Capítulo 9

 

 

 

 

 

HEATHER se miró en el espejo. Estaba nerviosa y tenía un nudo en el estómago. ¿Habría elegido el modelo apropiado? ¿Proyectaba la imagen adecuada? ¿Qué imagen quería dar? Quizá era difícil encontrar la imagen adecuada para presentarse ante el hombre de corazón de piedra al que había declarado su amor.

Llevaba tres días sin poder comer ni concentrarse. Apenas había trabajado en los dibujos que había recuperado de casa de Katherine furtivamente, tras asegurarse de que no coincidiría con Leo. Pero había estado pendiente cada segundo de su móvil con la vana esperanza de recibir un mensaje de texto suyo.

Mientras habían estado juntos, Leo acostumbraba a escribirla a menudo, y Heather todavía se ruborizaba al pensar en el contenido de algunos de sus mensajes. Pero no había tenido noticias de él, y aunque eso era lo que había supuesto que pasaría, el dolor de haberlo perdido le resultaba insoportable.

Y estaba a punto de verlo cuando todavía se sentía afligida y vulnerable.

Katherine había vuelto del hospital, aunque todavía necesitaba usar muletas. Con la ayuda de Marjorie, la mujer que acudía a hacer la limpieza dos veces a la semana, había organizado una cena para celebrar la llegada de su hijo menor.

Heather lo sabía porque había sido invitada a la celebración familiar y ninguna de sus sugerencias a Katherine, animándola estar a solas con sus hijos, la había salvado del espanto de tener que encontrarse cara a cara con Leo.

Por eso estaba tan preocupada por su indumentaria y había optado por un aspecto informal, evitando cualquier detalle que pudiera dar a entender que quisiera seducirlo: unos pantalones grises, camisa y chaqueta negras y unos zapatos planos. Nadie podría acusarla de querer llamar la atención en aquellos colores apagados que, por otro lado, le hacían sentir completamente asexuada. Sólo le faltaba un maletín para parecer que iba a solicitar un trabajo a un banco.

Pero eso no le ayudó a sentirse más segura cuando dejó su casa un cuarto de hora más tarde. Había decidido caminar y, a medida que se acercaba a la casa, fue aminorando el paso, hasta que se encontró delante de la fachada y buscó con la mirada la ventana del ático desde la que hacía apenas unos días había divisado una magnífica vista. El coche de Leo, un Bentley plateado, estaba aparcado en un ángulo del patio. A su lado había otro, pequeño y viejo, que pertenecía a la mujer de la limpieza. Delante de la puerta, estaba aparcada una motocicleta con aspecto destartalado.

Heather tomó aire y trató de animarse diciéndose que la velada sólo duraría unas horas. De hecho, pensaba ausentarse tan pronto como pudiera hacerlo sin resultar descortés.

Además contaba con la ventaja de que no estarían solos. Alex, Katherine y Daniel estarían presentes, así que Leo no tenía por qué prestarle atención.

Lo cierto fue que, cuando entró, descubrió que Leo no estaba.

–Ha tenido que marcharse a Londres esta mañana –explicó Katherine desde un sillón donde estaba sentada tomando una copa–. Ni siquiera ha podido ver a su hermano –concluyó, dirigiendo la mirada al hombre que se sentaba a su lado, sin lugar dudas el propietario de la moto que estaba en el exterior.

Alex tenía las mismas facciones que su hermano, pero sin su altivez ni arrogancia. Cuando se levantó para estrecharle la mano, Heather vio que era un poco más bajo que Leo y que tenía el fibroso cuerpo de un ciclista. No resultaba nada amenazador, y sintió aprecio por él al instante.

La ausencia de Leo y una copa que Katherine le ofreció le ayudaron a relajarse parcialmente. Si Leo estaba en Londres, no era probable que volviera, así que no necesitaba estar en guardia, sino que podía escuchar a Katherine y a Alex charlar animadamente: Alex de sus exóticos viajes; Katherine, riñéndolo cariñosamente por poner su vida en riesgo en el otro lado del mundo.

Daniel abría los ojos como platos al escuchar las aventuras de Alex, que bromeaba con su madre amenazándola con llevarla de paquete en la motocicleta en cuanto estuviera recuperada.

–Aunque –comentó sin abandonar el tono de broma– puede que haya llegado el momento de quedarme y buscar una mujer…

–Eso es lo que espero que haga tu hermano –suspiró Katherine al tiempo que se sentaba a la mesa para cenar, en la que sobraba un plato.

El espacio vacío de Leo era todo un símbolo. En cuanto su madre había vuelto, él había retomado sus antiguos hábitos y a poner el trabajo por delante de todo lo demás. Heather notó que, al oír el nombre de Leo, el rostro de Alex se ensombrecía, aunque la impresión duró tan sólo una fracción de segundo, pues en seguida hizo una broma con la que incluyó a Daniel en la conversación.

Como espectadora de la fluida relación entre madre e hijo, Heather pudo entender que Leo, tal y como le había contado Katherine, se sintiera celoso y menos querido que su hermano menor.

–Nunca entendió –le había dicho al sincerarse con ella en el hospital– que Alex siempre fue más débil, que él era emocionalmente mucho más fuerte.

Al pensar en Leo y en cómo se había distanciado de su familia hasta que Daniel, y luego el accidente de Katherine, le habían hecho volver, Heather reflexionó sobre el proceso de aprendizaje que era la vida. Por un instante se desmoralizó al pensar cuánto le habría gustado experimentar ese proceso junto a él. Pero la realidad era que había desaparecido de nuevo, y que ni siquiera podía predecirse cuándo volvería.

–Debes de sentirte muy desilusionado –comentó Heather a Alex en un momento de la cena en que la conversación decayó– de que Leo haya tenido que marcharse.

A su lado, Daniel insistía en que su abuela le contara los detalles más truculentos de su operación. ¿Cuánta sangre? ¿Dónde habían cortado? ¿Por qué no habían tomado fotografías? Todas esas preguntas propias de un niño y que Katherine evitaba contestar, aunque parecía más divertida que molesta.

–Leo siempre tiene que marcharse –le dijo Alex en voz baja–. Es su forma de actuar, ¿no lo has notado? De hecho, supongo que ha huido nada más saber que yo venía.

–¿Por qué?

Katherine intentaba distraer a Daniel del tema hospitalario, hablándole del postre. Pero el niño era tan testarudo como su padre y no dejaba de insistir.

–Es su manera de demostrar su amor fraternal –murmuró Alex con amargura.

–Perdona, no debería meterme en vuestros asuntos –dijo Heather, probando el postre.

–¿No? Mamá me ha dicho…

Heather sintió que se ruborizaba, pero consiguió aparentar indiferencia con una risita cantarina.

–Ah, ¿eso? –susurró. ¿Qué habría contado Katherine? Era evidente que Leo no le había contado los últimos acontecimientos y que creía que había algo entre ellos–. No… fue nada –soltó otra risita nerviosa y se refugió en una cucharada del postre.

–Vamos, vamos, no seas tan misteriosa. Mamá me ha dicho que Cupido ha estado lanzando flechas.

–¡Eres terrible! –rió Heather, aunque sentía las lágrimas acumularse en sus ojos.

Afortunadamente, Katherine la salvó de aquella incómoda situación al ponerse en pie y excusarse.

–Daniel debe irse a la cama –dijo, ignorando las protestas de su nieto–. Y yo estoy cansada –tomó la mano de Daniel cariñosamente y le preguntó–: ¿Vas a ser un caballero y a ayudar a esta viejecita a subir las escaleras?

–Mamá, ya te acompaño yo –Alex se puso en pie, pero su madre lo rechazó con un movimiento de la mano porque quería que los jóvenes tuvieran más tiempo para conocerse.

–Lo único que siento es que Leo no haya podido venir, pero estará aquí a primera hora de la mañana –miró a Heather afectuosamente–. Tiene muchos motivos para volver.

Heather le devolvió la sonrisa. Aquél no era el momento de hacerle confidencias. Además, ¿por qué tenía que ser ella quien le diera la noticia de que entre ella y Leo no había nada? ¿Por qué no dejar esa incómoda tarea a Leo?

Tomaría una taza de café con Alex y luego se iría. Después de todo, pensó con amargura, no había mayor experto que Leo en desilusionar a las mujeres.

–Cuéntamelo todo –dijo Alex en cuanto se sentaron en un sofá en el salón, él con un oporto y ella con un café.

–¿Por dónde quieres que empiece? –Heather probó el café–: ¿Edad? ¿Altura?¿Ocupación?

–Eso es todo muy interesante, pero me refería a ti y a Leo. Mi madre está entusiasmada. Dice que Leo se ha transformado y que tú eres la causa. Sólo le falta ir a comprar el vestido para la boda.

Heather gimió y se reclinó en el respaldo.

–No quiero hablar de Leo.

–Claro que quieres.

–¿Por qué tú y tu hermano sois tan testarudos? –dijo ella, en parte enfada y en parte divertida con su insistencia.

–¿Quieres decir que tengo algo en común con Leo?

–No parece que te caiga demasiado bien.

Alex la señaló con gesto recriminatorio.

–No sueñes en librarte con tanta facilidad.

Heather apretó los labios y bajó la vista hacia los austeros zapatos negros que habían resultado innecesarios. Leo no se había molestado en ir.

–¿Hasta cuándo vas a quedarte?

–Otro intento de cambiar de tema. Debéis de tener problemas. Pero si de verdad no quieres hablar de ello, no me importa hablar de tu trabajo. Eso sí, es mejor expresar lo que uno siente. Si no, se acaba siendo como Leo.

No fue su tenacidad, sino su tono compasivo lo que venció a Heather. Y las lágrimas que llevaban días amenazándola como negros nubarrones en un día de verano, estallaron en unos incontrolables sollozos. Girándose hacia el respaldo, ocultó la cabeza entre los brazos. Al sentir los brazos de Alex abrazándola, se dejó envolver en el consuelo de su compasivo silencio. Durante los últimos días había permanecido encerrada en sí misma, y poder compartir su carga con alguien le produjo un inmenso alivio. Tomó a ciegas el pañuelo que Alex le puso en la mano, y tras varias respiraciones profundas, logró recomponerse lo bastante como para incorporarse.

Compartir sus sentimientos con Alex fue como librarse de una insoportable carga, y una vez comenzó, las palabras salieron de su boca con una incontenible corriente, gracias a que Alex demostró ser un magnífico oyente. Apenas hubo interrupciones, y cuando finalmente el torrente pareció llegar a su fin, Alex le ofreció un brandy, que ella aceptó con un gesto de la cabeza. Luego volvió a su lado y, tomándole la mano, le susurró palabras de consuelo que tuvieron un efecto benéfico sobre ella, más por el tono que por el contenido, que apenas llegaba a asimilar porque su mente estaba demasiado ocupada pensando en Leo, recordando el momento en el que le había declarado su amor, imaginado qué estaría haciendo en aquel momento y si otra mujer habría llenado ya el hueco dejado por ella.

Ninguno de los dos notó la presencia de alguien en la puerta. Sólo había una lámpara encendida, que los iluminaba; el resto de la habitación estaba en penumbra. La voz fría y severa de Leo les hizo separarse de un salto. Heather se ruborizó hasta la raíz del cabello y se quedó mirándolo ansiosamente. Aunque apenas podía vislumbrar su rostro, pudo percibir la indignada tensión de su gesto.

–¿Interrumpo algo?

Alex fue el primero en reaccionar. Se puso en pie y sonrió, pero Leo no se movió ni aceptó la mano que le tendía.

–Estaba a punto de irme –balbuceó Heather, que no podía apartar la mirada del rostro de Leo, de aquellos rasgos y aquella boca que tan bien conocía y que la había elevado a las más altas cotas de la pasión.

–Estábamos charlando amigablemente –Alex bajó la mano y miró a su hermano con prevención, lo que no extrañó a Heather, pues Leo parecía a punto de estallar de ira.

Heather sintió entonces que el enfado crecía en ella. Una cosa era que a Leo le molestara coincidir con ella cuando había creído poder evitarla, pero eso no le daba derecho a proyectar su enfado sobre su hermano.

–¿Qué demonios estabais tramando? –preguntó Leo en un tono que hizo estremecer a Heather.

–¿Tramando? –Alex rió, pero Heather intuyó nerviosismo tras su risa, y sintió lástima por él. Si los hermanos se peleaban, no había duda de quién sería el ganador. Y Leo parecía a punto de abalanzarse sobre su hermano.

–¡Leo! ¿Se puede saber de qué estás hablando? –Heather hizo ademán de acercarse, pero cambió de idea al ver la mirada de odio que él le dirigía.

«¿Que de qué estoy hablando?» Leo se tomó la inocente pregunta como una provocación.

–Estoy hablando de que acabo de encontraros abrazados el uno al otro como dos tortolitos –dijo Leo, caminando hacia ella aunque lo que realmente quería era dar un puñetazo a Alex y demostrarle quién era el jefe.

–Leo, por favor –suplicó Heather, sumida en una creciente confusión. ¿Era posible que estuviera celoso?

Su actitud era la de un amante posesivo, pero ¿por qué iba a estarlo si no la quería? Había además algo en su actitud que se le escapaba, una tensión que se respiraba en el aire y que tenía que ver con los dos hermanos, no con ella.

¿Tortolitos? Leo, te he dicho que sólo estábamos hablando –dijo Alex.

–¿De qué? ¿Qué conversación puede ser tan íntima como para qué estéis abrazados?

–¡No estábamos abrazados! –protestó Heather con el corazón acelerado.

Desde el punto de vista de Leo, se habían separado como dos amantes furtivos, y cuanto más se defendían, más convencido estaba de su culpabilidad. La ira se estaba apoderando de él como una droga, podía sentirla en el amargor de la boca, y tuvo que respirar profundamente para dominarse. ¿Se lo imaginaba o Heather estaba agitada y algo despeinada? Aquélla era la mujer que apenas tres días antes lo había sacudido al declararle su amor. Había sentido como si le tiraran un guante que él no hubiera querido recoger. En ningún momento le había hecho creer que hubiera un futuro para ellos. Pero Heather no había aceptado ninguna de las dos opciones que tenía ante sí: o desaparecer discretamente, o dejar a un lado sus tontos sueños y seguir con la relación, que era lo que él habría preferido. Ella sabía sin lugar a dudas, se había repetido Leo una y otra vez, que al descubrir sus cartas lo ponía en una situación insostenible. Él había dejado claro desde el principio que no estaba disponible para relaciones duraderas.

Por eso llevaba tres días diciéndose que debía matar cualquier sentimiento que pudiera sentir por aquella mujer, la única que había superado las barreras que tan arduamente había construido para protegerse. Y por eso había decidido mantener una última conversación con ella, para aclarar definitivamente las cosas.

Lo último que había esperado era encontrarla en brazos de su hermano, en la semioscuridad.

–No esperaba que volvieras esta noche –dijo Heather, sin darse cuenta de que era la peor explicación que podía darle.

Tampoco él había esperado encontrarla. ¿Era así como pensaba superar su amor hacia él? Leo sentía emociones contradictorias. Hasta ese momento, no se había dado nunca cuenta de que se protegía tras una muralla, dentro de un espacio en el que no dejaba entrar nadie. Pero era evidente que ese espacio existía y que Heather había penetrado en él. La manera en la que estaba reaccionando, tan alejada de su comportamiento natural, sólo podía deberse a eso.

Cuanto más intentaba explicárselo, más aturdido se sentía y más preguntas surgían en su mente. Y en lugar de concentrarse, tal y como quería, en la ira que sentía, se cuestionaba por qué la sentía. ¿Podía deberse a que no soportaba que después de declararle su amor, un amor que había creído sincero, la había encontrado en brazos de nada menos que su hermano?

–¿Dónde pensabas que iba a estar?

–Katherine ha dicho que te habías marchado a Londres, y como ya era tarde, pensé que pasarías allí la noche –a pesar de la animosidad de su actitud, Heather sentía el poder de atracción que Leo ejercía sobre ella–. Será mejor que me vaya… Seguro que tú y tu hermano tenéis mucho de qué hablar.

Leo se sentía atormentado por la imagen de Heather y Alex tan cerca uno de otro que no habría cabido entre ellos un alfiler. Él, que siempre podía apartar de sí cualquier pensamiento que le incomodara, no podía borrar aquél de su mente.

Se obligó a mirar a Alex. Aunque hacía años que apenas lo veía, podía entender que las mujeres lo encontraran atractivo. Su estilo desaliñado, acorde con la motocicleta en la que recorría el mundo, le daba un aire bohemio, de hombre libre, que para Heather debía de resultar fascinante. Ser consciente de eso hizo que de pronto una resolución tomara forma en su mente, y como era propio de él, decidiera convertirla en realidad al instante.

–Muy bien –dijo–. Pero antes, permíteme que me disculpe por haber malinterpretado la situación –se volvió hacia Heather y sonrió–. Debes perdonar a un amante un poco celoso.

¿Amante? ¿No querría decir, en todo caso ex amante? Heather lo miró atónita. ¿Celoso? Debía de estar soñando.

–Pero… pero… –balbuceó mientras Leo se le acercaba y ella miraba a Alex, que los observaba con la misma perplejidad.

De ese intercambio de miradas, Leo dedujo que Heather se había confesado a su hermano, y al instante se dio cuenta de su error. La escena que había presenciado no tenía nada que ver con la seducción. Heather lo amaba a él y era de eso de lo que había estado hablando con Alex. Saberlo, aunque en parte le resultó frustrante al darse cuenta de que podía haberse ahorrado una escena desagradable en la que había dado muestras de falta de control, lo calmó al instante. Por primera vez en su vida, se alegraba de haberse equivocado.

–Una pelea entre amantes –dijo, mirando a su hermano, a la vez que enredaba sus dedos en el cabello de Heather, lo que le produjo un placer que lo sacudió, pues llevaba tres días convenciéndose de que, cuando la viera, se habría librado de toda emoción y podría explicarle con total frialdad por qué se había equivocado al intentar atraparlo. Pero al ver sus labios entreabiertos, no pudo resistirse y la besó, susurrando a continuación contra ellos–: Veo que has estado llorando. ¿Ha sido por mi culpa?

–Leo, por favor –Heather intentó empujarlo, pero él atrapó sus manos y repitió la pregunta.

Cuando ella, finalmente, asintió con un movimiento de cabeza, Leo sintió un primitivo sentimiento de victoria.

Heather no tenía fuerzas ni para mirarlo a los ojos, pero percibió la satisfacción que Leo sentía ante su dolor, y se indignó con él. Leo sabía el poder que ejercía sobre ella y se regodeaba en ello para demostrarse a sí mismo que tenía el poder supremo. Estaba acostumbrado a chasquear los dedos y tener lo que quería, a que las mujeres se precipitaran a acudir a su llamada. Y era evidente que en aquel momento había decidido que quería controlarla e impedir que dejara de amarlo, aunque sólo fuera para demostrar que sería él quien decidiera cuándo liberarla.

Observó la arrogancia de su gesto y se obligó a ignorar la respuesta física que sentía con su proximidad. Temblorosa, pero con gesto digno, se separó de él.

–Leo, me enamoré de ti –dijo con voz calmada, olvidando la presencia de Alex, como olvidaba el mundo a su alrededor cada vez que estaba con Leo–, y puede que lo esté pasando mal, pero no pienso llorar por ti el resto de mi vida. Ya he llorado lo bastante por otra relación frustrada.

–¡No se te ocurra compararme con tu ex! ¡Ya te he dicho que era un imbécil!

–Al menos tenía la excusa de ser joven. ¿Cuál es la tuya?

–Yo soy hombre de una mujer –dijo Leo con arrogancia, todavía exultante por saber que Heather había estado llorando por él. No se trataba de que le gustara que sufriera, pero siempre era preferible a que se estuviera consolando en brazos de otro–. No voy por ahí buscando mujeres cuando tengo una en mi cama.

–Eres hombre de una mujer hasta que te aburres de ella –dijo Heather, cruzándose de brazos–. Siempre hablas de que eres sincero con ellas, pero lo que te gusta es llegar a un punto en el que sabes que harían cualquier cosa por ti. Y cuando te aburres, puedes marcharte con la conciencia tranquila, diciéndoles que nunca les hiciste ninguna promesa.

–¡Y así es! Para mí es cuestión de honestidad.

–Yo diría que de egoísmo. No eres tan distinto de Brian como te crees, Leo.

Leo se enfureció al ver la que consideraba una reputación inmaculada ser arrastrada por el fango en una sola frase. A pesar de sí mismo, volvió a cuestionarse si Heather había estado confesándose con Alex o si, subconscientemente habría empezado a compararlos a los dos. ¿No era Alex mucho más sensible que él? ¿No era el tipo comprensivo con el que una mujer podía sentirse a sus anchas?

Los celos y la posesividad, dos sentimientos que siempre había estado orgulloso de desconocer, se apoderaron de él hasta casi ahogarlo. Para empeorar las cosas, su hermano tuvo la osadía de decir:

–Quizá deberías reflexionar, hermano, y escuchar a Heather.

–Y tú deberías escuchar atentamente, hermano pequeño. No se te ocurra acercarte a ella.

–¿Perdón? –saltó Heather, furiosa ante el tono amenazador de Leo, que hablaba de ella como si no estuviera–. ¿Te refieres a mí? Porque si es así, quiero recordarte que no te pertenezco, Leo.

–¡Pero me amas!

Heather guardó silencio. Nunca se había arrepentido tanto de algo como de haberse sincerado con Leo. Al ver que era capaz de usar su amor como arma contra ella, se sintió traicionada y los ojos se le llenaron de lágrimas. Pero no estaba dispuesta a llorar. Acababa de hacerlo con Alex, y no pensaba darle esa satisfacción a Leo.

Mientras tanto, él intentaba comprender por qué su exclamación había sido seguida en su mente por el pensamiento: «Y no pienso dejarte marchar…», que estaba tan alejado de su determinación de evitar conservar a una mujer a su lado a cambio de poner una alianza en su dedo. Ya tenía un hijo, y no necesitaba más compromisos en la vida.

No fue consciente de que había dicho en alto aquella frase hasta que se dio cuenta de que Heather se había quedado de piedra y, perpleja, le pedía que repitiera lo que había dicho.

–Tienes razón –dijo, acercándose a ella, que se había alejado durante la conversación hasta situarse junto a la chimenea. Leo olvidó a Alex. Podía oír un zumbido dentro de su cabeza, pero de pronto sintió una inmensa calma–. No soy mejor que Brian.

–¿Qué? –una vez más, Heather creyó estar soñando, y aunque habría querido alejarse de Leo, sus pies no la obedecieron. ¿Qué significaba que hubiera dicho que no la dejaría marchar? ¿Habría oído bien? El corazón le latía aceleradamente. Leo la miraba con una intensidad que la dejó sin aliento, como si pudiera alcanzar su alma. ¿Por qué el amor era tan cruel?

–Estoy dispuesto a comprometerme contigo –anunció Leo con solemnidad.

–¿Que «estás dispuesto a comprometerte» conmigo? ¿A qué tipo de compromiso te refieres?

–¿Es que hay más de un tipo? –preguntó él, contrariada porque el anuncio no fuera recibido con más entusiasmo.

–¡Por supuesto que sí! –señaló Heather, diciéndose que debía aclararlo bien pues estaba segura de que el significado que daban a esa palabra era muy distinto.

Con toda seguridad para Leo representaba otorgarle generosamente unos meses en lugar de algunas semanas, y tal vez estar dispuesto a comentar planes a más largo plazo que un par de días. Y Heather se dijo que, si aceptaba esas condiciones, sólo retrasaría y empeoraría el resultado final, pues para entonces estaría aún más enamorado de él.

–¿Qué quieres decir? –preguntó Leo.

–Tú sabes lo que opino de las relaciones –dijo Heather con cautela.

–Entonces quizá deberíamos casarnos –dijo él sin alterarse, logrando el golpe de efecto que había imaginado.

Tal y como habían transcurrido los días precedentes, lo último que esperaba era encontrarse en aquella situación. Y sin embargo, súbitamente se sintió en paz, como si, a pesar de que todos sus razonamientos habían ido en la dirección opuesta, aquélla fuera la conclusión que en el fondo deseaba.

Al instante, su mente invocó imágenes íntimas, y sintió su sexo endurecerse al imaginarse en la cama con Heather, saboreando su cuerpo, perdiéndose en sus magníficas curvas… Apartó aquellos pensamientos para romper el silencio sepulcral y la parálisis en la que Heather había quedado atrapada.

–Ahora quiero que te lo pienses, ¿de acuerdo? –acarició el rostro de Heather y tuvo que admitir lo que llevaba días tratando de olvidar: que contemplarla le dejaba sin aliento–. Porque ahora mi hermano y yo tenemos que discutir algunos asuntos.

¿Que se lo pensara? Heather sentía que la cabeza le daba vueltas, y temía que, si reflexionaba sobre la propuesta, descubriría que no era más que el producto de su imaginación.

–Pero…

–No hay «pero» que valga –Leo la besó con ternura.

–Está bien –dijo ella con un suspiro.

–Ya hablaremos… más tarde.

Tres horas después, que a Heather le habían parecido tres décadas, se preguntaba qué habría sucedido si el destino no le hubiera hecho volver al salón con un par de tazas de café y la puerta no hubiera estado entornada lo bastante como para escuchar una conversación que había hecho añicos sus esperanzas.

Sentada en su casa mientras las agujas del reloj avanzaban, habría deseado llorar, pero sus ojos se habían secado por el momento, aunque Heather sospechaba que cuando volvieran a brotar, la ahogarían en su propio dolor.