Gabriel Pérez Rolón



Tomé el metrobús en la estación Ayuntamiento. Llevaba prisa, y cuando se aborda ese medio de transporte con el tiempo encima, no hay que hacerlo a las ocho de la mañana; excepto si se quiere llegar una hora tarde.

Siempre subía al área de mujeres, ancianos y discapacitados —de la que varias veces mujeres gorilas me habían corrido; hasta que inventé el pretexto de que anciano no era pero discapacitado sí. “Usted no tiene nada”, alegó una de esas gorilas; “claro que sí”, repliqué, “¿quiere ver mis almorranas?”.

Bueno, esta vez no cupe ni ahí; por lo que me desplacé a la última parte del camión, donde ya no cabía ni un alfiler. Ahí hay que acomodarse como Dios le dé a entender a cada quién.

En ésas estaba, recargado a un lado de la puerta, cuando entró la siguiente camada de pasajeros. ¿En dónde van a caber éstos?, me pregunté un tanto fuera de lugar pues eso es lo que menos le importaba a cualquiera de los usuarios.

Entonces lo vi.

Su cara quedó a unos centímetros de la mía; yo lo veía de perfil, y él en cambio no veía un milímetro de mi cebosa piel.

Era Gabriel Pérez Rolón. La vida lo había golpeado duro —¿tendría 70, 75?—, hacía mucho, cuando menos 30 años, que no nos veíamos; pero era él. Él, en cuerpo y alma.

Toneladas de recuerdos me apabullaron.

En aquella época, cuando apenas había dejado de ser un adolescente, en todos mis viajes a Guadalajara me le pegué como una lapa. Dueño de un taller mecánico, vivía en una zona más o menos céntrica de aquella ciudad. Cada vez que yo iba, lo primero que hacía era apersonarme en su taller. De ahí lo que venía eran parrandas en tropel. Él andaría por los 40 años, y era conocido en todos los burdeles de Guadalajara —en La Huaracha y en Las Encueradas le fiaban hasta las mismas mujeres. Lo conocían, les caía bien a las meretrices, y lo apapachaban como si fuera un hijo descarriado.

Pero quien más lo quería era mi padre. Anciano retirado de la vida pública —había sido fotógrafo de varias dependencias— nada más iba a Guadalajara para estar en la oficina del taller, platicar con la secretaria de Gabriel, o bien dar vueltas alrededor de algún automóvil en reparación, o charlar con algún cliente. Y allí, en esas estadías de mi padre en la capital del estado de Jalisco, fue donde vino la ruptura con Gabriel. De un préstamo en otro, se encargó de dejar a mi progenitor sin un centavo. Con su carisma y don de gentes lo convencía para invertir en negocios absurdos; al cabo de un par de años, mi madre se percató y cortó la amistad y toda influencia de Gabriel; cosa que a mi padre le costó muchísimo trabajo aceptar, pues él continuaba deslumbrado por el encanto aplastante de Gabriel Pérez Rolón.

Sobrevino pues la ruptura y otras cosas negativas salieron a colación: que Gabriel había violado a una de mis hermanas, que uno de los autos que le había vendido a mi padre —pues además de mecánico era vendedor— había resultado robado, que... que... que...

De todo eso me acordé, y tuve el impulso de darle un empellón y gritarle un insulto.

Pero entonces me asaltó otro recuerdo.

Sucedió una vez que me presenté en el taller de Gabriel sin previo aviso. Vivíamos en la ciudad de México, y yo o mi padre solíamos ir a Guadalajara, pasar en la todavía pequeña ciudad unos cuantos días, y regresarnos.

Pues me presenté en el taller. Era sábado por la tarde, y estaba cerrado al público; excepto a las personas de confianza, que sabíamos un truco para que la puerta cediera. Lo hice, entré, y de inmediato me sentí a mis anchas. Me dirigí a la oficina y una música tropical llamó mi atención. Estaba a todo volumen. Abrí de golpe y vi a mi padre y a Gabriel, bailando desnudos, estrechamente abrazados y absolutamente ebrios.

Cuando mi padre me vio, conservó la calma como si nada hubiera pasado; el primer sorprendido fui yo. Creí que el viejo iba a estallar. Gabriel en cambio corrió a esconderse atrás de un escritorio. Con la misma tranquilidad, mi padre comenzó a vestirse, hasta ponerse saco y corbata. Me indicó que lo esperara afuera. Lo obedecí. No supe qué pasó entre él y Gabriel, simplemente salió a los cinco minutos y nos fuimos. Cuando finalmente regresamos a México, ni en el camino ni nunca, mencionó el incidente. No le dije una palabra a mi madre. Por cierto, mi padre moriría un par de meses más tarde.

Ése era Gabriel Pérez Rolón; pero ahora se le veía decrépito, enfermo, sin vida. Llegamos a la siguiente estación y las puertas del vagón se abrieron. Descendió ahí. Yo no tenía que bajarme, pero me abrí paso atrás de él.

Y lo seguí.