Un convicto anciano y estorboso



Adon Francisco Arriero le faltaban dos meses para cumplir su condena. Se había ganado el don por su docilidad, discreción y buen trato. Tenía 89 años —su edad exacta se sabía porque cuando un preso era removido de su crujía, en la entrada se pegaba un oficio donde se especificaban sus pormenores. Era un anciano cuyo cometido principal en la vida se reducía a no estorbar. Los mismos custodios lo entendían así. Cuando se obligaba a todos los presidiarios a dejar sus celdas y hacer fila en el patio, a él se le permitía ocupar un lugar privilegiado: un asiento de cemento bañado por un rayo de sol que sutilmente llegaba hasta ahí.

Había una suerte de alegría soterrada entre los presos de la cárcel. Nadie más que don Francisco Arriero merecía la libertad. Había pasado casi 70 años encerrado, sin recibir siquiera una visita familiar, y ya era hora de que respirara otro oxígeno, de que se paseara por otros caminos, de que recorriera las calles de la gran ciudad, de que vagara por los jardines, por los kioscos, por tantos y tantos puntos de atracción de la capital.

Pero don Francisco Arriero no era del mismo pensamiento.

Ese día, cuando con enorme dificultad leyó su nombre en el oficio, reflexionó en los años que llevaba recluido. 69, se dijo; 69, insistió. Creyó desplomarse. Por su memoria pasó el motivo por el que había sido sentenciado. Un crimen. Él había cometido un crimen a sus 18 años, rayando la mayoría de edad. Trató de recordar qué clase de crimen había sido. Cómo lo había consumado. Si no era un hombre violento. Nunca lo había sido. Menos de joven. Claro está que pertenecía a una pandilla. Aunque no era de los que asaltaban ni se metía a robar a las casas. Fingía una reuma que le impedía comportarse como maleante. De alguna manera, despertaba un poco de lástima, de piedad. Por eso no lo corrían. Era feliz navegando con la bandera de violento en entredicho. Salía con uno o dos de sus amigos pandilleros, estudiaba la preparatoria y dejaba que el tiempo corriera a sus anchas. Huérfano de padre —quien había muerto en una trifulca callejera—, aceptaba de su madre todas las prebendas. Que se reducían a techo y alimento, más, de vez en cuando, una chamarra, unos tenis, o algunos centavos extra para ir al cine. A pesar del ambiente sórdido del que le tocaba ser testigo cotidiano, a pesar de las abyecciones que a veces le tocaba mirar, había encontrado el modo de sobrevivir: simplemente cerrando los ojos. El mundo podía venirse abajo.

Y acaso esta vida podía haberse prolongado por años. Sin que se registrara ningún cambio notable. Porque ni razón había. Acaso hubiera podido sucederse en forma interminable. Pero aquel día las cosas sufrieron un revés.

Como siempre, Francisco Arriero llegó a su casa al filo del medio día. Encontró la puerta entreabierta. Pero ese detalle no despertó sus sospechas. Único hijo, el solo hecho de cruzar el umbral significaba para él un delicioso plato de frijoles. Cosa que de sólo pensarlo, lo reconfortaba. Pero ahora su piel se erizó como la de un animal. La maldad adquirió una claridad inusitada ante sus ojos. Enfrente de él, un hombre estrangulaba a su madre —luego se enteraría que la había violado. Ignoraba la causa, pero no iba a perder el tiempo averiguándolo. Simplemente extrajo del cinto la navaja que le habían obsequiado sus compañeros de la pandilla, y la hundió en la nuca del hombre. El sicario quiso volverse. Quiso atacarlo, pero lo único que logró fue caerse estrepitosamente. A su alrededor comenzó a formarse un charco de sangre.

Todo aconteció en un instante. Impactado, Francisco Arriero soltó la navaja. Su madre se incorporó pero no pudo articular palabra. De su garganta sólo escurrían sonidos ininteligibles. Moriría en cosa de segundos.

Como pudo, Francisco Arriero salió corriendo de ahí. Según le había dicho su abogado defensor —que al final no sirvió de nada, pese a haber argumentado que el chico no tenía antecedentes—, fue lo peor que pudo haber hecho. Huir. El Estado aplicó en él toda la injusticia de que era capaz. Nadie pudo o quiso probar su inocencia.

Lo sentenciaron a cadena perpetua. Pena que le conmutaron a sus 87 años.

No tenía nadie que lo esperara. Pero no pasaba un día sin que pensara en la situación que estaba viviendo. Cada vez se hundía más en un silencio sepulcral. Caminaba de un lado a otro de la cárcel, ya ni siquiera se acurrucaba para recibir el manto de la sombra. Incluso había hablado con el director: “No me pueden correr. Si me corren, qué será de mi pobre vida. Aquí tengo a mis amigos. Aquí tengo mi cama y mi plato. Quiero morir aquí. Lo que me falta de vida quiero vivirlo aquí”. Pero el director lo corrió de un manotazo en el escritorio y un simple ¡fuera!

La voz se corrió como reguero de pólvora. Los convictos que cotidianamente hacían ronda con Francisco Arriero, andaban cabizbajos y retraídos. Ante la tristeza del anciano, no había motivos para celebrar nada. Las cosas sufrieron un cambio. Hasta se suspendieron los partidos de futbol que puntualmente se llevaban a cabo en el patio. Los días fueron pasando. Quedaba uno solo para que el anciano abandonara el reclusorio. Si no quería irse, era problema de él. Si se negaba, lo echarían a patadas.

Esa tarde, los presos —en una fila interminable— acudieron a su estancia a despedirse de él. Hubo quien le besó la mano. Hubo quien le pidió su bendición. Hubo quien puso un billete en su mano.

Al día siguiente amaneció muerto. Se suspendió la autopsia por considerarlo una pérdida de tiempo, según ordenó el director.