HABÍAN probado casi toda la comida y casi habían acabado la botella de vino, pero Heather no tenía la sensación de haber bebido, sino que se enorgullecía de la naturalidad con la que se estaba comportando y de poder relacionarse con él sin juzgarlo, como una adulta.
Por su parte, Leo le estaba facilitando la tarea al haber abandonado su actitud suspicaz e inquisitiva. Mantenían una conversación agradable y amistosa, evitando cualquier tema incómodo.
Y el vino contribuía a que el ambiente fuera relajado. Heather apoyó el codo sobre la mesa, la barbilla en la mano, y miró a Leo con expresión soñolienta.
–Si te duermes en mitad de la conversación –dijo Leo, tomando un sorbo de vino–, mi ego no podrá soportar el golpe.
–Y los dos sabemos que tienes un ego enorme –musitó ella. Los ojos de Leo la hipnotizaban. Podría contemplarlos durante horas–. Tengo la cabeza un poco pesada.
–Será mejor que pasemos al salón. Yo recogeré la mesa más tarde.
–¿Tú? Estoy segura de que no sabes ni cómo es un friegaplatos.
Leo rió quedamente. Heather tenía el aspecto dulce y sabroso de un melocotón. Su despeinado cabello rubio le daba un aire increíblemente femenino. Comer frente a ella había supuesto una continua tentación. Al verla inclinar la cabeza hacia atrás con los ojos entornados mientras saboreaba los noodles, había tenido que acomodarse en el asiento para evitar el dolor que le causó una súbita erección.
–Te olvidas de que viví una infancia modesta –dijo él–. Mi hermano y yo teníamos que hacer las tareas cada día, y una de ellas era recoger la mesa.
–Me cuesta imaginarlo. Seguro que pagabas a tu hermano para que hiciera tu parte –Heather no conocía a Alex. Sólo sabía que vivía hacía tiempo en algún lugar lejano y exótico.
–Vamos, te acompaño al salón.
La mención de su hermano había ensombrecido a Leo. Rodeó la mesa para ponerse detrás de Heather, que se había puesto en pie, y antes de que ésta pudiera reaccionar la tomó en brazos. Tras unos segundos de desconcierto, ella se revolvió.
–¿Qué haces?
–Llevarte al salón. Me ha parecido que perdías el equilibrio.
–Puedo caminar sola.
–Deja de protestar.
–Te vas a hacer daño en la espalda –después de sentirse tan satisfecha por actuar como si Leo no la perturbara, estar en contacto físico con él hizo que sintiera cada terminación nerviosa de su cuerpo. Su pecho era duro y musculoso, y las manos con las que la sujetaba, fuertes y poderosas. Todas las sensaciones que había querido ahogar aun antes de analizarlas, cayeron sobre ella como un alud. Cuanto más se revolvía, más se acentuaba su nerviosismo, así que, diciéndose que debía recuperar el control sobre sí misma, optó por parar.
–Ya está –Leo la dejó delicadamente sobre el sofá–. ¡Menudo escándalo!
–¡No he montado ningún escándalo! –protestó Heather, incorporándose para sentarse–. Sólo me preocupaba que…
–¿Qué?
–No soy la persona más ligera del mundo –dijo finalmente Heather.
Leo se sentó a su lado. Ella cruzó las piernas en la postura de loto y posó las manos sobre las rodillas.
–¿Qué quieres decir? –preguntó él.
–Nada.
–Haces eso todo el rato.
–¿El qué?
–Sacar un tema y luego echarte atrás en lugar de explicarte.
–No hay nada que explicar –Heather se encogió de hombros–. Sólo que es mejor que reserves tu comportamiento de hombre de las cavernas para mujeres más delgadas que yo. Cualquiera de las que se rinde a tus pies sería más adecuada.
Leo, gran conocedor de las mujeres, podía reconocer la curiosidad a distancia. Y que Heather quisiera saber más sobre él, pero no quisiera preguntarle directamente, era una buena señal.
–Creía que a las mujeres les gustaban los hombres primarios.
–Puede, pero no cuando pueden destrozarse la espalda.
–¿Quién demonios te ha dicho que seas…?
–¿Gorda? –concluyó Heather por él–. ¿Que tengo sobrepeso? –se miró los dedos–. ¿Que necesito perder unos kilos? Nadie.
–Está bien, pues dile a nadie que está muy equivocado. No estás gorda ni te sobran kilos. Y respecto a las mujeres que se rinden a mis pies… –al ver cómo Heather ladeaba la cabeza se dijo que ése era el gesto de una mujer interesada sexualmente en un hombre–, tienden a ser delgadas –admitió, antes de acomodarse en el sofá y cruzar las piernas.
–¡Lo sabía!
–¿Es otra de mis predecibles monstruosidades?
–¿Por qué a los hombres ricos les gustan las mujeres a las que tumbaría un viento fuerte? ¿Cómo puede resultar atractiva una persona a la que no le gusta comer?
Leo sacudió la cabeza al tiempo que soltaba una carcajada.
–Tienes toda la razón. Y admito que he salido con muchas mujeres así.
–Bellezas descerebradas –Heather quería saber más y era consciente de que estaba husmeando en su vida privada igual que él lo había hecho con ella.
–¿Bellezas descerebradas? En absoluto.
Esa respuesta sí desconcertó a Heather, y su expresión de sorpresa hizo reír a Leo una vez más.
–¿Por qué iba a gustarme una mujer así? –preguntó él.
–¿Porque queda bien colgada de tu brazo?
–¿Y cuando no haya nadie para verla? ¿Qué conversación podría mantener con una descerebrada?
–Entonces, ¿con que tipo de mujer sales?
–¿Por qué lo preguntas?
Heather se hizo la misma pregunta. Sabía que estaba adentrándose en un terreno peligroso, pero estaba actuando como una persona al borde del precipicio atraída por el vacío.
–Por nada. Será mejor que te vayas. Ya recogeré mañana.
Leo no tenía la menor intención de marcharse, y menos tras confirmar que Heather no se parecía a ninguna de las mujeres que conocía. Al contrario que las demás, si ella decía que se marchara era porque quería de verdad que lo hiciera. Pero no pensaba obedecerla. Poniéndose en pie, sacudió la cabeza.
–Necesitas un café –antes de que Heather insistiera en despedirlo, fue a la cocina a la vez que le decía que echara una cabezada.
Lo cierto era que había olvidado el arte de la seducción porque habitualmente con las mujeres sólo necesitaba unos minutos para saber lo que iba a suceder: tras una conversación inteligente y cierto cruce de miradas, ambos asumían que acabarían siendo amantes.
Sin embargo, era consciente de que, si con Heather cometía algún error, la perdería. Y no había nada más excitante para un hombre de sangre caliente que enfrentarse a un final incierto. En ningún momento se le pasó por la cabeza que intentar seducir a Heather fuera inapropiado.
Se tomó su tiempo en la cocina. Fregó los platos y, tras inspeccionar una máquina de hacer café que le pareció absurdamente complicada, hizo un café instantáneo y volvió al salón, donde le alegró comprobar que Heather lo esperaba despierta.
–Es instantáneo –dijo. Y tras pasarle una taza, se acomodó en una de las butacas que había delante de la chimenea–. Había una máquina pero…
–No tenías ni idea de cómo usarla –Heather tomó la taza con las dos manos y observó a Leo.
–Si le hubiera dedicado un rato, lo habría averiguado –dijo él, dedicándole una sonrisa que le aceleró el pulso–. Pero la vida es demasiado corta como para perder el tiempo cuando puedes hacer un café igual de bueno con el polvo de un frasco.
–No es igual de bueno –después de lo bien que había ido la velada, Heather sabía que debía insistir en que se fuera, pero no podía negar que su presencia le hacía sentir viva, que mirarlo le resultaba inquietante y agradable a partes iguales.
–Puede que tengas razón –dijo Leo, riendo–. Háblame de tu trabajo. ¿Trabajas como freelance o tienes un contrato con una editorial?
Como se trataba de un tema que le gustaba y no le resultaba amenazador, Heather se relajó y le habló de algunos de los libros que había ilustrado. Luego, pasaron a hablar de arte en general.
Trabajar en casa significaba que tenía poco contacto con la gente. En los últimos tres años, desde la ruptura con Brian, no sólo no le había importado, sino que lo había preferido así. Ocasionalmente había conocido a algún hombre a través de las madres de los niños a los que daba clases de dibujo, pero no había aceptado ninguna invitación a salir y había desanimado a cualquiera que mostrara el más mínimo interés por ella.
Pensó que ésa era la razón de que en aquel momento estuviera charlando con Leo: demostrarse a sí misma que había superado el pasado. También porque, dado que coincidirían en el futuro, tenía sentido que mantuvieran una relación civilizada.
Prefirió explicarse la situación de esa manera e ignorar la voz que en su interior le decía que en el fondo estaba disfrutando de las mariposas que sentía en el estómago y que le excitaba el carisma y el poder sexual que irradiaba Leo.
Ella no estaba en el mercado para ser seducida ni obnubilada. Cuando lo decidiera, volvería al mundo y se relacionaría con hombres. Y cuando lo hiciera, tendría mucho cuidado del tipo de hombres que elegía.
Puesto que Leo representaba el opuesto de lo que le convenía, estaba a salvo. Eso no le impedía identificarlo como un macho alfa sexy, o reconocer que era extremadamente inteligente. Pero nunca se sentiría físicamente atraída por él, al menos mientras su cabeza le dijera que no debía. Y hacía años que su cabeza gobernaba todos sus actos.
Por otro lado, ¿por qué no podía disfrutar de alguien a quien le gustaba hablar de arte? De hecho, hasta enseñó a Leo unas viejas ilustraciones que había realizado para una trilogía sobre una bailarina.
–Así que no haces sólo hadas –comentó Leo, positivamente impresionado por lo que veía, pero insatisfecho con el tono amistoso que estaba adquiriendo la conversación–. ¿Consigues vivir de esto?
–Depende de lo que consideres «vivir» –Heather dejó el portafolios al lado del sofá y se sentó–. Comparado con lo que tú ganas, es una miseria. Pero hace mucho tiempo descubrí que el dinero estaba sobrevalorado.
–¿Ah, sí? –Leo se puso alerta–. Cuéntamelo –se puso en pie y recorrió la habitación contemplando los cuadros de las paredes antes de volver y sentarse al lado de Heather. Estar frente a ella no estaba conduciendo a nada, y empezaba a sentirse frustrado.
–No hay nada que contar –dijo Heather con naturalidad–. Basta con leer las noticias sobre los ricos y privilegiados que terminan en centros de rehabilitación. ¿Te has planteado alguna vez que también puede pasarte a ti?
Leo arqueó las cejas sorprendido.
–La verdad es que jamás se me ha pasado por la cabeza.
–¿Por qué no? –Heather lo miró pensativa. Sentía cada nervio de su cuerpo en acción. Desde que Leo se había sentado en el sofá, éste se había encogido y, para no tocarle el muslo con el pie, se recogió sobre sí misma, llevándose las rodillas al pecho y abrazándolas.
–¿Y por qué sí? Por si no lo has notado, no soy un perdedor. Quien va a rehabilitación es porque ha perdido el control sobre su vida.
–O porque se siente solo.
–Pero yo no lo estoy. Y me espanta la gente que busca consuelo en las drogas o el alcohol. ¿Por qué estamos hablando de esto?
–Porque he dicho que el dinero puede comprar muchas cosas, excepto la felicidad.
Heather observó a Leo y se quedó sin aliento. El sol se había puesto y sobre el rostro de Leo se proyectaban sombras que acentuaban sus magníficos rasgos. La atmósfera relajada que habían creado le había hecho creer en un falso sentido de seguridad, pero en aquel momento tuvo que reconocer que se sentía atraída por él y que querría contemplarlo durante horas, como una adolescente obnubilada. Además de hacerle otras cosas en las que se prohibió pensar.
–Creo que es hora de que te vayas, Leo –dijo, poniéndose en pie y fingiendo que bostezaba–. Estoy exhausta. No suelo beber y el vino me ha dado sueño. Gracias por la cena. Me alegro de que hayamos superado nuestros… problemas iniciales.
Fue hasta la puerta y lo esperó en silencio. Sin darse prisa, Leo se puso en pie y fue hacia la puerta mirando a Heather fijamente. Ella retiró la mirada.
–Yo creo que hemos hecho algo más que «superar nuestro problemas iniciales» –dijo él, insinuante.
–¿Sí? –Heather sintió que se le cerraba la garganta a medida que Leo avanzaba hacia ella.
–Creo que eso lo hemos hecho a lo largo del día. Quizá cuando en el cine has empezado a robarme palomitas sin darte cuenta.
Heather se ruborizó. Leo estaba utilizando un tono cálido y sensual que no supo interpretar.
–Creía que no lo habías notado –dijo para salir del paso–. Nunca quiero palomitas, pero cuando empieza la película me doy cuenta de que no puedo pasar sin ellas.
Sentía la mirada de Leo clavada en ella y se sintió incómoda con su indumentaria. Por lo que había conseguido averiguar, a Leo le gustaban las mujeres delgadas e inteligentes, y ese tipo de mujeres nunca llevarían unos pantalones de chándal holgados y una camiseta. Eran como figuras de porcelana envueltas en seda y ropa de diseño.
Se dio cuenta de que quería saber si existía una en el presente esperando a Leo en Londres. Abrió la puerta de par en par para acallar su curiosidad y forzó una espléndida sonrisa.
–¿A qué hora te vas mañana? –preguntó–. ¿Has hecho planes con Daniel? Hoy lo ha pasado muy bien. No es muy hablador, pero siempre sé si está de buen humor y hoy lo estaba. Estoy muy orgullosa de ti. Has hecho un gran esfuerzo. Los niños son así: olvidan pronto, no son rencorosos…
Leo escuchaba su retahíla asombrado.
–¿Te sientes orgullosa de mí?
–Bueno, sí…
–Heather, no tengo diez años. Aun así tengo que reconocer que me enternece que estés orgullosa de mí, pero…
Leo posó la mano en la nuca de Heather en un gesto que, de proceder de cualquier otra persona, podría haber sido interpretado como fraternal, pero que al hacerlo él le hizo sentir como si acabara de desnudarla y le hubiera pedido que bailara una danza erótica.
Las piernas que anteriormente le habían flaqueado por efecto del alcohol se le hicieron gelatina, y la atracción que había conseguido minimizar afloró con una ardiente ferocidad que recorrió sus venas. La intensidad fue tal que se mareó; entornó los ojos y tomó aire.
Leo pudo percibir su resistencia mezclada con deseo. En su primer encuentro no le había caído bien y no había podido resistir la tentación de sermonearlo. En cuestión de horas, se había convertido en su alumno favorito. Teniendo en cuenta que debía de ser muy inocente en su experiencia con los hombres, no le sorprendió que se humedeciera los labios en un gesto de nerviosismo. Si no estaba equivocado, incluso temblaba levemente bajo su tacto, como el pétalo de una flor mecida por la brisa.
Le acarició con el pulgar la piel del cuello y luego enredó los dedos en su suave cabello.
–Pero… –no recordaba lo que iba a decir. De hecho, no conseguía pensar coherentemente, y eso sí era novedoso en él–. Podrías premiarme de manera mucho más satisfactoria por haberme portado bien.
Bajó la mano que tenía en su sedoso cabello hacia la base de su cuello y recorrió con los dedos el borde de su camiseta, cuyo escote redondo y cerrado le impedía el acceso a los tesoros que escondía.
Heather entreabrió los labios. Su cerebro estaba tardando en adaptarse al inesperado cambió de las circunstancias, y empezó a trabajar frenéticamente, recordando la tarde desde el momento en que Leo se había presentado a su puerta, la agradable conversación mientras cenaban, el comportamiento intachable de Leo mientras ella se decía que podían ser amigos, que ésa era la relación propia de los buenos vecinos.
Sabía que Leo iba a besarla. Por unos segundos, todo pensamiento racional la abandonó, echó la cabeza hacia atrás y al instante sintió los labios de Leo sobre los suyos, voraces y exigentes.
En cuanto Leo supo que había derribado las barreras, sintió la satisfacción de la victoria. El cuerpo de Heather era tan suave como lo había imaginado, sus senos se apretaban contra su pecho. Con un gemido, metió la mano por debajo de su camiseta, apartó el sujetador y los acarició.
El tacto de sus manos hizo reaccionar a Heather. En cuestión de segundos había sucumbido a una fuerza capaz de aniquilar su sentido común. Sentir las manos de Leo sobre su piel encendió todas las alarmas y, automáticamente, lo empujó para separarse de él.
Aunque era mucho menos fuerte que él, el factor sorpresa le sirvió de aliado. Lo último que Leo esperaba era ser rechazado cuando su excitación había alcanzado un punto álgido.
–Vete. Ahora –dijo ella, recolocándose la camiseta y cruzando los brazos sobre el pecho en actitud defensiva. En otras circunstancias, la expresión de incredulidad de Leo le habría hecho reír.
–¿Que me vaya? ¿Ahora? Si ésta es tu idea de hacerte la dura, no va a servirte de nada.
–No estoy jugando. Quiero que te vayas. No debería…
–¿Haberme animado?
–Yo no te he animado.
–No te hagas la inocente conmigo. He notado cómo me mirabas a hurtadillas y cómo reaccionabas cada vez que te rozaba.
Heather lo miró horrorizada.
–Lo siento –balbuceó, incapaz de defenderse de la acusación, pero negándose a admitirla–. Si creías que lo que pretendía era animarte, no era mi intención.
–Entonces, ¿qué pretendías? Porque, si no estoy equivocado, lo que ha pasado aquí ha sido un caso de atracción mutua.
Leo estaba perplejo con sus propias palabras, con estar exigiendo una explicación por haber sido rechazado. Estaba seguro de no haberse equivocado al intuir la tensión sexual permeando su inocente conversación. Nunca se equivocaba en lo que se refería a lo que las mujeres sentían.
En cambio, no tenía ninguna experiencia en tratar con una mujer que se sentía atraída hacia él pero que se echaba atrás en el momento crucial.
–El sexo no es una banalidad para todo el mundo –dijo Heather, temblorosa, a la vez que se alejaba de él.
–No tienes ni idea de lo que el sexo es para mí.
–Pero imagino que no lo relacionas con ningún tipo de compromiso o de relación.
–¡Puede que tengas buenos motivos para ello! –se oyó decir Leo con amargura–. Puede que haya aprendido en primera persona que los compromisos no son tan bonitos como se pintan. Puede que aprenda rápido.
Miró a Heather, tan sorprendido con sus palabras como ella. Sólo pensaba en su esposa muy ocasionalmente. La última vez había sido al saber que había muerto en un accidente de tráfico en Australia, que había transformado su vida. Pero nunca, ni en el pasado ni en el presente, se había abierto a nadie, ni siquiera a su madre, por mucho que lo hubiera intentado. Su hermano era el sentimental de la familia.
No supo si fue el silencio con el que Heather recibió sus palabras lo que lo animó a continuar, o que no estaba dispuesto a que siguiera dándole lecciones de ética, lo cierto fue que, en tono sarcástico, añadió:
–Mi ex mujer me enseñó una gran lección sobre lo mal que pueden ir las cosas entre dos personas cuando una de ellas cree que el sexo es mejor con amor.
–¿Qué quieres decir?
–Que no tiene sentido aislarse porque no existan los finales felices.
Heather no estaba en contra de esa idea, pero eso no significaba que se tuviera que entregar a cualquier hombre por el que sintiera una atracción pasajera.
–¿No tienes nada que decir? –preguntó él, airado, y furioso con ella porque había esperado que le soltara un discurso sobre el amor y el romanticismo.
Se miraron durante un prolongado silencio. Heather apenas podía respirar. Estaba tan quieta que parecía haberse convertido en una estatua. Finalmente, dijo:
–¿Quieres una taza de café?
Leo vaciló por una fracción de segundo. Había hecho más de lo que hubiera esperado de sí mismo. Ante su incredulidad, lo habían rechazado, y en lugar de marcharse, se había quedado para dar explicaciones. Había montones de mujeres esperándolo, pero la que tenía ante sí… Algo en ella lo excitaba de tal manera que asintió bruscamente y la siguió a la cocina, donde Heather preparó dos cafés de máquina. Tenía que reconocer que estaba mucho mejor que el agua sucia que él le había dado un rato antes.
–¿Qué te hizo tu mujer para volverte tan cínico? –preguntó ella.
–¿De verdad quieres saberlo? Mi querida esposa disfrutaba de los frutos de mi trabajo y de una cuenta bancaría sin límite. Necesitaba ser constantemente halagada, así que, si yo no estaba cerca, buscaba otras compañías. Nunca le faltaron. Puede que ahora entiendas mi escepticismo respecto a los gozos del matrimonio.
–Lo siento. ¿Y no intentasteis reconciliaros cuando nació Daniel?
Leo estaba harto de contestar preguntas y de describir su patética vida matrimonial. Prefería volcarse en la mujer que en ese momento lo miraba con expresión compasiva.
Lo que acababa de contarle había dejado las cosas claras. Descartó la posibilidad de seducirla para ser luego él quien la rechazara y así vengar su herido orgullo. La deseaba y no tenía la menor intención de jugar. Pero cuando la consiguiera, la victoria sería aún más dulce.