MENOS de treinta y seis horas más tarde, Heather observaba boquiabierta cómo Leo actuaba de capitán general. Era evidente que no había bromeado al decir que era un hombre de acción. La casa estaba llena de tipos en uniforme que trabajaban para convertir las dos habitaciones del piso inferior en despachos. En medio de aquel caos organizado estaba Leo, daba órdenes por medio de señales mientras mantenía una conversación por teléfono.
Heather acababa de llegar para recoger unos libros a Katherine y algo de ropa, pero la escena la dejó fascinada.
Tres hombres transportando un pesado escritorio le pidieron paso desde detrás, y ella se echó a un lado de un salto.
Fue entonces cuando Leo la vio, apagó su móvil y fue directo hacia ella.
A pesar del desorden que todo aquello representaba en su vida, tenía que admitir que estaba animado. Cuando le dijo a su madre que se mudaría a su casa para que no tuviera que preocuparse de Daniel, le emocionó la gratitud que ella le mostró. Eso le había hecho darse cuenta, con cierto sentido de culpabilidad, de que Daniel era responsabilidad suya, y no de su madre. Y que debía haberse distanciado mucho de ella para que asumiera que no podría contar con él durante su convalecencia. A pesar de todo, dejó el hospital con una actitud positiva y energía renovada.
También, y haciendo un cambio sin precedentes, decidió organizarse un despacho en la casa de su madre. De esa manera, aunque tuviera que ir y venir, establecería allí su base. Tomar aquella decisión le había sentado bien, y estaba dirigiendo la operación con una agradable sensación de deber cumplido.
Notó que Heather observaba la escena con la boca abierta, como si estuviera viendo una película de ciencia ficción.
–¿Qué demonios está pasando? –preguntó, cuando él llegó junto a ella.
–¿Tú qué crees? Estoy montando un despacho.
Y Heather, al ver que llevaba unos vaqueros y una camiseta gastada, dedujo que no se limitaba a dar órdenes, sino que participaba en el proceso. De hecho estaba sudando como un hombre que acabara de realizar un trabajo manual, y el olor de su masculino sudor le hizo estremecer. Siempre había preferido en los hombres el olor natural al de la colonia.
–No me habías dicho… –empezó.
Él enarcó las cejas con sorna.
–No creía que necesitara tu permiso.
–¡No quería decir eso, sino que no pensaba que fueras a instalarte aquí!
Heather vio horrorizada que Leo se quitaba la camiseta y la dejaba caer sobre un sillón. Hacía calor y estaba sudoroso, ¿pero era imprescindible hacerlo? Apartó los ojos de su torso bronceado y de sus pezones oscuros y planos.
Viéndolo de aquella manera nadie lo acusaría de ser un ejecutivo pegado a un escritorio. Parecía un hombre con un trabajo que exigía un intenso esfuerzo físico. Heather carraspeó con nerviosismo y clavó los ojos en los de él, que la miraba divertido.
–¿Sabe Katherine que has movido todos sus muebles? –preguntó en un tono agudo que le irritó porque le hizo sonar como una estricta institutriz. Él era el severo hombre de negocios y ella la artista relajada. ¿Cuándo se habían intercambiado los papeles?–. Sólo lo digo porque pensaba que vendrías ocasionalmente.
–Dadas las circunstancias, esta idea me ha parecido más adecuada. Pero si quieres, puedes ir a contárselo a mi madre.
–¡No tengo la menor intención de decirle nada!
–¿No? Sólo lo comentaba porque parecías molesta y he pensado que te sentías en la obligación de dar parte.
Heather frunció el ceño al tiempo que él, sonriente, volvía a entrar en el que, hasta esa tarde, había sido el coqueto cuarto de estar de su madre. ¡Cómo se atrevía a tomarle el pelo y hacerle sentir como una repipi chivata! Pero además de irritada, Heather seguía alterada por la visión de su cuerpo semidesnudo.
Consiguió ponerse en movimiento y siguió a Leo sin dejar de torcer el gesto. El salón había sido transformado radicalmente. Los objetos decorativos, el delicado mobiliario, las plantas, habían sido sustituidas por teléfonos, ordenadores, faxes y una televisión de plasma que registraba los valores de la Bolsa. Estaba en una habitación totalmente masculina, y su dueño miraba en ese momento a su alrededor con cara de satisfacción.
–¿Qué te parece? –preguntó Leo, girando sobre los talones.
Le sorprendía cuánto le gustaba ponerla nerviosa. Quizá era una manera de vengarse por el efecto que ella tenía sobre él. O tal vez esperaba obtener de ello algunos beneficios. ¿No sería fantástico conseguir derribar sus murallas defensivas? ¿No sería todo un triunfo verla abandonar sus principios de estricta moral aunque su cerebro le diera la orden contraria?
El cerebro era una cosa extraña. Uno podía gritarle hasta perder la voz que hiciera una cosa, para que luego acabara tomando la decisión contraria e hiciera lo que le viniera en gana. ¿No le había sucedido a él eso? Se había dicho que no quería estar cerca de ella, pero una vez que lo estaba, un demonio interior empezaba a jugar con él. Y se trataba de juegos que le divertían. ¿No le había gustado siempre el deporte, tanto intelectual como físico?
En aquel instante, Heather estaba más tensa que la cuerda de un arco, y hacía lo posible por no mirarlo.
–Estás enfadada.
–¡No es verdad!
–Las cosas de mi madre han sido almacenadas cuidadosamente en otra habitación. Te prometo que no he quemado nada. Puedes inspeccionarlo.
–Eres muy gracioso. Sólo por curiosidad, ¿cuánto tiempo piensas quedarte? –preguntó ella mientras recorría la habitación con ojo crítico. Podía sentir la presencia de Leo a su espalda, un macho alfa a quien sus dedos habrían querido tocar. Se cruzó de brazos por si actuaban sin su consentimiento.
–Lo que haga falta. Dentro de un límite, claro.
–¿Has hecho todo esto por unos días?
–¿Uno días? Yo calculo que unas semanas.
–Está bien, pues por unas semanas.
–El tiempo es oro, y me compensa poder trabajar al cien por cien mientras esté aquí.
–Le has quitado toda personalidad –comentó Heather, mirando los aparatos de alta tecnología en contraste con los escasos detalles que recordaban la antigua decoración: el papel de flores, un cuenco con diversas cosas dentro y una librería.
–Es mejor tener un centro de trabajo sin distracciones.
En lugar de sus habituales pantalones de chándal y camiseta, Heather llevaba un vestido floreado de tirantes. Leo se descubrió calculando cuánto tardaría en desabrocharle los numerosos botones que lo ajustaban a su cuerpo.
Una vez más se dio cuenta de que Heather lo llevaba por un terreno agradable, que le hacía distraerse. Mientras que anteriormente lo irritaba, Leo había dejado de cuestionarse por qué aquella mujer lo desconcertaba y despertaba en él sentimientos tan contradictorios.
Hasta ese momento siempre había pensado que la gente atribuía poder al destino cuando eran demasiado débiles como para darse cuenta de que podían controlar sus circunstancias. Pero estaba dispuesto a ver las cosas desde otro ángulo. El destino había hecho que conociera a Heather, y él no era quién para anular el primitivo instinto masculino de la caza. Había intentado aplicar toda su capacidad de raciocinio y había fracasado. No había podido dejar de pensar en Heather.
Pensado lógicamente, suponía que, si la conquistaba, se liberaría de esa ansia. Pero después de haber sido rechazado no estaba dispuesto a repetir la humillación. Sería ella quien fuera a él. Heather se rendiría por propia volición, proporcionándole la más dulce de las victorias.
Salió de su ensimismamiento y, por la cara de Heather, supuso que acababa de decir algo sarcástico.
–Perdona. Estaba ausente. ¿Qué decías?
Así que aparte de ser una niña repipi, le aburría tanto que ni siquiera había oído lo que había dicho sobre las distracciones en el trabajo.
–Decía que voy a por la ropa de tu madre para llevársela al hospital.
–Espera media hora y te llevo.
–No hace falta, Leo…
–¿No hace falta que visite a mi madre?
–¡Sabes que no me refería a eso! Lo digo porque estás ocupado.
–¿No crees que ya soy mayorcito para decidir por mí mismo?
Heather se ruborizó, pero Leo se ocupó en dar instrucciones al hombre que estaba al mando de la cuadrilla de trabajadores.
–¿Por qué no haces lo que tengas que hacer y quedamos aquí en media hora? –preguntó, volviéndose hacia ella.
–¿Y tú por qué no dejas de dar órdenes?
Leo se encogió de hombros y fue hacia las escaleras. Sabía que Heather le seguía porque oía sus pisadas. Era increíble lo fácil que se la provocaba. Era como una gata salvaje siempre al ataque.
–Está en mi naturaleza dar órdenes –comentó sin volverse–. ¿Por qué te parece tan mal?
–¡Me extraña que la gente que trabaja contigo no quiera estrangularte!
–Hay gente a la que le gusta que le den instrucciones –Leo se detuvo en el rellano, delante de la puerta de su dormitorio, y se volvió hacia Heather–. ¿Cómo podría funcionar una empresa si no hay alguien al mando? De hecho, si preguntas a mis trabajadores, te dirán que soy un buen jefe. Les doy bonos generosos, bajas de maternidad y paternidad largas, un fantástico plan de pensiones… No tienen queja –se apoyó en el quicio de la puerta y la miró fijamente–. Pero además, ¿no crees que hay gente a la que le gusta que le manden?
–No.
–¿Te molesta porque eso era lo que acostumbraba a hacer tu ex?
Heather rió despectivamente.
–Brian no me mandaba, simplemente me ocultaba lo que hacía. Y no es eso de lo que estamos hablando.
Leo se separó de la puerta y dio la espalda a Heather.
–Deberías relajarte –dijo provocadoramente, por encima del hombro–. La vida es más sencilla cuando se deja de discutir por todo. De hecho, puede que hasta disfrutaras de ser obediente.
Heather se quedó mirándolo como hipnotizada mientras él iba hasta su escritorio, observaba la pantalla del ordenador antes de masajearse un hombro y volver hacia ella. El sonido de su voz era como una droga para Heather, y le impedía reaccionar con prontitud a sus irritantes palabras.
–¿Obediente? No se me ocurre… –balbuceó, sin recordar bien cuál era la conversación original.
–¿No? Es curioso. A todas las mujeres que conozco acaba gustándoles ser controladas. Aunque no en la sala de juntas, claro.
Leo se plantó delante de ella y Heather dio un par de pasos hacia atrás.
–Me alegro por ellas.
–Pero tengo que admitir que tú eres distinta. Aunque estoy seguro de que hay una orden que estarás dispuesta a obedecer al instante.
–¿Cuál? –peguntó ella, desafiante a la vez que nerviosa al ver que Leo le sonreía con picardía y se llevaba la mano a la cremallera del pantalón.
–Que te marches. A no ser que quieras ver cómo me desnudo. Voy a ducharme.
Heather prácticamente huyó, y media hora más tarde lo esperaba, todavía alterada, en el vestíbulo. Finalmente, Leo apareció con el cabello húmedo y con un aspecto irritantemente saludable y lleno de energía.
–No estaba seguro de que fueras a esperarme –dijo cuando ya iban camino del hospital–. Espero que me perdones si te he avergonzado.
Heather lo miró con suspicacia por el rabillo del ojo. Le costaba creer que se sintiera verdaderamente arrepentido.
–Tengo la sensación de que te pongo nerviosa, y quiero que sepas –continuó Leo en tono conciliador, al tiempo que observaba con fascinación las distintas emociones que cruzaban el rostro de Heather– que no tienes nada que temer.
–¿Por qué iba a temerte?
–Quizá no sea la palabra adecuada. Dejémoslo en que no tienes por qué estar tan tensa. No debemos olvidar que estamos aquí por mi madre. Por cierto, veo que le llevas unos libros.
Heather se relajó y pudo charlar con él sobre los avances que estaba haciendo Katherine y lo aburrida que estaba. Como era una ávida lectora, la mejor opción para entretenerla eran los libros.
–Le encantan los de viajes –comentó a Leo–. Creo que le recuerdan a tu hermano. Era algo de lo que quería hablarte –viendo que se acercaban al aparcamiento del hospital, se sintió orgullosa de haber mantenido una conversación civilizada con él. O bien fingía, o no sabía nada sobre su madre, así que se trataba de un tema de interés seguro, que los alejaba de lo personal.
–¿Qué pasa con mi hermano? –preguntó Leo cambiando el gesto.
–¿Sabes cómo contactarlo?
–No entiendo qué pretendes.
A Heather le desconcertó el súbito tono hostil.
–¿No crees que debería estar informado de lo de Katherine?
La pregunta fue recibida con un frío silencio mientras Leo buscaba un hueco para aparcar. Al no encontrarlo, se quejó de que el Ayuntamiento hubiera reducido el número de plazas libres.
–¿No piensas darme una charla sobre las virtudes del transporte público? –preguntó, mientras aparcaba en un espacio reducido–. ¿O sobre las desventajas de tener un coche grande? ¿O prefieres criticar a los adictos al trabajo que compran cosas innecesarias?
Heather no comprendía por qué Leo había cambiado de humor tan súbitamente.
–Me da igual lo que hagas con tu dinero. Con él no podrás comprar la felicidad.
–A veces eres como un cliché andante.
–¿Por qué no puedes ser amable más de cinco minutos? –protestó Heather, bajando del coche y cerrando de un portazo–. Primero te disculpas por tu comportamiento y de pronto intentas buscar pelea. Sólo te he preguntado…
–No hace falta que avisemos a mi hermano –dijo Leo bruscamente–. Además, no sabemos dónde está exactamente.
–Seguro que tu madre lo sabe –insistió Heather–. ¿No crees que lo justo sería contárselo? Si está muy lejos, no tiene sentido que venga, pero al menos debería estar informado.
–Preferiría dejar este tema.
–Puede que tu madre no esté de acuerdo contigo.
Leo, que estaba a punto de entrar en el hospital, se volvió hacia ella.
Heather lo observaba con los brazos en jarras y gesto desafiante.
Ésa era la actitud que seducía e irritaba a Leo por partes iguales. Movido por un sentimiento de frustración, alargó la mano y tiró de ella. Heather, tomada de sorpresa, no ofreció resistencia y se encontró pegada a su pecho. Entonces Leo la besó vorazmente, enredando los dedos en su cabello y apretándola contra sí.
Heather sintió su cuerpo arder, como si acabaran de encender una hoguera en su interior que quemara sus defensas. Sus labios se entreabrieron para dar cobijo a la ávida lengua de Leo. Se oyó gemir. Estaban al lado de la puerta, pero apenas era consciente del paso de los transeúntes o del espectáculo que estaban dando. Sentía los senos apretados contra el pecho de Leo, sus pezones sensibilizados rozando el sujetador y enviando una corriente por todo su cuerpo, hasta donde sentía una cálida humedad que avivaba su deseo.
Cuando Leo se separó bruscamente fue como ser golpeada por una corriente de aire frío. El silencio que se produjo entre ellos se prolongó una eternidad, durante el que Leo no la miró. No había que ser un genio para deducir que se arrepentía de lo que acababa de hacer.
–¡Cómo te atreves! –exclamó ella.
Pero su fingida indignación fue recibida con una sonrisa escéptica.
–Perdona, pero no he notado que me rechazaras –dijo él, que estaba furioso consigo mismo por haberse salido del plan que había trazado–. Los dos somos mayorcitos como para saber lo que está pasando, ¿no crees?
–Sí. Que hemos venido a ver a tu madre y que, en el camino, hemos cometido un error –Heather se ruborizó–. Me has besado y…
–Vas a tener que dejar de hacer eso.
–¿El qué?
–Actuar como si fueras una víctima inocente cuando sabes que, de no haber estado aquí, cualquiera sabe cómo habrías terminado.
–¡De eso nada! Ya te he dicho lo que pienso de las relaciones.
–Sí, me lo has contado en detalle. Pero tengo la impresión de que tu cuerpo piensa de otra manera.
–No he negado que te encontrara un espécimen atractivo.
Heather se alegró de la palabra elegida. Convertía a aquel hombre tan masculino y sexy en un ente biológico.
Leo la miró fijamente. En un mundo ideal donde él mandara, la escena tendría una luz tenue y la atmósfera de tensión sexual previa a la entrega total. Heather habría acudido a él, incapaz de resistir la tentación, suplicando que la poseyera. Y entonces él insistiría en que le demostrara cuánto lo deseaba.
Sin embargo, la situación real no tenía nada de ideal. Estaba delante del hospital, rodeados de gente, y el sol brillaba con tanta fuerza que era imposible imaginar una luz romántica y sensual.
Pero además, y ése era un detalle fundamental, no era Heather quien había ido a él. Aunque se hubiera dejado llevar, ya había vuelto a parapetarse tras sus defensas. Así que el culpable era él por haber vuelto a perder el control. La había besado para callarla. Porque no quería seguir hablando de su hermano y para cambiar de tema…
–Eso ya lo sé –dijo finalmente con voz calmada–. Y se supone que te crees capaz de encender y apagar la atracción que sientes como si fuera un interruptor.
–Deberíamos entrar y olvidar el asunto.
–Una vez más…
Heather se ruborizó. Una vez más. Las palabras de Leo cayeron como una piedra en un lago tranquilo.
–Tienes razón: una vez más –tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para mirarlo a los ojos en lugar de dar el tema por zanjado–. ¿Qué quieres decir?
–Nada –Leo se encogió de hombros y entornó los ojos para protegerse del sol.
Había notado que el teléfono le vibraba en el bolsillo un par de veces, pero había decidido no contestarlo. Hacer novillos tenía sus ventajas.
Aunque evitaba mirar a Heather, su conocimiento de las mujeres le permitía intuir que estaba a punto de darse por vencida, y saberlo le provocaba una excitante sensación de triunfo.
–¿Entramos? Hace mucho calor.
¿Eso era todo lo que pensaba decir?
Katherine estuvo muy animada durante toda la visita, pero Heather no logró relajarse. Su mirada seguía instintivamente todos los movimientos de Leo: su manera de sentarse, de cruzar las piernas, de caminar hasta la ventana.
Para cuando salieron, estaba agotada. Quería haber hablado con Katherine de Alex y de si quería que lo avisara, pues era ella quien debía tomar la decisión, y no Leo. Pero su mente estaba demasiado ocupada como para recordarlo.
Cuando Leo le había invitado a acostarse con él, ella se había permitido adoptar una actitud digna, haciendo referencia a sus principios y al hecho de que no pensaba cometer errores de esa índole. El primer beso había sido una aberración que no volvería a suceder.
Pero no podía negar las sensaciones que le había despertado el segundo, y que había estado dispuesta a mucho más. No tenía sentido ocultarse tras el personaje de una delicada doncella siendo mancillada por un malvado galán.
Leo la había besado, pero no se trataba de un beso seductor, sino de ira y frustración. Con él había pretendido castigarla, y ella se había entregado como si no tuviera voluntad. Hasta creía recordar que había gemido.
–Bien… –dijo con un resoplido cuando estuvieron en el coche–. ¿Quieres que hablemos de lo que ha pasado antes?
–Creía que ya lo habíamos hablado –dijo él, frunciendo el ceño–. Hay un límite a lo que se puede comentar sobre un beso. No se trata de una catástrofe nacional, Heather.
Heather apretó los labios y miró al frente. Leo, concentrado en la carretera, no necesitaba mirarla para imaginársela. La había desequilibrado y le estaba costando recuperarse. No podía buscar excusas o fingirse la víctima inocente. Habría podido hacer con ella lo que hubiera querido. Pero no pensaba discutir con ella el tema hasta la extenuación; no podía arriesgarse a que volviera a pensar que desaparecer era la mejor salida.
–Está bien –dijo ella, crispada.
–Tenemos que discutir los detalles de lo que va a pasar ahora –dijo él en tono conciliador.
Por un instante Heather pensó que se refería a ellos, y descubrió horrorizada que estaba deseando que la persuadiera de abandonar su actitud y olvidar los principios por los que se regía para entregarse a una atracción que empezaba a resultarle irresistible. Brian le había parecido atractivo, pero nunca le había hecho reaccionar físicamente como Leo. Y aunque no le gustara, no podía negarlo.
–¿Qué detalles? –preguntó con voz trémula.
–¿Daniel? –dijo Leo, mirándola de soslayo.
–¡Ah, claro! –Heather sacudió la cabeza y se esforzó por disimular su desconcierto–. ¿Qué quieres concretar? Ahora que te has instalado en la casa, no me necesitarás. Por supuesto, estaré disponible siempre que quiera venir a verme.
–No es suficiente.
–¿Perdón?
–Que me mude no significa que mi vida vaya a ser más ordenada –habían llegado a las afueras de la ciudad y Leo encontró el paisaje en sintonía con su positivo estado de ánimo. Era peculiar que aquélla fuera la primera vez que observaba lo hermoso que era el campo.
–¿Por qué no va a ser ordenada?
–Suelo tener que atender emergencias. Por ejemplo, esta misma tarde tengo que acercarme a Londres para resolver un problema con una empresa que estoy en el proceso de comprar. Y aunque me instale en casa de mi madre, puede que esté ausente en muchas de las ocasiones que haya que tomar alguna decisión. Me gustaría que recogieras a Daniel del colegio y le dieras de cenar. Para esa hora espero haber acabado de trabajar y volver antes de que se acueste. Sé que no es lo ideal ni para ti ni para mí, pero será por un tiempo limitado. En cuanto se resuelva el problema, podremos volver a la normalidad.
–¿Quieres que pase la noche en casa de Katherine?
–Si no te importa…
–No, claro que no –mientras que Heather sentía que la cabeza le daba vueltas, observó que Leo mantenía una irritante calma.
–De hecho –añadió él como si pensara en voz alta–, sería perfecto que, igual que yo, te mudaras temporalmente a casa de mi madre. Supongo que estará de vuelta en una semana y haré que mi asistenta de Londres, Katrina, venga a ocuparse de las tareas domésticas. Es una excelente cocinera.
Una semana… La tentación de la que Heather habría huido hacía apenas unas semanas, se presentaba ante ella como un banquete ante un hombre hambriento. La vocecita que debía haberle recomendado que no cometiera ese espantoso error, la animaba a aceptar la oferta.
–Está bien.
–Fantástico –dijo Leo con satisfacción–. Es un placer comprobar que podemos ponernos de acuerdo en algo.