Capítulo 7

 

 

 

 

 

LEO NO entendía lo que le pasaba ni por qué iba de camino a casa de su madre en medio de la noche en lugar de quedarse apaciblemente en su apartamento.

De hecho, había vuelto a él después del trabajo, se había servido un whisky y había decidido, por razones que no llegaba a comprender, que la atmósfera sofisticada y fría de su fabuloso ático no le resultaba apetecible. Entonces había dejado el whisky sin probarlo, había apagado las luces que iluminaban cada milímetro de su hogar de cuero y acero, y había ido a por su coche.

Era la primera vez que iba a casa de su madre sin tener antes todo planeado, sin haber reservado una mesa en un restaurante exclusivo al que llevar a su madre y a Daniel, para el que habitualmente había comprado un carísimo regalo que el niño recibía con indiferencia. Después de cumplir con sus deberes fraternales, volvía aliviado al terreno en el que se sentía más cómodo: su trabajo y su apartamento en Londres.

Recorría los kilómetros que los separaban de la casa de su madre especialmente animado, y supuso que se debía a que necesitaba un cambio de aires. El improvisado despacho había funcionado aún mejor de lo que había esperado, y aunque no era del todo de su estilo, le resultaba muy cómodo.

Además estaba Daniel. Una vez había superado su incomodidad inicial, había mantenido con él una conversación de corazón a corazón, tal y como Heather le había recomendado. Había asegurado a Daniel que Katherine se recuperaría pronto y que él siempre estaría cerca para cualquier cosa que necesitara. Después habían charlado sobre fútbol y, por primera vez, Daniel se había mostrado cariñoso.

En aquel momento, mientras surcaba la noche, Leo se dio cuenta de que estaba deseando ver a su hijo por la mañana. Había conseguido un par de entradas para un partido en Londres y ansiaba ver cómo recibía Daniel la sorpresa.

Pero además estaba Heather, que había accedido a mudarse a la casa de su madre mientras ésta estuviera en el hospital. Heather, que había hecho lo posible por evitarlo, pero que había aceptado instalarse bajo su techo. Para Leo la conclusión era evidente. Tras haber intentado vencer la atracción que sentía y parapetarse tras la noción de que había sufrido una decepción y que esperaba al hombre adecuado, había finalmente admitido lo inevitable: que lo deseaba y que estaba dispuesta a arrinconar sus principios.

Desde su punto de vista, era lo más lógico. Los principios de Heather estaban muy bien, pero no eran realistas. Al acusarlo de no querer comprometerse emocionalmente, se había colocado a sí misma sobre un pedestal de intachable moral. Así que Leo pensaba que no sólo conseguiría hacer que bajara de él, sino que, en el proceso, le estaría haciendo un favor.

Por mucho que hubiera sufrido, ¿a qué tipo de vida se estaba condenando? ¿Pensaba evitarse el sufrimiento aislándose de la vida en el proceso? Él le estaba ayudando a darse cuenta de que había que vivir.

Aquellas reflexiones le hicieron compañía durante el viaje, que se le hizo muy corto gracias a la ausencia de tráfico a aquellas horas. Cuando llegó, aunque era tarde, vio que la luz exterior estaba encendida y le agradó aquel aire de bienvenida, que no había sentido en su apartamento. Igual que le resultó acogedor el ruido de la gravilla bajo las ruedas, o el sonido de la brisa en lugar de las sirenas de las ambulancias o de los bomberos.

Entró y se quedó parado unos segundos para acostumbrarse a la oscuridad. Luego dejó el maletín con el ordenador en el suelo y caminó lentamente hacia la escalera. No quería despertar a Heather y a Daniel, así que decidió no encender la luz.

La casa de su madre era muy grande. En el primer piso había varias habitaciones, incluido un pequeño salón, que a Leo le había parecido muy apropiado cuando estudió los planos. Así su madre podría ver la televisión por la noche sin tener que subir después a su dormitorio. En aquel momento estaba a oscuras. Leo dirigiría su mirada al interior cuando recibió un golpe entre los omóplatos que lo empujó hacia el interior. Recuperando el equilibrio al instante, se dio media vuelta con los puños apretados para dar una lección a quienquiera que se hubiera atrevido a golpearlo.

Por la estatura, supo que se trataba de Heather, pero no pudo distinguir ninguna otra característica de su cuerpo. La sujetó por la muñeca antes de que le lanzara otro golpe con el voluminoso libro que había usado como arma.

–¿Qué demonios estás haciendo?

Justo al darle el golpe, Heather se había dado cuenta de que se trataba de Leo y aunque no podía verle el rostro, supuso que no estaría precisamente contento.

–¡Lo siento, pero no te esperaba!

–¿Por qué siempre te desconcierta tanto que aparezca en mi propia casa?

–No es tu casa, y me habías dicho que pasarías la noche fuera. He oído un ruido y…

–¡He intentado ser lo más silencioso posible!

Heather sentía el corazón latiéndole desbocadamente. Después de haber pasado toda la tarde pensando en él, ver a Leo le había dejado sin aliento. Era como una adicción, y cada vez que lo tenía cerca se sentía viva. Se preguntó si él notaría que le hacía temblar.

–Me despierto con facilidad. He oído algo y he asumido que se trataba de un ladrón.

–Así que has salido a atacarlo armada de… ¿un libro? –Leo se enfadó al darse cuenta de las posibles consecuencias de su temerario comportamiento. Le quitó el libro de la mano y leyó el título–. Una enciclopedia de plantas. El arma perfecta para protegeros a ti y a Daniel contra alguien armado.

–Lo siento. No lo he pensado –dijo Heather, cabizbaja. Y tampoco podía pensar en ese momento.

En lugar de parecer cansado, Leo presentaba un aspecto irritantemente despierto y atractivo. Al darse cuenta de que ella iba en bata y debajo llevaba un pijama de pantalones cortos, se apretó el cinturón instintivamente. Pero ni ese gesto de pudor podía neutralizar el cosquilleo que sentía en los pezones, ni la sequedad en la boca. Le resultaba imposible no ser consciente de la masculinidad que Leo exudaba mientras la miraba con gesto contrariado.

–¡Pues debías haber pensado un poco!

–¡Baja la voz! ¡Vas a despertar a Daniel!

–Todavía no he acabado. Sigamos la conversación abajo.

–No pienso bajar. Estoy cansada y quiero volver a la cama.

–Te aguantas. Sígueme.

Leo dio media vuelta y, tras unos segundos de agónica indecisión, Heather lo siguió a regañadientes, sin dejar de cerrarse la bata sobre el pecho. Por la mente le pasaban mil excusas, pero sabía que no conseguiría dormirse si no terminaba la conversación con Leo.

En lugar de ir hacia la cocina, como ella había asumido que haría, Leo fue a uno de los salones del primer piso.

–Podrían haberte asesinado –dijo él bruscamente, al tiempo que encendía una lámpara y se sentaba en un mullido sofá de flores.

–¡Y tú podrías haberte matado en la carretera! –replicó Heather automáticamente.

–Eso es imposible. Siéntate… Por favor.

–Veo que recuerdas que no me gusta que me den órdenes –Heather se sentó en el brazo del sofá para no seguir discutiendo–. ¿Qué crees que habría hecho tu madre en mi lugar? Ya ha pasado, y ha actuado igual que yo.

–¿Te lo ha contado ella? A mí no. ¿Cuándo sucedió?

–La última vez hace unos meses, después de que llegara Daniel. Y a no ser que uno guarde una pistola bajo la almohada, es lógico que use lo que tenga a mano.

– ¿Por qué no me lo ha contado? Olvida la pregunta.

Heather se dio cuenta de que Leo se sentía avergonzado de que su madre no hubiera querido molestar a su ocupado hijo con lo que para él no serían más que naderías.

–Leo, es una casa grande y vieja –dijo ella para tranquilizarlo–. Es lógico que cruja y que a veces por la noche dé un poco de miedo.

–Cuando la compré, instalé un sofisticado sistema de alarma –apuntó Leo, frunciendo el ceño.

–Katherine no quiere conectarla por la noche por si se levanta a beber algo y salta. O le podría pasar a Daniel y darle un susto de muerte.

–¿Por eso preferís usar una enciclopedia?

–Es muy contundente –bromeó ella.

–No creo que mi madre pueda levantarla.

–Puede que use la versión reducida.

Leo la miró, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Cuando el sonido de su risa cesó, la atmósfera había cambiado y se había cargado de intimidad. Heather se dio cuenta de que contenía la respiración y no podía apartar los ojos de Leo.

–Me haces reír –dijo él–. Y no es algo habitual. Me encanta.

Aquella confesión proporcionó una felicidad desmedida a Heather. Ése era el efecto que Leo tenía sobre ella: en lugar de una mujer asexuada, aislada y solidaria con diversas causas, le hacía sentir viva e intrépida.

–Y tú me haces sentir… –dejó la frase en suspenso.

–¿Cómo? Deja que adivine: ¿enfadada, molesta?

–Eso también.

–Eso además de qué.

–Será mejor que vuelva a la cama.

–No, Heather. Estás huyendo de mí –con un gruñido, Leo la tomó de la mano y tiró de ella hacia sí.

Heather dejó escapar un gritito al perder el equilibrio y caer sobre Leo, encima del sofá.

Sentir su cuerpo bajo el de ella hizo que la cabeza le diera vueltas. Cerró los ojos y respiró profundamente.

No, Leo no intentaba sujetarla ni aprovecharse de ella. De hecho, iba a ayudarla a incorporarse, pero el deseo que llevaba tantos días reprimiendo estalló en el interior de Heather y, temblorosa, alzó el rostro hacia él y, cerrando los ojos, buscó su boca a ciegas.

Leo contuvo un gemido y se ladeó para evitar el dolor que le estaba causando una potente erección al chocar contra la cremallera del pantalón.

Aquello era lo que llevaba días esperando, lo que tenía la certeza que iba a suceder, pero llegado el momento, recordó que Heather no era cualquier otra mujer, que para ella aquel movimiento estaba cargado de significado; y por una vez, Leo no quiso aceptarlo con la habitual arrogancia que le hacía creer que lo normal era conseguir todo lo que quería.

En lugar de seguir su instinto y abrazarse al cuerpo voluptuoso y firme de Heather, la separó de sí delicadamente, lo bastante como para mirarla a los ojos, que ella entreabrió como si despertara de un sueño.

–¿Qué pasa? –habiendo llegado a aquel punto, Heather se dio cuenta de que estaba dispuesta a aceptar las consecuencias de lo que estaba haciendo.

–Para , nada malo. Pero quiero asegurarme de que no vas a echarte atrás en el último minuto y a acusarme de que me he aprovechado de ti.

Heather se acomodó sobre su cuerpo y sintió su erección plenamente, lo que hizo que le resultara aún más desconcertante la actitud de Leo, a quien no consideraba capaz de negarse ningún capricho.

–¿Quieres decir que ya… que no te apetece? –preguntó con voz trémula.

Y Leo la atrajo hacia sí y la besó apasionadamente. Heather se aferró a él, saboreando su húmeda lengua y derritiéndose en sus brazos.

–Creo que he contestado a tu pregunta –Leo la apretó contra sí y Heather gimió al sentir la presión de su sexo en el vientre–. Ya no vas a poder echarte atrás –añadió. Y luego le abrió la bata, que Heather acabó de quitarse con manos nerviosas a la vez que tiraba de la ropa de Leo.

Él sonrió al percibir su ansiedad, como la de un niño en una tienda de caramelos. Sus senos se apretaban contra su pecho, y tiró de su camiseta hacia arriba para acariciarle la espalda. Saber que estaba desnuda debajo del pijama, que no había más barreras entre ellos, le resultó explosivamente erótico.

–Deberíamos… Dormitorio…

–¿Daniel suele levantarse por la noche? –Leo le pasó los pulgares por los pezones juguetonamente.

–No, pero… Resulta raro estar aquí haciendo esto… –balbuceó Heather, que había perdido la capacidad de pensar racionalmente.

–¿Delante de las fotografías de familia? –bromeó Leo, puntuando sus palabras con besos.

Heather rió y miró hacia el cuadro del padre de Leo que parecía mirarlos con benevolencia.

–¡Oh Dios mío, ni siquiera me había dado cuenta! –bromeó.

–Vayamos a mi dormitorio. Aunque no sé si voy a poder aguantar hasta que lleguemos.

–¿Tanto me deseas?

–Tanto y más. De hecho, no sé qué hacemos hablando de esto cuando podría estar desnudándote y perdiéndome en tu fabuloso cuerpo.

El control que Leo había calculado tener se había evaporado al descubrir que la entrega de Heather lo excitaba mucho más de lo que había calculado.

Llegaron a su dormitorio a duras penas. En cuanto Leo cerró la puerta, arrinconó a Heather contra la pared y le quitó la ropa con la misma urgencia con la que ella intentó quitarle la suya. Cubrió sus senos con manos temblorosas, rozándole los pezones con los pulgares al tiempo que le besaba el cuello. Estaba ansioso por verla desnuda, pero temía asustarla si encendía la luz, así que la condujo hacia la cama en la penumbra. Heather estaba impresionada por la visión de su cuerpo desnudo y el tamaño de su sexo. Leo podía sentir sus ojos recorriendo su cuerpo aunque no pudiera ver la expresión en su rostro.

–Hace tiempo que… no lo hago –musitó ella, al tiempo que se tapaba con los brazos, no porque sufriera un ataque de pudor, sino porque de pronto se sintió en competición con las sofisticadas bellezas con las que Leo acostumbraba a acostarse.

–Me encantas… –Leo le retiró los brazos lentamente y se los sujetó a los lados del cuerpo mientras deslizaba su mirada por su cuerpo.

Heather se ruborizó violentamente bajo su inspección.

–Eres perfecta –se oyó decir Leo.

Heather alzó la mirada hacia él, vacilante.

–No te rías de mí, Leo. No tengo complejos, pero soy realista respecto a mi cuerpo.

–Lo digo de verdad: eres perfecta –repitió él. Y superado por el efecto que Heather estaba teniendo en él, la inclinó hacia atrás hasta echarla sobre la cama.

La mirada de Heather se había acostumbrado a la oscuridad y podía ver el cuerpo atlético y fibroso de Leo, y el deseo con el que él la miraba despertó en ella una osadía que no recordaba haber sentido nunca.

–Tú también –susurró cuando Leo fue a echarse sobre ella.

Esas dos simples palabras excitaron a Leo más que cualquier otro comentario que le hubiera dedicado otra amante. Se tumbó junto a Heather con la certeza de que iba a resultarle muy difícil hacer prolongar el sexo y proporcionarle, tal como se proponía, una experiencia inolvidable.

–Me vuelves loco –dijo, colocándose sobre ella y besándola. Para contenerse, evitó tocarla, hasta que Heather le tomó la mano y se la colocó sobre uno de sus senos. Pero él rió suavemente y susurró–: Todavía no. ¿Has oído hablar del sexo tántrico? Puedo llegar a excitarte tanto sin ni siquiera tocarte, que bastaría soplar sobre ti para llevarte al orgasmo. ¿Quieres que lo hagamos a sí, o me deseas demasiado? Tú decides.

Sin esperar respuesta, le separó las piernas y pasó los dedos por su húmedo pliegue, hasta que Heather, jadeante, le suplicó que la poseyera.

Cuando Leo había imaginado aquella escena, había supuesto que se sentiría victorioso; pero las únicas sensaciones que sentía en ese momento eran una mezcla de hambre, necesidad e incontrolable deseo. Era la primera vez en su vida que entendía a aquéllos que hablaban de no poder controlarse.

–Te deseo –susurró Heather, jadeante–. No puedo esperar.

–Lo que tú mandes.

Heather lo observó conteniendo el aliento al ver que se deslizaba hacia abajo y atrapaba uno de sus pezones entre los dientes, mordisqueándolo y succionándolo mientras le acariciaba el otro con la otra mano hasta hacerle gemir de placer y retorcerse y arquearse contra él para sentir su sexo en erección apretado contra ella.

Era un exquisito tormento. Leo había prometido no precipitarse y lo estaba cumpliendo. Cuando ya no pudo aguantar más y llevó su mano hacia su entrepierna, Leo se la sujetó y se colocó sobre las rodillas para acercarle su sexo, que ella acarició y lamió.

La excitación de Heather se acrecentó al levantar la vista y ver a aquel espectacular y poderoso hombre rendido a su merced, con la cabeza echada hacia atrás y entregado al placer que ella le estaba proporcionando. Cuando él la sujetó por el cabello y le separó la cabeza, Heather supo que estaba al borde de estallar, y se detuvo.

–Chica mala –dijo él con maliciosa sonrisa–. Voy a tener que castigarte.

El castigo fue táctil y verbal. Leo exploró cada milímetro de su cuerpo mientras le susurraba expresiones obscenas y provocativas que la volvieron fuego líquido. Para cuando Leo le lamió el vientre, tuvo la certeza de que un mero roce le haría perder el control.

Leo le dio unos segundos para recuperar un atisbo de calma antes de separarle los muslos y meter entre ellos la cabeza.

Heather sintió un ataque de pánico ante aquel acto de intimidad e hizo ademán de separarse.

–Nunca…

Pero Leo le acarició el interior del muslo y la sujetó. Le costaba creer que su marido no la hubiera hecho disfrutar, y le confirmó que había estado casada con un cretino. De haber estado casada con él…

Apartando inmediatamente esa idea de su mente, se concentró en demostrar a Heather lo que se había perdido.

Ella tembló incontrolablemente al sentir su lengua en la parte más íntima de su cuerpo y contuvo el aliento mientras la acarició.

Por su parte, Leo gozaba proporcionándole aquel placer y sabiendo que era la primera experiencia de muchas a las que quería introducirla.

Hasta esa pequeña proyección de futuro con una mujer era un pensamiento a evitar. Se concentró en hacerla enloquecer y en perderse en su cuerpo, que se retorcía y arqueaba contra él. Leo le había dicho que se tumbara y disfrutara, pero las sacudidas de placer impedían a Heather permanecer inmóvil. Podía sentir la sangre recorrerle el cuerpo, prendiendo una llama en cada recoveco de su cuerpo, y era incapaz de controlar su cuerpo que se retorcía por sí mismo, elevando la pelvis hacia la boca de Leo.

Gimió y jadeó al llegar a un orgasmo explosivo, y todavía no se había recuperado de la devastadora sensación cuando Leo la penetró de un solo empuje y empezó a moverse en su interior rítmicamente hasta hacerle estallar una segunda vez.

Todavía respiraban con dificultad tras su apasionado clímax cuando, en un ataque de timidez, Heather hizo ademán de cubrirse con el edredón.

–No hace falta –dijo él, incorporándose sobre el codo y mirándola ávidamente. Habría querido preguntarle si era el mejor sexo de su vida, y esa muestra de inseguridad, tan poco propia de él, lo desconcertó–. Y ni se te ocurra decir que ha sido un error –se inclinó y la besó delicadamente–. Tienes un cuerpo fantástico, con curvas en todos los sitios donde debe haberlas –concluyó, pasándole el dedo por sus senos y su cintura.

–Las curvas no están de moda.

–¿Eso crees?

–La verdad es que no, pero estuve a punto de creerlo cuando me di cuenta de que mi marido estaba más interesado en mujeres esqueléticas.

–Recuérdame que, si lo conozco –dijo Leo–, le dé un buen puñetazo.

–Eres muy caballeroso –dijo Heather, sorprendida.

–No aguanto a los hombres que engañan a sus mujeres –dijo él, encogiéndose de hombros–. Puede que yo sea promiscuo, pero tengo mis normas –rodó sobre la espalda y contempló el techo.

–¿Y tus normas incluyen sexo de una noche? –preguntó Heather, intentando sonar indiferente.

–¿Es tu manera de preguntar si quiero repetir? –preguntó Leo, mirándola.

–Quizá deberías preguntarme si yo quiero repetir.

–¿Estás de broma?

Heather pudo pensar racionalmente y se dijo que no representaba más que un entretenimiento para él, una mujer que debía sentirse agradecida de su pasajero interés por ella. Y aunque no iba a arrepentirse, tampoco estaba dispuesta a ser humillada.

–No, no bromeo.

Leo se tensó. ¿Se le había pasado por la cabeza que fuera una relación duradera? Eso era imposible. Pero lo cierto era que había imaginado estar con ella más de una noche.

–No creas –continuó Heather–, que por haberme acostado contigo, he renunciado a mis principios y a esperar al hombre adecuado –un primitivo instinto de supervivencia le hizo darse cuenta de que no debía permitir que Leo creyera que controlaba la situación–. Sólo he aceptado tu idea de que el amor y el sexo no tienen por qué ir de la mano.

Leo sabía que debía sentirse aliviado, y por eso no comprendía que aquellas palabras lo irritaran. ¿Por qué no le gustaba oírlas?

–¿Así que sólo estás utilizando mi cuerpo? –bromeó.

–Es que tienes un gran cuerpo…

–Aun así, quieres esperar a don Perfecto.

–Y algún día aparecerá.

–Pero entretanto, no te parece mala idea dejarte llevar por la tentación –Leo intentó convencerse de que habían alcanzado un acuerdo perfecto–. Me parece muy bien–. Tomó el rostro de Heather entre sus manos y, al rozar sus senos, se excitó de nuevo–. Y ahora, ¿qué te parece si te demuestro hasta dónde puede llegar una chica cuando se deja llevar?