¡Buuuum!
Mari Paz tosió, envuelta en nubes de pólvora. Sabía que recrear era divertido, pero no esperaba que además pudiese ser agobiante. A su alrededor, el resto de sus compañeros cargaban, seguían órdenes y cumplían con el mecanismo de disparo a una velocidad pasmosa. El ataque de los españoles había sido brutal:
—¡¡¡Trahison!!! ¡¡¡Trahison!!! —empezó a gritar Fede antes de fijarse en su superior. Y continuó—: Pablo, macho, tírate al suelo, se supone que te matan.
—¿Eh? ¡Ah!
—Eso sí que es tener una muerte lenta —bromeó Mari mientras sacaba un cartucho.
—No anda muy avispado —repuso Sofi—. Como siempre.
En el suelo, Pablo abrió un ojo.
—Eh, que os estoy oyendo.
Un nuevo cañonazo resonó en la plaza y Mari agachó la cabeza.
—Los muertos no oyen… Y con esto, menos —dijo.
—Jorge debe de tener un problema en los tímpanos —rezongó Sofi—. No sé ni para qué se molestan, si en la lucha original no hubo cañones.
—Ya, pero queda más impresionante —repuso Cristina—. Y a Jorge le gusta mucho hacer de artillero.
—¿Y por qué los nuestro no…?
—¡En joue! —clamó Federico. Ahora era cuando tenía que mantener alejados a los imprudentes.
El grupo amartilló de modo muy profesional. Ningún miembro del público estaba demasiado cerca.
—Visez… ¡¡¡Feu!!!
Diez carabinas juntas vomitaron un escupitajo de fuego. El conjunto era hermoso: unidas, las armas aparentaban ser la boca de un inmenso dragón, de ahí el nombre de aquel cuerpo de caballería.
—¡Guau!
Mari Paz sonreía de oreja a oreja. Sofi se echó a reír.
—Disparar es divertido, mujer de armas tomar. Aquí no matamos a nadie. Y para ser la primera vez, has tenido suerte. Estas carabinas fallan mucho.
—¡Marchez!
Mari Paz y Sofía siguieron el sonido del tambor, que marcaba la cadencia. A su paso, el público sacaba móviles y cámaras. Gauche, gauche, gauche, droit, gauche… Mari sintió un aleteo de felicidad. ¡El esfuerzo merecía la pena!
—¡Halte! ¡¡¡Chargez!!!
Las dos volvieron a echar mano de los cartuchos. Sofi observó a su amiga cargar con más destreza y menos miedo, y sonrió.
—¡¡¡En joue…!!!
—Aprovecha, Mari —le dijo mientras las dos apuntaban—. Ahora es cuando puedes desfogarte a gusto. Después intervienen los vecinos y no les vamos a disparar, por muy de época que vayan.
—Habrá que gritarles o algo así —admitió Cristina—. Aunque no sean recreadores, tenemos que mantener el realismo. Es una pena que contra los civiles no dejen utilizar fogueo.
—Tranquila. Tampoco creo que los franceses pudiesen disparar a nadie con la que les estaba cayendo encima.
—¡¡¡Feu!!!
La salva retumbó otra vez. Unos metros más adelante, Jorge, que estaba sirviendo como combatiente entre las fuerzas españolas, se llevó la mano al pecho con un rictus dramático.
—¡Gabachos cabrones! ¡Se han cargado a nuestro jefe!
—Ya podían hacer lo mismo en la oficina…
—¡Os cogeremos con vida, franchutes!
Sofi, que volvía a cargar, baqueteó sin darse cuenta.
—Pues ojalá que sea así. Porque me debes una ronda, Hugo.
Y volvió a apretar el gatillo.
* * *
—¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! ¡Habéis deshonrado a mis hijas!
Didier aguantó al tipo, resistiendo los arañazos de aquella vieja. Sus uñas le dejaron la piel llena de regueros de sangre y supo que, de haber podido, le hubiese matado; pero no reaccionó. Él no asesinaba mujeres. Además, resultaba fácil ver que aquella estaba enloquecida por la rabia. Hizo un esfuerzo por apartarla, lejos de los hombres y de sí mismo. Tampoco quería quedar desfigurado.
—¡Sargento, mantenga la posición!
Nada más decir esto, los suyos tuvieron que resistir un nuevo embate. Dumont intentaba proteger las puertas del monasterio y muy especialmente, las del polvorín. Pero estaban perdiendo y él lo sabía. Por primera vez, Didier comprendió a sus enemigos, al morir a manos del ejército napoleónico. Esquivó un puñal y miró hacia Dumont. ¿Qué planes tendría? Para Laínez, ellos eran presas.
Al frente de la tropa, Dumont pensaba lo mismo. En realidad, la guerrilla ya los había vencido, derrotado, c’était fini: el exceso de autoconfianza de Moreau había hecho que les cogiesen con el culo al aire. Ahora solo les quedaba caer de forma digna, protegiendo los materiales y la pólvora del convoy. Su único refugio era la propia iglesia, pero si lo aprovechaban terminarían sitiándolos o algo peor. Las viejas vigas ardían con mucha facilidad.
—¡Atención! —dijo—. Acercaos a la entrada, protegedla bien, ¡no dejéis que pase nadie!
La mayoría de los hombres ya lo estaban haciendo, así que la apreciación cayó en saco roto. No obstante, aquel movimiento compacto, seguro, pareció enloquecer a sus españoles. Probablemente alguno de ellos supiera francés, quizás el cura, pensó Dumont. La idea le dejó un sabor amargo. Dieu, iba a morir a manos de aquella chusma y no en medio de la batalla, como correspondía a un caballero. Quelle merde!
Lejos del oficial, Laínez observó los movimientos agónicos de los dragones.
—¿Cargamos ya? —preguntó su segundo.
Laínez negó con la cabeza.
—No. Espera a que se abra hueco, sino solo conseguiremos perder hombres. La paciencia nos es más útil.
José asintió. Sabía lo que tramaba Laínez y, a fe suya, que estaría allí para presenciarlo. Había perdido una hermana en Arroyuelos y esos franceses iban a pagar por ello.
* * *
—¡Por tu derecha! ¡Por tu derecha, Mari!
Mari se dio la vuelta justo a tiempo para esquivar el ataque de uno de los pueblerinos más jóvenes. El niño sonrió.
—¡Muerte a los franceses! ¡Uhhhh!
Sofi hizo una mueca.
Lucas le respondió con una sonrisa.
—Sí, ¡ya veo los muchos que sois!
Lo cierto es que el optimismo de los franceses había provocado no pocos chistes entre los de Cetinilla. Como Jorge y los demás habían preferido ir de españoles, al final las tropas napoleónicas sí que se veían algo menguadas. Pero, según la opinión de Cris, «eso nos hace parecer más valientes».
«Y a los otros, unos abusones» añadió Mari, mientras recibía otro pelotazo.
—¡Qué infantiles! —se quejó Sofi—. ¡Tiran bolitas de papel!
—¿Preferirías piedras? —dijo Federico—. Me gusta recrear, pero hasta ese punto…
—No, hombre, piedras no, pero si tenemos que ser fieles a la época… No sé… Es que ese periódico, al menos podrían molestarse en esconder las fotos.
—Que te den con un político en la cara, eso sí que duele —se quejó Sofi—. ¡Eh, tú! ¡Con cuidado, chico!
Lucas rio y cogió otro proyectil. El pueblo se lo estaba pasando bomba. Mari había visto recreaciones más serias, pero en ninguna la gente participaba de aquella forma. Claro que eso tenía sus desventajas. Cris, que acababa de sentir otro golpe, parecía pensar lo mismo.
—¿Cuánto va a durar esto? —le preguntó a Fede—. Nos están machacando.
—No te quejes, que no hay balas y el pueblo tampoco pide tu sangre. Menudo francés estás hecho.
—Yo no voy por ahí invadiendo otros países, como Napoleón —repuso Cristina frotándose la nariz—. ¿Me vas a contestar?
Una señora se les acercó y Federico, sonriendo, hizo un amago de amenaza. Después le respondió a Cris.
—Aún queda. La gente tiene que expulsarnos hacia un lugar más amplio, donde podamos disparar el cañón sin peligro, ahora que hay gente. En la época no fue así, pero es lo mejor que podemos hacer. Protección civil no acepta excusas.
Mari, que estaba escuchando, miró hacia la calle. Las fuerzas del orden siempre destacaban en un par de vehículos, por los accidentes. Hasta entonces solo había habido algunas quemaduras y no de gravedad. Pero era tranquilizador tenerlos allí.
—Pedro sabe hacer las cosas —dijo refiriéndose al conductor de la ambulancia— ¡Atenta, Cris! ¡Vigila tu flanco!
Cris obedeció y pudo esquivar un nuevo golpe. Al menos ya faltaba poco para que aquello terminase.
A lo lejos, Juan y su «guerrilla», a quienes no rodeaba tanta gente, volvieron a preparar el cañón.
* * *
—¡Laroche! ¡No!
Pero el joven ya estaba muerto cuando Didier tiró de él. Los guerrilleros habían hecho un buen trabajo, cosiéndole a cuchilladas como si fuesen costureras y, el pobre militar, un acerico. Didier, mudo, contempló sus heridas: Laroche no se merecía aquello. Era un buen hombre, un muchacho que ni siquiera había querido estar allí. Una cólera sorda lo invadió y al siguiente brigand le dio matarile sin contemplaciones.
—¡Maldito gabacho!
Didier miró al otro con tal desdén que este soltó un gruñido. Él era Fernando, y ningún franchute se le insolentaba. Cuando se le arrojó encima, Didier lo recibió con gusto. Al fin y al cabo, todo lo que quería era matar españoles.
A escasos metros, Benoît había encontrado a un tipo con la misma forma y olor de un jabalí, y un poco más allá, Christophe intentaba proteger su flanco. Pese a que fuesen menos numerosos, Didier comprendió que estaban consiguiendo rechazarles, aunque no se podía esperar que unos perros jugasen limpio.
—¡Juan! ¡Juan! ¡Venid, ayuda!
Lo que siguió fue un tanto confuso. Didier apenas tuvo tiempo de echarse atrás antes de que una numerosa pandilla cayese sobre sus fuerzas. Forcejeó, mientras dos (¡o tres!) intentaban tumbarle en el suelo para hacer de él una masa informe. Por fortuna consiguió resistir, pero Benoît no tuvo tanta suerte.
—Putain! —escuchó Didier.
Los españoles le habían empujado, y el pobre se precipitó entre sus compañeros, arrastrando a varios en su caída. Con la avalancha, las puertas quedaron abiertas. El golpe hizo que Benoît destrozase un barril de pólvora, llenando el ambiente de un polvillo negro y olía a azufre. Didier sintió pánico.
Ahora sí que iban a tener problemas.
—Es el momento.
Esta vez Laínez asintió y se hizo cargo.
—Ese Fernando ha tenido suerte —dijo—. José, prepara al resto de nuestras fuerzas. Marcos, ya sabes lo que tienes que hacer.
—Merde!
El grito de Dumont inició el último capítulo. Al igual que habían hecho con Laroche, los guerrilleros lo destrozaron en poco tiempo mientras sus hombres intentaban taponar la nueva brecha.
—¡Conservad la posición! ¡Conservad la posición!
Pero era inútil. La defensa se había convertido ya en una orgía de sangre y miseria. Los españoles atravesaban, herían y cortaban sin que nadie les pudiese detener. Didier resbaló en una mezcla de fluidos corporales cuya composición prefirió no averiguar. Laínez acababa de embestirles y, esta vez, no con diez ni quince o veinte hombres, sino con todas sus fuerzas y algún que otro caballo. Aquellos animales les proporcionaban una ventaja brutal, y los jinetes solo tenían que levantar una y otra vez el brazo para ir rematando a los franceses. Didier vio el brillo del acero descender hacia él, pero no notó el golpe. Ni siquiera pudo saber si estaba herido. En una batalla, con la adrenalina corriendo, no resultaba tan infrecuente. Después lo averiguaría, y entonces, si estaba muy débil, ya sería tarde. Resbalando de nuevo, cayó al lado del cadáver del oficial. La sangre de su compañero le empapó la casaca.
—Bonhomme…
Atónito, Didier miró a Dumont. Aún estaba vivo, aunque agonizante. Sintió una piedad inmensa. Dumont se había tapado el vientre con las manos en un fútil intento de calmar su dolor. Parecía querer hablar:
—Bonhomme… la pólvora… la pólvora.
—No han entrado en la capilla aún, señor. No la tienen.
«Por el momento», pensó, pero no quiso decir nada. Dumont dio un angustioso gemido.
—No… no lo entiendes. Ese Marcos… ¡Fuego! ¡Fuego!
Haciendo caso de sus palabras y con una horrible sospecha, Didier levantó la vista. A su alrededor la lucha continuaba igual: los guerrilleros seguían abriéndose paso a mandobles y los franceses caían como moscas. Por lo visto, él no era el único que se había alejado momentáneamente de la batalla. Marcos se había puesto al margen y parecía discurrir un método para terminar con ellos, tan rápido como letal. Didier se quedó paralizado.
—No… no puede ser —dijo.
—¡Está loco! —Dumont tosió—. Bonhomme…
El sargento se incorporó de un salto. Si se daba prisa, tal vez pudiera llegar allí antes de que Marcos cometiese una masacre. Pero no tenía la capacidad de sobrepasar el muro de contendientes sin perecer en el intento. Recibió golpes e insultos, tanto en francés como en español. Jamás se había sentido así de impotente. Marcos levantó la cabeza y sus miradas se cruzaron. El rostro del guerrillero dibujó una mueca burlona. Didier nunca había odiado tanto a nadie.
Marcos cargó su trabuco muy cerca de la capilla. Y, aunque sabía que estaba contemplando su propio fin, Bonhomme no pudo evitar seguir los movimientos de aquel a quien ya era imposible detener. Laínez mandó a los suyos apartarse y algunos dragones intentaron hacer los mismo. Marcos se llevó la culata al hombro, apuntó hacia un barril de pólvora e hizo que el mundo desapareciese.
Didier nunca supo qué fue primero. Sintió la detonación, el olor a azufre y luego otro estallido mucho más potente mientras la iglesia se desmoronaba. El altar, la sillería, los toneles… los toneles. Notó un dolor intenso y solo quiso cerrar los ojos. Después, la negrura devoró su consciencia.