La fe perdida

A Moramay Kuri

Al terminar su turno en el mall de Westfield Century City, donde trabajaba en una tienda de cosméticos, Elpidia se formó en la cola del autobús y encendió el celular con el ansia de un adicto ayuno de droga. Lo tenía programado para oír un campanilleo cada vez que aparecían noticias sobre Melanie Robles en las redes sociales, pero como su jefa, la odiosa señora Coleman, le había prohibido encenderlo en horas hábiles, durante la jornada se comía las uñas de impaciencia temiendo que algún acontecimiento importante en la vida de su estrella favorita (un nuevo contrato cinematográfico, el lanzamiento de un nuevo disco, alguna borrasca sentimental) pudiera ocurrir mientras ella atendía a las clientas que se probaban cremas y delineadores.

El autobús venía lleno de hispanos y negros, la mayoría absortos en sus celulares. En una postura incómoda, colgada del tubo y con el codo de un adolescente clavado en las costillas, leyó con sobresalto el último tuit de la diva: De común acuerdo, George Hammill y yo hemos decidido separarnos y compartir la custodia de nuestro hijo Joshua. Será un divorcio amistoso entre personas maduras, sin litigio en los tribunales. Ave María Purísima, el primer descalabro serio de su carrera. George no tomaba, le había comprado una casa valuada en seis millones de dólares, nunca le tuvo celos profesionales y encima era buen papá. Recordó, enternecida, sus conmovedoras palabras cuando recibió el Emmy al mejor actor cómico por su papel en la serie Seven Angels: “Dedico este premio a Melanie Robles, la dulce compañera que ilumina mi existencia y me infunde coraje para dar lo mejor de mí, como actor y como persona”. Hombres con esa calidad humana no abundaban en el sucio mundillo de la farándula, lleno de egoístas con el alma reseca. Ojalá Melanie recapacitara a tiempo: no sería la primera celebridad que a última hora se arrepintiera de un divorcio imprudente.

Se apeó en una esquina del humilde barrio de Pacoima, donde vivía con sus padres en una casita de dos plantas, con un pequeño pero alegre jardín delantero, esmaltado de geranios y azucenas. Como todas las tardes, su madre, Lorenza, estaba viendo en la sala una telenovela en español y apenas respondió a su saludo con una inclinación de cabeza. Era un ama de casa robusta, de piel lustrosa, curtida a la intemperie, con el pelo entrecano recogido en una cola de caballo, pletórica de vigor pese a bordear los sesenta. Desde el rellano de la escalera, Elpidia la miró un momento con lástima. Pobre vieja, todo el santo día encandilada con su Mexican bullshit. Aunque llevaba más de treinta años en Estados Unidos, apenas atinaba a chapurrear el inglés. Y su padre, Salvador, un electricista eficiente y luchón, que arreglaba aparatos domésticos a domicilio, estaba en las mismas: sólo hablaba el inglés indispensable para desempeñar su oficio y por nada del mundo se perdía los partidos de las chivas rayadas. Los quería y los respetaba, pero al mismo tiempo los compadecía por su estrechez de miras. ¿Hasta cuándo iban a superar la mentalidad provinciana? En el país más poderoso de la tierra, donde el estrellato dispensaba la fama universal, ellos renunciaban a su mayor privilegio, el de subirse al carro de los triunfadores, atados en espíritu a las nopaleras que nunca dejaron atrás. ¿Y quiénes eran sus ídolos? Falsas luminarias, enanos montados en zancos, glorias municipales tan devaluadas como la moneda en que les pagaban.

En su cuarto arrojó los tacones al clóset, se quitó la falda a cuadros que la obligaban a llevar en la tienda y miró con arrobo la foto autografiada de Melanie, con portarretrato dorado, que refulgía en el centro de su tocador. Al estrecharla contra su pecho recordó con un sabor agridulce la premier en la que había repartido codazos para obtener ese autógrafo. Como el equipo de vigilancia no pudo contener a la multitud, la escalinata del Dolby Theatre estaba llena a reventar. Asediada en la alfombra roja por la marabunta de fans, Melanie le firmó el reverso de la foto con una sonrisa despectiva y condescendiente, la de un amo quitándose de encima al perro latoso que lo quiere lamer. No había sido un autógrafo dado de buena gana. Pero Elpidia no le guardaba rencor: al contrario, comprendía perfectamente que a veces la incomodara el asedio de sus idólatras y nunca más se atrevió a importunarla. Desde entonces la veía de lejos en sus apariciones públicas, confundida entre la multitud, resignada a ser un punto borroso en su campo visual. Pero qué importaba la distancia si la llevaba dentro del alma.

Diez años de adorarla, pensó, qué rápido pasaba el tiempo. Diez años de comprar todas sus películas en blu-ray, diez años de votar a su favor en los concursos radiofónicos donde la ponían a competir con otras divas de la comunidad hispana, como Jennifer López o Selena Gómez, fingiendo distintas voces para votar varias veces. La ilusionaba, sobre todo, pensar que Melanie también había crecido en un barrio pobre de Los Ángeles. Con tesón y talento, picando piedra desde abajo, había llegado a codearse con los mayores astros de Hollywood, sin recurrir jamás al sexo mercenario, como insinuaban sus malquerientes, gente mezquina y ruin dolida por el éxito ajeno. Sobreponerse al ninguneo de los gringos no había sido sólo una victoria suya: triunfaron junto con ella todos los mexicanos que luchaban por sobresalir en ese gran país. Dudaba mucho que ningún otro fan la quisiera con ese amor incondicional, que se crecía ante cualquier desaliento y en esos momentos difíciles debía demostrarlo con hechos.

Con su computadora portátil sobre las rodillas, escribió en el buzón del sitio oficial de Melanie, donde había dejado cientos de mensajes, un sensato consejo en el que la exhortaba a reconsiderar su impulsivo divorcio de George con palabras comedidas y maternales, calculadas para llegarle al corazón. Elogió con superlativos la nobleza de su marido y la previno contra el peligro de tomar una decisión egoísta: El divorcio deja secuelas graves en el carácter de los hijos y sería lamentable que expusieras al pequeño Joshua a un trauma irreparable, ¿no te parece? Tras el envío del mensaje dudó, como siempre, que Melanie lo leyera, pues sus respuestas eran rutinarias fórmulas de cortesía, escritas quizá por un asistente. ¿O su indiferencia sería una señal de rechazo? ¿Estaría molesta con ella por entrometerse en su vida privada?

Temerosa de haberla ofendido, se miró en el espejo del tocador con espíritu crítico. Era una mujer del montón, una pobre vendedora de cosméticos resignada a no dejar huella de su paso por el mundo. Llenita, chaparra, miope, cargada de espaldas y en perpetua lucha con el acné, ni en sueños se le había ocurrido intentar seducir a nadie. A los treinta años había perdido la esperanza de tener novio, porque ningún hombre la cortejaba, ni ella les daba entrada. Sólo tenía un vicio: atiborrarse de donas entre comidas. Llevaba una vida monótona, tal vez por culpa de sus propias inhibiciones. Desconfiada, huraña, recluida en sí misma, nunca llegaba a intimar con las demás vendedoras, aunque ellas sí le contaran con pelos y señales sus amoríos. Aparentaba una ausencia total de pasiones, pero sus deseos reprimidos a veces la traicionaban y en el recodo más oscuro del corazón arrastraba la culpa de haber vampirizado la felicidad conyugal de Melanie, imaginando en culposas masturbaciones sus retozos con George. Más aún, el nacimiento de Joshua había despertado en ella, que antes detestaba a los niños, un instinto maternal acompañado de dolor en los senos, como si los tuviera llenos de leche. Pero después de todo, ¿qué tenía de malo compenetrarse con sus placeres de esposa y madre? ¿A quién le hacía daño con ello? Ni el espíritu santo podía poner en duda la nobleza de esa adoración distante, que no perjudicaba en nada a su hermana adoptiva y en cambio podría beneficiarla mucho si alguna vez hiciera caso de sus consejos.

Tenía la firme convicción de vivir la vida de Melanie con mayor intensidad que ella misma y eso le daba una clarividencia infalible para saber qué galanes le convenían, cómo debía manejar su imagen ante los medios y cuándo había cometido un desatino profesional. Contemplando entre suspiros la foto del altar, no pudo resistir la tentación de aleccionarla por telepatía: Con todo respeto, mi cielo, debiste rechazar el papel protagónico en Dancing with the Emperor, como te aconsejé por internet. Lo mismo te pidió George, pues el rodaje en Singapur iba a durar tres meses y él no se podía mover de Los Ángeles por las grabaciones de su teleserie. Pero en tu escala de valores, el éxito profesional estaba por encima del amor. Ahí empezaron las desavenencias entre ustedes. No quisiste perder esa gran oportunidad y mira nomás en lo que vino a parar tu capricho. Ni George ni tú soportaron la cuarentena erótica, él se consoló con una modelo, tú con un guapo bailarín de ballet, vinieron los reproches mutuos y en el duelo de orgullos heridos ambos salieron perdiendo. Eres tú quien debería pedirle perdón, si te pudieras tragar el orgullo.

Durante varias semanas buscó ávidamente en la red alguna señal de reconciliación. Nada, ya ni se dirigían la palabra, y como los trámites del divorcio seguían su marcha, pasó de la incertidumbre al desasosiego. No sabía qué hacer con la libertad que de pronto había recobrado Melanie, una libertad hasta cierto punto indeseable, porque las orillaba a toda clase de precipicios. Un sábado, el día de mayor afluencia de clientes, cayó en la tentación de asomarse un segundo al celular para saber con quién estaba saliendo su objeto de adoración y no pudo atender con la debida presteza a una gringa mandona que le exigía unas pestañas postizas. Horas después, la cliente ofendida la tachó de inepta y majadera en el portal electrónico de la tienda. La queja le valió una dura reprimenda de la señora Coleman, que la amenazó con reportarla a la gerencia. Racista de mierda, pensó, me trae de encargo por ser hispana. Nunca regaña así a Sandy o a Lillian por llegar tarde, pero claro, ellas son güeritas. Como estrategia defensiva contra la discriminación, procuraba enfrentarla desde la encumbrada posición de Melanie. ¿Qué hubiera hecho ella en una situación semejante? Reírse del enemigo y luchar en pos del éxito con renovados bríos. Aunque su ejemplo le infundía fuerza moral, no era fácil vivir con el orgullo en jirones. Al día siguiente, cuando la Coleman había salido a comer, una señora mexicana le pidió en español una crema humectante y fingió que no le entendía.

I beg your pardon?

—No me diga que no entiende español.

Excuse me, I don’t understand —mintió con una leve sonrisa de superioridad y la cliente se marchó trabada de cólera.

Fuck you, manita: primero muerta que dejarse menospreciar por una igualada. Ella era una American citizen con los papeles en regla y sólo en familia, sin testigos, hablaba en voz baja el idioma de los perdedores.

En los meses posteriores al divorcio, la conducta disoluta de Melanie puso a prueba su lealtad. Los paparazzi la seguían por los cinco continentes, encantados con sus francachelas, que les daban tela para borronear notas amarillistas. No consideró grave que en Sidney, en Río de Janeiro y en Barcelona la vieran salir de discotecas y bares con diferentes galanes, algunos casados y otros menores que ella, pues todas las divorciadas tenían derecho a soltarse el pelo. Pero cuando los tabloides divulgaron su romance con Margaret Sullivan durante el rodaje de Evil Ways, se frotó los ojos, incrédula. Ahí estaban las dos, retando al mundo, muy agarraditas de la cintura en un descanso de la filmación. Pobre Joshua, debería liarse a puñetazos con la mitad de la escuela por el bullying que le esperaba. ¿Qué pretendía Melanie? ¿Abandonar el mainstream? ¿Ser repudiada por la mayoría conservadora?

No le sorprendió que Franklin Lawson, su agente, renunciara a representarla. Pero ella no podía renunciar a quererla y se batió a muerte con los canallas y las envidiosas que la tachaban de tortillera en las redes sociales: Silencio, víboras, límpiense la boca con jabón antes de atacarla. Recién salida de un divorcio, Melanie necesita el apoyo emocional de una buena amiga, eso es todo. Sólo una mente enferma puede pensar otra cosa, escribía contra sus propias convicciones, en un heroico intento por detener el alud de lodo. Melanie, en cambio, nunca se molestó en desmentir su amorío con la Sullivan. El descrédito parecía tenerla sin cuidado, pero ella sí lo padeció, tal vez porque vivía en un círculo social más chapado a la antigua, donde la homosexualidad todavía era un estigma.

Enferma de gripe, una gripe más espiritual que física, guardó cama tres días, con 39 de calentura, desganada y mohína, sin querer probar el caldo de pollo que su madre le llevaba al cuarto. Deploraba entre estornudos la egolatría de Melanie, su empeño en tirar por la borda una carrera que hasta entonces había sido impecable. Angustiada por el rechazo de millones de fans que antes la querían y respetaban, al sanar de la gripe cayó en una crisis de insomnio crónico. Se ponía doble capa de maquillaje para disimular las ojeras y en la tienda bebía tanto café para mantenerse más o menos despierta que Mrs. Coleman le llamó la atención, pues iba con demasiada frecuencia al baño. A su madre le preocupaba que pasara tanto tiempo encerrada en su cuarto.

—Sal por lo menos a dar una vuelta por el parque, te vas a quemar los ojos en esa maldita pantalla.

¿Cómo explicarle sus luchas solitarias por defender en las redes una reputación que se estaba yendo a pique, si ella ni siquiera usaba internet? Pese al asco moral que le provocaba la trasgresión de Melanie, compartía sin querer todos sus sentimientos, fueran perversos o nobles, como las hermanas siamesas que contraen por fatalidad genética los vicios de su otra mitad. La simbiosis produjo un efecto colateral superior a sus fuerzas: ahora la perturbaban los encantos físicos de otras vendedoras, en particular los de Samantha, la empleada más joven de la tienda, una negra de largas piernas y pechos enhiestos, con labios gruesos de planta carnívora, a la que veía de hito en hito mientras untaba mascarillas a las clientes. Opuso una resistencia férrea a ese virus desconocido, pero un cosquilleo travieso, narcótico y dulce como el aroma del opio, fue socavando poco a poco su voluntad. Hubiera sacrificado todas las donas del mundo por acariciarla. Una tarde, a la hora de salida, Elpidia entró a orinar en el sanitario del mall y encontró a Samantha semidesnuda, peinándose frente al espejo. Tenía fiesta esa noche en el barrio de Watts, explicó, y había entrado a cambiarse de ropa. Elpidia tardó más de lo debido en apartar los ojos de sus nalgas equinas, y al parecer Samantha se tomó a broma su turbación, pues se quedó en tanga y sostén, demorando el maquillaje con alevosa coquetería. Después de orinar, cuando se lavó las manos en el lavabo, Elpidia le lanzó de reojo una mirada menesterosa.

You only see? You don’t touch? —la invitó Samantha, irguiéndose los pezones con una sonrisa pícara.

Muerta de pena, Elpidia bajó la cabeza y cerró el grifo del lavabo, que se había quedado chorreando.

Come on, baby, don’t be shy —le insistió Samantha en tono juguetón.

Con la entrepierna húmeda y un golpeteo sanguíneo en las sienes, Elpidia estuvo a punto de sucumbir, pero en el último instante la frenó su sentido del deber. No podía ceder a ese impulso mimético, un torcido subproducto de su admiración por Melanie, cuando ella necesitaba todo lo contrario: una tutora con principios inquebrantables que la apartara de las bajas pasiones. ¿Con qué autoridad moral iba a realizar ese apostolado, si ella cojeaba del mismo pie? No era el momento de emularla, sino de ayudarle a enmendarse, de vencer entre las dos al enemigo común.

Sorry, I don’t like women —dijo, y salió del baño con el ceño adusto, sin sostener la burlona mirada de Samantha.

No se equivocó al presentir que Melanie necesitaría de toda su entereza en esa crisis existencial. Lo de Margaret fue un capricho pasajero, que gracias a Dios no la alejó para siempre del sexo opuesto. Pero seguía buscando experiencias fuertes y en vez de entregarse a un hombre de bien, fue a caer en las garras de un perfecto canalla. Cuando la Fox News difundió un video grabado en Miami, donde Melanie se besuqueaba con Sid Flannagan, el pendenciero vocalista de Satanic Fashion, Elpidia por poco se va de bruces. ¿Qué podía verle a ese patán de melena vikinga, pálido como un cadáver, con los brazos llenos de tatuajes macabros, que en sus canciones de heavy metal se jactaba de tener pacto con el diablo? Guapo no era, simpático menos. Bravucón y engreído, varias veces multado por golpear a los paparazzi, Flannagan llevaba cuatro divorcios, y en el último, la conductora de programas Leslie Duncan lo había acusado de suministrar tachas a sus propios hijos. Elpidia odiaba el heavy metal y no podía creer que una fina actriz y cantante de la talla de Melanie, ganadora de dos Grammy y nominada tres veces al Óscar, se hubiera enredado con ese patán asqueroso. ¿Tan bueno era en la cama? ¿Esperaba la tonta que Sid sentara cabeza cuando se casara con ella? Para eso, mejor se hubiera quedado con Margaret.

La bombardeó por internet con reportes fidedignos de todos los desmanes cometidos por su angelito en los últimos años: riñas en restaurantes, destrozos en hoteles, obscenas exhibiciones fálicas en sus conciertos, golpizas a sus parejas, arrestos por consumir enervantes en la vía pública. Nunca va a cambiar, entiéndelo, ese hombre necesita atención siquiátrica, es una mala compañía que no te dejará nada bueno. Como temía, sus consejos cayeron en saco roto. Al parecer, Melanie era una celebridad vulnerable, con baja autoestima, y Sid se aprovechó de su fragilidad para engancharla a las drogas duras. Abandonó el gimnasio, descuidó al pobre Joshua, que se quedaba semanas enteras con la nana, preguntando sin cesar dónde estaba mamá, y las ojeras de alucinada que delataban su afición a la coca la volvieron objeto de escarnio en los telediarios.

Desde el principio, Elpidia tuvo muy claro que Sid no amaba a Melanie ni amaba a nadie, por algo llevaba cuatro divorcios: sólo quería añadir un trofeo a su palmarés de conquistador. Opacado por el renombre de Melanie, la estaba hundiendo adrede para que no brillara tanto como él, pero ella no se daba cuenta o no quería mirar la verdad de frente, subyugada, quizá, por el magnetismo del caos. Se casaron ebrios en una capilla de Las Vegas, con los músicos de Satanic Fashion como testigos. Esa misma noche los fotografiaron copulando en el sanitario de una discoteca y el diluvio de memes no los arredró para repetir la hazaña en otros lugares públicos. Ni en las orgías romanas de Nerón y Calígula se vio nunca tal desvergüenza. Una foto de Melanie con las fosas nasales manchadas de polvo blanco se hizo viral en Instagram. Los estudios Disney le rescindieron un contrato multimillonario, por considerarla un mal ejemplo para la niñez. El accidente de tráfico en Santa Mónica, donde atropellaron a una viejita que sacó a pasear al perro, les concitó el repudio unánime de los tabloides. Si las lesiones de la víctima hubieran sido más graves, ambos habrían acabado en la cárcel. Melanie iba al volante y, con justa razón, George le arrebató la custodia de Joshua. Ya la mencionaban más en la nota roja que en las páginas de espectáculos, pero ella, insolente, pervertida, engolosinada en la autodestrucción, no movía un dedo por evitarlo y hasta parecía gozar con el linchamiento.

Su derrumbe amenazaba con desmoronar la identidad de Elpidia. No era fácil venerar a una diosa en demolición, vapuleada por todos los flancos. Pero en vez de darle la espalda como la gran mayoría de sus fans, que renegaron entonces del árbol caído, ella la siguió adorando a costa de su propia reputación, como los soldados rasos que obedecen sin chistar las órdenes erráticas de un general borracho. Cualquiera se podía ufanar de haber adorado a Melanie en el pináculo de la fama, cuando el mundo entero le quemaba incienso. Lo difícil era serle fiel ahora, cuando adorarla significaba un oprobio, un estigma, un escupitajo de centurión romano en la mejilla de Cristo.

En abierto desafío a la mayoría farisea que ahora la consideraba una lacra social, en sus horas libres lucía por doquier su colección de camisetas con la efigie de Melanie. Así llegó vestida al bautizo de su sobrino Lucas, el tercer hijo de Martín, su hermano mayor, un próspero ingeniero civil casado con Mildred, una gringa de Oklahoma. Feliz propietario de una linda residencia en el condado de Van Nuys, Martín, un gordito de cabello ralo, con ojillos vivaces de ardilla, era el triunfador de la familia y el consentido de sus padres, que se lo ponían como ejemplo a la menor oportunidad: deberías de haber estudiado una carrera como tu hermano, si hubieras ahorrado como él tendrías coche propio, ya cambió el Packard por un Cadillac, lo ascendieron en la constructora, su hijo Lucas le salió güerito, este año se va de vacaciones a Europa.

Tantos éxitos agobiaban a Elpidia, que hubiera preferido tener un hermano menos perfecto. Miembro de la Evangelical Covenant Church, una secta protestante con millones de creyentes en la Unión Americana, Martín condenaba cualquier desviación del evangelio con la tozudez de un iluminado y había tenido ya fricciones con Elpidia, a quien acusaba de adorar a Melanie con un fervor sacrílego. Sólo Cristo merece que te le hinques así, la regañaba, no cambies la fe verdadera por un engaño de Satanás, y en vano había intentado reclutarla en su congregación, pues Elpidia nunca dio el brazo a torcer. Durante el bautizo, en una iglesia modernista con vitrales geométricos, Martín le dirigió de soslayo algunas miradas hostiles. Terminada la ceremonia, en el atrio del templo, la tomó del brazo y la apartó de los invitados.

—¿No te da vergüenza venir con esa camiseta al bautizo de tu sobrino?

—¿Qué tiene de malo?

—Allá tú si admiras a esa bruja maldita, pero no vengas a gritarlo en la casa de Dios.

—Melanie no es ninguna bruja, sólo está confundida. Nadie está a salvo de perder los estribos en algún momento de la vida, ni siquiera tú.

—Vas de mal en peor, hermanita —Martín bufó de cólera—. ¿Ahora te vas a drogar como ella? ¿Vas a embestir en coche a las pobres ancianas? Lárgate a cambiar de ropa ahora mismo. Así no entras al banquete.

—Pues entonces me largo —dijo entre sollozos, y su intempestiva fuga provocó un murmullo de condena entre los invitados.

Sabía que llevar esa camiseta al bautizo era una provocación que podía enemistarla con la familia entera, pues sus padres, sin duda, se pondrían del lado de Martín. Y así ocurrió: esa noche Salvador la regañó con dureza y Lorenza, más comprensiva, le sugirió que visitara a un psiquiatra. Para quitársela de encima le prometió hacerlo, sin la menor intención de claudicar. No había mejor manera de solidarizarse con Melanie que expiar sus pecados en carne propia y ningún poder divino o humano se lo impediría. La expiación transformaba el dolor en energía positiva y creía que al asumir los pecados de Melanie se adentraba tiernamente en su corazón para inyectarle una fuerte dosis de templanza.

Como había previsto, Flannagan no tardó en enseñar el cobre. Demasiado promiscuo para conformarse con una sola hembra, en sus giras de conciertos se dejaba querer por todas las groupies que le arrojaban las pantaletas, con absoluta falta de consideración por los sentimientos de Melanie, que parecía tolerar esas infidelidades, pues la droga la había idiotizado a extremos patéticos. En Chicago, una menor de edad denunció que Sid la había desvirgado y embarazado en una noche de farra. Por supuesto, él se tomó el asunto a broma y hasta se retrató desnudo en Instagram, ofreciendo al público femenino sus servicios de semental. Melanie guardó silencio a pesar de la humillación pública, pero Elpidia, indignada, sintió brotar dentro de sí un impulso justiciero. Ver a ese gringo repugnante y engreído burlándose de nosotras —escribió en el website de Melanie, sin esperanzas de obtener respuesta— ha sido la mayor humillación de nuestras vidas, y hablo en plural porque me siento con derecho a prestarte mi temple de carácter, el amor propio que te ha faltado para enderezar tu vida. No estás sola en el mundo, mi amor, y si te faltan fuerzas para luchar, seré yo quien defienda tu honra. Hoy por ti, mañana por mí.

Cuando Melanie se internó en la Clínica de Rehabilitación de Walden House, Elpidia comprobó que a pesar de la lejanía física había logrado infundirle cordura y sacarla del agujero. Celebró su sabia decisión de terminar con Sid, anunciada poco después, bebiéndose ella sola una botella de vino espumoso en la intimidad de su alcoba. Por fin Melanie estaba dando los pasos correctos para dejar atrás las drogas, romper la codependencia y reconquistar el cariño del público. Semanas después, desde un parque cercano a la clínica, donde se apostó con binoculares, la vio salir fresca y lozana con un vestido de organdí azul cielo. A juzgar por las comisuras de su boca, más pronunciadas que antes, había coqueteado con la locura, y sin embargo, los ojos le brillaban como si hubiera vuelto a nacer.

En un gesto de nobleza, George Hammill aceptó devolverle la patria potestad de Joshua. Todo le estaba saliendo bien y la maternidad responsable la obligaría a pisar tierra firme. Los productores le quitaron el veto, volvieron a lloverle ofertas para hacer cine y televisión, su disquera anunció la grabación de un nuevo álbum con temas de la propia Melanie, en el que narraría la experiencia de volver a la vida tras una temporada en el infierno. Como Elpidia había calculado, ahora la publicidad negativa se revertía en su favor, pues si la industria del espectáculo derrumbaba con facilidad a sus ídolos, también sabía explotar el atractivo melodramático de las depravadas que salen del agujero y sientan cabeza.

En un reality show sobre su renacimiento, Melanie pidió disculpas al público y Elpidia sintió que se las pedía en particular. Estaba dispuesta a superar ese bache de su carrera con un enérgico borrón y cuenta nueva, para mantenerse sana en cuerpo y alma, dijo, como le recomendaron sus terapeutas. Jamás volvería a enfrascarse en polémicas con su ex, ni respondería preguntas sobre el tema en ninguna entrevista. Más tardó en decirlo que Flannagan en provocarla, resentido, sin duda, por el papel de villano que desempeñaba en ese circo mediático. La tachó de frígida en un tuit, se obstinó en enredar el juicio de divorcio con argucias legaloides y exigió la devolución del jet que le había regalado, alegando que Melanie también lo engañó con un fotógrafo de cine. Patrañas, viles calumnias de macho rencoroso, pensaba Elpidia, un peldaño más arriba en la escala del odio. El despecho se le notaba a leguas, su orgullo viril supuraba rencor porque antes de Melanie, ninguna otra mujer lo había abandonado.

Bien asesorada por sus abogados, Melanie no se rebajó a caer en la provocación, pero de nada servían la dignidad y el decoro en una guerra a muerte con un patán de la peor calaña. Picado en el orgullo por su digno mutis, Sid declaró a los reporteros de MTV, jaibol en mano y repantingado en una tumbona de su mansión en Palm Springs, que terminó con Melanie porque le horrorizaba la idea de procrear con ella un brownie gordo, chaparro y feo, como la mayoría de los mexicanos. Hijo de puta, fue Melanie quien te dejó a ti, estalló Elpidia, apagando la tele de un manotazo. Dio varias vueltas por la recámara, pateando sus zapatos, aguijoneada por el insulto racista. Era evidente lo que buscaba Sid: exasperar a Melanie para arrastrarla de nuevo a las drogas. Pero no sólo Melanie había recibido una bofetada: también el honor nacional, la sangre azteca de la que siempre había renegado y que ahora clamaba venganza en sus venas. El sentido de pertenencia a la tribu, una pasión recién descubierta, la invadió junto con una culpa retrospectiva por haberle dado la espalda toda la vida. El agravio de Sid no podía quedar impune: ni él ni la señora Coleman iban a lograr que se avergonzara de sus raíces. Tal vez Coatlicue, allá en lo alto, la hubiera elegido para plantarle cara al supremacismo blanco.

Por esas fechas se anunció el concierto de aniversario que Satanic Fashion daría el 14 de noviembre en el Fórum de Inglewood. Era su oportunidad de vengar a Melanie, a los que la amaban y a toda la progenie de Moctezuma. En las semanas previas estudió con lupa los accesos al público, el emplazamiento de las cámaras de seguridad, la ubicación de los guardaespaldas en anteriores conciertos del grupo. Gracias a los datos que bajó de internet y a sus inspecciones oculares del auditorio, se hizo una composición de lugar bastante precisa. Era imposible acercarse a Sid en el escenario. En cambio, la vigilancia se relajaba en la puerta de acceso al backstage, a la que ninguna persona sin gafete podía llegar. Con un programa pirata de diseño gráfico falsificó un gafete que la acreditaba como empleada de limpieza y se compró en Walmart una bata amarilla idéntica a la que usaban las afanadoras del Fórum. Su padre guardaba en el buró de su recámara una pistola .38 con el cargador lleno de balas. Palpó con voluptuosidad las cachas de madera, la piel erizada de escalofríos. Tal vez había deseado llegar a esa prueba crucial desde que empezó a seguir la carrera de Melanie. Tal vez se comprometió desde entonces a cumplir un pacto de sangre.

El día del concierto se coló al auditorio a las cuatro de la tarde, la hora de entrada del personal. En el estacionamiento exclusivo para invitados VIP se agazapó detrás de unos arbustos, a veinte metros de la puerta por donde Sid y su grupo debían entrar, en un punto que las cámaras de vigilancia no podían enfocar. Pese al vacío en el estómago, una convicción sin fisuras le despejaba la mente. Además de la .38, llevaba en la mochila un pasamontañas negro, un litro de agua y una caja de donas Krispy Kreme para mitigar la compulsión oral. Anochecía cuando comenzaron a llegar los integrantes del grupo, escoltados por un séquito de putillas adolescentes en hot pants, con las narices perforadas y la piel llena de tatuajes. Una de las más borrachas arrojó a su escondite una botella de Jack Daniels que le pegó en el tobillo antes de romperse. Por amor a Melanie reprimió heroicamente su ay de dolor. Media hora después, Sid Flannagan bajó de una limusina, con gafas oscuras y boina, escoltado por dos enormes guardaespaldas. Delgado como un fideo, el pelo lacio y grasoso, la piel ceniza y amarillenta, costaba trabajo pensar que un ser tan repulsivo se pudiera sentir superior a alguien. Media hora después empezó el concierto. Aunque llevaba tapones en los oídos, el estruendo apocalíptico estuvo a punto de hacerla desistir, pero aguantó vara con el pundonor de una mártir. De todas las canalladas que había cometido Flannagan, su música era la más abyecta.

Terminado el suplicio, cuando el público aún pedía más ruido batiendo palmas, entró con la capucha puesta a los intestinos del Fórum, en busca del área de camerinos, siguiendo el mapa grabado en su mente. Por un largo y sinuoso pasillo de techo bajo, por donde corría un tubo gris, llegó a una puerta con el letrero: Staff members only. Por suerte no tenía puesto el seguro, todo le estaba saliendo a pedir de boca. A lo lejos se oían risotadas provenientes de un camerino con la puerta entreabierta. Se asomó por la rendija: eran los músicos del grupo, que festejaban ruidosamente con sus ninfas semidesnudas, entre una espesa humareda de marihuana. Con ellos bebían cerveza, muy quitados de la pena, los dos guardaespaldas de Sid. Siguió adelante hasta llegar a una puerta más lujosa, de caoba con incrustaciones de concha nácar. La abrió con manos de seda para evitar rechinidos. Era el camerino reservado a las superestrellas, con mesa de billar, televisor, cantina y jacuzzi de mármol que había visto en los folletos promocionales del Fórum. En una acogedora salita, con un torniquete de goma en el brazo, Sid se estaba inyectando heroína. Con razón había mandado a sus guaruras a la fiesta: quería arponearse a solas. Elpidia entró de puntillas, sigilosa como un reptil, y cuando lo tuvo a un palmo de distancia se quitó la capucha.

Don’t mess with Melanie, fucking bastard —dijo, y le descerrajó tres tiros a quemarropa, uno en el entrecejo, otro en los huevos y el último en el tórax.

Cayó al suelo con la mirada perpleja, incrédulo, al parecer, de haber perdido tan fácilmente los poderes infernales que invocaba en el escenario. Elpidia estaba dispuesta a entregarse si alguien la detenía en su fuga, pero las risotadas en el otro camerino debieron de acallar el ruido de los disparos, pues nadie la interceptó cuando iba rumbo a la salida de emergencia. Al salir del Fórum se quitó el pasamontañas ensangrentado y, confundida entre la multitud que venía saliendo del concierto, llegó a una calleja solitaria donde arrojó la prenda inculpatoria a un terreno baldío. En el autobús que la condujo de vuelta a casa pasó inadvertida. Los compañeros de Sid no descubrieron su cadáver hasta veinte minutos después del crimen, según se supo esa noche por los noticieros. Al día siguiente la policía difundió el video en el que una mujer con capucha caminaba por un oscuro pasillo hacia el camerino de la víctima y luego volvía por donde entró a grandes zancadas. Imposible identificarme, pensó con alivio. Hubiera querido buscar a Melanie y gritarle: yo te quité ese alacrán del cuello, yo soy la misteriosa encapuchada que busca toda la policía de Los Ángeles. Pero como Melanie, de luto riguroso y rímel corrido, declaró en el funeral que a pesar de la ruptura con Sid lamentaba profundamente su trágico fin, temió que lo dijera en serio (tenía el defecto de mentirse a sí misma, como todos los débiles de carácter) y se resignó a un heroísmo callado, a una satisfacción íntima sin fanfarrias de honor. Aunque ningún remordimiento la oprimía, temía la acción de la justicia como cualquier asesino, y para borrar indicios de culpabilidad, fingió ante sus padres que había dejado de venerar a Melanie. El domingo por la mañana eliminó de las redes sociales todos sus comentarios adversos a Flannagan, descolgó de la pared las fotos de Melanie y los carteles de sus películas, sacó del armario las camisetas con la imagen de la diva y arrojó todo al contenedor de basura.

—Hasta que por fin maduraste —se alegró su madre al ver la operación de limpieza—. Ya nomás faltaba que le prendieras veladoras a esa güila.

Haber saltado de la contemplación a la acción directa, del anonimato al protagonismo, del graderío a la cancha de juego, la unió más estrechamente con Melanie, a quien dejó de adorar con un pasmo reverencial. Ya no era una creyente arrodillada sino una hermana secreta, libre de complejos y autorizada para influir en su vida. La quería de tú a tú, sin sacralizarla, con un cariño igualitario de cómplices entrañables. Nadie ha hecho tanto por ti como yo, pensó el lunes en el autobús, de camino al trabajo. ¿No te parece que tú deberías erigirme un altar a mí? Elevada al Olimpo por méritos propios, contempló a Melanie como lo que era: una pobre chica vulnerable, atolondrada, reñida con el éxito. Si tuviera un mínimo de reciedumbre admitiría de buena gana cuánto la había beneficiado la muerte de Sid. Por la noche, después de cenar, coqueteaba con la idea de mandarle un mensaje anónimo exhortándola a reconocer las ventajas de su viudez cuando la campanilla del celular le anunció la tragedia. El fiscal de distrito William Kinsley había dado esa tarde una conferencia de prensa sobre las investigaciones del caso Flannagan:

—Durante el cateo realizado esta mañana en el domicilio de la señora Melanie Robles, esposa de la víctima, nuestros agentes encontraron una pistola calibre .38 como la que portaba la homicida de Flannagan. Junto a ese indicio, tenemos los correos intercambiados por la pareja en la semana previa al asesinato. En uno de ellos, fechado el 5 de noviembre, Melanie advirtió a Sid: “Si no retiras tus insultos te arrepentirás de haber nacido”. Con base en estas evidencias, tenemos elementos de convicción para señalar a la señora Robles como principal sospechosa del crimen.

Elpidia se quiso morir. De haber tenido acceso a ese correo electrónico, jamás habría tocado al rocanrolero satánico. Dedujo que Melanie había proferido esa amenaza pasada de copas, en un momento de ofuscación. Su cólera estaba plenamente justificada, pues la víspera Sid la había colmado de injurias en MTV. ¿Qué esperaba el imbécil de Kinsley? ¿Un reclamo tibio y civilizado? Ironías de la vida, pensó, desfalleciente de angustia: después de haber ignorado sus ataques con perfecta ecuanimidad, una buena táctica para exhibir a Sid como un cerdo, Melanie sacó las garras en el peor momento, cuando yo planeaba la ejecución de su ex. ¿Quién podía imaginarlo? ¿Cómo suponer esa perfecta sincronía de intenciones entre la diosa ultrajada y su brazo ejecutor? Fue un milagro de entendimiento mudo que sólo una fusión de almas podía producir, pero no se ufanó de haber adivinado los impulsos homicidas de Melanie. Al contrario, maldijo su sexto sentido. ¡Si la pobre hubiera sabido quién estaba moviendo los hilos de su destino!

Cuando la sospechosa se presentó a declarar, los fans de Sid abarrotaron las calles aledañas al Departamento de Policía para presionar a las autoridades, gritando consignas de corte racista. Elpidia también montó guardia en la calle, faltando a su empleo en la tienda, y comprobó con tristeza que el contingente de admiradores de Melanie, separado del bando enemigo por una valla de agentes antimotines, era muy inferior al de los blancos vociferantes. O habían dejado de admirarla por su caída en la disipación o no tenían pantalones para defenderla ante la mayoría WASP. Intercambió denuestos con un gringo bravucón que en la acera de enfrente llevaba una pancarta con el lema: Death penalty for the bloody beaner, y a duras penas contuvo las ganas de sacarle los ojos. De haber venido armada, pensó, pondría en su lugar a esa gentuza. En el interrogatorio que horas después transmitió la CNN, Melanie estuvo errática y tartamuda. Como había pasado sola la noche del crimen y el pequeño Joshua estaba de vacaciones con su padre, no tuvo coartada para demostrar que había dormido en casa.

—Pero soy inocente —sollozó—. Juro por Dios que nunca he lastimado a nadie.

Nueva descarga de fusilería en las redes sociales, con injurias feroces y parodias obscenas de sus canciones. El clamor popular contra la Mexican bitch iba creciendo como la espuma. Desesperada, Elpidia se trasquiló, le cobró aversión a la ducha, perdió el apetito y en la tienda de cosméticos, la señora Coleman la reprendió por manejar con torpeza la caja registradora. Alarmados por su crisis nerviosa, que podía costarle el empleo, sus padres mandaron llamar a Martín. Entró a su recámara con aires de inquisidor y trató de sanarla con una especie de exorcismo.

—¿Lloras por una asesina? ¿A pesar de todo la sigues compadeciendo? Por Dios, Elpidia, ábrele tus brazos a Cristo. ¡Sácate del corazón a esa hija de las tinieblas!

Con tal de exculpar a Melanie estuvo a punto de soltarle la terrible verdad, pero en el último instante se acobardó. Estaba tan débil, tan culpabilizada y hundida en el desconsuelo, que aceptó pedir auxilio al pastor evangélico de Martín, para librarse de la presión familiar. Necesitaba dormir aunque fuera unas cuantas horas o acabaría encerrada en un manicomio. Compró marihuana medicinal en un dispensario de Pacoima y en un sueño adulterado por la yerba vio a Melanie tendida en una camilla, demacrada y yerta, lista para recibir la inyección letal. Ella interpretaba el papel de la enfermera encargada de administrársela. Melanie derramaba hilillos de llanto y al verla empuñar una jeringa de enorme tamaño le reprochaba con un hilo de voz:

—¿Con qué derecho te inmiscuiste en mi vida?

—Lo hice por tu bien. Pensé que si no intervenía ibas a perder el pleito en los tribunales.

—¿Y no podías tener la decencia de consultarme tu plan?

—¿Cómo? Nunca te dignabas atender a los fans.

—¿Te crees dueña de mi voluntad?

—A esto se arriesgan las diosas inaccesibles. A que otros tomen decisiones por ellas.

Al hundir la aguja en su brazo, despertó bañada en sudor, con escalofríos de arrepentimiento, asustada de su infinita soberbia. Era increíble y monstruoso que hasta en sueños quisiera imponerse a Melanie, gobernarla como si fuera una menor de edad. Quizá Martín tuviera razón a medias: la poseía un espíritu infernal, pero no el de Melanie. Era un diablo con dos caras, una sumisa y devota, la otra irrespetuosa y traicionera, que se solazaba perjudicando a quien pretendía venerar. Al día siguiente, a media jornada de trabajo, se dio una escapada al baño del mall y en la pantalla del celular vio el fatídico video del arresto de Melanie, subiendo a la patrulla en medio de una jauría de agentes, a las afueras de su mansión en Pacific Heights. Estaba más pálida que en el sueño y temblaba como una cierva asustada. Al comparar ese rostro inocente con la negrura de su alma, se sintió una perversa marioneta de Lucifer. Diez minutos después, Samantha la encontró desmayada en el baño y llamó a los paramédicos, que la revivieron con sales de amoníaco. Muy a su pesar, la avinagrada señora Coleman le tuvo que dar una semana de asueto.

Tumbada en la cama procuró reponerse de la impresión. Confiaba en la eficacia de la justicia norteamericana, que tarde o temprano desecharía por absurda la acusación contra Melanie sin necesidad de que ella confesara el crimen. Sid se había ganado el odio de mucha gente y cualquiera de sus enemigos tenía motivos para matarlo. El equipo de abogados de Melanie, los mejores penalistas de la costa oeste, no tardaría en destrozar una por una las aparentes pruebas presentadas por el fiscal, pensaba con una buena dosis de voluntarismo piadoso, y tarde o temprano la investigación tomaría otros rumbos. Con el ánimo de transmitirle buenas vibraciones asistió a la primera sesión del juicio, sentada en la tercera fila de butacas, muy cerca del banquillo en donde Melanie reiteró su inocencia. Cuando los ojos de la acusada, vagando por la sala, se posaron un momento en ella, soltó un hilo de llanto, pero Melanie no dio señales de haberlo notado. Por más esfuerzos que haga nunca lograré llamar su atención, pensó, con un rencorcillo de feligresa despechada que eclipsó un momento su culpa.

Se conformó con seguir el resto de las sesiones por las crónicas de los noticieros locales, que relataban cada noche las declaraciones de los testigos, los alegatos del fiscal, las mociones del juez y las pruebas de descargo presentadas por la defensa. Según los comentaristas, Melanie lucía aletargada, soñolienta, con una mirada opaca que su legión de malquerientes atribuyó a una recaída en las drogas. Los periodistas de la comunidad hispana y algunos grupos de feministas denunciaron, en cambio, la parcialidad del jurado, predispuesto en contra de una hija de inmigrantes oaxaqueños y proclive a favorecer a un gringo de pura cepa, que para colmo tenía millones de seguidores. La respuesta del bando enemigo no se hizo esperar: un tabloide amarillista sacó a relucir los supuestos nexos de un primo lejano de Melanie con el cártel de los Zetas, para presentarla como una vulgar hampona. El juicio, como el de O. J. Simpson, se convirtió en un juego de vencidas entre el público anglosajón y la raza de bronce, pero en este caso, las protestas de la minoría hispana no surtieron efecto. Cuando el jurado declaró culpable a Melanie, Elpidia envejeció diez años de golpe. No la consoló que sus abogados lograran conmutarle la pena de muerte por la cadena perpetua. En cierta forma sentenciaron a las dos, pues ahora las circunstancias la obligaban a confesar su crimen. Seguir callando sería una vileza, tenía que afrontar las consecuencias de su idolatría y salvar a Melanie de la injusta condena.

Pero antes de soltar la sopa quiso hablar con ella en persona. No le apetecía confesar algo tan íntimo al desalmado fiscal de distrito: necesitaba decírselo a Melanie cara a cara, estremecerla con la elocuencia de sus lágrimas, pedirle perdón de rodillas, y una vez desahogada, entregarse dignamente a la autoridad. Con esa esperanza pidió a sus abogados que le permitieran visitarla en la cárcel femenina de Orange County, so pretexto de entregarle un juego de pañuelos con sus iniciales bordadas. Tras un mes de complicadas gestiones logró que le dieran la cita. Una oportunidad así, diez años atrás, la hubiera ilusionado hasta el delirio: ahora la llenó de zozobra. Pasó varias noches en vela ensayando frente al espejo su confesión. Debía elegir sus frases con extrema cautela y pronunciarlas en un tono que sonara sincero y cálido, sin dar por sentada una camaradería inexistente.

Seguía insatisfecha con su discurso cuando llegó la hora de la verdad. En la antesala del reclusorio la sometieron a una revisión exhaustiva con tocamientos obscenos. A las once en punto la hicieron pasar a una cabina del locutorio, la número 16, frente a un vidrio blindado con orificios para conversar. Las corvas le temblaban como si hubiera venido a batirse en duelo. En los primeros cinco minutos de espera, un ataque de nervios borró de su mente el discurso que había preparado. Melanie no aparecía, quizá se hubiera entretenido en el patio. Se puso a tamborilear con los dedos, mirando con impaciencia el reloj de pared. Once y diez, once y cuarto, once y veinte, ¿qué demonios pasaba? ¿Estaría enferma? ¿La depresión la había postrado en cama? ¿Llegaba demasiado tarde para impedir que se ahorcara en su celda? En las otras cabinas, los visitantes ya llevaban un buen rato hablando con las prisioneras. La celadora, una negra corpulenta, con brazos de gorila y una verruga en el cuello, se acercó a decirle que si la reclusa no había acudido a la visita debía retirarse, según lo estipulado en el reglamento.

—Falta media hora, todavía puede llegar, déjeme esperarla otro rato.

—Entiéndelo, sweetheart, esa puta engreída no quiere verte —respondió la negra con una sonrisa de hiel.

La odió por entrometida y sin embargo le tuvo que dar la razón. Salió de la cárcel reducida a escombros, patidifusa de indignación y vergüenza. Con los pañuelos que había bordado para Melanie se enjugó las lágrimas mientras esperaba el autobús de regreso, entre una docena de parientes de las reclusas. El recuerdo de su mueca en el Dolby Theatre debió servirme de advertencia, pensó. Ni caída en desgracia soporta a sus admiradores. ¿Pero entonces por qué aceptó la entrevista? ¿Cambió de opinión a última hora? A lo mejor ni se acordó, han de tenerla turulata con los calmantes. ¿O lo hizo adrede, con ánimo de joder? Allá tú, mi reina, despreciaste a quien más te quiere en el mundo, a quien se jugó la vida por limpiar tu honor. No quieres dar lástimas, lo comprendo, el orgullo nunca muere, ni detrás de las rejas. Pero yo no vine a compadecerte, como los fans que lamentaron tu condena en las redes sociales. No me confundas con esos farsantes que jamás han arriesgado nada por ti. Vine a devolverte la libertad, a poner mi cabeza en la horca para salvar la tuya, y mira cómo me tratas. ¿No merezco siquiera un mendrugo de simpatía?

El desaire la mantuvo taciturna un par de semanas, pero fue más eficaz que las charlas con el reverendo Hamilton, el gurú espiritual de Martín, para curarla de su fanatismo. Melanie era una muñeca de trapo, ahora lo tenía claro, y como su vínculo emocional estaba roto, la culpa de haberle endosado el asesinato de Sid la torturaba menos. Deploraba su encarcelamiento, desde luego, pero ya no estaba tan segura de querer reemplazarla en el penal de Orange County. Un sano relativismo moral había venido en su auxilio cuando más lo necesitaba y ahora prefería construirse una vida propia que beber los alientos a los famosos. Perdió el interés en los astros de Hollywood, a quienes ahora veía pequeños y defectuosos, como si su reino encantado fuera un circo de pulgas. Ya ni siquiera leía las columnas de chismes y en su teléfono celular bloqueó toda la información sobre el mundillo de la farándula. En el mall, a la hora del lunch, departiendo con sus compañeras de la tienda, a quienes ahora trataba con mayor desenvoltura, sin barreras defensivas, hizo un discreto mutis cuando se pusieron a comentar las andanzas amorosas de Beyoncé y Lady Gaga. Pobres tontas, pensó, ¿creían que el estrellato era un atributo mágico de la gente con carisma, una especie de don otorgado a los elegidos?

Hubiera querido desengañarlas, pero la verdad que había descubierto era incomunicable; si detonaba esa bomba le reventaría en plena cara. Ni modo de confesarles que ella era la mano invisible de la providencia, la voluntad superior que había decretado la muerte de Sid Flannagan y la cadena perpetua de Melanie Robles. No se ufanaba de su crimen, pero ahora tenía claro que el Olimpo de utilería donde esos colosos ocupaban hornacinas de cartón podía derrumbarse de un soplo. Era un Olimpo frágil, tan irreal como la propia majestad del dinero. Desde una sala de juntas, los magnates del showbiz dictaminaban que el mundo entero debía postrarse de rodillas ante sus diosecillos de humo. Pero cuando algún valiente los aplastaba de un pisotón, ¿qué pasaba con su fulgor sobrenatural?

Como ahora ya no se encerraba los domingos en casa para monitorear la vida de Melanie, redescubrió el humor y la calidez de sus padres, a quienes ahora acompañaba en sus días de campo, avergonzada de haberlos menospreciado. ¿Tenía algo de malo que vivieran exiliados en el terruño, adorando a celebridades segundonas y un tanto ridículas? ¿A quién molestaban con ese pecado venial? Les faltaba, claro, dar un salto como el suyo, renunciar al papel de espectadores que les habían asignado los creadores de la alucinación colectiva, igualmente déspotas en ambos lados de la frontera. Porque, a fin de cuentas, ¿quién determinaba si alguien era o no una celebridad? ¿Quién decidía dónde emplazar la cámara para seguir a tal o cual personaje? Si en las grandes pantallas del universo, el protagonismo dependiera del mérito, los reflectores deberían seguir a su padre, que había llegado sin papeles a Estados Unidos, esquivando los balazos de la border patrol entre los matorrales de Calexico, y en un país hostil, discriminado, jodido, fletándose en jornadas de 14 horas diarias, había salido de pobre con unos huevotes de caballero águila. Ésas eran las únicas estrellas en las que podía creer de hoy en adelante.

A pesar de haber roto su camisa de fuerza, Elpidia no era feliz aún. Con el amor propio robustecido, la apremiaba más que nunca la necesidad de salir de sí misma, no para entregarse, como antes, a una quimera, sino a otro ser humano de carne y hueso. Su sensualidad en estado virgen clamaba por un amor correspondido. Tal vez lo único bueno que había heredado de Melanie era una tentación menos mimética de lo que imaginaba, pues ahora volvió a sentirla con renovado ardor. Tardó un par de meses en reconocer que esos deseos siempre habían estado ahí, que la casta adoración de Melanie tal vez había sido un subterfugio para sublimarlos. Un vientecillo cálido sembraba por debajo de su falda tempestades de sedición y anarquía. No había nacido para ser un parásito del amor ajeno. Lo supo a ciencia cierta cuando Samantha le aceptó una invitación a cenar.