A Gabriela Lira
Jean-Marie despertó a oscuras, molido de cansancio, con un sabor a flores muertas en el paladar. No recordaba desde cuándo arrastraba esa fatiga invencible, porque su memoria, un páramo lunar lleno de cráteres, ya no atinaba a distinguir las capas geológicas del pasado. Los recuerdos y las sensaciones del presente formaban ahí adentro un solo mazacote de estiércol seco. Buscó a tientas el pastillero del buró y deglutió una anfetamina con un sorbo de vino blanco en el que flotaban grumos de ceniza. Palpó el otro lado de la cama con más temor que esperanza de encontrar un cuerpo. Estaba solo, gracias a Dios.
Odiaba despertar con extraños, a veces con grupos enteros de gente astrosa, sin saber ni siquiera sus nombres, ya no digamos cómo habían llegado ahí. Algunos eran inmigrantes sin techo que luego le pedían asilo. No volvería a cometer el error de acogerlos. Recordó a Babou, aquel senegalés taciturno y parsimonioso que le hizo compañía más de tres meses. Daba poca lata, ciertamente. Se tumbaba tardes enteras en el sofá, oyendo con audífonos su añorada música tribal, salía del baño con el miembro erguido para darse a desear, como un orangután ufano de su buena tranca, y una vez por semana, cuando se prostituía en el bosque de Boloña, volvía a casa con bolsas llenas de comestibles. Pero le dio por ponerse tierno y tuvo que mandarlo al carajo. Quería cariño el muy estúpido. No entendía que un buscador de placer, un adicto a las experiencias límite, puede flaquear en todo, menos en el cultivo de un egoísmo robusto. Aprovechando una de sus ausencias, Jean-Marie cambió la chapa de la puerta y pidió al conserje que no lo dejara entrar. Para caricias dulzonas, mejor se compraba un gato.
De camino al baño pateó sin darse cuenta una jeringuilla tirada que no tuvo ganas de recoger. La tarea de agacharse era superior a sus fuerzas. Más aún la de hacer una limpieza general. Sobre la vieja alfombra parda y raída se acumulaban los efectos de su indolencia: latas de cerveza, condones usados, colillas, revistas viejas, triángulos de pizza enmohecidos. Como un ejército de ocupación, las cucarachas se paseaban victoriosas en medio del tiradero. Veía con ojo crítico esa atmósfera de abandono y sin embargo la parte más sincera de su alma se refocilaba en ella. ¿No era, acaso, la mejor escenografía para enmarcar su majestuoso dolor de existir? Que los cretinos rindieran pleitesía a la higiene, ese retoño bastardo de la moral puritana: él iba en contra de todas las reglas, de todas las instituciones veneradas.
Se asomó por el balcón a la rue du Faubourg Saint-Denis, en plena efervescencia nocturna, con el arco triunfal erigido por Luis XIV al fondo. Por el bullicio callejero calculó que serían las nueve de la noche. Miró con desdén aristocrático a la gente que cenaba en las terrazas de los cafés, a los ruidosos corrillos de negros que piropeaban a las muchachas, a los ciclistas ebrios de oxígeno, a los señores bien vestidos que sacaban a pasear al perro. Pobres diablos. Todos tenían un proyecto de vida vertebrador y la ilusión de realizarlo tarde o temprano. Escupió los tulipanes de su vecino, en un gesto de repudio a esa humanidad flácida y crédula que todavía buscaba el sentido de la existencia, o peor aún, que pretendía haberlo encontrado. Cuánto valor le daban a su ridícula fuerza de voluntad. ¿Creían que los gusanos respetaban a los muertos ejemplares? Ningún placer superior estaba destinado a esos tozudos cultivadores del autoengaño. Jamás entenderían la poesía del naufragio, la negra belleza de un alma desmoronada.
Aborrecía el agua tanto como los gatos, pero después de cuatro días sin bañarse ya tenía un molesto escozor en el pelo y prefirió meterse a la ducha. Al frotarse con el champú se le cayó un mechón de cabello. Iba que volaba para la calvicie. El médico se lo había advertido: usted sufre de anemia aguda por falta de una alimentación sana. Las drogas lo debilitan y para vencer la fatiga crónica tiene que drogarse de nuevo, en busca de una euforia cada vez más efímera. Sólo una terapia de rehabilitación puede salvarle la vida. Pero ningún galeno lo haría claudicar jamás, ni lo intimidaba en absoluto su prematuro envejecimiento. A los veintiocho años parecía de cuarenta, ¿y qué? ¿Iba a transigir con los valores del rebaño? Al diablo con la vida ordenada: él había nacido para cabalgar relámpagos.
En el espejo del lavabo contempló su pálido rostro de alucinado, con la piocha rojiza, la sinuosa nariz varias veces rota, el maxilar agudo como la punta de un sable y esa mirada de perplejidad inocente que parecía asomarse a la realidad desde un mundo remoto. La argolla incrustada en el tabique nasal, que tanto le fastidiaba cuando tenía que sonarse los mocos, le confería sin embargo un perverso encanto de chamán posmoderno. No era guapo ya, desde luego. Sin embargo, las huellas de su prolongado coqueteo con la muerte lo colmaban de orgullo. Eran sus títulos de nobleza, sus entrañables heridas de guerra. Cuando buscaba unos calzoncillos sonó su teléfono celular: lo llamaba Hubert, para invitarlo a un rave de disfraces en una bodega abandonada de Sarcelles, un suburbio pobre de París.
—Te va a fascinar, estará lleno de adolescentes lumpen, canallas y calientes como te gustan, y toca un dj argelino que pone a la gente loquísima.
La invitación era en realidad el motivo secundario de su llamada. Enseguida Hubert le pasó la factura:
—Ando muy escaso de cristal. Por favor, cómprame un par de bolsitas. El que vende tu dealer es una bomba. Yo te lo pago cuando reciba mi pensión, ¿de acuerdo?
—Está bien, pero con esto ya me debes 200 euros.
Pobre Hubert, siempre pidiendo limosna. En materia de adicciones vivía a expensas de Jean-Marie, pero él lo toleraba porque a trueque de su parasitismo, Hubert lo había introducido al bajo mundo de los pandilleros magrebíes, a quienes adoraba servir como esclavo sexual. Financiaba sus vicios porque sin ese idiota útil, sin ese contacto con el mundo exterior, hubiera caído en el encierro autista y no le convenía distanciarse tanto del género humano. Sacó del clóset un caftán verde con vivos dorados, herencia de Babou, y lo complementó con un vistoso gorro senegalés. En la calle, la primera ráfaga de viento le produjo un fuerte mareo. Cuidado, llevaba muchas horas sin probar bocado y podía desmayarse de inanición. En la crepería de la esquina se compró una crepa de jamón y queso, pero al cuarto mordisco sintió náuseas y tuvo que arrojar el resto a la basura. Su cuerpo rechazaba el alimento, o más bien la vulgar obligación de engullirlo.
En la entrada de la estación Château d’Eau abordó a Dimitri, su proveedor de droga, un corpulento rumano con el rostro picado de viruelas. Le entregó con disimulo un billete de 50 euros y a cambio recibió una bolsa de papel de estraza con cuatro bolsitas de escarcha azul. En el andén, una madre joven que llevaba de la mano a sus dos hijos se cambió de banca al verlo venir hacia ella. Dentro del vagón sintió que la gente lo miraba con recelo, seguramente por su palidez de alma en pena, incompatible con ese atuendo africano. Le tenían miedo, bravo. Había logrado ser un indeseable compañero de viaje, una amenaza para cualquier persona civilizada y decente. Fuera de mi camino, ábranle paso al ogro. No quiero ver las fotos de mis nietos en la mecedora. Elegí consumirme de prisa, pasar por este mundo como una llamarada, y aunque les parezca un aborto de Satanás, no me cambiaría por ninguno de ustedes, ¿entendido?
Después de un largo trayecto con dos transbordos, se apeó del tren suburbano en la estación de Sarcelles, donde ya lo esperaba Hubert, vestido con un poncho peruano y una ridícula gorra de la Legión Extranjera. Era un alfeñique rubio, con ojos amarillentos, nariz bulbosa y mejillas hundidas. La caída de los dientes frontales inferiores, consecuencia de su adicción al cristal, lo había convertido en un adefesio. Tenía los pantalones húmedos de orina, y a juzgar por su hedor, había comenzado a pudrirse en vida. Estaba tan urgido de un pinchazo que se ocultó a dárselo detrás de un contenedor de basura, mientras Jean-Marie montaba guardia en la banqueta. Calentar el veneno en una cuchara, ponerse la ligadura en el antebrazo y aplicarse la inyección le llevó un santiamén. El flamazo en las neuronas le devolvió los colores del rostro y de camino a la fiesta daba saltitos de júbilo, como un niño a la hora del recreo. Pobre bestia, pensó Jean-Marie, mirándolo con lástima, desde su elevado estatus de drogadicto sofisticado y rico. Heredero de una fortuna que no alcanzaría a derrochar en toda una vida de excesos, él sólo consumía drogas finas inasequibles para la masa, que jamás le convidaba a ese paria. Lo quería como se puede querer a un perro, pero los perros comían croquetas, no los platillos suculentos de sus amos.
En la entrada de la bodega transformada en salón de fiestas, Hubert pronunció la contraseña exigida por los organizadores: Va te faire foutre, y Jean-Marie pagó las entradas con su tarjeta de crédito. Después de pasar por un detector de metales, se abrieron camino a empellones entre una turbamulta de jóvenes convulsos que bailaban en estado de trance, los ojos entornados y el cuerpo erizado de voltios. Había de todo: bailarinas de ballet, gendarmes, ayatolas, rabinos, odaliscas, geishas en kimono, jugadores de rugby. A espaldas de Hubert, que ya saltaba como un simio, Jean-Marie deglutió una pastilla de éxtasis holandés, el mejor que se podía encontrar en Europa. Integrado a la euforia colectiva, bailó una interminable tanda de piezas electrónicas, hasta perder el resuello y la noción de la realidad. Los latidos de su corazón retumbaban como batacazos, siguiendo el compás de la machacona pista de sonido, que en cada repetición hipnótica desataba más y más las amarras de su conciencia. Ser una máquina inconsciente, un imantado cable de alta tensión, compenetrado con la sístole y diástole del universo. Oh, gloria del sinsentido. ¿Acaso existía una ambición más alta? Sediento y rendido se acercó a la barra de smart drinks, atendida por un transexual robusto con peluca verde y minifalda de lentejuela. Se bebió el brebaje a pico de botella, sin pausas para respirar. Recobrado el aliento, deambuló un rato entre la tentadora muchedumbre de cuerpos sudorosos. El éxtasis lo había puesto caliente. Más le valía buscar pronto una aventura sexual, antes de que otras aves rapaces le dejaran las sobras del banquete.
Exploró la zona menos congestionada de la fiesta para alejarse lo más posible de Hubert, pues detestaba llevarlo pegado como estampilla y sobre todo tener que aspirar su hedor. Donde terminaba la nave principal de la bodega comenzaba una sección de viejos depósitos de grano, separados por delgadas paredes. Caminó despacio por el pasillo central, husmeando a izquierda y derecha. En el umbral de cada celda encendía la pantalla del celular para ver qué había adentro: una lesbiana sádica azotando a otra sumisa, vestidas ambas de cuero negro; un adicto en plena crisis de ansiedad que se daba topes contra la pared, mientras su novia sonreía en estado catatónico; una muchacha vomitando, rodeada de patanes que le aplaudían; un racimo de futbolistas noqueados por la sobredosis.
En el penúltimo cuartucho encontró a un punk de cabello color violeta, larguirucho y pálido, que fumaba piedra con un trozo de antena improvisado como pipa. Tenía pintadas las uñas del mismo color de su pelo, un gesto de coquetería que le hizo dudar de su virilidad. Junto a él, su aparente pareja, una rubia gorda con la cara llena de granos, se masturbaba echada en un jergón, con la falda enrollada en la cintura. Abismado en el crack, el punk ni la miraba. A pesar de su marcada predilección por los varones, de vez en cuando Jean-Marie condescendía a las aventuras con mujeres, y excitado por la procacidad de la escena, le ofreció su verga firme a la gorda menesterosa. Ella la empuñó con gula, pero antes de mamarla dirigió una mirada al punk aletargado, que le dio su permiso con una displicente inclinación de cabeza.
Jean-Marie no se dio por satisfecho con sus habilidades bucales, y mientras acariciaba el pelo de la gorda, que mamaba con devoción, lanzaba insistentes miradas bragueteras al punk esmirriado, que lo desairaba con aires de proxeneta castigador. Pero cuando la gorda se puso en decúbito prono y Jean-Marie tuvo la cortesía de penetrarla, el punk respondió por fin a sus provocaciones. Como si tuviera un repentino ataque de celos, escupió la cara de su insolente rival, le propinó cuatro nalgadas recias y lo penetró con lujo de rudeza. Al parecer la pareja tenía un largo fogueo en materia de tríos, pues en ese momento la gorda aceleró los movimientos pélvicos, en perfecta sincronía con los vigorosos embates de su compañero. Jean-Marie disfrutó hasta el delirio la verga punitiva de su violador. La gorda, en quien volcaba la dinamita que recibía por el ano, gemía y jadeaba como puerca en el rastro. Cuando el punk le jaló con crueldad las argollas de las tetillas, Jean-Marie por poco se viene de gozo.
—¡Más fuerte, así, arráncame la piel!
Entonces oyó unos pasos sigilosos. Era un mirón disfrazado de fraile, con hábito negro y capucha, que tal vez deseaba unirse a la orgía y se detuvo en el umbral del cuarto. Sin dejar de cumplir su faena pasiva y activa en el sándwich, Jean-Marie trató de verle la cara, iluminada a medias por las luces estroboscópicas. Fue como verse al espejo: el fraile curioso era su vivo retrato, un hermano gemelo con huraño gesto de inquisidor. Cruzaron una mirada de perplejidad. A juzgar por su rígida palidez, el doble parecía horrorizado. Antes de que la gorda y el punk notaran su presencia, hizo un discreto mutis y huyó despavorido. Al terminar el trío, que ya no pudo gozar como antes, Jean-Marie lo buscó por toda la fiesta con una extraña sensación de orfandad. Presentía que ese fraile había querido decirle algo, que su aparición era una advertencia. Vio a otros dos jóvenes con sotana, sin el menor parecido con él. Su pesquisa entre la concurrencia no surtió efecto: se había esfumado y nadie había visto a un monje con hábito negro.
De vuelta en casa, con los nervios en llamas, necesitó una buena dosis de heroína inyectada para serenarse. ¿Las drogas habían distorsionado sin remedio su percepción de la realidad? No podía descartar que las oficinas más intoxicadas de su cerebro hubieran provocado esa alucinación. Peores cosas veían los alcohólicos bajo el influjo del delirium tremens. Pero su doble tenía un obvio propósito de condena moral, por algo iba vestido de fraile. Reprobaba su vida pecadora y buscaba, sin duda, infundirle remordimientos. ¿Con quién creía el estúpido que estaba tratando? La moral judeocristiana le daba risa. No era uno de esos católicos renegados, que después de reprimir sus instintos por largo tiempo, blasfeman o cometen sacrilegios con un frenesí proporcional a su fe de antaño: él no creía en nada y se cagaba en los diez mandamientos. Desde luego, los psiquiatras podrían explicar la aparición con argumentos científicos, pero le pareció más refinado y poético asumir que tenía un fantasma. No se trataba, por suerte, de un fantasma vengativo y torturador como los típicos exponentes del género. En vez de asustarlo, el fraile había huido muerto de miedo. Era un fantasma cobarde, con una debilidad impropia de su estirpe. Quizá fuera un antepasado suyo que venía del otro mundo a exigirle que se enmendara. Pero si quería redimirlo, ¿por qué había salido corriendo?
Un pesado sopor lo mantuvo dormido todo el día y despertó, como de costumbre, a las nueve de la noche, los músculos triturados por su fatiga crónica. En la ducha se le cayó otro mechón de cabello, aún más tupido que el anterior. Con ayuda de un espejo de mano logró verse la coronilla: el mechón caído le había dejado una especie de tonsura. ¿Otro mensaje de su alter ego? In nomine patris et filii et spiritus sancti, se santiguó en broma. Ironías de la vida: su aspecto iba cobrando un aire monacal, acentuado por los pinchazos repartidos con equidad en su agujereado pellejo de yonqui. La aguja hipodérmica era un instrumento de penitencia más eficaz que los viejos cilicios. Con tantas llagas y cicatrices nada tenía que envidiar a los estigmas de Cristo. Y como se estaba quedando en los huesos, su delgadez denotaba un desprecio igualmente frailuno por los festines del paladar. Tal vez hubiera un puente secreto entre la mortificación de la carne y el hedonismo salvaje, entre la virtud militante y el vicio escabroso, entre la concupiscencia del libertino y la ataraxia del santo. Descubrirlo sería su mayor victoria personal, el galardón que se merecía por haberse alejado tanto del conformismo domesticado y mediocre. Estaba en mitad de ese puente, pero no alcanzaba a ver dónde terminaba. Y quizá se drogaba tanto, quizá se columpiaba entre la lujuria y el sufrimiento para ver qué había más allá, en la otra orilla de sí mismo. La providencial aparición del fantasma le ofrecía en bandeja la oportunidad de conocerse a fondo. No debía, entonces, temerle a sus reproches directos o indirectos, sino aceptar su desafío con ánimo retador. Tenía por fin un aliciente para cometer pecados de alto calibre.
Cerca de su edificio, en un puente del canal Saint-Martin, solía tumbarse un borrachín andrajoso que en la cruda pedía limosna y en la borrachera sostenía discusiones acaloradas consigo mismo. Cualquiera podía advertir que esa piltrafa humana estaba pidiendo a gritos una eutanasia. Y si no la pedía, alguien debía vacunarlo contra la falta de dignidad. A las cuatro de la mañana, envalentonado por dos rayas de coca, salió armado con un tubo que ocultó debajo de un grueso abrigo de lana. El frío calaba los huesos, el canal estaba desierto, ni un alma transitaba por las calles. Con una excitación casi sexual se acercó al lastimoso guiñapo, que tiritaba de frío. El infeliz ni siquiera pudo meter las manos. Hecho un ovillo aguantó la andanada de tubazos en el cráneo, en las costillas, en las piernas, soltando chillidos de rata, hasta quedar convertido en una empanada de carne tártara. Cuando exhalaba el último aliento, el fraile apareció de rodillas en las aguas del canal, con el gesto contrito de un mesías ultrajado. Alzó el crucifijo que pendía de su cuello y se lo mostró a Jean-Marie, como si quisiera practicarle un exorcismo. ¿Qué diablos quieres?, gritó, procurando disimular su miedo. A lo lejos clamaba justicia una sirena de policía. Salió corriendo para ponerse a salvo, la cara oculta entre las solapas del abrigo. ¿Lo habrían visto desde alguna ventana o su doble había llamado a la patrulla? Al día siguiente, al leer las noticias en internet, descubrió con alivio que ningún testigo de este mundo había presenciado el crimen.
Desde entonces tuvo la certeza de que el fantasma lo observaba en todo tiempo y lugar. Sus pecados lo mortificaban, pero no perdía la oportunidad de contemplarlos. ¿Masoquismo o tenacidad redentora? ¿Quería salvarlo a fuerza de apariciones? Resuelto a ganar el juego de vencidas, en las semanas siguientes lo obligó a presenciar la violación de una niña de seis años, la decapitación de un perro drogado, el incendio de un asilo de ancianos, el artero homicidio de un minusválido a quien derribó de su silla de ruedas y arrojó al Sena. El fantasma lloraba, se daba golpes de pecho, rasgaba su hábito, lo rociaba con agua bendita que se evaporaba antes de mojarlo. Parecía atormentado por su impotencia, pero Jean-Marie no podía sentirse vencedor, pues tampoco salía ileso de esas confrontaciones. La mirada del doble, acusadora y compasiva a la vez, encerraba un enigma perturbador sobre su propia naturaleza. Nadie lo conocía tanto como él, y su aparente inferioridad encerraba una amenaza indefinible. Tal vez sepa algo de mí que yo ignoro, pensaba, o espera un momento de flaqueza para robarme la voluntad. A solas en su guarida, cuando silbaba el radiador de gas o el viento azotaba las ventanas abiertas, encendía la luz tratando de pillarlo y gritaba con furia: ¡Respóndeme de una vez! ¿Quién eres y a qué has venido?
Por esos días, un viejo compañero del liceo, Serge Mornard, lo invitó al coctel anual de la Sociedad de Arquitectos en el viejo convento de Les Récollets, remodelado desde hacía tiempo para albergar una residencia de escritores y artistas. No había visto a Serge en los últimos 12 años, ni tenía nada que hacer en ese coctel. Dedujo que su nombre figuraba en una lista de amigos no actualizada. Lo habían invitado por error, pero no se necesitaba ser un adivino para ver en esa casualidad otra señal del fantasma. Vivía muy cerca del exconvento y cada vez que pasaba por el portón con herrajes de su antigua iglesia, de camino a la Gare de l’Est, lo invadía un vago desasosiego, que había atribuido a su temperamento mórbido y depresivo. Ahora veía claro: de ese edificio adusto emanaban, sin duda, vibraciones magnéticas imperceptibles para el resto de los mortales. Buscó datos en Wikipedia para documentar su corazonada. Los agustinos recoletos, una orden ascética y contemplativa fundada en España en el siglo XVI, vestían un hábito negro idéntico al de su doble. Me quiere llevar a su territorio, es una celada, pensó. Y si no caigo en ella creerá que le tuve miedo.
Se puso el único atuendo de persona respetable que guardaba en el clóset, un traje gris perla de Giorgio Armani. Para pasar inadvertido llegó una hora tarde al coctel, cuando el antiguo refectorio del convento ya estaba abarrotado de socialités. Dentro del antiguo templo, comunicado con el refectorio por una puerta ancha, tocaba un conjunto cubano, y a su alrededor, los invitados jóvenes bailaban con más entusiasmo que ritmo. Saludó a Serge Mornard, que ni siquiera se acordaba de su nombre, pero como buen agente de relaciones públicas, le agradeció efusivamente su asistencia. El bullicio de la gente guapa y distinguida, risueña hasta la falsedad, exacerbó su misantropía. Si pudiera, mandaría al paredón a esos consumados maestros en el arte de prostituir la amistad. Los odiaba por hipócritas y frívolos, pero sobre todo, por su falta de valor para asumir el sentido trágico de la vida. Los meseros de smoking pasaban ofreciendo canapés y copas de champaña. Cuidado, su aislamiento no tardaría en hacerse notar y en las lides sociales, la soledad era una especie de roña.
Tomó el pasillo que desembocaba en los baños y abrió la puerta del fondo. Era el cuarto de trebejos del personal de limpieza. Se acurrucó entre las escobas y las cubetas, con la puerta cerrada por dentro. Sacó dos bolsitas de plástico, una con heroína y otra con cocaína, las mezcló en una cuchara y con el fuego del encendedor se preparó una inyección de speedball. El coctel de drogas le provocó una ráfaga de euforia paradójicamente sedante. Se sintió un coloso invulnerable con el universo en el puño. A lo lejos, los murmullos de la gente bonita y los acordes del son cubano le recordaban su exclusión de un mundo al que no sentía ningún deseo de pertenecer, pues había convertido esa oscura covacha en el ombligo del cosmos.
Cuando despertó, a las cuatro de la mañana, los asistentes al coctel ya se habían largado. Aún bajo los efectos de la droga, con una dulce modorra equidistante de la lucidez y la ebriedad, salió del escondrijo procurando que la puerta no rechinara, pues temía toparse con un mozo de limpieza. Ni un alma, tal vez no harían el aseo hasta el día siguiente. Se deslizó entre las mesas atiborradas de botellas y copas, en dirección a la antigua iglesia. Al abrir el pesado portón, el escenario se transfiguró. Estaba en un templo barroco del siglo XVII, con un retablo de hoja de oro que refulgía a la luz de los cirios. Las rústicas bancas de pino denotaban el desapego de la orden recoleta a los deleites mundanos. El lujo era para Dios; para ellos, las penurias y las privaciones. Los óleos con escenas de la vida de san Agustín y los bajorrelieves con las estaciones del viacrucis creaban una atmósfera opresiva de solemnidad y recogimiento.
Escuchó un bisbiseo que provenía de los confesionarios, ubicados en la nave izquierda, junto a la imagen de la Inmaculada Concepción. Debe de ser él, pensó, me está llamando a su encuentro. Un superior de la orden, del que sólo pudo ver los faldones de la sotana por debajo de una cortina negra, escuchaba en confesión a un fraile encapuchado. Como el fantasma se había esfumado tantas veces, ahuyentado por su presencia, Jean-Marie se ocultó detrás de una columna para escucharlo a hurtadillas:
—Me acuso, padre, de alojar pensamientos inmundos en la hedionda sentina de mi alma. Justo ahora, cuando creía haber vencido los apegos sensitivos que provienen del cuerpo, el demonio se ha enseñoreado de mis sueños y cada noche me tienta con espantables visiones.
—¿Qué visiones? —preguntó el confesor.
—Son tan repugnantes que me avergüenza referirlas.
—No podré darte la absolución si me ocultas tus pecados. Por más negros que sean, debes confiar en la infinita misericordia de Dios.
—Lo haré, padre. Pero temo que no sea digno ya de servir a Cristo, por haber imaginado tales bajezas. Le juro que he luchado por santificar el dolor, como lo manda nuestra regla monástica, pero cuando creía haberlo conseguido, cuando avanzaba con paso firme por la vía purgativa, que limpia el alma de todo aquello que la inficiona, empecé a soñar con pecados horrendos, cometidos por mí en un mundo futuro, tan vil y depravado como la Roma de Domiciano o la pérfida Babilonia. En mis visiones gozo con el dolor, pero no a la manera prescrita en los capítulos definitorios de nuestra orden. Me clavo agujas en todo el cuerpo, pero en vez de purificarme el espíritu, introduzco en mis venas un diabólico filtro narcótico, una especie de beleño que me aletarga y predispone a los placeres carnales. Y esto es, padre, lo que más me alarma. En mis visiones, desdoblado como un monstruo bifronte, con el alma repartida en dos cuerpos, soy un libertino sodomita, peor todavía, un demonio engreído y soberbio que se cree superior al prójimo, como si la vileza fuera un timbre de orgullo. Visito las ergástulas infernales, pobladas por pecadores tan abominables como los vestiglos pintados en los lienzos del Bosco. Danzan con lascivia en oscuros galerones, oyendo chirridos y retumbos, como los que según las escrituras anunciarán el apocalipsis, y en medio de la batahola se ayuntan bestialmente sin recatarse de los demás, ya sea hombre con mujer o en infames actos contra natura. La primera vez que vi a mi fantasma gozaba a la vez como hembra y varón, ensartado entre un brujo y una mujerzuela. Dios me perdone por tener una imaginación tan sucia. Iba vestido con una extraña túnica, y cuando cruzamos una mirada desperté bañado en sudor, avergonzado y contrito, pero debo admitirlo, con el miembro duro como un leño. Desde entonces procuro combatir el sopor rezando novenarios de rodillas, pero la fatiga me vence y en la madrugada, antes del toque de maitines, vuelvo a ese mundo abyecto, lleno de pecadores contumaces y máquinas pavorosas, en el que Satanás ha sentado sus reales.
—¿Llevas mucho tiempo teniendo sueños impuros?
—No puedo precisarlo, pero me ha parecido una eternidad.
—Debiste confesarte de inmediato. ¿Cómo te has atrevido a guardar tanta ponzoña en el alma?
—Perdone, padre. Creí que con la ayuda del Señor podía vencer al enemigo malo, o vencerme yo mismo, para ser más justo. Hago todo lo posible por ahuyentarlo, pero con él no valen rezos ni penitencias. Tal parece que se solaza torturándome con sus desmanes. De la depravación ha pasado al crimen, de la lujuria a la sevicia. Mata, viola, humilla a los débiles con la saña de un verdugo engreído. Su infinita soberbia nunca se sacia y temo que sus bajezas me debilitan. De algún modo soy su cómplice, tal vez por eso Cristo no viene en mi auxilio. Si comparto aunque sea un adarme de su egoísmo, no merezco el perdón de Dios. Sé que Lucifer pone a prueba el temple de los santos varones con visiones malignas, pero ellos lo derrotan con su fe inquebrantable y he procurado seguir su ejemplo, sabiendo que el rencor de Satanás nada puede frente a la omnipotencia divina, pero tengo muy flaca la voluntad, si acaso la voluntad gobierna los sueños. Podría jurar que me acecha ahora mismo, mientras le desnudo las postemas de mi alma, y escarnece con risas tabernarias mi sincero arrepentimiento.
Jean-Marie había escuchado la confesión con una mezcla de estupor y humildad trágica. Toda una vida consagrada a cumplir los caprichos perversos del cuerpo, y ahora resultaba que su cuerpo era un vil espectro. Comprendió el misterio encerrado en sus despertares nocturnos, en la pérdida del cabello, en el sueño sin reposo, en el hoyo negro de su memoria. El recoleto atormentado, su amo y señor, apenas le había concedido una brumosa ilusión de vida. Todo era un embeleco, hasta esa confesión. Sin duda, el monje la estaba soñando, como soñó la orgía en la fiesta, los piquetes de heroína, los crímenes sin castigo. A la luz de los cirios descubrió que su mano se había vuelto traslúcida. Podía ver a través de ella el altar de la iglesia. Pese a la decepción de constatar su insignificancia, trató de aferrarse a la última brizna de orgullo que le quedaba y se acercó lo suficiente para susurrarle al oído:
—Está bien, tú ganas, el fantasma soy yo. De día me maldices, por las noches pecamos juntos. Cuanto más porfíes en alcanzar la pureza, más atizarás el fuego de tu perdición. Acudiré con diligencia a tus invocaciones, como un ángel custodio de tu naturaleza más honda, la que intentas domar con cilicios, novenarios y fervorines. Me odias tanto como yo te desprecio, pero sé que en el fondo me guardas lealtad. Y tal vez yo sobreviva como el hilacho de un viejo sueño cuando tu cuerpo se pudra bajo la tierra.