El blanco advenimiento

A Juvenal Acosta

Mientras alzaba pesas en una banca inclinada, Felipe admiró a hurtadillas el firme nalgatorio de una guapa rubia ya entrada en la madurez, pero con talle de avispa, que hacía ejercicio en una escaladora. Un poco más de músculo en los glúteos y reventaría el mallón azul eléctrico. Exhibía el trasero con franca obscenidad, pero la única vez que Felipe se atrevió a saludarla, varios meses atrás, lo había ignorado con una indiferencia de hielo. Esquiva y mamona, pensó, como todas las riquillas de Cuernavaca. Venía a coquetear consigo misma, a confirmar que nadie se la merecía. Era un trofeo inalcanzable y quizá por eso la codiciaba con rabia. Dorian, el instructor de pilates cubano, le había confiado en secreto, quizá con cierta dosis de faroleo, que ya se había templado a varias clientas en pleno salón de masajes. A eso iban al gimnasio: a buscar lo que sus maridos les negaban en casa. Quizá esa beldad engreída estuviera harta del cortejo convencional. No contestaba saludos ni se juntaba con la chusma, pero le encantaría que algún erotómano audaz la acorralara en los vestidores, le lamiera el sudor de las nalgas y la penetrara sin miramientos. ¿O había visto demasiadas películas porno?

Al salir de la regadera, frente al espejo de los lavabos, donde otros varones se peinaban o rasuraban, aprobó su afilado rostro de gitano con patillas entrecanas y la impecable cuadrícula de su abdomen, forjada en décadas de abdominales. Ni una gota de grasa, olé, matador. Brincos dieran muchos jóvenes por tener su porte, y eso que ya pasaba de los cincuenta. Por eso nunca faltaba al gimnasio, aunque llegara a veces medio crudo, cuando la noche anterior se había ido de farra. Primero muerto que convertirse en un vejete panzón con doble papada, como la mayoría de sus amigos. Prolongaría la juventud mientras tuviera pegue con las viejas y les arrancara gritos de placer. No era un adonis, claro, pero su cara de coyote hambriento, lo había comprobado hasta la saciedad, tenía un encanto soez que derretía a las mujeres, en especial a las santurronas.

Afuera, en el estacionamiento del gimnasio, sacó de la cajuela el celular clandestino que escondía junto a la llanta de refacción, debajo del gato. Lo desempolvó con la manga de la camisa y le mandó un mensaje por WhatsApp a Úrsula, su más reciente conquista: Hola, mami, ¿nos vemos a las cinco, donde siempre? Quiero que me devores, y añadió el emoticón de una carita risueña con ojos desorbitados en forma de corazones. Sólo de imaginar el efecto del mensaje en la mente cochambrosa de Úrsula se relamió los bigotes. Católica devota, de las que se hincan a rezarle al Santísimo cada vez que pasan por una iglesia, poseía la rara virtud de transformar el fervor religioso en lujuria. Ni para cabalgarlo se quitaba la medalla milagrosa de santa Teresa de Lisieux. Saltaba tanto entre sus pechos que más de una vez se la había metido a la boca cuando quería chuparle un pezón. Su respuesta no se hizo esperar: Prepárate, mi rey, porque ando muy venenosa. Bendijo el colegio de monjas donde la habían educado. Llegaría a la cita sintiéndose depravada: el estado de ánimo ideal para el adulterio.

Otra de sus amantes, Bárbara, una atlética grandulona de familia alemana, le había mandado por Instagram una foto en bikini desde Huatulco, donde andaba de vacaciones con su familia. Qué ganas de estar allá para untarle el bronceador en los muslos. A Bárbara le tenía reservada la tarde del viernes y el martes de la semana siguiente a Denisse, la decana del trío, una dentista de amplias caderas, aficionada a orinarse en el orgasmo, con quien pronto cumpliría siete años de amores prohibidos. A cada capillita le tocaba su fiestecita y, modestia aparte, a todas les cumplía con creces. Como las tres eran casadas y la vida en familia no les dejaba un respiro, tenía que gozarlas a las carreras, bajo la tiranía del reloj. Nada de cursilerías románticas, a nadie le importaba ennoblecer los instintos. Sexo sin compromisos, incontaminado por celos o exigencias de exclusividad, pues ninguna de ellas, por fortuna, quería renunciar a su proveedor para embarcarse en una relación seria.

En casa, la sirvienta ya le tenía listo el desayuno: huevos rancheros con frijoles charros, rodajas de piña y yogurt. Un ramo de rosas amarillas alegraba la mesa del comedor, el toque femenino de Rita, su esposa, que estaba de pie, terminando de beber un licuado de alfalfa con zanahoria. Morena, de pelo ondulado, con un coqueto lunar junto a la boca, Rita tenía quince años menos que Felipe y trabajaba de gerente en el hotel Las Quintas. Desmentía su cara de niña ingenua un voluptuoso cuerpo de mulata que perturbaba el orden público cuando salía en minifalda a la calle. Feminista radical, consideraba una cuestión de principios no dejarse intimidar por el machismo provinciano que pretendía obligarla a vestirse como una beata de pueblo. Más de una vez, Felipe había tenido altercados con los gañanes que la miraban con insistencia en los restaurantes. Pero le encantaba que fuera así, coqueta y jacarandosa. El vestido amarillo con olanes le sentaba de maravilla y no resistió la tentación de pellizcarle una nalga. Sus dos hijos mayores, Silvio y Eruviel, salieron corriendo con sus mochilas y le dieron el beso de despedida. Ya iban en secundaria y el autobús escolar los esperaba en la calle.

—Hablaron del laboratorio, que ya están los resultados de tu chequeo —le dijo Rita.

—Al rato los recojo.

Empezaba a comerse los huevos cuando sintió vibraciones en el bolsillo izquierdo del pantalón: imbécil, no había devuelto el celular secreto al escondrijo de la cajuela. Por fortuna, Rita estaba dándole instrucciones a Wendy, la sirvienta, y al parecer no había escuchado el zumbido. Corrió a encerrarse en el baño, donde vio que Denisse le había mandado una selfie de sus enormes ubres pecosas. La borró con angustia y de paso eliminó todos los mensajes del historial. Quería tanto a Rita que la posibilidad de ser descubierto le daba terror. No envidiaba a los donjuanes solteros ni quería seguir sus pasos. Le gustaba vivir así, con una mujer preciosa, niños jugando, flores en el jarrón, fiestas familiares concurridas, amor del bueno y un equilibrio espiritual a prueba de terremotos. Pero quizá fuera indigno de tanta felicidad, se recriminó, pues no sólo necesitaba tener variedad en la cama, sino la atmósfera de suspenso que rodeaba sus aventuras. Peor aún: se había vuelto adicto a esas descargas de adrenalina, como los toreros que gozan al máximo frente a las astas de un toro, con el bufido de la muerte en las ingles. ¿Algún demonio interior lo empujaba al despeñadero? ¿Hasta cuándo iba a madurar, carajo?

De vuelta en la mesa, Rita le avisó que esa noche llegaría un poco tarde a casa, porque tenía la reunión de su club de lectura.

—Nos tocó un libro difícil, una antología de Octavio Paz —le mostró el libro—. No sé si entiendo sus poemas, pero su lenguaje me fascina.

—No te me vuelvas intelectual, por favor —Felipe le devolvió el beso, aspirando el efluvio de su piel, una mezcla deliciosa de madreselva y benjuí—. Al rato ya no te vas a querer juntar con el vulgo.

—Léelo tú también, para cultivarte un poco. Los niños nos tienen que ver leyendo a los dos, para aficionarse a la lectura.

Felipe hojeó el libro con desgano.

—¿No habrá una edición con monitos?

—Trae para acá —Rita se lo arrebató—. El caviar no se hizo para la plebe.

En la salita de espera de los laboratorios, Felipe concertó dos citas con clientes interesados en ver las casas que tenía anunciadas en el portal de internet Compro y vendo. Gracias a su abundante cartera de clientes, acumulada en veinte años de tenacidad, era uno de los corredores de bienes raíces más exitosos de Cuernavaca. Pero tras la última ola de secuestros y matanzas, la venta de casas se había desplomado. Nadie quería vivir en una ciudad con el primer lugar nacional en secuestros y feminicidios. Gracias a sus ahorros, capoteaba con apuros una drástica disminución de ingresos que había comenzado el año anterior y no tenía para cuándo acabar. Hablaba con un cliente interesado en rentar un local para poner una tintorería, cuando la secretaria del doctor Izunza lo invitó a pasar a su consultorio. Felipe lo conocía de tiempo atrás, pues cada dos años se hacía un chequeo. Era un viejito calvo de aspecto bonachón, con lentes bifocales y gruesas pestañas de escarcha.

—Pues ya tenemos sus resultados, señor Balcárcel, y quiero felicitarlo por su excelente salud —sonrió Izunza, abriendo un cuadernillo engargolado—. De los triglicéridos y los niveles de glucosa está perfecto. Tiene limpios los pulmones, y eso que fumó mucho de joven, ¿verdad?

—Sí, era un chacuaco, pero dejé el vicio hace veinte años.

—Tampoco tiene alto el ácido úrico, ni la presión, ni la bilirrubina. Sólo hay un prietito en el arroz: en el ultrasonido salió esta mancha en su vejiga, mire —Izunza le enseñó una borrosa foto de sus entrañas, con una pequeña sombra en el ángulo inferior izquierdo—. Tal vez no sea nada grave, pero yo le recomendaría que viera a un urólogo.

—¿Qué significa la mancha?

—Quizá sea un tumor, pero ha crecido poco. Por suerte lo detectamos a tiempo.

Pese al tono optimista del médico, Felipe sintió un aguijón en la nuca. Su madre había muerto de cáncer cervicouterino a los 52 años, la misma edad que ahora tenía él. Aparentó ante Izunza una ecuanimidad estoica y se despidió sin darle muestras de turbación. Afuera, en el auto, reprimió las ganas de llamar a Rita en busca de apoyo moral, pues no quería espantarla con señales de alarma. En su oficina, un pequeño local en la avenida Gobernadores, con un escaparate donde anunciaba casas, terrenos y accesorias en venta, saludó a Enriqueta, su secretaria, con un gesto ambiguo, a medio camino entre la sonrisa y la mueca. Blindado contra la apariencia de nerviosismo, pero con la marcha fúnebre por dentro, en su despacho se mesó los cabellos, rebelde y apesadumbrado a la vez. Cuánta rabia, carajo, qué ganas de agarrarse a madrazos con el destino. En vez de pedir a Enriqueta que lo comunicara con Humberto, su compadre, cerró la puerta con seguro y él mismo lo llamó.

—Hola, magíster, te llamaba porque acabo de hacerme un chequeo y el médico me descubrió un tumorcito en la vejiga. A lo mejor no es nada, pero necesito ver un urólogo. ¿Cómo te fue con el tuyo cuando te operaron?

Humberto le dio excelentes referencias de su médico, a quien calificó de profesional y moderado en sus tarifas. Se llamaba Fulgencio Bolaños y tenía su consultorio en la torre médica del Hospital San Diego. Felipe lo llamó de inmediato y preguntó a su secretaria si el doctor atendía a pacientes con seguros de gastos médicos mayores de Grupo Axa. La secretaria asintió y le dio cita para el día siguiente a las cinco. Al colgar se sintió un poco más relajado. Ánimo, güey: si el tumor fuera peligroso ya estarías meando sangre. De peores has salido, acuérdate del accidente de tránsito en Puebla, cuando te llevaron al hospital en camilla. Quizá debiera cancelar su cita con Úrsula, pues temía que el susto le inhibiera el deseo. No, ahora menos que nunca debía rehuir el placer, su mejor salvaguarda contra el miedo a la muerte. Basta de sugestionarse a lo pendejo. Suponiendo que estuviera desahuciado, razón de más para gozar al máximo sus últimos meses de vida.

A la una de la tarde, tras un atorón de veinte minutos en el libramiento de la autopista, llegó a Brisas de Ahuatepec, una nueva urbanización en terrenos que antes eran propiedad ejidal. Rodeado de milpas, nopaleras y establos, el fraccionamiento conservaba todavía un ambiente campirano. En la esgrima verbal con los clientes procuraba enfatizar esa ventaja, para que perdieran de vista el inconveniente de irse a vivir en el culo del mundo, a media hora en coche del supermercado más cercano. Muy pocos mordían el anzuelo, y como las casas se vendían a cuentagotas, la inmobiliaria no había terminado de urbanizar los terrenos, otro factor que ahuyentaba a los compradores. Enseñó la casa-muestra, equipada con muebles y electrodomésticos, a un viejo coronel interesado en obsequiar a su hija una casa con jardín donde sus futuros nietos pudieran corretear. Pese a sus esfuerzos, no logró convencerlo de apartar la casa con un módico adelanto de cincuenta mil pesos. Tampoco tuvo suerte con la pareja de investigadores universitarios recién mudados a Cuernavaca que llegaron después. Apenas había cuatro casas habitadas en todo el fraccionamiento. Para colmo, el agua turbia de la piscina y la maleza de los solares daban una impresión deplorable.

Después de comer en casa, a las cuatro y media volvió al fraccionamiento, pues la casa-muestra era también la sede oficial de sus aventuras galantes, un lugar ideal para recibir a señoras de buena reputación que temían ser vistas entrando a un hotel de paso. Ni la inmobiliaria sabía que la casa era su leonero, ni Toribio, el velador, a quien le pagaba una iguala mensual de 500 pesos, tenía motivación alguna para delatarlo. Higiénico y precavido, retiró las sábanas usadas de la cama king size con cabeceras tubulares que desde hacía un año era el epicentro de sus retozos y las cambió por un juego de sábanas limpias. La víspera había metido al refri una botella de vino blanco, porque si bien sus amantes solían andar cortas de tiempo, hubiera sido una vulgaridad encuerarlas de sopetón. Ritual caballeroso, el brindis en la sala aflojaba la tirantez y las predisponía a un lánguido abandono. Úrsula llegó a la cita con un nuevo tinte rojizo en el pelo y largas botas de tacón alto, enfundada en una gabardina gris. Al sonreír se le abría un coqueto hoyuelo en la mejilla y sus ojos negros, enmarcados por lindas ojeras, despedían brasas de pasión soterrada. Venía rendida de cansancio, dijo, por los preparativos para la comunión de Laurita, su hija mayor.

—Anduve del tingo al tango toda la mañana, recorriendo las tiendas del centro para conseguir la tela de su vestido. Por fin lo encontré, pero me salió en un ojo de la cara. Ciento ochenta pesos el metro, ¿tú crees?

Entregada por completo a la familia, solía invocarla en ese templo del libertinaje, como si quisiera refrendar su pertenencia al mundo reglamentado y decente que los reclamos de la carne la obligaban a traicionar. Terminada la copa de vino se abrió la gabardina con un sensual contoneo: debajo sólo llevaba un baby doll de gasa carmesí, que dejaba traslucir el triángulo hirsuto de su pubis castaño. Cuando la conoció lo tenía rasurado y se había dejado crecer el vello para complacerlo. Creía ingenuamente que se había disfrazado de mujer fatal: no, mi reina, pensó Felipe, es en tu casa donde haces teatro. Sólo aquí eres tú de verdad.

—¿Cómo me veo?

—Guau, estás preciosa, te queda de maravilla —la besó con voracidad en el cuello y bajó despacio hasta sus senos.

De la sala se deslizaron al cuarto sin romper el empalme de cuerpos. Con la sangre amotinada por los escarceos manuales y orales, Úrsula se tendió bocabajo en la cama, la grupa erguida, los ojos estrábicos de ansiedad, y le ordenó metérsela ya, en un tono ambiguo de patrona implorante. Incapaz de olvidar su tumor, Felipe optó por mirar a la muerte de frente, retándola como un piloto suicida. No hizo el amor con la mujer que lo engullía como un remolino, sino con la flaca amarillenta de la guadaña, y el brío de sus embates pélvicos, graduado con sabio colmillo, casi lo convenció de poder ahuyentarla. Dame tu leche, dámela toda, chilló Úrsula, en la rompiente del tercer orgasmo. Al borde del sepulcro, casi electrocutado por el ascenso de su savia profunda, Felipe derritió los témpanos del miedo con una erupción moribunda, mientras Úrsula soltaba el do de pecho, ahíta de placer y lava.

Como temía, Rita lloró al conocer el resultado del chequeo, por más que intentó suavizarle la mala noticia, y al día siguiente, contra su voluntad, pidió la tarde libre en el hotel para acompañarlo a la consulta con el urólogo. Crecerse ante la adversidad era su rasgo de carácter más noble: no me la merezco, pensó en el coche, avergonzado y contrito, de camino a la torre médica: comparado con ella soy una mierda de ser humano. El doctor Bolaños les dio una excelente impresión. Joven, pulcro, afable, de ojos verdes y complexión atlética, hubiera podido ser galán de telenovelas, salvo por la calvicie prematura que le daba una apariencia de sabiduría precoz. Era la viva estampa de la probidad científica, y al verlo hojear el cuadernillo con los resultados del chequeo, Felipe se sintió en buenas manos.

—Tiene suerte, señor Balcárcel, los chequeos casi nunca detectan las tumoraciones, pero la suya está muy clara. Por fortuna es pequeña y al parecer no ha invadido la capa muscular de la vejiga.

—¿Usted cree que sea grave? —preguntó Rita.

—Para saberlo tengo que extirpar el tumor y enviarlo al laboratorio.

—¿Entonces lo tiene que operar? —Rita insistió en hablar por él.

—Lo más pronto posible —sentenció Bolaños—. Usted tiene un seguro de gastos médicos mayores, ¿verdad?

—Sí, con Axa —Felipe se apresuró a intervenir antes que su esposa—. Aquí tiene mi póliza.

El médico apenas le echó un vistazo.

—Pues ustedes dirán para cuándo programamos la cistoscopía. Sólo dura una hora, pero luego tiene que estar hospitalizado dos días.

Eligió operarse el jueves siguiente, y durante el resto de la consulta, Rita monopolizó la atención del urólogo con preguntas sobre el tipo de alimentación y los cuidados preoperatorios, como si fuera la madre de un niño que no se puede valer por sí mismo. Bolaños la trató con finos modales y Felipe se preguntó, desconfiado, si su complacencia no tendría algo que ver con el pronunciado escote de Rita, que ni siquiera en los hospitales podía vestir con recato. Pero ¿cómo exigirle pudor a una esposa tan maternal, que se desvivía por brindarle consuelo en ese momento crítico? Así era ella, coqueta de nacimiento, y como un cínico de su calaña no podía ser muy estricto en materia de moral, prefirió tragarse los celos, por falta de convicción para sermonearla.

La víspera de la operación envió mensajes a sus tres amantes, para avisarles que pasaría un mes en Pasadena, en casa de sus suegros. “No voy, me llevan”, se justificó, prometiendo extrañarlas, y aderezó los tres mensajes con el mismo emoticón plañidero. El jueves a las siete de la mañana llegó con buen ánimo al hospital, en compañía de Rita, que tenía un talento natural para las relaciones públicas y de buenas a primeras se hizo amiga de las enfermeras. Gratamente sorprendido por la amplitud, la buena iluminación y el mobiliario moderno del cuarto, se felicitó por haber pagado durante diez años un seguro que le daba derecho a esos lujos. Fulgencio Bolaños apareció a las ocho, rozagante y optimista, para verificar que no hubiera ingerido líquidos en las últimas doce horas. Como la operación no requería anestesia total, Felipe siguió sus incidencias en un monitor. La gruta rosácea de su vejiga no le pareció un órgano enfermo. Con una especie de hoz microscópica, el cistoscopio introducido por la uretra, Bolaños cercenaba el tumor de su vejiga como un diestro segador de trigo. Invadido por un delicioso valemadrismo, un efecto secundario de la anestesia, Felipe contemplaba con la pupila fija esa imagen hipnótica. No estaba en sus cabales y hasta ganas le dieron de soltar risillas bobaliconas.

—¿De una vez le quito la próstata? —preguntó Bolaños.

—¿Es necesario? —preguntó Felipe, desconcertado.

—Puede obstruir su vejiga cuando crezca.

—Pues entonces quítemela.

Al despertar en el cuarto, tres horas después, creyó que había soñado la pregunta del médico. La extirpación de un órgano es algo muy serio, pensó, y Bolaños no pudo haberme pedido esa extraña autorización, como un peluquero preguntando a su cliente si quiere más corto el copete. Al ver la bolsa con orina colgada a un lado de la cama hizo una mueca de repugnancia. Pero ya se lo había advertido el médico: durante una semana tendría que llevar sonda y más le valía soportar ese oprobio con espíritu constructivo. Al pie de su lecho, Rita lo tomó de la mano con una sonrisa de ángel taumaturgo.

—Salió muy bien todo, mi cielo. Hoy sólo te van a dar gelatinas, pero mañana ya puedes comer algo sólido.

Era temprano para cantar victoria, pues aún estaba por verse qué tipo de tumor le quitaron, pero ante Rita y ante sus hijos, que vinieron a saludarlo al salir del colegio, adoptó la actitud de un alegre y desenfadado convaleciente. Ahorrarles tribulaciones era el principal deber de un paterfamilias y por fortuna sus habilidades histriónicas adquiridas en la venta de bienes raíces le permitieron sacarles algunas risillas. Aunque las enfermeras entraban a verlo cada media hora, Rita se empeñó en acompañarlo a dormir en el sofá de las visitas y mandó a los niños a pasar la noche en casa de sus abuelos. Al día siguiente, mientras intentaba deglutir la insípida omelette del desayuno, recibió una llamada de la aseguradora. En el tono de un robot que recita un parlamento grabado, una ejecutiva le informó que debía pagar doble deducible por haber necesitado dos intervenciones quirúrgicas en vez de una.

—No me hicieron dos operaciones, sólo entré una vez al quirófano.

—Según el informe que nos entregó el doctor Bolaños, además de quitarle el tumor en la vejiga le hicieron una prostatectomía.

Comprendió con estupor que no había soñado la pregunta del médico. En efecto, Bolaños le había metido doble cuchillo, sin advertirle que esa cirugía no estaba contemplada en el presupuesto original de la operación. En vez de los 35 mil que ya se había resignado a pagar, tómala, pendejo: 70 mil de un madrazo.

—No voy a permitir ese cobro abusivo por una operación que sólo duró una hora.

—No es ningún abuso, señor Balcárcel, cada procedimiento quirúrgico se cobra aparte. Así lo estipulan las condiciones del contrato que usted firmó.

—Mire, señorita, apenas me estoy reponiendo de la operación y es increíble que en circunstancias tan delicadas su compañía me quiera joder. Lo que menos necesito ahora es hacer corajes. Le repito que sólo pagaré un deducible y háganle como quieran —colgó abruptamente para recalcar la firmeza del ultimátum.

—Rateros de mierda —dijo Rita, alarmada, y lo tomó de la mano—, cualquier pretexto es bueno para esquilmar al cliente.

—Para mí que el hospital y el médico están confabulados con el seguro. Todos son parte de la misma mafia.

—No creo que el doctor Bolaños se prestara a un juego tan sucio. A mí me parece un tipo decente.

—Ay, Rita, qué ingenua eres —dijo Felipe, y le contó lo sucedido en el quirófano—. Caí en su trampa porque estaba atarantado por la anestesia, pero yo no me chupo el dedo: ese cabrón me llevó al baile.

Rita no dio el brazo a torcer: seguramente Bolaños había tenido buenas razones para quitarle la próstata, dijo. Tal vez fuera una forma de prevenir que el cáncer se le extendiera a ese órgano, si el tumor resultaba maligno. Los médicos tenían la obligación de adelantarse a posibles complicaciones, por el bien de sus pacientes.

—¿Tanto te gusta el doctor que te pones en contra mía? —perdió la paciencia Felipe—. ¿No te basta con coquetearle en mi propia cara?

—Ay, Felipe, sólo porque estás débil no te pongo en tu lugar. Si yo fuera celosa te habría mandado al carajo hace siglos. Ya ni siquiera tienes buen gusto. Le tiras los perros a cualquier gata ofrecida.

Felipe enmudeció de angustia. ¿Qué tanto sabría Rita de sus múltiples aventuras? ¿Alguien o algo lo había delatado? Bastaba que Úrsula, Denisse o Bárbara se hubieran ido de la lengua con alguna confidente para que el chisme, corriendo de boca en boca, llegara en un santiamén a oídos de su esposa. Intentó dormir una siesta, pero su indignación era más fuerte que el sedante infiltrado en el suero. Se recriminó con dureza por no haber presentido la trácala de Bolaños: chamaqueado por un mafioso de bata blanca, como si hubiera nacido ayer. Pero en una situación tan crítica le convenía moverse con tiento. Ni modo de armar un panchazo mientras su salud estuviera en manos del enemigo.

A las seis de la tarde llegó a visitarlo el doctor Bolaños, con la cálida sonrisa de los tahúres profesionales. Venía a darle instrucciones sobre los cuidados postoperatorios. Pero más bien se las dio a Rita, la mamá del párvulo inútil a quien acababa de tasajear a mansalva. Dentro de una semana, cuando le quitara la sonda, volvería a orinar normalmente, dijo, pero eso sí: nada de picante por lo menos durante un mes, y tampoco podía hacer ejercicio ni tener actividad sexual en el mismo lapso.

—Evite las posturas que le presionen la vejiga —Bolaños condescendió a mirarlo—. Puede estar de pie o acostado, pero no sentarse y tampoco haga ejercicios que requieran esfuerzo.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Rita.

—Tres meses.

—Tengo una duda, doctor —carraspeó Felipe—. ¿Cómo afectará mi vida sexual que me haya extirpado la próstata?

—Sus testículos seguirán produciendo esperma —Bolaños adoptó un tono pedagógico—, sólo que en vez de sacarlo por la uretra irá directo a su vejiga y luego lo eliminará con la orina. Ya no podrá eyacular, pero seguirá teniendo orgasmos con la misma intensidad. A esto se le llama eyaculación retrógrada.

El terminajo parecía una sarcástica derogación de su hombría, una manera elegante de llamarlo castrado. Sólo pudo apretar las mandíbulas en señal de protesta. Robarle sus deliciosas venidas para que el hospital pudiera duplicar el costo de la operación: ¡hijo de la gran puta! Y hablaba con una autoridad científica inapelable, obligándolo a rendirse ante los hechos consumados. Para colmo, lo condenaba a la indigencia erótica delante de Rita, como insinuándole que a partir de ahora debía buscarse un mejor camote.

No cometió el error de pelearse directamente con él. Pero al día siguiente, en la caja, se negó a pagar los dos deducibles cuando le presentaron la abultada cuenta, acusando al hospital de asociación delictuosa para esquilmarlo. El gerente del hospital tuvo que venir en auxilio del atónito cajero, junto con los dos policías de la entrada y le advirtió que no lo dejarían salir hasta saldar el adeudo. Felipe los amenazó con rociarles la orina de su bolsa. Cuando los policías quisieron sujetarlo, Rita ofreció pagar con su propia tarjeta, un golpe bajo que lo dejó en ridículo ante el gerente. Vencido por su chantaje tuvo que dar un tarjetazo que le dolió hasta la médula.

—¡Hampones de mierda! ¡Les voy a clausurar el hospital!

—Cálmate, por Dios —Rita lo jaló del brazo hacia la puerta de salida—. Primero tienes que recuperarte, ya verás luego cómo te desquitas.

Aparentó hacerle caso, pero lo primero que hizo al llegar a casa fue buscar el cuadernillo con los resultados de su chequeo, que apenas había hojeado. El antígeno específico de próstata daba un total de 3.27 negativos por mililitro, el rango normal para menores de 60 años, según los valores de referencia anotados en un recuadro. De modo que Bolaños le había extirpado una próstata pequeña y sana, con métodos propios del doctor Mengele. Un agravio de ese calibre ameritaba la horca. Ocultó su descubrimiento a Rita, pues temió que lo tachara de loco. El coraje le quitó el apetito y a la hora de comer dejó intacto el caldo de pollo con menudencias que había preparado Wendy. Por la tarde, acostado en la tumbona del jardín, recuperó poco a poco el sentido común: ¿Y si el tumor fuera maligno? ¿Si su racha de mala suerte apenas estuviera empezando? Quizá el segundo acto de ese drama fuera una quimioterapia y el tercero la tumba. Rumiaba enfermizos rencores mientras su vida pendía de un hilo. Bravo, idiota.

Cumplido el plazo para el retiro de la sonda, Rita no pudo acompañarlo al consultorio del doctor Bolaños, porque había vuelto ya a su puesto en el hotel. Lo llevó a la clínica Luis Mario, su asistente de la agencia de bienes raíces, que se había quedado a cargo del changarro. Iba nervioso, pero con el ánimo de afrontar la verdad sin quebrarse. No le sorprendió la frialdad en el saludo del médico, pues el gerente del hospital seguramente lo había puesto al tanto de su escándalo, pero como venía en son de paz, guardó una compostura distante. Bolaños había recibido ya los estudios clínicos y le dio una buena noticia: el tejido del tumor no era cancerígeno. La sensación de alivio, que en otras circunstancias quizá lo hubiera vuelto conciliador y magnánimo, aguijoneó su instinto belicoso. Tal vez tuviera por delante una larga vida, pero ¿cómo iba a disfrutarla con la virilidad mermada por el bisturí de un canalla? Mientras Bolaños le retiraba la sonda, la humareda de ira casi lo asfixió.

—A partir de ahora podrá volver a orinar normalmente —dijo el médico—. Y si tiene alguna molestia, llámeme por favor a mi celular.

Ahora sí muy profesional, ahora sí muy gentil y comedido, después de limpiarse el culo con el juramento de Hipócrates. Cuando Bolaños terminó de escribir la receta de las medicinas que debía tomar en las próximas semanas, para impedir una infección de las vías urinarias, Felipe se guardó el papel con una sonrisa amarga.

—Tengo una duda, doctor. Si usted creía necesario quitarme la próstata, ¿por qué no me lo dijo antes de la operación, cuando vio los resultados de mi chequeo? ¿Por qué me lo propuso en el quirófano, cuando yo estaba grogui?

—Porque en ese momento lo consideré pertinente —dijo Bolaños, con el aplomo de un político marrullero—. Como la próstata le causa problemas a muchos adultos mayores, quise librarlo de ese peligro.

—Pero eso pudo habérmelo consultado antes, en mis cinco sentidos.

—Por la experiencia que tengo en estos casos, los pacientes evitan las cirugías preventivas con tal de ahorrarse dinero. Pero es un error, porque luego tienen complicaciones y gastan el doble.

—Ah, vaya, entonces usted dedujo que yo era un tacaño y me agarró anestesiado, para que no pudiera hacer cuentas.

—Lo hice por su bien y algún día me lo va a agradecer. Su esposa piensa lo mismo: ayer hablé con ella y está de acuerdo conmigo.

—No meta a mi mujer en esto —respingó Felipe, tocado en carne viva—. El único que toma decisiones sobre mi cuerpo soy yo, pero me gusta tomarlas consciente, no apendejado por la anestesia.

—Se está exaltando demasiado, señor Balcárcel, y eso le puede provocar una hemorragia interna.

—¡Mi salud te vale verga, ten por lo menos la hombría de reconocerlo! A tus jefes del hospital y a ti sólo les importa el billete. Por eso me jodieron cuando estaba inconsciente.

—No grite, hay gente en la antesala —Bolaños se puso de pie y abrió la puerta del consultorio—. Haga favor de salir y búsquese otro médico, no voy a soportar sus majaderías.

—¡No te hagas el digno, pinche hipócrita! —estalló Felipe, y al cruzar la puerta advirtió a los pacientes que esperaban turno—: Tengan cuidado con este hampón. Opera a la gente sin necesidad, con tal de sacarle hasta el último quinto.

En casa, todavía encabritado, entró como un toro de lidia a la alcoba donde Rita se estaba quitando los tacones, recién llegada del trabajo.

—Vengo de darle una puteada a tu gran amigo, el doctor Bolaños —la zarandeó con violencia—. Ya supe que a mis espaldas le das la razón, tachándome de loco y pendejo.

—Suéltame, imbécil —Rita se zafó a empujones—. No puedes obligarme a comprar tus pleitos.

—¡Cómo puedes defender a un rufián que me asaltó en el quirófano! —Felipe dio un puñetazo en la puerta. Luego se dobló de dolor, con los nudillos tintos en sangre—. ¡Mira lo que has hecho, perra maldita, mira lo que lograste!

Aunque metió la mano en una cubeta de hielo, la hinchazón le duró tres días. Rita lo castigó con una semana de silencio, ausentándose de casa con diversos pretextos. No cejó en su represalia hasta que Felipe le pidió perdón con humildes ruegos. Creía tener razón en el pleito y sin embargo dobló las manos por instinto de supervivencia. La vida tenía que seguir y se impuso una terapia ocupacional para oxigenar la mente. Desde casa, echado en la cama, daba instrucciones a Luis Mario para mantener su negocio en marcha. Era un joven trabajador, pero con poca desenvoltura para tratar a los clientes. Felipe hacía por teléfono todo el trabajo de persuasión, pero como Luis Mario les enseñaba los terrenos y los inmuebles, temía que su falta de tablas malograra las ventas, pese a la buena comisión que le había ofrecido.

Mientras las heridas de su vejiga cicatrizaban, la sabia naturaleza no lo torturó con deseo alguno. Cumplido el plazo de abstinencia sexual prescrito por su verdugo, llegó la hora de la verdad. Urgido de averiguar si aún conservaba los arrestos viriles, embistió a Rita cuando se desnudaba en la recámara. Ella lo cabalgó con la delicadeza de una enfermera, temerosa de provocarle una hemorragia. Pese a sus hábiles acrobacias, Felipe tardó una eternidad en venirse y cuando al fin alcanzó el anhelado pináculo, su orgasmo seco le resultó grato, pero no del todo satisfactorio. La explosión se había vuelto implosión; el derrame en el cuerpo amado, un relámpago introvertido.

—¿Qué tal? ¿Te hice venir rico, mi vida? —dijo Rita, satisfecha de su proeza.

—No estuvo mal —reconoció—, pero me siento raro. ¿Y tú?

—Yo encantada. Por fin me quité las malditas píldoras.

Supuso que Rita fingía para levantarle la moral, pues en otras épocas había dicho que le encantaba sentir el chorro de semen. Pero nadie se burla en su cara de un minusválido, pensó, y quizá debiera acostumbrarse a ser un objeto de compasión. Al día siguiente, cuando Rita se fue al trabajo, sacó de su carro el celular secreto y después de cargarlo en el enchufe de su estudio revisó los mensajes del WhatsApp. Úrsula se quejaba de su abandono y le preguntaba si ya había regresado de San Francisco. “¿No será que ya te cansaste de mí?”. Denisse, más agresiva, lo acusaba de jugar a las escondidas para darse a desear, y Bárbara, resentida, le preguntaba si estaba enojado con ella. En otras circunstancias, las caritas tristes o furiosas añadidas a sus mensajes de texto lo hubieran envanecido, pero ahora lo deprimieron. Ni siquiera podía sentarse, ya no digamos tener amoríos. Quizá debiera confesarles su viacrucis quirúrgico, pues aún le faltaban dos meses de reposo. Sin duda lo comprenderían, y tal vez lo compadecieran, pero se exponía a que lo consideraran liquidado como amante. Nada menos cachondo que el relato de una fraudulenta extirpación de próstata. Mataría de golpe su lujuria contándoles algo tan sucio y denigratorio. Pero tampoco podía citarlas en la casa-muestra como si nada hubiera pasado. Se moriría de vergüenza si cualquiera de las tres lo acusara de haber fingido el orgasmo y él tuviera que confesar: “Perdóname, reina. Es que ahora soy un eyaculador retrógrado”. Sólo le quedaba una salida digna: retirarse con la mayor discreción posible, sin entrar en penosas explicaciones. Compungido y lúgubre, pero seguro de hacer lo correcto, bloqueó a las tres y eliminó todos sus mensajes. Adiós, infierno idolatrado, hasta nunca, mamitas.

Durante el resto de la convalecencia, el sombrío panorama de su vida futura lo predispuso a la melancolía. De tanto estar echadote en la cama o en la tumbona del jardín pensaba demasiado en sí mismo, en el sentido último de la existencia. Una mañana, por ociosidad, abrió al azar la antología poética de Octavio Paz que Rita había dejado en el buró.

Zumbar de abejas en mi sangre:

el blanco advenimiento.

Me arrojó la descarga

a la orilla más sola…

Su nostalgia del bien perdido se recrudeció al verlo nombrado con tal belleza. Sin el blanco advenimiento, sin esa descarga de vida eterna, el amor carnal perdía gran parte de su atractivo. Para colmo, las abejas que Paz mencionaba ya no zumbaban en su sangre. Antes de la operación, cualquier abstinencia sexual que durara más de dos días le agriaba el carácter. Ni rastro quedaba de aquella urticaria intravenosa que tantas veces lo obligó a pagar putas cuando andaba de viaje. Ahora, quién lo dijera, toleraba tan campante una semana de castidad. Por consideración a Rita se había impuesto una cuota de dos palos a la semana, pero la cumplía con desgano, forzando la máquina. Nuevo cargo contra Bolaños: el vivales nunca mencionó ese efecto secundario de la operación. La vida útil de cualquier donjuán caducaba en la vejez, bien lo sabía, pero había planeado jubilarse por voluntad propia a los 60 años. Nunca esperó que lo jubilara tan pronto el bisturí de un canalla. Su ajetreada sexualidad no era un mero pasatiempo, sino una prioridad existencial. Seducía mujeres por mandato de un poder superior que le ordenaba salir de sí mismo, verter en otro cuerpo su ansia de perdurar. En lo futuro tendría que almacenarla como un mezquino acaparador de semillas.

Cuando por fin pudo moverse con libertad, se consagró de lleno al seguimiento de la queja contra Fulgencio Bolaños y el Hospital San Diego que Luis Mario había presentado a su nombre ante la Procuraduría Federal del Consumidor. Quería obtener, por lo menos, el reembolso de un deducible, sentar a Bolaños en el banquillo de los acusados, y con suerte, someterlo a un juicio que le impidiera ejercer su profesión. La queja apenas había avanzado en esos tres meses por falta de una mano providente que aceitara la maquinaria burocrática. Estaba en manos de Ramiro Saldívar, un empleadillo de mediana edad, rechoncho y con el pelo grasiento, a quien le faltaban los dientes frontales. El deterioro de su oficina, con un escritorio desvencijado, una vetusta computadora, archiveros herrumbrosos y sillas cojas, auguraba una negligencia igual o mayor en la impartición de justicia para los sufridos quejosos que hacían antesala en una banca de acrílico. Llegado el turno de su entrevista, se apresuró a obsequiarle una botella de brandy Torres, camuflada en una bolsa de papel de estraza que le pasó por debajo del escritorio.

—Reciba este obsequio de mi parte, señor licenciado —susurró.

Agradecido pero hermético, sin comprometerse a nada, Saldívar turnó el expediente a su jefa, la licenciada Ernestina Villanueva, subdirectora adjunta de Atención a Quejas. Cuando logró obtener una cita con ella, a los quince días hábiles de haberla solicitado, le quiso exponer su caso con tintes dramáticos y Villanueva lo paró en seco: la Profeco debía realizar una verificación de su queja ante las autoridades del sanatorio, pero por falta de personal, ese procedimiento se demoraría por lo menos un mes. Y de una vez le advertía que si deseaba proceder contra el doctor Bolaños, debía someter su caso a la Conamed, la Comisión Nacional de Arbitraje Médico. En cuanto a la reclamación contra la compañía de seguros, no le correspondía atenderla a la Profeco, sino a la Comisión Nacional para la Protección y Defensa de los Usuarios de Servicios Financieros (Condusef). Hecho un lío con tantas siglas y comisiones, Felipe preguntó, encogido en la silla, si no habría una manera de simplificar el procedimiento, esperando que Villanueva le metiera el hombro a cambio de un moche. Pero la subdirectora fingió no haber entendido la insinuación.

—Decida usted ante qué instancia quiere llevar el caso —dijo—. Yo sólo tengo atribuciones para procesar la queja contra el hospital.

Obligado a librar combates simultáneos en un circo de tres pistas, Felipe recurrió a Luis Mario para que iniciara el trámite en la Condusef con una carta poder y él tuvo que ir al D. F., una lluviosa mañana de agosto, para levantar un acta en la Conamed, cuya delegación en Cuernavaca estaba cerrada temporalmente. Tras una larga cola en la recepción de documentos, cuando estaba a punto de llegar a la ventanilla descubrió que se le había olvidado el diagnóstico del urólogo. Su berrinche le provocó un ataque de gastritis y ese día orinó una gota de sangre. En el siguiente viaje a la capital por fin logró entregar sus papeles, pero un burócrata risueño, diestro en poner zancadillas con modales de terciopelo, le advirtió que la Conamed tardaba por lo menos un año en procesar cada denuncia y daba preferencia a las negligencias médicas graves, que habían causado muertes de pacientes. En otras palabras: pierda toda esperanza de obtener justicia aquí.

La Condusef puso algunas trabas burocráticas para aceptar el recurso de queja: tenía que acudir a presentarlo en persona y declarar ante el abogado conciliador, con un acta de nacimiento certificada que debía pedir al registro civil. Una vez obtenida el acta, lo volvieron a rebotar por no haber entregado el original de su inscripción al Registro Federal de Causantes. Harto de presentar documentos por triplicado, de interminables horas-nalga en antesalas decrépitas, de rendir pleitesía a hostiles burócratas con un vasto repertorio de artimañas para negar gestiones, una tarde volvió a casa tan desmoralizado que arrojó por los aires los papeles de la Condusef. Al diablo con las putas demandas. Demasiado tiempo invertido en esa batalla inútil, mientras su negocio flotaba al garete. ¿Y todo para qué? Si acaso lograba doblegar a la aseguradora, recuperaría cuando mucho 35 mil pesos. Contabilizando el tiempo perdido, la triple reclamación ya le había costado una cantidad mayor. Y a fin de mes tenía que pagar las reinscripciones de los niños, el predial con recargos, la depilación con rayo láser y el ortodoncista de Rita. Necesitaba dedicarse con ahínco a lo suyo y aprender a vivir con esa espina clavada, por mucho que le doliera.

Para beneplácito de Rita, que desde el principio le había aconsejado no perder tiempo en litigios infructuosos, dejó varados los trámites y se consagró de lleno a los bienes raíces. No pudo, sin embargo, olvidar la ofensa, que lo seguía carcomiendo como un gusano barrenador. Una tarde septembrina tuvo que volver al escenario de sus viejas glorias, la casa-muestra de Brisas de Ahuatepec, y después de lidiar con un cliente obstinado en conseguir una rebaja del treinta por ciento, a quien tuvo ganas de estrangular, el punzante recuerdo de sus hazañas eróticas lo hundió en la desolación. Tendido en la cama estrujó las sábanas que en otro tiempo habían sacado chispas. Ojalá se hubiera muerto en el quirófano. Condenado a una tediosa normalidad, a un letargo incoloro, a evocar entre gimoteos la pasión y el riesgo perdidos, por creer en la buena fe de un médico mercenario. ¿Y qué haría mientras tanto ese inmundo rufián? Lo imaginó jugando a la ruleta en un casino de Las Vegas, manejando un auto deportivo, bailando en discotecas de postín, soltando litros de semen en cada cópula con las enfermeras casquivanas del hospital. Su blindaje de impunidad le permitía eso y más. La ley jamás le tocaba un pelo a la gente de su calaña.

Volvió a casa con la dignidad en llamas, y como ese día le tocaba coger con Rita, procuró relajarse con un whisky bien cargado. Sobrecargada de trabajo por el puente de las fiestas patrias, esa noche su esposa volvería tarde a casa. Cuando llegó, a las diez de la noche, Felipe ya estaba a medios chiles. Con un neglillé azul transparente que apenas le cubría media nalga, Rita hizo el acostumbrado paseíllo de vedette cachonda por la recámara, incitándolo a reinar en sus dominios. El ejercicio y las dietas habían estrechado su breve cintura sin disminuirle un ápice el volumen de los senos, erguidos como peras. Una hembra tan seductora hubiera hecho delirar de felicidad a cualquiera. Sin embargo, Felipe estaba tan consternado que ni las caricias obscenas ni las poses provocadoras lograron alzar su pene. Corrió a encerrarse a llorar en el baño, conteniendo los gemidos para que su mujer no lo oyera. Primera disfunción eréctil en quince años de matrimonio, trágame tierra. ¿Sería culpa del trago? No, era la consecuencia lógica de su inapetencia sexual: a fuerzas ni los zapatos entraban. Encaró con realismo la inexorable declinación de su virilidad. Iba en camino de volverse un impotente crónico, un patético guiñapo de vodevil. Y no sólo era una nulidad en la cama: tampoco había podido imponerle respeto a su abyecto enemigo, el hombre que le cercenó la hombría. Pero ese duelo no había terminado aún, sólo su intento de obtener justicia por las buenas. Ánimo, maricón, en un país sin ley hay maneras más eficaces de cobrarse un agravio. ¿Por qué no has pensado en ellas? ¿Falta de imaginación o falta de huevos? ¿Tan poco hombre eres ya? ¿Te vas a tragar la deshonra como un vil agachado?

Bastaba con ir a buscarlo y meterle un plomazo. En un país donde el 95 por ciento de los delitos quedaban impunes, tenía más posibilidades de chocar en la carretera que de caer en prisión por cobrarse el agravio. Sería una apuesta a la segura, sin riesgo alguno, un perfecto ajuste de cuentas en lo oscurito. Con esa idea fija llamó por teléfono a Belisario Carriles, un viejo amigo de la secundaria que ocupaba un puesto menor en la Procuraduría Estatal de Justicia. Le dijo que la víspera lo habían asaltado en un cajero automático, y ante la creciente inseguridad quería comprar una pistola para defenderse del hampa, cada vez más insolente y engreída. ¿Sabía de alguien que pudiera venderle una? Carriles lo remitió con Salvador Pruneda, un exagente de la Judicial dedicado a ese negocio. Hinchado y verde como un batracio, con los ojos inyectados de sangre y el tabique natal torcido, Pruneda lo recibió en pants y camiseta, con una cerveza de bote en la mano. Por la ubicación de su guarida, un departamento de soltero en el barrio bravo de la Carolina, con sillones despanzurrados y botellas de licor regadas por el piso, Felipe dedujo que su clientela eran los rufianes de la colonia. Por mil quinientos pesos le compró una pistola nueve milímetros Smith & Wesson, compacta y fácil de ocultar, con dos cajas de cartuchos. Pruneda no quiso saber para qué la quería, pero le advirtió al guardarse el dinero:

—Se la vendo por el aprecio que le tengo al licenciado Carriles, pero si lo agarran por darle piso a un cristiano, no se le ocurra embarrarme o aténgase a las consecuencias.

Acorazado en el papel de ciudadano decente, Felipe le respondió que sólo quería estar protegido y esperaba en Dios nunca tener la necesidad de usar la pistola. Afuera, entelerido de miedo, guardó el arma en la guantera del auto, sintiéndose ya congénere de Pruneda. No le agradaba codearse con la crápula, pero se consoló pensando que ningún hombre con pundonor hubiera podido actuar de otro modo. Al día siguiente, robándole tiempo a la chamba, se estacionó frente a la Torre Médica de la avenida San Diego, a la sombra de un laurel, para observar los movimientos del enemigo. Llegaba al hospital a las nueve de la mañana en un BMW descapotable (lo sabía, el cerdo estaba forrado de lana), salía a comer a las dos y luego regresaba a dar consulta de cuatro a ocho. Lo siguió a prudente distancia cuando iba de regreso a casa. Vivía en una lujosa privada de avenida Palmira, con barda de piedra y caseta de vigilancia. Imposible sorprenderlo en ese portón o a la entrada del hospital, pues en ambos lugares había guardias armados. Lo más inteligente sería dispararle de coche a coche en algún punto del trayecto y luego darse a la fuga. Quizá el semáforo de avenida Teopanzolco fuera el lugar más propicio: la luz roja duraba un buen rato y luego podía escapar hecho la madre por Plan de Ayala, de preferencia en la noche, para que nadie pudiera tomar sus placas. ¿Pero no le temblaría la mano en el momento de disparar? ¿Y si cometiera algún estúpido error, dejarlo herido, por ejemplo? Poseía, quizás, una capacidad de odiar muy limitada, pues ahora tenía en la cabeza un hervidero de dudas.

Esa noche soñó que mataba a Bolaños en el crucero elegido. La policía encontraba el arma homicida en un terreno baldío y señalaba como sospechoso a Pruneda. El exjudicial perseguido allanaba su casa de noche y tomaba a los niños como rehenes: llama a la policía y confiesa que tú lo mataste, o ahorita mismo se mueren. Felipe obedecía y gritaba en la bocina: ¡Yo lo maté, yo lo maté! En su empeño por salvarlos gritó de verdad. Rita despertó sobresaltada y tuvo que zarandearlo en la cama. Al volver en sí, el corazón trepidante y el pelo bañado en sudor, no pudo controlar la temblorina hasta reclinar la cabeza en el regazo de su mujer.

—Cálmate, mi vida, no pasa nada, tuviste una pesadilla.

—¿Te desperté?

—Confesabas un crimen a gritos, ¿a quién mataste?

—Ya no me acuerdo, fue un sueño muy raro —mintió—. A lo mejor se me cruzaron los cables por la serie de narcos que vimos.

Pospuso la venganza por tiempo indefinido, mientras analizaba con calma sus pros y sus contras. En los días siguientes durmió de un tirón, sin fantasmas acusadores ni culpas anticipadas. Su óptimo desempeño en el trabajo le permitió cerrar la venta de dos casas en Chipitlán, un premio de la Providencia por haber recuperado la sensatez. Con las comisiones ganadas quizá pudiera irse de vacaciones a la playa con toda la familia, que desde su operación estaba ayuna de diversiones. No rumiar odios le sentaba de maravilla. Disfrutaba más a sus hijos, convencía a los clientes con su labia florida y en la noche, arrellanado frente a la tele, lo invadía una calma bendita, una ausencia total de tensiones, como si tocara tierra después de una tempestad mar adentro.

Una mañana, mientras hacía ejercicio en el gimnasio, sin prestar atención a las mujeres ligeras de ropa, se dio cuenta de que había ocurrido un cambio fundamental en su vida: el sexo había dejado de obsesionarlo. Nada digno de lamentarse, después de todo. Esa fuente de placer había sido también una fuente de angustias, no sólo por el miedo a ser descubierto en sus movidas, que lo mantenía al filo de la navaja, sino por haberse impuesto la enfermiza obligación de ser un atleta erótico infalible. Ahora, libre de presiones, empezaba a descubrir los encantos de la serenidad, el bienestar idílico de los niños y los ancianos. Veinte años atrás, cuando tomaba clases de yoga, su instructor le había explicado que el ideal del budismo zen era liberar al hombre del deseo. Ironías de la vida: una cirugía alevosa lo reconciliaba con el bien supremo. Practicaba el sexo conyugal con una mesura indolente que poco a poco lo iba convirtiendo en hermano de Rita. Quizá nunca llegara a prescindir por completo de la carne, pero casi la había dominado. Ya no era un vil juguete de sus testículos, había recuperado una soberanía que perdió desde la adolescencia. ¿Y acaso debía matar a su salvador? De ninguna manera: si alguna vez coincidía con Bolaños en alguna parte, le daría un fuerte apretón de manos y le diría mirándolo a los ojos: no te guardo rencor, hermano, gracias a ti soy un hombre nuevo. Con el entusiasmo de los conversos, el sábado aprovechó que sus hijos se habían ido de excursión al cerro del Tepozteco para invitar a comer a Rita a un restaurante de lujo: Las Mañanitas.

—¿Y ahora tú? ¿Qué estamos celebrando?

—Nada en especial, simplemente quiero darme un gusto y dártelo a ti.

No le quiso confesar que, en efecto, estaba celebrando algo: su reencuentro consigo mismo, el adiós a un estilo de vida libidinoso que sólo le deparó ansiedades y paranoias. La suntuosa veranda del restaurante, a la orilla de un jardín con faisanes y pavorreales, donde se reunía la crema y nata de la sociedad tlahuica, era un marco escenográfico ideal para celebrar su tardía llegada a la madurez. De camino a la mesa se encontró a dos conocidos: el notario Salgado Brito, a quien saludó efusivamente, y a un empresario textil poblano que le había comprado una mansión en la colonia de Los Volcanes. No había mejor estrategia de relaciones públicas que pavonearse de vez en cuando en restaurantes de alto copete.

Distinguida y sexy, con un vestido de lino blanco y una coqueta pamela, Rita llamaba la atención de todos los comensales. ¿Cómo les quedó el ojo? ¿Verdad que mi señora es un cuero?, pensó, encantado de provocar envidias. Brindaron con mezcal y se tomaron una selfie con el exuberante jardín al fondo. Un pavorreal astuto aprovechó su descuido para meter el pico en la mesa y arrebatarles un canapé de salmón ahumado. Rita lo regañó con fingido enojo, muerta de risa. Fascinado por su garbo natural, Felipe la admiró con el candor de un colegial enamoradizo. Tras ordenar la comida al mesero, Rita se levantó al baño. La vio atravesar el jardín con ganas de pertenecerle hasta el último aliento. Nunca más caería en el señuelo del falso placer, en la promiscuidad que resecaba los corazones.

Entonces sonó el celular de Rita, guardado a medias en la abertura lateral de su bolso. Había recibido un mensaje de Messenger con la foto del destinatario y Felipe se fue de espaldas al ver la cara de Fulgencio Bolaños, junto con un mensaje indescifrable:

Aguas, mi cielo. Va en camino ya sabes quién.

Pálido y sin aliento revisó el historial de mensajes: era largo y había empezado desde mayo, poco antes de la operación. Recado de Rita citando a Fulgencio en la suite presidencial del hotel Las Quintas. Quién lo dijera: la muy cabrona también profanaba su lugar de trabajo. Fotos del apuesto reptil en bata blanca, con el torso desnudo y la verga enhiesta. Video de Rita en el jacuzzi, abierta de piernas y con el dedo explorando su clítoris: Mira lo que hago pensando en ti. ¿Cuándo vienes a consolarme? Versos de amor, emoticones, videoclips de baladas tiernas. RITA: Believe it or not, Felipe me pone el cuerno con varias viejas. FULGENCIO: No entiendo cómo puedes vivir con un cretino como ése. RITA: Lo aguanto por el bien de mis hijos. FULGENCIO: ¿Pero no te da asco acostarte con él? RITA: Cierro los ojos y pienso en ti. FULGENCIO: Dentro de poco ni te va a tocar, ya convertí al toro en buey. Mareado y con taquicardia, Felipe se saltó decenas de mensajitos, hasta llegar a los más recientes. RITA: Ten cuidado, ayer se me descompuso el coche y al tomar el de Felipe descubrí que tiene una pistola en la guantera. FULGENCIO: ¿Me querrá madrugar? RITA: Yo que tú andaría muy trucha, el odio no lo deja dormir. Tres días después Rita le informaba con pelos y señales lo que había gritado en su pesadilla, y en el último recado, escrito dos horas antes, le avisaba que iban a comer en Las Mañanitas. ¿Por qué lo mantenía informado de todos sus pasos?, se preguntó Felipe, intentado armar el sórdido rompecabezas. ¿Quién era ya sabes quién? ¿Hablaban en clave o qué? ¿Y por qué Rita llevaba tanto tiempo en el baño?

Iba a sacarla de ahí, cogida del pelo si era necesario, cuando un joven de tez cobriza, la cara cubierta con un paliacate rojo, se plantó delante de su mesa. “Ya valiste verga”, dijo con voz de lija, y le disparó un balazo en plena cara. Gritos de pánico, graznidos de pavorreales, comensales fifís reptando bajo las mesas. Nadie tuvo el valor de enfrentarse al sicario en su rápida fuga. En el umbral de la eternidad, Felipe alcanzó a entrever que Rita, de rodillas junto a su cuerpo, fingía un ataque de histeria ante meseros y comensales. La compadeció con la indulgencia de las almas puras. El cuerpo era un espejismo y esos viles traidores le habían concedido su mayor triunfo: abandonar el submundo de las pasiones con la blancura espiritual de los mártires.