Leonardo le dio una paternal palmadita en el hombro—. Tomemos otra ruta, para ver a dónde nos lleva. Keith resulta sensato y te aconseja confesarle a Güemes que te quisiste coger a una alumna. Vas con el director y le enseñas el video que te incrimina, con el abyecto mensaje de David Gaxiola. De paso le enseñas el examen en blanco donde te ordena ponerle diez. Reconoces tu grave error y pones tu renuncia sobre la mesa, afligido hasta el llanto, pero le pides que interceda ante la madre del niño, doña Jacqueline, para que meta en cintura a su vástago y le impida difundir el video. A Güemes no le conviene que se hable mal del Sweet Land College, pues acaba de sacar en la radio, para la temporada de inscripciones, una nueva campaña publicitaria con el eslogan: A New Dimension of Learning, y aunque está furioso contigo, accede a implorar la intervención de la madre.
—Pero si ella me quiso sobornar, a lo mejor es cómplice de su hijo y sería muy capaz de respaldarlo en el chantaje, sobre todo si nota que Güemes teme el escándalo.
—Eso sería lo más verosímil, en vista de su perfidia. De hecho, quizá podamos llevar la historia por ahí, aunque tú quedarías hecho mierda con las dos posibles opciones: tener que aprobar a David, si Güemes se acobarda ante la señora, o reprobarlo y resignarte a la divulgación del video. La primera alternativa es más envilecedora que la segunda. Como eres un profesor con valores éticos firmes, esa claudicación te dejaría una huella imborrable. Quizá te dieras a la bebida para acallar los reclamos de tu conciencia y perderías la chamba por llegar a la escuela con aliento alcohólico. Sandra te acabaría mandando al carajo, sin dejarte ver al niño el resto de tu vida. Convertido en un teporocho andrajoso, con el hígado cristalizado por el mezcal, aburrirías a otros vagabundos harapientos con el eterno relato de tus desdichas, y quizá ese ritornelo me sirva para contrapuntearlo con la narración de tu vida en tercera persona.
—No seas hijo de la chingada. Búscame un destino menos ojete.
—Tu destino puede ser cruel o benigno, siempre y cuando me ofrezca una veta interesante. Pero te advierto que la desgracia de un personaje tiene mucho más interés novelesco que una salvación inocua.
—Como quien dice, estoy jodido de cualquier manera —resopló Fidel, angustiado—. ¿Cómo te atreves a jugar así con mi vida? Mejor mátame de una vez.
—¿Y tirar a la basura dos meses de trabajo? Lo de prenderle fuego fue un blof o un petate, para decirlo en buen español mexicano. La editorial ya me pagó un adelanto, el plazo está corriendo y si empiezo otra historia a partir de cero, a lo mejor no termino la novela a tiempo.
—Ah, vaya. Entonces yo tengo la culpa de que seas un vil mercachifle.
—Voy a ignorar tu blasfemia porque no me quiero enojar —Leonardo pasó de la crispación a la serenidad forzada—. Vamos en el mismo carro, Fidel. Si quieres salir ileso de este bache creativo, ayúdame a urdir un plan B. La nada es lo más horrible que te puede pasar.
—¿Y yo qué gano con ayudarte? No puedo regresar al mundo sabiendo que soy un personaje tuyo. Me sentiría inferior a toda la gente.
—¿Por qué? El mundo en que habitas también es un invento mío. Y te aclaro una cosa: cuando vuelvas a la novela no recordarás una palabra de lo que hablamos aquí.
La promesa tranquilizó a Fidel, porque al menos le abría una puerta para escapar de esa pesadilla ontológica. No había construido jamás una trama novelesca, pero se esforzó por atar algunos cabos que Leonardo había dejado sueltos.
—Keith Bishop me dijo que anda enredado con una señora casada de 40 años, al parecer muy guapa. Jacqueline es un forro y tiene más o menos la misma edad. ¿Por qué no los hacemos amantes?
—Buena idea. Te confieso que metí a Keith en la novela con la idea de convertirlo luego en protagonista, con la misma importancia que tú. Por eso me demoré en sus antecedentes, aunque esa digresión rompiera un poco el ritmo de la historia. Pero luego no supe qué hacer con él.
—Ya sé cómo lo podemos usar —Fidel tronó los dedos, alborozado por un súbito hallazgo—. En la cantina, después de oír mi confesión, Keith me revela que es amante de Jacqueline y me ofrece ayuda. Yo le pido que le cuente la fechoría de su hijo, apelando a su buen corazón, si acaso lo tiene, para que le prohíba divulgar el video.
—Sería la misma situación en que antes quisimos poner a Güemes —Leonardo negó con la cabeza—. Por ahí vamos a un callejón sin salida.
—Pero Keith tiene mejores armas para persuadir a Jacqueline de salvarme, no en balde se la está cogiendo. Y si ella se negara, yo podría chantajearla a mi vez, amenazándola con revelarle a su marido que tiene un amante gringo.
Leonardo se quedó pensativo, sopesando la idea.
—No tienes carácter para cometer una traición tan sucia —dictaminó con una mueca despectiva—. Keith es tu amigo y la lealtad es una de tus virtudes irrenunciables. Si desfiguro tu perfil psicológico, se me cae toda la novela.
—Estoy entre la espada y la pared. Tengo que buscar mi salvación a huevo y tú sólo me pones peros.
Leonardo carraspeó con disgusto, como un general ante un sargento insubordinado.
—Lo siento, Fidel. No te voy a convertir en villano de telenovela. Tengo un sólido prestigio intelectual, he ganado algunos premios importantes y la gente espera de mí algo mejor que una intriga de brocha gorda.
—No te gusta nada de lo que propongo, sólo quieres destruir mis ideas —se ofendió Fidel, hipersensible—. ¿Para qué me pides ayuda entonces?
—Ayuda no, te pido compenetración. Necesito entrar en tu alma, saber cómo reaccionarías en determinadas circunstancias. El problema es que las circunstancias no te pueden falsear el carácter.
Leonardo se puso de pie y echó un vistazo a la calle, donde los bocinazos habían comenzado a importunarlo. A juzgar por su adusta expresión, padecía una crisis de impotencia creativa. Intimidado por el poder de ese tiranuelo, Fidel temió haber incurrido en una imperdonable insolencia. Para bien o para mal sólo existía en su pensamiento y más le valía ponerse de acuerdo con él.
—Tienes razón, Leonardo, busquémosle por otro lado —propuso en tono conciliador—. No hemos tomado en cuenta a Irene. Se prestó a engañarme por amor a David, pero ese narcisista de mierda no le puede ser fiel a nadie. Supongamos que dos días después del examen, se lo encuentra fajando con otra en una discoteca de niños bien. Monta en cólera, y para vengarse, le confiesa al director de la escuela su participación en el chantaje que me está matando de angustia.
—¿Y ella qué gana con eso?
—Joder a su ex.
—¿Y por una victoria tan miserable se va a echar de cabeza? Güemes tendría que acusarla con sus papás, y eso la dejaría cubierta de lodo. No mames, Fidel, esa viborilla sólo piensa en su propio interés. Como dijo Stendhal: “Primero yo y después yo y siempre yo, en este desierto de egoísmo que llamamos vida”.
La objeción era irrefutable y Fidel, abatido, se tapó la cara con las manos.
—Pues entonces me doy por vencido. Desde el momento en que me llevaste a ese hotel ya no tengo escapatoria.
—Fue tu calentura la que te llevó al hotel. Tenías la oportunidad de echarte para atrás cuando estabas ofendido por la profanación de tu anillo. Pero sentí que la deseabas demasiado y te mandé al matadero.
—Ahora va a resultar que soy independiente y autónomo —Fidel se mofó de sí mismo—. Tú me inoculaste ese deseo y ahora me lo endilgas para lavarte las manos. Pero si eres el amo y señor de mi vida, también podrías evitarme caer en la emboscada que me tendieron. Supongamos que triunfa la sensatez y me niego a buscar otro encuentro con Irene. Si te resignas a eliminar una parte de la historia yo sigo adelante con mi vida de profesor monógamo y ese acto de madurez fortalece mi amor por Sandra.
—Sería lo más congruente con tu carácter, por algo te llamas Fidel. Claro que eso convertiría la novela en cuento, pero no importa, ya se me ocurrirá otra idea para cumplir el contrato —los ojillos de Leonardo brillaron con malicia, la malicia de los estafadores al encontrar una blanca paloma—. La neta, ya estoy harto de quebrarme la cabeza para urdir intrigas con varias vueltas de tuerca. Prefiero simplificarlas y desmenuzar con más sutileza la química de las pasiones. El conflicto de un hombre maduro tentado por la oportunidad de cogerse a una colegiala, que retrocede al filo del abismo para no dañar sus vínculos afectivos, quizá tenga más valor literario que una historia llena de giros inesperados, ¿no crees?
—Totalmente de acuerdo.
—Sí, claro, eso dices ahora porque ya sabes que Irene te puso un cuatro —se burló Leonardo—. Así cualquiera es decente.
—Pero en el cuento no lo voy a saber y mi renuncia tendría más mérito —argumentó Fidel—. ¿Qué tal si me fumo el carrujo de yerba en mi estudio, pensando en Irene, pero en vez de llamarla por teléfono y citarla en el hotel, la mota me noquea y me duermo una larga siesta? Sueño entonces, con intenso realismo, la llamada telefónica en que hacemos la cita, el trayecto alucinado en el taxi, la traición de Irene y el artero chantaje de David Gaxiola.
—Suena bien, pero tengo mis dudas.
—No le des más vueltas —insistió Fidel—. A los dos nos conviene ese anticlímax filosófico.
Meditabundo, Leonardo sopesó la idea con la mirada ausente. Parecía un juez en el trance de pronunciar un veredicto difícil.
—Está bien, me has convencido —dijo al fin—. Ya te puedes marchar, gracias por todo.
Recuperado el movimiento de los músculos, Fidel se levantó de la silla con las piernas un poco entumidas, se despidió de Leonardo con un abrazo que algo tenía de filial y resucitó en el reino de la palabra, sin recordar una sola frase de esa conversación.
Al despertar de la pesadilla Fidel gimió como un niño asustadizo, la camisa bañada en sudor. Sandra venía llegando del súper y acudió a consolarlo, creyendo, alarmada, que se había lastimado. Al reclinar la cabeza en su pecho recobró la confianza en el género humano. Cuando ella le preguntó con insistencia qué había soñado, fingió un ataque de amnesia. Sin duda el sueño tenía un carácter premonitorio, no en balde había sido tan verosímil. Su atribulada conciencia lo llamaba al orden con gritos de pánico, revelándole las negras intenciones de Irene. ¿Podía esperarse otra cosa de una cabrona tan sucia? Si porfiaba en su aventura suicida, la posibilidad de padecer una humillación como ésa no era nada remota. Por algo Irene le había coqueteado precisamente cuando se disponía a reprobar a David. Claro, ella también deseaba pescar al odioso junior, como todas las ninfas subnormales de ese inmundo colegio. Sacaba buenas notas en historia, pero eso no la redimía de la frivolidad ambiciosa y mezquina típica de su clase.
Como temía, Irene lo siguió provocando, ahora con el envío de un video en el que se acariciaba los pezones tendida en su cama, con tacones de alfiler y un diminuto baby doll negro. Una exhibición tan procaz no presagiaba nada bueno. Rompió en pedazos el poema que le había escrito, la bloqueó del WhatsApp y esa tarde, cuando ella cometió la imprudencia de abordarlo en el estacionamiento del colegio, a la vista de otros profesores, le pidió en tono comedido que por favor lo dejara en paz.
—Eres un encanto, serías la delicia de cualquier hombre, pero adoro a mi esposa y no me quiero meter en broncas. ¿Entendido?
Irene hizo un mohín de incredulidad, las mandíbulas tensas y la cabeza gacha, pero tuvo la dignidad de asimilar el golpe sin quejas. No volvió a coquetearle y el curso terminó dos meses después. Ni la presión de Güemes ni los ruegos de Jacqueline le impidieron hacer justicia académica: reprobó a David en el examen final con la rectitud de un ángel exterminador. Al fortalecer su autoridad moral, Fidel recuperó un sentimiento religioso que había perdido desde la adolescencia, cuando los clásicos del materialismo histórico le arrebataron la fe en el ser supremo. Una íntima certeza le aseguraba que la Providencia o Los Hados le habían inspirado ese sueño. La vislumbre de un orden cósmico regido por leyes inescrutables lo apaciguó mejor que ningún ansiolítico. Ahora dormía nueve horas de un tirón, cantaba bajo la ducha, los fines de semana cocinaba paellas o asaba carne y en las vacaciones retomó el proyecto de escribir un libro de texto para cuarto grado, en colaboración con Genaro, un amigo ilustrador con quien había militado de joven en una brigada de apoyo a las víctimas del terremoto.
El editor a quien expusieron el proyecto se entusiasmó tanto que les dio un adelanto de cuarenta mil pesos por cabeza a cuenta de regalías. Aunque trabajaba con ahínco, disfrutaba como nunca la inteligencia emocional de Sandra, su talento para convivir, y tres veces por semana salía con Emiliano a jugar futbol en el parque. Libre de fantasmas perturbadores, su intelecto conquistaba nuevas parcelas del conocimiento, pues ahora entendía y explicaba mejor los periodos más intrincados de la historia universal. En recompensa por su óptimo desempeño en las aulas, reconocido por padres y alumnos, el consejo académico le concedió un bono extraordinario de cincuenta mil pesos que invirtió en un viaje familiar a Huatulco, aprovechando una oferta en las tarifas aéreas.
Pero su felicidad era más frágil de lo que imaginaba. En el aeropuerto, al pasar por el detector de metales, tuvo que quitarse el anillo de bodas y cayó en un trance de nostalgia mórbida. Bendita entrepierna de Irene, quién pudiera volver a explorarla. El sabor a jungla de esa vulva adolescente, atesorado en sus papilas gustativas, lo incitó a venerar la obscenidad traviesa, los caprichos insolentes del instinto. Darles la espalda significaba comenzar a morir. ¿De veras quería ser un modelo de sensatez? Vivía sin sobresaltos, colmado de afecto y dicha hogareña, pero si se hubiera cogido a Irene, si fuera todavía su amante secreta, si su vida chisporroteara de ansiedad y delirio, no tendría, como ahora, el resquemor de haberse rajado cuando el destino lo puso a prueba, con las puertas del paraíso abiertas de par en par.
En el avión, mientras jugaba con Emiliano a encontrarle formas de animales a las nubes, logró disipar un buen rato ese pensamiento incómodo. Pero desde el primer día de playa en Huatulco, el espectáculo de las guapas bañistas en topless contribuyó a desmoralizarlo. Sandra conservaba una silueta más o menos curvilínea, pero un tanto abultada en el vientre, y no la favorecían los trajes de baño de una sola pieza que usaba desde el nacimiento de Emiliano, para ocultar la cicatriz de la cesárea. Nunca le había importado ese defectillo, pero ahora, por el contraste con los cuerpazos de las amazonas tendidas en la arena, la sometió a un escrutinio severo, asaltado por el temor de morir sin haber vivido una gran apoteosis erótica. Irene le hubiera dado todos los placeres que su imaginación codiciaba y él los había rechazado por un escrúpulo de seminarista marica. La ética tal vez fuera incompatible con la felicidad. ¿Quién le mandaba someterse a los dictados de esa pinche aguafiestas? Nada malo le sucede a quien la obedece, pero tampoco nada bueno, pensó con rencor, mirando boquiabierto el desfile de piernas, culos y tetas. Los moralistas se guardaban un as bajo la manga: le habían ocultado al mundo que las buenas acciones también dejan remordimientos. A Dante le faltó inventar el décimo círculo del infierno, donde arden eternamente los arrepentidos de arrepentirse.
Como ahora el cuerpo de Sandra sólo le recordaba el edén perdido, cayó en una crisis de inapetencia sexual que se prolongó varias semanas. Las pocas veces que hacían el amor pensaba en Irene con la añoranza de un exiliado, pero dejó de recurrir pronto a ese vulgar subterfugio, no por respeto a Sandra, sino porque le dolía el frentazo con la realidad cuando se esfumaba el cuerpo de Irene, su golosa boca de niña réproba. En un momento de flaqueza cayó en la tentación de mandarle una solicitud de amistad en Facebook. Emocionado por su aceptación, creyó que podía recuperarla con un mensaje galante y se desveló toda la noche intentando redactarlo con gracia. Pero al día siguiente, como si barruntara sus intenciones, Irene cambió la foto central de su muro por otra donde sonreía del brazo de un apuesto muchacho en los jardines de la Universidad Iberoamericana. Imposible competir con ese novio, tenía que aceptar la derrota. ¿Ya ves, imbécil? Te comieron el mandado por culero. Y además se había inscrito en una universidad privada, desoyendo su consejo. Esa tarde se puso una borrachera solitaria en una cantina decrépita de Contreras, entre albañiles que oían música de tambora, y al día siguiente, con una cruda amarga de donjuán jubilado, se reportó enfermo en el colegio.
La falta de sexo agrió el carácter de Sandra, que ahora se amurallaba en un hosco silencio cuando llegaba a casa, después de recoger a Emiliano en la guardería. Aunque procuraban comportarse como si nada malo les ocurriera, cayeron en una atmósfera de hostilidad no declarada, la peor de todas las hostilidades. Subieron de tono las quejas de Sandra por su mala costumbre de no llevar los trastes sucios al fregadero, por su manía de dejar prendido el foco del baño.
—Me prometiste que ibas a pagar el teléfono, idiota, por tu culpa ya nos cortaron la línea. Si estás en la casa más tiempo que yo, por lo menos ten la decencia de hacer las camas, en vez de quedarte echado en el sofá con tu computadora.
Era demasiado orgullosa y púdica para soltarle a boca de jarro su verdadero reclamo: te odio porque ya no me coges. Ambos cayeron sin darse cuenta en el mecanismo compensatorio de la sustitución de placeres. Buscaban en las galletas, en las fritangas y en los helados un sucedáneo de la saciedad sexual, mientras la grasa se les iba acumulando en la cintura, en el pecho, en la papada. Nuevas ninfas en minifalda, coquetas y ligeras de cascos, perturbaban a Fidel en el colegio. Pero ninguna le coqueteaba con suficiente descaro, y por haber engordado nueve kilos en los últimos meses, descartó del todo la posibilidad de gustarles.
En una charla de cantina, Keith le contó que su amante, María Luisa, la esposa de un político transa con una fortuna en negocios inmobiliarios, quería dejar al marido para irse a vivir con él. Era un proyecto halagüeño y a la vez comprometedor, porque el marido podía contratar detectives para buscarlos en cualquier lugar del mundo, y mandarlo matar cuando lo encontrara, pero si ahora se echaba para atrás, ella lo tacharía de cobarde. Por nada del mundo quería perderla, sollozó, pues sólo enredado en su cuerpo había vencido por momentos la nostalgia de las olas gigantes. Con legítimo orgullo de enamorado, mostró a Fidel una foto de la hermosa infiel, una hembra imponente, de largas piernas, con un enigmático rostro de madona renacentista. Fidel le aconsejó llegar con María Luisa hasta las últimas consecuencias, aunque las mareas traidoras volvieran a destrozarlo, y salió del bar con una envidia feroz. Horas después, apaciguado por un churro de marihuana, se propuso convertir su envidia en emulación. Si tanta falta le hacía una amante guapa y ardiente, como la de Keith, bien podía ligarse a alguna secretaria del colegio, o a cualquier desconocida en un bar. ¿O qué? ¿No era un hombre interesante, más o menos atractivo, con buena charla y sentido del humor?
Lo intentó con Clarita, la ayudante de contabilidad, una linda morena de ojos verdes, diminuta cintura y cabello crespo, que le prodigaba sonrisas en las oficinas del colegio cuando llegaba a checar tarjeta. En sus horas libres se puso a charlar con ella y un día la invitó a comer en un restaurante italiano, pero llegados a los postres ella le preguntó por Sandra, con quien seguía teniendo comunicación por Facebook. Interpretó el comentario como una velada advertencia y no tuvo suficientes agallas para pasar de la charla frívola al ventaneo de sus intenciones. Los viernes por la noche, disfrazado de hípster, frecuentaba los antros juveniles del sur de la ciudad en busca de cachorras ardientes. Por falta de tablas, en sus intentos de ligue a duras penas atinaba a farfullar bromitas galantes, inaudibles para colmo por el estruendoso volumen del punchis punchis. Los jóvenes ya no ligaban de viva voz, se flechaban con los ojos en la pista de baile o intercambiaban de mesa a mesa mensajes de texto y a veces se iban a la cama sin haber cruzado palabra. Su técnica de cortejo resultaba tan anticuada que algunas chavas con pocas pulgas le negaron el permiso de sentarse en su mesa. En el colegio tenía la ventaja de ser una figura de autoridad, un respetado padre sustituto con cierto carisma incestuoso. En otros ámbitos carecía de atractivo para las mujeres y quizá proyectaba hacia el exterior esa íntima convicción, inocultable como la lepra.
Tomar conciencia de sus complejos lo volvió más huraño y ensimismado. Por falta de energía para hilvanar ideas, postergó indefinidamente la redacción del libro de texto pese a los reclamos de Genaro, el ilustrador, que ya tenía listos los dibujos. Pasado el deadline para entregar los textos, su editor le puso un ultimátum y también lo ignoró. Sentía que su familia le robaba el aire, que lo cercaba como un ejército invasor. Sus encerronas en el estudio, donde fumaba mota como chimenea, se volvieron más prolongadas. Harta de verlo vegetar en el sofá, Sandra le diagnosticó un retorno patológico a la adolescencia. Para escapar de sus reprimendas se encerraba con llave a oír viejos discos de punk-rock y Emiliano ya ni siquiera le pedía que lo llevara a jugar al parque.
En largas jornadas de hastío recordaba las circunstancias que lo habían llevado a cometer su fatal error con Irene. ¿Por qué le había dado tanto crédito a un sueño, si era más bien un racionalista pragmático, divorciado del pensamiento mágico? Tras una larga excursión por los vericuetos del inconsciente, se acusó de haber rechazado a Irene por miedo a cederle su inútil y miserable albedrío. Ni el orgullo lastimado por la profanación del anillo ni el temor al escándalo en el colegio lo habían disuadido. Tampoco la posible ruptura con Sandra, fácil de evitar si actuaba con discreción: lo que lo aterró fue prever las secuelas de su amorío. Sencillamente le faltó el valor del oleaje para estrellarse contra las rocas.
Voluble y frívola como todas las chavas de su edad, Irene jamás se hubiera involucrado con él en una relación seria, eso lo sabía de sobra. A los dos o tres meses de citas clandestinas, y una vez matriculada en la universidad, le arrojaría el baldazo de agua helada: mañana no puedo verte, mis papás ya no me dejan salir de noche, mejor no me escribas al Whats, me da miedo que tu esposa lea los mensajes. Yo te aviso cuando pueda verte. Y claro, sus mensajes nunca llegarían. Semanas enteras esperando una señal de afecto, un pequeño gesto de piedad, con el orgullo en carne viva, picoteado por los zopilotes del abandono. Todo eso le hubiera podido ocurrir por un simple cálculo de probabilidades. Pero comparada con su situación actual, esa previsible tortura ya no le parecía tan atroz.
Cansado de masturbarse a escondidas de Sandra, se aficionó a recorrer las páginas de sexoservidoras en internet, en busca de putillas con rasgos parecidos a los de Irene. Como las escorts de lujo estaban fuera de su alcance, se tuvo que resignar a las de medio pelo. Titubeó largas horas antes de concertar cita con una tal Fabiola, que declaraba tener 18 años, ser hija de familia y estar dispuesta a cumplir las fantasías más depravadas de su clientela, incluyendo baños de orina y tríos con matrimonios, por la módica suma de mil doscientos varos. El día en que cobró su quincena, después de comer, le dijo a Sandra que saldría a jugar una partida de billar con Keith Bishop.
—Llego como a las siete, pero si me tardo cena sin mí.
A las cinco de la tarde tomó un cuarto en un hotel barato de calzada de Tlalpan. Con un carrujo de mota en los labios sintonizó el canal de películas porno, en el que un mulato muy bien dotado cogía con dos rubias tetonas en un jardín con alberca. Llevaba semanas de abstinencia erótica y se odiaba demasiado para sentir un deseo espontáneo. De tanto juguetear con su pene logró ponérselo firme. Pero la mujer que llegó media hora después no era la beldad juvenil del anuncio. Tenía por lo menos treinta y cinco años, estrías en el vientre, lonjas de mediano espesor y nalgas infestadas de celulitis. Sandra estaba mil veces mejor.
—Tú no eres la chica retratada en internet —dijo Fidel, decepcionado, y le mostró la foto en pantalla de su celular.
—La compañera Fabiola no pudo venir al servicio, pero yo estaba de guardia —respondió la sustituta, dolida por el desaire.
En calzones y con el pito medio parado, Fidel se sintió un mamarracho de tira cómica.
—Pues lo siento, pero yo contraté a otra chava.
—Entonces págueme lo del taxi, son doscientos pesos porque vengo desde Culhuacán.
—Ni madres —se indignó Fidel—. Yo no pago nada, esto es un abuso.
La puta puso los brazos en jarras, más encabronada que Fidel.
—¿Cuál abuso? La letra chiquita de nuestra página lo dice bien claro: si la chica no está disponible, la empresa se reserva el derecho de enviar a una sustituta.
—¿Y quién va a leer una letra tan chica? No mames. Engañan al cliente y encima le quieren cobrar lo del taxi.
La puta sacó de su bolso una pistola calibre .38 y le apuntó a la entrepierna.
—Pues si te pones en ese plan, me voy a tener que cobrar a lo chino.
La cartera de Fidel estaba sobre el buró. Iba a tomarla, pero la sustituta se la arrebató de un zarpazo.
—Nomás quería lo del taxi, pero si te pones tan majadero, ahora te aguantas —dijo con una sonrisa dominadora y le vació la cartera.
Fidel trató de impedir que se guardara los billetes en el corpiño, pero la puta, rápida de reflejos, le pegó un balazo en el empeine del pie derecho. Tirado en la alfombra, con la mirada vidriosa y un sabor a cobre en los labios azules, no tuvo fuerzas para evitar que su victimaria le quitara el anillo de bodas y se lo pusiera en el índice. Salió muy quitada de la pena, silbando la tonadilla de un reguetón. A rastras, dejando en la alfombra un reguero de sangre, Fidel llegó al teléfono del buró y pidió a la recepcionista que llamara a una ambulancia, porque le habían pegado un tiro. Tendido boca arriba, la vista fija en las hélices giratorias del ventilador, maldijo a las fuerzas invisibles que le habían puesto esa trampa. El sueño en que vio prefigurada la traición de Irene, ¿sólo era el preámbulo de una desgracia mayor? ¿Dios lo castigaba por haber refrenado sus bajos instintos? ¿Despreciaba entonces las buenas acciones? Primero le infundía un deseo indecoroso y luego una frustración atroz por no satisfacerlo, qué aberrante manera de hacer justicia. Quizá lo colmaba de calamidades, como a Job, para medir la fuerza de su fe. Creía más que nunca en él, pero con una fe teñida de rabia. En ésta y en la otra vida no se cansaría de repudiar a ese tirano con un fervor parricida, pues ahora lo veía claro: del odio al creador brotaba lo mejor del hombre. Perdóname, Irene, santa patrona de la lujuria, por haber claudicado en vez de arrojarme contigo a las llamas.
En el instante previo al desmayo, Fidel entrevió la mueca perversa de un duende pelirrojo que le cerraba los ojos, regocijado con su dolor.