Capítulo 8

 

 

 

 

 

HEATHER no había calculado qué sucedería entre ella y Leo. Se había limitado a dejarse llevar por el corazón en lugar de por la cabeza, optando por vivir plenamente. De eso hacía dos semanas. Y en la tranquilidad del estudio que Leo le había montado, con su habitual eficiencia, en casa de su madre, se dio unos minutos para reflexionar.

Tomó un pincel y empezó a colorear distraídamente la ilustración en la que llevaba días trabajando. No comprendía cómo en dos semanas, lo que había empezado como un placer transitorio se había convertido en una pasión obsesiva, en lo único en lo que podía pensar a lo largo del día.

Dejó el dibujo y giró la silla para mirar por la ventana, que había abierto para dejar entrar el aire fresco.

Con sorprendente intuición, Leo había elegido para ella la habitación perfecta como estudio: un ático de techos inclinados, dos grandes ventanales y un tragaluz. La luz era fantástica y Heather se había sentido cómoda en él desde el primer instante.

Pero ésa no era la única sorpresa que se había llevado con Leo. La otra había sido la cantidad de tiempo que había pasado en el campo para estar junto a Daniel, o las frecuentes visitas al hospital para ver a su madre, que se recuperaba satisfactoriamente.

El inconveniente de su ejemplar comportamiento como padre e hijo era que habían pasado mucho más tiempo juntos de lo que ella había previsto. A menudo desayunaban y luego él permanecía en su despacho y ella subía a su estudio, pero la pintura se veía a menudo interrumpida por las suaves pisadas de Leo en la escalera, que se asomaba para ver qué tal iban sus dibujos, o para besar con delicadeza su cuello o sus hombros.

Hacían el amor con un hambre insaciable que la volvía loca y le daba miedo al mismo tiempo.

Sus sentimientos eran cada vez más profundos, y había sucedido algo que complicaba aún más las cosas, y sobre lo que tendrían que hablar cuando Leo volviera de Londres.

No podía culpar a nadie más que a sí misma de que las cosas hubieran adquirido un cariz inesperado. Lo que iba a ser un chapuzón en un lago de aguas tranquilas se había convertido en un tsunami que la arrastraba más y más hacia el interior. Y lo peor de todo era que no quería ofrecer resistencia, quería entregarse totalmente a Leo, y si quería hacerlo, era porque se había enamorado de él.

Había preferido ignorar todas las señales que iban surgiendo; no le había preocupado que fuera el centro de sus pensamientos, o cuánto le gustaba estar con él y la forma en que le hacía reír; ni siquiera el hecho de que despertara cada mañana con una sonrisa en los labios y con ganas de cantar, como el personaje de una comedia romántica.

Por eso, al darse cuenta de lo que sucedía verdaderamente, también comprendía que su vida apacible y segura se había trastocado y que tendría que recomponerla cuando Leo volviera a Londres, donde le esperaba una activa vida social y una plétora de sofisticadas bellezas.

Obnubilada por el amor que sentía por él, había querido creer todo aquello que él le decía: el tedio que le producían aquellas mujeres y sus cuerpos delgados; lo que le gustaba que ella le hiciera reír… Y había dotado a cada comentario de un significado que en realidad no tenía. No podía acusar a Leo de haberla engañado, porque, sin ayuda de nadie, ella había perdido la perspectiva de la relación que realmente tenían, dejándose llevar por sus deseos en lugar de por la razón.

Continuó trabajando mecánicamente el resto del día aunque sin poder evitar que su mente siguiera activa y fuera de control.

Para cuando acostó a Daniel, que había empezado a preguntar si vería a su padre con alegría en lugar de enfurruñarse cada vez que lo mencionaba, Heather estaba agotada mentalmente.

Hacia las ocho, cuando se servía una copa de vino en la cocina, oyó la puerta principal, y Leo entró quitándose la chaqueta. Había dado por concluida una reunión precipitadamente, y había rechazado amablemente una oferta para ir a celebrar el acuerdo alcanzado. De camino a casa de su madre, se había sentido dominado por un nerviosismo que le resultaba desconcertante. Había estado a punto de parar a comprar unas flores para Heather, pero se reprimió. Por una parte, porque nunca había hecho algo así y por otra, porque no hubiese sabido qué elegir, aunque en las últimas semanas Heather le había dado varias lecciones de horticultura, mostrándole las flores de su jardín y riéndose cuando él le había dicho que debía de tener una vida muy triste si a sus veintitantos años se sabía los nombres en latín.

Sonrió en cuanto la vio y sus ojos recorrieron con codicia sus voluptuosas curvas. Al ver que su inspección la hacía ruborizarse, sonrió aún más. Pero lo primero era lo primero. Se sirvió una copa de vino para acompañarla.

–¿Daniel ya está dormido? –Leo sacó un par de entradas para el fútbol del bolsillo y las blandió en el aire–. Valen su precio en oro –las dejó sobre la encimera, atrajo a Heather hacia sí y le susurró al oído cuánto la había echado de menos.

Ella supo que así era como había conseguido tumbar sus barreras. Sus palabras susurradas y la presión de su cuerpo eran dos armas letales. Se estremeció y quiso separarse de él, pero hizo todo lo contrario: pasarle un brazo por el cuello mientras en la otra mano sostenía la copa de vino.

Leo se la quitó, la dejó en la encimera e hizo lo que llevaba deseando hacer todo el día: besarla hasta que Heather gimió y se asió a él como si de otra manera fuera a caerse.

Heather se enfureció consigo misma por su escasa fuerza de voluntad. Pero ¿qué podía hacer si Leo la volvía loca? Él le abrió los primeros botones de la blusa y metió las manos para palpar sus senos sin que ella hiciera nada por detenerlo. Como siempre que Leo la tocaba, tenía la sensación de quedarse sin aire en los pulmones, y gimió en cuanto él empezó a jugar con sus pezones. Cuando se chupó los dedos para seguir tocándoselos, Heather notó la humedad transmitirse a todas las partes de su cuerpo, hasta que se sintió como una marioneta en sus manos.

–El oro va a tener que esperar a mañana –dijo, recobrando parcialmente la lucidez; separándose de Leo y abrochándose con torpeza–. Como no sabía cuándo volverías, le he dicho a Daniel que no te esperara.

–He venido en cuanto he podido –dijo Leo, recordando la precipitación con la que se había despedido de sus abogados y había ido a recoger su coche. Dio un sorbo al vino y sonrió a Heather con una malicia que siempre le hacía estremecer. Fue hasta la puerta y la cerró–. Suelo sellar los acuerdos con una cena, pero hoy estaba ansioso por venir. ¿Te importaría explicarme por qué?

La Heather del día anterior se habría dejado llevar por la sensualidad del momento y en lugar de dar explicaciones, habría ido hasta Leo, que la miraba con expresión llena de deseo, se habría puesto de puntillas y, apretándose contra su cuerpo, le habría dado todas las explicaciones que él le pidiera.

La nueva Heather, sin embargo, fue hacia el fogón y removió la salsa que había preparado para la pasta.

–No hacía falta que te dieras tanta prisa –dijo sin levantar la vista–. Sé que tienes un trabajo muy exigente y que no siempre vas a poder venir. Recuerda que estuve casada con un adicto al trabajo –tenía que evitar darse la vuelta porque estaba segura de que en cuanto mirara a Leo su fuerza de voluntad colapsaría. Remover la salsa le permitía disimular.

Leo frunció el ceño. Ésa no era la apasionada respuesta a la que había llegado a acostumbrarse a su vuelta a casa. Quizá Heather tenía un mal día. Cruzó la habitación, y al percibir que ella se tensaba, se dijo que había sido una impresión óptica.

–Estabas casada con un cretino –afirmó Leo a la vez que le rodeaba la cintura por detrás y le mordisqueaba el cuello.

Conocer el cuerpo que se ocultaba bajo la ropa bastaba para excitarlo. La primera vez que se acostaron, Heather había sido apasionada, pero mostraba cierta inseguridad. Como ella misma había dicho, hacía tiempo que no practicaba y hasta había llegado a disculparse por si lo había decepcionado. Pero desde entonces, había dejado caer sus barreras y se había transformado en la mujer más apasionada y caliente con la que había estado nunca. No se saciaba de ella. Mientras estaba trabajando buscaba cualquier excusa para visitarla y tocarla. Cuando estaba lejos, se descubría mirando el reloj a menudo y calculando el tiempo que faltaba para volver junto a ella.

Heather no contestó. El deseo estalló en su interior y, cerrando los ojos, se reclinó sobre Leo y dejó de remover la salsa. En cuanto él empezó a acariciarla y le desabrochó la camisa para volver a palpar sus senos, dejó escapar un gemido. Y otro. Leo se apoyó en la encimera, arrastrándola con ella y continuó acariciándola desde detrás, trabajando con sus manos para llevarla poco a poco hacia un punto sin retorno. Le susurraba palabras obscenas al oído que la embrujaban, impidiéndole pensar con claridad. Le decía cómo quería tocarla y cuánto la deseaba. Para cuando metió la mano por la cintura de su falda, Heather estaba fuera de sí. Entreabrió las piernas y los dedos de Leo encontraron su húmedo y cálido centro y comenzaron a acariciarlo.

Heather no podía hacer nada para controlar su frenética reacción. Se arqueó contra él, jadeante, y cuando alcanzó el orgasmo, se entregó con tal intensidad que se prolongó largamente. Tras lo que le pareció un siglo, Heather recuperó el sentido de la realidad y se giró hacia Leo, acalorada y jadeante, con los pezones todavía duros.

–Esto no debía haber pasado –dijo, vacilante.

Leo sonrió con picardía.

–¿Desde cuándo? –en lugar de poseerla allí mismo, esperaría a estar con ella en la cama para saborear el momento–. Sabes que somos como combustible en cuanto estamos juntos. Me encanta.

–Sí, pero… –Heather esquivó su mirada–. Tenemos que hablar, Leo.

Leo frunció el ceño.

–¿De qué tenemos que hablar?

–Las cosas se han complicado.

–¿En qué sentido? –Leo se puso en guardia al percibir la tensión en el tono de Heather y trató de imaginar a qué tipo de «complicaciones» podía referirse–. ¿Debo sentarme? –preguntó con brusquedad. No le gustaba la manera velada en la que Heather lo estaba mirando, ni darse cuenta de que se había acostumbrado a ciertas pautas de comportamiento y cuánto disfrutaba con ellas.

Para alguien que había evitado tener una vida doméstica, y que se enorgullecía de haber evitado caer en la rutina y en el tedio del compromiso, descubrir que había entrado en una relación cotidiana con Heather lo puso en alerta. No sabía cómo había sucedido, sólo sabía que le gustaba volver junto a ella, y disfrutar de la sonrisa que iluminaba su rostro siempre que él la miraba.

–Como quieras –Heather se encogió de hombros. Era evidente que a Leo le irritaba que no estuviera sexualmente disponible, después de todo, ésa era la razón principal de que estuviera con ella.

Leo se sirvió otra copa de vino y fue hacia el salón. Una sospecha fue tomando forma y se convirtió en certeza para cuando Heather cerró la puerta tras de sí.

–Dime que no ha habido un error –dijo él, acercándose a la ventana antes de volverse hacia ella.

–¿Un error?

–No te hagas la tonta, Heather. Sabes de lo que estoy hablando. Siempre hemos tomado precauciones.

–Casi siempre –corrigió ella, dándose cuenta del espanto que le producía a Leo la idea de que se hubiera quedado embarazada. Tenía ante sus ojos la prueba de que Leo nunca había considerado la posibilidad de que su relación fuera duradera–. Pero, tranquilo, no estoy embarazada.

–Menos mal –dijo Leo, aunque le sorprendió descubrir que en parte se sentía desilusionado–. Entonces, ¿qué pasa?

–He ido a ver a tu madre al hospital –dijo Heather lentamente–, y ha adivinado que hay algo entre nosotros. Lleva varios días insinuándolo, pero hoy me lo ha preguntado directamente.

–¿Y qué le has contestado?

–He intentado cambiar de tema, pero no me ha dejado. Al final…, le he dicho que llevamos dos semanas juntos.

–¿Y cuál es el problema?

–Que cree que es más serio de lo que es.

Heather no le contó que Katherine le había contado que nunca le había gustado la primera mujer de Leo, y que era la culpable del abismo que se había abierto entre él y su hermano. También le había dicho que sufría porque Leo consideraba que su hermano siempre había recibido toda la atención, mientras que sus esfuerzos nunca habían sido valorados. Descubrir que Katherine creía que los asombrosos cambios que había observado en Leo se debían a la relación que mantenía con ella, y que confiaba en que marcara el comienzo de un nuevo Leo, había hecho que Heather dejara el hospital con un espantoso sentimiento de culpabilidad.

–Te preocupas más de lo necesario –dijo Leo con indiferencia–. Y ahora que lo hemos aclarado, ¿por qué no retomamos la conversación de la cocina? –dijo, acercándose a ella.

Heather lo miró fríamente.

–Tú no la has oído.

–No me hace falta. Mi madre sabe que, desde mi divorcio, he jurado no mantener ninguna relación duradera.

–Pero ella es una romántica. Cree que estabas esperando a la mujer adecuada para entregarte a ella.

–¿A ti?

–Me limito a repetir sus palabras –dijo Heather, notando que las lágrimas le picaban en los ojos.

Al ver el dolor reflejado en el rostro de Heather, Leo se dio cuenta al instante de que había cometido un error. Aun así, no dijo nada porque le podía más la irritación de que terceras personas albergaran erróneas esperanzas de que su actitud respecto a las relaciones fuera a cambiar. No pensaba volver a casarse. Siempre había creído que su madre lo sabía, pero lo que Heather le acababa de contar le hacía pensar que había malinterpretado sus intenciones. ¿Por qué las mujeres pensaban que sólo se podía ser feliz en la vida si se encontraba un alma gemela?

–¿Y qué sugieres? –preguntó con displicencia–. ¡Acércate! ¡Me pones nervioso ahí, pegada la puerta!

–Y eso es intolerable, ¿verdad? –dijo Heather con acritud, aunque se sentó en una silla–. No sé qué sugerir, pero no podemos seguir engañando a Katherine.

–¡No estamos engañando a nadie!

–Puede que tú creas que no, pero yo creo que sí.

–En otras palabras, o bien rompemos ahora mismo o… ¿O qué? ¿Nos prometemos? ¿Buscamos un anillo? –justo cuando creía que tenía a Heather atrapada, volvía a huir. ¿Qué le pasaba a aquella mujer?

–Claro que no –balbuceó Heather. En el fondo de su corazón, albergaba una imagen de Leo pidiéndole que se casara con él. Para ella, Leo era su único y verdadero amor. Brian no había sido más que una equivocación de juventud.

–Eso es lo que querrías, ¿verdad? –dijo Leo entrecerrando los ojos. Una voz interior le dijo que no continuara, pero la ignoró–. Podías haber bromeado con Katherine y decirle que sólo era un pasatiempo. Ella es una mujer de mundo, y no creo que le sorprenda que un hombre y una mujer viviendo bajo el mismo techo se atraigan. Pero quizá no querías aclararle las cosas. ¿Preferías que creyera que lo que hay entre vosotros es serio?

–¡No! –¿habría algo de verdad en esa acusación? ¿Habría dejado a propósito que Katherine viera en sus ojos el amor que sentía por su hijo?

–¿Estás segura, Heather?

Leo estaba llegando a la conclusión de que Heather estaba mucho más implicada en la relación que él. Originalmente había pensado que no había podido resistirse a la atracción física, que por eso había abandonado temporalmente sus principios. Pero en aquel instante, recordó que Heather no era una mujer para la que el sexo pudiera ser la base de una relación, así que la única explicación posible a la facilidad con la que se había entregado, era que se había enamorado de él.

Y aunque a Leo le sorprendió que la noción no le aterrorizara, sino que en parte le resultara halagadora, supo que tenía que aclarar las cosas inmediatamente.

–No estoy disponible –dijo con frialdad.

Recordaba haber mantenido conversaciones similares con alguna de las mujeres que le habían pedido más de lo que estaba dispuesto a dar. Pero aquélla era la primera vez que no había anticipado, o no había querido anticipar, lo mismo daba, los acontecimientos. El sentimiento dominante que lo embargaba era el de la frustración por tener que privarse del glorioso cuerpo de Heather.

–Ya lo sé –dijo ella, mortificada.

–¿Estás segura?

–¡Por supuesto que sí!

–Entonces, ¿por qué te has enamorado de mí?

Heather hubiera querido que se la tragara la tierra, pero los cielos no fueron lo bastante misericordiosos. ¿Tan transparente era? La humillación hizo que se ruborizara hasta la raíz del cabello.

–Te equivocas –musitó, mirando a cualquier parte menos a Leo, cuyos ojos sentía clavados en ella.

–Sabías cuáles eran las reglas del juego.

–¿De qué juego? ¿Desde cuándo las relaciones son un juego? Para mí no lo ha sido.

–Pero sí me dijiste que era sólo sexo. De hecho, dijiste que era lo único que teníamos en común.

A Heather sólo le quedaban dos opciones: o darle la razón o defenderse de sus acusaciones e intentar disfrutar del poco tiempo que les quedara. Haber admitido que para ella no era un juego no significaba que quisiera casarse, o al menos podría intentar convencer a Leo de que no era eso lo que había querido decir. Si pensaba en el futuro sin él, sólo veía un túnel de oscuridad. ¿No se merecía seguir siendo feliz por unos días más? Puesto que iba a rompérsele el corazón igualmente, ¿por qué negarse lo que tanto deseaba?

–Al principio eso era lo que creía –musitó–, que sólo se trataba de atracción física, pero luego te conocí mejor –Heather no podía seguir esquivando su mirada, así que alzó los ojos hacia él. Leo la miraba con expresión inescrutable, y Heather sabía que lo que iba a oír no le iba a gustar, pero no tenía sentido seguir mintiendo–. O puede que me engañara a mí misma. Puede que me sintiera atraída hacia ti porque sentía algo más profundo –sonrió con tristeza. En medio de aquella tortura no dejaba de sentir el magnetismo que Leo ejercía sobre ella. Suspiró profundamente. La cabeza le daba vueltas, se sentía frágil, vulnerable.

Leo se arrepintió de haber sacado el tema. En realidad no esperaba que Heather confirmara sus sospechas. Cualquier otra mujer lo habría negado, fingiéndose indignada. Pero Heather, no. ¿No era por algo distinta a todas?

Pero cuanto más dijera, más profundamente enterraría lo que había entre ellos. Y Leo era consciente de que no quería acabarlo, y de que le irritaba que fuera ella quien estuviera a punto de darlo por concluido. Alzó la mano para detenerla.

–No hace falta que lo analicemos todo –dijo, recorriendo la habitación con el ceño fruncido mientras intentaba poner en orden sus pensamientos.

–Para mí sí es necesario –dijo Heather, quien, por muy mal que se sintiera, quería decir lo que pensaba.

Si las cosas no se aclaraban era imposible olvidarlas. Además, ¿no se merecía Leo sentirse un poco incómodo? ¿Por qué tenía que desaparecer sin molestar y fingiendo que no pasaba nada?

–¿Por qué? –preguntó Leo exasperado.

–Porque me gusta la sinceridad y no pienso negar que me he enamorado de ti –dijo ella, mirándolo airada–. Sé que no te gusta oírlo, pero es la verdad. No te preocupes: no se lo he dicho a Katherine. De hecho, y en contra de lo que insinúas, no le he hecho creer que lo que había entre nosotros fuera serio. Sé que esto no era lo que querías, y te aseguro que yo tampoco –se puso en pie y fue hacia la puerta de espaldas, sin dejar de mirar a Leo–. También sé que esto complica las cosas entre nosotros, así que mañana voy a volver a mi casa. Tú tendrás que permanecer aquí con Daniel hasta que vuelva tu madre.

Llegó a la puerta confiando en que Leo dijera algo en lugar de guardar aquel incómodo silencio del que era imposible extraer ninguna conclusión. Aunque quizá su silencio era preferible a su desdén.

Al verla alejarse hacia la puerta, Leo quiso detenerla. La inevitabilidad de lo que estaba a punto de suceder le golpeó como un martillo. No sabía qué decir, pero no podía seguir callado. Antes de que hablara, Heather alzó una mano al tiempo que con la otra abría la puerta.

–No digas nada. Los dos sabíamos que esto iba a acabar de una manera u otra –tras una breve pausa, añadió–: Pero antes de irme no debo olvidar decirte que tu hermano va a venir. Llegará el sábado, el mismo día que tu madre sale del hospital –volver a un tema impersonal le sentó bien, y le permitió recordar que aquella escena no pertenecía a un drama romántico, sino a la vida vulgar y corriente de dos personas que no estaban destinadas a permanecer juntas–. Adiós, Leo.

Salió precipitadamente. Leo oyó sus pisadas pero supo que no volvía a su dormitorio porque distinguió el sonido de la puerta principal, que fue tan rotundo como un punto y final.