A León Guillermo Gutiérrez
Hace tres años andaba un poco triste cuando mi hija Daniela se fue a estudiar a Dartmouth. Era la última en dejar el nido y la casa se había quedado desierta. Necesitaba un largo viaje para distraerme, pero no podía dejar mi negocio al garete. Confiaba en Marisol, mi asistente, pero cuando salen imprevistos la pobre no sabe qué hacer. Por las noches, dando vueltas en la cama, escuchaba los crujidos de la duela y el tic tac del despertador con la angustia de haber incumplido un deber y no saber cuál. Para aliviarla caí en el mal hábito de tomarme dos o tres jaiboles antes de dormir. Bueno, la mera verdad a veces eran cuatro o cinco. No extrañaba a Braulio, mi difunto esposo, porque en la última etapa de su vida, desde que vendió la constructora y se dedicó a la vagancia, nos fuimos alejando tanto, a pesar de vivir bajo el mismo techo, que llegamos a ser perfectos desconocidos.
Fue un esposo responsable, lo admito, y un excelente proveedor, pero el autismo, su defensa neurótica contra el mundo exterior, se le fue agravando en la vejez, al grado de ignorarme semanas enteras. Ni siquiera en el desayuno, nuestra única hora de convivencia, lograba que apartara la vista del celular. Era quince años mayor y quizás bajó esa cortina de hierro para defenderse de mi carácter hiperactivo, que lo aturdía como el revoloteo de una mosca. Me dejó un buen patrimonio en dólares que tengo invertido en la Bolsa, por ese lado no me puedo quejar. Pero mentiría si dijera que lo he llorado, pues empecé a sentirme viuda muchos años antes de su muerte. Da pena decirlo, pero entre aquella falsa compañía y la soledad verdadera que se me vino encima tras la partida de Daniela, prefería mil veces vivir y beber así, asomada a mi oscuridad con un vértigo raro.
La carne me reclamaba con impaciencia los placeres que le había quedado a deber. A la vejez viruelas: quién iba a decirme que mi cuerpo inerte se alebrestara de pronto, exigiendo el fin de su largo ayuno. Una noche calurosa de mayo, cuando ya andaba a medios chiles, perdí por completo el pudor y me puse a ligar en Facebook, al principio con ánimo juguetón, intrigada por saber si a mi edad aún tendría pegue. Alguno de mis hijos me pudo haber descubierto pidiendo guerra en ese aparador obsceno. Ahora lo pienso con escalofríos, pero entonces todo me valía madres. Con el nombre de batalla que me inventé, Giselle Bloom, maquillaje de noche y un escote de cabaretera para lucir la buena pechuga, coseché más de noventa likes y una buena cantidad de piropos, algunos bastante léperos, porque modestia aparte, no estoy tan echada a perder. Hago pilates cuatro veces por semana y ejercicios faciales para reducir la papada, tengo el busto firme sin necesidad de implantes, no se me nota el lifting y por suerte nunca tuve tendencia a engordar. Según mis amigas parezco diez años más joven. Soy el odioso punto de comparación que les echa en cara su corpulencia de matronas.
Hubiera preferido un galán maduro, pero los hombres solteros de mi edad ya tienen mojada la pólvora o prefieren la carne joven. Con los chavos, en cambio, tuve un éxito arrollador. Se me lanzaron en jauría, no exagero, aunque muchos de ellos eran horrendos y los de buena facha no me inspiraban confianza. Sabía que la red está llena de rufianes que abusan de los incautos. ¿No querrían ponerme un cuatro? ¿Halagaban mi vanidad para secuestrar a la ruca ofrecida que se les ponía de a pechito? Cuando el miedo me caló más hondo escuché una voz interior, la voz de mi madre, llamándome a la cordura:
—Cuidado, Delfina, vas a tirar tu reputación por el caño. Y pensar que tu pobre papá se gastó una fortuna para educarte en el Liceo Francés de Polanco. ¿Así le pagas su sacrificio? Primero pierdes la vergüenza, luego la dignidad y cuando menos lo esperas ya te desbarrancaste.
Si mi ángel de la guarda me hubiera hablado con otra voz, tal vez habría seguido su consejo. Pero como adoptó la de mi progenitora, que hasta la fecha me trata como una eterna menor de edad, su reprimenda fortaleció mi antojo. Confiar en extraños era un albur, pero yo creí en la nobleza de Efraín desde que vi su foto de medio cuerpo tomada en el gimnasio, con una camiseta de tirantes que le sentaba de perlas. La agrandé a pantalla completa, con un leve hormigueo en los pezones. No era un fortachón de gimnasio, apenas se le marcaban los bíceps y los pectorales. Pero adiviné la tensión de sus músculos y me gustó su sonrisa burlona, la pelusa de su bigote, la boca de labios gruesos, ávidos de comerse al mundo, su arrogante mirada de gavilán, con la que parecía retarme a conocerlo. Tenía la nariz prominente, signo inequívoco de buena verga, según mi amiga Fabiola. Se ve naquito, pero ha de ser un buen palo, pensé.
La lectura de su escueta biografía contribuyó a disipar mis temores: Efraín Pimentel, 28 años, licenciado en Antropología Social por la ENEP de Acatlán, profesor de Ciencias Sociales y Filosofía en el Sweet Land College, actor de teatro infantil en sus horas libres y estudiante avanzado de francés en el IFAL. Hasta publicaba poemas en su muro, con epígrafes de Baudelaire y toda la cosa. Le mandé una solicitud de amistad con poca esperanza de que la aceptara, porque me registré con mi verdadera edad, 57 años, sin recurrir a ningún truco de Photoshop. Ni falta me hacía, brincos dieran muchas treintonas por tener mi talle. Nada de engaños, quería jugar con las cartas abiertas. Quien tuviera interés en mí ya sabía a lo que iba. Efraín era el típico polluelo en busca de una mamá, me di cuenta desde nuestro primer chat. Quizá yo le despertara fantasías incestuosas, pues insistió en llamarme señora, a pesar de que yo le pedí tutearme. Le alegraba que una mujer madura y distinguida como yo tuviera la juventud espiritual de ponerse a charlar con extraños en la red. Yo le dije que la juventud es un estado de ánimo y el mío volaba por las nubes. Una manera bastante idiota de ocultar mi depresión, pero él se lo creyó o fingió creerme y dijo que algunos millennials, en cambio, eran amargados prematuros. Vaya, pensé, una charla filosófica a las primeras de cambio, qué bien va esto.
Del chat nos pasamos al Zoom. En la pantalla se veía un poco más vulnerable, o tal vez así me lo pareció por su raída chaqueta de mezclilla y la evidente pobreza de su recámara. En la pared del fondo alcancé a distinguir manchas de humedad y un cartel rasgado del Che Guevara. Deduje que vivía en alguna colonia inhóspita y miserable, donde un joven politizado y culto como él debía padecer una doble marginación. Este pobre ya no encaja en la barriada, pensé, ni en la mamona élite cultural. Demasiado culto para la primera y demasiado prángana para la segunda. Nuestra charla, mitad en francés, mitad en español, duró casi una hora y en ningún momento cayó en la banalidad. Me dijo que no tenía novia ni quería comprometerse a nada serio con ninguna mujer, para no perder el único patrimonio que tenía: su libertad. Eso había ofendido a varias chicas con las que salió y por eso se limitaba a tener aventuras. Dos o tres citas y a volar, paloma.
Se mesó los cabellos con un aire de romántico incomprendido y sentí ganas de apapacharlo, de labrarle un porvenir a la altura de sus ilusiones. Confesó que su sueño dorado era vivir en París, donde yo estuve un año en mi juventud, tomando un curso de restauración de pintura. Se lo conté y me declaró su envidia. Estaba harto de darle clases a niños fifís con estiércol en el cerebro, ojalá tuviera varo para largarse a cualquier país francófono. Le dije que iba por buen camino, porque el IFAL daba becas a sus mejores alumnos. Tu te débrouilles très bien mais il faut que tu améliores ton accent. Cuando le mostré cómo debía poner los labios para pronunciar la u cerrada, la comicidad de su mueca nos dio un ataque de risa. Con el pretexto de hacer ejercicios de conversación le propuse que nos tomáramos un trago al día siguiente.
—¿Te queda bien algún bar de la colonia Roma, donde yo vivo?
Frunció un momento las cejas, disgustado, supuse, por lo que debió parecerle un alarde de estatus. Pero entendió para qué lo quería ver cerca de mi casa y eligió La Pulquería, un antro de avenida Insurgentes, cerca de la glorieta del metro. No era una pulquería tradicional, sino un enorme bar de tres pisos, en el que servían pulque y bebidas de toda clase. Desde mis épocas de estudiante, cuando frecuentaba el Barba Azul y otros tugurios de la Doctores con mis amigos de la Ibero, no me había aventurado a explorar los bajos fondos de la vida nocturna. De entrada, me sorprendió la vulgaridad altanera y chirriante de la clientela, que atribuí a la cercanía con el metro Insurgentes. Unos cuantos Godínez de saco y corbata desentonaban entre el montón de chavos con el pelo teñido de azul y verde, perforaciones en los labios y en la nariz, cortes de pelo a lo mohicano, tatuajes en el cuello y los brazos. Se vengaban de su marginación asumiéndola con orgullo, como si fuera un destino elegido. Proliferaba la gordura, incluso entre las chicas. Las pocas niñas esbeltas se daban aires de abejas reinas, acosadas por grupitos de admiradores que parecían fraguar una violación colectiva, o eso me figuraba yo por mis prejuicios de clase.
El estado catatónico de algunos clientes delataba la venta clandestina de drogas. Un reguetón estruendoso me cimbró el esqueleto y a duras penas reprimí las ganas de salir huyendo. Cuidado con la bolsa, pensé, no te despegues de ella. Podía costarme caro haber invadido esa madriguera delincuencial donde la edad, el pelo castaño y la piel blanca me delataban como intrusa. ¿O veía moros con tranchetes por no salir nunca de mi gueto elitista? Me avergoncé de vivir tan cerca y a la vez tan lejos del verdadero México, de no conocer las entrañas de mi país ni tener curiosidad por escudriñarlas.
Efraín parecía desconcertado por mi cohibida elegancia, y eso que no llevé joyas, ni ropa cara, sólo una falda corta de mezclilla, tacones bajos y una blusa de seda color hueso, muy escotada para lucir el busto. Tal vez olió mi descarga de adrenalina, pues me propuso de inmediato que si estaba incómoda nos fuéramos a otra parte. No, ¿para qué?, le dije. Quería integrarme a su mundo, borrar mi culpa social con esa penitencia, pues de entrada intuí que la única manera de llevarme bien con él sería desempolvar el credo igualitario de mi juventud, cuando creía en la Revolución cubana. Los privilegios que tuve desde niña no iban a desaparecer por arte de magia, pero al menos debía demostrarle que no me habían engreído. Por temor a beber alcohol adulterado pedí una cerveza y Efraín una cuba. Como él habló más que yo en el Skype, me propuso que ahora hablara de mí. De entrada, le confesé que había usado un nombre falso en el Facebook y le di el verdadero: Delfina Tamez. Le conté que había enviudado cinco años atrás y desde entonces no tenía una pareja estable, sólo aventuras ocasionales. No había querido imponerles un padrastro a mis hijos, pero ahora que ya eran personas independientes era libre de hacer con mi vida un papalote.
—Me dedico a enmarcar cuadros y a vender materiales para pintores. Mi tienda se llama Degas y está aquí cerca, en la avenida Álvaro Obregón, ¿la conoces?
—La mera verdad no ando mucho por este rumbo.
—Cuando la abrí era un changarro, pero ha ido creciendo porque gracias a Dios no me faltan clientes. Y ahora quiero abrir una sucursal en San Ángel.
Juzgando mi conducta a toro pasado, sospecho que ese alarde de solvencia económica no fue del todo inocente. Insegura de mis encantos, quise tentarlo por el lado del interés, como los ricachones otoñales que en su primera cita con una mujer se ufanan de su fortuna. Lo bueno fue que Efraín, indiferente a mi prosperidad, o aparentando serlo por diplomacia, desvió la charla al tema de las artes plásticas. Acababa de ver en el Munal una exposición de expresionistas alemanes y le habían encantado los cuadros de Otto Dix, un genio de lo grotesco. Describió con entusiasmo sus escenas atroces de la Primera Guerra Mundial: excombatientes mutilados, montañas de cuerpos, soldados luchando con escafandras en las trincheras, estampas de la desolación donde afloraba la cara más siniestra del patriotismo.
—Qué manera tan chingona de retratar esa absurda carnicería, donde nadie sabía por qué luchaba —dijo—. Me encantan los pintores que se asoman a los abismos de la crueldad. Hasta escribí un poema inspirado en un grabado de Dix.
—¿De veras? Qué padre. Mándamelo a mi correo.
Prometí prestarle un libro ilustrado sobre el expresionismo alemán que había comprado en Berlín y sentí un grato escalofrío cuando pegó su pierna a la mía. Antes de acabarme la cerveza ya nos estábamos besuqueando a la vista de todo el mundo. Total, en ese antro nadie me conocía y la ausencia de testigos reblandeció mis escrúpulos. Cuando le propuse que nos fuéramos a mi casa, Efraín tuvo el buen detalle de ofrecerse a pagar la cuenta. No lo dejé, por supuesto. Quise dejar bien establecido que yo no le costaría un centavo y saqué la cartera con una satisfacción de madre consentidora.
Caminamos a mi casa tomados de la cintura, ya en plan de novios. Régulo, el portero, se quedó turulato al verme llegar con mi conquista. No tarda en esparcir el chisme, pensé, qué risa, los vecinos van a decir horrores de mí. Desde el elevador, Efraín ya me venía metiendo la mano bajo la falda, y yo, rejuvenecida, trémula, húmeda como un pantano, lo atenacé con la pierna alzada en escuadra para sentir mejor su erección. La tenía tan grande que hasta me dio miedo, un miedo antojadizo de beata hipócrita. Ni tiempo tuve de sacar el champán que había puesto a enfriar. Entramos al departamento como una tromba, dejando un reguero de prendas por el camino, y en la penumbra de mi recámara lo cabalgué en cuclillas, con una agilidad de gimnasta que lo tomó por sorpresa. Mi larga tanda de sentadillas, que aceleré poco a poco hasta alcanzar el primer orgasmo, fue apenas el entremés del banquete. Luego él me puso boca abajo, autoritario y dominador, como un mendigo transfigurado en sultán. La malicia aprendida en el barrio hace maravillas en la cama. Efraín era un maestro en el arte de alternar la ternura con la rudeza, las caricias con los pellizcos, los embates rápidos con los lentos, como un director de orquesta con una batuta de fuego. Gracias a su destreza para retrasar la eyaculación, en el momento cumbre de la cópula, afónica ya de tanto gritar, su verga ya era más mía que suya, un apéndice de mi cuerpo convulso y enfebrecido. Sólo hay una aristocracia verdadera: la de los buenos amantes. Lo pensé entonces, llorando de placer, y lo sigo creyendo ahora, a pesar de todo lo que pasó.
En el reflujo de la marea, con una copa de champaña en la mano, Efraín me contó su dura infancia en Ecatepec. Noveno hijo de una familia numerosa, confinada en dos cuartos mal ventilados, había crecido en un ambiente hostil a la lectura, donde cualquier placer solitario concitaba burlas o agresiones. En su colegio tomaba prestados libros de la biblioteca, pero sus hermanos mayores, nomás por joder, se los quitaban y los deshojaban con saña de trogloditas. Su padre trabajaba de chofer para una constructora, manejando revolvedoras de cemento. Era buena gente, pero cuando los ingenieros le tronaban el látigo, volvía a casa ahogado en alcohol y se desquitaba con su jefa. De tantas madrizas, la pobre ya tenía el cuerpo lleno de moretones. Hasta él había salido golpeado una vez, por meterse a defenderla.
—Como la mitad del año nos quedábamos sin agua, mis carnales y yo teníamos que cargar baldes desde la carretera donde se paran las pipas, a dos kilómetros de distancia, y a veces nos arrebataban el agua los malandros de la colonia, que se juntan a chelear en las banquetas. Allá el narco recluta un montón de gente. Hay chavos que se enrolan como halcones desde los doce años. Muchos compas que jugaban cascaritas conmigo ya se murieron en balaceras con otras pandillas.
Exhaló un suspiro luctuoso y tras un sorbo largo reanudó su relato. A diferencia de sus hermanos mayores, que desertaron pronto de la escuela y ahora trabajaban de albañiles o vendedores ambulantes, él se había matado estudiando para no sucumbir a la fatalidad. En el cuarto semestre de la carrera, cuando al fin pudo conseguir trabajo de profesor, tomó la difícil decisión de independizarse. Difícil porque ningún miembro de su familia concebía la vida fuera del clan y su madre lo tachó de egoísta. El resto de sus hermanos, incluyendo al mayor, que ya era cuarentón, se habían quedado bajo el mismo techo después de casarse, pero él cometió la ingratitud de romper el pacto con la colmena. Rentaba un cuarto en una casa de huéspedes de Santa Úrsula, cerca del colegio donde trabajaba, y si bien ahora veía poco a su familia, le pasaba a su madre una pensión mensual. Soñaba con poder ganar una beca para dedicarse de lleno a las letras, aunque fuera un año, pues con su carga de trabajo estaba condenado a ser un poeta de fin de semana. La chinga de corregir exámenes y tareas prolongaba su jornada laboral dos o tres horas diarias y la literatura exigía una entrega devota que él iba posponiendo año tras año, sintiendo que las ideas se le marchitaban en la cabeza.
—Otros a mi edad ya han publicado libros y siento que me estoy atrasando. Claro, ellos no tienen que fletarse dando clases como yo. Para hacer carrera literaria hay que ser de clase media para arriba, si no, te quedas en la orilla.
Al terminarnos la botella, envalentonada por el trago, encendí adrede todas las luces de la sala para mostrarme al natural, con todas mis imperfecciones. Si acaso se decepcionaba sería nuestro primer y último encuentro, de lo contrario ya sabría a qué atenerse. Por fortuna, Efraín tuvo una erección espontánea, tan halagadora para mi ego que se la agradecí metiéndome su caramelo en la boca. Dudo que ninguna de sus amantes jóvenes haya tenido mis habilidades bucales. Lamí su glande con pericia de veterana y luego lo deglutí por entero, hasta las anginas, sin morderlo en ningún momento. Cautivado por mi delicadeza, Efraín me volvió a penetrar ahí mismo, sobre el tapete de Temoaya, al ritmo que yo le marqué con la ondulación de mi pelvis. Oh, cielos, cómo pude vivir tanto tiempo sin esto, pensé, mordiendo un cojín. Cuando me quedé dormida, Efraín tuvo el detalle tierno de llevarme cargando a la cama. ¿Cómo no me iba a enamorar, si era un encanto? Al día siguiente, un sábado, me despertó un grito de Eulalia, mi sirvienta. Se había topado con Efraín, desnudo, cuando buscaba comida en el refrigerador y creyó que era un ratero.
—El señor Efraín es mi amigo —le dije con orgullo—. Háganos por favor el desayuno mientras me baño.
Cuando se despidió no creí en su promesa de llamarme para salir otra vez. Lo dijo por cortesía, pensé, ha de tener chavas a montones. La mayoría de los jóvenes odian los compromisos y yo le debía resultar muy comprometedora. Pero una semana después reconocí su cálida voz en el celular: estaban dando en la Cineteca un ciclo de Costa-Gavras, ¿por qué no íbamos a ver Estado de sitio? Así empezamos a compartir experiencias, a descubrir afinidades, a descifrar el carácter del otro, en pos del conocimiento mutuo que ninguna pareja logra alcanzar del todo, ni siquiera en medio siglo de convivencia. Efraín era un rojillo de línea dura que defendía sus ideas con pasión y no se dejaba sobajar por ningún enemigo de clase. Desde nuestra primera salida juntos lo dejé manejar mi camioneta y un domingo por la tarde, cuando íbamos por Insurgentes, el conductor de un Audi deportivo se nos cerró a la brava. Por poco chocamos, y Efraín, furibundo, le mentó la madre con el claxon. El otro tipo bajó la velocidad adrede y cuando nos emparejamos me gritó:
—Corra a su chofer o enséñele a manejar.
En el semáforo de avenida Baja California, Efraín lo alcanzó bufando de cólera y se bajó de la camioneta para echarle bronca, sin obedecer mis llamados a la cordura. Sólo alcanzó a patear la puerta del Audi, porque el junior, intimidado, no recogió el guante y arrancó sin esperar la luz verde. En protesta por el breve atorón, los automovilistas nos apabullaron a claxonazos.
—Te jugaste la vida, idiota —lo regañé—. ¿Qué tal si trae una pistola?
—El maricón puso el seguro de la puerta, si no lo bajo a madrazos —dijo entre jadeos—. Así son estos juniors hocicones, primero muy machos y luego salen corriendo. Se siente soñado por traer un carrazo, como si lo hubiera comprado con su dinero. ¿Y qué mérito hizo para tenerlo? Ninguno: ser un hijito de papi. No hay peor gentuza que las élites podridas de este país.
Su generalización era injusta, pues no todos los niños ricos de México son patanes y malcriados. A pesar de los privilegios que mis hijos habían gozado, en nada se parecían al cretino del Audi, porque yo los eduqué de otra manera. Pero ¿cómo culpar a un oprimido por hacer tabla rasa y meter en el mismo saco a justos y pecadores? En términos generales, la burguesía nacional apestaba, podía afirmarlo con más conocimiento de causa que el propio Efraín. La oligarquía rapaz que ponía y quitaba gobiernos se había mimetizado con el hampa del narcotráfico, de modo que nadie sabía ya dónde comenzaba una mafia y terminaba la otra. No todos los ricos eran corruptos, desde luego, pero tantas fortunas hechas al vapor habían dejado una estela de podredumbre que desprestigiaba en bloque a la gente acomodada, y la democracia que supuestamente debía acabar con la corrupción sólo había logrado fortalecerla. Con provincias enteras en poder de la delincuencia, el país era un territorio comanche donde sólo quedaba a salvo quien tuviera un ejército de guaruras. Después de dos asaltos y un secuestro exprés en el que me tuvieron amordazada con una pistola en la sien mientras vaciaban mis tarjetas, aborrecía a los malos gobiernos casi tanto como Efraín. Pero debía reconocerlo: una cosa era ver el apocalipsis desde arriba y otra muy diferente padecerlo a ras de suelo. Yo no viajaba en el metro, apretada como sardina con un paraguas en las costillas, ni crecí en una colonia de precaristas que se inundaba en tiempo de lluvias. Efraín era un paria que hacía esfuerzos heroicos para salir adelante. ¿Cómo no compartir sus ideales?
Politizada por amor, desde el arranque de la campaña electoral, acompañé a Efraín a los actos públicos de López Obrador en auditorios y plazas públicas. No me gustaban sus largas pausas, su atropellada sintaxis, sus ataques burlones a la gente fifí, su proclividad a idealizar la intervención estatal en la economía, pero de cualquier modo era la única opción para sacar al país de la cloaca donde lo habían metido los gobiernos de la derecha. Después de soltar alaridos contra la mafia del poder, volvíamos a casa cargados de una electricidad que arreciaba nuestro voltaje sexual. A Efraín le daba un poco de pena que después de nuestros baños de pueblo comiéramos en buenos restaurantes, pero en eso no cedí.
—Mi trabajo me ha costado ganar el dinero que tengo para darme mis gustos —le dije—. ¿Acaso no hay empresarios en el equipo del candidato? ¿Y a dónde crees que van a comer?
Nunca lo hubiera dicho: a partir de entonces me tomó la palabra tan al pie de la letra que siempre ordenaba los platillos más caros del menú. Efraín creía, emocionado, que se estaba gestando una revolución de alcances impredecibles. Ahora nuestro candidato se moderaba, pero una vez llegado al poder, predijo, sepultaría los privilegios del gran capital. Sentir que ambos estábamos haciendo historia, como decía el lema de la campaña, fortaleció nuestro pacto de complicidad, fundado en el desafío al orden establecido. Un sábado estábamos en El Cardenal, tomando el aperitivo, y al sentir encima las miradas reprobatorias de la gente pacata, escandalizada de verme con un muchacho a quien le doblaba la edad, lo besé de lengüita con ánimo provocador.
—No han dejado de fisgonear y murmurar desde que llegamos. Si yo fuera hombre no les importaría que saliera con una muchacha, pero como soy mujer me miran feo. Pinches tribunales de la decencia, no sabes cuánto los aborrezco.
La sensación de estar violando un tabú me recordó un episodio de mi juventud que hasta entonces había mantenido en secreto. No se lo había revelado a ningún hombre, ni siquiera a Braulio, pero ahora, sublevada contra todas las prohibiciones, me abrí de capa con Efraín para demostrarle, de paso, que mi talante subversivo no era una novedad.
—En París tuve mi primer encontronazo con la moral castradora. No lo vas a creer, pero allá me enamoré de Aurélie, mi roomie en el dormitorio de la Sorbona. Era una muchacha preciosa de Burdeos, inteligente, sensible y con un sentido del humor delicioso. Vivir con ella era una borrachera sin alcohol. En el verano viajamos juntas por toda Europa, durmiendo en hostales baratos, en Berlín nos unimos a una comuna hippie, luego fuimos a una excursión en los alrededores de Viena con una tienda de campaña que instalamos en el bosque, a la orilla del Danubio. Por las noches nos metíamos al río desnudas y al salir hacíamos el amor en la tienda. Yo la adoraba, y eso que nunca antes sentí atracción por mi propio sexo. Pero cuando más felices éramos se nos apareció el chamuco.
Hice una pausa dubitativa, temerosa de abrir viejas heridas, pero el intrigado rostro de Efraín no me permitió callar y continué el relato con el mismo acento nostálgico, tiznado ahora por un añejo rencor:
—En las vacaciones de verano, mi madre se empeñó en ir a visitarme, a pesar de que yo intenté disuadirla. Era y sigue siendo una mojigata beligerante, aferrada a los prejuicios de la Edad Media que le inculcaron mis abuelos, y temí con razón que no le agradaría mi estilo de vida. Entonces no era tan fácil como ahora salir del clóset y menos con una mamá tan persignada. Como ya estaba al tanto de mi amistad con Aurélie, se la tuve que presentar cuando llegó a la residencia de estudiantes. Algo se habrá olido, porque desde el principio la trató con pinzas, a pesar de que Aurélie, procurando ganarse a la suegra, le regaló una figura de terracota que había esculpido en el taller de cerámica. Las dos veces que cenó con nosotras en restoranes del Marais sólo pagó su cuenta y la mía, aunque tenía dinero de sobra para invitar a mi amiga. Por si no bastara con esa leperada, nos sometió a un interrogatorio policiaco: ¿Eres católica, Aurélie? ¿Salen con muchachos? ¿Por qué andan siempre juntas? Aurélie notó su hostilidad y para quitarle presión a la olla se fue a pasar unos días a Burdeos. Un día, mientras tomaba mi clase de yoga en el Jardín de Luxemburgo, mamá se quedó a escribir postales en mi cuarto. De regreso la encontré desencajada, con los labios azules y el rímel corrido por el llanto. “¿Qué significa esto?”, dijo, y me arrojó a la cara un collage en forma de corazón con fotos que mi novia y yo nos habíamos tomado en distintos lugares de Europa, abrazadas o tomadas de la cintura. Aurélie me lo regaló en mi cumpleaños y llevaba al calce una frase tierna: Je t’aime à la folie, con tipografía ondulada estilo art nouveau. Mi madre lo había descubierto hurgando en mi buró como una fisgona. ¡Folie significa locura, ya lo busqué en el diccionario!, me gritó hecha una furia. ¿Qué se traen esa machorra y tú? Le respondí que sólo nos unía una tierna amistad y la acusé de tener una mente sucia. Debí soltarle la verdad en caliente, pero su furia me intimidaba. Las amigas no se aman con locura, eso ya se pasa de tueste, dijo, y rompió el collage en pedazos. Desde el principio me dio mala espina el pelo corto de tu amiguita, vociferó, sus blusones y sus pantalones bombachos, así no se viste una muchacha normal. Quiso obligarme a cambiar de roomie, pero la mandé al carajo y entonces me amenazó con pedirle a mi padre que dejara de sostener mis estudios. La maldije y solté un borbotón de llanto que sin duda confirmó sus sospechas. Si no podía vivir con Aurélie, prefería abandonar la carrera y volver a México, dije, no iba a perder a una buena amiga por las sospechas de una loca morbosa. Así acabó mi romance y mi aventura europea.
—Caray, qué manchada es tu jefa —comentó Efraín—. Ni se te ocurra decirle que andas conmigo, porque viene a degollarme con un machete. ¿Y acá en México no tuviste amores con otras mujeres?
—No, desde entonces he sido straight, como dicen los gringos. Creo que no tenía madera de lesbiana. El encanto de Aurélie me sedujo, pero fue una experiencia irrepetible.
—Nunca digas de esta agua no beberé —me sonrió Efraín—. A lo mejor encuentras a otra mujer que te guste y hacemos un trío.
—¿Estás loco? No soportaría verte coger con otra.
Tuve otro motivo para relegar esa vertiente de mi libido, pero no se lo quise revelar a Efraín. Ser lesbiana en París, donde la gente venera la libertad, tenía un encanto poético irresistible, porque allá la rebeldía erótica es casi una religión. Aquí, en cambio, habría tenido que ingresar a un gueto sórdido, cercado con alambre de púas. Lo que en París era un toque de distinción, en México hubiera sido un grano con pus.
Los primeros tres meses de mi romance con Efraín sólo nos veíamos los fines de semana. Sospechaba que su cuarto de huésped era un sitio muy deprimente, pero quería dejar pasar un periodo de prueba antes de invitarlo a mudarse conmigo. Después de un largo matrimonio tenía mis razones para evitar la convivencia diaria. Cuando el amor no es un contrato a perpetuidad sino un pacto que se renueva todos los días, los amantes pueden tener la certeza de que su pareja ha vuelto a elegirlos entre muchas otras opciones y la libertad mutua reaviva el deseo. La convivencia forzada, en cambio, elimina esa posibilidad y poco a poco introduce la obligación en el ámbito del placer. Pero un accidente me obligó a cambiar de planes. Un jueves por la noche, Efraín se presentó en mi casa con una mochila de excursionista en la espalda. Tenía el labio partido, contusiones en los brazos, la nariz hinchada y un derrame en el ojo izquierdo.
—Virgen santa, ¿qué te pasó?
Lo besé con ternura, procurando no lastimarlo, y le serví un fajazo de coñac. En el sofá de la sala, con el aliento entrecortado por el dolor y la rabia, me contó que acababa de tener un pleito con Genaro, su casero. Estaban viendo una serie de Netflix, Genaro echado en su cama, Efraín en un sillón, y de pronto Genaro le preguntó si no quería pasarse a su cama. Volteó a verlo con extrañeza y notó que tenía una erección. Era un tipo alto y robusto, de modales rudos, con pinta de ranchero, que nunca antes se le había insinuado. Quién iba a imaginarse que resultara puñal.
—No, gracias, aquí estoy bien, le dije. De veras, hombre, ese sillón es muy incómodo, pásate para acá, me insistió. Estoy bien, gracias, le repetí en un tono más seco, sin hacerla de pedo. A los quince minutos me fui a mi cuarto y cerré la puerta con seguro, no fuera a querer violarme. Hoy salí a trabajar temprano y no lo vi a la hora del desayuno, pero en la nochecita, cuando iba a recoger mi ropa en el tendedero, que sube detrás de mí a la azotea y me acusa, muy emputado, de haber lavado mi ropa con su detergente. Le dije que yo acababa de comprar una bolsa de Ariel y se enojó más. Ah, y encima repelas, hijo de tu puta madre, me dice, y sopas, que me agarra a madrazos. El cabrón es séptimo dan de karate y no pude ni meter las manos. Ya tirado en el suelo todavía me pateaba. Lo del detergente fue un vil pretexto. Me odia porque lo rechacé, pero sobre todo por haberse balconeado sin lograr nada. Para acabarla de joder se quedó con la renta de marzo, que ya le había adelantado.
Venía a pedirme asilo político por unos días, mientras encontraba cuarto en otro lugar. Se lo di, por supuesto, y como hubiera sido una vileza mandarlo a vivir en otro cuchitril, expuesto a los peligros de esta horrible ciudad, al día siguiente le propuse que se quedara conmigo.
—Pero mi escuela está en las faldas del Ajusco —dijo, rascándose la cabeza—. Me va a quedar lejísimos.
—Por eso no te preocupes, llévate mi camioneta.
—¿Y tú cómo te vas a mover? —me preguntó al recibir las llaves.
—A mi trabajo siempre voy a pie, porque me queda muy cerca. Y si tengo que ir más lejos puedo pedir un Uber.
Como la camioneta gastaba un dineral de gasolina con las idas y venidas diarias, le ofrecí pagarla de mi bolsillo. De lo contrario, Efraín se habría quemado en gasolina buena parte del sueldo. Todos los gastos de la casa, incluyendo la alimentación de los dos, correrían por mi cuenta, porque me pareció mezquino compartirlos con él. Así empezó a depender de mí, una situación incómoda para los dos, porque Efraín tenía su orgullo y no le gustaba pedirme lana. Procuraba evitarle esa humillación, pero a veces se me olvidaba darle dinero para llenar el tanque. No estábamos preparados para una convivencia estrecha, y aunque lo instalé en un cuarto con baño independiente, me sentí un poco invadida cuando advertí sus malos hábitos. Asaltaba el refri en la madrugada, leía en la sala con las patotas subidas en la mesa de centro, fumaba en la cama y una vez se durmió con el cigarro prendido. En sus modales era idéntico a mi hijo Fabricio (todos los hombres son un poco gorilas), pero no sabía cómo regañar a un hijo incestuoso. En la cama, por la noche, perdía la autoridad moral arduamente ganada durante el día, o eso me figuraba yo por desearlo tanto. Lo reconvine de manera amistosa, procurando no sonar a mamá regañona, y traté de sobrellevar la pérdida de privacidad sin darle importancia.
Mis amigas íntimas, en cambio, encendieron las alertas rojas cuando les conté que ya nos habíamos arrejuntado y yo pagaba todos los gastos de la casa. Fabiola, Jessica, Tania y yo formamos un cuarteto inseparable desde que nos conocimos en la Ibero hace treinta y tantos años, donde las cuatro estudiamos Historia del Arte. Nuestros maridos, por suerte, también se conocían y se casaron con nosotras por las mismas fechas. De jóvenes éramos muy fiesteros, luego sentamos cabeza, pero la relación se mantuvo. No tenía ningún secreto para ellas, ni el de mi romance con Aurélie, que siempre me guardaron a pesar de ser tan chismosas. Los martes nos reuníamos a desayunar en el café de la librería El Péndulo, y hasta entonces habían aplaudido mi conquista, porque ninguna de las tres se las da de santurrona. De hecho, Jessica engañó mucho tiempo a su esposo con un guapo futbolista profesional, antes de engordar como una ballena por su afición a los pasteles y a la cerveza. Pero la mudanza de Efraín y los privilegios que le había otorgado ya no les gustaron tanto y me amonestaron con suavidad, sinceramente alarmadas por mi futuro.
—Aguas, Delfina, no te dejes padrotear —dijo Tania—. Al rato te va a pedir coche propio, viajes a Nueva York y tarjeta de crédito.
—Es verdad, tienes que marcarle un alto, cuanto más pronto, mejor —coincidió Fabiola—. Todavía estás guapa y no dudo que le gustes, pero toma en cuenta su pobreza. ¿Cómo sabes que no te quiere por tu lana?
Volteé a ver a Jessica, la libertina del grupo, en busca de apoyo moral.
—Seamos realistas —dijo—, si tu galán coge tan rico ha de tener una amante joven, más humildita, of course. A lo mejor la ve a escondidas y hasta la pasea en tu camioneta. Está contigo porque le conviene y no puedes descartar el móvil del interés.
—Pero Efraín no tiene esa mentalidad —respondí molesta—. Lo están juzgando sin conocerlo. Es un romántico de izquierda, un chavo idealista sin ambiciones mezquinas, que trabaja como negro en su escuela y además ayuda a su familia. Usa mi camioneta, pero eso no lo convierte en un zángano.
—Todavía no, pero va en camino de serlo si no le marcas el alto —insistió Jessica—. El ideal de todos los hombres, incluyendo a tu galán, es vivir de las mujeres, más aún si están en la chilla.
Llegué a la tienda con el orgullo apaleado. Detrás del mostrador, mientras medía el tamaño de los marcos y exhibía a mis clientes el catálogo de marialuisas, con la sonrisa más falsa de mi repertorio, examiné al derecho y al revés el veredicto unánime de mis amigas. Tacharlas de envidiosas, como exigía mi vanidad herida, hubiera sido un acto de soberbia. Eran mis íntimas y no podía atribuirles malas intenciones sin caer en el autoengaño. ¿Iba en camino de ser la típica vieja ridícula que mantiene a su gigoló? ¿Hasta ese grado llegaba mi temor a la soledad? ¿Aceptaba el amor mercenario como un gaje de la vejez? ¿Por eso pagaba tan a gusto las cuentas? Lo que más me calaba era la sospecha de estar compartiendo a Efraín con otra o con varias fulanas. Necesitaba salir de dudas y esa noche me puse a revisar los mensajes de su teléfono, que había dejado en la mesa del comedor, mientras corregía tareas en su cuarto. En el WhatsApp, una tal Marina, compañera de la facultad, le pedía prestado un libro de Eduardo Galeano. Su foto me infundió sosiego: estaba feíta la pobre. Cuando iba a revisar los mensajes de Facebook, Efraín me arrebató el teléfono de un manotazo.
—No te conocía esas mañas. ¿Ya nos vamos a llevar así?
—Disculpa, me ganó la curiosidad —tuve que admitir, muerta de pena—. Quiero saberlo todo de ti.
—Sí, claro, para tenerme bien controlado. ¿No que muy liberal? Para que puedas espiarme a gusto te voy a abrir mi Messenger —me pasó el teléfono—. Toma, el que nada debe nada teme.
Colorada como un jitomate, maldije a Jessica por haberme inoculado ese vil recelo.
—No hace falta, gracias —lo abracé por la espalda—. Tuve una sospecha tonta y no me pude controlar.
—Si te vas a pasar de lanza, que sea parejo, ¿no? —dijo en son de burla y me asestó un par de nalgadas fuertes—. Yo también quiero jugar al niño malcriado.
Con leves empellones me obligó a retroceder varios pasos, caímos juntos en el sofá de la sala, donde forcejeamos como niños peleoneros, mitad en broma, mitad en serio, y entre jadeos de cachorro me dio un mordisco en el cuello. Nunca lo había visto tan caliente. De un tirón me arrancó la ropa y los botones de mi blusa rodaron por el suelo. Inmovilizó mis brazos, lamió con gula mis pezones y me penetró con un ardor vengativo, el glande rojo como un cautín, transfigurado en pandillero torvo de Ecatepec. Oh, delicia suprema, oh, bendito castigo, nadie había allanado mi vagina con un vigor tan atrabiliario. Lo devoré entre sollozos, dilatada como una boa, y en algún momento, cerca del orgasmo, tuvimos de pronto la misma edad, una edad sin tiempo, elevada por encima de la rotación terrenal. Hasta el orgasmo fingí resistencia para vampirizarlo mejor. Cuando se vino, Efraín esbozó una mordaz sonrisa de triunfo. Había logrado lo que buscaba: recuperar el control amenazado por mi espionaje y reafirmar su poder. Tras la caudalosa descarga de semen, languidecí un buen rato en el sofá, recordando con ironía los sensatos consejos de mis amigas, que se disiparon como fumarolas. Abajo la dictadura del sentido común. Sería un crimen renunciar en su nombre a esas transfusiones de juventud.
Al día siguiente, de camino a la tienda, con la sangre ligera y el ánimo efervescente, reconsideré desde un ángulo nuevo los argumentos de mis amigas. Darle tanta importancia al factor económico delataba su mentalidad burguesa. Efraín era pobre por una jugarreta de la fortuna. Yo había nacido en una familia pudiente por otro capricho del azar y monté mi negocio con un préstamo blando de mi papá. ¿Debía escatimarle la ayuda económica al hombre que amaba o enmendar los estropicios de la suerte? Los amores en estado puro no existían, todos estaban contaminados en mayor o menor grado por el interés, la neurosis o la voluntad de poder. A mi amante no le molestaba, desde luego, que yo tuviera dinero, pero eso no lo convertía en un sórdido cazafortunas. Mis amigas creían que tener un amante pobre me restaba categoría: ésa era, en el fondo la esencia de su objeción. Las habían educado para buscar marido dentro de su clase social, o de ser posible, por encima de ella. Pero supeditar los sentimientos a la solvencia económica sólo podía tener un efecto envilecedor. ¿Por qué reducirlo todo a esquemas tan mezquinos? Efraín y yo estábamos reinventando el amor en un experimento audaz, lleno de riesgos, pero también de satisfacciones, a contrapelo de un orden social putrefacto. ¿No era mil veces peor dejarnos triturar por su maquinaria? De ninguna manera nuestro amor era un mero cálculo mercantil, ni tenían que fracasar por fuerza las parejas con diferencia de edades. La rareza no era un valor negativo, salvo en la mente de los cobardes.
Deambulando por la rambla de Álvaro Obregón me detuve a comprar un ramo de crisantemos en un puesto de flores, y al aspirar su aroma decidí enfrentarme al mundo con valentía. Para empezar, teníamos que salir del clóset. Soy enemiga de la estridencia, pero en este caso era necesaria. Se estaba volviendo incómodo que Efraín no pudiera responder el teléfono por temor a que la llamada fuera de mis hijos o de mi madre. Temía, con razón, verse en aprietos para explicarles quién era y qué hacía en mi casa. Yo era la culpable por mantener ese amor en secreto. Pero hasta aquí llegaron los misterios, decidí, basta ya de jugar a las escondidas. Como mis hijos estaban fuera de México, les di la noticia en una videoconferencia por Zoom y les aclaré, sin entrar en detalles, que Efraín era un profesor treintañero (le aumenté dos años para suavizar el golpe) con una firme vocación literaria. Los dejé atónitos, en especial a Fabricio, que sólo atinó a preguntarme, todavía en shock, si no prefería tener una relación estable con un hombre mayor.
—Eso hubiera sido lo ideal —admití—, pero el amor es una insensatez que nadie puede planear. Surge donde menos te lo esperas y hay que agarrarlo al vuelo.
Daniela, en cambio, aprobó mi conquista con entusiasmo. Su feminismo se había robustecido en el campus liberal de Dartmouth y celebró que me atreviera a romper los moldes de la sociedad patriarcal.
—Te deseo lo mejor, mami, pero a ver cómo le haces para explicárselo a mi abuelita. No quisiera estar en tu pellejo.
Al final de la conferencia, cuando mis dos nietos, Frida y Sergio, irrumpieron en la pantalla y me pidieron conocer a Efraín, caí en el tartamudeo nervioso.
—Ahorita no está, otro día se los presento.
El pobre Fabricio se las vería negras para explicarles que su abuela descarriada tenía un novio más joven que él.
Pese a la oposición de Efraín, que temía enfrentarse con una jauría hostil, organicé luego una comida sabatina para presentárselo a mi madre, a mis dos hermanos y a mi prima Elena, a quien quiero como una hermana, con sus respectivos cónyuges. No los previne sobre la edad de mi novio. La descubrieron cuando llegaron a casa y me di el gusto de observar sus reacciones con el regocijo de una socióloga terrorista. Mi hermano David, el mayor y el más rico de la familia, saludó a Efraín con un recio apretón de manos y una palmada en el hombro más paternalista que amistosa. Socio de una próspera compañía de outsourcing, aficionado a la equitación, elitista y discriminador, pero hábil para ocultarlo, su semblante, sin embargo, denotaba incredulidad, como si me implorara terminar pronto con esa broma pesada. David ha sido toda la vida un depredador sexual. También él tiene amantes jóvenes, que lo explotan como sugar daddy, pero las oculta con discreción, como lo prescribe el manual de urbanidad que yo estaba violando. Su esposa Maritza, una cuarentona rubia y esbelta, con la tez bronceada en Cancún, donde mi hermano tiene una casa con piscina y cancha de tenis, apenas se atrevió a rozar la mano de Efraín y enseguida entró al baño (a lavarse con alcohol, supongo). Leandro, mi hermano menor, un asceta vegetariano de rostro cetrino, cejijunto como un mapache, creyó que Efraín era un mesero y se lo saltó en la ronda de saludos.
—No seas lépero —le jalé las orejas—. Él es Efraín, mi novio.
Lo saludó con falsa calidez, atribuyendo su descuido a un despiste, pero estoy segura de que si Efraín hubiera sido blanco y rubio lo habría saludado. El yoga y la meditación zen lo han elevado a cimas espirituales inalcanzables para el resto de los mortales, sin quitarle en absoluto los prejuicios de clase. Desde su aséptico Himalaya reprueba las pasiones vulgares, en particular las que dejan traslucir una obscena carnalidad. Heredó la moral puritana de mi madre, condimentada con un toque de orientalismo. Suavizó un poco la tirantez del ambiente la entrada en escena de mi prima Elena con Ramiro, su marido. Los dos son antropólogos, vivieron diez años en Edimburgo, haciendo posdoctorados, y tienen una mentalidad más abierta que mis hermanos. A pesar de las canas, conservan un aire juvenil de pareja hippie. Funcionaria cultural en el anterior sexenio, Elena sabe adaptarse a cualquier situación, por incómoda que sea. Ella rompió el hielo con una broma inocente sobre nuestra diferencia de edades.
—Qué bárbara, primita. Eres la asaltacunas más temible de México. Le ganaste a la esposa de Emmanuel Macron.
En la misma tesitura festiva, Ramiro se colocó entre los dos y nos tomó del hombro.
—Se parecen a los tórtolos de Mirada de mujer, aquella telenovela de los noventa —dijo—. ¿La recuerdan?
Mis dos hermanos no se dieron por aludidos. Sólo mis cuñadas asintieron con desgano, esmerándose por disimular su revoltura de tripas. He aquí la diferencia entre la gente de mundo, pensé, y los anodinos comisarios de la normalidad. Para unos era vanguardista y audaz lo que los otros aceptaban a regañadientes y en privado seguramente condenarían. Efraín ayudó a Eulalia con las bandejas de botana y sirvió tequilas a mis hermanos, desubicado y tenso, como un pasante enfrentado a los sinodales de su examen profesional. Sometido a una presión que tal vez fuera superior a sus fuerzas, parecía contenerse para no reventar. Al final llegó mi madre, severa y digna, con un empaque de gran señora que ni la artritis ni los cálculos renales han podido mellar. Erguida, esbelta, con un tieso peinado de salón y un cutis rozagante, hidratado por las cremas emolientes más caras, a los 86 años parecía una saludable septuagenaria. Jamás ha permitido que se le vean las canas y se esmera por mantener la figura de su juventud con dietas y ejercicios. Cuando le presenté a Efraín, el maquillaje se le cuarteó. Lo examinó de pies a cabeza con una curiosidad de entomóloga, el aliento cortado por la sorpresa. Fijó la mirada en sus viejos tenis raspados, que Efraín había insistido en ponerse, a pesar de que yo le había regalado unos mocasines cafés y un blazer azul marino. No me vas a disfrazar de niño fifí, se quejó, si quieres hacer este numerito, que me conozcan tal como soy. Ahí estaban los resultados: catalogado de pelafustán a primera vista. Mi madre lo saludó de mano, la ceja alzada y el semblante adusto.
—Mucho gusto, joven. Mi hija tiene por fin al hombre que se merece —dijo con malévola jiribilla.
Temí que le diera un soponcio, pero contuvo su indignación y se sentó en el sillón orejero, entre mis dos cuñadas, mientras mis hermanos y Ramiro comentaban las incidencias de la contienda electoral, sobrecalentada por la publicación de una encuesta que le daba amplia ventaja a López Obrador.
—Es lógico —dijo Ramiro—. Después de tanta robadera la gente ya se hartó de los partidos tradicionales. El voto de castigo va a ganar esta elección.
—Será el voto de autocastigo —lo corrigió David—. Cuando el país se hunda, los fieles al caudillo entenderán su error, pero ya para entonces nos tendremos que haber exiliado todos.
—No entiendo quién puede admirar a ese fantoche —se quejó Leandro—. Ni siquiera sabe hablar en público. Se le va el hilo de los discursos.
—Por eso la raza lo quiere, porque le habla en su idioma —intervino Efraín, venciendo de golpe la inhibición—. Se traba como cualquiera cuando no encuentra una palabra, pero eso lo acerca más a la gente. La elocuencia en México es un signo de estatus. Siglos de opresión han llevado a la gente a desconfiar del español florido y retórico. Andrés Manuel es un caudillo popular como Villa y Zapata, y si no le roban la elección será el próximo presidente, ya verán.
—¿A poco vas a votar por él? —preguntó Leandro, alarmado.
—Por supuesto, soy chairo de corazón —se ufanó Efraín.
—Y yo también —dije—. ¿Quién más puede limpiar este cochinero?
—No caigan en el garlito del populismo ramplón —nos aleccionó David—. Ya los quiero ver cuando tengamos los supermercados vacíos, como en Venezuela, y a la gente hurgando en los basureros para comer.
—López Obrador no aplicaría el modelo venezolano —arguyó Efraín—. Sólo quiere frenar la corrupción y repartir mejor la riqueza.
—Más bien repartir la pobreza —insistió David—. Espantaría la inversión y el desempleo crecería más que nunca. Su gobierno sería un desastre.
—El desastre ya ocurrió con los gobiernos neoliberales —arremetió Efraín, exaltado—. El país es un cementerio, hay matanzas horribles todos los días, la economía no crece, la autoridad saquea el erario a manos llenas. Urge un cambio, la gente no soporta seis años más de lo mismo.
Efraín apuró su tequila a una velocidad alarmante. Se había puesto colorado y temí que su exaltación degenerara en cólera. Urgía servir la comida para enfriar los ánimos. Me levanté para supervisar cómo iban los canelones que Eulalia había metido al horno. Mamá entró a la cocina detrás de mí.
—¿Tu romance con este muchacho es una aventura o va en serio? —me interrogó con alarma, como si dudara de mi salud mental.
—Perfectamente en serio, por eso te invité a conocerlo —le dije, aunque yo misma ignoraba si duraría veinte años o una semana más—. Nunca me había enamorado tanto.
—Tú no eras así. ¿Desde cuándo te dio por los jóvenes?
—No andaba buscando un joven. Así se dieron las cosas.
—Ay, Delfina —resopló—. ¿Y no pudiste haber encontrado a un muchacho más decentito?
Había salido el peine: más que la edad de Efraín le molestaba su facha de naco.
—Efraín es un muchacho culto y trabajador —la paré en seco—. Ya no soy una niña para que me digas con quién debo andar o no.
—Pues allá tú —me advirtió—. Si te descuidas te va a dejar en la calle. Y no sólo a ti, también a tus hijos.
—No te sigas entrometiendo en mi vida. Lo que haga con mi cuerpo y con mi dinero no te incumbe, ¿entendido?
Al verla rechinar los dientes comprendí que había hecho esa comida para cobrarme la humillación de París. La sombra de Aurélie flotaba entre las dos como un holograma. Mi madre había recogido el guante y me respondía con un repudio frontal, pero esta vez no tenía poder sobre mí. O me aceptaba con mis locuras o se iba al carajo, así de fácil. Jamás obtendría su aprobación ni la de mis hermanos porque esa comida no era una deferencia con la familia, sino una declaración de guerra. Ya había corrido sangre en el frente de la cocina, y como comprobé cuando volví a la sala, David y Efraín seguían cruzando disparos.
—La economía de mercado no se puede cambiar por decreto —dijo mi hermano en tono de cátedra—. López Obrador lo sabe, pero está engañando a la gente con vidrios de colores. Nada de lo que promete es factible, ni en seis años ni en varias décadas.
—Por lo menos va a mejorar la situación de los trabajadores —reviró Efraín—. El otro día prometió subir el salario mínimo y meter en orden a las empresas de outsourcing.
Percibí una súbita rigidez en la mandíbula de David. Sin querer, pues ignoraba la índole de sus negocios, Efraín le había pisado un callo.
—Los inversionistas no quieren pagar nóminas abultadas —disimuló el ardor con una sonrisa condescendiente—: por eso contratan empresas de outsourcing. Gracias a ellas han prosperado miles de negocios que de otra manera no existirían. Cualquier economista lo sabe.
—La subcontratación es una vil trácala para no pagar las prestaciones de ley —se acaloró Efraín—. Por culpa de esos hampones, los jóvenes de mi generación no podemos conseguir un empleo de planta. Yo trabajo por honorarios en un colegio particular donde ni siquiera tengo seguro social. Renuevo contrato cada seis meses y en cualquier momento me pueden correr sin liquidación.
—Estarías peor si no tuvieras chamba porque nadie quiere poner escuelas —contraatacó David—, o si vivieras en Cuba, donde te darían una libreta de racionamiento para malcomer.
—Pero al menos tendría servicios médicos gratuitos. Y no estaría enriqueciendo con mi trabajo a un patrón abusivo. La cacareada responsabilidad social de los empresarios es puro cuento.
—Los empresarios se pueden largar con sus capitales y de hecho ya lo están haciendo —la contrahecha sonrisa de David delataba un profuso derrame de jugos gástricos—. Hoy en día se transfieren fondos por internet en un santiamén. A la larga, los más perjudicados por tu redentor serían los pobres.
—Puede haber una crisis si se llevan su lana. Pero con tal de obtener justicia, el pueblo aguantaría lo que fuera.
—Párenle, por favor —intervine alarmada—. Se están exaltando mucho y total, nunca van a convencer al otro. ¿Por qué no hablamos de cosas más agradables?
Por fortuna, Eulalia salió de la cocina con el humeante platón de los canelones.
—Pasen a la mesa y basta de discusiones. Las señoras nos estamos aburriendo.
En el comedor impuse una charla frívola con el diligente auxilio de mis cuñadas, que nos reseñaron su último viaje de compras a San Antonio, donde se habían atiborrado de ropa y cosméticos, aprovechando fabulosas ofertas, mientras los caballeros comentaban las incidencias del último Super Bowl. Excluido de una conversación ajena a sus intereses, Efraín guardó silencio, reconcentrado en su plato con una mirada esquiva. Todos se fueron después de los postres, más temprano que de costumbre, tal vez para evitar nuevas fricciones con el bolchevique infiltrado en la familia. Cuando nos quedamos solos, Efraín se tumbó en el sofá, su cabeza apoyada en mis muslos, y yo le hice piojito mientras nos acabábamos el vino.
—Te dije que la comida iba a salir mal —me dijo—. Tus hermanos y yo nos caímos en el hígado. No se puede juntar el agua con el aceite.
Le conté que David tenía una empresa de outsourcing y el vino se le atragantó.
—No mames, con razón se enojó. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Para que no lo prejuzgaras.
—Si ya sabías que iba a pasar esto, no entiendo para qué nos juntaste —me reprochó.
—Porque no quiero esconderme de nadie. Les daría una mayor injerencia en mi vida si los considerara tan importantes como para temer su rechazo.
—Pues ya te sacaste la espina, pero ahí muere, ¿no? Cuando tengas reunión familiar, yo paso.
Le aseguré que nunca más lo sometería a esa prueba, pues apenas y me reúno con la familia tres o cuatro veces al año. Pero Efraín aún tenía que sacarse algunas ortigas del pecho.
—Lo que más me asombra de la gente fifí es su profunda mediocridad —se dio cuerda solo, como si aún tuviera delante a David—. Si tanto desprecian a la perrada, y en general se sienten extranjeros en su patria, deberían ser congruentes y largarse de México. Pero claro, en Estados Unidos o en Europa serían gente del montón, sin chofer, sin criados, sin condonaciones de impuestos, y lo más doloroso para ellos, sin encabezar un sistema de castas. Por eso se quedan aquí, aferrados a sus privilegios. Los pobres, en cambio, se juegan la vida para cruzar la frontera, soportan la discriminación y el maltrato, trabajan duro en la pizca del algodón, en las empacadoras de carne o en las cocinas de los restaurantes, muriéndose de frío en viviendas sin calefacción y acá sus familias viven de los dólares que les mandan. Ellos son los salvadores de este país, no los pájaros nalgones de la oligarquía o sus patéticos imitadores de clase media.
Dio un sorbo largo a la copa de vino, como si necesitara una pausa para ordenar su borbotón de emociones, y continuó la diatriba en tono de agitador. El gran problema de México era la minoría criolla, lo había sido siempre desde la independencia. Los hacendados de la Colonia se habían metamorfoseado en los científicos del porfiriato y luego en tecnócratas neoliberales. Ni la Revolución pudo aniquilarlos: siempre caían parados y se las ingeniaban para recuperar el poder, si acaso lo perdieron en algún momento. Salvo honrosas excepciones, como la mía, los whitexicans que regenteaban el país necesitaban mantener al pueblo jodido y acomplejado, para sostener en pie su ilusión de superioridad. Pero ya les había llegado su hora. Que hicieran las maletas si se creían tan chingones. En México ya no había lugar para jugadores de polo atildados como maniquíes, para niñas bien anoréxicas y cretinas, para juniors endiosados que se atiborraban de perico en antros de lujo, con putas ucranianas en las rodillas.
—La explosión de la criminalidad fue un aviso que no quisieron escuchar. Peor para ellos: o aceptan las nuevas reglas del juego o el pueblo en armas les dará cuello. No exagero, Delfina. Si le hacen otro fraude a López Obrador esto puede acabar en una guerra civil.
Lo besé para detener su torrente de maldiciones, asustada por el panorama aterrador que auguraban. Yo quería un cambio gradual, no una degollina de burgueses, y temí que en algún momento su rencor social se volviera en mi contra. Pero me tranquilizó advertir que Efraín se equivocaba en algo: la lucha de clases no era una fatalidad insuperable, nuestro amor lo demostraba todos los días. La seducción del adversario, no su aniquilación, era el mejor antídoto contra la cizaña política. En el laboratorio de nuestra cama se estaba gestando una utopía realizable. Nuestros cuerpos enlazados forjaban a diario el México libre de mezquindades que ambos queríamos, la patria incluyente, variopinta y alegre donde nadie sería menospreciado por la calidad de su ropa o el color de su piel. Éramos amantes a pesar de tener en contra una espantosa desigualdad histórica, porque la discordia civil no podía envenenar a los espíritus libres. Pero no me atreví a decírselo por miedo a que me tachara de cursi.
Salvado el escollo de mi familia, procuré olvidarme un buen rato de la opinión ajena y concentrarme en la felicidad de Efraín. Después de haber leído y releído su libro inédito de poemas, Inocencia en ruinas, un conjunto de instantáneas fulgurantes sobre la experiencia desoladora de un niño enfrentado a la violencia física y moral en el inframundo de Ecatepec, estaba plenamente convencida de su talento y deseaba que el público lo aclamara. No cualquiera podía descubrir la belleza recóndita del infierno y traducir sus resonancias íntimas con una condensación verbal tan intensa. Se las había ingeniado para entretejer el áspero lenguaje de la barriada con metáforas de una rara delicadeza, que brotaban como flores silvestres en medio de las leperadas y los albures. Pero los perros guardianes de la república literaria opinaban de otra manera. Una tarde, cuando estábamos comiendo en casa, Efraín se demudó al leer una mala noticia en la pantalla de su celular. Dejó la cucharada de sopa en el aire y con la otra mano estrujó el mantel.
—Qué poca madre, le dieron el premio a esa liendre. Otro chanchullo descarado en favor de un mafioso.
Por tercer año consecutivo había mandado su libro al premio de poesía de Aguascalientes, me confesó, dolido y encabronado, con la muy remota esperanza de que las cofradías literarias, por primera vez en su puñetera vida, juzgaran las obras concursantes con verdadera imparcialidad. Ja ja, qué ridícula ingenuidad, merecido se lo tenía por creer en los Santos Reyes. Como siempre, los premios se repartían en familia y el jurado ni siquiera se molestaba en disimular su favoritismo. El ganador, Sergio Lomelín, era un pedante sin talento, un baúl de citas culteranas inflado por otros falsos valores como él. En los círculos literarios lo apodaban Lamelín, por su bien ganada fama de lameculos. Utilizaba las reseñas de libros para elogiar a la gente que pudiera beneficiarlo y en los cocteles cortejaba a los funcionarios culturales, lambisconeándolos sin recato, hasta jorobarse de tantas genuflexiones. Así había logrado usurpar ese premio que no se merecía ni necesitaba, porque para colmo era un poetastro fifí, con familia rica y posgrado en el extranjero.
Pasado el coraje, Efraín cayó en una depresión que apagó varios días su apetito sexual, de modo que su descalabro me dolió en carne propia. Quería ayudarlo de algún modo, pero no sabía cómo. Una tarde pasó a saludarme a la tienda mi amigo Luis Alberto Núñez, un impresor gay de agendas elegantes, y al verlo se me prendió el foco. A escondidas de Efraín entré a su computadora, busqué el archivo donde guardaba Inocencia en ruinas y le pedí a Luis Alberto que lo editara en un papel fino, con un tiraje de mil ejemplares. Yo misma elegí la tipografía y revisé las pruebas con lupa, sin dejar pasar una sola errata. Me salió caro el capricho, pero el amor no se fija en precios. Cuando ese libro circulara, el público inteligente y culto reconocería el talento de Efraín, mal que le pesara a las roñosas capillas de literatos. Inocencia en ruinas salió de las prensas la víspera de su cumpleaños. Al día siguiente lo desperté con Las Mañanitas en la versión de Pedro Infante, me lo comí a besos en la cama y le di su regalo. En vez de saltar de júbilo, como yo esperaba, hojeó el libro con un estupor helado.
—¿Para qué lo mandaste imprimir? —me reclamó.
—¿No te gusta la edición?
—Está chida, pero yo no quería esto.
—¿Entonces qué es lo que quieres?
—Las ediciones de autor demeritan un libro. Parece que te quieres proclamar poeta sin el aval de una autoridad respetada.
—¿Pero no dices que esas supuestas autoridades ningunean el verdadero talento?
—No todas, en el gremio también hay gente respetable y valiosa. Pero ellos tampoco leerían un libro como éste.
—¿Y eso qué? Fuera de esos círculos tan cerrados también hay lectores, ¿no?
—De poesía, muy pocos. Somos una comunidad pequeña y endogámica.
—Creí que te ibas a poner contento —suspiré de impotencia—. Pero ya que lo mandé imprimir, por lo menos repárteselo a tus amigos, ¿no?
—Me preguntarían quién pompó y se burlarían de mí.
—¿Entonces qué? ¿Tiramos a la basura los mil ejemplares? —me indigné con los brazos en jarras.
—No te enojes, Delfina. Te agradezco de corazón tu regalo, pero no quiero hacer el ridículo.
—Las mafias literarias cobran derecho de piso y nunca te van a aceptar —insistí con vehemencia—. Tienes que abrirte camino como un outsider y este libro es tu mejor arma. ¿O qué? ¿No confías en su calidad?
—Sí, pero…
—Nada de peros. El gerente de las librerías Gandhi es mi cuate y mañana mismo estarías en las mesas de novedades.
—Por favor no lo hagas, me dañarías en vez de ayudarme. Tú no entiendes cómo funciona este nido de alacranes.
—Cuidado, Efraín, estás cayendo en el esnobismo —sonreí en son de burla, herida por su ingratitud—. ¿Eres un poeta o un buscador de prestigio?
Me miró con odio y guardó un hosco silencio de serafín ultrajado. No quise presionarlo más, con la esperanza de que recapacitara y me permitiera distribuir el libro, cosa que jamás ocurrió. Ahora, dos años después, comprendo que ese grosero desaire marcó un punto de inflexión en nuestro amasiato, pues me reveló la doble cara de Efraín, su anhelo soterrado de ser admitido en las altas esferas que supuestamente aborrecía. No le bastaba con ser un poeta marginal, a toda costa quería ser un poeta reconocido. Me guardé mis reflexiones para no lastimarlo, pero ya no pude creer en la pureza de su vocación. No hay mucha diferencia entre la búsqueda de prestigio y la búsqueda de estatus, pero el amor propio de Efraín le impedía ver algo tan obvio. Me guardé mis conclusiones para no ofenderlo y nunca más volví a mencionar el asunto.
El martes, en el desayuno con mis amigas, no me atreví a contarles el tremendo chasco que me llevé con la edición del libro. Había desoído sus consejos de no mimar demasiado a Efraín y sólo podía esperar una rechifla de su parte. Pero no me dejaron salir ilesa porque Fabiola, la más chismosa y lenguaraz del cuarteto, conoce a Maritza, mi cuñada, con quien estuvo platicando la semana anterior en el Club de Golf Chapultepec, y me contó lo que andaba diciendo a mis espaldas “esa maldita perra”:
—Dice que invitaste a comer a tu familia por puro afán de escandalizar, que tu chavito lumpen es un comunista trasnochado, enfermo de odio, y que debería darte pena exhibir tus antojos de abuela en brama. Así lo dijo, textual, abuela en brama, ¿tú crees?
Yo no ganaba nada con enterarme de ese chisme malintencionado, de modo que sentí ganas de reprender a Fabiola por su velada insidia. Me contuve porque, según las hipócritas reglas de urbanidad mexicana, me contaba lo que sabía por mi bien.
—Pobre Maritza —dije—, como mi hermano David nunca se la coge, el odio al orgasmo ajeno le saca ronchas.
De refilón, mi comentario buscaba poner en su sitio a la propia Fabiola, pues a partir de la menopausia, cuando se divorció de su esposo, no ha vuelto a tener una vida sexual de ningún tipo, ni fuerza de voluntad para dejar la bebida. Eso explicaba, en parte, su avidez por amarrar navajas. Pero la pulla de Maritza me caló y esa mañana estuve tan distraída que mi proveedor de bastidores y caballetes me preguntó si había dormido mal, pues no daba pie con bola en la revisión de facturas. Abuela en brama, qué poca madre. Seguro me llamaban así mis hermanos, mi madre y todos los amigos de la familia. Aunque ardía de coraje me aguanté las ganas de tomar represalias, para no caer en el juego de Maritza, que había utilizado a Fabiola como paloma mensajera. ¿Quería ver sangre? Pues me haría la desentendida para joderla mejor.
Pasaron varios meses y mi romance entró en una etapa de sosiego. No fue Efraín, sino yo, quien impuso un ritmo sexual más reposado, pues mi afán por vampirizarlo se entibió con el paso del tiempo. Dicen que un hombre tiene la edad de la mujer con quien se acuesta, y como buena feminista quise invertir los términos del refrán, pero mis hormonas se pusieron en huelga. La edad me pesaba y no le podía aguantar el trote a Efraín, que a veces tenía cuerda para dos o tres palos en un solo día, cuando yo a duras penas aguantaba uno, y encima, con dificultades para llegar al orgasmo. Pero fuera de ese pequeño inconveniente, la confianza mutua iba creciendo y cada vez nos estábamos llevando mejor, tal vez porque yo asumía con naturalidad el papel de madre incestuosa y Efraín el de Edipo querendón. En vez de negar el carácter filial de nuestra pareja, Efraín se aniñaba adrede para que yo lo pudiera meter en cintura, contagiada por su lúdica perversidad. Quien nos hubiera visto hacer esas payasadas habría pensado que estábamos locos.
En julio, cuando López Obrador ganó la elección, fuimos juntos a su mitin en el Zócalo, apeñuscados entre la multitud eufórica. Ya era tarde, cerca de las once, cuando el presidente apareció en el templete, bañado por un diluvio de serpentinas y confeti. Las enormes expectativas de la gente me parecieron exageradas, pero Efraín estaba tan feliz que no quise adoptar un papel de aguafiestas. En el mitin se encontró a dos viejos compañeros de la prepa, Saúl y Jonás, que iban con sus novias, Alma Delia y Victoria. Saúl tenía una melena con mangueras de rastafari, Jonás se había dejado una incipiente piocha y ambos llevaban huaraches, arracadas en las orejas, camisas de manta y pantalones de mezclilla con agujeros. Efraín se vestiría igual, pensé, si no tuviera que dar clases en un colegio particular. Sus novias, gorditas ambas, llevaban holgados huipiles que no las favorecían, pero al menos tuvieron la coquetería de pintarse los labios. Noté incómodo a Efraín cuando tuvo que presentarme como “su compañera” y los cuatro jóvenes se quedaron un tanto perplejos al saludarme.
Luego fuimos los seis a rematar la noche al Barracuda, un antro de la calle Tacuba, estrecho y mal ventilado, con las mesas de latón apretujadas al máximo para aprovechar el minúsculo espacio. Un grupo de rock tocaba covers de grandes éxitos en inglés, cantados o, mejor dicho, berreados por un vocalista ebrio con voz de bisagra oxidada. En las sucias paredes, que alguna vez fueron azules, había carteles de los mártires canonizados del rock (Hendrix, Joplin, Morrison, Cobain) y una pintura mural de Emiliano Zapata caracterizado como punketo, con arracada y corte de pelo a lo mohicano. Compadecí a los pobres amigos de Efraín, condenados a frecuentar chiqueros insalubres como ése, donde la subversión era una mercancía devaluada. La fealdad claustrofóbica del tugurio, la música mal tocada y peor cantada, el hábito de escuchar letras que no entendían, debía de haberles producido ya un embotamiento progresivo de la sensibilidad con efectos irreversibles. Hubiera querido llevármelos a un bar más bonito, pagando la cuenta de mi bolsillo, pero temí lastimar su orgullo.
Por fortuna, la tanda musical sólo duro media hora y el grupo hizo un receso que nos permitió conversar un rato, o más bien, se lo permitió a los jóvenes, porque yo me limité escucharlos, tan insegura y cohibida como Efraín lo estuvo con mi familia. Los hombres hilvanaron recuerdos sobre sus aventuras adolescentes, cuando se iban de pinta a fumar mota en el Planetario de Zacatenco y una vez los vino a despertar un mozo de limpieza, porque ya iban a cerrar. En materia de política, los amigos de Efraín eran más radicales que él: según Jonás, al día siguiente de tomar posesión, el nuevo presidente empezaría a nacionalizar empresas y bancos, para implantar en México un régimen socialista: a eso se refería con la promesa de una cuarta transformación.
—Primero la Independencia, luego la Reforma, después la Revolución y ahora la sociedad sin clases. La oligarquía está temblando de miedo —dijo Saúl, saboreándose una venganza que parecía largamente anhelada—. Dicen que muchos ya se están largando a Madrid o a Miami.
—Primero que les confisquen sus mansiones —dijo Alma Delia—. Con ese varo se podrían construir un chingo de escuelas, hospitales y casas para los pobres.
—Yo los quiero ver colgados en el Zócalo con la lengua de fuera —intervino Jonás—. A ellos y a los periodistas chayoteros que traían de encargo a Andrés Manuel.
Me levanté para ir al baño, pues temí que mi facha de señora pudiente me desautorizaba para discutir con ellos. Intentar convencerlos de poner los pies en la tierra era una tarea superior a mis fuerzas, pues al parecer ninguno entendía la diferencia entre un gobierno socialista y uno socialdemócrata: su cultura política se reducía a la embarrada de marxismo-leninismo que les dieron en la prepa. Cuando volví me quedé atorada detrás de la mampara que separaba los baños del bar, mientras los meseros movían de lugar unas cajas de cerveza. Nuestra mesa estaba muy cerca y oí con claridad la conversación del quinteto.
—Chale, carnal, te estás aburguesando, desde hace cuánto no te juntas con la banda —Jonás reprobó a Efraín en broma, pero con un retintín acusatorio—. Ya nos contó un compa que ahora llegas a trabajar en la camioneta de tu chavita y vives con ella en un depa de lujo.
—La neta estoy muy feliz con Delfina, y aunque no lo crean, me gusta de verdad.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó Saúl.
—Cincuenta y siete.
—No mames, güey, está más ruca que mi jefa —se mofó Jonás—. ¿Y siquiera te pasa una buena lana?
—No seas ojete —intervino Alma Delia, su novia—. La ñora es buena onda y si Efraín la quiere, ¿cuál es el pedo?
Cuando los meseros dejaron libre el pasillo me anuncié con un carraspeo y volví a la mesa contrita, decepcionada del género humano. Había descubierto que nuestra pareja tampoco encajaba en esa tribu supuestamente revolucionaria. Nadie nos aceptaba, ni en mi círculo de amigos ni en el suyo. Tal parecía que estábamos apestados en todas partes. De vuelta a casa, coñac en mano, le revelé a Efraín lo que había oído detrás de la mampara.
—No sé cómo puedes juntarte con esos nacos.
—Te está saliendo el odio de clase —respingó—. ¿No que muy izquierdista?
—Yo no llamo naco al pobre, sino al patán de cualquier clase social.
—Discriminas a los de abajo, como todos los fifís.
—Si los discriminara no me hubiera ido de copas con ellos.
—Para estar con esa cara de mamona, mejor no hubieras ido.
Le di una bofetada y me encerré en mi cuarto a llorar. Por primera vez vi de cerca la ruptura, no me dejaba otra alternativa para imponerle respeto. ¿Para eso había desafiado a mi familia, para ser el hazmerreír de pobres y ricos? Ninguna pareja podía existir en el limbo y la nuestra iba de repudio en repudio, excluida de todas partes con ladridos mordaces. Abuela en brama, chavita, ruca padroteada, compradora de amor, ¿cuántos insultos más me faltaba oír? Al día siguiente nos pedimos excusas, casi al unísono, y cada uno reconoció la parte de culpa que le tocaba. Por suerte, ninguno de los dos sabía guardar rencores, nos faltaba voluntad para darles fuelle. A solas nos entendíamos bien, nuestro mayor problema eran los encontronazos con los demás.
Pasaron dos o tres meses en los que no hicimos vida social juntos. Ésa era tal vez la fórmula para estar a salvo de agresiones y, si hubiera podido, la habría convertido en regla de convivencia. Pero un domingo, cuando volví de un desayuno con mi prima Elena, Efraín me recibió con una sorpresa:
—Llamó tu amiga Tania. Que nos invita el próximo sábado a una comida en su casa.
Como Efraín me había dicho que no le interesaba rozarse con la gente fifí, pensé que su rechazo incluía a mis amigas. Pero el día de la comida, cuando estaba terminando de peinarme, le pedí que en mi ausencia no se olvidara de alimentar a Lucas, nuestro gato, y él me respondió muy ofendido:
—Nos invitaron a los dos. ¿No te voy a acompañar?
—Pensé que odiabas a la burguesía explotadora.
—Ah, ya entiendo —gruñó Efraín—. No me quieres llevar porque te avergüenzas de mí.
—Claro que no, bobito —lo besé con ternura—. ¿Vergüenza de qué? Corre a ponerte guapo y nos vamos juntos.
En el trayecto a Polanco le pedí encarecidamente que si alguien sacaba el tema de la cuarta transformación no se enfrascara en riñas viscerales. Era una precaución necesaria, pues el triunfo de López Obrador había enconado la discordia civil en vez de frenarla, tal vez porque el candidato vencedor seguía denostando en bloque a los derrotados. Dividido en bandos inconciliables, el país entero era un ring de boxeo donde las pasiones políticas rompían amistades y separaban familias.
—El noventa por ciento de los invitados odia a López Obrador, te lo advierto desde ahora para que sepas a qué atenerte.
—No te preocupes —me prometió—, les voy a dar el avión.
Desde nuestra llegada al fastuoso penthouse de Tania, con vista al bosque de Chapultepec, en la calle Rubén Darío, la más exclusiva de Polanco, Efraín se quedó con el ojo cuadrado cuando nos dio la bienvenida un portero de librea. Ahora te toca a ti sentirte un intruso, pensé. Por fortuna, me había hecho la concesión de estrenar los zapatos y el saco a cuadros que le compré. Cuando llegamos ya había unas veinte personas en la sala, todos conocidos míos y algunos jóvenes amigos de Úrsula, la hija mayor de Tania, una guapa rubia de ojos verdes, alegre y desinhibida, que pinta, dirige teatro, toca muy bien el piano y juega torneos de ajedrez. Ella fue la primera en saludarnos, con una calidez que le agradecí, en especial por el detalle de llamar poeta a Efraín cuando lo besó en la mejilla. Tal vez haya intuido su temor al rechazo y se apresuró a disiparlo con una diplomacia instintiva. Era sorprendente que una pareja de burgueses anodinos y superficiales, con la imaginación atrofiada por el confort, hubieran engendrado una hija como ella, que seguramente se mofaba del estiramiento de sus padres. Algo en ella me recordó la gracia natural de Aurélie, su eufórica inteligencia de duende. Contemplé con arrobo sus piernas largas y bien torneadas. Seguro es un poco lesbiana, como todas las muchachas de ahora, pensé. Si tuviera treinta años menos no se me escapaba viva.
En la ronda de saludos no tuve empacho en presentar a Efraín como novio, instalada ya en mi papel de infractora profesional de tabús. Mis otras dos íntimas, Fabiola y Jessica, habían ido a la comida sin sus maridos, que prefirieron quedarse en casa viendo el futbol. Se comieron con los ojos a Efraín y me sentí reconfortada por su envidia. Un mesero de filipina nos ofreció bebidas y los dos elegimos gin tonics. Como suele ocurrir en todas las reuniones, los varones formaron un corrillo aparte en la terraza, donde podían fumar, y las damas nos quedamos charlando en la sala. Efraín se quedó conmigo como convidado de piedra, oyéndonos hablar de las crecientes dificultades para conseguir servidumbre, de los estragos en la salud que producen los alimentos con gluten, del exceso de bótox que le desfiguró la cara a Nicole Kidman, mientras devoraba los exquisitos canapés de langosta, cangrejo y jamón de jabugo.
Por fortuna, después del bufet, Úrsula y su novio, Norberto, un joven ingeniero de Monterrey con luengas barbas de hípster, alto y fuerte como un ropero, advirtieron el embarazoso aislamiento de Efraín, le hicieron conversación y se lo llevaron al corrillo de los jóvenes, un sector minoritario de la reunión. Enhorabuena, pensé, ojalá le quiten la fobia contra la gente fifí. Liberada de un peso, conversé de naderías con los mayores, sintiéndome aceptada y segura. Les anuncié con orgullo la próxima apertura de mi sucursal en San Ángel, que los decoradores ya tenían casi lista. Sus parabienes me reconciliaron un momento con la vida social y pensé que me había ahogado en un vaso de agua. Pero de pronto escuché una discusión exaltada que venía de la terraza y todos volteamos en esa dirección.
—El nuevo aeropuerto fue un pretexto para robar millonadas y López Obrador tenía que cancelarlo para dar un golpe de autoridad.
Reconocí la voz de Efraín y la sangre se me vino a los pies. Discutía con Norberto y ambos alzaban la voz como si creyeran que ganaría la discusión quien hablara más recio. Los mayores interrumpieron sus charlas, obligados a oírlos. Percibí un rictus de disgusto en la boca de Tania y me acerqué al balcón para tratar de calmar los ánimos.
—La cancelación del nuevo aeropuerto fue un capricho autoritario —dijo Norberto, con aires de analista político sagaz—. El pueblo sabio decidió pagar cien mil millones de dólares por un montón de cascajo, para que López Obrador pueda decirles a los empresarios: aquí mando yo.
—Estás mal informado —respondió Efraín—. Hasta los ecologistas de la derecha estaban en contra de ese proyecto. ¿A quién se le ocurre construir un aeropuerto en una zona lacustre? Se hubiera inundado en las temporadas de lluvias.
—Ese problema tenía solución —Norberto endureció la voz—, lo sé porque estudié los planos de la obra cuando concursamos por la concesión. El relleno de las pistas ya iba muy adelantado y eso era lo más difícil. Es una locura invertir tanto dinero en un proyecto y luego tirarlo a la basura. Los inversionistas le van a cobrar esa bofetada sacando sus capitales de México, vas a ver.
—Si están ardidos, peor para ellos. Les duele que el presidente haya consultado al pueblo para decidir la suerte del aeropuerto —reviró Efraín—, porque los pobres jamás tuvieron injerencia en esas decisiones. Ni ellos ni tú pueden tolerar que por fin se escuche su voz.
Debí callar a Efraín, pues era un abuso a la hospitalidad de mi amiga que armara tales camorras en su casa, echando a perder una deliciosa reunión. Pero no me atreví a intervenir y a los ojos de Tania debo haber parecido su cómplice.
—¿A poco te creíste lo del plebiscito? —Norberto soltó una risilla—. Esa decisión ya se había tomado y la consulta fue pura faramalla. Pero si se trata de consultar a la gente debieron de haberle preguntado a la que usa el aeropuerto, ¿no crees?
—Ellos no representan a la mayoría de la población, y ese aeropuerto se hubiera pagado con el dinero de todos —Efraín se mantuvo firme en su alegato—. Andrés Manuel no quiso invertir el dinero de los pobres en un proyecto faraónico que sólo hubiera beneficiado a unos cuantos magnates.
—No sólo a ellos, también a los viajeros. ¿Sabes en qué condiciones está el viejo aeropuerto? —Norberto se mesó las barbas, impaciente—. ¿Has visto las colas que hace la gente para cagar? Eso ya no es un aeropuerto, es una central camionera.
—Me alegra mucho que los viajeros compartan los sufrimientos del pueblo, pa’ que vean lo que se siente.
Norberto soltó una risilla mordaz.
—Tienes la cabeza retacada de ideología, pero la lucha de clases no explica todo lo que pasa en México, ni en el resto del mundo. Y a fin de cuentas, este asunto ni te va ni te viene. ¿O qué? ¿Alguna vez has tomado un avión?
Efraín tragó saliva, inerme y vejado, pidiéndome auxilio con la mirada. Aunque yo compartía su vergüenza no lo pude sacar del aprieto. Fue Úrsula quien entró al quite, asustada quizá por la ponzoña de su novio.
—Párenle, por favor, se están poniendo muy agresivos. Por si no lo saben, las elecciones ya terminaron. ¿Van a estar seis años en ese plan?
Volví con Efraín a la chorcha de los adultos, donde nadie se molestó en comentar el desaguisado mientras estuvimos presentes. Sólo nos quedamos una hora más y Tania, como buena anfitriona, lamentó que nos fuéramos tan temprano, pero podría jurar que, al despedirnos, ella y sus amigos desollaron vivo a Efraín y de paso a mí, por juntarme con semejante energúmeno. Al volante de la camioneta, Efraín se dio vuelo maldiciendo a su adversario. Como iba manejando no le quise picar la cresta, pero llegados a casa, cuando se sirvió un tequila y subió las patotas a la mesa de centro muy quitado de la pena, me dio tanta rabia que lo increpé con dureza:
—Te pido que no discutas de política y es lo primero que haces.
—Fue ese mamón el que sacó el tema del aeropuerto, no yo.
—¿Y eso qué? Lo hubieras ignorado.
—Ah, vaya, él sí puede hablar de política, pero no un prángana que jamás ha viajado en avión.
Tenía quebrada la voz y un rictus de víctima en los labios fruncidos. Me dolía su dolor, y sobre todo, la injusticia de la que brotaba, pero no quise compadecerlo, pues necesitaba un severo escarmiento.
—Nadie te obligaba a padecer esa humillación. La hubieras evitado si no vienes a la comida.
Mi reproche lo estremeció como un fuetazo en la cara.
—Eso quieres, ¿verdad? Tener un amante a escondidas de tu círculo social. Pero a mí no me vas a tratar como si fuera tu gato. A mí no me vas a sacar de tu vida cuando te convenga.
—Ya entiendo. ¡Te emperraste en venir a la comida porque no te quería llevar! —exploté de ira—. ¡El machito dominante quiere separarme de mis amigos para tener más poder sobre mí!
—Sólo quiero acabar con tus prejuicios burgueses —me tomó de los hombros—. Nunca has sido verdaderamente libre, Delfina, nunca has hecho tu santa voluntad. Si a tus amigos les molestó mi alegato, mándalos a la verga. ¿O vas a regir tu vida por lo que piense de ti un grupito de imbéciles?
—No andaría contigo si me importara tanto su opinión.
—Te importa, y mucho, desde niña le tienes pánico al repudio social. Lloriqueas porque tu mamá no te dejó ser lesbiana —adoptó un tono burlón—. Pobrecita de ti, una bruja malvada te cortó las alas. Pero explícame: ¿por qué no tuviste huevos para mandarla al diablo?
—Estás ardido por lo que te dijo Norberto y ahora te desquitas conmigo.
—No me cambies el tema —insistió—. ¿Quién ha tomado todas las decisiones importantes de tu vida? Tu madre, tu difunto esposo, tus hijos, tus amistades. ¿Por qué no pediste una beca en la Sorbona y te separaste de tu familia? ¿Por qué aceptaste un destino tan pinche?
—El que hizo el ridículo en la comida fuiste tú. No me quieras voltear la tortilla.
—Te traicionó el inconsciente: la tortilla sigue rondando por tu cabeza, pero yo no te la quité, la perdiste tú por agachada —se burló con una perversidad de alacrán—. Según Blake, el que desea, pero no actúa, engendra pestilencia, y eso es mil veces peor que cargar un estigma. Desde el trauma de París has hecho lo que otros te ordenan. Y encima tienes un negocio de marcos, ¿no te parece irónico? Los límites, las barreras, los perímetros infranqueables te han perseguido siempre.
—¡Cállate ya, cretino! Si me desprecias tanto, ¿por qué andas conmigo? Llevas ocho meses fingiendo que me quieres, maldito hipócrita. ¡Empaca tus cosas y lárgate para siempre!
—Claro que me largo, y a mucha honra. Yo sí tengo voluntad y no me dejo mangonear por nadie.
Caminó muy decidido a su cuarto y yo me encerré en el mío, con el pestillo echado por miedo a una agresión física. Tendida bocabajo en la cama, me tapé los oídos con la almohada para no escuchar sus pasos mientras empacaba. Temía que incluso esos ruidos pudieran hacerme daño. No podía creer que a pesar de su ponzoña adoptara el papel de víctima y encima se lo creyera. O era un cínico irredento o tenía una formidable capacidad de autoengaño. Aparentaba ser un amante leal, pero en el fondo me condenaba, se reía de mis confidencias, y lo peor de todo, acumulaba hiel esperando el momento propicio para inyectarla. Yo misma le había cargado la jeringa por contarle mis intimidades. Maldito arrebato de franqueza, maldita necesidad de confiar en el ser amado. Mi gozo en la cama era infalsificable y él lo sabía. Pero necesitaba arrastrar en el chapopote nuestra felicidad erótica, lo mejor que teníamos, con tal de cobrarme una humillación ajena a mi voluntad. Y ahora el traidor divulgaría mis intimidades en los bares mugrientos que frecuentaba, para regocijo de otros resentidos profesionales. La dejé porque no soportaba vivir con una tortillera frustrada. Todos en bola contra la enemiga del pueblo que sedujo con malas artes a un chairo aguerrido y lo quiso amordazar en sus fiestas de gente fifí.
Aunque me tomé un Lexotán, esa noche tuve un sueño entrecortado, con flashazos de pánico, donde aparecía desnuda ante una multitud. Me levanté más cansada que al cerrar los ojos, con ganas de enterrarme viva. Revisar en esas condiciones el papeleo burocrático requerido para abrir la sucursal en San Ángel fue una tarea superior a mis fuerzas, y apenas si pude hojear la carpeta que me preparó Marisol, llena de oficios y formularios abominables. En el desayuno de los martes, más repuesta ya del colapso nervioso, referí a mis amigas el tremendo agarrón del domingo, sin escatimar ningún detalle escabroso. Como todas acababan de ver a Efraín en acción, me felicitaron en coro por haberlo mandado al diablo.
—Me imaginé que se iba a desquitar contigo —dijo Fabiola, chasqueando la lengua—. Un tipo tan rabioso es una bomba de tiempo, menos mal que saliste ilesa de la explosión.
—Antes di que te fue bien —coincidió Tania—. Yo le vi antier cara de psicópata. Hasta pensé que podía empujar a mi yerno cuando lo acorraló en el balcón.
—Será un ogro, pero a fin de cuentas no te fue tan mal —me trató de animar Jessica—. Nadie te puede quitar lo bailado y ahora, fresca como una lechuga, recuperas la libertad para buscarte un nuevo galán.
—Pero consíguete uno más presentable, que por lo menos haya tomado un vuelo a Monterrey —bromeó Fabiola y las demás festejaron su chiste con risotadas.
Mis amigas no sólo me sirvieron como paño de lágrimas. Busqué su apoyo moral con una segunda intención que, ahora lo entiendo, era quizá más importante que la primera: comprometerme a no volver con Efraín por ningún motivo. En caso de hacerlo me ganaría su desprecio y les dejaría entrever una patética pérdida de autoestima. Quise exponerme a un castigo social severo si recaía en sus brazos, para fortalecer una voluntad en la que no confiaba del todo. Creí entonces, ávida de comprensión y afecto, que al concederles injerencia en mi vida amorosa conjuraría el peligro de volver a estrellarme contra los riscos, pero el riesgo de convertir la intimidad en teatro es no poder complacer al público si el drama da un vuelco inesperado que le disgusta. Cuando el mío se puso truculento ya era demasiado tarde para bajarme del escenario.
Con el firme propósito de sanear mi vida hice un viaje a Guadalajara, donde el candor de mis nietos me ayudó a sobrellevar la separación. Allá celebré mi cumpleaños y las dos criaturas apagaron las velitas conmigo.
—Cincuenta y ocho años —exclamó Frida, dando un silbido—. ¿Cuando naciste ya había coches o andaban a caballo, abuelita?
Toña, mi nuera, la regañó por burlona, pero yo le agradecí su franqueza y al cortar las rebanadas del pastel me propuse renunciar a los amoríos, librarme para siempre de borrascas emocionales, asumir la vejez como un remanso de serenidad. De vuelta en México dirigí mis negocios con una sangre fría que no tardó en darme frutos. En marzo inauguramos la tienda de San Ángel, más bonita y amplia que la casa matriz, con un pequeño salón para impartir clases de pintura y cerámica. En el coctel inaugural pronuncié un breve discurso después de cortar el listón. La presencia de mi madre y de mis hermanos, que no podían ocultar su regocijo por mi ruptura con Efraín, confirió al evento un carácter de reencuentro familiar. Las secciones de sociales de Reforma y El Universal divulgaron la inauguración a cambio de una pequeña iguala que me comenzó a redituar de inmediato. Los aficionados a la pintura caían en racimos, vendí como pan caliente una remesa de gouaches y acuarelas importados de Italia que nadie más ofrecía en el mercado, recibíamos a diario veinte o treinta cuadros para enmarcar y Marisol tuvo la idea providencial de abrir los jueves un taller de pintura impartido por José Luis Alcubierre, un joven maestro de La Esmeralda, guapo y coqueto, al que asistieron treinta personas, la mayoría señoras de billete atraídas por la galanura del profesor. Sólo había un hombre en el grupo: Norberto, el novio de Úrsula, que trabajaba cerca de ahí, en avenida Revolución, y se inscribió sin saber que yo era dueña del changarro.
Con tanto ajetreo, la separación me resultó fácil de sobrellevar, por lo menos durante el día, cuando el trabajo me absorbía por completo. De noche, en cambio, mi conciencia del tiempo se agudizaba, con oleadas de angustia que intentaba aplacar en vano viendo teleseries hasta las dos o tres de la mañana. Temía entonces que la guadaña me estuviera esperando a la vuelta de la esquina, tan cerca ya que dedicar tiempo a los negocios quizá fuera una miserable pérdida de tiempo. Volaba rumbo a los sesenta, la orilla de un precipicio al que no me quería asomar. Pero hacia allá me arrastraba la vida y tampoco tenía el valor de abreviarla. Iba en camino a la decrepitud, sin más razón para vivir que el sentido del deber. ¿Sería una vieja cascarrabias, inconforme con mi destino y entrometida en las vidas ajenas? No, por Dios, primero muerta que seguir los pasos de mi madre. Un lunes por la noche, cuando libraba uno de esos duelos con la melancolía, oí con sobresalto el timbre de mi casa. No acostumbro recibir visitas de improviso y descolgué de mala gana el interfón.
—Soy yo, Efraín. Quisiera hablar contigo…
Colgué la bocina, pero Efraín se quedó pegado al timbre y tuve que responderle:
—Si no te vas llamo a la patrulla.
—Por favor, Delfina, no seas mala. Vine a pedirte perdón...
El embrujo de su voz aterciopelada derribó mis defensas. Peor aún: descubrí que anhelaba secretamente verlo a mis pies, a pesar de mis propósitos de enmienda. Ya había comenzado a perdonarlo cuando le abrí la puerta del edificio. Y al tenerlo delante, apuesto, vigoroso, con su porte de jaguar y el pelo mojado por la llovizna, las hormonas que había tenido en cuarentena me reclamaron a gritos su largo ayuno. Lo invité a sentarse con frialdad, sin ofrecerle nada de beber.
—Me porté como un imbécil contigo porque el ataque de Norberto me dejó muy ardido y tú no hiciste nada por defenderme.
—Guárdate los reproches, ya estás grandecito para defenderte solo. Y si vienes en plan de bronca, mejor lárgate.
—No vengo a eso, estoy muy apenado por lo que te dije. No tengo derecho a juzgar tus amores de juventud, ni creo que seas una cobarde. Comprendo tu enojo, pero me duele que te lleves un mal recuerdo de mí. Sólo te pido que olvides mis ofensas y quedemos como amigos.
No respondí con palabras, pero le quité de la frente un mechón de cabello, un gesto maternal que en esas circunstancias equivalía a exonerarlo. Me tomó la mano derecha y la besó con suavidad, respetuoso y cohibido como el súbdito de una reina. El peligro de reanudar esa relación peligrosa se desvaneció de mi conciencia en un parpadeo y cedí al impulso de plantarle un beso en la boca. Minutos después ya estábamos en la cama, él más tierno que nunca, yo voraz y revanchista, ajustando cuentas con un rigor punitivo, como si quisiera guillotinarlo con la vagina. Al día siguiente, en el desayuno, me asaltó el temor de haber cometido un error fatal. ¿Se repetiría la historia? ¿No era una ingenuidad creer que Efraín había madurado? Una vez rota, la confianza entre los amantes no se recupera fácilmente, y como me temía una nueva tarascada, antes de readmitirlo en casa le cambié las reglas del juego:
—Me encantaría que regreses aquí, para seguir despertando juntos, pero ya sabemos que ninguno de los dos traga a los amigos del otro. Así que, en el futuro, cada quien sale por su lado. Si no te gusta, mejor ahí muere.
Hizo un leve mohín de disgusto, imperceptible para alguien que no lo conociera tan bien como yo, pero aceptó mi condición y chocamos nuestras palmas abiertas. A pesar de mi carácter posesivo, esa noche sudé frío al verlo acomodar sus cosas en el clóset. Pero la suerte estaba echada y ahora no podía echarme para atrás. Haría lo imposible por preservar ese amor testarudo que todo el mundo, menos nosotros, condenaba al fracaso. Al principio creí que nuestro convenio tendría éxito. Con un mayor margen de libertad, pues ahora sólo íbamos juntos al cine o al teatro, sin andar pegados como siameses, disfrutábamos más nuestra convivencia, y lo que hacíamos por separado nos daba temas de conversación. Efraín quería retomar una de sus principales aficiones, el teatro infantil. Un sábado asistió a un casting para la comedia musical Los árboles lloran y regresó a casa un poco afligido.
—Adivina quién es la directora de la obra: Úrsula, la hija de tu amiga Tania. Después del pleito con su galán, ya estuvo que no me va a dar el papel.
—¿Cómo lo sabes? Úrsula es un encanto de persona. Si le gusta tu trabajo, seguro que te contrata.
Mi profecía se cumplió y Efraín comenzó a ensayar por las tardes, con algunas dificultades logísticas para llegar a tiempo al Teatro Orientación, porque a veces se quedaba atascado más de una hora en los embotellamientos del Periférico. Los demás actores lo recibían con caras largas, y temía que Úrsula lo sacara del reparto. Como su trabajo de actor le daba seguridad en sí mismo, y hasta cierto punto, lo consolaba por sus descalabros literarios, intervine para quitarle piedras del camino, y al mismo tiempo, resolver un problema operativo de mis negocios. Por dedicarle demasiado tiempo a la nueva sucursal, que apenas iba despegando, había descuidado un poco la casa matriz. Alarmada por un leve descenso en las ventas, Marisol me propuso que buscáramos a una persona de confianza que atendiera el mostrador por las mañanas, cuando ella andaba en la calle gestionando permisos en oficinas públicas. Como Efraín tenía nociones de pintura y a mi lado había aprendido más, le propuse que dejara su chamba de profesor y se viniera a trabajar en la tienda, con un mejor salario. Así mataríamos dos pájaros de una pedrada, pues él no tendría problemas para llegar a tiempo a los ensayos. Con cierta reserva, pues temía devaluar su currículum de profesor, Efraín aceptó mi propuesta y comenzó a trabajar bajo la supervisión de Marisol. Batalló un poco para aprender los secretos del oficio, pero al mes de tomar pedidos para marcos, ya se movía como pez en el agua y daba buenas sugerencias a la clientela.
—No te imaginas qué libre me siento —me dijo una noche, alegre y relajado después de hacer el amor—. Hasta puedo leer en las horas muertas de la tienda, qué agasajo. Si seguía dando clases, uno de estos días hubiera estrangulado a un alumno, te lo juro, ya veía mi retrato en la nota roja, con el número de serie en el pecho.
Estábamos funcionando como un buen equipo y creí que por ese camino llegaríamos a ser una pareja estable, si tal cosa era posible. Mi error fue confiar demasiado en nuestro blindaje contra las fuerzas hostiles del exterior, que afilaban sus cuchillos para hacernos daño. Por obvias razones, en los desayunos con mis íntimas no me había atrevido a confesarles mi reconciliación con Efraín. Tal vez cometí una falta de valor civil por no querer enfrentarme a un estricto jurado que sin duda fallaría en mi contra. ¿Para qué padecer ese oprobio, pensaba, si nunca volverían a verme con él? Eso esperaba yo, con una buena dosis de ingenuidad, pero a principios de octubre me topé de frente con Tania en la entrada del restaurante Matisse, cuando iba saliendo con mi galán. Disimuló hábilmente la sorpresa de vernos juntos y felicitó a Efraín por el papel que había obtenido en el montaje teatral de su hija Úrsula. Pero yo no me tragué su efusividad y temí que esa misma tarde llamaría a Jessica y a Fabiola, para darles la noticia bomba: la arrastrada de Delfina ya regresó con su padrote, ¿ustedes creen?
El siguiente martes llegué al desayuno en El Péndulo dispuesta a dar explicaciones, pero extrañamente nadie me las pidió. El silencio de mis íntimas, por lo general tan chismosas, me dolió más que una reprimenda, pues quería decir que ya me consideraban un caso perdido. Haberles ocultado mi recaída amorosa me desautorizaba para defenderla, pues quien se avergüenza de una pasión concede a los demás un poderoso argumento de autoridad en su contra. En el resbaladizo código de los valores entendidos, me dieron a entender que una masoquista incurable como yo, tan proclive a lamer las botas de su verdugo, no se merecía la confianza de tres amigas tan leales. Adelante, manita, si quieres hacer el ridículo nadie te lo impide, pero a partir de ahora ya no somos tus confidentes. Las bofetadas con guante blanco dejan indefenso a quien las recibe, porque en apariencia no existe agresión alguna. ¿Tan mal me verían para tratarme como si hubiera pescado una gonorrea?
Tras la bofetada virtual vino el golpe directo: por primera vez desde el inicio de nuestra larga amistad, Jessica no me invitó a su cumpleaños. Yo era una presencia institucional en sus fiestas. De hecho, solíamos elegir juntas el menú del bufet y muchas veces le ayudé a decorar su casa de Las Lomas con arreglos florales. Y ahora, de pronto, me expulsaba de su círculo sin decir agua va. Temía, sin duda, que mi amante chairo montara un mitin en la pista de baile. No podía tolerar que sus visitas pagaran las consecuencias de mi deplorable capricho erótico, tan deplorable que yo misma lo maldecía. Con los jugos gástricos en hervor vi las fotos de la fiesta en su muro de Facebook. Ni siquiera esa humillación me ahorró la cabrona. Como ahora Efraín y yo hacíamos vida social aparte, si Jessica me hubiera invitado yo habría ido sola. Pero como ella no lo sabía, prefirió arrojar al basurero treinta y cinco años de amistad con tal de no tener en su casa a un sujeto indeseable. ¿Tanto le chocaban sus opiniones políticas? Me temo que le habría dado el mismo trato si fuera un decente pazguato neoliberal. Tampoco la escandalizaba nuestra diferencia de edades. Simplemente se negaba a recibir con manteles largos a un pinche naco explotador de mujeres.
Para no exponerme a insultos mayores cancelé mi asistencia a los desayunos de los martes, en un correo electrónico escueto donde alegaba exceso de trabajo. No podía departir con Jessica como si nada hubiera pasado y supongo que ella tampoco tendría ganas de verme. Ni Tania ni Fabiola me llamaron para limar asperezas. Me imaginé a las tres riéndose como brujas en un aquelarre de buenas conciencias. Y cuando apenas me estaba reponiendo del golpe, a finales de noviembre mi familia me dio la puntilla.
—Hola, Delfina, quería saber cómo estás de salud —me llamó una noche mi prima Elena.
—Muy bien, ¿por qué?
—Como no te vi en la graduación de tu sobrino Joaquín, pensé que te habías enfermado.
—¿A poco ya se graduó?
—Sí, ¿no lo sabías?
—Ni idea, creo que mi hermano David ya me dio por muerta.
Elena es una amiga muy noble y su llamada fue inocente, estoy segura, pero las balas perdidas matan igual que las dirigidas al blanco. No sólo soy tía sino madrina del graduado, pero en el ánimo de David, mis vínculos con su hijo pesaron menos que mis supuestas culpas. ¿Y cuál era mi crimen? ¿Tratar de ser feliz al margen de los cauces convencionales? ¿A quién le hacía daño con eso? Detrás del artero desaire advertí la mano negra de mi madre y la de Maritza, que llevaban un buen rato intrigando en mi contra. Entre cien o doscientas personas, la presencia de Efraín habría pasado inadvertida, si acaso lo hubiera llevado a la fiesta, pero David tenía pocas pulgas, y más allá de sus resquemores políticos, me propinó un severo escarmiento por haber infringido los valores del clan. ¿Nos declaras la guerra por una vil calentura? ¿Te atreves a exhibir tus anacrónicos apetitos sexuales y a saciarlos, para colmo, con un miembro de la casta inferior? Pues atente a las consecuencias: fuera de la familia.
Apenada por ser la portadora de esa mala noticia, mi prima Elena me invitó a comer a su lindo departamento en la Nápoles. A diferencia de casi toda la gente que trato o, mejor dicho, que trataba antes de caer en el ostracismo, ella jamás codició los signos de estatus, pero en su peregrinaje por distintos lugares del mundo ha reunido bibelots, iconos rusos, figurillas de la India y piezas de cerámica china que le dan un encanto acogedor a su sala, donde me apoltroné en un diván forrado de terciopelo. Como ella me oía desde una mecedora vienesa, parecía una doctora Freud escuchando a su paciente. La terapia no fue del todo espontánea, porque una botella de mezcal contribuyó a soltarme la lengua. Después de contarle los pormenores de mi romance con Efraín, el motivo de nuestro pleito y la repulsa que había suscitado en mi círculo más cercano, Elena me hizo una cirugía a corazón abierto:
—Mira, Delfina, a mí no me sorprende ni me escandaliza que tengas un amante joven, porque eres un espíritu libre, y a las mujeres como tú, la juventud les dura hasta la muerte. Pero al mismo tiempo, y para serte franca, no entiendo por qué te tomas tan a pecho el previsible rechazo de tus seres queridos, que no pueden tolerar ningún chispazo de locura, ni en sí mismos ni en los demás. Ahora te sientes víctima de tu entorno social, pero ¿quién te mandaba encerrarte en él? Cuando las dos íbamos en la prepa, eras tan rebelde y alivianada que yo pensaba: ésta no tarda en mandar al diablo a la familia. Lo que te hizo tu mamá en París estuvo muy gacho y tal vez sea el origen de todos tus males. Comprendo que entonces no pudieras independizarte, pero luego fuiste cayendo en el conformismo, te casaste con un hombre bueno, pero anodino, y te resignaste a un destino mediocre, como toda la gente que no gobierna su vida. La moral de las apariencias acaba destruyendo lo mejor de cualquier persona. Me alegra que por fin hayas despertado, pero en vez de lamentar el repudio social, deberías agradecerlo. Si te cuelgan estigmas, póntelos en el pecho como medallas. Tu error ha sido buscar el aplauso de una caterva de policías que no perdonan ningún desacato a su autoridad. A ese gremio pertenecen también tus falsas amigas. ¿Te sientes traicionada por todos? Pues mándalos al carajo y verás cómo te quitas un lastre del cuello.
Confieso que el duro diagnóstico de Elena me dejó un sabor agridulce. No había dejado títere con cabeza, ni siquiera yo, y me dolió que una mujer tan inteligente tuviera esa pobre opinión de mí. Estaba enamorada de Braulio cuando me casé con él y no me arrepentía de nuestro matrimonio, a pesar de lo mal que terminó, pues me dio dos hijos preciosos que son mi mayor tesoro. Pero en lo demás no sólo acertaba: se había quedado corta. La necesidad de pertenecer al grupo donde me sentía cobijada había sido, en mi caso, una pequeña claudicación que se agrandó con el tiempo. Después, cuando mi palomilla juvenil y yo sentamos cabeza, descubrí con alarma que el tedio existencial había llegado a nuestras vidas para quedarse. Todos lo advertíamos, creo, pero aceptábamos ese malestar como una fatalidad. Qué le íbamos a hacer si así era la vida y siempre estaba a nuestro alcance una salvadora botella para quien necesitara el alivio de una catarsis.
Pero con el tiempo, nuestras catarsis se volvieron tan repetitivas como un sonsonete de reguetón. Los mismos chistes prefabricados, las mismas evocaciones nostálgicas, los mismos odios vociferados con altavoces, la misma convicción compartida, pero encerrada bajo siete llaves, de estar criando moho sin sacarle jugo a la existencia. En la juventud nos creíamos inteligentes y liberales, una ilusión que se desvaneció cuando salieron a relucir nuestras pequeñas y grandes miserias: los ideales pisoteados en la competencia por adquirir signos de estatus, el enriquecimiento inexplicable de Ulises, el marido de Fabiola, cuando desfalcó a la Comisión Federal de Electricidad para comprarse una mansión en Jardines del Pedregal, el apetito de lujos idiotas para satisfacer necesidades ficticias, la resaca de los placeres, el eclipse de los amores, la religión del confort amenazada por la psicosis de inseguridad. No me eximía de culpas, también yo caí en ese marasmo, y mi alma se fue encogiendo al parejo con las suyas. Cuando recobré el espíritu crítico ya era demasiado tarde para violar el pacto de infelicidad compartida. Eso me estaban cobrando ahora: mi tentativa por escapar de la amargura decente y edulcorada que enarbolaban como estilo de vida, o como estilo de muerte.
El consejo de Elena me ponía en un brete, porque no tenía agallas para renunciar de golpe a mi núcleo social, ni suficiente simpatía para forjar a mi edad otras amistades. Conozco, por supuesto, a cientos de amigos ocasionales y muchos acababan de asistir al coctel inaugural de mi tienda, pero con ninguno de ellos me atrevería a intercambiar confidencias. Tal vez Elena me sobrevaloraba y mis ansias de libertad no fueran tan fuertes como ella creía. Varias veces estuve tentada de llamar a mis amigas y pedirles que hiciéramos las paces, pero el orgullo me contuvo a tiempo. Traté de volverme individualista, aunque eso significara una mayor cuota de soledad. Leía más, abriendo la mente a nuevas ideas, vigilaba con esmero la marcha de mis negocios, charlaba con mis hijos una vez por semana, volcaba en Marisol todas mis inquietudes y me acostumbré a comer sola en los restaurantes cercanos a la sucursal del sur, al principio parapetada detrás de un periódico, luego mirando de frente a los demás comensales. Llegué incluso a desarrollar una técnica para incomodarlos con la fijeza de mis miradas.
El efecto inmediato de ese cambio de vida fue una estrecha codependencia con Efraín. Odio ese terminajo porque en todo amor hay un componente neurótico, y en mi humilde opinión, la psicología se equivoca al satanizarlo. Sólo entre los ángeles puede haber una perfecta armonía y el conflicto es quizá la materia prima del amor. Pero ninguna palabra define mejor nuestra hostilidad fraternal y tengo que usarla muy a mi pesar. Por más que evitara atosigar a Efraín, no siempre podía ocultarle mi desesperada necesidad de afecto, que a veces, me temo, lo empalagaba, sobre todo si me ponía mimosa cuando él estaba viendo el futbol. Yo sólo quería hacerlo feliz y con esa ilusión pedí a mi agente de viajes un presupuesto para llevármelo a conocer París en abril del año siguiente, cuando concluyera la temporada de su puesta en escena. Aunque el viaje me costara un ojo de la cara, quería darle ese gusto, y de paso, abofetear a sus enemigos de clase. De mi cuenta corría que a partir de ahora acumulara cientos de millas aéreas.
Pensaba darle la sorpresa en Navidad, pero cuando ya tenía hechas las reservaciones, su actitud de niño malcriado me disuadió de comprar los boletos. Efraín ahora me veía como esposa y en su código genético de machín arrabalero eso quería decir que tenía asegurada mi pleitesía sin hacer nada por merecerla. Ya no era su amante sino su “vieja”, un término derogatorio que por desgracia me venía como anillo al dedo. En mi calidad de “vieja” debía concederle sin chistar todas las libertades que decidiera tomarse, aunque algunas me reventaran el hígado. Sin un plan preconcebido, con la inconsciente cachaza de un nacido para mandar, quiso imponerme la pésima educación sentimental que había mamado desde la cuna y ganar a fuerza de ultrajes la lucha por el poder dentro de la pareja.
Nuestro convenio de hacer vida social por separado se había revertido en mi contra, pues los actores de su comedia solían rematar los ensayos en algún antro, de modo que yo me quedaba en casa mientras el señor se iba de juerga, sabría Dios con qué mujerzuelas. Cuando llegaba de madrugada me hacía la dormida, a pesar de haber pasado la noche en vela, y en la mañana, mientras él se duchaba, esculcaba su ropa en busca de pruebas inculpatorias. Un perfume de mujer en el cuello de su camisa o algún papelillo arrugado con un número telefónico me ponían las sospechas de punta. ¿Con quién me engañaba? ¿Con alguna actriz nalgasprontas de la obra infantil? Reprimí las ganas de interrogarlo para no hacer un ridículo papelón de ruca celosa. Era imposible montarle un pleito con pruebas de infidelidad tan endebles, pero ¿cómo no sentirme vejada después de todo lo que había sacrificado por él? Culparlo de mi repudio social hubiera sido una vileza. Esperaba, sin embargo, que a cambio de mi silencio me tuviera un mínimo de consideración y respeto. Esperé en vano: el cabrón se comportaba como un hijo golfo sublevado contra la tutela materna. Una situación capaz de enloquecer a cualquiera, y sin embargo yo mantuve la calma, confiada en la nobleza de sentimientos que había mostrado al pedirme perdón.
Fui liberal y tolerante hasta la ridiculez, pero mi paciencia se agotó cuando el hijo desobediente comenzó a descuidar su trabajo. Un viernes por la mañana, Marisol me reportó que Efraín había dejado su puesto en el mostrador de la tienda, para salir a comprarse una cerveza en el Oxxo de la esquina. Le urgía sin duda curarse la cruda, deduje yo, pues la víspera se había corrido una parranda larga. Intentó camuflar la cerveza con una bolsa de papel de estraza, pero si Marisol alcanzó a oler su tufo desde lejos, con más razón los clientes que lo tuvieron a un metro.
—A nadie le gusta que lo atienda un borracho, y si se corre la voz, vamos a perder un montón de clientes —me advirtió muy seria mi asistente—. Ya le llamé la atención, pero a mí no me hace caso. Sólo tú lo puedes enderezar, Delfina.
Esa misma tarde, cuando vino a comer, procuré asumir con rigor el papel de jefa.
—No puedes rendir en la tienda si te emborrachas tres veces por semana, Efraín. Cuando dabas clases no hacías esto. ¿Por qué respetabas tu colegio y en cambio no respetas mi tienda? Elige: tu chamba o las parrandas, las dos cosas no se pueden.
—¿Me estás corriendo?
—No es para tanto, pero si eliges las borracheras, a lo mejor tengo que darte las gracias.
—Marisol está exagerando, nadie pudo olerme el aliento. Esa pinche tilica me tiene mala voluntad.
—Esa tilica es mi brazo derecho, trátala con más respeto.
—Yo creí que confiabas en mí —se rascó los brazos, dolido—. Pero ya veo cuál es tu escala de valores. Primero el billete y después el amor.
—En todo caso, la falta de amor es tuya, Efraín. Los dos vivimos de mis negocios y no puedo permitir que les hagas daño.
—Ya entendí tu lógica empresarial —se engalló—, pero yo no soy un empleado cualquiera. Elige tú también: o eres mi jefa o eres mi amante. Las dos cosas está cabrón.
Salió dando un portazo sin tocar el plato de sopa que humeaba en la mesa del comedor. Su orgullo enfermizo no admitía reprimendas, sobre todo si venían de mí, la madre consentidora obligada a tolerarle cualquier travesura. Horas después llegó muy tierno a besarme en el cuello, lo desnudé con ansiedad y zanjamos el pleito en la cama. Fue una imperdonable flaqueza, pero no caí en la cuenta de mi error hasta varias horas después, cuando intentaba conciliar el sueño. Mezclar una relación amorosa con una relación de trabajo era la fórmula ideal para fracasar en ambas. Por lo pronto había sufrido una merma de autoridad: a cualquier otro empleado que me hubiera respondido como Efraín, lo habría corrido en dos patadas. Y cuando Marisol me preguntó al día siguiente si le había leído la cartilla, no me atreví a confesar que le había perdonado el berrinche montada en su verga, sin obtener siquiera una promesa de enmienda.
El viernes por la tarde, cuando terminé de actualizar el inventario en la sucursal de San Ángel, coincidí en la banqueta con Norberto, que venía saliendo de su clase de pintura con una mochila al hombro. También él iba a la colonia Roma y me ofreció aventón en su Audi. El colapso del tráfico en la hora pico, más atroz que de costumbre, nos dio tiempo de sobra para charlar. Tenía entendido que Úrsula y él iban a casarse, pues Tania me lo dijo en el último desayuno con mi grupito de arpías, y le pregunté cómo iban los preparativos para la boda.
—Tronamos hace un mes o, mejor dicho, ella me cortó a mí —murmuró con una sonrisa de buen perdedor.
—Caramba —me sorprendí—. Yo pensé que se llevaban de maravilla.
—Úrsula tiene muchas virtudes: inteligencia, belleza, talento —Norberto se mesó la barba—, pero es una mujer rara, que piensa como un hombre y no soporta las ataduras. Le gusta juntarse con gente loca: actores, músicos, directores de cine, bufoncillos jotos, y en ese ambiente no encaja un aburrido ingeniero civil como yo. Creo que llegó a quererme, pero éramos el agua y el aceite. Cuando vi que me daba largas para casarnos, le puse un ultimátum que no aceptó y luego ya ni siquiera me quiso tomar las llamadas.
Aunque Norberto era un buen partido, que haría feliz a cualquier muchacha, comprendí a Úrsula y la envidié por haber elegido la libertad. Si hubiera sido tan independiente como ella a su edad, quizá no me habría casado con Braulio, un guapote desangelado muy parecido a Norberto.
—Lo lamento porque hacían una linda pareja —dije, compungida—, pero ya verás que pronto la olvidas. Los jóvenes apasionados creen que perder un amor es el fin del mundo, pero la vida sigue y a ti las chicas te deben sobrar.
—Para tener aventuras sí, pero dudo mucho que pueda enamorarme pronto de otra mujer. Todavía llevo dentro a Úrsula, lo malo es que a ella le valgo sombrilla.
Como ninguno de los dos quería intimar demasiado, retrocedimos de común acuerdo al terreno seguro de la charla inocua: el clima, la carestía, la oleada de robos en restaurantes, las teleseries de moda. Al pasar el embudo del Eje 6, librada ya la peor parte del tráfico, Norberto me dijo muy compungido que se arrepentía de haber ofendido a Efraín.
—Me sacó de quicio y le quise pegar donde más le doliera, pero luego Úrsula me puso como camote y le di la razón. Menospreciar a la gente por su pobreza es un golpe muy bajo. Por favor, pídele disculpas de mi parte.
Prometí pasarle el recado sin la menor intención de hacerlo. ¿Para qué reabrir esa herida? Su mea culpa sonaba hueco, forzado por las circunstancias, y si tanto se arrepentía de haber humillado a Efraín, ¿por qué no le pedía excusas directamente en vez de usarme como recadera? No le quise contar que su ofensa por poco provoca nuestra ruptura, porque después de recibir tantas bofetadas por ventilar mis intimidades, ahora me las callaba en defensa propia. Norberto tuvo la gentileza de llevarme a la entrada de mi edificio. Hasta se bajó del coche para abrirme la puerta, como un caballero chapado a la antigua, y cuando buscaba la llave del zaguán se quedó un momento embobado mirándome el trasero. Fue halagador comprobar que mi retaguardia aún podía dejar bizco a un galán de su edad. Efraín estaba en casa con el pijama puesto, pues al día siguiente era el estreno de su obra y esa noche tenía que portarse bien. Cuando lo quise besar me volteó la cara con una mueca de enojo.
—Me asomé al balcón cuando venías llegando —dijo en son de pelea—. Qué bien te llevas con ese puerco neoliberal.
—Norberto está tomando un curso de pintura en la sucursal de San Ángel. Tuvo la gentileza de ofrecerme aventón y no lo podía desairar.
—Sí, claro, ustedes los fifís son muy amables y modositos. Sólo sacan las uñas para joder al de abajo.
Su agresividad me obligó a intentar una conciliación diplomática.
—Por favor, Efraín. No resucites un pleito que ya está muerto y enterrado. Norberto está muy apenado por lo que pasó y quiere firmar la pipa de la paz contigo.
—¿Ah, sí? Pues que se meta su pipa por donde le quepa y si está encendida, mejor.
Opté por guardar un hosco silencio, pues sabía cuál era el verdadero motivo de su rabieta. Tenía clavada una espina porque traté de imponerle mi autoridad de patrona y quería sacársela con una contraofensiva. Me indignó que invocara la justicia social para defender sus privilegios de macho, en este caso, el de portarse como un barbaján en la tienda, conquistado, según él, por los orgasmos que me arrancaba. Hubiera querido desenmascararlo, pero si nos poníamos a gritar al unísono, él tenía mejores pulmones que yo y seguramente me vencería por agotamiento.
El sábado por la mañana lo acompañé al estreno de Los árboles lloran, en un teatro atiborrado de mocosos gritones. En mi butaca de la tercera fila, rodeada de mamás, recordé los festivales de fin de cursos en que mis hijos bailaban o recitaban y yo, enternecida, me desgañitaba celebrando sus gracias. Ahora iba al teatro con la ternura curtida en vinagre, obsesionada por descubrir a la rival que me estaba robando al hijo más descarriado y mandón de mi prole. Porque la insolencia de Efraín no era un mero cambio de humor: el éxito donjuanesco le había inflado el ego, no se necesitaba la sagacidad de Sherlock Holmes para deducirlo. Efraín hacía un papel de leñador, y al verlo entrar en escena con el torso desnudo, sus recios pectorales me arrancaron un suspiro agónico. Perro maldito, a pesar de todo lo deseaba con adicción. Al dar el primer hachazo, el leñador oía un ay lastimero. Se detenía un momento, extrañado, y decía: “Qué raro cantan los pájaros en este lugar”. Cuando tomaba vuelo para dar el segundo golpe, los animalitos del bosque aparecían por distintas partes del escenario, formaban un cerco alrededor del árbol y le rogaban que no los despojara de su sombra, ni de las ramas donde los pájaros hacían sus nidos, ni de las hojas secas, el alimento de las hormigas y los gusanos. Los mensajes ecológicos a cargo de cada animal se alternaban con números musicales cantados a coro por toda la compañía, y el leñador, convertido en alegre defensor de la biósfera, incitaba a los espectadores a seguir con aplausos el compás de las canciones. Eufóricos, los niños del teatro bailaban en sus butacas y algunos forcejeaban con sus mamás, obstinados en treparse al escenario.
A partir de la tercera coreografía examiné a las actrices con lupa. ¿Cuál sería mi rival? ¿La ardilla, que a pesar de su flacura tal vez se le hubiera antojado a Efraín al calor de las copas? ¿La golondrina tetona con quien bailaba un tango? ¿La gata elástica y turgente que se le colgaba del cuello? No pude resolver el enigma hasta el final de la obra, cuando Úrsula salió en minifalda por detrás de los bastidores para agradecer los aplausos y tomó de la cintura a Efraín. Un dolor agudo en la pleura me abrió los ojos: con razón se puso de su lado en la discusión con Norberto, pensé: desde entonces ya le había echado el ojo. Harta de los insípidos niños bien, su búsqueda de sabores fuertes la había arrastrado hacia el populacho, como una gourmet tentada por un taco de suadero. Efraín no se dejó pisotear por su novio y ese arranque de valor sin duda le había gustado. Primero le dio el papel protagónico de la obra y luego cortó a Norberto para sacudirse su vigilancia. Pobre tonto, ni siquiera sabía la verdadera causa del truene. Sudé frío, la cabeza me daba vueltas y con las manos engarrotadas no pude aplaudir. Maldije a Efraín por su doble traición: a la mujer que lo amaba y a sus principios igualitarios. De dientes para afuera odiaba a la burguesía, pero me había usado como trampolín para cogerse a una niña bien. ¡Y encima me invitaba al estreno de la obra, para que viera cómo se reían de mí!
No quise ir a la comida en que toda la compañía celebró el estreno. Hubiera sido un tormento fiscalizar los cruces de miradas entre el leñador y su puta. En casa me tomé dos tequilas al hilo para aflojar la tensión nerviosa, pero sólo conseguí arreciar mi caótico borbollón de emociones. Ambos me gustaban y eso redoblaba mi sufrimiento, pues intuía la ferocidad de sus goces y hasta imaginé un trío con ellos, en el que ambos me colmaban de obscenas delicias. Atacada por sus dos flancos, mi vanidad de bisexual clamaba venganza, pues también le dolía que Úrsula hubiera preferido a Efraín en vez de acostarse conmigo. Los odiaba por excluirme de su orgía, por declarar caducos mis apetitos de abuela en brama. Fuera de esta cama, vejestorio, a tejer chambritas y a jugar con tus nietos. Si de joven te dio miedo ser libre, no te inmiscuyas ahora en los placeres de los millennials.
Al día siguiente, más serena, sopesé la situación con sentido práctico. Desde luego, Úrsula podía quitarme a Efraín con sólo tronar los dedos, pero una princesa criada en pañales de seda nunca pierde de vista el ángulo económico de un romance. Quería a mi novio para divertirse un rato, no para que fuera el padre de sus hijos, si acaso pensaba casarse, y le convenía que yo lo mantuviera, pues una joven guapa, orgullosa y rica jamás se rebajaría a tener un amante que le sacara lana. En teoría, eso hubiera debido tranquilizarme, pues Efraín a pesar de todo seguiría conmigo. Pero su compañía no me bastaba: necesitaba creer que me quería y me deseaba. El descubrimiento de su engaño (ya lo daba por confirmado, aunque apenas fuera una sospecha) daba al traste con esa ilusión, pues ahora temía que Efraín se estuviera prostituyendo conmigo: yo era su balón de oxígeno, la mecenas que le daba bienestar a cambio de sexo, y por si fuera poco, lo dejaba en libertad para emprender nuevas conquistas. En resumen, era yo la perfecta imbécil que todo vivales desea encontrar y merecía que me escupieran en la calle si toleraba ese infame papel. Pero además pendía sobre mi cabeza otra amenaza letal: en cualquier momento, Tania podía enterarse del idilio de su hija y si eso ocurría, era perfectamente capaz de venir a informarme muy compungida que la loca de Úrsula se estaba cogiendo a mi novio. Sería el gol de la victoria para toda la camarilla inquisitorial que me había puesto en su lista negra y seguramente pronosticaba, con la malévola rectitud de los justos, la inminente traición de mi gigoló mercenario.
Las alternativas de investigar a Efraín por medio de un detective o de acompañarlo a partir de ahora a todos los antros, cambiando nuestras reglas de convivencia, me chocaban por indignas. Cualquier escena lesiva para mi amor propio me causaría más dolor que placer, por lo tanto, debía andarme con pies de plomo. Si le declaraba abiertamente mis sospechas tampoco saldría bien parada: una patética exhibición de celos sería el último clavo de mi ataúd. Pero no podía quedarme cruzada de brazos, y en vista de que su interés por mí era crudamente económico, decidí pagarle con la misma moneda. Burlada como amante, llevaba sin embargo las de ganar en ese terreno, el único donde podía joderlo. Una tarde llegó muy contento a decirme que habían invitado a su compañía de teatro a dar una función en Mazatlán y me enseñó muy orondo su boleto de avión. Saldrían un jueves para regresar el lunes siguiente, ¿no me importaba que faltara a la tienda tres días?
—Me importa, y mucho —respondí con voz de sargento—. Marisol no puede atender el mostrador, y si tú te vas voy a tener que buscar un suplente.
—¿Por qué no me suples tú? Es por muy poco tiempo.
—¿Y quién se queda en San Ángel? Allá me ayuda pura gente novata y la tengo que dirigir.
—Yo mismo te puedo buscar al suplente, si eso es lo que te preocupa —se mesó los bigotes con impaciencia.
—No seas irresponsable, Efraín. Tú no vives del teatro, vives de tu chamba, aunque la odies. ¿Por qué no pides mejor que alguien te supla en las funciones de Mazatlán?
—Sabes de sobra que mi prioridad es el teatro —bufó de coraje—. Si te vas a poner en ese plan, mejor descuéntame los dos días.
Se encerró en su cuarto dando un portazo y esta vez no hubo reconciliación erótica. Ni yo me hubiera podido entregar en esas condiciones, ni él habría tenido la menor gana de complacerme. Nuestra guerra fría duró una semana sin que nadie cejara en su posición. Cuando Efraín se largó muy contento a su viaje, llamé por teléfono a Marisol:
—Efraín va a faltar tres días por sus pistolas, en contra de mi voluntad. Por favor, recórtaselos de su sueldo.
La jugada sucia de Úrsula había surtido efecto: me derrotaba de nuevo en la disputa por Efraín al cumplirle el sueño de viajar en avión. Ese vuelo tendría sin duda un significado muy importante para los dos, pues se habían conocido justamente cuando Norberto escarneció a Efraín por su inexperiencia en viajes aéreos. Aunque una institución cultural pagara los boletos de toda la compañía, Úrsula saludaba con sombrero ajeno. Ella era el hada madrina que limpiaba el mancillado honor de Efraín, un papel que yo habría desempeñado, con más merecimientos, si él no me hubiera obligado a cancelar el viaje a París con sus ínfulas de zángano parrandero y déspota.
Volvió de su breve gira rebosante de júbilo, elogiando la calidez del público mazatleco y la espléndida acústica del Teatro Ángela Peralta, donde actuaron sin micrófono. Lo dejé explayarse sin musitar una sílaba. Intentó hacerme el amor en son de paz, pero yo me negué pretextando una jaqueca. No quería una reconciliación, pues sabía que su actitud cambiaría cuando recogiera el sobre con su salario. Y en efecto, ese día no llegó a comer, luego se corrió una parranda larga y volvió como a las tres de la mañana sin su habitual sigilo, pues ahora venía a cobrarse una afrenta. Entró a mi cuarto a trompicones y encendió la luz con ánimo vengador.
—Qué poca madre tienes, Delfina —hizo un puchero de niño desconsolado—. Yo creía que me apoyabas en mi carrera de actor.
—Fuera de aquí, borracho —fingí salir de un profundo sueño—, ¿cómo te atreves a despertarme a estas horas?
En plan retador, Efraín se sentó en una esquina de la cama. Yo enderecé la espalda y me apoyé en la cabecera, mirándolo con frialdad.
—No te hagas la occisa, me estás tratando como a un vil gato.
—¿Por qué? Tú mismo me propusiste que te descontara esos días, ¿o no?
—Pero no creí que me tomaras la palabra. ¿Te duele tanto perder mil doscientos mugrosos pesos? ¿Tienes alma o caja registradora?
—Sólo te di una lección: si te vale madres tu trabajo, atente a las consecuencias.
—Tú me guardas rencor por algo, quién sabe qué mosco te habrá picado.
—Contigo no puedo aflojarme, Efraín, porque te dan la mano y te tomas el pie. Desde que te dio por parrandear tres o cuatro veces a la semana, empecé a conocer tu verdadero carácter. Y la mera verdad, no me gusta nada.
—Ah, ya entendí, estás celosa y por eso me traes de encargo en la chamba.
—Eres tú el que mezcla los asuntos de trabajo con nuestra relación de pareja. Pero estás loco si crees que te voy a conceder privilegios por ser mi amante.
—Ya que te pones en plan de patrona, me voy a poner en el de trabajador explotado —Efraín chasqueó la lengua con suficiencia—. Creí que había entre los dos un acuerdo tácito o un valor entendido, como lo prefieras llamar. Porque tu ayuda económica no es un regalo: me la he ganado aquí, en esta cama.
—Bravo, por fin te quitas la careta y me hablas como lo que eres: un vulgar padrote.
—Si te parezco tan vulgar, ¿por qué no te buscas un chavo fifí? Con él no tendrías que gastar un centavo. Pero claro, como ellos no te pelan, tuviste que buscarte un naco de Ecatepec.
Le di un bofetadón, pero ni así pude callarlo.
—No te enojes, las cosas como son —se sobó la mejilla con una mueca sardónica—. Tú querías un joven para coger y yo acepté el trato, pero a tu edad esos caprichos cuestan, mamita.
—¡Vete a la chingada, cerdo! ¡Mañana mismo te quiero fuera de aquí, y si no te largas llamo a la policía!
Lo saqué a empellones de mi cuarto y si hubiera tenido a la mano un revólver, por Dios que le pego un tiro.
Al día siguiente, muy temprano, se largó con todos sus tiliches, pero mi ajuste de cuentas no había terminado. Llamé a mi amigo Tomás Palazuelos, el gerente de las librerías Gandhi, un antiguo subalterno de mi difunto esposo. Le dije que había publicado la ópera prima de un joven poeta muy talentoso y quería distribuirla en su cadena, con la mejor exhibición posible. Tomás no podía negarme nada, porque Braulio lo sacó de un apuro económico cuando su padre estaba enfermo de diabetes. Diligente y solícito, me ofreció colocar el libro en el mejor lugar de todas las mesas de novedades.
—Si quieres podemos hacer una presentación en la librería de Miguel Ángel de Quevedo, que tiene un pequeño auditorio.
—No hace falta, gracias. Es un poeta muy tímido que odia los reflectores.
Duro y a la cabeza: en todos los corrillos literarios se sabría que Efraín era un poetastro sin pedigrí. Para evitarme problemas legales pedí a Marisol que lo liquidara conforme a la ley, sin escatimarle un centavo. Pero mi orgullo pisoteado no quedó satisfecho. Tres días después de la ruptura, cuando mi humillación todavía estaba fresca, me hice la encontradiza con Norberto cuando venía saliendo de su clase. Llevaba una falda entallada con godetes, botas de tacón alto y un top de encaje negro, las prendas más sexys de mi guardarropa.
—Qué guapa te has puesto —me piropeó.
Quizá era sólo un elogio cortés, pero me dio ánimos para pedirle otro aventón. En las inmediaciones de la colonia Roma, le propuse que nos fuéramos a tomar una copa, para aliviar las tensiones de la jornada. Norberto era un chico fácil y me llevó al bar Musak, en la calle Tonalá. Cuando llegamos estaba desierto y en su rincón más escondido nos acogió una penumbra alcahueta. En vez de contarle mi separación de Efraín, preferí ofrecerle el incentivo canalla de conquistar a una mujer con dueño. Al cuarto jaibol ya me estaba metiendo la lengua en la epiglotis. Había interpretado bien su obscena mirada a mi trasero, la mirada del macho que agarra parejo. En mi casa todavía bebimos dos tragos más y antes de que el whisky lo noqueara me lo llevé a la cama. Ausente en espíritu, con la sensualidad embotada por el odio, lo cabalgué con falsa lujuria, como una actriz veterana de cine porno. Tras el orgasmo se quedó dormido como un bebé. Prendí la lámpara del buró, instalé mi celular en la cómoda, lo programé para tomar una foto en diez segundos, volví corriendo a la cama y me acurruqué en su pecho peludo. La foto era buena y nuestras caras inconfundibles. Trémula de perfidia, se la mandé por Instagram a Efraín con un recadito: ¿No que no, pendejo?
Norberto se despertó a las cinco de la mañana, frotándose los ojos con estupor, sin reconocer la escenografía del cuarto. A pesar de su tierna despedida lo noté desencajado y serio, con ojos de pecador arrepentido. No me hice ilusiones: ni él ni yo queríamos que esa aventura se repitiera. Una vez cobrados mis agravios, acudí a Elena, mi psicóloga de cabecera, pues ahora venía lo más difícil de todo: el duelo posterior a la separación. Aplaudió mi valor para recobrar la independencia, pero reprobó mis dos venganzas, que a su juicio me rebajaban a la categoría de una villana de melodrama. Reconocí mi falta de madurez, pero le hice notar que prefería esas revanchas a cultivar odios eternos.
—¿Entonces ya no lo odias?
—Ya cerré ese capítulo de mi vida. Para mí está muerto y enterrado.
No sólo estaba harta de Efraín, sino de los hombres en general. La idea de envejecer sola, como las mujeres que en tiempos de mi abuela se recluían en conventos tras una fuerte decepción amorosa, ya no me parecía un destino trágico, sino una ley natural. No deseaba enterrarme viva, sólo pagar la cuota de tristeza que me correspondía por haber gozado y sufrido en exceso, recoger los pedazos chamuscados de mi alma y recuperar un modesto equilibrio. En busca de serenidad me inscribí a un curso de meditación zen, pero al salir de la primera clase, cuando acababa de encender la camioneta y aún repetía mentalmente el mantra salmodiado por la instructora, una noticia escuchada en la radio aniquiló mis buenos propósitos:
—Se confirma la ruptura del galán Héctor Santillán con su esposa, la influencer y modelo de lencería Fanny González. Ayer Santillán hizo una sorpresiva aparición en público, en el estreno de la comedia musical Sugar, acompañado de su nuevo amor, la joven directora de teatro Úrsula del Villar…
Perdí un momento el control del volante y por poco atropello a un motociclista en la avenida Alfonso Reyes. Entre vahídos de náusea, mi estúpido error me saltó a los ojos como un chisguete de aceite hirviendo. Ni Úrsula se acostaba con Efraín ni él estaba ensoberbecido por ese ligue, todo eran figuraciones mías. Ella se cotizaba muy alto y sólo había querido ayudar a mi novio de buena fe. El temor de no poder retenerlo por mucho tiempo me había arrastrado a la paranoia y ahora la razón perdida volvía por sus fueros, desvaneciendo una pesadilla para hundirme en otra: la del amor que apuñalé a mansalva. Efraín me quería a su modo, un modo defectuoso, como el de todos los mortales. Lo había juzgado y condenado sin verificar siquiera mis sospechas, con una mala fe que le sacó del alma la personalidad de pandillero lumpen que había intentado sepultar bajo sus lecturas. Deploré mis viles represalias en su contra y el odio lúcido que me animó a perpetrarlas. Pero no debía engañarme, mi afán vengativo era en realidad un autoflagelo. Una parte de mí, la que me juzgaba con más rigor, había querido castigar a la vieja ridícula y cursi, en guerra contra la madre naturaleza, que oficiaba cada noche el ritual humillante de ocultar la nueva arruga descubierta en el espejo, las bolsas oculares, la cana traicionera que reaparecía en el mechón de la frente, la decrepitud mal disimulada por sus trucos de ilusionismo. Era yo quien me había dado esa bofetada, tal vez por eso me dolía tanto.
No sé cómo pude manejar hasta mi casa, que ahora me pareció un templo abandonado, a merced de los murciélagos y las malas hierbas. Me serví un tequila para fraguar un plan de reconquista. Quería creer sin demasiada fe que no todo estaba perdido, que tarde o temprano sanarían las llagas abiertas por las injurias mutuas. Abracé el cojín del sofá donde Efraín se recostaba a leer, impregnado por el olor a infancia y a bosque de su cabello. Si lo invocaba con suficiente fervor, quizá lograría traerlo de vuelta. ¿No había venido ya a pedirme perdón una vez? Pero me había ensañado tanto con él que no podía esperar otro gesto de nobleza. Era yo quien debía buscarlo, explicarle cómo me extravié en un laberinto de pistas falsas y apelar a su generoso corazón de poeta. Lo llamé varias veces entre las ocho y las once de la noche, hasta odiar el mensaje grabado que me mandaba al buzón. Era evidente que me había bloqueado, pero no me di por vencida y le dejé varios mensajes de voz en el WhatsApp: “Necesito hablar contigo, estoy muy arrepentida por lo que pasó”. “Me equivoqué y quiero pedirte disculpas. Por favor, háblame, no seas gacho”. “Si me sigues queriendo, aunque sea un poquito, dame una segunda oportunidad”.
A partir del quinto tequila, con la sintaxis contrahecha, pasé del tono implorante al imperativo, un tono de mamá regañona que exigía obediencia y respeto a su autoridad. “Última llamada, cabrón, o aceptas mis disculpas o te vas al carajo”. No me importaban ya las consecuencias de mis rabietas, a esas alturas la lógica me tenía sin cuidado. Intenté aliviar mi pena con una tanda de canciones rancheras: José Alfredo, Cuco, Aceves Mejía, Lola la Grande, la Tariácuri, Javier Solís. Aullaba las letras hasta perder el resuello, con las cuerdas vocales tensas como alambres. Engolosinada en el dolor, mi orgullo se crecía de pronto al rechazo y a la siguiente canción, postrado de rodillas, bendecía los azotes que le dio su domador. Llegué a desear que Efraín viniera a vomitarme su desprecio con más crueldad que la última vez, pues cualquier insulto era preferible a su mutismo. A las dos de la mañana, perdida la fe en los milagros, tuve que aceptar los hechos consumados: había matado lo que amaba, era inútil esperar indulgencia de un muchacho tan lastimado, y si corría a buscarlo al camerino del teatro, quizá me humillara delante de toda la compañía.
Al llegar a esa conclusión, caminé a mi recámara con pasos vacilantes, apoyándome en las paredes como una ciega, y saqué del buró la cajita de lexotán, que tomaba muy de vez en cuando, en casos de insomnio crónico. Quedaban doce en la cajita y me los tomé uno por uno entre buches de tequila. Total, el futuro no me deparaba grandes alegrías ni el sentido del deber era un verdadero aliciente para seguir viva. Qué lástima, ese acto de egoísmo supremo sería un golpe tremendo para mis hijos y nietos. Pero la dulce irresponsabilidad que me invadió cuando el lexotán comenzó a mezclarse con el alcohol minimizó por completo ese vago remordimiento. En el momento álgido de la intoxicación, exangüe ya y con la vista brumosa, el fantasma de mi madre, sentada en el sillón orejero, su lugar predilecto en la sala, me miró con burlona condescendencia. Meneó la cabeza en señal de condena, y me dijo en voz queda: “Ten un poco de vergüenza, por Dios, ya no salpiques a tu familia de lodo”. Quise levantarme para abofetearla, pero no pude mantener la vertical y me fui de bruces en el intento. Luego vino el apagón total, el gran silencio con su manto de hielo.
A las nueve de la mañana Eulalia me encontró tirada en la sala. Intentó despertarme con pellizcos y bofetadas leves, me arrojó un vaso de agua en la cara, y como no reaccionaba, llamó a los paramédicos. Cuando abrí los ojos, cuarenta y ocho horas después, Marisol y mi hijo Fabricio estaban al pie de mi cama en la Clínica Londres. Besos, apapachos, palabras de aliento. Les agradecí su amor con una sonrisa, pero la mera verdad, no estaba muy contenta de haber despertado en este mundo. Fabricio tuvo la delicadeza de no pedirme explicaciones hasta que me dieron de alta. Sin entrar en detalles, le dije que la ruptura con Efraín me había provocado una fuerte crisis nerviosa.
—Sabía que ese hijo de la chingada te iba a hacer daño. Donde me lo encuentre le rompo la madre.
—La que le hice daño fui yo. Si tienes que pegarle a alguien, pégame a mí —y un borbotón de llanto me cortó el habla.
El doctor Beltrán, el psiquiatra que me atendió en la clínica cuando recuperé la conciencia, se alegró de mi llanto y le dijo a Fabricio que era un buen síntoma. Eso significaba que mi vida emocional se estaba restableciendo. Pero para evitar una recaída en la depresión, que en mi caso podía ser fatal, le recomendaba que me internara en una clínica donde estuviera vigilada mientras duraba el periodo más difícil de mi duelo. Como Fabricio es un alto ejecutivo de una empresa de plásticos y tenía que regresar pronto a Guadalajara, me propuso, o más bien, me ordenó que me fuera a vivir con él una temporada. Acepté su invitación y creo que hice bien, pues ningún antidepresivo pudo reconfortarme tanto como las caricias y los besos de mis nietos.
Internada en el Centro del Bosque, una clínica pequeña y exclusiva, atendida por los mejores especialistas de la ciudad, poco a poco recobré el apetito y el interés por la vida. Los jardines, el espejo de agua y la vegetación que veía desde mi cama me levantaban el ánimo, y mi psiquiatra, el doctor Simansky, un argentino pelirrojo y barbado, con cara de hurón, era tan afable y cálido que en ningún momento me sentí loca. Le conté con pelos y señales mi turbulento romance con Efraín, y sus preguntas sobre asuntos específicos me obligaron a explorar las motivaciones profundas de mi conducta. Cuando terminé de narrarle nuestra historia de amor, al cabo de cinco sesiones, Simansky se aclaró la garganta y me miró fijamente a los ojos:
—Me ha contado usted que al sentir el repudio de su familia y de sus amigas comenzó a tener más problemas con Efraín, ¿no es cierto?
Asentí con la cabeza y me concentré en sus manos, que jugaban con un lápiz del escritorio.
—Dice usted que sus parrandas fueron el principal motivo de ese distanciamiento, pero el golpe moral de quedarse sin amigas y sin familia pudo haberla predispuesto en su contra. El miedo al ostracismo es una de las pulsiones psíquicas más fuertes. Si estaba pagando un precio tan alto por ese amor, ¿no cree que usted misma lo haya saboteado para salvar su vida social?
—No lo creo, doctor —tartamudeé un poco al responder—. Yo me sentía y me siento injustamente maltratada por la gente que de pronto me volvió la espalda, y no creía que los alegatos políticos de Efraín ameritaran ese castigo. La prueba es que no intenté reanudar esas relaciones al terminar con él.
—Pero, de cualquier manera, el repudio surtió efecto, pues acabó haciendo lo que su círculo de parientes y amigas esperaba de usted.
Simansky me había abierto un tragaluz en la conciencia y guardé un silencio atribulado, el silencio de una impostora desnuda frente al espejo. ¿De veras me había pesado tanto la condena social? Sospechar que había obedecido a mis enemigos me hundió en el desasosiego, pues no creía compartir su fobia clasista. Por querer ayudar a Efraín me convertí en su patrona, pero yo nunca le troné el látigo, ¿o sí? Advirtiendo mi perturbación, Simansky me dijo que no me sintiera mal por descubrir algunos móviles secretos de mi conducta, pues en eso consistía justamente la salud mental.
—Estuvo al borde del suicidio por no conocerse a sí misma, y aunque estas revelaciones puedan dolerle un poco, le conviene proteger sus flancos débiles. Seguiremos hablando del tema en nuestra próxima sesión.
Esa tarde salí a pasear por los jardines de la clínica y me senté a la sombra de un ahuehuete. Nada ganaba con mortificarme, ya era tarde para enmendar mis yerros, pero hubiera sido cobarde o hipócrita negarme a ver la verdad, ahora que la tenía delante. Odio a la gente que se miente a sí misma, y como por desgracia millones de mexicanos practican ese deporte, algunas veces me había sentido extranjera en mi tierra. Pero no lo era en absoluto, pues yo también había caído en el autoengaño. Aunque el diagnóstico de Simansky sólo fuera cierto en parte, de cualquier modo, la economía, la política y la historia de México se habían inmiscuido entre Efraín y yo, destruyendo mi sueño de construir un reducto ajeno a los odios de clase. O mis márgenes de libertad eran ilusorios o los perdí por bajar la guardia en algún momento. La intimidad que creía invulnerable tenía agujeros y grietas por donde se me coló el orgullo de propietaria, el acto reflejo de reafirmar jerarquías cuando un igualado se quiere salir del huacal.
Una semana después me dieron de alta. Regresé a México serena y confiada en recobrar la estabilidad. Necesitaba una terapia laboral intensa, nada de lloriqueos por mi amor perdido. Por fortuna, Marisol se fajó las enaguas y en mi ausencia capoteó la tormenta con mano firme: tengo que darle un bono a fin de año para recompensarla por su lealtad. Como Fabricio había corrido la voz de mis quebrantos emocionales, me encontré en la contestadora recados de mi madre, de mis hermanos y de mis amigas, invitándome a visitarlos con palabras de aliento, como si no hubiera pasado nada. Claro, como ya me había librado de mi leproso galán, ahora me levantaban el veto. A buena hora, imbéciles. Que se fueran al carajo, ya no los quería ni los necesitaba. Elaboré una lista negra con todos sus nombres y le dije a Eulalia: “No estoy para ninguna de estas personas, ¿entendido?”. Durante la terapia me prohibieron el acceso a internet y en mi correo electrónico se me habían acumulado más de cien mensajes. Uno de ellos, fechado quince días antes, era de Efraín.
Hola, Delfina:
Ignoré tus mensajes de voz la noche en que me buscaste porque estaba muy enojado por tus represalias. Tienes la mano pesada, pero yo no me quedo atrás. Mis ofensas fueron del mismo calibre, o quizá peores que las tuyas. He intentado hablar contigo un montón de veces y ahora eres tú la que no responde mis llamadas. Te comprendo y acepto que me hayas mandado al diablo. Ninguna pareja puede sobrevivir a la humillación mutua, en eso tienes razón. La mera verdad, yo no soportaba depender de ti, aunque me conviniera, y quizá por eso me iba de parranda tan seguido. Estaba perdiendo mi libertad y quería defenderla con estúpidas patadas de ahogado. En el fondo buscaba que me mandaras a la chingada y finalmente lo conseguí. Pero no es cierto que anduviera contigo sólo por interés: fueron palabras de ardido. Te quise de verdad, y la neta, voy a recordarte siempre con cariño, aunque hayamos terminado tan mal.
P. D.: Me hiciste un favor involuntario con la distribución de mi libro. Tenías razón: resultó un arma eficaz contra el ninguneo. El poeta Hilario Narváez, un tipo a toda madre, se lo compró en la Gandhi de avenida Juárez, atraído por el título, y me publicó una reseña elogiosa en el “Laberinto” de Milenio, con algunos jaloncitos de orejas. Luego mandé mi libro a la Fundación para las Letras Mexicanas y me gané una beca de un año para escribir poesía. Con suerte, Narváez, que ya es mi compa, pueda conectarme también para colaborar en revistas y suplementos. Pero nada de esto hubiera pasado sin tu regalo de cumpleaños. Muchas gracias y que Dios te bendiga.
Reprimí la tentación de responderle en términos afectuosos, pues una de las principales lecciones de mi terapia fue que las relaciones tóxicas nunca mejoran. “Usted es muy apasionada, Delfina, no sabe querer a medias”, me advirtió Simansky. En caso de volver con Efraín caería en un círculo vicioso que en la siguiente ruptura podía costarme la vida. No le respondí, pero yo también lo bendije con el pensamiento.
Para cambiar de aires y no recaer en el aislamiento estreché amistades con gente liberal que antes había tratado superficialmente y me uní a distintos grupos, uno de lectura, otro de cinéfilos y una ONG de apoyo a comunidades pobres de Chiapas. Volví a padecer, sin embargo, la angustia crepuscular que según mi psiquiatra es típica de las mujeres en el umbral de la tercera edad, sobre todo por la noche, cuando se recrudecía mi sensación de vacío. Por más que recordaba los exhortos de Simansky a disfrutar la soledad y a protegerla de los intrusos, la tristeza amenazaba con ahogarme, como la resaca de una playa con bandera roja. Era una tristeza contaminada por el deseo, que no se resignaba a morir, pese a los estragos de mi amor loco. Sometida a una dieta rigurosa en la clínica de Guadalajara, había perdido algunos kilitos y en las calles cosechaba piropos, silbidos, miradas obscenas. Brincos diera yo por llegar a tus años con ese garbo arrebatador, me dijo Luis Alberto, mi amigo gay, con quien ahora soy uña y mugre. Era demasiado pronto para enfrascarme en otro romance, pero ¿quién me impedía tener aventuras? Ya no necesitaba el whisky para perder el pudor. Con mi nuevo neglillé azul eléctrico, tendida en la cama en una pose felina, los labios entreabiertos y la mirada réproba, me tomé una foto que subí a mi página de Facebook. Hagan su juego, criaturas, Giselle Bloom renace de sus cenizas con las uñas de asaltacunas más afiladas que nunca.