El paso de la muerte

A Ernesto Alcocer

En mitad de una junta larga y tediosa con los circunspectos delegados del sureste, que presentaban informes de atrocidades cometidas por los jefes militares de la región, el jurista Samuel Ibarra, presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, lamentó haber abandonado su brillante carrera académica por el relumbrón de un puesto meramente decorativo, sin verdadero poder para combatir la podredumbre institucional. Estaba en el candelero, cada semana denunciaba torturas y desapariciones forzadas ante cámaras y micrófonos, ¿pero de qué le servía su notoriedad si no tenía verdadero poder para castigar esos atropellos, ni el presidente de la República se atrevía a limpiar el ejército y la policía federal? Sus denuncias provocaban a veces el arresto de algún asesino con placa o con galones, pero no resolvían el problema de fondo: la infiltración de los criminales en el aparato de seguridad, que amenazaba con hundir al país en el caos. ¿Para esto se había doctorado en Princeton? ¿Para legitimar una farsa grotesca?

Leonor, su vieja secretaria, entró con sigilo a la sala de juntas para dejarle un recado: “La señora Elvira Beorlegui llamó para invitarlo a su cumpleaños”. Aleluya, una buena noticia en medio de tanto horror. De un tiempo para acá, Elvira lo buscaba con insistencia. Tres meses atrás, recién nombrado presidente de la Comisión, lo había invitado a su programa de entrevistas en Canal 11, después a una comida con exalumnos del Colegio Williams y ahora a una celebración más íntima. ¿Era un cortejo amoroso o hacía castillos en el aire? Hasta donde sabía, Elvira acababa de terminar con su enésimo amante, un líder sindical norteño, y estaba, de momento, libre de compromisos. ¿Lo habría elegido entre cientos de pretendientes? ¿Se le insinuaba a pesar de ser un hombre casado? Cuando se proponía cazar a un varón, Elvira no reparaba en su estado civil. Varias esposas despojadas de sus maridos le imputaban esa innoble piratería. Pero cuidado, mucho cuidado con hacerse ilusiones de chamaco imberbe. Su alborozo denotaba inmadurez o algo peor: el autoengaño de un donjuán frustrado que malinterpreta las gentilezas de sus amigas.

Procuró guardar compostura, temeroso de haberse ruborizado, pero había perdido el hilo de la junta y ya no lo pudo recuperar, absorto en la cabellera trigueña, en los ojos irisados con destellos de zafiro, en la insolencia felina y en el garbo magnético de esa mujer arrebatadora. Desde el cuarto año de primaria se enamoró de ella hasta la ignominia. Qué delicioso bombón era entonces, con la faldita escocesa y el fleco en la frente, las piernas flacas con raspones en las rodillas y el sempiterno chicle bomba en la boca. Demasiado tímido para declararle su amor a quemarropa, tras una larga tribulación cometió la ridiculez de leerle un soneto “a unos ojos azules” que había encontrado al reverso de una hoja del calendario. Apenas oyó el primer cuarteto, Elvira se desternilló de risa y corrió a pregonar su cursilería por todo el colegio. Para colmo, al día siguiente la vio encaramada en el enorme laurel del patio con Tomás Loera, el mejor atleta de sexto grado, quien le pasaba un chicle de boca a boca. Pero nada ganaba con recordar aquel descolón como si hubiera ocurrido ayer. Ya ni la chingas, manito, ¿cómo es posible que treinta y dos años después todavía te duela?

Terminada la junta subió al amplio y soleado penthouse del flamante edificio que albergaba la Comisión. Había decorado su oficina sin reparar en gastos, con un suntuoso escritorio estilo provenzal de cedro rojo, mullidos sillones de cuero, un paisaje monumental del Doctor Atl con el Popo echando fumarolas, y en la pared opuesta, una vitrina de palo de Campeche que atesoraba una primera edición de las Leyes de Reforma, con el monograma de Melchor Ocampo. Aligeraban la atmósfera oficialista las fotos de su esposa Consuelo y de su hija Tania en un portarretratos de plata. Desde la silla giratoria echó un vistazo al sur de la ciudad, con la ladera boscosa del Ajusco a lo lejos, y en primer plano, el congestionado Periférico, serpenteando entre las brumas del atardecer. Sacó el celular para llamar a Elvira, pero antes de marcar lo asaltó una evocación amarga.

Tenían 16 años, iban a terminar la prepa y el cuerpo de Elvira estrenaba cada mañana ondulaciones de sirena, primicias voluptuosas que acentuaba con una coquetería precoz. Sabía que el espectáculo de sus senos en cuarto creciente, ceñidos por una blusa entallada, y la sinuosa perfección de sus piernas, angelicales y lúbricas a la vez, atraían miradas dentro y fuera del colegio, pero ella se complacía en provocarlas, pese a los regaños de la prefecta, doña Milagros, que la conminaba, sin éxito, a bajarse el dobladillo de la minifalda. No había profesor o alumno que observara impasible su antillano vaivén de caderas. Aún abrigaba la esperanza de conquistarla, aunque para entonces había pasado por una docena de novios y en la escuela corría el rumor de que ya no era virgen (un rumor que él se negaba a creer). Durante años le había prestado apuntes y soplado en los exámenes, como un solícito paje rindiendo pleitesía a una reina, sin recibir jamás una limosna de amor.

Se acercaba la ceremonia de graduación en el hotel Fiesta Palace, y como en ese momento Elvira no tenía novio, un interregno que había esperado con ansias, le pidió que fuera su pareja en el baile, sin una declaración previa, pues ya conocía su alergia a las frases almibaradas. Ella dijo que tal vez no asistiera al baile, porque sus padres querían llevársela de vacaciones a Valle de Bravo. Después le dio largas un par de semanas: no sé nada todavía, sigo en las mismas, todo depende de mis papás. La víspera del gran evento la llamó cuatro veces, pero su madre se la negó con distintos pretextos. Tuvo que ir sin pareja a la graduación, con el estigma del infortunio sentimental prendido con alfileres en la solapa del traje. Acababan de acomodarlo, junto con otros solitarios, en una mesa rinconera del enorme salón, cuando vio entrar a Elvira, colgada del brazo de Adrián Iriarte, un estudiante de Ingeniería a quien él mismo le había presentado. Claro, Adrián tenía veinte años y ella se derretía por los muchachos mayores. Era natural que menospreciara a un mocoso de su edad, pero él se tomó el desaire a la tremenda, ahogó su despecho en vodka y esa noche rodó escaleras abajo a la salida del Fiesta Palace. Obligado a llevar dos meses cuello ortopédico, la caída, sin embargo, fortaleció su voluntad de olvidarla, ya no por orgullo, sino por instinto de supervivencia. Pero qué vueltas daba la vida: veinticinco años después era Elvira quien procuraba su amistad. Con los ojos entornados acarició la ilusión de oírla musitar entre jadeos el nombre del guiñapo a quien despreció. Quizá estuviera cerca del anhelado ajuste de cuentas, quizá la tuviera pronto en la cama, lánguida y gemebunda, mordiendo la almohada con los ojos en éxtasis. A pesar de su combustión interna, en la llamada telefónica procuró sonar indiferente y frío:

—Qué tal, Elvira. ¿Cómo te va?

—Gracias por llamarme, queridísimo Sammy, sé que tienes una agenda muy apretada —su coqueta ronquera le provocó una erección automática—. Te quería invitar el próximo martes a mi cumpleaños. Voy a festejarlo en el San Ángel Inn con un pequeño grupo de amigos y tienes que venir sí o sí.

—Déjame ver cómo ando ese día —fingió que revisaba la agenda—. Ummm, qué lástima, voy a estar el martes en León, supervisando el reclusorio de la ciudad, porque nos han llegado muchas quejas de maltrato a los reos.

—Ay, no seas malo, eres mi invitado de honor y no me puedes fallar —protestó en tono de niña mimada a la que nadie niega un capricho.

—Bueno, trataré de volver en un vuelo tempranero, para llegar a tiempo a la cena. Yo te confirmo el lunes.

—Pero prométeme que vas a venir…

—Haré todo lo posible.

Sufre, cariño, pensó, ahora soy yo quien se da a desear. No tenía ningún viaje programado para esa fecha, pero la quiso someter a una prueba de incertidumbre para fijar sus reglas del juego, las reglas de un triunfador avaro con su tiempo. Hubiera querido excluir a Consuelo de la cena en el San Ángel Inn, para tener más libertad de acción, pero llegado a casa descubrió con sorpresa que ya estaba enterada del convite, pues un amigo suyo, Lautaro Yáñez, el productor ejecutivo del programa de Elvira, le había adelantado la noticia, con todo y el elenco de invitados. Y como no tragaba a la festejada, Consuelo se apresuró a emitir una opinión lapidaria sobre la cena.

—Qué manera tan mezquina de celebrar un cumpleaños. Te invita a pagar nuestra comida en un restaurante. ¿No puede hacer una cena en su casa?

—Así son las divas, ¿qué le vamos a hacer?

Consuelo estaba predispuesta contra Elvira porque, muchos años atrás, Samuel le había contado sus vanos intentos por conquistarla, cuando creía imposible tener una tercera oportunidad. Error fatal: ahora tenía la mosca detrás de la oreja y quizá lo sometería a una estrecha vigilancia en la cena. Espigada, esbelta, con la cara limpia de maquillaje y una belleza austera a la que nunca sacaba mucho partido, por el recato casi monjil de su ropa, Consuelo estaba un poco chapada a la antigua, pero en la cama era una mística del placer que se daba por entero a su pareja, y exigía, por lo tanto, una entrega sin cortapisas. Nunca le había sido infiel en diez años de matrimonio, un apego casi religioso a la monogamia que ahora, pensó, viéndola preparar un plato de salpicón, quizá lo blindaría contra posibles recelos. Su presencia en la cena era un contratiempo menor, pues finalmente sólo quería tantear el terreno, verificar si Elvira le daba entrada, con un discreto sondeo que ningún otro comensal debería percibir.

A la mañana siguiente se miró con ojo crítico en el espejo del baño. Mofletudo, con lentes bifocales, pancita de cuarentón y una creciente bahía de calvicie, la vida sedentaria y la falta de ejercicio lo habían avejentado prematuramente. Si fuera mujer no cogería conmigo, tuvo que admitir. Necesitaba hacer algo pronto para mejorar su aspecto. Al día siguiente, de camino a la oficina, le pidió a Higinio, su chofer, que lo llevara a una óptica de la plaza San Jerónimo, donde se mandó hacer unos lentes de contacto. Por la tarde, al recogerlos, no sólo vio con más claridad: sintió que le habían quitado diez años de encima. Adiós a la personalidad pacata y desteñida que se forjó desde sus épocas de estudiante. Ya era tiempo de acometer la vida con gallardía, sin caer, por supuesto, en las mariconadas de la juventud andrógina. Había quizá muchas otras mujeres, no sólo Elvira, que al verlo rejuvenecido sentirían un dulce cosquilleo en la entrepierna. Como lo temía, esa noche Consuelo reprobó su metamorfosis:

—Y ahora tú, ¿qué mosco te picó? Te he dicho mil veces que a mí me gustas con lentes. Como tienes los ojos saltones, ahora se te notan más.

—Necesito estar presentable para salir en la tele.

—¿No será que te quieres ver guapo en el cumpleaños de Elvira?

—Ja ja, ya te pusiste celosa —sonrió con suficiencia, como restándole importancia al asunto—. Llevo demasiados años de usar anteojos y quería un cambio, ¿tiene algo de malo?

—No te conocía esas veleidades. Se me hace que ya estás dando el viejazo.

Por fortuna, Tania interrumpió la ingesta de su cereal para colgársele del cuello.

—No es cierto, mi papá se ve muy guapo sin lentes.

Las objeciones de Consuelo le sirvieron de acicate para cambiar de imagen. Ella atribuía un valor sentimental a sus anteojos porque los usaba cuando se habían conocido en la Facultad de Ciencias Políticas. Asociaba ese atributo de carácter con el predominio del intelecto sobre las emociones, del espíritu sobre la carne, y temía, con razón, que al descubrirse los ojos adquiriera un carácter más varonil, el de un gatito convertido en tigre. Un marido feúcho le daba seguridad, pues ninguna mujer se lo intentaría quitar. Pero él necesitaba remendar su autoestima, como primer paso sentirse digno de Elvira. En el terreno profesional su amor propio era robusto y sólido, no así en el erótico, el más importante, a fin de cuentas, para decidir la suerte de un ser humano. De modo que, a pesar del ardor y el lagrimeo incesante, aguantó vara con la abnegación de un monje trapense, y el martes los pupilentes ya casi no le dolían. Esa noche se demoró adrede revisando en su estudio un informe del procurador, con el taimado afán de llegar al San Ángel Inn cuarenta minutos tarde. Quería que Elvira temiera un plantón, castigarla un poco antes de entrar en escena. Y al parecer logró el efecto deseado, pues cuando entraron al reservado del restaurante, con una mesa enorme para veinte personas, Elvira se levantó a recibirlo con alegre impaciencia.

—Hola, Sammy, qué gusto, ya pensaba que no venías. Por poco me dejas vestida y alborotada —lo besó muy cerca de la boca y lo mostró como trofeo al resto de la concurrencia—. Les presento a nuestro ombudsman, el doctor Samuel Ibarra, mi amigo de toda la vida. Y ella es Chelito, su esposa.

Casi todas las sillas de la mesa estaban ocupadas y al terminar la ronda de saludos, Elvira los acomodó en los puestos que les había asignado: Samuel junto a ella y Consuelo a siete lugares de distancia, junto a su amigo Lautaro, un joto de la vieja guardia, con el pelo teñido de negro, que la recibió con arrumacos. La sutil y perversa maniobra de Elvira dejó atónito a Samuel: ni en sueños se hubiera imaginado una bienvenida tan halagüeña. Notó la molestia de Consuelo con la distribución de lugares, pero gracias a Dios no se atrevió a pedir un cambio que hubiera implicado mover a varios comensales, y como la sentaron en el mismo lado de la mesa, desde su lugar no podía verlo departir con Elvira, ni fiscalizar su conversación: sólo charlar con la gente que le quedaba cerca. Elvira llevaba un vestido de gasa color salmón con incrustaciones de pedrería. Se asomó con vértigo a su abismal escote, que despedía un suave perfume de sándalo, entremezclado con emanaciones de sudor. A los 42 años era quizá más encantadora que en su juventud temprana, ¿o así quería imaginarlo para consolarse de sus desaires? Con las sillas apretadas por falta de espacio, ninguno de los dos pudo evitar el roce de rodillas por debajo del mantel, y aunque ese contacto lo erizaba como un relámpago, procuró mantener la cabeza fría para intervenir en la charla, donde Elvira llevaba la voz cantante.

—¿Qué les pareció el numerazo de Vicente Fox con Fidel Castro? Ven a la reunión de presidentes, pero comes y te vas. Como quien dice: te me largas rapidito por la puerta de las chachas.

El joven analista político Sebastián Mateos, un sabelotodo con lentes de aro redondo, barbado y larguirucho, culpó del traspié diplomático al canciller Jorge Castañeda, que no quería invitar a Fidel a la conferencia de presidentes en Monterrey y mal aconsejó a Fox para que cometiera esa tarugada, cuando el comandante decidió asistir a última hora.

—Fox quedó exhibido como lo que es: un lameculos de George Bush —dijo Felipe Jenkins, un pintor marxista-leninista de pelo entrecano, discípulo de Siqueiros, con los pelos del bigote amarillos de nicotina—. La estúpida clase media votó en masa por él y ahí tienen los resultados: somos la burla del mundo entero.

—¿Tú qué opinas, Samuel? —le preguntó Elvira—. ¿Iremos a romper relaciones con Cuba?

Era una pregunta comprometedora, pues Elvira sabía muy bien que un funcionario de su talla no podía hablar con entera libertad sobre temas que pudieran enemistarlo con otras autoridades. Apelaba, sin duda, a las afinidades ideológicas de su juventud, cuando ambos eran radicales de izquierda y participaron en la huelga estudiantil del CEU. Si bien lo había propuesto para su cargo el propio Vicente Fox, no creía haber traicionado los ideales que alguna vez compartieron por el hecho de encabezar un organismo ciudadano independiente del Gobierno federal que intentaba defender a la sociedad civil de los abusos cometidos por la fuerza pública. Trató, pues, de salvar su reputación sin participar en ese linchamiento.

—Estoy de acuerdo en que le faltaron tablas al presidente, pero es un incidente chusco sin importancia, que no va a pasar a mayores. Ni a Cuba ni a México les conviene romper relaciones, porque ambos países tienen muchos intereses en común. Pero como ahora México es una democracia, la relación bilateral debe replantearse sobre otras bases, y en eso tiene razón Castañeda. La vieja concordia entre gobiernos autoritarios ya terminó, y ahora empieza una nueva etapa en donde México ya no podrá solapar las violaciones a los derechos humanos en Cuba.

Elvira lo escuchaba como a un oráculo, en el papel de alumna ávida de aprender, dándole una importancia mayor que a cualquier otro invitado. Ni rastro de la insolente fichita de antaño, que bostezaba de hastío cuando el matadito del salón comenzaba a hilvanar una frase. Y aunque el estalinista Jenkins lo increpó agriamente por tachar de dictador a Fidel, ella le dio la razón, pues acababa de realizar un reportaje en La Habana, dijo, donde la Policía Nacional Revolucionaria la sometió a una vigilancia insufrible, con cateos a medianoche en su cuarto de hotel para revisarle el material grabado. Después del primer plato, la charla se desvió a temas ligeros (la moda ridícula de los implantes en los senos, las fallas de la alarma sísmica en el último temblor, el horrendo huipil de la primera dama en la ceremonia del Grito) y aprovechando la fragmentación de la charla, cuando llegaron los postres Samuel se enfrascó en un tête à tête con Elvira, creando una especie de intimidad en medio del vocerío. Evocaron a don Teofilito, el profesor español de Etimologías Grecolatinas, a quien hacían rabiar las ovejas negras del grupo, entre ellas, Elvira.

—Por poco le da un infarto el día que escupió su dentadura postiza en un arrebato de cólera.

—Pobrecito —lo compadeció Elvira—, como estaba medio cegato, la tuvo que buscar a tientas entre las bancas del salón.

—¿Y te acuerdas de Mendoza, el profesor de Matemáticas que le arrojaba gises a los distraídos?

—Cómo olvidarlo, si por poco me descalabra.

—Pero tú eras la consentida de los maestros. Les hacías una carita de niña buena y te perdonaban todo. Tu problema era con las profesoras.

—Sobre todo con Bringas, la de Biología. Esa vieja me traía de encargo. Y todo porque mandé a la goma a su hijo Raulito, que se enamoró de mí.

—Rompiste muchos corazones en aquel tiempo…

Samuel estuvo tentado de agregar: “incluyendo el mío”, pero la timidez o el orgullo lo enmudecieron. Elvira, en cambio, tomó la ocasión por el pelo y en un tono cadencioso le dijo al oído:

—Tú y yo tenemos una asignatura pendiente.

Se quedó sin aliento, incrédulo y estremecido. Eran las palabras más celestiales que había escuchado en su vida. La miró a los ojos con una mezcla de ansiedad y temor, la ansiedad de un intruso en el umbral de la gloria, el temor de un delincuente sorprendido en flagrancia. Samuel fue el primero en apartar los ojos, intimidado por la audacia de Elvira, pues temía que las esposas de Mateos y Jenkins la hubieran escuchado. A pesar de su naciente culpabilidad, o aguijoneado por ella, no se quiso quedar atrás y cuando Elvira apagó su pastel de cumpleaños, un strudel de manzana con una velita, le respondió con una caricia furtiva en el muslo. Luego los dos se reintegraron a la charla general, achispados por la cuarta copa de vino, y más aún, por la complicidad recién establecida. Cuando los primeros comensales comenzaron a despedirse, Samuel pagó su parte del cuentón y emprendió la retirada con la adusta Consuelo, que no se había dado cuenta de nada, ni le reclamó su conducta en la cena, pero de cualquier manera estaba furiosa y en el trayecto de vuelta a casa cubrió de improperios a Elvira.

—Qué mal gusto tiene tu amiguita. Pone a los famosos en un lado de la mesa y en el otro a los ilustres desconocidos, como si tuviera amigos de primera y de segunda. Segregar así a la gente es una majadería. Y ultimadamente, ¿quién es ella para darse tanta importancia? Una iletrada con ínfulas de intelectual, que ha hecho carrera en la tele acostándose con medio mundo.

—No la subestimes, Elvira tiene olfato periodístico y es una buena entrevistadora.

—La defiendes porque todavía te gusta. Pero ni te hagas ilusiones: te invitó para tener un elegante florero en la mesa. Como buena oportunista, se le arrima al que brilla para brillar de prestado. Ahora se para el cuello con tu amistad, pero antes de tu nombramiento, ¿cuándo nos tiró un lazo? ¿A ver, cuándo?

Era cierto y Samuel tuvo que admitirlo: durante una larga temporada, Elvira no le tiró un lazo y tal vez nunca lo hubiera cortejado con tal ahínco sin el efecto ennoblecedor de su cargo. Así lo indicaba la fruición con que había pronunciado la palabra ombudsman, pero eso no mellaba su renaciente orgullo viril, ni apaciguó su galope cardiaco. La providencia tenía curiosas maneras de recompensar los esfuerzos. Quizá todos los desvelos de su carrera profesional iban encaminados a obtener ese premio. Quince años de quemarse las pestañas en bibliotecas de Europa y Estados Unidos, el gran éxito diplomático de haber trabado amistad con los mejores especialistas del mundo en Filosofía del Derecho, su aguerrida militancia en Amnistía Internacional, donde aprendió a lidiar con la clase política sin perder independencia, el posdoctorado en Leipzig, sus conferencias magistrales en Washington, el reconocimiento de sus pares, tantos logros conquistados a fuerza de astucia y rigor habían obrado el milagro de que Elvira lo viera como un tipazo. Fuera complejos: la galanura del mérito, inaccesible para ningún muñeco de aparador, seducía con más eficacia que el atractivo físico. Oyó en el corazón un repique de campanas: el festejo de Quasimodo por la rendición de la bella Esmeralda.

Al día siguiente, sin embargo, titubeó largo rato antes de llamarla, mientras hojeaba un grueso legajo sobre la desaparición de un luchador social yaqui en Sonora. Lo intimidaba la posibilidad, nada remota, de volver a ser tratado como una basura. Tal vez Elvira sólo estuviera jugando con él. ¿No sería un error correr a sus brazos como un perro faldero? Un adorador incondicional se devalúa de entrada en cualquier relación amorosa, calculó en ascuas, mordiendo la goma de un lápiz: pobre de ti si le das a entender que sigues siendo el pendejo de antes. Así la amabas en el colegio y así te fue. Pero qué delicadito te estás volviendo, pinche rajón, se recriminó a la una de la tarde, avergonzado de su cobardía: por lo pronto cógetela, ya verás luego cómo defiendes tu dignidad.

—Hola, hermosa, habla Samuel, tu eterno enamorado.

—¿Cómo estás, mi cielo?

—Con muchas ganas de verte.

Me too. Toda la mañana estuve pensando en ti. ¿Cuándo vienes?

Quedaron de verse esa misma tarde en el departamento de Elvira, frente al Parque España. Samuel canceló a última hora una entrevista importante con un comisionado argentino de la OEA, porque no quería retrasar un segundo su entrada en el paraíso. Para evitar testigos indiscretos le dio la tarde libre a Higinio y él mismo condujo la camioneta. En cada semáforo se peinaba en el espejo retrovisor, ensayando miradas cautivadoras. A las cinco en punto llamó a su puerta con un ramo de orquídeas, nervioso como un colegial, pero también rejuvenecido por la inminencia del placer supremo.

—Hola, Sammy, qué lindo, me trajiste flores.

La besó tontamente en la mejilla, por falta de audacia para ir más lejos, y ella lo invitó a sentarse como si fuera una visita cualquiera. No le marcó ninguna distancia y sin embargo Samuel temió faltarle al respeto, cohibido por un extraño pudor. Atacarla sexualmente a las primeras de cambio hubiera infringido su código de buenos modales. No conocía ese departamento y le sorprendió la sencillez del mobiliario: salvo un cuadro de Gironella, un extraño collage con latas de ultramarinos y fotos del ejército zapatista, no había ningún detalle lujoso. Era el departamento de una mujer emancipada que gana lo suficiente para vivir con cierta comodidad, sin ambicionar los signos de estatus. Ni rastro de las talegas de oro que, según Consuelo, Elvira le había sacado a sus amantes. La admiró por haber dado la espalda al amor mercenario y a la moral convencional. Era una libertina honesta, una combinación que los hipócritas no podían deglutir. Elvira habló de su nuevo proyecto, un reportaje sobre la lucha de los campesinos ecologistas de la Sierra de Petatlán, que defendían heroicamente sus tierras pese a la hostilidad del ejército, las guardias blancas y los narcos infiltrados en la zona, que pretendían obligarlos a sembrar amapola.

—Ten cuidado, en esa región hay mucha violencia —le aconsejó—. ¿No quieres que te acompañe el delegado de la Comisión? Así estarías más segura.

—Sí, claro, muchas gracias, eres un amor. No te lo había dicho, pero te ves mucho mejor sin lentes.

—Me los quité por ti —confesó, venciendo su timidez.

—¿De veras? —musitó Elvira, halagada.

—Me las vi negras con el ardor de los ojos, pero quería llegar a tu cumpleaños con mi mejor cara —se acercó al sofá y la tomó de la mano—. Por ti llevo una semana llorando y ahora quiero mi premio. ¿Te puedo besar?

Elvira asintió en silencio, y mientras cumplía el viejo anhelo de entrelazar lenguas con ella, cerró los ojos y se imaginó trepado en el frondoso laurel de la India donde las parejitas infantiles del Colegio Williams se ocultaban entre el follaje. Porque esa mujer madura, fogueada en tantos romances, seguía siendo para él la adorable nenita de cabello lacio con hoyuelos en las mejillas, que un feliz anacronismo le traía de vuelta, escoltada por un séquito de ángeles. Y hasta su saliva le pareció impregnada por el sabor de las paletas de grosella que chupaba entonces.

Al palpar su erección, Elvira soltó una risilla pícara. Ni tarda ni perezosa se lo llevó a la cama, mientras él se deshacía a tirones el nudo de la corbata. Le rindió pleitesía con un humilde cunnilingus, hincado en la alfombra con las piernas de Elvira sobre los hombros, como un cristiano recibiendo la Eucaristía. Luego ella, mandona en la cama, tomó la iniciativa de cabalgarlo. Se apropió de su falo con tal avaricia que temió no volver a recuperarlo. Mirarla así, montada en su hombría, saboreándola con el paladar de la vulva, lo curó por completo de prejuicios y resquemores: a quién diablos le importaba ser el primer hombre de su vida o el número cien. Al escuchar el orgasmo operístico de Elvira, un ulular estridente y delicado a la vez, tuvo un arrebato de orgullo cavernario que lo incitó a ponerla boca abajo para darle más placer, moviendo la pelvis como un epiléptico. Su larga espera de treinta y dos años para llegar a ese clímax lo acicateaba a matarla de placer. No le hubiera disgustado morirse ahí adentro, pues ¿qué dicha mayor podía depararle la vida? Todavía tardó un buen rato en eyacular, para que ella siguiera premiándolo con sus aullidos entrecortados, tan agudos que temió una queja de los vecinos.

Para celebrar la ocasión, Elvira abrió una botella de vino blanco que se bebieron a medio vestir en el sofá de la sala.

—¿Estabas segura de que iba a llamarte?

—Por supuesto —se ufanó Elvira—. La otra noche te brillaban los ojos.

—No me lo vas a creer, pero lo pensé un buen rato esta mañana. Creo que me das un poco de miedo.

—Pues en la cama no lo parecía. Eres un perverso de lo peor, como todos los hombres inteligentes. Y como habrás notado, a mí la inteligencia me pone cachonda. Con razón Consuelo te trae con la rienda corta.

Hubiera preferido que no la mencionara, pues un vacío en la boca del estómago le recordó que esa felicidad sería muy pronto un problema, si acaso no lo era ya.

—Dime una cosa con franqueza —la miró a los ojos—. ¿Quieres algo serio conmigo o sólo tuviste un antojo?

—La seriedad me espanta —suspiró Elvira, un poco intimidada—. Yo he buscado siempre antojos que me duren toda la vida, pero no he podido encontrarlos. Quizá espero demasiado de los hombres… o de la vida.

—Te lo pregunto para saber a qué le tiramos.

—Nunca he sido la otra, ese papel no me va: la única o nada, tú decides.

Lo dijo en un tono imperativo y cálido a la vez, el tono de una maestra dulce, y estaba tan encantadora con el pelo suelto sobre los pechos que Samuel no resistió la tentación de besarla con el arrojo de un tahúr insolvente, despojado del albedrío por una especie de voluntad paralela, más genuina, sin embargo, que su viejo yo sobrecargado de escrúpulos. Volvieron a la cama con una complicidad más férvida y no recobró el sentido del deber hasta una hora después, cuando iba al volante de la camioneta y midió las consecuencias del pacto irresponsable que acababa de firmar a ciegas. ¿De veras quería cambiarlo todo, estabilidad, familia, equilibrio, por una mujer tan voluble como Elvira, a la que ningún amante le duraba más de dos años? ¿De veras la amaba tanto? ¿No debería, más bien, resignarse a la dicha efímera de esa tarde y mantener intactos los pilares de su existencia? ¿Qué haría en su lugar un donjuán maduro? Cogérsela dos o tres meses y hasta la vista, baby. ¿Pero qué tal si se picaba? ¿Qué tal si mañana, debilitada la voluntad, sacrificaba a su esposa y a su hija en el altar de Eros?

El afecto de Consuelo, que había preparado para cenar unas ricas tostadas de atún, y la alegría de Tania, que le modeló su nuevo tutú de ballet, haciendo piruetas de ballerina en la sala, lo conmovieron casi hasta el llanto, que por fortuna logró reprimir a tiempo. Sería una monstruosidad o un suicidio renunciar a un cariño como ése: mira cómo te quieren, imbécil, compara este amor con tu vil calentura. Por fortuna, Consuelo tenía agujetas en las piernas por el spinning que hizo en el gimnasio y esa noche no quiso coger. Releyó un rato la Teoría de la argumentación jurídica de Robert Alexy, en un vano intento por conciliar el sueño. Quería borrar de su mente a Elvira o rebajarla al rango de personaje incidental. Pero al apagar la luz del buró no pudo pegar el ojo, escuchando toda la noche la voz apremiante que repetía: la única o nada, la única o nada…

El viaje de Elvira a Petatlán le concedió un saludable compás de espera. Concentrado en la titánica empresa de crear un Estado de Derecho en un país donde predominaba la anarquía egoísta, procuró ejercer una fuerte presión sobre la judicatura, para que agilizara los procesos contra autoridades federales. Le indignaba, en particular, el caso del coronel Menchaca, que había violado a una quinceañera en Reynosa, y el del comandante de la judicial Ezequiel Estrada, coludido con los secuestradores de un ingeniero en Puebla. Contaba con abundantes pruebas de ambos delitos, pero como los acusados habían repartido lana al por mayor en los juzgados de distrito para retrasar hasta las calendas griegas sus procesos penales, solicitó a un grupo de periodistas independientes y honestos que denunciaran desde sus tribunas el tortuguismo de los jueces, en espera de que la presión mediática les hiciera mella, si acaso les quedaba una pizca de vergüenza. No quiso acudir al presidente Fox, pues en las dos entrevistas que había tenido con él lo había notado renuente a interferir en asuntos del Poder Judicial. Para colmo, en la Suprema Corte predominaban los magistrados corruptos al servicio del antiguo régimen, de modo que en esa lucha quijotesca no contaba casi con ningún apoyo institucional. Necesitaba con urgencia unas cuantas victorias, pues algunos analistas políticos denunciaban ya la inutilidad de la Comisión, a la que tildaban de “elefante blanco creado para simular un control ciudadano del aparato de seguridad”.

Con tantas preocupaciones en la cabeza, no pudo trazarse una línea de conducta en su aventura con Elvira o quizá se volcó al trabajo para rehuir ese dilema, y cuando ella le habló a la oficina, recién llegada de Petatlán, aceptó, aturdido, una invitación a cenar en su casa al día siguiente. Horas después, viendo en la tele un partido de futbol, deploró su pésima jugada de ajedrez. Si se quedaba hasta tarde con ella, Consuelo podía olerse algo. Qué falta de carácter, carajo: debiste cambiarle la cita por una comida, pero no te atreviste a exigirle que respete tu matrimonio y se conforme con ser tu segundo frente. Hazlo ahora, más vale tarde que nunca. Pero temes perderla si te echas para atrás, ¿verdad, culero? No te quieres exponer a decepcionarla, como si el último beso que le diste fuera un contrato firmado ante notario, cuando bien sabes que no te obliga a nada, absolutamente a nada. Ya te tomó la medida y ha empezado a ejercer con alevosía su enorme poder sobre ti. ¿Vas a permitirlo, imbécil?

Su rectitud se tambaleaba y tenía que apuntalarla con un golpe de autoridad. Cancelar la cena con cualquier pretexto y luego hacerse ojo de hormiga sería lo más fácil, pero también lo menos caballeroso. No podía tratar a Elvira como a una putilla cualquiera. Mejor confesarle de frente que a pesar de adorarla hasta la obsesión, era un hombre de familia con ataduras indestructibles. La neta pura y simple, sin adornos ni evasivas, antes de meterse en camisa de once varas. Creyó innecesario inventar un compromiso de trabajo para justificar un regreso a casa tardío, porque no pensaba concederle más de media hora. Tampoco se quedaría a cenar, para dejar bien claro que la ruptura iba en serio.

Antes de tocar a su puerta ensayó en el espejo del ascensor una cara de pésame, sin quedar del todo satisfecho. Elvira, en cambio, lo recibió alborotada como una niña y le plantó un largo beso en el dintel de la puerta. Con un traslúcido vestido de seda negro, sin sostén, la tez bronceada por las caminatas en la sierra de Guerrero, irradiaba una cegadora luz tropical. Su departamento en penumbras, alumbrado sólo por dos velitas en la mesa redonda con cubiertos de plata, parecía el escenario de un tango pecaminoso. Se esforzó por ignorar las varas de incienso y la botella de champán recostada en una hielera: nada de eso debía desviarlo un milímetro de sus planes.

Pese a la zozobra que sintió al abrazar ese cuerpo dispuesto a la entrega inmediata, reprimió la tentación de llevársela directo a la cama. En la cocina, mientras sacaba las botanas del refri, Elvira le refirió con entusiasmo la estupenda acogida que le habían brindado los comuneros de Petatlán, con quienes había compartido el pan y la sal, ayudándolos a obtener refuerzos policiacos con una llamada al gobernador del estado, un buen amigo suyo. Le había impresionado el valor civil de esa comunidad cercada por todos los flancos, que en condiciones tan arduas seguía cultivando la tierra y fabricando hermosas piezas de cerámica. No le importó dormir cuatro días en un sleeping bag con tal de comprender mejor la íntima relación con la tierra de ese pueblo sufrido y valiente, alegre a pesar de la adversidad. Cuando terminó de relatar sus hallazgos periodísticos, Samuel se aclaró la garganta, dispuesto a soltar el sapo. Pero antes de que pudiera articular una sílaba, Elvira se le arrimó como una gata mimosa:

—Lo único malo fue que allá en la sierra te extrañé mucho. Traigo un déficit afectivo muy fuerte, mi cielo. ¿Y este animalito me extrañó también?

El asalto a su bragueta lo dejó inerme, a merced de las furias que ahora, envalentonadas, irguieron su verga a despecho de la honradez y el sentido común, de los valores éticos y de los diez mandamientos. No pudo salvarlos de la casa en llamas y con ambas manos estrujó las nalgas de Elvira, convertido en un antropoide facineroso. A empujones, entre mordiscos y arañazos, la arrastró hacia el sofá de la sala, donde la embistió con el ímpetu severo y despótico de los moralistas envilecidos. Y quién lo dijera: complacida por su rudeza, Elvira mostró la faceta sumisa de su carácter, el secreto anhelo de someterse a un energúmeno rapaz. Despatarrada en el sofá, lo incitó a poseerla con un lenguaje prostibulario. También Samuel estrenó un yo desconocido, y aunque lo reprobaba por el rabillo del ojo, su juicio condenatorio lo enardecía más aún. Estalló de placer con el estertor de un caimán traspasado por una lanza y se tendió exhausto en la alfombra, espantado de su frágil autocontrol. ¿Quién soy de verdad?, pensó con estupor, ¿he representado toda la vida un falso papel? Hasta su valor civil comenzaba a flaquear.

Intentó, pese a todo, sobreponerse al shock, y durante la cena esperó un momento oportuno para poner los puntos sobre las íes. No sería una traición recobrar la sensatez y decirle con seriedad que ése había sido su palo de despedida, esgrimiendo los argumentos que había preparado. Pero la placidez postcoito, las burbujas del champán y la atmósfera de irresponsabilidad juvenil, más embriagadora que la bebida, no le permitieron intercalar objeción alguna. De postre, Elvira había cocinado un platón de brownies que sacó del microondas con una risilla traviesa.

—Les puse una mariguana buenísima que me regalaron en Petatlán.

—Yo paso, gracias. Mañana tengo una junta en Gobernación.

—No te dan cruda, es lo bueno de la mota, pruébalos.

En la prepa, Elvira había militado en una palomilla de grifos a los que Samuel siempre detestó. Soñaba con librarla de esas malas compañías como un superhéroe, pero temía, con razón, enemistarse con ella si los increpaba en un arranque de valor. ¿Permitiría de nuevo que la maldita hierba los separara? En busca de una coartada moral, recordó una regla de buenos modales que le había inculcado su madre: no rechazar ningún platillo en casa ajena.

—Está bien, pero nomás la mitad.

Con eso le bastó para alzar el vuelo, ensimismado como un molusco y al mismo tiempo, bendecido por una hipersensibilidad acústica y táctil que lo volcaba hacia el exterior. Y afuera, pero también adentro, estaba el indómito cuerpo de Elvira, la puerta del cielo, el salvoconducto a la inocencia perdida. De aquella noche sólo recordaría luego escenas inconexas: una disertación filosófica suya interrumpida por un ataque de risa idiota, Elvira desnuda, bailando Fruta fresca de Carlos Vives, los dos llorando al unísono al recordar la fugacidad de la vida, el allegro vivace del segundo palo, el pianissimo del tercero, el hipnótico parpadeo de las velas, que parecía encerrar un mensaje cifrado, la solución al enigma de la existencia. Luego el sueño venció al delirio y poco a poco se fue quedando dormido. Despertó sobresaltado a las cinco de la mañana, con la cabeza de Elvira apoyada en su pecho. En la madre, seis mensajes de Consuelo en el celular. Sin despertar a Elvira se vistió a las carreras, atarantado todavía, buscó a tientas la ropa que había dejado en el cuarto, y como no pudo encontrarla toda se largó a la calle sin el cinturón. Espabilado por el aire frío de la madrugada, logró manejar con relativa destreza por las avenidas desiertas. Entró a su casa caminando de puntillas, con la esperanza de que Consuelo durmiera profundamente, pero ella le había preparado una celada en el antecomedor, donde la encontró fumando con ojeras de funeral.

—Creí que te habían secuestrado y estaba a punto de llamar a la policía. ¿Se puede saber dónde andabas?

—Me fui a emborrachar con mi compadre Gualberto y se me pasaron los tragos.

—Qué raro, tenemos diez años de casados y nunca te habías ido de juerga —Consuelo se acercó a olfatearlo—. Hueles a coño. Estuviste con Elvira, ¿verdad?

—No la he vuelto a ver desde la cena de su cumpleaños —mintió cobardemente sin mirarla a los ojos.

—Pero desde entonces estás muy raro, con la cabeza y los huevos en otra parte.

—Tengo muchas preocupaciones, ya lo sabes, y a veces, aunque no quiera, me las traigo a la casa.

Se dio la media vuelta para dar por concluida la discusión, pero al pie de la escalera, Consuelo le cerró el paso.

—Eres muy malo para mentir. Si tienes una aventura, admítelo, porque yo también quiero tener una, para quedar a mano.

—No admito nada y déjame en paz. Necesito dormir, aunque sea unas horas.

Como Consuelo se encerró con llave en su alcoba, tuvo que dormir en el cuarto de las visitas. Al día siguiente, en el desayuno, Consuelo le arrojó con violencia el plato de papaya y algunos trozos de fruta cayeron al suelo. Hasta la niña estuvo menos cariñosa con él, o quizá se lo figuró, por la costumbre de ver a la madre y a Tania como un binomio inseparable. La escena le dejó un amargo sabor de boca, un presentimiento de catástrofe que no pudo apaciguar en toda la jornada de trabajo. A la una de la tarde, cuando Elvira lo llamó por teléfono, le agradeció la maravillosa noche con sincera emoción, pero se apresuró a inventar una evasiva: saldría de viaje una semana para asistir a un foro sobre Derechos Humanos en São Paulo. Necesitaba bajarse unos días de la montaña rusa. En la soledad de su despacho ingirió dos tabletas de paracetamol para sobrellevar el bajón de la mota. Un ombudsman pacheco, ¿tantos posgrados para caer en eso? Condenaba en público a los cárteles de la droga y a la chita callando consumía sus productos. Impostor ante los demás, impostor en tu propia casa, te estás volviendo un tartufo. Y todo para inflar tu ego de donjuán. ¿Ya se te olvidó quién eras a los veinticinco años? Un patético eyaculador precoz. Consuelo tuvo la infinita paciencia de enseñarte a coger y gracias a ella, paradójicamente, lograste hacer un decoroso papel con Elvira. No puedes engañarla porque te adivina el pensamiento, ni quitártela de encima con una patada en el culo. ¿A qué le tiras entonces?

De vuelta en casa, Consuelo siguió exigiéndole la verdad, bajo la amenaza de cogerse a su primo Claudio, un manolarga que siempre le había tirado los perros, si no confesaba con quién se acostó. Samuel tomó la precaución de cerrar la puerta del cuarto de Tania, que veía las caricaturas, y de vuelta en la sala, donde Consuelo estaba tomando una copa de vino blanco, le confesó que, en efecto, había tenido una aventura con Elvira. Sin quitarse la argolla matrimonial, Consuelo le propinó una bofetada que hizo un ruido metálico al chocar con su dentadura.

—¡Hijo de la chingada, y encima lo negabas!

—Cálmate, por favor —retrocedió, sangrando del labio—. Me pediste la verdad y te la dije. Caí en una tentación muy fuerte, pero no se va a repetir, te lo juro.

Insatisfecha con su victoria parcial, Consuelo bufaba como un soplete.

—Pues ahora mismo, delante de mí, vas a mandar al carajo a esa puta —le arrojó el teléfono inalámbrico—. Llámala, maricón. Pero enciende la bocina, para que los oiga.

—No seas vengativa, Consuelo. ¿Qué necesidad tienes de humillarme?

—¡La humillada soy yo, es a mí a quien están pisoteando! —se dio una fuerte palmada en el pecho—. Y encima te haces la víctima, pinche cerdo.

—Déjame resolver esto en privado.

—No me fío de ti. Háblale ya o la llamo yo.

—No la voy a llamar ni te permito que lo hagas.

—Claro, temes decepcionarla. Eso quiere decir que te la vas a seguir cogiendo. Pero a mí no me engañas, pendejo, ¡a mí ningún hombre me pone cuernos! —y le arrojó a la cabeza un vaso que por un pelo alcanzó a esquivar.

Obligado a huir, salió a la calle y encendió la camioneta sin saber a dónde iba, como un gavilán con las alas rotas. Cansado de dar vueltas, se detuvo a tomar un tequila en el deprimente bar del Sanborns de San Jerónimo, donde un organista ciego intentaba en vano alegrar a las parejitas de oficinistas. Por fortuna, Consuelo no tenía el teléfono de Elvira y esperaba que al volver se le hubiera pasado el coraje. Pero ella no quitó el dedo del renglón y al día siguiente le reiteró su vengativo ultimátum. Samuel detestaba involucrar a terceros en problemas íntimos, pero llegado a la oficina tuvo que violar esa regla de oro y ordenó a Leonor que no diera a Consuelo ningún teléfono si llamaba para pedirlo. Como había previsto, esa mañana su esposa la llamó para pedir el número de Elvira. En represalia por la cortés negativa de la secretaria, esa noche Consuelo montó en cólera y con varias copas encima, le recordó a gritos sus épocas de eyaculador precoz, sin importarle que Tania la escuchara.

—Tu secretaria es una pinche alcahueta, cuando la vea le voy a escupir. Pero conmigo no vas a jugar, pendejo, mañana te denuncio en los noticieros. Y como tu puta es famosilla, el baño de lodo no se los quita nadie.

Aunque la creía capaz de cumplir su amenaza, no cedió a la extorsión. En el tono sosegado de un psiquiatra volvió a pedirle que aceptara sus excusas en vez de llevar el pleito a mayores, pero sólo consiguió enfurecerla más. Sin esperar la segunda tanda de insultos salió a caminar por las callejuelas empedradas de San Jerónimo, deplorando la injusticia visceral de Consuelo. Condenado a la muerte civil por una aventurilla. ¿Diez años de sumisión y fidelidad absolutas no ameritaban un mejor trato, una pizca de comprensión? ¿Por qué tanta saña con un marido casi ejemplar? No tardó mucho en hallar la respuesta: más que salvar su matrimonio, Consuelo quería restaurar una dictadura. Sin su máscara de abnegación y bondad, por fin se mostraba tal como era: una tirana enferma de poder que nunca lo dejaría crecer como ser humano. En brazos de Elvira había querido escapar de su despotismo, zafarse un momento la soga del cuello, arrastrado por una fuerza más profunda que el deseo: la necesidad de alcanzar una mayoría de edad negada por la carcelera que elegía sus corbatas, sus amistades, sus diversiones, al grado de impedirle cualquier decisión espontánea, cualquier intento por hacer una vida social independiente. La necesidad, más fuerte aún, de cometer locuras, de morder frutos prohibidos, de liberar una personalidad constreñida a seguir un libreto. Nada más aterrador que una esposa con la autoridad moral de una madre. Pero hasta los hijos más oprimidos daban alguna vez el grito de independencia. Te consta, mami, que traté de hacer las paces por la buena. Pero si tú te radicalizas, vamos a ver de a cómo nos toca.

Desde la banca de un parque llamó por teléfono a Elvira. Se disculpó de entrada por haberle mentido sobre su viaje a São Paulo: lo había inventado para concederse un respiro en medio del huracán, pues desde la otra noche, cuando llegó a casa de madrugada, Consuelo le había declarado la guerra. Omitió del relato, por obvias razones, su intento de reconciliarse con ella y le dijo que tras una lucha interior había resuelto abandonarla.

—Me lo dijiste muy claro: la única o nada. Y como eres la mujer de mi vida, no quiero andarme con titubeos. En mi casa ya no puedo estar. ¿Puedo vivir contigo?

—Claro que sí, mi amor, ven cuando quieras. Pensaba que ibas a tardar en decidirte, pero me alegra que seas tan valiente.

—Te caigo allá mañana en la tardecita, ¿sale?

Como el día siguiente era festivo, a primera hora de la mañana, cuando Consuelo salió a dejar a la niña a casa de sus abuelos, comenzó a empacar su ropa en dos grandes maletas. Pero Consuelo regresó demasiado pronto y lo sorprendió en medio de su tarea.

—¿Te vas con Elvira? ¿No que era una vil aventura?

—La mera verdad, estoy loco por ella —dijo sin mirarla, con implacable frialdad—. Y no de ahora, desde que era un escuincle. Lamento herirte, pero el amor me ha pegado fuerte.

—No me hagas reír —Consuelo fingió un ataque de hilaridad—. ¿Sabes cuánto va a tardar en ponerte los cuernos? Quince días cuando mucho.

—Pues será la quincena más feliz de mi vida.

Consuelo le cerró la maleta de un manotazo y lo amenazó de nuevo con el escándalo mediático si no suspendía la mudanza ipso facto, pero el temor que percibió en su tono de voz lo animó a darle la puntilla.

—Llama de una vez a los periodistas y diles que soy un degenerado. A lo mejor eso me cuesta el puesto, pero si me tengo que regresar a mi plaza de investigador en la universidad, por la mitad del sueldo, las más perjudicadas van a ser Tania y tú.

Tuvo que apartarla con cierta rudeza para seguir empacando y Consuelo, indignada, salió de la alcoba dando un tremendo portazo. Arrojó a la maleta varias prendas a la vez, sin molestarse en acomodarlas, total, ya las plancharía la sirvienta de Elvira. No podía temblarle la mano en ese momento crucial. Como los charros que saltan en pleno galope de un caballo manso a uno bronco, debía ejecutar su “paso de la muerte” con una mezcla de valor y equilibrio, aguantando los corcoveos, por violentos que fueran. Pese al temor de recibir en cualquier momento un diluvio de proyectiles, procuró guardar en maletas y cajas de cartón todos los libros y documentos de trabajo que pudieran hacerle falta. Previsor hasta en el menor detalle, tras haber metido las maletas y los portatrajes en la cajuela, pensó en el desayuno del día siguiente y sacó del refri el tóper con la papaya que le había picado la sirvienta, uno de los hábitos inmutables que debía poner a salvo del caos. Al salir del garaje alcanzó a oír una tempestad de sollozos. Consuelo pasaba de la agresión al chantaje. Con la sangre fría de un jinete acróbata, cerró las ventanas y puso el radio a todo volumen.

Elvira lo recibió con el alborozo infantil de una recién casada, complacida quizá por su rápida victoria, el mejor homenaje que Samuel hubiera podido rendirle, y se lo llevó a la cama sin dejarlo desempacar. Aunque todavía los quemaban las últimas brasas del adulterio, sus cuerpos ya no eran tierra incógnita y se amaron con una lujuria moderada que empezaba a degenerar en calidez hogareña. Esta vez no hubo tragos ni paraísos artificiales, porque al día siguiente ambos tenían obligaciones ineludibles. Samuel desempacó sus cosas y las metió a los cajones que le indicó Elvira, luego se acostó a leer un expediente judicial. En baby doll, Elvira se acomodó del otro lado de la cama, con una novela de Isabel Allende en las manos y un té negro humeando en el buró. Era una escena conyugal típica, la inauguración de su nueva normalidad. Pero en vez de sosegar a Samuel, ese remanso de paz le causó una fuerte inquietud. Todo transcurría en una atmósfera de serenidad madura, cuando lo cierto era que acababa de comprometerse con una perfecta desconocida, cuya alergia a la monogamia les auguraba un fugaz amorío. Elvira no sacrificaba nada por tenerlo en su cama. Él, en cambio, dejaba en casa un incendio con víctimas inocentes. ¿Qué hago aquí?, tembló como un niño extraviado que presiente el hachazo de la orfandad. ¿Y si Elvira se aburre pronto de su nueva mascota? Cambié el amor seguro por el incierto, la tierra firme por el lomo de una yegua loca. Sabrá Dios si de veras me quiere, tal vez no haya querido a nadie. Conmovido por el llanto de Consuelo, que ahora le taladraba los tímpanos, se levantó de la cama espoleado por el deber.

—Creo que me equivoqué, Elvira. Debo ser un tipo muy chapado a la antigua, muy aferrado a sus afectos, pero me siento raro en tu casa.

—Nadie te obligó a venir —puntualizó Elvira—. Tú me pediste asilo.

—Sí, claro, no te culpo de nada, pero la mera verdad siento que la regué.

—¿Crees que no te voy a querer? —adivinó Elvira.

—No te lo puedo explicar, pero estoy muy sacado de onda y me tengo que ir.

Perpleja, pero respetuosa de su decisión, Elvira no hizo nada por cortarle la retirada. Urgido de volver a casa cuanto antes, volvió a empacar sus pertenencias, sin olvidar, por supuesto, el recipiente con la papaya, un símbolo de la estabilidad que ansiaba recobrar. Decepcionada, Elvira le retiró la cara cuando quiso despedirse con un beso, pero estaba tan reconcentrado en la culpa que su gesto de repudio no le hizo mella. De vuelta a casa, una crisis de llanto lo obligó a estacionarse en una callejuela. Y pensar que siempre se había burlado de los melodramas. De ahora en adelante les tendría más respeto. El torrente de lágrimas le había desprendido el pupilente derecho, un contratiempo que parecía encerrar un mensaje providencial. Se quitó también el izquierdo y sacó sus anteojos de la guantera. Veía de maravilla con ellos, quién le mandaba torturarse por una estúpida vanidad. Recuperado su viejo aspecto, se sintió curado de una infección venérea. Cuando llegó a casa, la sala estaba a oscuras, pero había luz en el cuarto de Consuelo. Dejó las maletas abajo, abrió la puerta con sigilo y se arrodilló al pie de su cama.

—Perdóname, mi amor, me ganó el coraje y cometí una estupidez. Pero ni siquiera llegué a casa de Elvira—mintió—. No quiero vivir con ella ni con ninguna otra vieja. Llámala si quieres, ya no me importa —y le pasó su teléfono celular.

Pero Consuelo ya no quiso llamarla, tal vez por considerarlo inútil. Desconfiada y reacia a perdonarlo, cuando quiso besarla le retiró la mejilla como acababa de hacerlo Elvira.

—Eres más inmaduro de lo que yo creía. Estás viviendo tu crisis de los cuarenta, descrita en todos los manuales de psicología. Apenas ayer decías que Elvira es el amor de tu vida, no puedo creer que te hayas arrepentido tan pronto. Y aunque así fuera, está muy fresca la puñalada que me diste.

Samuel toleró la reprimenda en respetuoso silencio. Restablecer su pacto de confianza sería una compleja tarea diplomática, pero se propuso hacer méritos poco a poco, sin cometer la impertinencia de exigir un perdón inmediato. Luego se deslizó al cuarto de Tania, que estaba absorta en un videojuego recién estrenado y lo invitó a ser el Tiranosaurio rex que peleaba contra Godzilla. Por fortuna, sus pleitos conyugales no parecían haberla perturbado, o quizá llevara la música por dentro. Y cuando Consuelo vino a decirles que bajaran a merendar, Samuel se sintió casi absuelto: al menos el orden familiar había salido ileso. La vitalidad de Tania, que habló en la mesa hasta por los codos, aligeró la tensión entre sus papás. Pero eso sí, terminada la merienda Consuelo se encerró en su alcoba, como si atrancara el portón de una iglesia rodeada de herejes.

Pese a la atmósfera de hostilidad, logró conciliar un sueño profundo y al día siguiente, en el desayuno, la itinerante papaya le supo más dulce que nunca. Se fue a trabajar con el ánimo en alto, bromeando en el camino con Higinio, que acababa de ser papá. Le regaló mil pesos para chambritas y retomó su rutina de trabajo con renovado tesón, procurando apartar de su mente los líos de faldas. En una entrevista con Jacobo Zabludovsky acusó a la Suprema Corte de haber demorado dolosamente los procesos contra Menchaca y Estrada, a pesar de las abundantes pruebas en su contra. Al salir de Radio Centro, en el embudo vial de avenida Constituyentes, calculó que sus declaraciones iban a sacar ámpula en el Senado y la bancada del PRI tal vez pediría su cabeza. Los indiciados eran capaces de todo, incluso de atentar contra su vida, con tal de quedar impunes. Lo reconfortó comprobar que al menos conservaba un valor ético firme: la rectitud cívica. Ojalá pudiera empuñar ese látigo para domar sus pasiones. En la batalla por la legalidad que libraba en su alma tampoco podía dar ni pedir cuartel.

Tras una semana de ruegos, torturado ya por el dolor de testículos, logró que Consuelo hiciera el amor con él, si bien cogió bajo protesta, con la vagina medio cerrada y un mutismo de frígida. Tal vez ella lo hubiera perdonado, pero su libido no. Frustrado, prefirió esperar el momento propicio para intentar una reconciliación más espontánea, cuando el témpano se derritiera. Pero la hostilidad de Consuelo prevalecía. Un miércoles, cuando el Procurador General de la República lo retuvo en su oficina hasta las nueve de la noche, la encontró con los celos de punta, y no pudo convencerla de que ya no se revolcaba con “esa puerca”. Su credibilidad estaba por los suelos y advertía en Consuelo un cierto regodeo en el papel de esposa ultrajada, como si ahora, desde el poder, quisiera imponerle una penitencia impagable. Carajo, la vuelta al redil sólo le deparaba tensiones y sinsabores.

Una noche lluviosa sintonizó por casualidad el programa de Elvira en la minúscula tele del cuarto de las visitas, donde había vuelto a quedar confinado. Lozana y madura a la vez, con los pechos asomados al alfeizar de su escote y el pelo color tabaco derramado sobre los hombros, Elvira coqueteaba con la cámara como una estrella de Hollywood. La magia negra de sus ojazos azules le recordó la delicia de haberlos visto entornados en el orgasmo. Reprimió las ganas de masturbarse, ya no por lealtad a Consuelo, sino a sí mismo, al superhombre que había sido en brazos de esa real hembra, y comprendió la resistencia de Consuelo a entregarse en la cama: temía, sin duda, salir perjudicada en la inevitable comparación que ahora se interponía entre los dos. Con razón desconfiaba de su arrepentimiento: debía considerarlo un acto contra natura. Sería muy difícil, imposible quizá, que volviera a sentirse deseada. Si ella, con el acertado instinto de las mujeres, daba por perdida esa disputa, ¿no sería un autoengaño creer que podía renunciar a la belleza y al embrujo de Elvira? Maldijo sus escrúpulos, producto, sin duda, de un sabotaje psicológico deplorable. Bravo, imbécil, cambiaste la apoteosis de la pasión por un matrimonio en ruinas, el premio mayor de la lotería por una multa de tránsito.

Atormentado por esa idea pasó dos convulsas noches de insomnio, hambriento del maná que su paladar extrañaba, y al mismo tiempo, acusado de cobardía ante un tribunal de la virilidad que lo condenaba sin apelación. En casa rehuía el trato con Consuelo, encerrado a piedra y lodo en el cuarto de las visitas, y su agitación de lunático lo llevó a cometer una grave pifia con el presidente de la mesa directiva del Senado, a quien adjudicó en una junta facultades constitucionales que no tenía. A ese paso iba a ser el hazmerreír de la clase política. Tentado por la posibilidad de recuperar a Elvira, si acaso le perdonaba su fuga, lo arredraba, sin embargo, el temor al ridículo. ¿Cómo hacerse perdonar su falta de huevos? Ya le enseñaste el cobre, admitió con pesar, y tendría todo el derecho de mandarte al diablo.

Pero el ridículo tenía una ventaja: después de hacerlo una vez, su carácter amenazante se diluía, de modo que el papelón cometido le dio la entereza o la desfachatez necesaria para exponerse a nuevos abucheos. Envió a Elvira tres arreglos florales que le costaron un Potosí, con mensajitos galantes en las tarjetas, y en uno de ellos le pidió perdón en inglés: Sorry, I made a huge mistake. Esa misma tarde la llamó por el celular y luego de varios timbrazos, la cinta grabada lo remitió al buzón de voz. Lo mismo sucedió en otros cinco intentos. Elvira había bloqueado su número, dedujo, emputada por el desaire. Tres días más la siguió llamando en vano a diferentes horas, y como último recurso, le dejó un mensaje en el buzón de voz, previamente redactado con extrema cautela:

—No seas tan cruel conmigo, preciosa. Un cambio tan repentino de pareja me movió el tapete, porque yo nunca tomo decisiones precipitadas. Necesito, primero, meter un pie en el agua para acostumbrarme a su temperatura, y en este caso tuve que saltar a la fuerza del trampolín. Me intimidó, lo reconozco, tu fama de vampiresa. Pero desde mi regreso a casa te comencé a extrañar y no soportaría el dolor de perderte. Merezco ese castigo, sin duda, porque nadie puede abandonar impunemente a una diosa, pero en nombre del amor que te tuve desde la infancia, me atrevo a implorarte una segunda oportunidad. Sea cual sea tu decisión, gracias por darme la mayor felicidad de mi vida.

Pronunció la última frase con la voz entrecortada por el llanto, pero ni ese desgarrón sentimental obró en su favor: pasaron tres días, empezó la nueva semana y Elvira mantuvo un hosco silencio. Resignado al fracaso, ya no intentó llamarla de nuevo. ¿Para qué, si todas las mujeres, no sólo Elvira, despreciaban con justa razón la debilidad de carácter? Ella quería un amante audaz y varonil, no un atribulado príncipe Hamlet. Para colmo, no paró de llover en tres días, por culpa de un huracán que azotaba la costa del golfo. Y como ahora, contrito, acongojado, la boca fruncida y los ojos mustios, hablaba menos que nunca en las comidas familiares, sin departir siquiera con Tania, una noche Consuelo entró a echarle bronca en el cuarto de las visitas:

—Llevas varios días con cara de palo, pareces un alma en pena y ya ni siquiera pelas a tu hija. Te mueres por volver con ella, ¿verdad?

Samuel negó con la cabeza, pero la profunda convicción de Consuelo no admitía desmentidos.

—Aunque lo niegues, te lo noto en la cara. ¡Corre a buscarla y deja de amargarnos la vida, por el amor de Dios! En serio, Samuel, si quieres yo misma te hago la maleta. Lo que no podemos hacer es seguir así, en este ambiente de velorio. Goza mientras puedas a esa nalgasprontas, porque no te va a durar mucho el gusto. Pero en esta casa ya no te quiero, ¿entendido?

Alegar en su defensa que Elvira ya no le dirigía la palabra lo sobajaría más aún, de modo que no quiso entrar en explicaciones. Terminar como el perro de las dos tortas, un justo castigo para un pendejo de su calaña. Él mismo se había echado la soga al cuello por zigzaguear como idiota entre el deber y el pecado. Su caso haría desternillarse de risa a cualquier corrillo de borrachos. Al día siguiente pidió a Leonor que le reservara una habitación en un hotel de Periférico Sur, sin entrar en penosas explicaciones. Con Higinio fue más abierto: le confesó que se divorciaba de Consuelo y viviría en un hotel mientras se mudaba a un departamento. Nueva escena de telenovela cuando empacó sus cosas, ahora en presencia de Tania, que se asomó al cuarto cuando cerraba la maleta.

—¿Es cierto que mamá y tú se quieren divorciar?

—No lo sé, linda. Por lo pronto nos vamos a separar una temporada, porque a últimas fechas nos hemos llevado muy mal. Ya veremos después, cuando se calmen las aguas. Pero de ti no me separo. El sábado te llevo al partido de tenis.

Con un esfuerzo heroico evitó que el llanto lo traicionara. Se había propuesto sortear ese trance sin caer en la autocompasión, tragándose todo lo que sentía, como un soldado que muerde un trapo cuando le amputan el brazo sin anestesia. En la camioneta, de camino al hotel, intentó distraerse con el nuevo número de Nexos, esforzándose por creer que su curiosidad intelectual podía salvarlo de ese derrumbe. Pero hasta las ciencias sociales, que antes lo apasionaban, habían dejado de interesarle: su vida era una pieza teatral con decorados de ultratumba, donde pronunciaba un monólogo absurdo, sin la esperanza de encontrar un oído afectuoso. Se hurgaba las vísceras con meticulosa crueldad cuando sonó su teléfono celular: era Elvira.

—Hola, bobito. Ya no sé si maldecirte o por ti rezar, como dice la canción. ¿Así que te dio miedo mi fama de mujer fatal? Yo creía que era mi mayor atractivo.

—Tienes razón, es una plusvalía. Perdóname por ser tan idiota.

—Estás perdonado. Por eso te contesté.

—Necesito verte. Ya me separé de Consuelo y ahora sí quemé las naves en serio. ¿Puedo ir a tu casa?

—Esta película ya la vi. Se llama “Del consuelo al desconsuelo”.

—Confía en mí, por favor. Antes de amar debe tenerse fe… Ya ves, yo también cito a mis clásicos.

—Bueno, te voy a dar el último chance, pero conste que yo no quiero destruir tu hogar. Vienes por voluntad propia, nadie te obliga, ¿eh?

Dio la orden a Higinio de llevarlo a casa de Elvira en vez de al hotel.

—¿Allá se va a quedar a vivir? —preguntó el chofer con una sonrisa cómplice.

—Sí, ahora la oficina me va a quedar lejos.

Higinio aprobó su cambio de yegua con una inclinación de cabeza que en la semiología del machismo significaba: ése es mi gallo. Aunque el indulto de Elvira había disipado los nubarrones más negros de su horizonte, Samuel no quiso ni pudo cantar victoria. El dolor de haber arruinado un proyecto de vida en el que llegó a creer con fervor le calaba muy hondo. Con íntima desazón se quitó los anteojos y sacó de la guantera el estuche con los lentes de contacto, donde sólo halló uno. Al momento de quitárselos, dedujo, había tirado el otro por accidente. ¿O lo perdió adrede por una trampa del inconsciente? Prefirió ser tuerto por un día que llegar a casa de Elvira en el papel de inane funcionario asexual. Y esta vez el pupilente le ardió como el humo de un chile quemado. Iba en pos de la felicidad con el desencanto de un mutilado de guerra que acude a recibir una medalla por haber perdido un ojo en combate. Para colmo, estrenaba un cinismo incompatible con sus ideales. Ya no era un hombre de una sola pieza, por más que se las diera de incorruptible. Nostálgico de su liderazgo ético, en las inmediaciones de la colonia Condesa lo tentó la idea de rajarse otra vez y pedirle a Higinio que lo llevara de vuelta a casa. Eso era lo que en el fondo deseaba Consuelo, a pesar de haberlo corrido. Luego se imaginó una sucesión caótica de idas y venidas entre su viejo hogar y el que aún consideraba ajeno, cambiando un sentimiento de pérdida por otro mayor aún, hasta acabar deshojando la margarita en el manicomio. No, al hecho pecho. Si bien anhelaba el rencuentro con Elvira, al tocar su puerta sintió escalofríos, como si tuviera que saltar en paracaídas. Quizá lo agobiara el resto de sus días la sospecha de haber tomado la decisión errónea. Y a eso le llamaban triunfar en el amor.